Los intelectuales y el espacio de las lógicas cruzadas Juan Pecourt Universitat de València El objetivo de esta comunicación es introducir nuevos elementos en el debate sobre la posición estructural de los intelectuales en la sociedad contemporánea. Es un lugar común de las ciencias sociales considerar que las creencias, los pensamientos y los sentimientos de las personas no son puramente individuales sino que también dependen de la posición social. El problema surge en el momento de identificar la posición estructural exacta y determinar su grado de influencia sobre el individuo. En el caso de los intelectuales dicha tarea es especialmente compleja, porque en muchas ocasiones se les considera excepciones de la regla general, un grupo de individuos que tienen una gran autonomía respecto a las determinaciones sociales. Partiendo de estas dificultades, en aproximaciones más o menos precisas, los científicos sociales han tratado de ubicarlos en el ámbito de la estructura de clases que caracteriza al mundo moderno. Los resultados son más bien contradictorios. Para algunos autores situados en el paradigma marxista, los intelectuales son miembros de una clase social específica y su misión esencial es elaborar el proyecto político de su formación de procedencia. Éste sería el caso de los intelectuales orgánicos de A. Gramsci (2006) [1929-1935] y de la Nueva Clase de A.W. Gouldner (1979). Otros autores, críticos de la prespectiva marxista, consideran que éstos actúan desvinculados de la estructura de clases. Aquí la asunción básica es que los intelectuales se dedican a la producción de conocimiento objetivo y que están libres (o deberían de estar libres) de la vinculación a intereses sociales específicos o formas concretas de participación política. Esta es la posición de autores como K. Mannheim (2004) [1929] y R. Aron (1955). Mannheim, por ejemplo, afirma que los intelectuales están relativamente desclasados y que su heterogeneidad social les permite una autonomía importante respecto al conflicto de clases que caracteriza a la sociedad moderna. Las aproximaciones más recientes han tratado de superar las limitaciones del análisis de clase, que muchas veces resulta esquemático y determinista, sustituyéndose por modelos que tratan de captar mejor la complejidad creciente de la realidad social. 1. El campo de producción cultural 1 Dentro de la renovación en el estudio de los intelectuales, la posición de P. Bourdieu es muy relevante y conocida (Bourdieu (1995); Bourdieu (2008)). El sociólogo francés combina el análisis de clase con el análisis de los “campos de interacción”, y de esta forma trata de trascender la oposición tradicional entre el conocimiento objetivo (los intelectuales desvinculados de la clase social) y el compromiso político (los intelectuales como parte de la estructura de clases). Bourdieu introduce el concepto del campo cultural como un instrumento para comprender mejor el mundo de los intelectuales. Brevemente, un campo es un espacio estructurado que monopoliza algún tipo de capital socialmente reconocido (existen capitales económicos, políticos, culturales, simbólicos y otros). Los miembros de un campo compiten entre ellos, utilizando recursos específicos, para mejorar su posición dentro de este espacio y acumular el capital que la región ofrece (Bourdieu y Wacquant (2002), 94115). En el campo cultural, la competición entre los actores se basa en la búsqueda de reconocimiento y prestigio. Esto es evidente en el campo cultural de vanguardia, es decir, el ámbito cultural que no dirige sus productos al mercado de masas sino al consumo especializado y diferenciado. Es la producción de los intelectuales para los miembros de su propio círculo (este es el hogar natural de los intelectuales). Según Bourdieu, para tener éxito en el campo cultural, son necesarios dos recursos específicos: el capital simbólico y el capital cultural. El primero se basa en el prestigio acumulado, la celebridad, la consagración y las menciones honoríficas. El segundo se refiere a las formas de conocimiento cultural, competencias, habilidades y disposiciones acumuladas por el individuo a lo largo del tiempo (Johnson (1993), 7-8). Bourdieu entiende el mundo cultural como una especie de mundo económico vuelto del revés, que no se define por la búsqueda del rendimiento económico. Los miembros de este espacio actúan de acuerdo a una lógica práctica distintiva, porque sus acciones dependen de las propiedades específicas del capital cultural. Pero al igual que en el campo económico, las conductas que se observan en estos espacios, conscientes o inconscientes, son claramente estratégicas y se basan en la defensa de los intereses particulares de los actores. Las participantes tienen una serie de intereses asociados a las propiedades del capital cultural y el capital simbólico. En este ámbito, como pueda suceder en los mundos de la política y la economía, no parece que exista ningún espacio para la acción no-estratégica. Ciertamente los campos culturales no se pueden asociar directamente con el sistema de clases, pero tampoco actúan independientemente de ellas. Según Bourdieu, los campos que conforman la sociedad se organizan de manera jerárquica. Existen campos dominantes y campos dominados. Entre los primeros, encontramos los mundos de la política y la economía, constituidos como fortalezas que monopolizan los recursos más valiosos de la sociedad, y que tienden a imponer sus normas y reglas sobre el resto. Entre los campos dominados, Bourdieu sitúa los diversos submundos de la cultura. Para Bourdieu, el grado de autonomía o heteronomía de estos espacios es un elemento esencial que afectará 2 la intención y el contenido de la producción cultural. Esto es aplicable tanto a panfletos políticos con una clara intención de confrontación, como sería el caso de El manifiesto comunista de Marx y Engels, como a trabajos aparecentemente apolíticos, como Ser y tiempo de Heidegger. Si los poderes de la política y la economía se introducen en los campos culturales, los intelectuales se convierten en meros reproductores de las relaciones sociales existentes. La producción simbólica, en este caso, se basará en la defensa de los intereses de los poderosos y no aspirará a alcanzar la universalidad. Este colectivo constituye, según la terminología de Bourdieu, la fracción dominada de la clase dominante. Pero si los campos culturales se protegen y resisten las influencias de los poderosos, entonces serán capaces de