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El concepto del ‘buen vivir’, algunos comentarios a Quinto Regazzoni
Vea: El anuncio del Reino y la ‘vida buena’ (Sumak Kawsay) en revista Umbrales.
Jos Demon, Red ETC, OCLACC, Quito, 4-10-09.
Estimado Quinto,
Gracias por tu contribución que se centra en el concepto kichwa (y kechwa) de
Sumak Kawsay (o: Kausay), y su relación con la fe cristiana y la renovación de la
sociedad. Estoy muy de acuerdo con la propuesta principal de tu ensayo, que habrá
que repensar el concepto de ‘progreso’, y este otro tan relacionado, que no
mencionas, el de ‘desarrollo’, para las naciones del tercer mundo, y en particular para
nuestro continente América Latina.
La noción del progreso o del desarrollo
Es evidente que los representantes del mismo primer mundo -entiendo aquí a
Estados Unidos, Europa, pero también Japón, y los nuevos tigres asiáticos, como
Korea del Sur, Taiwan- necesitan reinventar sus conceptos de progreso y desarrollo.
Si consideramos que el habitante promedio de los Estados está consumiendo cuatro
veces de los recursos mundiales, cuando dividido equitativamente solo le corresponde
uno, y una gran mayoría de pobres ni alcanzan un ingreso de un dólar por día, es decir
ni un decima parte del uno, ya sabemos dónde estamos parados.
Este modelo de desarrollo no sirve para nuestro planeta. No sirve para la mayoría de
los pobres y no sirve para los recursos naturales que se están agotando con una
velocidad impresionante, sobre todo en nuestros países pobres, hecho que podemos
comprobar en Brasil, en México en Ecuador, en cualquier país donde estamos
viviendo. En este sentido el modelo propuesto por los países del primer mundo del
‘crecimiento’, del ‘progreso y del desarrollo’ a su estilo, no sirve para nuestro planeta y
sobre todo, no sirve para nuestros países, caracterizados, en deficiente definición,
como los del ‘Tercer Mundo’.
Las actuales crisis –la financiera, pero aún más la alimentaria y la inminente catástrofe
energética y ecológica- son signos evidentes del agotamiento del concepto del
progreso y del desarrollo como fueron concebidos y siguen siendo propuestos por los
países ricos. Hay personas en el primer mundo que están muy conscientes de estos
fenómenos; tú mencionas algunos en tu artículo como Boaventura de Sousa Santos y
Arne Dekke Naess, y se puede sumar muchas personas pensantes más. De hecho
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Estados Unidos y Europa son, paradójicamente, también la cuña del movimiento
ecologista, y es donde más fuerza tiene y donde más conciencia se ha alcanzado
sobre el tema. Estos grupos son muy conscientes y activistas, y muy importantes
aliados para impulsar un desarrollo como lo propones en tu artículo.
El cambio de orientaciones, sin embargo, no viene de estos países que consideran
que ya se encuentren tan ‘desarrollados’. Por mala suerte la mayoría de estas
poblaciones no estriba a ningún cambio de la actual situación, sino a una prolongación
de sus actuales privilegios de bienestar, y del actual ‘progreso’ como fue concebido
desde el primer mundo, obedeciendo a una antigua ley que nos advierte que nunca
hubo verdaderos cambios sociales por parte de las poblaciones privilegiadas.
Los cambios tendrán que venir desde los países ‘menos desarrollados’ y pobres, los
cambios necesitan ser inventados y aplicados en nuestro continente de América
Latina, continente en que la mayoría de los países ha obtenido un importante
crecimiento en su producto económico bruto, pero donde los regímenes políticos de
facto, dominados por las elites de antaño, han sido incapaces de dividir la riqueza y
donde, por consecuencia, cabe señalar un fenomenal brecha entre los más ricos y la
gran mayoría de pobres. Ahora, aquí tengo algunos comentarios críticos con que
espero aportar al desafío del sumak kawsay que enfocas en tu ensayo.
