Dignidad Humana: la última frontera A diario aparecen en los medios, todo tipo de atentados contra la vida. Su frecuencia y variedad han logrado “anestesiar” la conciencia de un hecho tan grave, como es este. Sin embargo, algunas veces aparecen muertes que nos despiertan de ese letargo, como un sacudón a la conciencia. Tal es el caso de Brittany Maynard, de 29 años, quien padece de un cáncer cerebral y que decidió poner fin a su vida el primero de noviembre de este año, consumiendo unas pastillas que le ha recetado su médico. El hecho ha tomado trascendencia por un video que se viralizó y que han visto millones de personas. Ante el estado público que ha tomado su historia, conviene hacer algunas consideraciones sobre el caso. En primer lugar debemos solidarizarnos con el dolor físico y espiritual con una persona que ha llegado al final de su vida. Reducir la polémica que ha querido generar en la opinión pública su situación, a “estar a favor” o “estar en contra”, tiene poco de respeto por el drama que ella vive y reduce todo a un simplismo infantil. ¿Quién puede arrogarse el derecho a condenar a quien su suerte ya ha condenado al dolor y a la soledad? Sin embargo, acompañarla y comprenderla no significa aprobar o dar apoyo a una decisión gravemente errónea, que además se propone con intención de servir de ejemplo, lo cual hace que ese suicidio adquiera una mayor gravedad (Catic 2282). Es verdad que trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida, pero eso no basta para justificarlo, solo nos acerca con mayor precisión a la complejidad de la problemática en cuestión. Nadie está obligado a sufrir innecesariamente. Este principio consagrado por la praxis médica actual, ha generado una especialidad propia, llamada “terapia del dolor” que garantiza a la persona, no tener que padecer dolor. Tampoco se debe confundir el caso con la suspensión de tratamientos desproporcionados (aquellos que ya no causan los efectos deseados en el paciente) o extraordinarios (los que son gravosos para el paciente y solo logran una prolongación precaria y penosa de su vida). El caso de la señora Maynard, es muy distinto: es decidir causar la propia muerte con conciencia y ponerlo en los medios como elemento de presión sobre la opinión pública. Freud propone el instinto de auto-conservación como uno de los instintos básico de la persona, de modo tal que anularlo supone una forma de desequilibrio serio, (todo psicólogo, sabe muy bien la gravedad que implica el suicidio de un paciente). La Iglesia, en su Catecismo, entiende que la percepción que el suicida tiene de la realidad -y consecuentemente su responsabilidad- puede verse disminuida (Catic 2282) y reza por ellos (Catic 2283), pero esto no quiere decir que se deba sufragar éste tipo de conductas autodestructivas. Un párrafo aparte merece la extraña conducta de millones de usuarios, que consumen por internet, a un click de distancia, el drama de una joven mujer en su etapa final y que curiosean en la intimidad su vida, dolorosamente expuesta a la opinión pública. En la película “el árbol de los suecos” una familia acusada de robo es expulsada de una comunidad y avergonzados salen de noche. Inexplicablemente, todos se asoman por las ventanas sin ninguna piedad, viendo el espectáculo. Sin embargo una persona -quizás la única que respetó la última frontera de la dignidad humana- llama a sus hijos al interior y cierra la ventana, no por indiferencia sino para no agregar aflicciones al afligido y respetarlos en la dignidad de su dolor…. Padre Rubén Revello Director del Instituto de Bioética Facultad de Ciencias Médicas UCA