“Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 Pedro 1: 19). ESTUDIO BÍBLICO PARA LA FAMILIA CRISTIANA LA HUMILDAD S iempre que se nos presenta la oportunidad de responder, a cuantos nos pregunten, sobre qué es la humildad, no podemos, como conocedores de la biblia, pensar en otro concepto que no sea la persona del Señor Jesucristo. Sí, la verdad es que, siendo ya conocedores de Dios (luego de haber sido conocidos por él), no podríamos pensar en otro concepto; no porque se nos dijo que debíamos pensar en él cuando se menciona la palabra humildad, sino que, producto de lo importante que es el Señor Jesucristo. Es que normalmente se nos hace muy difícil de pensar sólo en la definición gramatical, de la cual hablaremos, ciertamente, en este estudio, pues, Jesús es suficiente referente de humildad práctica (viva) “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11: 29). La base de la humildad, en, y, como aceptación, es el “dispositivo” que, al activarse, provoca y produce en nosotros, al practicarla con un corazón afable: Bendición, gracia (capacitación), salud, sanación, prosperidad (recursos), honra y vida. Y esto no de nosotros, pues, esto viene de Dios. “Riquezas, honra y vida son la remuneración de la humildad y del temor de Jehová” (Proverbios 22: 4). ¿QUÉ ES LA HUMILDAD? H umildad es la actitud, de parte de una persona, para mirar a otra como mayor o, superior a ella misma, no tomando en cuenta la importancia, ni el estatus económico, social ni étnico, de la segunda persona, aún cuando la primera sea de una posición considerable, ésta pensará de sí: Sin ego, sin arrogancia, sin evanecerse por lo que es o, por quien es. El apóstol Pablo lo expone de esta manera: “Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Romanos 12: 3). Si bien la humildad tiene mucha relevancia para con Dios, esta toma mucho más énfasis en el reino de Dios. Si una persona no creyente practica la humildad, conscientemente o, por esencia es humilde, hará bien, pero no tendrá ningún beneficio directo en lo tocante a la salvación, ya que esta (la salvación), se obtiene sólo por creer en Jesucristo y no por practicar humildad, ni por ser humilde “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo el que cree; al judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1: 16). La humildad no sólo tiene que ver con nuestra actitud frente a otras personas, sino que, también de alcanzar oportunamente, el favor de Dios, la provisión de Dios, la sanidad de Dios. Pero se debe esperar como promesa de Dios, y no como un pago de Dios por haber actuado con humildad. Bueno, entonces, ¿qué hace la diferencia? La diferencia la hace, absolutamente, nuestra motivación. Se puede ser humilde y se puede hacer (practicar) la humildad sin ser humilde naturalmente (en esencia). Ambas son lícitas ante Dios cuando nuestra motivación es la correcta. No así, cuando lo que buscamos es agradar a los hombres (ser vistos por las personas), y desear con intereses egoístas, la recompensa material que Dios “pudiera darme” por mi humildad. Dios dejó muy claro esto al profeta Isaías. “… pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Isaías 66: 2b). Oh, ¡cuán importante es tener espíritu humilde! El agrado de Dios ciertamente estará en los humildes; manifestará su grandeza en, y, por medio de los humildes y, a aquellos que por su arrogancia, no quieren reconocer que Dios existe: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios. Se han corrompido, e hicieron maldad” (Salmos 14: 1); que Dios es Soberano: “la cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, rey de reyes, y Señor de señores” (1 Timoteo 6: 15); que Dios fue el creador del universo por su palabra: “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” (Hebreos 11: 3); que Dios es dueño de la tierra y de todo lo que está en ella: “De Jehová es la tierra y su plenitud; El mundo, y los que en él habitan” (Salmos 24: 1). La humildad no solo tiene que ver con la actitud frente a otras personas, y con esperar las promesas de Dios. Hay un tercer factor, imperativo, para conducirse delante de la presencia de Dios, y esta es: La aceptación de cómo somos. Sí, la siempre conveniente y oportuna aceptación de nuestra condición delante de Dios (reconocimiento). A ceptar (reconocer) que somos como somos, pecadores: “Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante mí” (Salmos 51: 3). Aceptar que hemos pasado todo lo que hemos pasado (malos resultados en decisiones), por nuestros pecados: “Porque me han rodeado males sin número; me han alcanzado mis maldades, y no puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza, y mi corazón me falla” (Salmos 40: 12). Aceptar que tenemos los padres que tenemos, por Dios, y no por nosotros (si en alguna medida hay descontento por los padres que tenemos), a los cuales tenemos igualmente que honrar “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo. Honra tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra” (Efesios 6: 1- 3). Aceptar que, de nosotros, no se debe esperar nada bueno (en esencia, no lo somos): “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra que haga el bien y nunca peque” (Eclesiastés 7: 20); “El le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios…” (Mateo 19: 17), ni la perfección (que nunca pequemos): “Si decimos que no tenemos pecados nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1: 8). Y aceptar que sólo Dios es Dios: “Por tanto, tú te has engrandecido, Jehová Dios; por cuanto no hay como tú, ni hay Dios fuera de ti, conforme a todo lo que hemos oído con nuestros oídos” (2 Samuel 7: 22); “Porque ¿quién es Dios sino sólo Jehová? ¿Y qué roca hay fuera de nuestro Dios? (Salmos 18: 31), nos asegura una salud interna maravillosa, pues, reconocemos a su vez, con esto, la grandeza y poder de Dios. La aceptación de nosotros (reconocer nuestros pecados) es el comienzo, fundamental, para nuestra sanación interior (espiritual). Dios, queriendo que el pueblo de Israel fuera sano, dio a entender a Salomón una lista de “equisitos”, con un orden bien establecido, para que el pueblo tuviera las respuestas en misericordia de parte de Dios “Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra” . Sí, tanto Dios, como Salomón, sabían que el pueblo de Israel estaba enfermo (espiritualmente raquíticos para con Dios), y que necesitaba urgentemente sanar para obtener de Dios sus beneficios. Y esta sanidad no llegaría de Dios, sin que primero, el pueblo se humillara a Dios, hablaran con Dios, tuvieran comunión con Dios, y se volvieran de pecar (que dejaran de pecar contra Dios); pecados que siempre apartaron al pueblo de la misericordia de Dios “pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecaos han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír” (Isaías 59: 2). Hay momentos en que no nos aceptamos (no nos queremos ni mirar). Otras veces deseamos no ser como somos (quisiéramos ser diferentes), no ser ni física ni psíquicamente como somos. Hay mujeres que no quieren ser como son; no quieren ni mirarse al espejo; no aceptan como son y, por tanto, no desean ser como son; no quieren tener el cabello que tienen, el color de cabello que tienen (por eso se tiñen la mayoría de las mujeres), la nariz que tienen; en fin, no aceptan ser como, inevitablemente, muchas de ellas son. H H ay quienes sufren aún (y a muchos de nosotros nos puede pasar) con los recuerdos de sucesos pasados de sus vidas, al no aceptarlos (reconocerlos). Momento que, irremediablemente, ya pasaron; momentos humillantes, oscuros; momentos vergonzosos que no quisiéramos que hubieran pasado, y no los queremos ver; cerramos los ojos y nos resistimos a ellos. Esto es, naturalmente, enfermedad; el primer paso para salir de esta enfermedad es aceptar que es una enfermedad. Muchas personas que sufren de malestares diversos, acostumbran a acudir al médico para que les dé un medicamento para atacar sólo los síntomas de la enfermedad, pero no para atacar lo que causa la enfermedad misma. Bien, así, de igual manera, muchos están enfermos espiritualmente, al no aceptar los sucesos pasados, simplemente como eso, sucesos pasados “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5: 17). Quieren vivir como Cristo vivió (vida cristiana), pero no les resulta, al tener aún vivos, los recuerdos que no han sido aceptados como ya ocurridos, pero, cuanto más, como ya pasados. Dios quiere que aceptemos nuestra realidad. ¿Cuál realidad? Nuestra incapacidad para sanarnos; nuestra incapacidad para tener paz por nosotros mismo “Y curan la herida de mi pueblo con liviandad, diciendo: Paz, paz; y no hay paz” (Jeremías 6: 14). Ciertamente ningún ser humano tiene el poder para sanarse, para obtener paz, así como, incapaz es todo ser humano, para salvarse “Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?. Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mateo 16: 26, 27). Solo cuando somos capaces de aceptar lo que nos aconteció, lo que nos acontece, y lo que nos podría acontecer más adelante, experimentaremos la sanación interior, pues, esta viene de Dios cuando, ante su presencia, nos humillamos tal y como somos; sin máscaras, sin fingir, sin engaño, sino que teniendo comunión con Dios, y esto se logra, siendo sinceros en la intimidad con Dios: “La comunión íntima de Jehová, es con los que le temen, y a ellos hará conocer su pacto” (Salmos 25: 14); “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría” (Salmos 51: 6). Humillarnos delante de su presencia, aceptando (sabiendo y reconociendo) que somos personas falibles (que fallamos); personas con concupiscencias (malos pensamientos), o sea: Pecadores, y reconociendo a la vez que, sólo Dios es bueno, que él es digno de adoración, que él es eterno, que él es grande, y todo lo hacemos por intermedio del nombre de su Hijo, el Señor Jesucristo, en oración, clamor, súplica y ruego, nos asegura la sanidad, tanto espiritual, como también corporal (si así Dios lo permite). M uchos son los que desean estar en lugares honrosos; en lugares de privilegio. Muchos queriendo ser reconocidos por los demás, se “visten” de una falsa humildad que, si bien puede tener efecto para con las demás personas, no tiene efecto para con Dios, que todo lo sabe y escudriña “Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras” (Jeremías 17: 10). Los hombres (los seres humanos) suelen honrarse entre sí, pero con motivaciones equívocas que sólo terminan desagradando a Dios. Mejor es humillarse ante Dios y, sin duda, él nos pondrá en lugar honroso, y de privilegio*. RECONOCE QUE ERES PECADOR; RECONOCE QUE ERES HUMANO; RECONOCE QUE NECESITAS AYUDA; PERO TAMBIÉN… … RECONOCE QUE DIOS ES DIOS Y QUE SOLO DE ÉL DEPENDES.