crear formas de conocimiento independientes de carácter universal (Pecourt (2007), 29-30). La autonomía de los campos culturales asegura la creación de productos simbólicos que están al servicio de la ciudadanía y no subordinadas a un sector aislado de la sociedad. Es verdad que los intelectuales actúan movidos por intereses, pero esos intereses coinciden potencialmente con el interés universal y con las demandas de la objetividad científica. Los intelectuales, en definitiva, son los defensores y difusores de la razón universal. Esto es así, dirá Bourdieu, por las siguientes razones: a) no están dominados por la riqueza y el poder, por lo que pueden evitar las trampas de la violencia simbólica; b) el campo cultural recompensa, a diferencia de otros espacios, la defensa de las causas universales; c) los intelectuales tienen el monopolio de la reflexividad crítica, que les permite examinar su propio interés en el desinterés (Kurzman y Owens (2002), 79). Desde mi punto de vista, el análisis de Bourdieu tiene algunas debilidades importantes que es necesario reseñar: a) En primer lugar, Bourdieu define los campos sociales como espacios sociales bastante homogéneos, en los que se posicionan los individuos, con unas fronteras evidentes que distinguen unos de otros. Estas fronteras varían de acuerdo a conflictos y tensiones que se producen entre ellos (Bourdieu y Wacquant (1992), 94-115). Aunque Bourdieu reconoce el carácter inestable de las fronteras entre los diversos campos sociales, no acepta (o al menos no parece tener muy en cuenta) la existencia de territorios intermedios, zonas grises y ambiguas, en donde se disuelven las lógicas específicas de los campos sociales y los actores son propulsados a un territorio sin leyes evidentes, en donde actúan al mismo tiempo normativas procedentes de campos diferentes y contradictorios (Pecourt (2007), 34). Para el análisis de determinados contextos institucionales cerrados y acotados, el concepto de campo es muy satisfactorio, pero en ámbitos más difusos y flexibles la noción es más problemática. La teoría de Bourdieu no concibe la existencia de espacios inciertos y contradictorios en la sociedad, de más difícil 3 clasificación taxonómica, y que frente a la rigidez de los campos, pueden dar una mayor libertad a la acción individual. Tampoco concibe la existencia de individuos con posicionamientos vagos e inestables en el campo social. b) En segundo lugar, Bourdieu asigna al campo cultural la lógica propia del mercado económico, un mundo que se define por el conflicto simbólico y la competencia estratégica. El énfasis constante en las maniobras estratégicas, y en la lógica de la búsqueda del beneficio, significa que el autor de Distinción no aprecia el bien interno que pueden producir determinadas actividades, más allá de su rentabilidad inmediata. El carácter específico de ese valor interno (por ejemplo, su valor emocional o ético) se oscurece si lo reducimos a un posicionamiento autointeresado (Warde (2004), 15). Posiblemente es útil entender el mundo de la cultura como un mercado económico (o un mercado económico inverso, según la terminología bourdesiana), especialmente en los ámbitos más profesionalizados e institucionalizados, pero no es sólo eso (Lahire (1999)). Existen otras dimensiones que escapan al análisis de Bourdieu y que deberíamos tener en cuenta. Por ejemplo, las explicaciones basadas en la acción no-estratégica, en la importancia de las relaciones personales y los encuentros cara a cara, en la construcción de identidad personal y en la importancia que adquieren las emociones. El debate es complejo y no es mi intención agotarlo en este espacio. Pero si que me gustaría realizar algunas sugerencias. Quizás el concepto de campo es útil para enmarcar las acciones de actores sociales bien definidos y delimitados: los artistas, los abogados, los médicos, etc., pero si lo aplicamos a actores sociales más ambiguos y difusos, como es el caso de los intelectuales, aparecen obstáculos de difícil resolución. A lo mejor, en vez de un campo social, sería útil emplazarlos, de forma más genérica, en un entramado social. E. Martín Criado explica convincentemente que, en determinadas situaciones, es más apropiado hablar de entramados o configuraciones (concepto tomado de N. Elias) que de campos sociales. Un entramado sería un proceso constante de relaciones entre un conjunto de actores independientes. El entramado impone regularidades que no dependen de la voluntad de los jugadores implicados. La idea de entramado es más amplia y supone rechazar algunas de las propiedades específicas que caracterizan a los campos, como la existencia de una creencia colectiva o la existencia de un tipo específico de capital (Martín Criado (2008), 27). Los intelectuales, en efecto, mantienen una serie de relaciones fuertes y débiles con diversas redes sociales, y también se implican emocionalmente de manera variable según la esfera de actuación. Dentro del complejo entramado social de la inteligencia llaman la atención dos formaciones de contornos bastante definidos: en primer lugar, se puede identificar un mercado material y económico que influye directamente en el desarrollo de las 4 trayectorias individuales (sobretodo a través del posicionamiento en los medios de comunicación) y se observa también un mercado interpersonal (o comunidad) caracterizado por unas formas de convivencia y sociabilidad propias, por unas tradiciones que se transmiten de generación en generación, completamente diferentes, pero con una gran influencia en el desarrollo del trabajo mental. Para estudiar en más de detalle estas estructuras me apoyaré en dos autores que recientemente las han analizado a fondo: R.A. Posner y R. Collins. El trabajo de estos académicos es muy diferente pero, desde mi punto de vista, ambos tienen algo en común; evitan el análisis de clase a la hora de explicar las características de la intelligentsia y la emplazan en otros ámbitos sociales. Cada uno de ellos se centra en un aspecto diferente de la actividad letrada. Posner estudia los “mercados de producción intelectual” y Collins se centra en lo que aquí denominaremos las “comunidades intelectuales”. Atendiendo a la formulación de ambos autores se percibe una tensión básica entre mercado y comunidad que, desde mi punto de vista, estructura los principales contornos del entramado intelectual. 