“Crítica a la teoría extemporánea de Neumann”, de Ciro Hernánez – Universidad Miguel Hernández (España)

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Actas – VI Congreso Internacional Latina de Comunicación
Social – VI CILCS – Universidad de La Laguna, diciembre 2014
Crítica a la teoría extemporánea de
Neumann
Ciro Hernánez – Universidad Miguel Hernández– [email protected]
Resumen: El éxito de la teoría de ‘el miedo al aislamiento’ de Neuman para
explicar las dinámicas de la opinión pública no acaba de corresponderse con la
calidad y la eficacia explicativa de esta teoría. El aval empírico con el que se
nos presenta adolece de cierta inconsistencia porque se ve obligada a ignorar
determinadas evidencias muy bien explicitadas por la teoría rival de ‘la crítica
racional al poder político’ postulada por Habermas y por otros autores a los que
nosotros nos sumamos desde la presente crítica. En ella ponemos en cuestión
los mismos fundamentos de la ‘espiral del silencio’.
Palabras clave: opinión pública, racionalidad, masa, público,
1. Introducción
Al reparar en la historia de la opinión pública como institución que termina de
cuajar en la sociedad moderna tras el proceso ilustrado (Habermas, 2002,
passim) es fácil comprender que la racionalidad tiene que jugar un papel
determinante en la aparición de la Opinión Pública. Esto es así porque la
principal característica que le atribuyó Imanuel Kant en el periódico Berlinische
Monastschrift en diciembre de 1784 en el que daba respuesta a la pregunta
Was ist Aufklärung? — ¿Qué es la ilustración?— fue precisamente la de la
importancia que debería tener la racionalidad en la conformación de las
instituciones de la modernidad. Por eso la insistencia de Neumann al negar
cualquier racionalidad a la Opinión Pública no deja de resultar desconcertante.
Todo el progreso social desde entonces, sólidamente apoyado en los avances
científicos y tecnológicos, no ha hecho otra cosa que contribuir a la extensión
de la racionalidad desde la ilustración hasta nuestros días. La racionalización
de las instituciones es a todas luces un proceso inacabado, pero es un proceso
en progreso que se ha enfrentado y se enfrentará a duras pruebas en la misma
medida en la que se vaya consumando. Experimentará avances y retrocesos,
pero en líneas generales avanzará como lo ha venido haciendo hasta ahora.
Lo cierto es que negar como fundamento de la Opinión Pública a la
racionalidad tiene por fuerza que resultar extemporáneo. Sin duda que la
Opinión Pública, como una más de las instituciones modernas, no siempre es
racional y en ocasiones ha sido irracional en la reciente historia humana. Pero
de ahí cuestionar la racionalidad como fundamento necesario y práctico de la
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Opinión Pública hay una gran distancia que trataremos de medir a lo largo de la
discusión que realizaremos en lo sucesivo.
Antecedentes y discusión
Así, en una cierta cronología de la opinión pública el caso de Neumann se
llegará a convertir en algo extremo y extemporáneo por su necesidad de
demostrar que el mecanismo de la espiral del silencio es una pulsión la cual
forma parte del sistema primario de nuestros instintos. La idea de que se trata
de un rasgo constitutivamente humano formando parte de nuestra ‘naturaleza’
la empuja en direcciones aparentemente contrarias. Por un lado ella se ve
obligada a ampliar la composición del público de la opinión a todo el pueblo
confirmando el supuesto de la progresiva imbricación de la masa y el público
(Hernández, 2012, nº179). Por otro lado se ve obligada a negar cualquier
posible racionalidad en la opinión para poder sostener que el origen de la
opinión es piscosociológico, instintivo y emocional, que es irracional.
Lo que intenta Noelle Neumann con sus referencias a estudios etológicos
(Neumann, 1995, pp. 257-225) y sus citas antropológicas es determinar la
existencia de un procedimiento para la resolución de conflictos interpersonales
en el seno de una comunidad con la intención de sentar el principio del miedo
al aislamiento como la causa exclusiva del fenómeno de la espiral del silencio
de una manera mecánicamente determinada por la ignota ‘naturaleza social’ en
la especie humana. Tal mecanismo requeriría, además, de la existencia de un
sentido cuasiestadístico del que estaríamos dotados para poder estimar el
clima de opinión y saber así qué opiniones ganan terreno y cuales lo están
perdiendo. (Neumann, 1995, pp. 274,275).
El debate racional de las controversias queda de esta manera fuera de su
empeño por confirmar su concepción inmanente del efecto de la opinión
mayoritaria sobre la minoritaria.
Para avalar su tesis Neumann recurre a la cita del sinfín de autores que desde
sus orígenes ven a la opinión como a una amenazante, peligrosa e irracional
manifestación contraria al orden y a la jerarquía social. A modo de ejemplo, en
su trabajo incluye una viñeta aparecida en Inglaterra ya en 1641, ocho años
antes de la decapitación de Carlos I en el curso de las revoluciones de
Cronwell. En esta viñeta se satiriza a la opinión pública representándola en la
forma de un extraño árbol al que inquiere un desconcertado joven noble de la
época. Lo más revelador de la anécdota que refiere Neumann es su propia
conclusión al final del párrafo:
¿Y por qué es un «tonto necio» el que riega algo tan importante como la
opinión pública? Porque el necio es el que le da vida verdadera. Nos toca
a nosotros imaginar el aspecto de los necios que «riegan» la opinión
pública en la actualidad. (op. cit. p. 249)
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Aparte de la cita de Toqueville (op. cit. pp. 123,124) sobre la que volveremos,
además le parece encontrar en Gersdoff un sólido aval para su hipótesis:
La opinión pública, tal y como yo la veo debe existir siempre en la vida
intelectual […] mientras las personas tengan una vida social […] no
puede, pues, dejar de existir, faltar ni quedar destruida, está en todas
partes y siempre[…] (op. cit. p. 253)
De él sostiene Neumann que «[…] afirma también explícitamente que los
procesos de formación de opinión no proceden apenas de consideraciones
racionales, sino que son más de bien de origen psicoantropológico» (ibidem).
