Aprehender las palabras

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Aprehender las palabras
Raúl Ávila
Hoja por hoja
año 9 | número 101 | Octubre 2005
A los diccionarios se les llama “tumbaburros”, y uno supone que con acercarse a ellos adelgaza
la capa de ignorancia que obnubila nuestro entendimiento. Pero los diccionarios están sujetos a
criterios, normas y consensos que no necesariamente corresponden a la complejidad de la
realidad. Como cualquier producto humano, son falibles y perfectibles. En este apartado
presentamos tres textos que abordan el complicado proceso de la aprehensión de las palabras:
Raúl Ávila reflexiona sobre el hispanocentrismo con el que se han definido la mayoría de estos
materiales; José G. Moreno de Alba expone la metodología que se siguió para elaborar el
Diccionario panhispánico de dudas —que pronto verá la luz— y José Antonio Millán reseña
Redes, un diccionario que en lugar de definiciones presenta opciones de combinación entre
palabras
Para empezar,
los diccionarios que uno puede encontrar en una librería —salvo dos excepciones a las que me
referiré más adelante— no dicen en su portada que se basan sobre todo en una modalidad de la
lengua española, la castellana. El lector supone que las voces y sus definiciones corresponden a
su forma de hablar y, como consecuencia, puede pensar que no sabe su propia lengua.
En los últimos años se han redactado diccionarios pedagógicos para la educación básica. Los
niños —más listos que algunos adultos—, cuando encuentran algunas voces que no significan lo
mismo en México (sobre todo malas palabras) se ríen ante el hallazgo, y continúan usándolas en
el sentido acostumbrado. En el Diccionario Academia (México, Fernández, 1994), por ejemplo,
bajo la voz pinche se lee “peón de cocina”. El niño, por supuesto, sabe que pinche es una palabra
“de las malas”, aunque no mucho, que equivale a ‘despreciable’ o ‘de mal gusto’, como se puede
leer en el dime: Diccionario inicial del español de México (Raúl Ávila, México, Trillas, 2003).
Las limitaciones de los lexicógrafos para considerar los usos de las palabras en los diferentes
países hispánicos se advierten con frecuencia en los diccionarios considerados del español
general. En una revisión al azar del Diccionario básico escolar plus (México, Larousse, 1996)
encontré la palabra pitillera definida mediante el sinónimo petaca. Bajo esa voz el estudiante lee
“Estuche para el tabaco o los cigarrillos”, lo que, definitivamente, aumenta su confusión. En
México petaca es sinónimo de maleta.
Dos de los diccionarios que hacen referencia al español de México en su portada, el Diccionario
del español usual en México —deum— (dirección de Luis Fernando Lara, México, El Colegio de
México, 1996) y el ya citado dime, dan definiciones adecuadas de pinche y petaca. En cambio, el
Diccionario escolar mexicano Trillas (México, Trillas, 1996) parece haber olvidado el
compromiso que asume en el título, pues bajo la voz pinche incluye sólo la definición española:
“ayudante de cocina”; y bajo petaca, la mexicana: “maleta pequeña” (no necesariamente es
pequeña: véanse las definiciones del dime y del deum).
Para continuar,
los diccionarios del español general —o internacional, como prefiero llamarlo— que se han
redactado hasta ahora se apoyan fundamentalmente en la modalidad castellana, lo que no sólo
limita su objetividad sino que incluso, a veces, lleva al lector a conclusiones erróneas (véanse
artículos al respecto en www.colmex.mx/personal/cell/ravila/index.html).
El Diccionario de la lengua española —drae— (Madrid, Real Academia Española, 2001) indica
explícitamente su dimensión internacional desde el preámbulo. El drae “pretende recoger el
léxico general de la lengua hablada en España y en los países hispánicos”, por lo que incluye, en
relación con los “dialectalismos españoles, americanos y filipinos […] una representación de los
usos más extendidos o característicos”. Para eso emplean las marcas regionales españolas And.
(Andalucía), Ar. (Aragón) y otras más, como si fueran equivalentes a Am. (América), Á. Andes
(Área de los Andes), o Ven. (Venezuela). También se indica que “todas aquellas entradas de uso
general en España cuyo empleo en otros países ha sido expresamente negado por las Academias
correspondientes, llevan la marca Esp.” El drae confronta España con América, como si fueran
equivalentes un país y un continente. Conviene no olvidar —para superar esta visión colonial—
que Hispanoamérica está formada por 19 países, o por 20 si se consideran alrededor de 30
millones de hispanohablantes de Estados Unidos. Si se cuentan sólo 20 países, España tendría el
5 por ciento de los votos, y no el 50.
