Laia empezó a tocar el saxofón

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Laia empezó a tocar el saxofón. Estaba en un escenario muy grande, con una
gran cantidad de focos que, acusadores, apuntaban a su cabeza. Se fijó en el
público, un montón de snobs trajeados que la miraban con desprecio. De
pronto se sintió estúpida allí arriba, con sus viejos tejanos y la camisa de los
“rollings” gastada, aunque no dejó de tocar. Del saxo salía un jazz desenfadado
y actual que no parecía gustar a su aburrido público. Laia podía oír los susurros
y podía ver las miradas envenenadas que le ofrecían. Tocó más y más fuerte
para callarlos, pero sólo hacía que las críticas sonaran más y más fuerte
también. Retumbaban en sus oídos incansablemente, y sentía que ya no podía
más, ¡no lo soportaría! Cayó en el suelo y permaneció con los ojos cerrados,
víctima de sus fúnebres pensamientos, hasta que se dio cuenta que el suelo se
hundía bajo sus pies y cayó, cayó, cayó… ¡PUM! Un poco aturdida alzó los
ojos, pero no pudo ver, como esperaba, una manada de personas enfadadas
por su actuación, sino que vio su mesa de trabajo, su litera, su mochila de
clase… Ella se giró, cerró los ojos y se dispuso a dormir otra vez, aunque
desdel suelo de su habitación. Cuando ya caía en un sueño profundo, entró un
terremoto en la sala. O al menos, eso es lo primero que pensó cuando se abrió
la puerta y alguien chilló:
-¡LAIAAA! ¡¡Despierta!!
Cuando se percató de que estaba tendida en el suelo, exclamó:
-Pero, ¿qué haces en el suelo, hija?- sí, era, aunque no lo creáis, su madre¿Qué te ha pasado? Pobrecita mía, venga, cuéntale a tu madre qué te ha
ocurrido. ¿Una pesadilla, cariñín?
Laia no contestó, se la quedó mirando con expresión furibunda. Su madre
tampoco esperaba que lo hiciese, pero aún le quedaban esperanzas. Hacía ya
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dos largos meses que su hija no pronunciaba palabra, aunque no lograba
entender por qué. Una niña de catorce años NO PODÍA estar tanto tiempo sin
hablar. Tal vez algún día se despertara con ganas de conversar con ella… En
todo caso, dijo:
-Bueno, ya me lo dirás luego. Cuando quieras desayunar, baja a la cocina.
Al fin se fue. Laia no podía entender a su madre, así como su madre no la
comprendía a ella. ¡Qué manía con hacerla hablar! Y encima, la quería engañar
para que hablara, ¡como si fuera tonta! Eso de ya me lo dirás luego… seguro
que se lo había dicho el psicólogo. Otro que tal. Desde que no hablaba, Laia se
había pasado horas con él. Pero se había hecho una coraza infranqueable.
Nadie conocería sus sentimientos. Mejor así, pensó, así nadie le podría hacer
daño. Un precio justo, no se relacionaba pero no herían sus sentimientos.
Ensimismada con sus pensamientos, se dirigió al baño a lavarse la cara. El
espejo le devolvió la imagen de una joven bella, con ojos azules, pelo negro y
boca y nariz pequeñas. A Laia no le gustaba su aspecto, sólo aceptaba sus
ojos, que eran enormes y de color del mar. Su cara estaba un poco demacrada
a causa de la pesadilla. Preocupada, se aseó y pensó que tenía que terminar
con ese sueño que se repetía día tras día, y tenía la sensación de que así
seguiría, semana tras semana y año tras año. A fin de empezar bien el día, se
quitó de la cabeza esos pensamientos y bajó a desayunar. Suerte que eran
vacaciones de verano, y no tenía que ir al instituto. No encontró a su madre en
la cocina, cosa que la alegró sobremanera. Literalmente devoró un bollo de
chocolate con leche. Cuando ya estaba terminando, le llegó la voz amortiguada
de su madre:
-Doctor, yo ya no sé que hacer. ¡Los tratamientos no funcionan!
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En aquel momento presintió que la conversación podía ser interesante, así que
se deslizó cual serpiente hasta el paño de la puerta en donde se encontraba su
madre hablándole al psicólogo.
-Tranquilícese, Marta. Ya verá como hay solución. Ayer mismo leí un artículo
muy interesante sobre un doctor famoso especializado en adolescentes.
¿Tiene su hija algún objeto que le dé seguridad y del que no pueda separarse?
No sé, un peluche, una mantita…
-Ay doctor, creo que no- Laia suspiró, entre sorprendida e indignada. ¿Una
mantita? Que no era un bebé…-¡Ah, no! Espere, sí que hay algo. Ella tiene un
saxofón del que no se despega ni un momento. – Un escalofrío recorrió por la
espalda de Laia. ¿Su saxofón? Abrió los ojos desmesuradamente. No, el saxo
no… ¡era el ÚNICO medio que tenía de expresar lo que sentía! Si le hacían
algo, lo perdería todo. Su identidad, su criterio, su voz. Su madre no podía ser
tan idiota, era imposible…
-Bien, muy bien. Lo que tiene que hacer es quitárselo. – esa palabra resonó en
los oídos de Laia millones de veces. Quitárselo, quitárselo, quitárselo,
quitárselo…- así, su Laia empezará a hablar, estoy convencido.
-Oh, de acuerdo, se lo quitaré tan pronto vuelva de comprar. Muchííísimas
gracias, de verdad. Está salvando a esta familia.
La tristeza se convirtió en rabia. Encima que intentaba arruinar su vida, ¿¡su
madre dándole las gracias!!?? Laia sintió suficientes fuerzas para actuar, y de
qué manera. Se sentía víctima de un complot entre el señor metomentodopsicólogo y su madre. Laia huiría. Si le quitaban el saxo, la matarían y todavía
sentía que tenía algo pendiente que hacer. Se vistió apresuradamente, llenó la
mochila de provisiones y cosas útiles y se marchó como un soplo de viento
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ligero. No hace falta decir que cogió el saxo, claro. Vagó por la ciudad unas
cuantas horas, y en el mediodía se paró para comer. Cuando terminó se puso a
tocar el saxofón en compañía de un vagabundo que la acompañaba con un
tambor artesanal. Le dedicó una sonrisa y se marchó. No sabía a dónde iba, y
sus pasos la llevaron hasta el auditorio más grande de la ciudad. A Laia le
temblaron las piernas pero se sobrepuso a sus miedos y se coló dentro. En
aquél momento estaba actuando un pianista muy importante, y el público
estaba compuesto por snobs trajeados. Ella corrió y cuando el pianista terminó
y se retiró, trepó hasta el escenario. Los snobs susurraron enfadados e
indignados. Sin embargo Laia se puso a tocar ese jazz con el que soñaba
todas las noches, y comprendió el significado de su pesadilla. Todo ocurrió
exactamente igual que en su sueño, excepto que cuando terminó no se cayó
del escenario, sino que alzando la voz por encima de los insultos de los snobs,
gritó: ¡GRACIAS! y rompió el silencio que la hacía prisionera desde hacia dos
meses. Después, sonrió.
La ciudad pronto olvidó la historia de Laia, la saxofonista prodigiosa. Su caso y
su suicidio (se colgó en aquél escenario entre telas y decorados. Tenía una
sonrisa en la cara, y un saxofón en el suelo), fueron comentados durante
semanas, y meses. Pero un año después su historia se perdió entre las hojas
del viento y las columnatas de un viejo auditorio abandonado.
Catalana.
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