2. Randall Collins y las comunidades intelectuales La teoría de R. Collins enfatiza la dimensión microsociológica de las comunidades intelectuales, y va más allá de un análisis puramente estratégico de la interacción intelectual. Analiza en gran detalle cómo se forman las comunidades y cuáles son las reglas y los rituales que se pueden observar en estos microuniversos. Dentro de las comunidades intelectuales, las interacciones cara a cara constituyen comunidades específicas que se caracterizan por la circulación e intercambio de un determinado tipo de objetos y emociones. En la obra de Collins, la vinculación emocional de los miembros de la comunidad, una vinculación que se mantiene y se refuerza gracias a la participación en determinados rituales colectivos, tiene una importancia que no encontramos en los escritos de Bourdieu. A veces las denomina “mercados de interacción” o “mercados interpersonales”, pero siempre pone el acento en su diferencia con los “mercados materiales” que se guían exclusivamente según el principio del coste-beneficio (Collins (2009), 193-196). Arrimándose a la estela de Durkheim, el autor de La sociología de las filosofías considera que la misión de los intelectuales es crear un tipo concreto de objeto sagrado. Este objeto es un producto simbólico (una teoría, una idea, un principio, una fórmula) que se crea en una comunidad específica, esto es, en una comunidad que se define por un conjunto de normas y reglas propias, y que se sustenta en la reivindicación de la autonomía de sus participantes para decidir la validez de sus creaciones. Los objetos sagrados del mundo intelectual no se elaboran de manera aislada, sino que son el resultado de la interacción entre diferentes partes, dependen de la reunión y la comunicación constante de una gran 5 variedad de personas. A través de sus interacciones, los intelectuales crean símbolos abstractos descontextualizados, que distribuyen bajo la denominación de “verdad” y “objetividad”, y que, por tanto, están dotados de una sacralidad muy especial (Collins (1998), 24). Para Collins, existen contextos sociales específicos que se sitúan al margen de los intereses mundanos, y que promueven debates sobre temas muy alejados de las realidades de la vida cotidiana. En estos escenarios se tejen las redes sociales, se crean los objetos sagrados, circulan las emociones. Los ámbitos de la acción intelectual se encuentran en los seminarios, las clases, las conferencias, los artículos, los libros; estas son las actividades y los contextos de los que surge el objeto sagrado de la “verdad” (Collins (1998), 26). Las comunidades intelectuales se basan en la reproducción constante de interacciones microsociológicas específicas entre actores que adoran y veneran un mismo tipo de objeto simbólico (las fórmulas de Einstein, las teorías de Weber, el pensamiento de Heidegger, etc.). A diferencia de Bourdieu, Collins insiste constantemente en la importancia de las interacciones cara a cara como factor estructurante de la comunidad intelectual. Los rituales de interacción sólo pueden establecerse a este nivel. Los textos tienen que complementarse con las reuniones públicas. Sin las interacciones cara a cara, las ideas y los escritos nunca se cargarían de la energía emocional necesaria, y por lo tanto no serían considerados importantes. Los objetos sagrados de los intelectuales son creados y sostenidos solamente si existen ocasiones ceremoniales para adorarlos (Collins (1998), 26). Esto es los que hacen los contextos sociales físicos: reúnen a la comunidad intelectual, centran la atención de sus miembros en un objeto común y construyen emociones distintivas alrededor de ese objeto. Los textos (artículos, revistas, libros) y los contextos (clases, conferencias, seminarios) están íntimamente unidos: esta es la base estructural de la comunidad intelectual. En algún momento, los significados y las emociones deben encontrarse: esta es la base de las ideas que triunfan en la comunidad intelectual. En las comunidades de Collins, los actores que participan en los rituales intelectuales están en una posición claramente activa. Una parte básica de la interacción intelectual, es realizar preguntas, organizar debates, criticar y provocar polémicas, etc., siguiendo un proceso de confrontación permanente que se parece al conflicto por el poder simbólico de Bourdieu. La vida intelectual, afirma Collins, se basa en el conflicto y en el desencuentro (Collins (1998), 1). La rivalidad es muy importante en las redes intelectuales y es la base de sus creaciones: el resultado de estas disputas tiende a concentrar la energía emocional (y la creatividad que se deriva de ella) en el centro de estas redes, en los círculos internos formados por personas que se encuentran periódicamente en situaciones cara a cara (Kurzman y Owens (2002), 74). En este punto, el capital cultural y simbólico de Bourdieu se complementa con otro recurso necesario para lograr la distinción: la energía emocional que no surge 6 del interior del individuo sino que procede de los rituales de la comunidad. El resultado de las controversias intelectuales dependerá, por tanto, de la distribución de capital cultural y de energía emocional que acumulen los participantes (Collins (1998), 30-37). Al igual que el capital económico, es evidente que el capital cultural y la energía emocional no se distribuyen de una manera igualitaria. Según Collins, un elemento determinante de la estructura de la comunidad intelectual es la estratificación del espacio de atención. La comunidad tiene una forma de pirámide: no todos los participantes están situados en el mismo nivel ni todas las interacciones tienen la misma relevancia dentro de la agrupación. Los miembros se dividen entre los permanentemente activos y los que sólo están activos de manera ocasional o intermitente. Muchos participantes del mundo intelectual son participantes ocasionales sin un peso relevante para el conjunto. Collins muestra datos empíricos de la comunidad científica para ilustrar esta hipótesis: los participantes ocasionales rondan el 80% del total de la población. Los participantes permanentes son el 20% del total. Y el núcleo de los actores altamente productivos, aquellos que hegemonizan las formas de prestigio y reconocimiento de la comunidad, son entre el 1-2% del total. Generalmente, los miembros de esta selecta elite social son los únicos que tienen la capacidad de producir los objetos sagrados a los que el conjunto de la comunidad prestará atención (y que en algunos casos llegará a venerar). Nos encontramos, por tanto, con una