La ambivalente interacción entre Consumidores y Usuarios del bienestar en nuestros contextos sociales actuales. Teresa T. Rodríguez Molina Dpto. de Sociología. Universidad de Granada. Rector López Argueta. Nº 4. 18.071 Telf: 958. 248. 002 Fax: 958. 244. 191 E-mail: [email protected] Abstract: Partiendo de algunos de los argumentos más conocidos de Bauman sobre las sociedades de consumo, y de los de John Baldock, sobre los estados de bienestar, el artículo enfoca las denominadas sociedades consumistas y su incidencia en la transformación de los estados de bienestar. Plantea, entre otros aspectos, algunas de las interacciones entre ambos fenómenos, centrándose también en una de las múltiples paradojas que se vienen produciendo como consecuencia de esta interacción, sobre todo porque a través de ella observamos cómo se articula uno de los sentidos de nuestra cotidianeidad: la dicotomía entre consumidores y usuarios de bienestar, y cómo esa interacción deviene en un fenómeno cargado de rasgos especialmente ambivalentes. 1 1. Introducción: consumo, consumismo, y sociedad de consumidores. Una aproximación general. El consumo es una condición permanente e inamovible de la vida y un aspecto inalienable de ésta, expone Bauman. No está atado ni a la época, ni a la historia, en cuanto que se trata de una función imprescindible para la supervivencia biológica que nosotros, los seres humanos, compartimos con el resto de los seres vivos (2007:43). En este sentido, por tanto, es en el que se puede decir que consumir es una parte integral y permanente de todas las formas de vida que conocemos. Sin embargo, añade Bauman, en nuestras sociedades contemporáneas hoy consideramos que, más allá de las actividades de consumo, y más allá también de los aspectos fundamentales que han venido relacionados con él (como la producción, el almacenamiento, la distribución, o la eliminación de objetos de consumo), hemos pasado del consumo al consumismo. Tal asunto significa un cambio inédito respecto a las sociedades anteriores. Explica Campbell (2004)1 que se puede hablar de consumismo cuando el consumo se torna central en la vida de la mayoría de las personas, algo así como el propósito mismo de su existencia, un momento en que nuestra capacidad de querer, desear, y de anhelar, y en especial nuestra capacidad de experimentar esas emociones repetidamente, es el fundamento de toda la economía de las relaciones humanas. 1 Citado por Bauman (2007:44), véase Colin Campbell. 2004. “I shop therefore I know that I am: the metaphysical basis of modern consumerism”. NY. Berg. Karin M. Ekström y Helene Brembeck (eds) pp. 27 y ss. 2 Bajo ese mismo prisma, Bauman también afirma que estamos viviendo en una sociedad de consumidores donde el consumismo opera como un tipo de acuerdo social que resulta de la reconversión de los deseos, ganas, o anhelos humanos, en la principal fuerza de impulso y de operaciones de la sociedad: “una fuerza que coordina la reproducción sistémica, la integración social, la estratificación social y la formación del individuo humano, así como también desempeña un papel preponderante en los procesos individuales y grupales de autoidentificación, y en la selección y consecución de políticas de vida individuales” (2007:47). En consecuencia, a diferencia del consumo, que sería fundamentalmente un rasgo y una ocupación humana, estos autores argumentan que el consumismo opera como un atributo de la sociedad y es el pilar esencial sobre el que se articulan nuestras sociedades occidentales actuales, siendo el eje central en torno al que se fundamenta la reproducción social. No obstante, aunque se han venido perfilando muchos de los aspectos que definen ese consumismo, y aunque, comparativamente, podemos establecer diferencias en torno a la que parece ya una más precedente sociedad de productores (principal ejemplo societario de la fase “sólida” de la modernidad, lo denomina Bauman), muchas son las preguntas en torno a la sociedad de consumidores, y todavía más las incógnitas que nos despiertan los propios consumidores. Como afirman Brewer y Trentmann2, el consumismo presenta muchas caras, e implica en sí mismo la notable riqueza y diversidad del consumo moderno, concluyendo, además, entre otros aspectos importantes, que no existe hoy en día un único relato del consumo, ni una tipología única del 2 Citado por Bauman en “Vidas de Consumo”. 2007. (p 39). Madrid. Fondo de Cultura Económica. 3 consumidor, ni una versión monolítica de la cultura consumista, que alcance para explicarlo. Considerando, por tanto, semejante grado complejidad, y partiendo, de algunos de los argumentos esgrimidos por éstos autores, lo que aquí se va a tratar únicamente son algunas de las muchas preguntas que hoy se plantean en torno a esta apasionante y nueva construcción de la realidad, y en qué grado esto afecta, o presenta, a su vez, una profunda interacción con la propia transformación que se está produciendo en los Estados de Bienestar. 