Como consecuencia, el tratamiento que se da a los regionalismos es desigual. Si se comparan
España y México, uno encuentra que en el drae hay 51 españolismos y 2434 mexicanismos: del
100 por ciento de apariciones (2485), el 2 por ciento corresponde a los españolismos, y el 98 por
ciento a los mexicanismos. Parece claro que el tratamiento de esa clase de voces se basa en
criterios diferentes. Este sesgo se confirma mediante la comparación de dos diccionarios
pedagógicos equivalentes: el español Anaya (Barcelona, Anaya–Vox, 1997) y el mexicano dime.
En una muestra aleatoria del 10 por ciento de las voces, se encontraron 50 españolismos y 67
mexicanismos (por ejemplo, piragüismo, ceporro, arcén, cacahuete, amerizar frente a canotaje,
tonto, acotamiento, cacahuate, amarizar). En relación con el total, hay un 43 por ciento de
españolismos frente a un 57 por ciento de mexicanismos. La diferencia porcentual es de 14 por
ciento, no de 98 por ciento, como en el drae.
Otro diccionario general es el Clave. Diccionario de uso del español actual (Madrid, sm, 1997)
—con prólogo de García Márquez, por cierto—. En la introducción se indica que se “otorga
pleno reconocimiento a las dos grandes normas lingüísticas del español: la norma castellana (la
del centro-norte peninsular) y la norma meridional (la del sur peninsular, Canarias e
Hispanoamérica)”. En este caso la comparación se establece entre dos comunidades lingüísticas
aún más desequilibradas desde el punto de vista demográfico: la meridional (unos 385 millones
de hablantes) y la castellana (unos 15 millones). La modalidad castellana —dicen—, aunque tiene
“menor importancia cuantitativa, es poseedora de un amplio reconocimiento y prestigio en todo
el mundo hispánico por conocidas razones históricas y culturales”. El criterio parece relacionarse
con el origen de la lengua, pero no necesariamente con la situación actual. Muchas de las voces
exclusivas de Castilla o de España no se comprenderían en este continente, a pesar de su
prestigio, como forofo (‘aficionado’), piso (‘departamento’ o ‘apartamento’), mechero
(‘encendedor’) o hucha (‘alcancía’), que aparecen en el Clave —y en el drae— sin marcas
geográficas. El prestigio no libera al lector de sus confusiones.
Llama la atención, además, encontrar en el drae algunas formas y acepciones marcadas Esp.,
como claxon, que se usan en varios países americanos. El ejemplo más notable es el de iva,
también considerado españolismo. El Impuesto al Valor Agregado se aplica en muchos países
que, como es obvio, utilizan la misma sigla.
Para terminar,
hay otras posibilidades para enfrentar la variación léxica internacional, como los proyectos
varilex (Variación léxica del español en el mundo, coordinado por Hiroto Ueda, en la
Universidad de Tokio) y valide (Variación léxica internacional del español, coordinado por mí,
en el Colegio de México y la unam). varilex plantea la variación léxica a partir de tendencias de
uso en diversas ciudades y países hispánicos. valide es un programa de cómputo que, con base en
las variantes léxicas, propone, para el nivel internacional, la selección de una de ellas conforme a
su distribución —número de países que las usan— y su frecuencia —número de hablantes—.
Estos dos proyectos podrían servir para lograr que las empresas internacionales —desde las
editoriales hasta las productoras de páginas de internet o de programas o doblajes de radio y
televisión— tengan un apoyo para comunicarse más adecuadamente con su público.
En todo caso, es necesario redactar más diccionarios nacionales y de regionalismos, pues darían
mejor sustento a los futuros diccionarios internacionales. En España, por ejemplo, se editó el
Diccionario del español usual (Manuel Seco et al., Madrid, Aguilar, 1998) en cuyo prólogo se
hace saber que se basa en textos españoles. No hay en cambio, ni parece haberse concebido, un
diccionario de españolismos, como si únicamente existieran mexicanismos, cubanismos,
argentinismos y otros ismos.
Cuando el lector compra un diccionario, puede suponer que allí está la verdad indiscutible. Así lo
narra García Márquez en el prólogo del Clave, a propósito de su abuelo, quien consultó “con
atención infantil” un diccionario:
comparó los dibujos, y entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario
y un camello. Al final me puso el mamotreto en el regazo y me dijo:
—Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.
Más adelante, García Márquez, ya alfabetizado, rectifica la afirmación del abuelo y apunta al
problema básico de los diccionarios españoles. Cuando consultó en otro diccionario la palabra
amarillo, la encontró “descrita de este modo simple: del color del limón. Quedé en las tinieblas,
pues en las Américas el limón es de color verde”.
La Real Academia y las academias americanas están redactando un diccionario general de
americanismos. Habría que proponer en su lugar uno general de regionalismos donde se
incluyeran los de España. El lector americano puede colaborar. Basta con que abra el drae y
marque las palabras y acepciones que no usa o no conoce, y que no tienen indicación geográfica.
Lo más probable es que sean españolismos.
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