segmentación estructural, una limitación radical del espacio de atención, que solamente permite el reconocimiento a unas pocas personas dentro de un colectivo que puede llegar a ser bastante amplio. Esto es lo que R. Collins denomina la ley de los números pequeños (Collins (1998), 42-44). El autor norteamericano llega a cuantificar en tres o cuatro el umbral de las posiciones que pueden ser realmente relevantes dentro de una comunidad intelectual. La postura de Collins supone una clara mejora respecto a teorías anteriores como la de Mannheim. Varía el foco de interés desde el rol de los intelectuales en la sociedad al rol de los intelectuales dentro de la comunidad intelectual. Esto tiene ventajas y desventajas. Como Bourdieu, entiende la vida intelectual como una forma de conflicto y de competencia, pero aún así no sigue el análisis económico inverso del autor de la Distinción. Su forma de relacionar obras simbólicas, redes sociales y emociones personales es bastante convincente. Pero, al final, termina por darnos una visión excesivamente aislada de la comunidad intelectual. Ésta se presenta como una especie de mundo paralelo, un universo autónomo en el que los intelectuales pueden dedicarse a conversar y debatir sin preocuparse por las perturbaciones procedentes del exterior. Se trata de un mundo en el que las leyes del mercado y el Estado no interfieren demasiado (de hecho, los “mercados materiales” del mundo de la cultura, que cita en Cadenas de rituales de interacción, no aparecen en su análisis de los grandes filósofos) A veces, a pesar de su mayor elaboración, esta visión recuerda al intelectual libre de ataduras 7 de Mannheim. Sin duda, los intelectuales son los principales actores de un mundo cultural con una lógica de funcionamiento más o menos definida, pero también son miembros de otros mundos. Estas realidades externas suelen colisionar, hacerse presentes, de las formas más sutiles y diversas, en el reino del pensamiento, dando lugar a nuevas y extrañas criaturas. De hecho, el intelectual público es un actor social que, por definición, se sitúa en una encrucijada estructural, una zona gris intersticial, entre el mundo de la cultura y la economía. 3. Richard A. Posner y el mercado intelectual Collins afirma que existe un espacio interno de atención en la comunidad intelectual que limita la participación activa a un grupo muy selecto de personas (aquellas con el capital cultural y la energía emocional adecuados). Pero, además, en el caso de los intelectuales que intervienen en la discusión pública encontramos un espacio público de atención, una región gobernada por normas y reglas diferentes al espacio interno de atención, y que se caracteriza por la divulgación de objetos sagrados y emociones que también son distintos. En esta región la lógica dominante es la económica (asociada, en muchos casos, con la política). Las acciones individuales se basan en estrategias y elecciones racionales cuya finalidad es maximizar los beneficios que otorgan dichos espacios. Aquí podemos identificar el “mercado material” del que se olvida Collins en La sociología de las filosofías, una esfera situada en el ámbito de los medios de comunicación de masas, en donde se cruzan la oferta y demanda de un “objeto sagrado” diferente, un mercado organizado por unas normas que los intelectuales no controlan y que son bastante ajenas a su mundo de origen. Si la comunidad intelectual, en su sentido más estricto, es una red social dedicada a la elaboración de objetos sagrados específicos, el mercado cultural, que Collins predice pero no analiza, se organiza de forma diferente, produce objetos simbólicos distintos, y por tanto no puede confundirse con aquel. Tomando inspiración en el trabajo de R. Posner, es posible identificar con cierta precisión un mercado para los intelectuales públicos, es decir, un espacio social determinado que canaliza la acción de los intelectuales y su comunicación con el público masivo. Este mercado material distribuye los productos simbólicos de acuerdo al valor específico que les otorga. A este respecto, el profesor de Harvard realiza una constatación que no está presente en Bourdieu ni en Collins: las opiniones y reflexiones que se intercambian en el mercado de los productos intelectuales responden a una triple valoración. En primer lugar, estos objetos pueden valorarse por su carácter “informativo”, es decir, por su capacidad para proporcionar información y análisis con una cierta fiabilidad y consistencia. En segundo lugar, pueden entenderse como formas de “entretenimiento”, que se consumen como una 8 forma de ocio intrascendente y acrítico. Y finalmente pueden valorarse como productos “solidarios”, es decir, construcciones simbólicas que tienen la capacidad de concentrar y unificar la atención de un conjunto de personas que tiene una visión del mundo similar (Posner (2001), 42).1 Al final, esta valoración depende de la relación entre la oferta y la demanda que se realiza en el mercado. Como hemos visto, Bourdieu realiza una reformulación del análisis económico o, según su terminología, un análisis económico inverso del campo cultural. El sociólogo francés entiende el campo cultural como un espacio económico en el sentido que los actores realizan elecciones siguiendo sus propios intereses sobre un abanico limitado de oportunidades. Además, las relaciones que se establecen entre individuos e instituciones se basan en la competencia constante, por lo que aparecen ganadores y perdedores. Esto no significa que Bourdieu considere el campo cultural como un sistema de establecimiento de precios, es decir, un espacio de valoración económica. Él se centra más bien en los aspectos simbólicos de la rivalidad cultural (Lebaron (2002), 1-13). Sin embargo, creo que el mercado establece una valorización económica del pensamiento que muchas veces entra en conflicto con la valoración simbólica y emocional producida en el seno de las comunidades intelectuales (tal como la describe Collins).2 Posner, desde la economía neoclásica, incide precisamente en la valoración económica que se realiza en el mercado cultural, en la observación de los espacios de la oferta y la demanda. En dicho ámbito, la sacralidad de estos objetos la proporciona el mercado y no la comunidad cultural. a) El espacio de la demanda La demanda de productos intelectuales, según Posner, ha aumentado con el desarrollo de los medios de comunicación de masas y la expansión del público atento. Existe un sector del público que busca la opinión de los expertos sobre diferentes temas de interés general, y además quiere escuchar a las fuentes originales no a los divulgadores. En principio, esta es una labor que podrían realizar los profesionales de la comunicación, aquellos individuos en posesión de las herramientas adecuadas para conectar con las audiencias masivas y actuar de intermediarios. Pero, en determinados asuntos, el público prefiere escuchar directamente a los productores de conocimiento. Esto ocurre, afirma Posner, 1 Tanto Bourdieu como Collins son muy conscientes del carácter informativo y solidario de la producción intelectual pero, a diferencia de Posner, se muestran bastante recelosos a la hora de valorar su función de entretenimiento. Realmente consideran que el entretenimiento no puede adjuedicarse a los productos intelectuales; es algo que se sitúa en otros ámbitos de la producción cultural (sobretodo en la cultura de masas). 