2. Una nueva realidad: “los consumidores incompletos”. Se afirma, a grandes rasgos, que el consumismo llega cuando el consumo desplaza al trabajo de ese papel axial que cumplía en las sociedades de productores. No obstante, tal afirmación no está completa, si no consideramos como contexto social el Estado de Bienestar. En un sentido amplio, especialmente después de la II. G. M., no cabe duda que el despliegue de un vasto tejido industrial, el incremento de la producción, la consolidación de los sistemas democráticos en occidente, el reconocimiento y la legalización de nuevas libertades y de más derechos civiles, la amplificación de los márgenes de las clases medias, el crecimiento sin precedentes de los servicios, tanto públicos como privados, etc., han venido generando una progresiva riqueza y una amplia estabilidad social. Entre otras cosas, los llamados sistemas de bienestar, y sus políticas sociales de distribución, comenzarán a mitigar muchos de los problemas manifiestos claramente hasta entonces, sobre todo los conflictos más severos 4 derivados de las desigualdades sociales de la era industrial con la que se inauguró la fase “sólida” de la modernidad, tal y como la denomina Bauman en muchos de sus escritos. En este contexto de mejoras sociales en las sociedades occidentales, desde mediados del siglo XX, y expresándolo de una manera muy gráfica, es en el que hemos ido pasando de ser ciudadanos a ser usuarios del bienestar. Sin embargo, después de casi más de medio siglo del progresivo despliegue de ésta nueva configuración social, si bien el sistema de bienestar y sus políticas sociales han venido resolviendo muchos de los problemas derivados de esa fase “sólida” de la modernidad, especialmente a partir de la década de los noventa el funcionamiento y legitimidad de los sistemas de bienestar se ha visto afectado por el crecimiento del consumismo y por la importancia del incremento de las opciones del consumo para los individuos. Uno de los nuevos cambios derivados del consumismo, en el contexto de los sistemas de bienestar, lo apuntó inteligentemente Beck, al señalar que ya no es la falta de trabajo la que nos sitúa en los márgenes de la exclusión, tal y como venía siendo en la fase sólida de la modernidad, sino la falta de dinero. Este rasgo nuevo se explica, sobre todo, si consideramos que, en una sociedad consumista, la identidad y las posiciones sociales son substancialmente determinadas por lo que uno posee y compra, por las opciones del consumo, y no por lo que uno produce, o por el ámbito laboral al que pertenece, o donde desarrolla su actividad productiva. Por un lado, y en consecuencia, ser productivo, o no ser productivo, en las sociedades consumistas, y en el marco los estados de bienestar, ya no es uno de problemas centrales para los individuos, y sí resulta problemático ser lo que 5 Bauman llama un consumidor incompleto (2007:77–113). Por otro lado, la realidad es que los usuarios de bienestar pueden estar doblemente excluidos de ambos mundos, el de la producción y del consumo y, sin embargo, el estado de bienestar puede resolver el problema de la exclusión productiva de los individuos con sus políticas sociales, pero no así llenar el vacío que puede estar faltándoles en los asuntos y en los problemas que hoy les confiere el consumo, como tampoco puede ofrecerles, ni garantizarles, la “libertad de opción”, uno de los valores más fuertes, y una de las metas centrales para los individuos en la sociedad de consumo. No hay duda, comprar o intercambiar bienes es un hecho necesario en cualquier tipo de sociedad, y en cada una se ha venido haciendo con sus propias especificidades. Desde el origen del capitalismo, y prácticamente a lo largo de toda la fase “sólida” de la modernidad, estructuralmente, se trata de un hecho social restringido y regulado por el ámbito domestico. La familia, por tanto, es la que ha venido siendo el elemento central y el objeto mismo del consumo en ese tiempo. La apropiación de bienes, además, estaba destinada casi por completo a producir confort, estima, y muy especialmente a la obtención de seguridad, en concreto, si consideramos que esos consumos domésticos estaban conformados por los valores de la fase “sólida” de la modernidad, es decir, hablamos de un tipo de sociedad construida en torno a la estabilidad que proporcionaba lo seguro de un orden social que confiaba su reproducción a patrones de conducta diseñados a esos fines. Sin embargo, a partir de la década de los noventa del pasado siglo, el consumo ya no está orientado al ámbito doméstico, ni se fundamenta en la estructura familiar. Se trata de un hecho de naturaleza estrictamente individual 6 y que ya no está asociado al campo de la producción, sino a los profusos y extensos dominios del disfrute personal, en un contexto donde las estructuras sociales se han empezado a caracterizar por un avanzado estado de