LA ALEGRÍA DE DIOS SERÁ SIEMPRE VUESTRA DEFENSA NEHEMÍAS 8,10 CVX‐Galilea (Madrid, España) [email protected] http://www.panyrosas.es/ 1. INTRODUCCIÓN Nuestro mundo está cruzado de murallas que tienden divisiones entre los hombres. Nuestro mundo está cruzado de murallas que levantan cegueras entre unos y otros. Nuestro mundo se empareda con duros ladrillos y se encierra en sí mismo en la creencia que se basta a sí mismo. A la vez la gente está cada vez más arrojada al mundo, sin defensas, a merced de cien amenazas que recorren en banda nuestro tiempo. Debemos reparar las murallas de las comunidades, cuidar las murallas derruidas, restaurar las murallas caídas del templo y la ciudad. La muralla es un símbolo ambiguo: debemos demoler la murallas de la división y la ignorancia y debemos cuidar las murallas que defienden la dignidad y razón de lo humano frente a la barbarie y el olvido. Medita esta adaptación1 de la historia de Nehemías (lee también el texto original) y busca qué preguntas te inspira para ti y los demás. Dediquemos una reunión a compartir las preguntas, a explorar qué preguntas surgen del texto para nosotros, para nuestro entorno y para el mundo. Es bueno que tengamos este texto antes, pero también podemos leerlo juntos y buscar juntos los interrogantes. Que alguien tome nota de todos para pasar la lista de preguntas a todos los miembros por correo. Dediquemos otra reunión posterior a compartirlas tras haber meditado las respuestas durante la semana y orado de nuevo la historia de Nehemías. Vamos a leer una versión narrada de la primera parte del libro de Nehemías (caps. 1-8) en la 1 que incorporamos detalles interpretativos y damos suficiente cuerpo literario al relato como para hacerlo más comprensible. Partimos de la traducción realizada por Luis Alonso Schökel, José Luis Sicre y Manuel Iglesias (1976: Crónicas, Esdras, Nehemías. Ediciones Cristiandad, Madrid). Recomendamos leer el texto bíblico original. 2. ORACIÓN PARA COMENZAR Tristezas de Sion la cautiva (Primera Lamentación de Jeremías) (selección de versos) 1:1 ¡Cómo ha quedado sola la ciudad populosa! La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda, 1:2 Amargamente llora en la noche, y sus lágrimas están en sus mejillas. No tiene quien la consuele de todos sus amantes; Todos sus amigos le faltaron, se le volvieron enemigos. 1:4 Las calzadas de Sion tienen luto, porque no hay quien venga a las fiestas solemnes; 1:5 Sus enemigos han sido hechos príncipes, sus aborrecedores fueron prosperados, Porque Jehová la afligió por la multitud de sus rebeliones; 1:6 Desapareció de la hija de Sion toda su hermosura; Sus príncipes fueron como ciervos que no hallan pasto, Y anduvieron sin fuerzas delante del perseguidor. 1:7 Jerusalén, cuando cayó su pueblo en mano del enemigo y no hubo quien la ayudase, Se acordó de los días de su aflicción, y de sus rebeliones, Y de todas las cosas agradables que tuvo desde los tiempos antiguos. La miraron los enemigos, y se burlaron de su caída. 1:12 ¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido; 1:16 Por esta causa lloro; mis ojos, mis ojos fluyen aguas, Porque se alejó de mí la consolación que dé reposo a mi alma; 1:17 Sion extendió sus manos; no tiene quien la consuele; 1:20 Mira, oh Jehová, estoy atribulada, mis entrañas hierven. Mi corazón se trastorna dentro de mí, porque me rebelé en gran manera. Muchos son mis suspiros, y mi corazón está adolorido. 2:1 ¡Cómo oscureció el Señor en su furor a la hija de Sion! Derribó del cielo a la tierra la hermosura de Israel, Y no se acordó del estrado de sus pies en el día de su furor. 