"... No se trata de juzgar con parámetros contemporáneos a... durante la primera mitad del siglo XX, cuando el derecho...

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Opinión: ¿Es menos grave el femicidio cometido por infidelidad?
Viernes, 17 de Junio de 2016 15:47
"... No se trata de juzgar con parámetros contemporáneos a los tratadistas y jueces formados
durante la primera mitad del siglo XX, cuando el derecho expresamente consagraba la
subordinación de la mujer a los dictados del marido; pero sí es necesario llamar la atención de
los legisladores, tratadistas y jueces del siglo XXI cuando, sin más, crean y aplican normas
como si vivieran en el siglo pasado..."
Por Jaime Couso / Luis Villavicencio
La Corte de Apelaciones de Ovalle acaba de validar la decisión de un tribunal de aplicar la
atenuante de haber actuado “por estímulos tan poderosos que naturalmente hayan producido
arrebato y obcecación” para rebajar la pena de un hombre que cometió un femicidio frustrado
contra una mujer tras enterarse de una infidelidad. Desde luego, debe aclararse que la
atenuante aplicada no es la infidelidad —como algunos medios han sugerido—, sino el estado
mental que podría provocar en un sujeto el hecho de enterarse de tal conducta. Así, y
siguiendo con ello una doctrina ampliamente reconocida por la dogmática penal, el menor
reproche dirigido al autor se justificaría porque este, producto del arrebato y la obcecación,
habría visto limitada su capacidad de actuar conforme al derecho como consecuencia de un
estímulo tan poderoso que a cualquier persona en su lugar también la habría afectado con
esa intensidad
, con independencia de lo reprobables que puedan
ser ético-socialmente los motivos que gatillaron ese estado mental. ¿Es correcto este
razonamiento, tratándose del estado mental provocado por la noticia de la infidelidad de la
pareja? Y, para responder esa pregunta, ¿deben ignorarse por completo las consideraciones
de género?
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En primer lugar, es necesario aclarar que no es correcto decidir el grado de
reprochabilidad de una persona individual en atención a lo que más conviene para las
políticas de género, como las que buscan combatir la violencia femicida. Los tribunales
hacen bien, entonces, en dejar de lado esta consideración y decidir el caso conforme al tipo de
impacto psíquico sufrido por el sujeto en la situación dada. Sin embargo, lo cierto es que la
atenuante solo toma en cuenta, a favor del autor, el arrebato y obcecación que ha
experimentado, en la medida que hayan sido un efecto “natural” del estímulo, es decir, algo que
“a cualquiera le pasaría”. Y si bien esto pareciera ser una cuestión empírica, en la práctica
judicial no se trata de ese modo, sino necesariamente como un juicio valorativo, culturalmente
condicionado acerca de si ese tipo de reacción es una conducta normalmente esperable o no
en los varones chilenos. Y es entonces donde la perspectiva de género está llamada a iluminar
la cuestión.
Como ha destacado Frances Olsen nuestro pensamiento se ha estructurado en dualismos:
racional/irracional, activo/pasivo, razón/emoción, abstracto/concreto, universal/particular. Esos
dualismos tienen, además, tres características relevantes: la sexualización, es decir, una mitad
de cada dualismo se considera masculina y la otra femenina; segundo, la jerarquización, esto
es, los términos de los dualismos no son equivalentes, sino que constituyen una jerarquía que
implica que en cada par el término identificado como “masculino” es considerado superior,
mientras que el otro —el “femenino”— es considerado negativo o inferior; y, tercero, el derecho
se identifica con el lado “masculino” de los dualismos.
Puesto que el derecho “es y piensa como un varón”, no nos debe llamar la atención que
naturalice institucionalmente a través de sus reglas y prácticas estereotipos que
discriminan a las mujeres. No es correcto suponer, sin más, que los celos o el
descubrimiento de una infidelidad pueda provocar “naturalmente” un nivel de arrebato y
obcecación que puede llevar a intentar un asesinato. La única forma de comprender esa
aproximación es dar por sentada la cosificación de la mujer como un objeto que se posee
sexualmente por el hombre. Entendida la mujer como una propiedad sobre la que se ejercen
ciertas potestades, tiene lógica considerar que un hombre pueda sentirse en extremo vulnerado
cuando se entera que otro ha “ocupado ilegítimamente” aquello que le es propio. Y ello solo es
posible en una sociedad en la que, gracias a los estereotipos de género naturalizados e
institucionalizados por la práctica jurídica, se asume irreflexivamente como racional lo que es
irracional.
Esos estereotipos han tenido clara expresión en el derecho chileno hasta bien avanzado
el siglo XX. Originalmente, el Código Penal eximía de responsabilidad penal al marido
que daba muerte a su mujer —y al amante de esta— tras sorprenderla infraganti en
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adulterio; la regla no regía ciertamente para la mujer que daba muerte al marido en
circunstancias semejantes. El propio delito de adulterio, recién derogado en 1994, se
castigaba solo respecto de la mujer, no así respecto del marido (a quien solo se sancionaba, y
con mucho menor pena, en caso de tener “manceba” dentro de la casa conyugal, o fuera de
ella “con escándalo”).
El derecho civil, por su parte, privaba a la mujer adúltera de la tuición de sus hijos, sin que algo
similar rigiera para el marido. En ese contexto, no es de extrañar que, tras la derogación de la
exención de responsabilidad penal del marido por el homicidio de la mujer adúltera, pareciese
“natural” a la cultura jurídico-penal chilena que por lo menos se atenuase su responsabilidad
penal si ese hecho le causaba arrebato y obcecación. En efecto, la doctrina penal tradicional,
aplicada por los jueces del caso de Ovalle, entiende que la noticia de un adulterio es un caso
paradigmático de estímulo que naturalmente puede llevar, bajo arrebato y obcecación, a
agredir e incluso matar a una mujer.
No se trata de juzgar con parámetros contemporáneos a los tratadistas y jueces formados
durante la primera mitad del siglo XX, cuando el derecho expresamente consagraba la
subordinación de la mujer a los dictados del marido; pero sí es necesario llamar la atención de
los legisladores, tratadistas y jueces del siglo XXI cuando, sin más, crean y aplican normas
como si vivieran en el siglo pasado.
La importante transformación experimentada por nuestro derecho y nuestra cultura hace
incomprensible que siga considerándose la infidelidad de la pareja como un ejemplo de
estímulo que “naturalmente” produce arrebato y obcecación de tal intensidad que pueda llevar
a intentar un asesinato. Esa reacción ya no es esperable del “hombre medio” y merece un
reproche penal pleno, a menos que sirva como atenuante la circunstancia de que el autor,
debido a un grave defecto de personalidad, haya estado “parcialmente privado de razón”, lo
que equivale a tratar la reacción violenta como lo contrario de algo “natural”, prácticamente
como una patología. La atenuante de arrebato y obcecación, en cambio, solo tiene sentido para
casos que deben juzgarse de forma más comprensiva, pues “cualquiera podría reaccionar así”,
como el paradigmático ejemplo de quien, acabando de presenciar un acto de extrema crueldad
contra una persona vulnerable, cometido por un tercero, por indignada compasión reacciona
violentamente en contra de este. En cambio, la violencia femicida del varón ofendido por la
infidelidad de la mujer, fuere por orgullo machista o por autocompasión narcisista, ya no puede
ser motivo para una consideración más comprensiva del infractor.
* Jaime Couso Salas es profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales y
Luis Villavicencio Miranda es profesor de la Escuela de Derecho de la U. de Valparaíso.
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