desregularización y desrutinización de la conducta humana. Curiosamente, lo que antes fueron prácticas dirigidas por las fuerzas del adquirir y acumular, entre otros aspectos para consolidar el estatus y la clase, en el ámbito de los dominios del disfrute individual impera el empuje del eliminar y reemplazar. Como señala Eriksen3, esto es así porque “en las sociedades consumistas la mayoría de los aspectos de la vida y los artefactos que se ocupan de ella se han multiplicado exponencialmente”. Nunca hasta ahora en la historia la oferta de objetos y posibilidades había sido tan abundante. Consideremos, además, que la sociedad de consumidores es un tipo de sociedad que se dirige a los individuos, los llama, los convoca, etc., fundamentalmente en cuanto a individuos, y en cuanto a la capacidad de los individuos como consumidores, y no ya como productores. Hemos de considerar, por tanto, que también cuestionará, evaluará, recompensará, o penalizará, a los individuos en función de su capacidad para consumir. Si el énfasis en las sociedades de consumidores recae sobre el ”yo” individual, y si cada miembro de la sociedad de consumidores se define ante todo por su capacidad de elección, la condición silenciada, pero decisiva, para formar parte, o ser rechazado por los beneficios prácticos de ser un ciudadano completo, como argumenta Bauman (2007:92), es la competencia consumista de cada persona y su capacidad para ejercerla. Este hecho, además, es el que 3 Citado por Bauman (2007:61) 7 conforma al nuevo excluido social en la sociedad de consumidores. En ella, exactamente, ya no es el que está por debajo del umbral de la pobreza, pues eso lo ha solventado hasta cierto punto el estado de bienestar. Pensemos, además, que si se toma como contexto la sociedad de productores, en ella “exclusión” significaba desplazar algo del lugar que ocupaba. En la sociedad de consumidores, por el contrario, es carecer de la capacidad de consumir la que nos excluye pero, en este caso, ni tan siquiera es condición la necesidad de ser desplazados. El estancamiento mismo, como indica Bauman (2007:118), excluye, el miedo a ser inadecuado (2007:87) excluye, etc., sin que en estos aspectos intervengan, en sentido estricto, ni el elemento productivo, ni el propio estado de bienestar, como se verá después. En el consumismo, todo depende finalmente de un desempeño personal. De este modo, la vida que uno desea vivir, cómo decide vivirla, y qué elecciones hace para lograrlo, dependen de cada uno de nosotros. La selección, o la elección, de los servicios ofrecidos por el mercado, y necesarios para un desempeño eficiente, recae inexorablemente sobre la responsabilidad de cada individuo, como consumidor. Por este motivo, en la sociedad de consumidores, las derrotas excluyen, las frustraciones excluyen, el aburrimiento excluye, la pérdida de autoestima excluye, etc., cualquier elemento o circunstancia que limiten, enturbie, empañe, o merme, nuestras portentosas posibilidades de elección y selección, de construcción de uno mismo, en definitiva, e incidan sobre nuestra capacidad de consumir, excluyen, y todos esos elementos nos excluyen y nos transforman en consumidores incompletos. 8 3. Estados de Bienestar, Política Social y Consumismo: ¿dónde estamos? Baldock4, sin embargo, y considerando la centralidad del consumismo en nuestros contextos, afirma que la Política Social, por el contrario, en cuanto disciplina académica, a pesar de compartir territorio con la sociología y la economía del consumo, no viene considerando los debates sobre consumidores y consumo. La consecuencia es que todos los compromisos afines al nivel de ideas y teorías entre la política social y esas otras disciplinas académicas están resultando difíciles y, en cierto modo, bastante complicadas. La política social, ciertamente, en muchos aspectos, mira hacia los mismos temas que tratan esas disciplinas, pero lo hace desde el otro lado de su propio cerco intelectual. Mantiene Baldock que esto es así porque tradicionalmente se ha preocupado por lo público, en lugar de lo privado, de la colectividad más que de las metas del individuo, de la necesidad en lugar de los deseos, de la redistribución más que de la acumulación, de la uniformidad en lugar de la diferenciación, de la confianza en lugar de la regulación, de la reciprocidad en lugar de la competición, y del servicio público en lugar de la ganancia privada. Baldock, entre otros, también ofrece dos ejemplos, dos visiones muy seguidas dentro de la disciplina. Por un lado, está la de Esping – Andersen, ahora toda una conceptualización clásica, y donde la política social estaba esencialmente basada sobre la construcción – modificación de lo común, como si el acceso a los bienes y servicios deseados fuese algo que sucede 4 Véase John Baldock (2003): On being a welfare consumer in a consumer society. Social Policy & Society 2:1, (65 – 71). Cambridge University Press. 