2 Bourdieu situaría el ámbito de la valoración económica en el “campo de producción cultural masiva”, es decir, en la industria cultural, totalmente alejado de los universos fortificados de la alta cultura. Esta visión, sin embargo, parece excesivamente simplista al tratar de negar la evidencia de la circulación económica de la producción intelectual. 9 cuando no existe un consenso claro sobre los temas específicos que preocupan a la opinión pública. Algunos de estos temas son constantes y recurrentes, pero sigue sin existir un consenso generalizado— por ejemplo, el debate sobre el equilibrio entre justicia e igualdad, el debate sobre la relación entre Iglesia y Estado, o el debate sobre la relación entre tecnología y medio ambiente. Cuando no existe un consenso claro entre los expertos, el papel del periodista como mero transmisor de información pierde su validez. El público no quiere escuchar los resúmenes de los intermediarios; prefiere averiguar la opinión de aquellos que están directamente implicados en las discusiones. Este es el espacio de demanda que posibilita la acción de los intelectuales. En este contexto, el intelectual necesita una serie de atributos que le permitan presentarse de una manera adecuada al público educado y que no corresponden muchas veces con las exigidas en el seno de las comunidades intelectuales. Primero, necesitará poseer unos recursos comunicativos básicos, incluyendo las habilidades para escribir en prensa y comunicarse a través de la televisión (tenderán que convertirse, cada vez más, en intelectuales mediáticos). Los intelectuales de la vieja escuela serán aquellos con más dificultades para adaptarse a las nuevas demandas de los medios de comunicación de masas. Segundo, necesitará acumular una autoridad intelectual que incremente su peso en los medios, procedente en muchos casos del estilo y la retórica. Según Posner, debido a la falta de tiempo o de recursos, muchas veces la audiencia no puede verificar la veracidad de los mensajes emitidos por los medios. La lógica y la claridad de la exposición en unos casos, y la oscuridad y el carácter profético en otros, aportarán las garantías suficientes sobre la validez del punto de vista expuesto. El público no se fija tanto en la veracidad o falsedad de la argumentación como en la capacidad de persuasión del intelectual. A este respecto, las dimensiones “no-informativas” de la producción intelectual, es decir, sus dimensiones de “entretenimiento” y de “solidaridad”, son especialmente relevantes. Muchas veces pueden leerse o escucharse reflexiones públicas con el fin de adquirir una información o conocimiento, pero en otras ocasiones se simplemente para entretenerse y divertirse, o para reforzar los vínculos con aquellos que piensan igual. En el ámbito del entretenimiento y la solidaridad, la calidad de la producción intelectual puede ser secundaria respecto a la dosis de “celebridad” o el talento retórico. Según Posner, más allá del ámbito puramente informativo y de las credenciales culturales, surgen dos fuentes de autoridad específicas del intelectual público, que se basan en las variables de la celebridad y el compromiso político (Posner (2001), 46). Pueden considerarse aspectos adicionales que incrementan el appeal ético de los intelectuales y que incrementan su “valor” en el mercado. Es más fácil dar credibilidad a las opiniones de las personas que conocemos, o que creemos conocer, a través de la TV que a un completo desconocido. La TV proporciona la ilusión de conocer a las celebridades. Yo extendería aquí el argumento y afirmaría que la autoridad de los intelectuales en los medios de 10 comunicación de masas depende de un reconocimiento previo en el ámbito de la comunidad intelectual, en sus rituales colectivos que distribuyen los recursos emocionales y simbólicos.3 La combinación entre las dimensiones informativas, entretenimiento y solidaridad suelen chocar entre ellas y fomentar la división entre los intelectuales, según varíe la importancia que cada uno de ellos otorgue a estas dimensiones. Generalmente la dimensión informativa se impondrá en los ámbitos más especializados y la dimensión de entretenimiento en los más generalistas. b) El espacio de la oferta En el lado de la oferta del mercado intelectual, Posner centra su atención en los propios intelectuales. Este colectivo tiene una relación simbiótica con los medios. Los medios de comunicación necesitan a la clase intelectual para rellenar una gran cantidad de espacio impreso y electrónico. Los intelectuales necesitan la publicidad y la visibilidad que aportan los medios para diseminar sus ideas y adquirir el reconocimiento entre el público educado. El abanico de los candidatos que pueden llegar a ser intelectuales públicos—miembros de la comunidad intelectual con un potencial suficiente para participar regularmente en el mercado intelectual—es más amplio que el número real de intelectuales en acción. La participación pública del intelectual tiene costes importantes en su mundo de origen. Posner identifica principalmente tres: primero el coste temporal: el tiempo que se dedica a actividades orientadas hacia el público general no puede utilizarse para la enseñanza o la investigación. La desinversión continuada en estos ámbitos más académicos puede erosionar la reputación del intelectual. Segundo, el coste de credibilidad: hacer comentarios instantáneos sobre todo tipo de asuntos tiene riesgos muy importantes y es relativamente sencillo cometer errores que pueden dañar o erosionar la credibilidad