Para completar la argumentación repasa en sus citas a los creadores de la
prejuiciosa psicología social originaria, desde Le Bon a Oswald Spengler, para
concluir con una sentencia en la que amenaza a cualquiera con la misma
maldición que cayó sobre Robert Ezrra Park por atribuir racionalidad a la
opinión pública (op. cit. p. 282)
El concepto de masa en Neumann
Esto significa que Neumann desarrolla una cierta perspectiva respecto de las
masas claramente orientada a avalar su hipótesis psicosocilógica a partir del
miedo al aislamiento. Neumann empieza por exponer algo sobradamente
documentado:
En los siglos XIX y XX ha habido una inundación de ensayos y libros
sobre la psicología de las masas en torno a esta sorprendente
manifestación de la naturaleza
humana. Desgraciadamente, esta
literatura, de hecho, puede haber dificultado más que hecho avanzar la
comprensión de los procesos de opinión pública. En el siglo XX se
percibió al menos una difusa relación entre los disturbios de masas y la
opinión pública, cuando no se los identificó[…]Esa concepción desdibujó,
sin embargo, los elementos característicos del fenómeno psicosociológico de la opinión pública que habían sido delimitados tan
claramente por los escritores de los siglos XVII y XVIII (Neumann, 1995, p.
146)
Según piensa, fueron los cuestionables enfoques sobre la psicología de masas
los que desviaron la atención desde los elementos que caracterizaban al
fenómeno de la opinión pública en los siglos precedentes. Para ella, dichos
elementos se pueden resumir en su propia comprensión del fenómeno. La
explicación que nos ofrece sobre la opinión pública sigue al relato de la toma
de la Bastilla durante la revolución francesa:
[…] La opinión pública reside en las actitudes y los modos de
comportamiento que reciben una fuerte adhesión en un lugar y una época
determinados; que hay que demostrar para evitar el aislamiento social en
cualquier medio de opiniones establecidas; y que, en un medio de
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opiniones cambiantes o en una nueva área de tensiones emergente, se
pueden expresar sin aislarse. (op, cit. p. 148)
Afirma que esta perspectiva quedó aislada de las teorizaciones en los siglos
posteriores porque:
En los siglos XIX y XX han chocado repetidamente dos puntos de vista: el
que subraya el comportamiento instintivo y considera al hombre
determinado por los instintos gregarios, y el que supone que el hombre
reacciona racionalmente ente la experiencia de la realidad, más en la
línea de los ideales humanistas…Las escuelas de pensamiento que
enfatizan la racionalidad del hombre consideran a la imitación como una
estrategia eficaz de aprendizaje. Dado que prevalecieron claramente
sobre las teorías del instinto, el tema de la imitación por miedo al
asilamiento cayó en el olvido. (op, cit. p. 155).
Pero las teorías que prevalecieron en el XIX y el XX no presentaron a ningún
individuo racional dentro de la masa, con capacidad y autonomía crítica. Más
bien parece lo contrario.
Efectivamente, aunque Neumann insiste a lo largo de su trabajo en la idea de
que la imitación y el miedo al asilamiento son nuestras dos únicas estrategias
de aprendizaje, en la cita anterior ella deja la puerta abierta a otras estrategias,
de modo que no son exclusivamente esas dos las opciones para incrementar
nuestro bagaje de conocimientos.
De ser esas dos las únicas estrategias, las personas careceríamos de ninguna
inventiva para crear nuevas ideas, incluso seríamos incapaces de decidir y ni
siquiera podríamos acceder a otras ideas y comprensiones por lo que imitamos
o por lo que desestimamos. Sin duda la cuestión es con diferencia mucho más
compleja de lo que se nos presenta. Salvo en el primer periodo de nuestras
vidas, lo que realmente nos permite aprender hasta el extremo de constituir el
mismo fundamento de nuestra capacidad para decidir —qué imitamos, qué
rehusamos— es precisamente nuestra propia racionalidad. Es más, la
racionalidad —muy sintéticamente, la habilidad en el empleo de la lógica
formal— y la imitación, poco más allá de llevarnos a aceptar alguna pauta o de
rechazarla, no nos parecen condiciones apenas compatibles entre sí ni siquiera
como presupuestos del aprendizaje, particularmente si se trata de un
aprendizaje auténticamente racional.
Pero por si aun nos quedaran dudas sobre eso último, la misma Neumann nos
ofrecerá hacia el final de su trabajo la siguiente definición de racionalidad:
[…]la adquisición consciente de conocimiento mediante la razón y la
elaboración de juicios lógica y racionalmente correctos a partir de ese
conocimiento. La adquisición de conocimientos y la formación de juicios
suponen el uso de transformaciones y deducciones lógicas. […] La
racionalidad aprehende así diferentes campos objetuales de los que se
pueden derivar inferencias lógicas. El conocimiento de esos campos está
configurado, pues, por la lógica, la causalidad y la consistencia. Los
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productos del pensamiento lógico son convincentes razonables y
comprensibles intersubjetivamente. (op, cit. p. 281)
A partir de este concepto que ella parece hacer suyo sobra cualquier añadido
para aclarar la importancia de la racionalidad en el mismo proceso de
aprendizaje al margen de la imitación y del miedo al asilamiento.
Lo cierto es que todas estas teorías sobre la psicología social y la psicología de
masas aparecieron en el contexto decimonónico del romanticismo, una visceral
reacción a las aparentemente decepcionantes consecuencias de la
racionalidad ilustrada. El romanticismo prolongará su influencia intelectual
hasta bien entrado el siglo XX. Bajo su influencia estuvieron Sheler, Le Bon,
Spengler, Ortega, Shimel…, herederos todos ellos de la más genuina tradición
romántica. Todas estas teorías sobre el comportamiento de los individuos en la
masa lo que hacen es negar el carácter racional del hombre para reducirlo a un
conjunto de emociones, pulsiones gregarias, primarias y destructivas. Son la
misma negación de la «fe en la racionalidad ilustrada» a la que se acusó de
estar en el origen de las violentas revoluciones que sacudieron el siglo XIX y
los comienzos del XX, verdadero motivo para la aparición de todas estas
concepciones claramente temerosas y precavidas frente a las movilizaciones
sociales masivas y a sus intenciones políticas.