9 independientemente de la participación del mercado de trabajo, del ingreso personal, y en claro contraste con la tendencia de consumismo hacia la diferenciación en cada vez más facetas de la vida, a través de los productos comercializados. Por otro lado, Baldock señala la postura que mantiene Galbraith, para quién la construcción de los problemas sociales es igualmente clásica, en cuanto que las sociedades industriales continuamente son la cara de una sola opción entre la afluencia privada y la escualidez pública, entre permitir la capacidad productiva de una nación, o que ésta sea capturada por el consumo privado de los individuos, manteniendo esas fuentes de lo público y del consumo colectivo de las que todos, menos el muy rico, finalmente dependan. Aclara Baldock en su artículo que esos apuntes sobre algunas de las contrariedades más notables dentro de esa disciplina son una exageración notoria, en cuanto a las divisiones reales entre la política social y sus disciplinas hermanas, especialmente ya que muchos de los pensadores importantes en la política social se están comprometiendo con estos nuevos problemas. No obstante, Baldock piensa que sirven para ilustrar cómo una gran parte de ellos “ahora entran en la arena del debate aparentemente en desventaja por la propia historia y principios de los que parte su disciplina”, al menos a la hora de considerar las sociedades consumistas y el consumo de los individuos. En cuanto a la disciplina académica, sabemos que, particularmente después de la II G.M., la política social se ligó estrechamente a lo que resultó ser una coyuntura temporal en la historia de la posguerra, cuando a la construcción de los sistemas de bienestar públicos se les dio un grado mayor 10 de prioridad, comparándolo con el crecimiento económico y la ganancia privada. Fundamentalmente, todo indica que esa coyuntura temporal, como la denomina Baldock, estaba muy ligada a las circunstancia de todo un continente prácticamente devastado por la guerra. Después las cosas han resultado muy diferentes en muchos aspectos. Un extraordinario ejemplo sobre esto lo encontramos en Richard Titmuss. En Gran Bretaña, en cuanto a la política social, Titmuss diseñó estructuras profesionales de entrenamiento autorreguladores dedicados al servicio público, estructuras que serían la base para la creación de nuevos y prometedores corporativismos. No obstante, estas estructuras, que fueron orientadas según los principios de lo público, en los últimos veinte años, sin embargo, han sido cada vez más reducidas, o literalmente absorbidas, por la privatización, o han sido invadidas simplemente por los rigores del mercado. Al mismo tiempo, las autorregulaciones de Titmuss dentro de las organizaciones de bienestar han sido remitidas a las nuevas metas del consumismo y se han encontrado sujetas al mando externo y auditoria desprofesionalizada. En un principio, al menos aparentemente, esto aún no ha sido del todo valorado como se merece dentro de la disciplina académica. Por otro lado, comparativamente con lo que hacen otras disciplinas, por ejemplo, una amplia literatura en la sociología del consumo viene poniendo un gran énfasis en todas las actividades individualizadas, y no precisamente en las estructuras autorreguladas de los estados de bienestar, sobre todo el mundo social, en la actualidad, es prácticamente ineludible que no sea observado a través de aspectos que vienen del mundo del consumo. Sirvan como ejemplo toda la literatura que está produciendo el problema de la libertad de opción en 11 las sociedades consumistas, las paradojas entre individuo, cultura individualizada, y mercados globalizados, o las múltiples consecuencias que el consumo implica sobre la construcción – representación - reproducción del “yo”, como consecuencia de los valores asociados al consumo. Ahí están también a menudo todos los aspectos relacionados con los estilos de vida, donde en muchos casos se toma como referencia a los jóvenes, que parece un grupo más heterogéneo y activo, desde el punto de vista del consumo, aunque también a veces el ejemplo es tomado de las personas desempleadas, para quienes su misma representación a través de la estética de la ropa, o las actividades de ocio, es particularmente importante, más importante que la redistribuciones del sistema de bienestar y sus políticas sociales, aunque éstas sean, en muchos casos, el soporte estructural sobre el se llevan a cabo esas prácticas. El sistema de bienestar, por tanto, y esto es en parte lo que también evidencian todos estos trabajo, ya no es el que satisface las necesidades individuales, ni llena de sentido a los aspectos referenciales y de construcción y reconstrucción de las identidades. Ni tan siquiera, si hablamos de consumismo, ofrece un ápice de felicidad. Aquí el consuelo y el soporte material de las políticas de redistribución no sirven. Entendido así, resulta bastante razonable que los individuos, paradójicamente dentro del contexto de las sociedades de bienestar, busquen en el consumismo las maneras más adecuadas a sus emociones y aquellas las fórmulas que en esa línea los llevan a consolidarse socialmente. Y aquí es donde resulta muy acertado recordar que es la falta de dinero, y no de trabajo, el problema central de los individuos dentro de las sociedades consumistas. 