2:2 Destruyó el Señor, y no perdonó; Destruyó en su furor todas las tiendas de Jacob; Echó por tierra las fortalezas de la hija de Judá, Humilló al reino y a sus príncipes. 2:6 Quitó su tienda como enramada de huerto; Destruyó el lugar en donde se congregaban; Jehová ha hecho olvidar las fiestas solemnes y los días de reposo en Sion, Y en el ardor de su ira ha desechado al rey y al sacerdote. 2:8 Jehová determinó destruir el muro de la hija de Sion; Extendió el cordel, no retrajo su mano de la destrucción; Hizo, pues, que se lamentara el antemuro y el muro; fueron desolados juntamente. 2:9 Sus puertas fueron echadas por tierra, destruyó y quebrantó sus cerrojos; Su rey y sus príncipes están entre las naciones donde no hay ley; 2:11 Mis ojos desfallecieron de lágrimas, se conmovieron mis entrañas, Mi hígado se derramó por tierra a causa del quebrantamiento de la hija de mi pueblo, Cuando desfallecía el niño y el que mamaba, en las plazas de la ciudad. 2:12 Decían a sus madres: ¿Dónde está el trigo y el vino? Desfallecían como heridos en las calles de la ciudad, Derramando sus almas en el regazo de sus madres. 2:13 ¿Qué testigo te traeré, o a quién te haré semejante, hija de Jerusalén? ¿A quién te compararé para consolarte, oh virgen hija de Sion? Porque grande como el mar es tu quebrantamiento; ¿quién te sanará? 2:14 Tus profetas vieron para ti vanidad y locura; Y no descubrieron tu pecado para impedir tu cautiverio, Sino que te predicaron vanas profecías y extravíos. 2:19 Levántate, da voces en la noche, al comenzar las vigilias; Derrama como agua tu corazón ante la presencia del Señor; Alza tus manos a él implorando la vida de tus pequeñitos, Que desfallecen de hambre en las entradas de todas las calles. 2:22 Has convocado de todas partes mis temores, como en un día de solemnidad; Los que crié y mantuve, mi enemigo los acabó. 3. MATERIAS PRIMAS NEHEMÍAS Y LAS MURALLAS DE JERUSALÉN a. Noticias de la ciudad destruida Ésta es mi autobiografía, Nehemías, hijo de Jacalías (Neh 1,1). Hacía setenta años ya que las murallas de Jerusalén habían sido destruidas por los persas (2 Re 25,10) dejando a la vista las ruinas y puertas destrozadas para que todo el mundo se riera de su vulnerabilidad y el pueblo de Judá fue dispersado por todo el imperio. Desde entonces Israel no cesó de lamentarse y llorar por esa herida (Lam 2,8). Yo trabajaba en la corte del rey y por eso vivía en Susa (Neh 1,1), capital del imperio persa, al este de Ur, de donde había salido Abraham para fundar el pueblo de Dios en la Tierra Prometida. Pero ahora la mayoría de todo el pueblo de Israel vivíamos en todos los exilios de un lado a otro. Un día mi hermano Jananí llegó a la ciudad acompañado por un grupo de judíos y me llamó (Neh 1,2). Con él estaba un grupo de judíos desterrados que me presentó. Me bajé de la corte y fui a verles. Estando con ellos, me interesé y les pregunté por la situación de aquellos judíos que no se habían ido de Jerusalén (Neh 1,2). Se entristecieron y me respondieron: “Pasan grandes privaciones y humillaciones, La muralla de Jerusalén está desmantelada y sus puertas consumidas por el fuego”. Al oír los sufrimientos del pueblo de Jerusalén lloré e hice duelo durante unos días, ayunando y orando al Dios del cielo con estas palabras: “Señor Dios, fiel a la alianza y misericordioso, ten piedad de tu pueblo. Te fuimos infieles y sufrimos la desolación y el destierro. Pero tú mismo dijiste que cuando volviéramos a ti y pusiéramos en práctica tu palabra, nos reunirías de nuevo en el lugar que nos elegiste” (Neh 1,5‐10). Pensé que nuestro Rey podría obrar a favor de mi pueblo y le pedí a Dios: “Señor, haz que acierte y logre conmover al Rey”. Yo trabajaba en la corte