Lo sorprendente es que, no obstante su propia constatación en el éxito del
segundo punto de vista sobre la racionalidad frente al del instinto, ella se
adhiere al primero. Efectivamente, de una manera similar a como lo hacen Le
Bon y su cohorte de acólitos, Neumann todavía sigue pensando que hay algo
compulsivo en la masa ligado a las emociones primarias y atávicas.
Como ya adelantamos al comienzo, llega al extremo de creer en el mecanismo
de sustitución de las opiniones como en un cierto instinto ancestral y puro que
se hace manifiesto gracias a una cierta percepción cuasiestadística. Ella no lo
acaba de ver simplemente como un efecto emergente resultado de una
estrategia racional y adaptativa de supervivencia debida a la cooperación y la
convivencia en sociedad, basada en la antropológica y utilitaria división del
trabajo.
Por eso es que al referirse específicamente a las masas al final desarrolla un
discurso que nos resultará sumamente familiar y perfectamente asimilable a
todas aquellas visiones de la psicología social de las que, paradójicamente, ha
acusado de estar en el origen de ‘la ocultación de su hipótesis sobre la espiral
del silencio’:
La gente encuentra cualquier situación emocionante, y a menudo
estimulante cuando forma parte de una multitud…
¿Procede esta sensación de pertenencia de factores filogenéticos, de un
estado de seguridad y de fuerza debido a que el individuo se libera por
unos instantes del miedo al aislamiento?....» (op. cit. p. 153).
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[…] Estas masas nacen con el único objeto de alcanzar el clímax
emocional que se produce al participar en una turba espontánea: la
sensación de reciprocidad, la intensa excitación, la impaciencia, la
sensación de fuerza y de poder irresistible, el orgullo, el permiso para ser
intolerante, la pérdida del sentido de la realidad. A los miembros de de
estos grupos nada les parece imposible; pueden creer cualquier cosa sin
ponderaciones prolijas; les resulta fácil actuar sin responsabilidad y sin
exigencias de constancia. (op. cit. p. 151).
A partir de aquí seguro que podemos entender mejor la afirmación que hace
Neumann de que la atribución de racionalidad a la opinión pública por
cualquiera solo pude suponerle el mismo desengaño que le supuso a Herza
Park.
Como acabará por sentenciar el capítulo 24 titulado VOX POPULI, VOX DEI:
«No es la razón la que hace digna de ser tenida en cuenta a la opinión
pública, sino precisamente todo lo contrario: el elemento irracional, el
elemento de futuro, de destino.» (op. cit. p. 232).
Para concluir con las aportaciones de Neumann a la noción de «masa»,
nosotros entendemos muy oportuna y pertinente la diferenciación que realiza
entre dos clases de masa:
Las masas abstractas, latentes, y las masas concretas, efectivas, siguen
leyes diferentes. En el primer caso se componen de personas con miedo
al aislamiento; en el segundo, carecen de ese temor. La sensación de
reciprocidad es tan penetrante en la masa concreta, que los individuos ya
no necesitan asegurarse de cómo tienen que hablar o actuar. En una
unión tan densa son posibles incluso cambios dramáticos.» (op. cit. p.
152)
Esta sentencia aparece al final de un capítulo 12: LA TOMA DE LA BASTILLA:
OPINIÓN PÚBLICA Y PISCOLOGÍA DE MASAS. El uso que hace Neumann al
distinguir entre las masas abstractas y latentes frente a las masas concretas y
efectivas es adecuado a sus intenciones. Las diferencia según se pueda
experimentar el miedo al aislamiento o no en cada una. Deduce de su análisis
previo que las masas concretas quedan liberadas de este freno por la misma
proximidad que las une y que las identifica al punto de llegar a perderse la
individualidad:
[…] Estas masas nacen con el único objeto de alcanzar el clímax
emocional que se produce al participar en una turba espontánea: la
sensación de reciprocidad, la intensa excitación, la impaciencia, la
sensación de fuerza y de poder irresistible, el orgullo, el permiso para ser
intolerante, la pérdida del sentido de la realidad. A los miembros de de
estos grupos nada les parece imposible; pueden creer cualquier cosa sin
ponderaciones prolijas; les resulta fácil actuar sin responsabilidad y sin
exigencias de constancia. (op. cit. p. 151)
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Esta descripción de las masas concretas aproxima a Neumann a las
concepciones de Le Bon. Pero, como a la vez ya ha establecido una clara
diferenciación entre esas masas concretas, donde se diluiría toda racionalidad,
y aquellas masas abstractas, donde su racionalización por el miedo al
asilamiento —entiéndase en el mismo sentido que le da From— se convierte
en soporte de la opinión pública, nuevamente se vuelve distanciar de los
presupuestos extremos de Le Bon sobre esas masas al relativizarlos. Lo cierto
es que resulta difícil pensar que en las masas concretas no opera también el
miedo al aislamiento y a la vez una cierta racionalidad colectiva; simplemente
por sentido común: en tales circunstancias es menos probable que en otras la
disensión por cualquiera de sus integrantes. Pero consideramos muy pertinente
la tipología elemental que Neumann introduce en las masas al hablarnos de
situaciones bien distintas que merecen ser tratadas de forma muy diferente, tal
y como ella trata de hacerlo. La confusión procede precisamente del fácil
recurso ideológico que encontraron los primeros teorizadores de las masas en
la identificación y generalización de una conjetura peyorativa y prejuiciosa
fabricada ad hoc para intentar frenar el transcurso de los acontecimientos: las
masas, un sucio y andrajoso saco donde cabe todo.
