POLIFONÍAS Métrica moral o el poco discreto encanto de juzgar Por Denise Najmanovich Algunos de los hechos que más me inquietaron últimamente fueron la desaparición de Julio López, sumada al escándalo desatado por las declaraciones de Hebe Bonafini desacreditándolo, y la polémica que estalló a partir de la difusión pública de la autobiografía de Günter Grass, en la que cuenta por primera vez que a los 17 años formó parte de una unidad de las SS, responsable de muchos de los peores crímenes cometidos durante el III Reich. Aparentemente estos hechos no tienen conexión alguna. Sin embargo, algo que en un principio no podía definir me llevó a explorar qué tenían en común las declaraciones públicas en las que Bonafini arroja un manto de sospecha sobre una víctima de la represión de los ’70 con la reacción frente al nuevo libro de Grass, en el que el autor de “El tambor de hojalata” cuenta su lejano pasado nazi. La sensación vaga de afinidad fue tomando cuerpo, dándome la idea de que había un estilo común que enlazaba los hechos. Ambos ponen sobre el tapete cuestiones que nuestra cultura mediática suele tratar de un modo chato, sin relieve, al que he denominado “métrica moral”. Ésta restringe brutalmente el campo de pensamiento y, simultáneamente, excita perversamente las pasiones tristes del juicio. La imposición de un escenario: Günter Grass ha ganado el Premio Nóbel de literatura en 1999 por su imponente obra, en la cual expone lúcida y dramáticamente la grandeza y la barbarie humana. En sus escritos sobre el nazismo y la guerra siempre ha hecho lugar a la complejidad de la vida, a sus múltiples modos de expresarse 1 en cada persona a través del tiempo. En el tratamiento mediático de la autobiografía de este extraordinario escritor podemos ver todo lo contrario: los titulares de los más importantes periódicos occidentales hacen aparecer en letras catástrofe la idea de que, al borde de los ochenta años, Gunter Grass, finalmente habría “confesado”. Otros van más lejos aún: ocupando toda la tapa de un suplemento cultural se puede ver una foto del escritor con la leyenda: “Mi pasado me condena” (demás está decir que esta frase no ha sido pronunciada jamás por Grass, sino por el editor del diario, aunque la diagramación sugiere que son palabras del escritor). La elección de términos como “confesión” y “condena” dan el tono del estilo con que ha de tratarse la “noticia”. La cuestión tiene múltiples aristas que es imposible tener en cuenta en este espacio. Sólo voy a explorar un aspecto: el modo en que el tratamiento mediático impone una cultura de pensamiento raquítico y juicio obeso. Por su naturaleza los medios maximizan la velocidad, el impacto, y la penetración que son las “virtudes” que les darán el “rating” y las ganancias necesarias para su sostén (ellos, como todos, privilegian su autoconservación). Esto ha llevado a que la norma sea imponer un tipo de producción cultural caracterizada por reemplazar el pensamiento reflexivo y la investigación amplia por el "juicio rápido": una especie de “Mac-pensamiento”, especializado en enlodar o endiosar a las personas destacadas, imponiendo una lógica dicotómica: culpables e inocentes, corruptos e intachables, y reservándose tácitamente el lugar de jueces o fiscales pretendidamente imparciales. Estamos tan acostumbrados a este modelo discursivo que no vemos sus zonas oscuras, sus limitaciones, su perversión. Nuestra sensibilidad parece anestesiada y nuestra lucidez mermada de modo que, por lo general, somos incapaces de darnos cuenta de la operación subyacente: la imposición de una estética-ética del juicio que solo reconoce inocentes y culpables. Una estética-ética que es más bien una moralina degradada (aunque muy eficaz) cuyos veredictos cambian según la conveniencia, pero que se mantiene incólume en su pretensión de juzgar. El estilo mediático convirtió en “confesión” el relato autobiográfico de Grass instalándonos de prepo en la escena del juicio. Se trata de una operación aparentemente pequeña (“confesión” es sólo una palabra) que de ser puesta 2 en evidencia sería rápidamente escamoteada diciendo que se trató de una mera forma de hablar, un desliz semántico. Sin embargo, es tiempo ya de darnos cuenta que no hay “meras maneras de hablar” que la forma hace al sentido, organiza la experiencia, le da un marco, que nos afecta emocional y cognitivamente. No es lo mismo juzgar que pensar, aunque en ciertos diccionarios estos términos aparezcan como sinónimos. Tampoco son iguales contar y confesar, ni entender que dictaminar. Estas palabras nos llevan de un tirón a un escenario específico, imprimen al relato una estética-ética de la judicialización, de la búsqueda de culpables e inocentes, de absoluciones y condenas, crímenes y castigos, impone un escenario de vida que excluye