intelectual. Es difícil que un académico cometa errores importantes, siempre que se adhiera a las normas de su disciplina. Sin embargo, los comentaristas a tiempo real actúan sin ninguna red de seguridad. Tienen que emitir opiniones sobre los asuntos más diversos en situaciones donde el conocimiento es incompleto. Tercero, el coste reputacional o la marginalización de los colegas. En el ámbito académico muchas veces no está bien visto el compromiso social y político de sus miembros (Posner (2001), 65-66). El intelectual que se introduce en el mercado de los productos intelectuales tiene que prescindir de muchos de los beneficios que obtiene en el seno de la comunidad intelectual. Tiene que renunciar a la lectura y 3 Se podría hablar así de un reconocimiento primario, en el ámbito de la comunidad intelectual, y un reconocimiento secundario, en el ámbito de los medios de comunicación de masas. Aunque estas dos formas de reconocimiento son progresivas y complementarias, en algunos casos pueden chocar entre ellas. 11 revisión que los colegas realizan de su obra (el peer-review), algo que aporta una cierta garantía de calidad. Además las editoriales comerciales tienden a acortar el ciclo de vida de los libros, mientras en las editoriales universitarias el ciclo es más largo. Esto indica que se conciben como productos efímeros destinados al consumo rápido. En algunos casos, las editoriales comerciales pierden a los autores que aderecen sus argumentos con ejemplos y toques de “interés humano” que pueden ser contrarios a los valores propios del trabajo científico. Es cierto, afirma Posner, que en los últimos tiempos se observa se observa una cierta convergencia entre las editoriales académicas y las editoriales comerciales. Resulta necesario incluir un análisis económico del trabajo intelectual, porque los intelectuales públicos están situados en el mercado y siguen sus reglas como los demás agentes sociales. Siguiendo el lenguaje de Collins, es necesario complementar el análisis de las “comunidades intelectuales” o los “mercados de interacción” con el estudio del “mercado material”. Pero también es cierto que, desde una perspectiva sociológica, la posición de Posner es bastante reduccionista. Trata a los intelectuales como entidades aisladas que actúan, por razones variadas, en el contexto del mercado. Sus acciones implican la producción de mercancías informativas, mercancías de entretenimiento y mercancías solidarias. Estos productos son el resultado de su esfuerzo personal y de una decisión racional y calculada que pretende obtener unos beneficios determinados. Los costes de sus decisiones se encuentran en el esfuerzo que deben realizar para adquirir las habilidades comunicativas y la autoridad intelectual necesarias. Los beneficios simbólicos y/o económicos que lograrán por ello en el mercado son inmediatos. Creo que Posner se olvida de un elemento muy importante, algo que Collins subraya de forma brillante: los intelectuales no están solos ni actúan de manera aislada; en realidad, son miembros de comunidades (no-económicas) más amplias y los recursos que poseen proceden de estas agrupaciones. La comunidad intelectual otorga al individuo la autoridad y el poder simbólico necesarios para ser escuchado dentro y fuera de sus límites. Esta autoridad, por tanto, no es el resultado de una construcción personal sino de una transferencia colectiva. La comunidad intelectual también proporciona al intelectual el capital cultural y la energía emocional necesaria para enfrentarse al reto de la discusión pública. Se trata de una forma de autoridad carismática procedente de la tradición, que el mercado de los productos intelectuales no puede otorgar de forma unidireccional. El mercado no crea tradición, incorpora las tradiciones generadas en las redes interpersonales y las inserta en los circuitos mercantiles (es decir, las dota de una valoración económica). 4. Conclusión: los intelectuales y el espacio de las lógicas cruzadas 12 Como he intentado mostrar, las visiones de Bourdieu, Collins y Posner son iluminadoras, pero aisladas resultan insuficientes por diferentes razones. No basta con situar el foco analítico en el mercado (como hace Posner) y también es insuficiente centrarse solo en las comunidades intelectuales (como hace Collins). Bourdieu ensaya un camino novedoso para resolver el problema e introduce el concepto del campo cultural; pero éste, al intentar unificar realidades muy diversas, termina por incurrir en limitaciones importantes. Es necesario mantener la distinción entre las diferentes redes que forman el campo cultural (las comunidades y los mercados), porque inciden en la existencia de espacios sociales que promueven formas diferentes de interacción entre los seres humanos. La inversión emocional que se realiza en cada uno de esos espacios también es diferente, aunque en ambos casos las acciones individuales tengan elementos estratégicos y “económicos”. Por esta razón, reuniendo las propuestas de Collins y Posner, el "mercado cultural” y la “comunidad intelectual”, en un entramado más amplio, y tomando algunas de las herramientas conceptuales de Bourdieu, se podría comprender mejor la ambigua posición de los intelectuales en el complejo escenario de la globalización. Mi tesis central es la siguiente: si estudiamos a los productores simbólicos sobre el trasfondo de dos polos opuestos, la “comunidad intelectual” y el “mercado cultural”, podríamos encontrar una alternativa a las dificultades inevitables que encontramos en el modelo de la clase social o en propuestas más recientes como el campo de interacción. Me parece que una de las causas de las dificultades de los trabajos de Bourdieu, Collins y Posner, así como de otros autores situados en el paradigma estructural, es la rigidez con la que tratan de anclar a los intelectuales en un universo claramente definido y organizado. Posiblemente la dificultad de comprender el fenómeno de los intelectuales se encuentra en el hecho de que, en realidad, se trata de un colectivo sin anclajes sociales fijos, individuos que no son miembros de un sólo mundo, sino que se sitúan en un ámbito intermedio y heterogéneo, de rasgos más bien indeterminados y cambiantes, en el que sufren tensiones e influencias procedentes de campos sociales diversos. Esta afirmación no significa reivindicar las tesis de Mannheim del intelectual libre de ataduras, sino reconocer que la acción intelectual no responde a una única lógica social (quizás ni siquiera