12 Sirva también como ejemplo, y en este caso de claro contraste de esta nueva centralidad del dinero en los individuos, que a una persona, perfectamente capacitada, los mecanismos de selección del sistema le pueden negar un empleo, sin embargo, no existe ningún mecanismo sistémico de selección que nos diga que se le pueda negar un bien de consumo a una persona que tiene dinero para comprarlo (2007:82). Bauman, en esta misma línea, defiende que, tras la postguerra, la política social se ha proyectado muy poco en el consumismo, tanto es así que ahora el Estado de Bienestar se concibe en muchos sentidos como un sistema involuntario, simplemente garantista y deudor de pagar el costo de ayudar a aquellos que se han quedado atrás, un argumento con tonos muy en sintonía con la teoría de Galbraith de la mayoría contenta. No obstante, y paradójicamente, el mismo Estado de Bienestar que ha ayudado a producir consumismo, directa e indirectamente, a través de la inversión en educación, salud, empleo, y el alivio de la pobreza y las desigualdades, a través de políticas sociales de redistribución de las rentas y de integración, ahora está siendo minado por la misma prosperidad que ha generado (Baldock. 2003). Por otro lado, no nos olvidemos que, en ningún caso, el propósito del consumismo es satisfacer necesidades, y en eso contrasta gravemente con el estado de bienestar. El sustrato fundamental del consumismo trata precisamente de todo lo contrario, de crearlas, donde además el hecho de consumir es exactamente lo mismo que invertir en todos aquellos aspectos que nos confieren valor social, y autoestima individual, y donde la virtud más considerada para un individuo perfectamente socializado en los valores de la sociedad consumista será su activa y constante participación en los mercados. 13 En el Reino Unido, explica Bauman (2007:110), o en EE.UU, vivir del crédito y endeudado se ha convertido en parte del currículum nacional, diseñado, refrendado y subsidiado por el mismo gobierno. En realidad, no sólo en el Reino Unido, o en EE.UU, en las actuales sociedades de bienestar la vida a crédito ha sido “oficializada”, tanto para las políticas de vida de los individuos, como para las políticas de Estado (2007:111). 4. La dialógica del bienestar en el siglo XXI Parece que existe un acuerdo general en que la globalización económica ha restringido la habilidad de los gobiernos a la hora de llevar a cabo las tareas establecidas por el estado – nación. Fundamentalmente, la razón que más se maneja, en líneas generales, es que el capital y la producción están en constante crecimiento y pueden huir a los regímenes que imponen menos restricciones. Sin duda, en este sentido, los flujos transnacionales, al menos, minan dos de sus funciones substanciales: la función de redistribución, que implica para los estados tener que gastar más en el bienestar y en la inclusión social, y la función de estabilización, en cuanto a su cada vez más escasa capacidad para controlar la dirección del dinero, y para fijarla a la economía nacional a través de los medios fiscales de los que dispone. Lo que queda, por tanto, es una función reguladora que busca, sobre todo, promover la eficacia económica, asegurando la flexibilidad y la competitividad, minimizando el proteccionismo y las prácticas restrictivas, entre otros aspectos, para que la riqueza siga fluyendo. Paradójicamente, tal y como está 14 evidenciando la crisis actual, las democracias también encuentran esta última función difícil de seguir. Los ciudadanos continúan exigiendo que los políticos gasten el dinero público para protegerlos de muchos problemas y de los riesgos, como pueden serlo el cuidado de los niños, la educación, la salud, el desempleo, la jubilación anticipada, o de las amenazas que vulneran la seguridad. Hoy estamos viendo, incluso en aquellas democracias más férreas, especialmente en cuanto a la aplicación y puesta en práctica de los principios del liberalismo más ortodoxo, cómo esos mismos estados han tenido que insuflar dinero en los mercados financieros, como mecanismo para garantizar la confianza de los inversores y asegurar la solidez, liquidez, y la garantía que ofrecen los bancos, sin que esto sea, en sí, garantía de eficacia para solventar las consecuencias de la crisis, crisis derivada incluso de hechos como que esos mismos bancos, y grupos financieros, han estado saltándose normas y principios éticos reguladores en busca de un beneficio astronómico, sin que esto haya sido detectado por los mecanismos de control estatal, y sin que aún hoy eso sea motivo de intervención legal y penal por parte de los estados. Pero ya no sólo la economía globalizada, uno de los factores que también están influyendo en la pérdida de control de los estados se debe al paulatino traspaso de muchas de sus funciones a agencias independientes, o debido a que los estados han dejado en manos de las regulaciones del mercado las condiciones de competencia a empresas y proveedores de servicios, buscando distanciarse a sí mismos de la responsabilidad de tener que racionar el bienestar, y limitándose muchas veces al trabajo de regular, directamente o indirectamente, a los proveedores independientes. 