Debilidad del psicologismo como fundamento teórico
Partiremos de que no aceptamos que el mecanismo de adecuación de las
opiniones a las mayoritarias sea nada fisiológicamente constitutivo de la
‘naturaleza humana’. Antes que considerar al fenómeno de la espiral del
silencio como una impronta en la conducta humana, nosotros preferimos
pensar que sólo es un efecto emergente el cual se manifiesta a partir de la
lógica de sus presupuestos. Es decir, que no se trata más que de una
consecuencia de nuestra manera de entender la convivencia: la renuncia a
manifestar nuestras propias opiniones y la aceptación de otras más comunes
es tan sólo una de las tantas que realizamos a cambio de las infinitas ventajas
que obtenemos de la vida en comunidad. Ese es, p. e., el origen de la
normatividad y su coerción racional y voluntariamente aceptada. De una
manera más general, ésta es también una gran parte de la explicación en la
eficacia coercitiva de las instituciones sociales a la que se refiere Durkheim. Y
ya mucho más sencillamente esta es también el origen de sentencias
populares del castellano como «allí donde fueres, haz lo que vieres», así que
no digamos si entonces de lo que se trata es simplemente de opinar como los
demás y no en contra de ellos. La misma expresión «sentido común» (common
sense) tiene justo el significado preciso para poder explicarnos tal y como lo
estamos haciendo; es decir, se trata de lo que a la vista de cualquiera resulta
evidente por tener el mismo significado para la mayoría de la gente
precisamente porque así lo hemos convenido culturalmente y a priori. Un mero
ejemplo más de nuestra voluntaria disposición a la convivencia. Pero el sentido
común no siempre es racional, como lo demuestra el clima de opinión
antisemita creado por la propaganda nazi.
Por eso no sólo es que no hablemos de un instinto, más bien parece que nos
referimos a una mera racionalización de la conducta individual condicionada
desde los orígenes por la estrategia adaptativa seguida en nuestra especie, a
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lo largo del curso de su evolución, consistente en la práctica de la cooperación
para mejorar nuestras opciones de supervivencia. No es más que una
consecuencia de las ventajas derivadas de la división social del trabajo –de la
misma especialización funcional dentro de la comunidad–. Efectivamente, la
necesaria integración comunitaria impone ciertas limitaciones y renuncias
individuales entre las que la propia opinión es de las más tolerables para cada
uno.
A riesgo de parecer incoherentes, en cambio si que aceptamos el hecho de
que este proceso de adaptación evolutiva a la vida en comunidad haya podido
condicionar nuestra psique de una manera definitiva y por eso traemos una cita
de Erich Fromm en la que él incluye entre nuestras necesidades
fisiológicamente condicionadas a la de evitar el asilamiento:
Las necesidades fisiológicamente condicionadas no constituyen la única
parte de la naturaleza humana que posee carácter imperativo. Hay otra
parte que es igualmente compulsiva, una parte que no se halla arraigada
en los procesos corporales, pero sí en la esencia misma de la vida
humana, en su forma y en su práctica: la necesidad de relacionarse con
el mundo exterior, la necesidad de evitar el aislamiento. Sentirse
completamente aislado y solitario conduce a la desintegración mental del
mismo modo que la inanición conduce a la muerte. (From, 2008, p. 54)
Estamos biológicamente programados para la convivencia. La prueba más
tópica que nos ofrece la psicología es la constatación reiterada por la evidencia
de los autodestructivos brotes sicóticos que invariablemente experimentan
todos los ermitaños como un síntoma de su locura de soledad. También
Neumann cita a Csikszentmihalyi quién, a través del «método de muestreo de
experiencias», demuestra que la soledad va unida a la depresión y el
desaliento para la mayoría de las personas. (Neumannn, 1995, p. 289)
Lo paradójico resultará entonces en el distanciamiento que Neumann realizó en
su momento respecto de este Fromm, a pesar de lo conveniente que le hubiera
resultado para su hipótesis psicosociológica sobre las opiniones la
consideración de esa necesidad biológica de evitar el asilamiento. (op. cit. p.
75).
Aunque esta necesidad de evitar el aislamiento sí parece en sí misma una
impronta de la conducta marcada ancestralmente por la evolución y la
adaptación selectiva, resulta que no tiene por qué ser la única causa directa del
fenómeno de sustitución de las opiniones aunque tenga algo o mucho que ver
en ello. Así lo reconoce finalmente la propia Neumann después de intentar
sostener contra viento y marea lo contrario: “[…] El miedo al aislamiento
público es solo uno de los múltiples factores que determinan el proceso de la
opinión pública[…]” (op. cit. 1995, p. 272) De ser ella la causa exclusiva, no
podríamos esperar que al final del proceso de sustitución de opiniones pudiera
quedar ningún núcleo duro capaz de resistirse al curso de imposición de la
opinión dominante (op. cit. p. 276). Lógicamente, tampoco podríamos apenas
pensar en la posibilidad de que se generasen nuevas opiniones ni que estas
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pudieran renovarse porque la propia lógica del dominio de las opiniones
mayoritarias excluiría “automáticamente” a las nuevas y minoritarias.
Con esto queremos reseñar que, efectivamente, el fenómeno de la espiral del
silencio, con haber sido observado a través de muchas medidas empíricas,
debe estar mediado por otras variables psicosociológicas distintas del miedo al
asilamiento. Para Neumann este mismo miedo sería también el responsable de
la existencia del sentido cuasiestadístico del que estaríamos dotados para
poder estimar el clima de opinión. Pero una hipótesis alternativa mucho más
verosímil es la de que las personas valoramos la prevalencia de las opiniones
en función de cómo se proyectan desde los medios de comunicación de
masas. Según esto, no existiría ninguna propia estimación del clima de opinión
que pueda ir más allá de la atribución del peso relativo de las opiniones según
su presencia en los medios de comunicación masas. Esto es lo que parece
confirmar ella misma con su razonamiento, pero invertido:
[…]El proceso de la opinión pública no se ha opuesto ni una sola vez a la
línea adoptada por los medios. El que un individuo sea consciente de que
los medios apoyan su opinión es un factor importante que influye en la
predisposición de esa persona a expresarse[…] (op. cit. 1995, p. 258)
De hecho, Habermas sitúa la aparición del público en el mismo momento en el
que las comunicaciones y el invento de la imprenta hicieron posible la crítica
literaria a partir de las primeras publicaciones, tanto periódicas (periódicos)
como ocasionales (obras literarias y panfletos). Estos precursores de los
medios de comunicación de masas estaban plagados de opiniones que fueron
críticamente debatidas en las casas de café y los salones de la época
(Habermas, 2011, pgs. 69-79). Es difícil imaginar unos medios mejores que la
prensa y las demás publicaciones para la difusión de opiniones susceptibles de
competir por ganarse el favor del público. Pero además es igualmente acertado
y aceptado pensar que ese fue precisamente el fermento de la racionalidad
ilustrada. Por eso, tras considerar al factor de los medios de comunicación
como la más plausible fuente de estimación para las opiniones, entre las
causas que apreciamos como alterativas y distintas al miedo al aislamiento no
dudamos ni un momento en situar en un primer lugar a la racionalidad.