de copero del rey Artajerjes: cataba todas sus bebidas por si querían atentar contra su vida y se las servía. No era un cargo cualquiera sino que, como el Faraón en José, mi Rey mí ponía una enorme confianza ya que en parte de mí dependía su vida y la mía de él. Mis relaciones con mi Rey eran muy estrechas. Artajerjes tuvo muchos enemigos muy hostiles. Heredó un imperio debilitado por las luchas con griegos, egipcios y enemigos internos. Pero vi cómo fue avanzando poco a poco hasta que finalmente en el año 448 (antes de Cristo) venció en el frente interno y alcanzó un acuerdo de paz con Grecia. De eso hacía tres años cuando comenzó esta historia que os estoy contando. Quizás por esas experiencias de guerra y paz de mi Rey, comprendió tanto mi tristeza ante la vulnerabilidad que sufría mi pueblo. Era marzo del año 445 y, como siempre, tenía que ir a servir al Rey el vino. Pero era tal mi desconsuelo por mi pueblo, que me presenté al banquete como no debía. El protocolo exigía que mostráramos nuestro mejor aspecto, pero era tal la tristeza que sentía que ésta transparentó mi rostro. Tomé el vino y tras probarlo se lo serví en su copa. El Rey se dio cuenta y me preguntó: “¿Qué te pasa que tienes tan mala cara? Tú no estás enfermo sino que estás triste” (Neh 2,2). Me llevé un gran susto, pero me repuse y le contesté: “Majestad, ¿cómo no he de estar triste cuando la ciudad donde yacen enterrados mis padres está en ruinas y sus puertas consumidas por el fuego?”. El Rey me dijo: “¿Y qué es lo que quieres?” (Neh 1,4). Me llené de valor y le pedí: “Si a su majestad le parece bien y si está satisfecho de su siervo, déjeme ir a reconstruir la ciudad” (Neh 1,5). El rey y la Reina se vieron y accedieron a dejarme ir un tiempo (Neh 1,6). Pero yo necesitaba más ayuda suya y le supliqué que me prestara medios y autoridad para poder cumplir mi misión (Neh 1,8). Gracias a Dios, el Rey me lo concedió todo y me dio autoridad legal para intentar reunir a quien quisiera del pueblo de Jerusalén reparar sus murallas y puertas rotas. b. Reconstruir las ruinas Así llegué a Jerusalén y entré por una de sus puertas rotas. Recordaba un salmo que decía “Dad la vuelta en torno a Sión contando sus torreones y fijaos en las murallas” (Sal 48,13), así que salí en medio de la noche a dar la vuelta a toda la ciudad en silencio siguiendo las ruinas de sus antiguas murallas. Era un gran desastre (Neh 1,11). Volví a la ciudad y estuve meditando sin decir nada a nadie (Neh 1,16). Finalmente, me dirigí a las autoridades y al pueblo exhortándoles a reconstruirlas. Estaban tan divididos y desanimados que tenía que ser alguien de fuera quien se lo propusiera. Algunos enseguida se sumaron a la iniciativa, pero las autoridades y la mayoría de la gente y sacerdotes protestaron. Se habían acostumbrado a ver las ruinas (Neh 2,16) y muchos tenían miedo de que levantando de nuevo la muralla disgustaran al Rey. Se burlaron de mi propuesta e incluso me acusaron de urdir una traición contra el Rey (Neh 2,19). Pero les animé: Venga, vamos a trabajar juntos (Neh 2,18). No empleé ni el poder de mi Rey ni les negué ningún temor sino que apelé a su memoria de la ciudad, a su sentido de dignidad y a la alegría: “Ya veis la situación en que nos encontramos: Jerusalén está en ruinas y sus puertas incendiadas. Vamos a reconstruir la muralla de Jerusalén y cese nuestra vergüenza. El Dios del cielo hará que tengamos éxito” (Neh 2,17 y 19). Había muchos escépticos a los que les parecía imposible levantar las ruinas (Neh 2,16) y también había mucha suspicacias y recelos y hubo gente que se negó a tomar parte (Neh 3,6). Pero con habilidad y entusiasmo, creando