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Secuelas del conflicto interno en las relaciones laborales
Por: Luz Marina Restrepo U (*)
“La clave consiste en bosquejar los rasgos de ese ciudadano autónomo,
no dando por bueno cualquier modelo de ciudadanía”
Adela Cortina
Llevamos más de cincuenta años en una guerra fratricida y apenas empezamos a vislumbrar que el otro
merece todo nuestro respeto como interlocutor, para lograr acuerdos que pongan fin al conflicto. Sin embargo,
eso que parece tan del sentido común, es lo más difícil de aceptar, cuando de por medio están pasiones
humanas como el odio, la envidia, el resentimiento, el miedo y un largo etcétera que hacen invivible el espacio
laboral, familiar o social.
Haber nacido y vivir en medio de una guerra ha implicado en muchos casos patrones de conducta que solo
ven en el otro un enemigo. Y como en la “guerra todo se vale”, cualquier acción es considerada válida para
aniquilar al enemigo. Por esta vía el país ha asistido a masacres, desplazamiento forzado, asesinatos, falsos
positivos, desapariciones…
Pero la destrucción del otro no solo ocurre matando; en otros escenarios como los laborales, se cruzan
dinámicas que buscan por distintos medios la supresión del diferente. En estos casos se configuran
conductas, que ya sea individual o grupal, tienen el mismo objetivo: desterrar del puesto de trabajo al que
resulta incómodo; de esta manera empieza un juego de perseguidores y perseguidos que solo acaba cuando
una de las partes sale vencida, ya sea por despido, renuncia o traslado.
Más allá de las acusaciones mutuas con razón o sin razón, lo que está en el fondo de estas situaciones es
una precaria formación en valores, que primero en la familia y luego en la escuela le plantearon a los
individuos premisas como “el vivo vive del bobo” o “a papaya puesta papaya partida“. Sin embargo, a la par
surgieron otras apuestas como: “No le hagas al otro lo que no quisieras que te hicieran a ti” o aquella otra “lo
cortés no quita lo valiente”, en las cuales puede leerse un asunto de cambio de actitud frente al otro como un
semejante con igualdad de derechos y deberes más allá del miedo, el fraude o la trampa.
Como sostiene Adela Cortina en relación con la ética del discurso que preconiza el fortalecimiento de
comunidades de comunicación, es preciso recordar que la educación empieza por sentirse miembro de
comunidades: familiar, religiosa, grupo de edad; pero también miembro de una comunidad política, en la que
el sujeto niño ha de sentirse acogido desde el comienzo. Es allí donde los humanos aprenden el oficio de
ciudadanía, su capacidad de dialogar con el otro que es diferente a él.
En los primeros años de vida el hombre aprende algunas cuestiones primordiales para su existencia: el
respeto, la libertad con responsabilidad, el valor de la palabra. Allí también se aprende a ser parte de una
comunidad y de una nación, para luego ejercer como ciudadano, porque, según plantea Cortina: la
participación en la comunidad destruye la indolencia, al tiempo que la consideración del bien común alimenta
el altruismo y el obrar con justicia.
De esta manera, los sujetos se humanizan a partir del reconocimiento que hacen del otro en sus semejanzas
y desemejanzas, donde la palabra empieza su trasegar como parte del encuentro que lleva implícito el acto
comunicativo, donde cada quien pone lo mejor de sí para ir un poco más allá del diálogo inicial, en la
construcción de identidades particulares y colectivas.
Hacerse ciudadano es un reto: desde el ámbito personal porque ello implica que el sujeto elige ciertas
conductas en detrimento de otras; y desde una óptica más universal, porque el individuo acoge el criterio de
autonomía, donde el ciudadano no es vasallo, ni súbdito, tiene conciencia de derechos que deben ser
respetados, y lo acompaña un sentimiento de vínculo con sus semejantes, con quienes comparte proyectos
comunes de manera responsable, que lo llevan a trasformar de forma positiva su entorno.
Al centro del debate en la formación de ciudadanos está la dignidad humana, porque como sostiene Kant el
hombre es un fin en sí mismo, no un medio para uso de otros y por lo tanto merece un trato especial y digno.
De ahí que la dignidad es una condición inherente a todas las personas sin distingos de raza, género, filiación
política o religiosa; la misma que tantas veces ha salido derrotada en las guerras cuando los sujetos se han
convertido en depredadores de su propia especie, la misma que es pisoteada en otros escenarios como los
laborales por cuenta del odio, la codicia y las ansias de poder que desconoce los mínimos acuerdos posibles
para una convivencia pacífica.
Más allá de la lógica amigo-enemigo
Si no se trata de vencedores ni vencidos, ¿entonces de qué se trata? El poeta lo ilustró bien cuando dijo: “ojo
por ojo y el mundo quedará ciego”. Cuando hacemos al otro objeto de nuestras más ruines pasiones, le
constreñimos su libertad, lo macartizamos, lo aislamos, lo estamos poniendo en la lógica del enemigo al que
hay que destruir. Estamos reproduciendo la realidad social pero no estamos transformando la misma, llevando
un conflicto, degradado por la confusión entre fines y medios, a nuevos escenarios donde si es posible lograr
acuerdos que trascienden la lógica del enemigo al que hay qué destruir, así de paso se acabe con la
institucionalidad que nos alberga.
Es justo aquí donde las palabras del rector Mauricio Alviar cobran vigencia: “la universidad más que reproducir
la realidad social tiene que propender por transformarla”, creando nuevos escenarios que hagan posible el
encuentro de los ciudadanos llámense estudiantes, empleados, profesores, trabajadores, directivos,
egresados. Más allá de estamentos universitarios desarticulados, lo que está en juego es uno de los proyectos
de educación superior más significativos del departamento y el país.