Aterrizar en la realidad de nuestro continente
Primero me interesaría subrayar que en nuestros países la pobreza es el
enemigo más grande de la naturaleza, algo particularmente desafiante para nosotros
cristianos que necesitamos estar al lado de los pobres, cuando también nos debemos
preocupar por la naturaleza. Se necesitan muy pocos ejemplos para ilustrar la actual
contradicción –si hablamos en buenos, aunque ya anticuados términos, ilustrados y
racionales, hegelianos y marxistas, del necesario desarrollo de la historia- entre
pobreza y naturaleza en el tercer mundo. Enfatizo ‘en el tercer mundo’, porque los
países ricos si pueden destinar, y si han destinado recursos a la protección de la
naturaleza, como pude comprobar en un país como Holanda –de que soy originario-,
el país de más densidad poblacional en el mundo, donde, justamente, se ha ampliado
la superficie destinada a la naturaleza esta última década. El dilema del continente
latinoamericana es que los pobres están destruyendo el medio ambiente, por la
evidente razón que es lo único que todavía les proporciona algo para comer.
Los pobres, indígenas y colonos mestizos, de la provincia de Esmeraldas –donde se
está acabando con unas de las pocas selvas de la costa que quedan en América
Latina para reemplazarla por gigantescas plantaciones de palma de aceite- y de la
Amazonía, en Ecuador, están talando bosques con gran velocidad, porque es el único
ingreso que logran obtener en sus actuales condiciones de pobreza. Las dos mil
familias de pescadores en la reserva única de naturaleza de los Galápagos, que tiene
gran vocación turística, obtuvieron casi plena concesión para recoger los pepinos de
mar –que están en la base de la cadena alimenticia del ecosistema- y de matar a todo
tipo de tiburón para cortarles tan sola las aletas, aletas que tienen alto rendimiento de
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venta por su uso en la elaboración de productos afrodisiacos y de comidas exquisitas
de la Asia (los mismos gustos en la Asia están eliminando a los tigres y los elefantes).
Los gobiernos del coronel oportunista Lucio Gutiérrez y el actual gobierno de Rafael
Correa les concedieron estas actividades por temor de perder su cuota política entre la
población que reside en las islas; cuando es probable que los daños a la reserva serán
irremediables. Los mismos indígenas kichwa de la sierra, de quienes se prestó el
término sumak kawsay (en concreto el movimiento indígena en el Ecuador, la
CONAIE), invaden los cerros, con que destruyen los bosques y la misma esponja de
aguas nativa de los páramos, y con ellos toda la flora y fauna que representan. Pero
los indígenas campesinos no tienen otra opción por el crecimiento de su población en
que cada hijo e hija hereda un pedazo del pequeño minifundio -en las peores tierras
encima de 2000 hasta 4000 metros de altura -porque los mejores abajo siguen
perteneciendo a los latifundistas- que sus padres tal vez pudiesen haber comprado
unos treinta hasta diez años atrás, a consecuencia de una malograda reforma agraria.
Cada año se están extinguiendo numerosas especies de fauna y de flora en el
Ecuador; para tan solo mencionar los más llamativos: ya se extinguió el armadillo más
grande y cantidad de aves rapaces y es muy probable que se extingan especies como
el puma, el tigrillo y el oso de espectáculos, características de la impresionante
diversidad natural de un país como Ecuador. Un paisaje, en verdad, de grandes
posibilidades turísticas, pero hay tan solo una pequeña minoría que está consciente de
ello y, de verdad, la defiende. Estas funestas realidades se podrán multiplicar, por
ejemplo, con la actitud ambivalente de los pueblos indígenas amazónicos en Ecuador,
pueblos que están divididos entre familias que aceptan ciertos beneficios de la
presencia de las empresas petroleras y otras que están en contra, en una evidente
alianza con los movimientos ecologistas del primer mundo.
