HISTORIA DE UN BOLI Alejandra Argüelles Prieto Faltaban seis minutos para que el agudo sonido del timbre inundara el aula. Aunque el sol que se filtraba por las ventanas y envolvía la estancia, no resultaba agobiante. Una gota de sudor resbaló por su frente surcando el encrespado rictus de la cara para perderse entre los pliegues de su ropa. Cinco minutos. Su mano diestra se aferraba en torno a un bolígrafo de tinta azul en tanto su mano siniestra accionaba los dedos que tamborileaban rítmicamente sobre el rayado pupitre. Cuatro minutos. Inconscientemente se llevó el “bic” a la boca y mordisqueó su extremo. Tres minutos. La tensión empezaba a tornarse agobiante. Dos minutos. Golpeó la mesa con el bolígrafo mientras entornaba los ojos, como si la respuesta a esa pregunta que se le resistía estuviera en un punto indeterminado entre el techo y la desgastada pizarra. Un minuto. Volvió a mirar la hoja que tenía delante y con un suspiro se levantó de la silla entregando su examen, regresó hasta su sitio, sentía la mente en blanco mientras los nervios dejaban de atenazar sus músculos. Se colgó la mochila al hombro y desapareció por la puerta. Poco a poco consiguió sentirse mejor después de que el aire le acariciara el rostro y jugueteara con su cabello, pero fue más tarde cuando cayó en la cuenta de que su boli se había quedado olvidado sobre la mesa, pensó en ir a buscarlo, mas fue sólo un fugaz pensamiento, quizás otro bolígrafo le diera más suerte en su próximo examen, además, pensó reforzando su intención de abandonarlo, sólo es un vulgar “bic”. Esa misma tarde adquirió un “pilot azul último modelo” tal y como lo había decidido. Una mano extraña recogía del suelo un bolígrafo azul, justamente debajo de una ventana abierta en el primer piso del colegio. La mano infantil introdujo el mordisqueado objeto en un ajado bolsillo del sucio pantalón corto que lucía su dueño, éste dio media vuelta y salió de las inmediaciones del colegio. Todo se movía a su alrededor y a pesar de estar acostumbrado al continuo ajetreo, aquella barra de tinta azul encerrada en un caparazón de plástico fue consciente de la novedosa situación en la que se encontraba ya que normalmente descansaba en un estuche rodeado de lápices y otros bolígrafos. El viento le había hecho caer después de que su dueño lo olvidara sobre la fría mesa, se sintió abandonado, ¡con todo lo que habían pasado juntos!: la carta íntima que escribió a su amiga, el dibujo que regaló a su hermano pequeño, la cantidad de deberes realizados durante el curso. Quizás ya no le quería porque en el examen dejó en blanco la última pregunta ¿Qué culpa tiene él de que no estudiara lo suficiente? Ya no servía de nada preocuparse, iba a empezar una nueva vida, y con este pensamiento y el monótono movimiento que le mecía, se quedó dormido. Nunca había visto tantas faltas de ortografía seguidas, eso sin contar los numerosos tachones que aparecían diseminados emborronando el inmaculado papel. Dobló el folio y con paso inseguro salió del pequeño cuarto. Ahora el bolígrafo ocupaba un lugar importante en el dormitorio, antes se las tenía que ver con altivos rotuladores y multitud de diversos lápices de todos los colores y tamaños. Pero no podía evitar derramar una lágrima azul de tinta cuando los recuerdos afloraban en su mente, se sentía engañado, triste, defraudado, todo su mundo se había venido abajo. ¿Acaso por ser pequeño e insignificante no valía nada? Fue entonces cuando alcanzó a comprender la esencia del ser humano: aunque ellos son mucho más altos, increíblemente inteligentes y poseen la inestimable capacidad del raciocinio, están vacíos. Han desarrollado mucho el cerebro pero se han olvidado del corazón. Él nunca viajará a la luna, pero será capaz de emocionarse cuando unos dedos diminutos le abracen por primera vez para escribir a los Reyes Magos, o una tibia mano escriba una carta de amor; no construirá grandes edificios, pero su corazón será más grande que éstos porque no hay mayor grandeza que la de amar sin límite, aún cuando se es golpeado por la persona a quien se ama, tender tu mano al que cae para ayudarle a levantarse y volver a inundar su mirada de luz. Él conocía al hombre mejor que éste se conoce a sí mismo, porque a través de su cuerpo inerte se han escrito las mayores miserias y grandezas humanas. Él ha conocido el pensamiento del ser humano, sus