15 Cuanto más se ha ido desvinculando el estado de sus funciones, entre otras cosas, los usuarios de bienestar se han ido volviendo paralelamente los ciudadanos que menos pueden contribuir colectivamente a mantener los derechos que otros ganaron antes que ellos, pero que han venido siendo garantizados por el proceso político. Ahora los clientes individualizados en entidades reguladas por el pago de cuotas, o las contribuciones de los seguros, etc., tal y como está evidenciando la actual crisis financiera mundial, no le garantizan al ciudadano mucho más que una esquiva promesa de bienestar profundamente abstracta e incierta. Sin duda, los servicios públicos monopolizadores, que crecieron bajo el bienestar estatal de la posguerra, han generado mucha literatura. En particular, que el autoregulamiento podía volver a los profesionales de bienestar satisfechos de sí mismos, paternalistas, y autocomplacientes. No obstante, la historia del bienestar, tras la posguerra, también nos revela muchos ejemplos de innovación ejecutada profesionalmente y de reformas que fueron llevadas por esos profesionales que, en muchos casos, fueron incluso sensibles con las necesidades de los más vulnerables. No obstante, este modelo del profesional auto-regulador y semiindependiente, sea como sea, ya no encaja en la estructura ni en los formularios directivos del estado contemporáneo. Los roles objetivos y las legislaciones de regulación, y redistribución, y que han estado encima de la mesa durante más de veinte años, han venido transformando las burocracias de bienestar estatales en unidades de negocio casi independientes, al parecer, para así poder estar atentos y en sintonía con la amplia diversidad de los usuarios, muchas veces llamados clientes, e incluso consumidores. 16 La responsabilidad pública a través de los objetivos, los planes publicados, la consultación, y la presentación legal que se requiere explícitamente, ahora son dirigidos, ordenados, y organizados por esta nueva forma gerencialista, que gestiona básicamente excelencias y calidades, en su mayoría ajenas a la verdadera realidad de los usuarios, y que ahora conforma los nuevos servicios de bienestar. Arropadas por los nuevos discursos de poder, como diría Foucault, principalmente en estos momentos construidos por la profesionalización, la tecnificación y la ciencia, ya no es sólo hablamos de la pérdida de la función de control, y de regulación, que siguen demandando los usuarios de bienestar a sus estados, también para los usuarios mismos de esas agencias de bienestar la realidad se vuelve esquiva y difícil de manejar dentro de estas nuevas organizaciones. Foucault mismo explica cómo es fundamental la internalización de las normas, un elemento de integración y un mecanismo de control dentro de las instituciones y las organizaciones. Aprender las normas, interiorizarlas, además, sirve también al propio funcionamiento organizacional. Los usuarios de bienestar, sin embargo, en estos nuevos entes organizacionales gerencialistas deben entender casi instintivamente qué es lo que ellos pueden pedir, y el cómo ellos lo pueden conseguir, ya que la internalización de normas, entre otras cosas, no es algo instantáneo, sino que hablamos que es un proceso cultural largo (Baldock. 2003). Sin embargo, los usuarios del bienestar tienen que aprender las nuevas reglas para el consumo de bienestar muy rápidamente, pero además hay que considerar que, si esas reglas no pueden encajarse con el orden diario de sus 17 vidas, los usuarios de esas organizaciones no las aprenderán en absoluto. El aumento de los estudios en este campo es notorio, sobre todo nos llegan del campo de la salud. En ellos se revelan nítidamente, y con demasiada frecuencia, la desigual conexión y continuidad entre los valores y las expectativas entre las políticas públicas de bienestar, los servidores públicos del bienestar, y los usuarios de bienestar. Mucha de la confusión existente, además, parece que se viene produciendo como consecuencia misma de las reformas de los servicios públicos, especialmente, si son diseñados por el nuevo gerencialismo, que busca hacerlos operar más como compañías privadas, que deben competir entre sí (las escuelas, las universidades, los hospitales, por ejemplo), buscando además marcos para la actuación