Esto nos recuerda del carácter ideal de un concepto como sumak kawsay, cuyo
contenido ha sido influenciado y elaborado, principalmente, por la cooperación
internacional y el movimiento ecologista, antes que por el propio movimiento indígena.
Los indígenas han sido proclamados como defensores de la naturaleza porque esta
imagen suele ser muy llamativa y convincente, tanto para los indígenas como para el
público que se preocupa por la ecología, y que financia su protección, en el occidente.
Pero esta bonita imagen no siempre corresponde a la realidad que estamos viviendo.
La misma pobreza obliga a los pobres, y allí caben la gran mayoría de indígenas, en
destruir la naturaleza, cuyos recursos son como siempre, y cada vez más, apetecidos
por el capitalismo.
Buscar soluciones realistas de política económica y social
El desafío entonces reside en cómo podemos difundir una -eso sí- tan valiosa
imagen como el sumak kawsay, entendido como la necesaria simbiosis y convivencia
del ser humano con la naturaleza, entre una población necesitada que tan solo se
puede preocupar –y nadie que está con mejores condiciones de vida puede
reclamarles al respecto- de su inmediata sobrevivencia. Recordamos que hay otras
imágenes de esta ideal de simbiosis y convivencia, como la ‘de la Tierra sin Mal’ de los
indígenas Guarani, y otras, también bíblicas, como ella de la ‘integridad de la creación’
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más difundido entre la población europea, del arco iris y el arco de Noah, relatos al
mismo tiempo mitológicos y utópicos –o en lenguaje bíblico, escatológicos. Todos
estos relatos y símbolos sirven, siempre y cuando que nos recordamos de que si
hablamos del rescate en este barco de la creación, siguen existiendo pasajeros de la
primera, segunda y de la tercera clase, con ubicaciones y espacios bien diferentes,
como nos supo recalcar Gustavo Gutiérrez. Propongo que asentemos estos ideales
con pies en la tierra, pensando en cómo promover la necesaria alianza entre los
pobres y la naturaleza, que sí creo, representa el principal desafío de nuestro siglo. De
esta alianza no pueden ser excluidas las clases medias pensantes que han ocupado
un importante papel en la mejora de la democracia después de los tiempos de la
dictadura. Y en esta estrategia debería ocupar un importante papel el concepto de la
sociedad civil, o su casi sinónima de la ciudadanía. Pero no creo que esto sea
suficiente. Hoy en día necesitamos hablar del necesario papel del estado en la
implementación de políticas y de la concientización de la población.
Los tiempos del neoliberalismo han sido pobres en crecimiento pero ricos en
experiencias, y es menester que saquemos las conclusiones de esta época del
momentáneo triunfo del modelo economicista y capitalista del desarrollo, o en tus
palabras, de cierta nefasta concepción economista y primermundista del ‘progreso’. La
conclusión principal, para mí, es que una nación no puede desarrollarse sin estado.
Para referirme otra vez, por mi mayor conveniencia, al ejemplo de Ecuador: en las
últimas décadas no hubo políticas sociales por parte del estado sino algunos parches
para apaciguar los mayores focos de desesperación y descontento. Los pobres, los
indígenas en particular, fueron atendidos por las grandes cantidades de ONG
financiadas por la cooperación internacional, y por las mismas Instituciones
Financieras Internacionales como el FMI, el Banco Mundial y el Banco Interamericano,
responsables de la imposición del modelo neoliberal. El estado fue el botín de grupos
elitistas que beneficiaron a los ricos de siempre que tienen sus ganancias invertidas en
Miami y en las Islas Caimanes, a los grandes exportadores y en particular a los
banqueros, que estafaron a la población, razón por lo cual más que dos de las doce
millones de ecuatorianos necesitaban migrar a Estados Unidos, España e Italia.