miedos, sus temores y desgracias, ha descendido a lugares recónditos de la mente, pero también ha sido inmejorable testigo de pasiones inconfesables, de los escritos más bellos y de logros insospechados. Definitivamente el hombre esta condenado a desaparecer si es incapaz de generar unos sentimientos tan básicos, pero imprescindibles, si repudia a seres de su misma especie por razones absurdas como la clase social a la que se pertenezca, el sexo, la ideología religiosa o política. La persona y su dignidad inalienable deben de estar por encima de todo, especialmente del dinero cuya función es servir al hombre no hacerlo su esclavo, la gente trabaja para vivir dignamente en la sociedad no vive para trabajar, ¿de qué les sirve tanto dinero si no tienen tiempo de gastarlo porque tienen que ganar más? ¿Qué harán con él cuando ya no tengan nada que comprar? Se encontraba tan absorto en éstos profundos pensamientos, asomando tímidamente en el bolsillo exterior de la mochila acompañado del conocido y monótono traqueteo que producía la cartera al chocar incesantemente contra la pequeña espalda del niño, que no se percató de que su dueño había empezado a correr. Desde la otra esquina sus amigos le llamaban agitando en el aire las manos, pero en la alocada carrera el bolígrafo se fue deslizando desde el bolsillo hasta dar con su débil cuerpo, casi imperceptiblemente, en la fría acera. El viento soplaba incansable despojando al suelo del humilde abrigo que constituían las hojas muertas que a su alrededor se arremolinaban sin orden. Había llovido, las gotas se convirtieron, poco a poco, en un vestigio poco notable de la lluvia. El sol descargó implacable toda su fuerza, en un loco afán por derretir el negro asfalto que con su manto cubría uniformemente la carretera. El tiempo transcurría imperturbable, llegando el invierno y las nevadas, que con su blanco y tupido manto cubrían el suelo. El errante bolígrafo continuaba tendido sobre la calzada fría, mudo, absorto, con la tinta congelada en el interior de su cristalino cuerpo, empezando a asimilar su muerte, pues nadie le recogería debido a su apariencia sucia y desgastada. Quizá en un futuro el hombre aprenda a ver más allá del aspecto, de lo superficial y accesorio y logre al fin penetrar en lo más profundo y puro de todo lo que le rodea, entonces si podremos decir que ese pequeño paso del hombre será un gran paso para la humanidad, sólo cuando esto suceda alguien cogerá entre sus dedos el bolígrafo para iniciar un nuevo capítulo en la historia donde no haya renglones torcidos, ni incorrecciones ortográficas, ni tachones, y donde el punto final estará más lejos que nunca de ser escrito. Mientras tanto, aquel minúsculo objeto, inmerso en sus cavilaciones sentía como la tinta se le congelaba en el translúcido cuerpo, como la vida se le iba escapando poco a poco y se la llevaba el aire en cada soplo, luchaba denodadamente por seguir viviendo pero su esfuerzo era en vano, era un débil barco de papel navegando en la inmensidad del océano con la desagradable certeza de que terminaría naufragando en las poderosas aguas de su rival, sin más salida que la muerte; suspiró resignado dejando que ésta cayera sobre él al igual que la noche cae impasible sobre el día y la más profunda oscuridad sobre la luminosidad más radiante. Pasó el invierno y la nieve se fue diluyendo bajo el sol incansable, entre el blanco manto apareció un bolígrafo viejo y desaliñado. Fueron varias las personas que se agacharon a recogerlo mas al comprobar que no escribía lo tiraron de nuevo, hasta que una mañana se le acercó una mano diferente, era cálida como la de un impetuoso joven lleno de vida pero poseía la firmeza y el tacto de quien es veterano en el camino de la vida y ha visto miles de hombres nacer y morir. Cogió el malogrado “bic”, le quitó el inservible cartucho de tinta y (tras) operó diversos cambios en él. Ya no escribía sino que hacía divertidas pompas de jabón que se precipitaban al cielo y súbitamente explotaban desapareciendo, entonces el aire atravesaba de nuevo su cuerpo bañado en agua con jabón y varias burbujas de diversos tamaños rasgaban el horizonte acompañadas de las risas y aplausos de los niños que se encontraban a su alrededor. Desde entonces cada vez que una pompa de jabón surca el aire, el bolígrafo la ve desde el cielo y vuelve a sentirse vivo de nuevo.