Simplemente, una vez estimada la opinión que gana peso en los medios, una
racionalidad no crítica, alicorta y acomodaticia es la primera que aconseja
sumarse a la mayoría por imitación. Es la renuncia a la propia opinión para
contribuir a la integración social.
Pero la racionalidad afortunadamente va mucho más allá de facilitarnos la
adecuación a la opinión mayoritaria por imitación. Tomando en consideración
el importante papel de la racionalidad durante el proceso de aprendizaje y su
relevancia en el proceso de innovación de nuestras ideas frente al miedo al
aislamiento y frente a la imitación, no tiene nada de particular que queramos
otorgarle todo el protagonismo como causa de la opinión.
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Contraste entre la teoría psicosociológica ‘del miedo al asilamiento’ y la
teoría de ‘la crítica racional al poder político’
Neumann, acaba su obra desarrollando su discusión acerca de la racionalidad
del ‘público’ de la opinión pública. Para ello comienza por reducir las cincuenta
definiciones recogidas por Childs a dos conceptos:
1. La opinión pública como racionalidad que construye el proceso de
formación de la opinión y de toma de decisiones en una democracia.
2. La opinión publica como control social. Su papel consiste en promover
la integración social y garantizar que haya un nivel suficiente de
consenso en le puedan basarse las acciones y las decisiones.
(Neumann. 1995, p. 258).
A su vez, atribuye estas dos concepciones a la distinción realizada por Robert
Merton en Social Theory and Social Struture entre funciones manifiestas y
funciones latentes (Merton, 1964, p. 92)
Según le parece a ella, la opinión pública como racionalidad es una función
manifiesta porque es una consecuencia objetiva que contribuye al ajuste o
adaptación del sistema pretendida y reconocida por los participantes del
sistema. Reproduciendo una misma cita que ya empleamos con anterioridad,
tras presentar a la racionalidad como:
[…]la adquisición consciente de conocimiento mediante la razón y la
elaboración de juicios lógica y racionalmente correctos a partir de ese
conocimiento. La adquisición de conocimientos y la formación de juicios
suponen el uso de transformaciones y deducciones lógicas. […] La
racionalidad aprehende así diferentes campos objetuales de los que se
pueden derivar inferencias lógicas. El conocimiento de esos campos está
configurado, pues, por la lógica, la causalidad y la consistencia. Los
productos del pensamiento lógico son convincentes razonables y
comprensibles intersubjetivamente. (Neumann. 1995, p. 281)
Entonces inicia una larga exposición de citas de otros autores que,
efectivamente, sirven para avalar la racionalidad de la opinión por la cuantiosa
bibliografía que se la atribuye, comenzando por Hans Speier, para el que la
relación entre ambos es directa. Pero a partir de ahí, las citas se acompañan
de su actitud crítica y explícita hacia tal presupuesto.
Según ella la idea generalizada de que la opinión pública había aparecido
durante el siglo XVIII en plena ilustración es la responsable de la creencia
también generalizada en este presupuesto de su racionalidad. Como vimos en
su idea de masa, se debe entender que, como ya ocurriera con otros sesgos
del conocimiento humano tales como ‘la ocultación de la naturaleza
psicosociológica de la opinión por la psicología de masas’, la atribución de
racionalidad a la opinión no es más que un prejuicio de índole coyuntural
debido al prestigioso papel que jugó la razón en el curso del proceso ilustrado.
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Neumann trata de afianzar su criterio para negar la racionalidad a la opinión
apuntando al uso instrumental que la teoría democrática ha hecho de la idea de
la opinión pública como instancia de control político. Semejante idea nos
debería llevar a la puesta en cuestión de toda la historia institucional que tan
sintéticamente nos expone Habermas a partir de un sinfín de hechos bien
contrastados. Pero, por supuesto, la comprensión de los hechos históricos
ofrece determinadas evidencias que se nos revelan con total independencia de
quién las exponga: la democracia como sistema político es una regularidad
institucional cada más generalizada en las sociedades avanzadas desde hace
ya muchas décadas y el papel del control popular del poder es su esencia y su
sustancia.
Aunque las citas que le siguen son cada vez más críticas con este presupuesto
de la racionalidad de la opinión tan pertinentemente argumentado y
desarrollado por Habermas, Neumann en su intento por invalidarlo no puede
evitar tropezar con Blumer, uno de los potenciales autores junto a Dewey de
una cierta idea de público restringida a la conveniencia de Hunt y Grüning y su
teoría y práctica de las RR. PP. Herbert Blumer fue un destacado sociólogo del
siglo XX reconocido mundialmente por su contribución a la sociología mediante
su teoría sobre el interaccionismo simbólico. Aunque la propia Neumann y otros
autores encontraron en las encuestas un buen motivo para considerar a la
opinión asilada de sus causas racionales, al final se vio obligada a aceptar la
oportuna crítica de Blumer a las encuestas como mero procedimiento; nunca
como el objeto de estudio, sino sólo como simple contribución al objeto
estudiado.
La propia Neuman entonces acepta explícitamente el eficiente resultado de su
trabajo al construir un concepto de opinión pública racional con la función
manifiesta de informar a los políticos de la democracia sobre las actitudes de
los grupos funcionales dentro de la organización social. (op. cit. 1995, p. 285).