Y el gran Tío del Norte estaba aplaudiendo a todo eso, y lo calificó como ‘democracia’
y ‘progreso’, porque coincidía en forma agradable con sus intereses. Por este
aprendizaje estoy en defensa del papel del estado que es la única instancia capaz de
desarrollar políticas sociales, verdaderas políticas de desarrollo, en que se pueden
conciliar los intereses de los pobres y de la naturaleza. Estimo que este es la
orientación y el desafío de los nuevos y prometedores gobiernos de la izquierda hoy
en América Latina. Un estado debe preocuparse por la naturaleza pero no puede
prescindir del apoyo de los estratos pobres que conforman la mayoría de nuestro
continente. Un estado debe preocuparse por la sociedad civil -entre ellos, por el
movimiento indígena-, pero tampoco puede detenerse en propuestas pocas concretas
como las que está defendiendo el movimiento indígena en el Ecuador en este
momento.
El actual conflicto entre el gobierno izquierdista de Rafael Correa y el movimiento
indígena nacional, la CONAIE, es, realmente, una buena ilustración del dilema entre
un movimiento ecologista demasiado exaltado, apoyado por intelectuales, y un
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gobierno que intenta preocuparse por la mayoría de la población de pobres. Este
presidente y su entorno tienen los malos hábitos de minimizar y hasta insultar a los
que se le oponen a sus planes –de lo que habrá que admitir que son buenos- lo que
ocurrió frente el movimiento indígena que se veía arrebatado, por el actual gobierno,
de sus principales conquistas de esta última década: de su muy mal llevada Educación
Bilingüe y la CODENPE, la institución de pueblos africanos e indígenas que negociaba
directamente con las Instituciones Financieras Internacionales para la implementación
de proyectos a favor de estos pueblos.
Pero con relación a la convocatoria del actual levantamiento indígena, la actual
constitución ecuatoriana, impulsada por el gobierno de Correa, propone precisamente
lo que reclaman los indígenas, que el agua se lo destina principalmente a las
necesidades de la población, y que no se le puede privatizar por ser recurso del
estado; un importante avance frente a la anterior legislación liberal. Ahora la población
no es tan solo indígena – en forma generosa, acorde a criterios difíciles de acordar, se
estima que puede alcanzar 20 % de la población- y el gobierno propone utilizarle para
centrales hidroeléctricas y también a la minería, por ser –aparte del petróleo- unos de
las pocas formas en que se pueden mejorar los ingresos del estado. ¿Se necesitará
impedir la construcción de centrales hidroeléctricas y el ingreso de las empresas
mineras, con qué se pueden impulsar políticas sociales en beneficio de la población
entera, para consentir a los indígenas y campesinos, quienes, por la mayor parte, ya
no viven de los productos del campo sino de su trabajo en las ciudades?
El movimiento indígena nacional CONAIE en Ecuador sigue con un discurso
romántico, como si lo indígenas tan solo son, y tan solo viven del campo, cuando ya
unos 70 % de ellos viven de los ingresos de la migración, una migración cada vez más
permanente, asentada en las ciudades y en el primer mundo. Los pequeños
campesinos ya no son productivos en las actuales condiciones del mercado mundial,
en qué 65 % de la población del tercer mundo ya está viviendo en las ciudades, y si
buscamos mejorar esta situación se necesitarán determinadas políticas estatales de
protección de los pequeños campesinos y artesanos, y no propuestas ingenuas e
idealistas que tan solo benefician a los grandes que ya se adueñaron de la producción
agrícola y pecuaria.
Unos de los malos aportes del movimiento ecologista -tomando en cuenta a una
mayoría de buenos aportes- al actual desarrollo de las naciones pobres es un discurso
romántico que exalta la belleza del pequeño productor campesino ecológico que no
existe, y nunca existió, y no toma en cuenta a las actuales necesidades de la mayoría
de la población pobre. Allí están hoy los muy actuales y muy concretas dilemas de lo
que califiqué como la contradicción entre los intereses de los pobres y la muy
merecida defensa de la naturaleza en el Ecuador, que, fácilmente, se pueden ampliar
con gran cantidad de ejemplos de otros países del continente.