confianza y alegría, logré que la mayor parte de la ciudad se pusiera manos a la obra. Asigné a cada clan una parte del trabajo (Neh 3,1) y con gran rapidez nos empleamos a fondo. Por ejemplo, la Puerta de los Peces la repararon los hijos de Hasnaá, la Puerta de la Fuente la rehizo el clan de Salún o la Puerta del Barrio Nuevo las comunidades de Yoyadá y Mesulán (Neh 3,1‐32). Al vernos trabajar, hubo quien, como Sanbalat, por envidia o por miedo a que volviésemos a hacernos fuertes, nos dijo: “¿Qué hacen esos desgraciados judíos? ¿Os creéis que vais a terminar hoy y a resucitar de montones de escombros unas piedras calcinadas?” (Neh 3,34). La oposición de muchos era enorme y no dejaban de reírse e insultarnos. Yo rezaba a Dios: “Escucha, Dios nuestro, cómo se burlan de nosotros. No borres de tu vista sus pecados pues han ofendido a los constructores” (Neh 3,37). Nosotros continuamos a lo nuestro trabajando y conseguimos elevar la antigua muralla hasta media altura, pero quedaba lo más difícil: la parte alta. Entonces la oposición se redobló, aprovecharon la dificultad del desafío y comenzaron a sembrar cizaña y confusión entre los que estábamos trabajando en reconstruir la muralla. Lograron desanimar a muchos que comenzaron a decir: “Nosotros solos no podemos construir la muralla” (Neh 4,4). Nuestros enemigos conspiraban: “Que la gente no sepa ni vea nada, así detendremos las obras” (Neh 4,5). Ninguno de ellos quería que Israel volviera a cobrar fuerza y soliviantaron a los pueblos vecinos con mentiras diciéndoles que íbamos a atacarles para que deshicieran nuestros trabajos. Continuamente venían a molestarme con insidias y malas intenciones y les contestaba: “Tengo muchísimo trabajo y no puedo bajar. No voy a dejar la obra parada para bajar a veros” (Neh 6,2‐3). Yo no cesaba de animar a la gente informándoles de todo y diciéndoles: “No les tengáis miedo, acordaos del Señor y luchad por vuestros hermanos” (Neh 4,8). Hicieron correr la voz de que yo quería ser rey de Israel, pero la gente no les creyó porque yo trabajaba todos los días junto a ellos y me conocían (Neh 6,6‐8). Al ver que eso tampoco les funcionaba, me hicieron llegar la amenaza de que iban a asesinarme. Algunos trataban maliciosamente de meterme miedo: “Vamos a meternos en el templo, dentro de la nave y cerremos la puerta porque van a venir a matarte” (Neh 6,10). Pero yo les dije: “Un hombre como yo no huye ni se mete en el templo para salvar la vida. No voy”. Y denuncié de qué modo trataban de sembrar el miedo mediante amenazas (Neh 6,12‐13). c. El triunfo de la alegría Al ver nuestros enemigos que sabíamos lo que hacíamos, Dios desbarató sus planes y pudimos volver a la muralla, pero permanecíamos vigilantes en todo momento (Neh 4,9). Querían intimidarnos, pensando que abandonaríamos la obra dejándola a medio acabar. Al contrario, cobré nuevos ánimos (Neh 6,9). Pero durante todo el tiempo que estuve en esa misión siguieron enviándome cartas para intimidarme (6,19). En el fondo, lo que no querían es que el pueblo cobrara demasiada confianza porque acabarían organizándose y así fue. La muralla significaba mucho más que sus meros muros. La gente sencilla, sobre todo las mujeres, comenzaron a protestar acusando a los propios nobles y autoridades de su ciudad de la pobreza y violencia que sufrían ya que les explotaban, expropiaban sus bienes, les ahogaban con impuestos, sus hijas eran violentadas y tenían que entregar a sus hijos como esclavos cuya libertad luego les obligaban a recomprar (Neh 5,3‐5). Cuando me enteré de sus protestas y de lo que sucedía me indigné y, sin poder contenerme, me encaré a los nobles y autoridades (Neh 