“Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella” (Mt 10,12) Homilía en la Misa de la vida consagrada Catedral de Mar del Plata, sábado 7 de septiembre de 2013 Queridos religiosos y religiosas, Miembros de la vida consagrada: I. Consagrados al servicio del Reino Como todos los años, en torno a la fecha de la natividad de la Virgen María, celebramos el día de la vida consagrada. La Eucaristía es la forma suprema de nuestra celebración. Aquí estamos ante la fuente del sentido de todo cuanto hacemos en la Iglesia. Es la escuela que nos educa, el manantial donde abrevamos nuestra sed, el alimento que repara nuestras fuerzas, el impulso a la tarea misionera. En la Eucaristía se abren nuestros ojos para reconocer a Cristo, para entender la vida a la luz de su misterio pascual. Cada santa Misa nos invita a interpretar la existencia como peregrinación hacia lo definitivo, y por tanto, a relativizar lo transitorio. Pero lejos de volvernos indolentes ante el drama de nuestra historia, nos llena de motivación para empeñarnos en transparentar en las realidades temporales la luz de la eternidad. La Eucaristía nos habla de aquel que, aun siendo el glorioso Hijo del hombre, “no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Mc 10,45). El camino de Cristo, Servidor de Dios y de los hombres, ha de ser también el camino de todo bautizado. El servicio es la forma de la existencia cristiana, y es la expresión de la caridad. Algunos miembros de la Iglesia, cuerpo de Cristo, son llamados por él, a través de la voz interior del Espíritu Santo, en orden a radicalizar el compromiso bautismal, dando a sus vidas la forma de una consagración exclusiva a Cristo y a los valores del Reino de Dios. El papa Juan Pablo II, a quien pronto la Iglesia proclamará como santo, decía en la exhortación Vita consecrata: “La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la profesión de los consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús —virgen, pobre y obediente— tienen una típica y permanente « visibilidad » en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo” (VC 1). Ustedes, hermanos y hermanas, son miembros de diversas familias espirituales, antiguas y recientes, y viven su consagración en distintos ámbitos y según estilos específicamente diferentes. Son expresión de la acción multiforme del Espíritu Creador que hace crecer el cuerpo eclesial de Cristo con la diversidad enriquecedora de sus carismas. No olvidamos a la vida contemplativa que desde la distancia se asocia. En su conjunto, tienen en común la vocación profética, mediante la cual el Reino es anunciado no sólo a través de las palabras, sino principalmente por el compromiso de una vida donde los votos asumidos obligan a los hombres a pensar. Como Obispo de esta diócesis de Mar del Plata, hoy deseo reconocer este “don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu”. Quiero comunicarles mi alegría por la riqueza espiritual que ustedes aportan a nuestra Iglesia particular y por el testimonio elocuente de sus vidas en medio de nosotros. ¡Cómo no agradecerles al ver los frutos de su actividad silenciosa y cotidiana! La fecundidad de sus vidas no se deja medir según criterios humanos, pues según enseña Jesús: “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha” (Mc 26-29). “Sin que el hombre sepa cómo”. Aquí está la clave. Renunciamos a la pretensión de ocupar el lugar de Dios. Somos instrumentos de su gracia. Lo cierto es que por caminos que él sabe, nuestra vida es fecunda. Pero si ustedes son expresión de la gran diversidad de la gracia santificadora del Espíritu de Cristo, es bueno que hoy expresen la necesaria unidad dentro del cuerpo de la Iglesia, en torno al Obispo, garante de la comunión. Sé que cuento con ustedes, y puedo siempre percibir el deseo de unidad que los anima. Por eso, hoy estoy aquí presidiendo esta Eucaristía, que sella nuestro común afecto y reconocimiento. II. María, la perfecta consagrada La Virgen María, madre y modelo de la Iglesia, espejo de la santidad cristiana, es un punto de referencia obligado en la vida de todo bautizado, más aún en el compromiso de la vida consagrada. Como enseñaba Juan Pablo II en el citado documento: “María es aquella que, desde su concepción inmaculada, refleja más perfectamente la belleza divina. «Toda hermosa» es el título con el que la Iglesia la invoca. «La relación que todo fiel, como consecuencia de su unión con Cristo, mantiene con María Santísima queda aún más acentuada en la vida de las personas consagradas [...] En todos (los Institutos de vida consagrada) existe la convicción de que la presencia de María tiene una importancia fundamental tanto para la vida espiritual de cada alma consagrada, como para la consistencia, la unidad y el progreso de toda la comunidad»” (VC 28). Ella es “ejemplo sublime de perfecta consagración”, que “recuerda a los consagrados la primacía de la iniciativa de Dios”. Ella es “modelo de acogida de la gracia por parte de la criatura humana”. “Cercana a Cristo, junto con José, en la vida oculta de Nazaret, presente al lado del Hijo en los momentos cruciales de su vida pública, la Virgen es maestra de seguimiento incondicional y de servicio asiduo”. Ella es la virgen pobre, que vivió en la pobreza y es modelo de la verdadera pobreza según el Evangelio, y ejemplo de amor a los pobres. La persona consagrada encuentra 2 en la Virgen “aquel amor que permite ofrecer cada día la vida por Cristo, cooperando con Él en la salvación del mundo” (VC 28). III. Sembradores de paz Los miembros de la vida consagrada son instrumentos del Reino de Cristo, Rey de la paz. Anunciar y sembrar el Evangelio con el ejemplo y la palabra es anunciar y sembrar la paz, pues Cristo es el Evangelio y “Él es nuestra paz” (Ef 2,14). Hemos conocido en estos días imágenes de atroz crueldad que han llegado de la guerra interna en Siria, y que nos llevan a tomar conciencia de la presencia del mal y del Maligno en este mundo. A la Madre de Jesús la llamamos con razón Reina y Madre de la paz, pues Cristo es nuestra paz y ella estuvo siempre íntimamente asociada a vida y a su obra redentora. Junto con ella pedimos al Padre de las misericordias por el don inestimable de la paz, según las intenciones del Santo Padre Francisco, en esta jornada de oración y de ayuno por la paz. Que ella disipe la perspectiva sombría de la guerra en Siria y Medio Oriente y nos obtenga este don inestimable. ¿Qué podemos hacer nosotros? ¿Qué pueden hacer ustedes los consagrados y consagradas? Ante todo, en cuanto miembros del Pueblo de Dios, unirnos al Santo Padre y a toda la Iglesia recibiendo y practicando la consigna indicada: ayunar y orar. Este programa tiene una dimensión personal y otra comunitaria. Bien conocemos por la Sagrada Escritura y por toda la tradición espiritual de la Iglesia el valor del ayuno para purificar el corazón y experimentar el socorro de la misericordia divina. Se trata de un signo de profundo significado. Expresa humildad y va acompañado de súplica confiada. Por este motivo, este año nos abstendremos del tradicional ágape que prolongaba en clima fraterno la celebración eucarística. Quiera el Señor aceptar nuestro gesto y que la paz reine en nuestra tierra. + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3