pueda identificarse una lógica de acción preferente), sino que se moldea en relación a lógicas diversas, entre las que destacan las procedentes de la comunidad intelectual y las emanadas del mercado económico. El fuego cruzado que afecta a los intelectuales puede tener consecuencias negativas, como aprecian claramente los citados autores, pero también puede aportar elementos positivos e, incluso, espacios inéditos para el ejercicio de la libertad. Entre otras cosas, la energía emocional necesaria para que el intelectual mantenga su actividad pública, su capacidad de comunicación con públicos muy variados, sólo es 13 posible gracias a la presión de fuerzas gravitacionales comunitarias y mercantiles. En el ejercicio de su labor sentirá, por un lado, la presión constante de la comunidad intelectual, que exige precisión y profundidad en el análisis y, por el otro, se enfrentará a la demanda no menos apremiante del mercado, que pide claridad, sencillez y cierto grado de “espectacularidad” a sus opiniones. El éxito depende del equilibrismo permanente entre ambas demandas, a pesar de las inevitables críticas que puntualmente pueda recibir de un lado u otro. Es en el contexto de este complejo campo de fuerzas de donde surge el objeto sagrado producido por el intelectual público. Al evitar la rigidez en el posicionamiento de los intelectuales, creo que también pueden evitarse toda una serie de lugares comunes que suelen caracterizar el estudio de este grupo humano. Uno de ellos es el discurso recurrente en torno a su muerte o decadencia. Antes o después, cuando se habla de los intelectuales, parece inevitable abordar este tema. Los autores que hemos mencionados también se adhieren, desde sus propias perspectivas, a la narrativa de la decadencia cultural. Según Bourdieu, los campos de producción especializada, el universo natural de los intelectuales, está siendo engullido por los campos mediáticos y económicos (Bourdieu (1997)). De esta manera, se está anulando la independencia del intelectual y las condiciones sociales que promueven el conocimiento universal y las posibilidades de emancipación. Collins afirma que en las comunidades intelectuales actuales puede observarse una crisis de creatividad debido a la saturación de participantes y la multiplicación de los espacios de atención (Collins (1998), 501-521). Estas comunidades se caracterizan por la dispersión excesiva de intereses, algo que contrasta con la concentración del espacio de atención necesario para la creación de las ideas innovadoras. Por su parte, Posner también defiende el argumento de la crisis: afirma que el mercado de los productos intelectuales es un mercado defectuoso y que, a diferencia de otro mercados económicos, no tiene ninguna regulación ni controles de calidad. Son necesarias nuevas formas de regulación que eviten su degradación definitiva (Posner (2001), 71-82). Creo que todas estas posturas tratan de contrastar la complejidad actual con una situación pretérita, que en cierta medida era más manejable y compresible (el modelos de las agrupaciones intelectuales del las primeras décadas del siglo XX), y que se toma como modelo a seguir. Pero tratan de imponer un molde que no encaja con la indeterminación y el carácter fluido (si utilizamos la expresión de Bauman) del actual mundo de la cultura. A mi parecer, la contextualización de la labor intelectual presentada en estas páginas tiene dos implicaciones fundamentales para el estudio de los intelectuales: Proposición I: La institucionalización creciente de las comunidades intelectuales y los 14 mercados culturales. Esta proposición niega la tesis de la muerte de los intelectuales. El papel de los intelectuales se ha transformado en las últimas décadas debido a la expansión de los sistemas educativos y las industrias culturales. Sin embargo, el resultado del cambio no ha sido la desaparición de este grupo sino su multiplicación numérica y la generalización de su discurso en la sociedad. El mercado de los productos intelectuales, tal como lo concibe Posner, se ha ampliado de manera considerable, y en él se asientan una multitud de personas que utilizan sus recursos simbólicos, adquiridos en los submundos de la cultura, para participar en el debate público: en la prensa y en la radio, en la televisión y en Internet, en los distintos foros que aparecen y desaparecen periódicamente. Como afirma el sociólogo alemán A. Honneth, el intelectual se ha generalizado y sus habilidades se demandan en muchos ámbitos profesionales (Honneth (2009), 196-8). Las industrias mediáticas cada vez necesitan más personal que tenga conocimientos sobre cuestiones políticas y sociales, y que pueda opinar de una manera informada sobre los temas de actualidad. También es muy frecuente la formación de comités y comisiones de expertos sobre temas específicos, en los que se necesita el conocimiento de académicos profesionales. Los aparatos “intelectuales” de partidos y administraciones han experimentado una fuerte expansión y se nutren de especialistas y profesionales que se encargan de las tareas de organización. Podemos hablar, siguiendo a Honneth, de una normalización del papel de los intelectuales después del periodo combativo de la primera mitad del siglo XX. En aquellos tiempos, y debido a las características históricas del espacio público, su participación era más minoritaria y adquiría unos tintes casi heroicos: el compromiso político estaba vinculado a acciones arriesgadas y espectaculares, que aportaban un prestigio especial a esta figura. Véase el caso de la asociación de Sartre y Camus con la Resistencia frente al Nazismo o la vinculación de muchos intelectuales de la transición española, desde Aranguren a Tierno Galván, a los movimientos de oposición al franquismo. Constituyen una imagen poderosa de los intelectuales que sigue presente en las retinas de muchos analistas, pero es una visión que no concuerda con la realidad actual de muchas sociedades europeas. La normalización de la actividad intelectual está relacionada con el afianzamiento y normalización de las estructuras sociales que sustentan las actividades de este grupo. Las comunidades intelectuales contemporáneas se refugian en los campus universitarios y los mercados intelectuales se sostienen gracias al desarrollo creciente de los medios de comunicación y las industrias culturales. Estudiar el proceso de consolidación de las instituciones culturales, en relación con la función social de los intelectuales, sería