Sumak kawsay y la fe cristiana
Estimado Quinto, me he detenido más de lo que pensaba hacer en este
comentario, en que me he concentrado en la forma en que podemos aterrizar al
debate alrededor del concepto del buen vivir, del sumak kawsay, que propone tomar
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en cuenta a los límites y las exigencias de la naturaleza dentro de una visión de lo que
debería ser el verdadero desarrollo o ´progreso’. Me falta tematizar un tema
importante, que tú elaboras en forma más amplia en tu artículo, el de la relación entre
la fe cristiana y el concepto del buen vivir. Si comparamos el concepto del buen vivir
con el evangelio ya nos alejamos de una visión estratégica y política del concepto de
buen vivir para considerarle en un sentido más amplio, como un estilo de vida, una
espiritualidad, que está en búsqueda de una equilibrio entre el hombre y la naturaleza.
Quiero recordar que este no es novedoso si tomemos en cuenta a estas magnificas
religiones milenarias que conocemos como el budismo y el taoísmo, que ambos
buscan la convivencia con la naturaleza, aunque en forma diferente. En el taoísmo en
particular la mujer y el hombre están siendo invocadas en juntarse a la sabiduría de la
naturaleza que es la fuerza más grande que uno puede poseer, la fuerza interior, el
chi. Para vivir plenamente el ser humano debe estar en harmonía con las fuerzas de
la naturaleza; en ello consiste lo que significa ser sabio o sagaz.
Ahora aquí me preguntaría yo: ¿Quién es el sujeto de esta espiritualidad del concepto
del buen vivir, del sumak kawsay? ¿Hay un sujeto, hay un grupo humano en particular,
que está viviendo según estos lineamientos de convivencia entre los humanos y la
naturaleza? Estimo que el grupo que necesitamos privilegiar aquí, antes que los
intelectuales y ecologistas occidentales -quienes se merecen su propio dialogo-, es la
población indígena. La religión y la salud indígena, que se encuentran estrechamente
relacionadas, dondequiera, tanto en los Andes, como en Mesoamérica y en la
Amazonía, siempre enfatizaron el enlace primordial entre los seres humanos y las
fuerzas de la naturaleza. El renacimiento de estas religiones en estas décadas,
después de su exterminación y represión durante quinientos años, es unos de los
principales signos del tiempo, que necesitamos tomar muy en serio como cristianos.
Personalmente me quedé impresionado con la fuerza que adquirió esta reivindicación
de la sabiduría del pasado en un país de mayoría indígena como Bolivia, cuando
estuve de visita en este país en agosto. Conozco también de la gran influencia que la
salud y la religión tradicional indígena siguen manteniendo en el Ecuador, no solo en el
campo sino también en las ciudades, y no solo entre los indígenas sino también entre
la población mestiza que comparte gran parte del repertorio de concepciones de
enfermedad relacionadas con la cosmología, y de la brujería o la magia del daño.
Resalto estos últimos términos: enfermedades relacionadas con la cosmología, porque
los seres sobrenaturales representados en la naturaleza no siempre son benevolentes,
y brujería, porque estas fuerzas también pueden ser invocados para obrar la maldad y
para dañar a otras personas.
Es en estos problemas difíciles de los daños provocados por las fuerzas
sobrenaturales y su curación que intervienen los especialistas de esta religión, los
chamanes. Un gran problema, sin embargo, de esta antigua religión, sobre todo de la
brujería –de que carecemos de mejores términos que estos españoles, medievales;
por ello hablé de la magia del daño- es que la curación y la prosperidad de unas
familias corresponden al daño de otras familias que son consideradas como sus
competidores. La fuerza principal que motiva a la brujería es la envidia entre las
familias y los mismos familiares, y es importante que destaquemos estos aspectos
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sombríos y trágicos de esta antigua religión que estén muy lejos de lo que debería ser
una espiritualidad liberador.