5,6). Convoqué contra ellos una asamblea general y les dije: “Os estáis portando con vuestros hermanos como explotadores. Devolvedles hoy mismo sus campos, viñas, olivares y casas” (Neh 5,7‐8 y 11). Se quedaron cortados, sin respuesta. Quizás sintieron temor y también vergüenza y arrepentimiento, porque respondieron: “Se lo devolveremos sin exigir nada. Haremos lo que dices” (Neh 5,12). Entonces me quité mi manto y lo regalé a los pobres y dije: “Así despoje Dios al que no cumpla su palabra”. Y toda la asamblea respondió: “Amén” (Neh 5,13). En los doce años que estuve en Jerusalén ni yo ni los míos cobramos nada del pueblo ni vivimos de ellos (Neh 5,14). Además, personalmente me puse a trabajar en la muralla (Neh 5,16). Yo no obré así, por respeto al Señor (Neh 5,15). Dios mío, acuérdate para mi bien de todo lo que hice por esta gente” (Neh 5,19). Todas las brechas y ruinas de las murallas fueron finalmente restauradas (Neh 7,1). Y nos dimos cuenta de que esto podía hacer bien a más gente. Para lo espaciosa que era la ciudad y ahora estaba protegida por las murallas que elevamos con la ayuda de Dios, éramos pocos pobladores, así que llamamos a todos los pueblos dispersos de Israel y acudieron numerosas familias de nuevo a Jerusalén (Neh 11). Cuando inauguramos la muralla todo el pueblo se reunió como un solo hombre en la plaza ante la Puerta del Agua (Neh 8,1) y el sacerdote Esdrás leyó el libro de Moisés desde el alba hasta el mediodía y los oídos de todo el pueblo estaban atentos al libro de la Ley (Neh 8,2). El pueblo lloró por sus antiguos pecados de tantos años de infidelidad y olvido de Dios, conquistados por los babilonios y explotando unos a otros. Pero me dirigí a ellos y les dije: “No os entristezcáis ni lloréis más. Id a comer todos juntos, bebed vino y enviad comida a los que no tengan” (Neh 8,10). Habíamos reconstruido con muchos años y trabajos las ruinas de las murallas pero sabíamos que de nada nos defenderían sino que Dios mismo era nuestra única muralla ante el Enemigo. Ni la tristeza nos justificaría ya de nada ni las murallas nos salvarían. Así que vi para todos y antes de marcharme quise que siempre recordaran esta conclusión: “La alegría de Dios será siempre vuestra defensa” (Neh 8,8). El sacerdote Esdrás bendijo al Señor, Dios grande, y todo el pueblo levantó las manos, respondió amén y después se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra (Neh 8,6). Todo el pueblo organizó una gran fiesta porque habían comprendido todo lo que le habían explicado (Neh 8,12). 4. ORACIÓN FINAL Si te ayuda a dar profundidad a la historia anterior, lee este conocido poema de Nicolás Guillén, que fue musicalizado por el grupo Quilapayún: LA MURALLA Nicolás Guillén Para hacer esta muralla tráiganme todas las manos: Los negros, su manos negras, los blancos, sus blancas manos. Ay, una muralla que vaya desde la playa hasta el monte, desde el monte hasta la playa, bien allá sobre el horizonte. —¡Tun, tun! —¿Quién es? —Una rosa y un clavel... —¡Abre la muralla! —¡Tun, tun! —¿Quién es? —El sable del coronel... —¡Cierra la muralla! —¡Tun, tun! —¿Quién es? —La paloma y el laurel... —¡Abre la muralla! —¡Tun, tun! —¿Quién es? —El alacrán y el ciempiés... —¡Cierra la muralla! Al corazón del amigo, abre la muralla; al veneno y al puñal, cierra la muralla; al mirto y la yerbabuena, abre la muralla; al diente de la serpiente, cierra la muralla; al ruiseñor en la flor, abre la muralla... Alcemos una muralla juntando todas las manos; los negros, sus manos negras, los blancos, sus blancas manos. Una muralla que vaya desde la playa hasta el monte, desde el monte hasta la playa, bien allá sobre el horizonte...