un proyecto interesante que aún no se ha llevado a cabo. Las explicaciones que dan tanto Collins como Posner de la aparición de la comunidad y el mercado de los intelectuales son muy insatisfactorias. En ambos casos, parece tratarse de espacios naturales que se han reproducido a lo largo del tiempo sin grandes sobresaltos ni desgarros colectivos. Collins realiza un análisis 15 exclusivamente interno de la evolución de estas comunidades y Posner ni siquiera se molesta en explicar el desarrollo estructural del mercado de los intelectuales. Ninguno tiene en cuenta la tensión interna entre distintos submundos culturales ni las fuerzas externas que ejercen una presión continua sobre la intelligentsia. Aquí estoy pensando sobretodo en los poderes sociales dominantes: los mundos de la política y el dinero. Si los intelectuales han adquirido una cierta aureola mítica se debe precisamente a las continuas batallas planteadas desde el siglo S. XVIII con el fin de asegurarse la autonomía y la normalización de las instituciones culturales—una aureola mítica que sin duda tiene su cara oscura, algo que revela, por ejemplo, las polémicas sobre la relación entre Heidegger y el nazismo. Resulta difícil desligar estos combates políticos destinados a construir un espacio social autónomo (y de promover la liberación del conjunto de la sociedad) de la propia actividad del pensamiento. La generación de ideas no es solamente una cuestión política, aunque es cierto que toda innovación se sitúa en un contexto y tiene repercusiones políticas, sea como palanca de transformación de la esfera cultural o sea como impulso de liberación en el espacio social. Esto no implica que todas las producciones intelectuales que circulan en el mercado puedan considerarse siempre como “críticas”. De hecho, en contra las previsiones de J. Schumpeter, la normalización de la tarea del intelectual ha supuesto la mitigación creciente de la crítica social (Schumpeter (1968)). La alianza entre la intelectualidad y la crítica, que el economista austriaco consideraba inamovible, se ha disuelto sorprendentemente en las últimas décadas. La difusión y generalización del análisis político no supone el cuestionamiento generalizado del mundo que habitamos, estos comentarios se insertan en una densa red textual que parte de la aceptación generalizada del marco político y económico existente. Curiosamente, el asentamiento de las comunidades intelectuales en marcos institucionales estables y el desarrollo del mercado cultural ha supuesto la desactivación de la crítica, más frecuente en comunidades y mercados peor articulados y más amenazados por las fuerzas del Estado. Proposición II: La crítica se recluye en las comunidades intelectuales mientras se debilita en el mercado cultural. El proceso de normalización e institucionalización de la comunidad intelectual ha erosionado el potencial crítico de este colectivo limitando su visibilidad en los mercados generalistas. Pueden encontrase polémicas importantes en la comunidad intelectual sobre el papel de la crítica en la esfera pública, con sus defensores y sus detractores. Entre los autores mencionados, Posner es de los que cuestiona duramente la faceta comprometida del intelectual, considerándola una tarea postadolescente de individuos que nunca han salido de la universidad y no conocen las dificultades del mundo real (Posner (2001), 73). El profesor estadounidense, incluso, asegura que el compromiso 16 crítico no es más que una estrategia “comercial” de determinados intelectuales que quieren aumentar su visibilidad y valor en el mercado de los productos intelectuales. Sin embargo, otros autores como Bourdieu (1995), Said (1996) o Etzioni (2006) mantienen la posición contraria al afirmar que su contribución ha de ser combatir las simplificaciones y los lugares comunes que circulan en la sociedad. Frente al intelectual normalizado, el intelectual crítico tendría la misión de disolver, en palabras de Etzioni, la “comunidad de suposiciones” que condiciona y dirige nuestras acciones, es decir, el conjunto de cosmovisiones, interpretaciones, opiniones aceptadas y no contrastadas, que sirven como marco de las políticas públicas y privadas. Y el disolvente a utilizar sería precisamente el lenguaje crítico desarrollado en el ámbito de las comunidades intelectuales. Aunque los mercados culturales de la globalización sean espacios alérgicos a la crítica, ésta puede mantenerse en los universos especializados que escapan al control directo de la economía. Autores como Bourdieu, Said o Etzioni, alertan sobre los peligros de desactivar el compromiso crítico y mantener los lugares comunes en el discurso político. El mantenimiento de los lugares comunes es, precisamente, lo que oscurece la realidad y nos mantiene alejados de ella. Según Etzioni, la sociedad demanda individuos que tengan una función social muy especial: disolver los lugares comunes de la sociedad mediante la crítica, enfrentándose a todas las dificultades y resistencias que esto supone. Estas resistencias no son aleatorias y responden a una dinámica social muy definida. Aparte del sacrificio psicológico que implican, también existen poderosos intereses sociales que dificultan la renovación de las ideas desfasadas (aunque hegemónicas). Pero a pesar del trauma momentáneo que estas renovaciones tienden a generar, sigue Etzioni, ninguna sociedad puede permitirse el lujo de renunciar a la labor de regeneración simbólica. Las sociedades que rechazan la crítica intelectual, aquellas en las que la libertad de pensamiento y de opinión es sistemáticamente censurada e ignorada, correrán un serio riesgo de alejarse de la realidad y encerrase en mundos de fantasía o en espacios de imposición ideológica permanente (Etzioni (2009), ). Las posibilidades de la crítica se mantienen, pero sus defensores son conscientes de las dificultades que afrontan, sobretodo a la hora de comunicarse con el mercado económico. Posiblemente las dificultades percibidas se encuentran en las características de los mercados culturales actuales y la inclusión de un número cada vez mayor de actores que no pertenecen a las comunidades intelectuales tradicionales. Esto difumina el rol del intelectual crítico tradicional y lo equipara al de otros actores sociales que en el pasado no tuvieron tanta visibilidad. 17 Bibliografía Aron, R. (1955), L'opium des intellectuels, Paris, Calmann-Levy. Bourdieu, P. and Wacquant, J. D. 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