Blumer precisa que la opinión, tal y como piensa Habermas, es en realidad la
consecuencia de un público ilustrado y racionante con una competencia
específica para ejercer la crítica al poder político desde las organizaciones
políticas de representación de intereses. Por eso Neumann esperará hasta el
final de su explicación para hacer valer contra Blumer el argumento de que las
medidas demoscópicas de la opinión pública no segregan a ningún público por
su competencia racional específica. Por lo general, toman a la totalidad de la
población en la representación de la muestra para llevar a cabo la medida.
Pero se da la circunstancia se que ésta es precisamente una buena prueba de
que la opinión pública, aun partiendo de un público tan amplio y heterogéneo
en su base social, puede tener la racionalidad suficiente para ejercer la función
crítica de control del poder político directa o indirectamente. Sólo es cuestión
de tiempo y de la competencia que le confieran al conjunto de la población su
avanzada instrucción pública y la actualidad correctamente mediada por las
modernas y eficientes TIC.
Paradójicamente, Neumann sostiene que las teorías de la elección racional en
el campo de la ciencia política y la fascinación creciente por los procesos
cognitivos entre los psicólogos suponen a finales del siglo XX el
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atrincheramiento de las teorías sobre la racionalidad de la opinión pública. A
modo de ejemplo, realiza una desconcertante cita de James Beniger en la que,
después de reclamar una comunicación con componentes afectivos, este
revela contradictoriamente que la información creíble puede crear un impacto
más duradero en la opinión pública que las apelaciones persuasivas. (op. cit.
1995, p. 286). Esto es, como si la racionalidad a la opinión no fuera
precisamente lo que le permite optar y resolver entre los hechos y las meras
sugestiones emocionales.
Hasta aquí, Neumann ha planteado su crítica a la racionalidad como función
manifiesta de la opinión pública. Pero, alternativamente, ella considera al
control social asociado al miedo al asilamiento y ejercido por el mecanismo de
sustitución de las opiniones por las mayoritarias como una función latente, es
decir, como una función que, según las categorías de Merton, no es pretendida
ni reconocida.
Entonces expone su consideración sobre la opinión pública como contrapoder
imposible de neutralizar contra el que ningún poder político puede ejercitarse.
Cita a Locke, a Aristóteles, a Hume, a Ciceron, quienes, efectivamente, ven en
la opinión pública un exagerado poder mítico y desproporcionado contra el que
nada puede hacerse. Por consiguiente, para Neumann el ‘omnipotente control
social’ nada tiene que ver con el bienintencionado juicio racional:
El poder de una opinión pública racionalmente configurada se basa en la
idea de un ciudadano informado y capaz de formular argumentos
razonables y juicios correctos. Este juicio se centra en la vida política y en
las controversias políticas. La mayor parte de los autores que emplean
este concepto reconocen que sólo un pequeño grupo de ciudadanos
informados e interesados participa realmente en esas discusiones y
juicios. (op. cit. 1995, p. 286)
A la vista está. Esta premisa ha sido indiscutible hasta el momento. Pero en
gran parte en eso es en lo que consiste la novedad del planteamiento con el
que pretendemos alterar tales ideas sobre unas perdurables y consolidadas
democracias controladas por elites competentes racionalmente. Dadas las
características y limitaciones del desarrollo social y humano de cada momento,
estas formas políticas han tenido, y todavía tienen, una perfecta adecuación a
las etapas históricas en las que se han instituido. Pero la evolución de las
formas políticas es un hecho histórico perfectamente demostrado a partir de los
cambios y transformaciones operados en la sociedad y la economía por los
avances en las diferentes técnicas asociadas al progreso humano de todas las
épocas. Tales cambios tecnológicos no dejan de producirse constantemente, y
lo hacen a un ritmo cada vez más acelerado, así que ya es un tópico decir que
la labor del investigador social debe ser la de desentrañar los consecuentes
cambios en el orden social, político y económico en la medida de sus
posibilidades.
Neumann continúa exponiendo los argumentos a favor de la opinión pública
tomada como control social. Hace valer el hecho de que afecta a todos los
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miembros de la sociedad por igual y afirma que el concepto de la opinión
pública como control social no tiene en cuenta la calidad de los argumentos.
Para ella se trata de un mecanismo de fuerza e imposición en el que gana el
bando que logra amenazar al contrario con el aislamiento, el rechazo y el
ostracismo:
Muchos escritores se han dado cuenta intuitivamente de que la victoria o
la derrota en el proceso de la opinión pública no depende de lo que esté
bien o mal. Por ello, la desaprobación con la que se castiga la conducta
desviada no tiene,[…] un carácter racional como la desaprobación de una
«conclusión lógicamente incorrecta, un error en la resolución de un
problema aritmético o una obra de arte fallida». Más bien se expresa
como la «reacción práctica de la comunidad, consciente o inconsciente,
ante la lesión de sus intereses, una defensa para la propia protección
»[…] En otras palabras, es una cuestión de cohesión y consenso de
valores en la sociedad. Esto solo puede basarse en valores morales —
bueno o malo— o en valores estéticos —bello o feo—, ya que sólo éstos
tienen el componente emocional capaz de poner en marcha la amenaza
de asilamiento y el miedo al aislamiento. (op. cit. 1995, p. 288) .
Es cierto que los estereotipos culturales, las convenciones y también algo a lo
que llamamos sentido común son todos muy capaces de contraponerse a los
procesos racionales porque no todo el mundo ha sido –y todavía no lo es–
competente para resolver las controversias empleando la lógica, la deducción y
la inferencia. Desgraciadamente y por su misma definición, hasta nos resulta
muy difícil discutir que las cuestiones morales y estéticas no tengan que ver
tanto con la racionalidad, pero sí con las emociones. Ahora bien, de ahí a
sostener que un juicio equivocado en su racionalidad sea mayoritariamente
compartido por el miedo al asilamiento hay toda una enorme distancia.