Desde las aulas de clase, las oficinas y los escenarios artísticos, culturales y deportivos es necesario gestar
una nueva dinámica donde se integren los distintos saberes: el académico, el administrativo, el cultural…
donde cada quien aporta su gramo de humanidad para encontrar la mejor salida a los conflictos que se
pueden suscitar en los distintos ámbitos de la vida universitaria, desde la perspectiva que reconoce al conflicto
como algo connatural al ser humano y por lo mismo, lo hace avanzar en la búsqueda de soluciones, donde se
impone una actitud dialógica en la construcción de ciudadanía.
Cuando lo que impera es la lógica amigo enemigo, lo que se produce es un retroceso en las condiciones de
dignidad en las cuales ejercen sus labores los humanos. De esta manera se puede observar que las personas
están bajas de ánimo vital, no se encuentran integradas en la comunidad en que viven, no saben cómo ser
felices, como disfrutar, no tienen internalizada la convicción de que actuando ajustados a la norma, al buen
decir y al buen vivir se puede laborar y producir académicamente.
En esta perspectiva, el ejercicio de la ciudadanía pasa por reconocerse como parte de la comunidad
universitaria, para algunos desde su función de servidores públicos y para otros como profesores, estudiantes,
egresados, cada uno tiene unos deberes que acatar y unos derechos que deben ser respetados, amparados
por la Constitución y las leyes que los rige como integrantes de la nación colombiana.
La situación se complejiza cuando se plantea que cada sujeto es libre de elegir tal o cual comportamiento y
asumir las consecuencias que se derivan de sus actos de manera responsable. Es de humanos equivocarse,
pero es inhumano convertir al otro en objeto de nuestros más enconados odios; por eso lo que plantea Cortina
acerca de que las normas no están para indicarnos qué hacer para ser feliz, sino cómo hay que obrar para ser
justo, es la situación que lleva al sujeto más allá del placer o bienestar individual.
Ética dialógica y solidaridad
Para Adela Cortina el modo de juzgar acerca de lo justo o lo injusto pasa por “ponerse en el lugar del otro”,
que hace posible la superación de la subjetividad en beneficio de la humanización de los sujetos, porque
como ella misma sostiene, siguiendo a Kant: “cualquier hombre es un fin en sí mismo que no puede ser
tratado como un simple medio sin que renuncie a su humanidad quien así lo trata”.
Quien deshumaniza se deshumaniza, quien persigue termina por ser perseguido… Sin embargo, trascender
esta lógica destructora supone a un sujeto capaz de darse sus propias leyes en tanto persona que acoge
además lo más valioso de su comunidad, donde ellos se reconocen y son reconocidos como ciudadanos,
dotados de competencia comunicativa para ir más allá del discurso oficial y proponer nuevas miradas y formas
de trascender la realidad.
En este sentido, Cortina sostiene que una persona de “alta moral” sabe distinguir entre normas comunitarias
convencionales y principios universales, que le permiten criticar incluso las normas comunitarias. Esto
demanda en los ciudadanos capacidad autocrítica e independencia de criterio; lo que más arriba se decía, los
sujetos no son vasallos ni súbditos, porque como dice Cortina citando a Habermas “solo pueden pretender
validez las normas que encuentran –o podrían encontrar- aceptación por parte de todos los afectados, como
participantes en un discurso”.
La pretensión de validez que tiene la norma pasa porque los individuos racionales no están cerrados sobre sí
mismos, sino que cada persona es lugar de encuentro, de su peculiar idiosincrasia y de la universalidad,
constituyéndose en un nudo de articulación entre subjetividad e inter-subjetividad. La propuesta que acoge
Cortina es el diálogo que se establece entre todos los afectados por la norma, ya que ella solo se tendrá por
correcta cuando todos – y no los más poderosos, o la mayoría- la aceptan porque les parece que satisfacen
intereses universalizables.
Cortina apela a la racionalidad comunicativa de los sujetos que pueden entablar diálogos que van más allá de
fines estratégicos, de anulación del contrario en beneficio de intereses particulares, en procura de un
interlocutor como una persona con quien resulta agradable entenderse para intentar satisfacer intereses
universalizables. De esta manera, la persona no es un instrumento para unos fines estratégicos, sino que se
le respeta como persona, que es en sí misma valiosa, más allá del terror que se orquesta desde el poder con
sus secuelas de corrupción, gamonalismo y burocracia.
La persona con altura humana asume una actitud dialógica, que significa reconocer a las demás personas
como interlocutores, con derecho a expresar sus intereses y a defenderlos con argumentos, pero también, a
expresar sus intereses y exponer sus argumentos; no cree tener toda la verdad, por lo cual el interlocutor es
un sujeto al que hay que convencer mas no intimidar; y por último, está interesado por encontrar la solución
correcta y entenderse con su interlocutor, lo que no significa lograr un acuerdo total, sino descubrir lo que ya
tienen en común.
Quien asume esta actitud dialógica está reconociendo que toma en serio la autonomía de las demás
personas, incluida la suya propia, porque le importa atender por igual los derechos e intereses de todos, y
esto lo hace desde la solidaridad de quien se sabe humano y por eso nada de lo humano le puede resultar
ajeno. En tal sentido, es necesario reconocer que cada quien llevará al diálogo sus convicciones y el respeto
a todos sus posibles interlocutores, con quienes puede intentar establecer acuerdos en las relaciones
laborales fundamentados en la ética, para contribuir como universitarios en la construcción de ciudadanía.
Notas:
CORTINA, Adela. Educación en valores y responsabilidad cívica. Bogotá: Ed. El Buho. 2002. 152 p.
(*) Filósofa, Periodista y Especialista en Comunicación Organizacional
Asistente y Comunicadora Programa de Egresados
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