mensurable (como ocurre en los servicios de autoridad local, la policía y cortes de los magistrados, o las nuevas organizaciones no gubernamentales), llegándose a producir un cambio mínimo en las propias actuaciones, debido a la misma ineficacia de la transición de lo público a lo seudo-privado. Si los usuarios no llegan a la comprensión de estas nuevas formas de reconversión de lo público a través del gerencialismo, ni comprenden el alcance de las conductas del cambio, el riesgo real, además de la propia ineficacia organizacional, también es la amenaza de exclusión de secciones enteras de la sociedad, precisamente, porque los usuarios no conocen las reglas y, en consecuencia, no pueden usar esos nuevos sistemas de servicios de bienestar (Baldock. 2003). No obstante, a pesar de todas estas cuestiones de fondo, el gerencialismo lo único que está buscando hasta ahora es contener el costo público 18 burocrático, y hacerlo más eficiente y eficaz, logrando sus metas a través de la gestión de las políticas sociales en términos de mercado y de complejos sistemas de control legal, tal y como si esos fueran los únicos parámetros de la gestión organizacional que procuran el grado de eficacia y eficiencia que precisan las organizaciones, para su supervivencia en el entorno. Tres cuestiones se plantean a continuación que contrastan ampliamente también con esta visión del genrencialista excesivamente economicista. En primer lugar, hay que decir que fueron los propios servicios públicos los que tradicionalmente esperaron ser imparciales, justos, y cuidadosos, en su tratamiento de los usuarios, aun cuando esas calidades se han venido exhibido de una manera exclusivamente cuantitativa a la hora de exponer las eficacias y eficiencias del sistema, a través de los datos, sin ahondar en valoraciones cualitativas. La realidad, sin embargo, nos muestra fallas importantes que no están en expuestas en los datos, como si algo de naturaleza bien distinta no se hubiera considerado. Baldock (2003) argumenta, en este sentido, cómo prácticamente todas las críticas sobre la autoridad local, por ejemplo, desde la recogida y reciclado de los desechos, la limpieza callejera, o los servicios sociales de asistencia a domicilio, prácticamente coinciden en que ha sido la introducción de la contratación externa, legada de la economía mixta y el negocio como los principios de funcionamiento de esos nuevos servicios, la que más ha incidido en la pérdida de las calidades, a la hora de llevar a cabo la prestación de los servicios, dejando además unas altas dosis de difuminados, especialmente en cuanto a la responsabilidad social y civil de esos servicios. Por otro lado, las únicas medidas de control que se han venido tomado hasta ahora han sido la 19 entrega de los servicios a otros grupos de gestión que funcionan con parámetros similares, por no decir iguales, o simplemente esos grupos han sido retirados de la actividad gestora según parámetros contractuales, ejecutados en los términos de rescisión de un contrato mercantil, pero en ningún caso según principios algo más amplios de responsabilidad social. En segundo lugar, los servicios públicos, incluso los locales, se fundamentan directa e indirectamente en la propia vida cívica, ya que están conformados por las formas materiales y por las texturas cultural e ideológica de la vida de la comunidad. En términos profesionalizados, a esto mismo es a lo que, desde el gerencialismo, se le viene llamando la magnitud, y la intensidad, del papel socio-económico de los servicios públicos. Sin embargo, como se puede observar, el gerencialismo contemporáneo, con estos términos, únicamente contemplaría la incidencia de los servicios en la sociedad, sin considerar el otro lado de la bidireccionalidad implícita en todas las relaciones sociales, en este caso, la que ejercería la propia sociedad sobre los servicios. Al menos, esos eran rasgos importantes, considerados como externalidades en la teoría organizacional, desde la década de los cincuenta en adelante, y que casi pasaron inadvertidos en el espacio público y cuya ausencia hoy, especialmente la parte de la relación que se ejerce desde la sociedad hacia las organizaciones, resulta muy revelador, sobre todo desde las aportaciones que nos ofrecen los estudios y la más reciente literatura organizacional en ese campo. A su vez, esa misma cuestión también es importante, porque el negocio de los nuevos servicios públicos, bajo el prisma del gerencialismo vigente, se diseña para recortar específicamente las actividades esenciales que no 20 compensen los costos. Como resultado, las oficinas y departamentos ineficaces se están cerrando, en cuanto finalizan los programas, o el dinero de las políticas sociales, a través de los cuales fueron diseñados y subvencionados, se acaba. La consecuencia más evidente es que la presencia pública se pierde en muchas situaciones, teniendo esto especial incidencia en los ámbitos locales. En tercer lugar, por el contexto social en el que estamos, cuando los servicios públicos se vuelven negocios, exclusivamente sirven a los consumidores (Baldock. 