En realidad nos encontramos ante la distinción que realizó Platón entre doxa o
convención y episteme o conocimiento cierto. Definitivamente la opinión
tomada como convención no siempre es, ni ha sido, racional. Muchas veces es
puro hábito o costumbre. Aunque no siempre se realice de esa manera, justo
puede ser el resultado de la imitación. Por eso fue el empeño de muchos
autores en mantenerla alejada del poder político hasta la modernidad. Pero no
podemos hacer de esa actitud gregaria, presente en diferente grado dentro de
toda cultura humana, una situación absolutamente generalizada en cualquier
tiempo y lugar. Eso equivale a negar toda la historia del progreso humano. Y
mucho menos podemos suponer que esa comunidad de actitudes, juicios y
prejuicios se deba exclusivamente al miedo al asilamiento. Como ya dijimos, en
realidad no tiene por qué ser otra cosa más que una cómoda conveniencia
apenas racional de las personas que facilita su integración y la convivencia. Un
mero efecto emergente por agregación.
Neumann no da por concluida la discusión y procede a la comparación de los
dos conceptos. Repite los argumentos de la limitación del objeto y el sujeto en
la opinión pública tomada como proceso racional dentro de la sociedad
democrática y propone alternativamente a la opinión pública como control
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social justo porque no presenta esas limitaciones. Añade que, al contrario de lo
que ocurre con el concepto de la teoría democrática acotada a la racionalidad
de ciertas elites políticas, el proceso de la opinión pública considerado como
control social puede ser observado por las encuestas de opinión
representativas de toda la población, pero, según ella, ampliando las preguntas
a aquellas que sean reveladoras del clima de opinión. El clima de opinión debe
ser así entendido como la valoración de cuales son las opiniones que tienden a
prevalecer y cuales a ceder frente a ellas.
Pero más allá de esto, Neumann se muestra desconcertada por el escaso éxito
que presenta el concepto de la opinión pública como ‘control social’ ante la
teoría del ‘proceso racional’ de la opinión pública. Para poder explicarlo
empieza por plantearse las limitaciones que presenta su teoría del control
social para vincularse a otras teorías reconociendo la ventaja de la teoría de la
racionalidad de la opinión pública en ese campo. Entonces recurre a la
enumeración de cuatro criterios con los que convencionalmente la filosofía de
la ciencia es capaz de comprobar la calidad de conceptos rivales:
1. Aplicación empírica.
2. ¿Qué hechos quedan explicados por el concepto? ¿Qué potencial de
clarificación tiene éste?
3. Grado de complejidad, es decir, magnitud de los ámbitos incluidos, o
número de variables incluidas.
4. Compatibilidad con otras teorías.
(op. cit. 1995, p. 291)
Procede en su intento por demostrar que el concepto de opinión pública como
control social cumple precisamente con los tres primeros mejor que la teoría del
proceso racional de la opinión pública.
En primer lugar, ella afirma que puede comprobarse empíricamente porque
permite predecir comportamientos individúales y también sobre la distribución
de las opiniones en la sociedad. Pero nosotros ya hayamos razonado que muy
presumiblemente el proceso debe estar mediado por otras variables distintas
del miedo al asilamiento y que el clima de opinión, en lugar de ser evaluado
instintivamente, parece estar más directamente condicionado, p.e., por la
presencia relativa de cada opinión en unos medios cuya influencia es
absolutamente imposible de suprimir en las condiciones reales de cualquier
medida.
En segundo lugar, afirma que el control social tiene poder explicativo porque la
teoría de la espiral del silencio produce futuribles, o sea, que relaciona los
fenómenos observados con otros fenómenos, afirmando y probando que
existen unas determinadas reglas sociales. Efectivamente, es innegable que
existe una relación bien comprobada entre las actitudes frente a las opiniones,
la disposición a manifestarlas y los cambios previsibles en ellas. Pero queda
por demostrar que la causa de tales cambios consista en algún oscuro
mecanismo de temor hacia los demás y no en simple empatía, o en una
disposición apenas racionalizada hacia la convivencia. Tampoco es del todo
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exacto presumir la existencia de un cierto instinto humano cuasiestadístico y
evaluador del peso de las opiniones para el conjunto de la sociedad. Insistimos
en que es mucho más verosímil atribuir esta evaluación al efecto directo de su
exposición variable en los medios de comunicación para que los individuos
puedan estimar sesgadamente la extensión social de las opiniones. Así pues,
nosotros entendemos que, como la verificación empírica es solo de una parte
de la teoría de la espiral del silencio, la capacidad explicativa de su teoría es
bastante más limitada de la que nos presenta Neumann.
Pero es que ella además niega la capacidad explicativa de la teoría rival por su
ineficacia para dar cuenta de algunos de algunos fenómenos explicados por la
teoría de la espiral del silencio. Dada su casuística, no nos detendremos a
analizar los primeros. En cambio si nos ocuparemos del último de los casos
que ella presenta ya que no tiene nada que ver con los fenómenos de la
opinión que ha podido verificar y explicar empíricamente. Afirma que la teoría
de la racionalidad de la opinión pública no puede explicar que muchas veces
las opiniones racionales acuñadas por expertos se queden asiladas frente al
conjunto de la sociedad con independencia de su calidad racional.
La verdad es que éste argumento puesto en el desarrollo de nuestra
explicación se cae por sí solo dado el carácter de proceso permanente y
constante que atribuimos a la formación de la Opinión Pública como institución.
Nuestra convicción compartida con otros autores en que la opinión racional ha
tenido casi hasta la fecha un ámbito limitado que en ocasiones impide su
efectividad frente a la convención y el prejuicio social hunde sus raíces
históricas en los mismos orígenes de la opinión. A estas alturas sobran más
explicaciones de porqué esto ha sido y, en parte, todavía pude ser así, aunque
tienda a relativizarse y a subsanarse por efecto del progreso social. Lo cierto es
que la baja frecuencia en la ocurrencia de estos casos de aislamiento social de
la racionalidad no puede invalidar la explicación de toda una regularidad
institucional, que se reproduce de manera recurrente en un elevado número de
países con ligeras variantes en su organización, consistente en un poder
político democrático avalado por la opinión pública. Tal y como reconoce la
misma Neumann, en esa misma explicación se integra con total naturalidad la
teoría de la opinión pública racional, mientras que la teoría del control social
apenas si tiene cabida.