Tenemos una tendencia a idealizar a esta antigua religión – no es por nada que el
historiador de religiones Mircea Eliade la calificó como ‘técnicas arcaicas de éxtasis’-, y
sus concepciones de la salud, relacionada al chamanismo una simpatía que se explica
y se justifica, parcialmente, por el espectacular resurgimiento de estas tradiciones
indígenas después de haber sido condenadas por siglos por las autoridades eclesiales
y seculares. Pero si queremos entablar un serio diálogo entre las religiones, entre la
tradición amerindia y la cristiana, no es suficiente enaltecer e idealizar a esta religión,
sino de también explicitar sus aspectos negativos, que mantienen a las personas
captivas en el temor y que no conducen a su verdadera liberación.
Por supuesto que la iglesia católica tiene todo el peso de una historia de represión y
dominación, muy salvaje y prepotente, frente a estas tradiciones indígenas, desde los
tiempos de la colonia, que le pesa tanto que ya casi no puede calificarse para este
dialogo. Las iglesias evangélicas, por su parte, la mayoría cautivadas por el
fundamentalismo, tan solo saben condenar a esta religión amerindia. Por otro lado
habrá que considerar porqué la tradición judía- cristiana niega cualquier autoridad a las
divinidades de la naturaleza; el concepto del único Dios impide cualquier adoración de
estas fuerzas porque disminuyera la autoridad de quién creemos es el Autor del ser
humano y de la misma naturaleza. Hay un evidente empeño en el movimiento indígena
de elaborar una espiritualidad que supera los aspectos negativos del chamanismo,
como también de las iglesias cristianas de superar su historia de represión frente a la
religión amerindia en coalición con los poderosos, y estas metas deben ser rasgos
fundamentales de este muy necesario dialogo, que recientemente arrancó.
Los pasajes de la creación en la Biblia, y en particular la en que Dios designa al
hombre como su administrador – como su huasikamak si seguemos con la
terminología kichwa, kechwa- de la creación, y como la creatura que debería ser la
perfección, la corona, de la creación, han sido invocados para legitimar el dominio del
hombre racional y occidental sobre la naturaleza. Necesitamos en verdad una descolonización de la interpretación de la Escritura, como lo propone Aníbal Quijano y los
autores de la India que iniciaron esta corriente crítica de ciencias sociales e historia,
para mirar con nuevos ojos a la concepción judía- cristiana de la creación. Seguiré la
intuición de Pedro Hughes, cuyo artículo publicamos aquí, junto al tuyo, en su
interpretación de la Conferencia de Aparecida –en qué los obispos latinoamericanos
se han verdaderamente preocupado del tema- en mantener que la naturaleza es en
verdad encomendada al hombre y a la mujer. La creación, el mantenimiento y la
perfección de la creación es una tarea primordial del ser humano, por habernos sido
encomendado por el mismo Creador.
Me gustó mucho tu referencia a la santidad desde una perspectiva judía- cristiana, que
no implica heroísmos espectaculares, sino sabiduría en el trato justo y el cuidado de
los seres humanos y de la naturaleza. Necesitamos discernir que implica ser sedeqah
o tzaddik, mujer u hombre ‘justo’, sabio, frente a nuestros actuales desafíos de la
pobreza y de la naturaleza. Es interesante ver que partes de la iglesia comprometidas
con los pobres en América Latina han sido muy presentes en la defensa de la
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naturaleza estas últimas décadas. La búsqueda de lo que implica el buen vivir,
entonces, debe ser parte integral y sustancial del desafío de la Nueva Evangelización
del continente, propuesta por la conferencia de Aparecida, ‘para que nuestros pueblos
tengan vida’. La tarea de los cristianos a nivel de la sociedad es de acompañar a los
debates en la sociedad civil, y de influir en la decisiones políticas alrededor de estos
temas, sin falsas excusas para alejarse de estas actividades políticas -como proponen
los obispos en Aparecida-, y de concientizar a nivel de la sociedad, por comenzar con
los propios cristianos, alrededor del valor inminente de la preservación y del cuidado
de la naturaleza.
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