2003). Una consecuencia directa es que, paradójicamente, la confianza de los consumidores en ellos cambia. Al estar bajo parámetros de lo público, pero funcionar bajo los criterios de mercado, las percepciones de los usuarios, respecto a los servicios, ya no son las mismas, entre otras razones, porque los valores asociados a los servicios públicos, se entiende culturalmente, tienen que ser diferentes a los que rigen los negocios. En líneas generales, lo que se espera es que el sector privado sea principalmente mercenario y oportunista y, por tanto, ofrece pocas garantías para el usuario, cuando se habla de que opera en los ámbitos públicos. Paradójicamente, a su vez, los servicios del sector público, que se mimetizan con lo privado, como garante de confianza y de gestión eficaz, hacen que su rol social se vuelva indeterminado. La solución a este problema, hasta ahora, ha sido la creación de grupos de reguladores independientes para supervisar las nuevas empresas públicas (defensores del pueblo, de los códigos de conducta legales y éticos, de la transparencia en la gestión, etc.) pero hay evidencias crecientes de su ineficacia, como afirma Baldock (2003), porque en muchos casos hablamos de grupos de profesionales cuyos métodos 21 y quehaceres profesionales aún no están arraigados en la conciencia pública y, tanto ellos como sus procedimientos científico-técnicos, son completamente ajenos a las prácticas de la política ordinaria, y mucho menos muchas de sus pautas son contempladas bajo el prisma de la responsabilidad social. 5. Conclusiones En primer lugar, y por un lado, parece ser que un rol definido para el usuario de bienestar, dentro del armazón regulador del estado de bienestar postmoderno, es un conjunto incierto de recetas gerencialistas, que apuntan hacia la soberanía del consumidor. Pero, por otro lado, ni las agencias gubernamentales contratadas son verdaderamente independientes, aunque estén reguladas, ni los consumidores de bienestar están frente a las posibilidades de opción, y salida, que implica su denominación de servicios públicos, cuando éstos funcionan bajo los prismas que imponen la eficacia y eficiencia en términos estrictamente economicistas. Sobre esto existe una pequeña evidencia empírica, como expone Baldock (2003), derivada de la experiencia de los consumidores de bienestar británicos que hasta ahora han usando los servicios contratados a través del modelo del mercado privado regulado. Y se parte también, obviamente, de la larga experiencia de los usuarios de bienestar en los Estados Unidos que, salvando las distancias con los modelos de bienestar europeo, no ha resultado en cualquier caso nada prometedora. La consecuencia, aunque todavía sea muy general, de la efectividad de este nuevo estado que delega los servicios de bienestar en agencias reguladas todavía es incierta, pero es notorio que hasta 22 ahora ese estado regulador, en buena parte, también es un producto de realidades económicas globales, por lo que habría que preguntarse en qué aspectos el consumidor de bienestar contemporáneo es una consecuencia accidental, como la denomina Baldock (2003), de ese estado regulador, o aún forma parte de una estructura de bienestar que, en sí misma, eso es lo que ofrece y garantiza a los ciudadanos de siempre. Por otro lado, no podemos olvidar que las sociedades consumistas, cada vez más nítidamente, están incidiendo en la propia transformación de los estados de bienestar, llenando los servicios públicos de nuevas agencias del bienestar que, paradójicamente, pierden por momentos la esencia misma del espíritu público. Por último, debería considerarse más seriamente que en el mismo individuo actualmente conviven, al mismo tiempo, un consumidor y un usuario de servicios. Parece ser que entre ambos, y teniendo simplemente en mente las escasas cuestiones aquí planteadas, las relaciones entre ellas hasta ahora se le presentan al individuo como ambivalentes, complejas y, en muchos casos, incluso, llegando a ser extremadamente paradójicas. 6. Bibliografía • Baldock, J. (2003): On being a welfare consumer in a consumer society. Social Policy & Society 2:1, (65 – 71). Cambridge University Press • Bauman, Z (2007): Vida de consumo. Madrid. Fondo de Cultura Económica. • Bauman, Z. (2002: La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones. Barcelona. Paidós. • Bauman, Z. (2001): La sociedad individualizada. Madrid. Ediciones Cátedra. 23 • Berman, M. (1991): Todo lo sólido se desvanece en el aire. Madrid. Siglo XXI. • Colin Campbell. 2004. “I shop therefore I know that I am: the metaphysical basis of modern consumerism”. NY. Berg. Karin M. Ekström y Helene Brembeck (eds). • Foucault, M. (1990): La vida de los hombres infames. Madrid. Ediciones La Piqueta. 24