A pesar de sus dificultades de encaje en otras teorías con objetos de
conocimiento complementarios, para Neumann el tercer requisito, la magnitud
de los ámbitos incluidos, es mayor en la teoría del control social porque su
objeto no se limita a la política y porque, además, conecta el nivel individual
con el social.
Como ya dijimos, a ella solo le resta por explicar porqué entonces la mayoría
de las investigaciones demoscópicas que nos presenta para demostrar su
teoría son precisamente de índole político o relacionados directamente con las
necesidades públicas, del gobierno o de la administración. Tampoco es que en
la actualidad la iniciativa privada haya renunciado a realizar sus estudios de
mercado a partir de sondeos sobre gustos y tendencias en el consumo de
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bienes y servicios. Pero el sentido común nos dice que los sondeos de Opinión
Pública propiamente dichos siguen reservados para su realización por
organismos oficiales que ofrecen el resultado de su trabajo al gobierno, a la
administración y al misma Opinión Pública a través de los medios de
información. De nada sirve ampliar el objeto de estudio si este queda
claramente fuera de los límites reales del fenómeno que queremos explicar y
conocer, esto es: la Opinión Pública.
Por otro lado, resulta bastante difícil de negar que la teoría del proceso racional
de la opinión pública tenga unas claras implicaciones sociales cuando en todos
los casos —Tarde, Dewey, Blumer, Habermas— las dinámicas sociales han
quedado perfectamente reflejadas en el nivel de la representación de las
organizaciones o asociaciones de interés. En cambio la conexión individual a la
que se refiere Neumann con la teoría del control social no es más que una
entelequia estadística sin mayores efectos prácticos para los individuos que el
de revelar la previsible evolución de su comportamiento por agregación.
Apenas no hace alguna contribución a la solución del verdadero problema de
índole práctico: la articulación del poder político.
En realidad, una particularidad que presenta el uso de estos cuatro criterios
para la evaluación de la calidad de los conceptos es que los criterios están
relacionados y coimplicados entre sí. Cuanto mejor sea el encaje de una teoría
con otras que tengan un objeto de conocimiento distinto y complementario,
mucho más amplia resultará la magnitud de los ámbitos incluidos y la
capacidad explicativa de todas ellas juntas. También resultará mejor la
contribución de cada una para el fundamento de las demás, tal y como ocurre
con las ‘teorías políticas democráticas y la del proceso racional de la opinión
pública’, lo que efectivamente deja en una clara desventaja a la teoría del
control social.
Antes de acabar su obra, Neumann reconoce que ambas teorías no son
excluyentes y que, por consiguiente, la teoría del ‘proceso racional de la
opinión pública’ a su juicio tan sólo está necesitada de demostración empírica a
pesar de su absoluta evidencia institucional y casi generalizada. Pero a la
postre, todo su esfuerzo argumentativo persigue una finalidad explícita: la de
destronar a esta teoría de su consideración como función manifiesta y relevarla
por la teoría del control social. Para ello no menos que plantea como mera
apariencia al proceso público de deliberación racional de las decisiones y como
una función real a la función latente, o sea, a la idea de que la opinión pública
ejerce una presión hacia la conformidad del individuo y nunca al revés. Esto
pude llevar a pensar que cuando Neumann busca con tanto empeño la
aquiescencia de los ‘intelectuales’ (op. cit. 1995, pp. 88, 293), más que respeto,
consideración o deferencia lo que existe en realidad es algo de prejuicio, de
justificado temor y un tanto de rechazo hacia ‘ellos’.
Conclusiones
A resultas de la larga discusión y del contraste al que somete la propia
Neumann a su teoría psicosociológica del ‘miedo al asilamiento’, nosotros
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convenimos en considerarla como una hipótesis fallida cuya eficacia explicativa
muy bien puede deberse a otras causas y variables ignoradas por ella. Estas
causas estarían operando directamente sobre los efectos medidos.
Particularmente consideramos a los medios de comunicación de masas como
verdaderos responsables de la adecuación de las opiniones a las mayoritarias
para facilitar la convivencia. Pero consideramos como causa principal a la
racionalidad.
En la conformación de las opiniones, lejos de apoyarse en un mecanismo
coactivo que opera sobre los la conciencia de los individuos, entendemos que
lo ocurre en realidad es que en semejante proceso la racionalidad desempeña
un importante papel en la acomodación de las opiniones unas a las otras, con
independencia de que estas no siempre sean o hayan sido racionales.
De este modo, el que la racionalidad acabe por extenderse a todas las partes
del cuerpo social dependerá del grado de desarrollo de las instituciones –las
propias instituciones democráticas representativas y participativas, los medios
de comunicación de masas, el sistema educativo, la cultura, el desarrollo de las
tecnologías de la información…– . En tal sentido es solo cuestión de tiempo
que las encuestas lleguen a reflejar el verdadero estado de las opiniones a
partir de su racionalidad una vez que esta deje de ser el patrimonio de elites
ilustradas como lo ha sido en etapas anteriores de la reciente historia humana.
2.
Referencias bibliográficas
Neumann, N. (1995). La espiral del silencio. Opinión pública: nuestra segunda
piel social. Barcelona: Paidós.
Habermas, J. (2011). Historia y Crítica de la opinión pública. Barcelona:
Editorial Gustavo Gili S.L.
Fromm, E. (2008). EL miedo a la libertad. Barcelona: Paidós.
King Merton, R. (1964). Teoría y estructura sociales. Méjico D.F: Fondo de
cultura económica.
Hernández, C. (2012) La imbricación masa y público: concepto para
comprender la transformación estructural de la Opinión Pública. En C. Mateos
Martín, C. Hernández, j. Herrero, S. Toledano Buendía, A. Ardébol Abreu,
Actas del IV Congreso Internacional Latina de Comunicación Social. Nº 179. La
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