toda sutileza, diversidad, comprensión y encuentro. La complejidad del mundo y nuestra participación en él se ve reducida a un protocolo argumental, que sigue una única cadena causal (más de uno ganará fama a costa de enlodar a un supuesto héroe caído en desgracia, mientras la mayoría veremos restringida nuestra historia a una narración prosaica, cuando no patética). El estilo “judicial” no es propiedad exclusiva del periodismo, ni ha nacido con él, pero gracias a su labor es hoy la forma más extendida de tratar aún las cuestiones más delicadas y sensibles de nuestra vida. En sus habituales declaraciones mediáticas Hebe Bonafini hace uso y abuso de la opinión fácil, la sospecha brumosa y la condena de todos aquellos que no comulgan con su propia visión. El manto de sospecha que tendió sobre la figura de Julio López parece haber colmado una medida. En declaraciones radiales Bonafini sostuvo que: “le llama mucho la atención que vive en un barrio de policías y que su hermano es policía. Estuvo preso y, en la cárcel, era un tipo al que no lo quería nadie, estaba muy apartado porque su padre era comisario y entonces tenía muchos privilegios”. Al conocerse estas palabras, se escuchó por primera vez una reacción seria de cuestionamiento a su actitud, aunque ésta no fuera nueva en absoluto, sino una más en la larga lista de declaraciones donde esta Madre de Plaza de Mayo utilizó el micrófono para ejercer de juez moral y trazar una frontera entre los que son derechos y humanos (los que concuerdan con ella) y los que no lo son. No es mi objetivo criticar a los periodistas, a Bonafini, ni a Grass, no pretendo caer en su juego de alabanzas y diatribas, de premios ni castigos, sino 3 comprender la dinámica de ese juego y exponer sus peligros. Nadie comprendió ni expresó esto tan claramente como Franz Kafka. En sus obras, el juicio mismo es ya una especie de castigo, una maquinaria implacable de la que no se sale indemne (aún cuando podamos resultar absueltos) 1. Mucho más dañino suele ser el efecto del juicio cuando se realiza fuera de los tribunales instituidos para ello y, especialmente, cuando se ejerce a través de los medios reemplazando el pensamiento. Al salir de su esfera e invadir el espacio público, nadie puede sentirse ajeno a los efectos de la estética-ética judicial: los mismos que se arrogan el lugar de jueces y dictan sentencia hoy, pueden ser los condenados de mañana. Los que enlodan a otros muy probablemente resultarán embarrados, tarde o temprano, de un modo u otro: nadie puede vivir en un chiquero y pretender oler a rosas. Los que miran el espectáculo suponiendo que no participan del mismo puede ser protagonistas en cualquier momento, tanto en el papel de víctimas como el de victimarios. Y, aunque no lo sean nunca, siempre formarán parte del teatro, aunque no estén en el escenario. Los lectores, los televidentes, los espectadores somos parte del sistema mediático. Ningún miembro de la sociedad es ajeno a los modos en que ésta produce su cultura y su sentido, aunque cada uno contribuya desde un lugar diferente. La trampa fundamental implícita en el estilo judicial consiste en el modo en que estimula nuestras pasiones tristes y limita nuestro entendimiento. Cuando coincidimos con el veredicto sentimos una gran satisfacción, cuando disentimos tenemos una enorme frustración y vamos así por la vida mirándolo todo desde la óptica del éxito y el fracaso, de los hundidos y los salvados, de los ángeles y los demonios, sin ver que son nuestros modos de pensar-percibir-actuar los que construyen este escenario oscilante y empobrecido. Cuestionamos o aplaudimos las sentencias según sean de nuestro agrado o conveniencia, pero el estilo judicial que es el trasfondo necesario de las mismas nos parece natural, creemos que es el único posible, que no existen otros modos de pensar, ni de ponerle el cuerpo a la vida que los implícitos en el juicio. Esta creencia es lo quiero poner en cuestión. Para salir de la escena judicial es preciso admitir que pueden existir otras, que la limitación del pensamiento a la forma del juicio no es una fatalidad de 4 nuestra naturaleza sino un estilo cultural construido en un contexto histórico determinado. Ni siquiera es el único estilo de nuestra cultura, aunque es el habitual en los medios. La literatura, y el arte en general, proveen otras posibilidades para producir sentido. En las novelas de Günter Grass, la vida encuentra una multiplicidad de cauces por las que fluir, los hechos no surgen de una lógica dicotómica, los personajes no son de una sola pieza. Sin embargo, el Grass el intelectualpolítico no siempre ha mostrado la misma sutileza que en sus novelas. Aunque él niega tajantemente que pretenda ser la “conciencia o la voz moral” de Alemania, se ha prestado durante décadas al juego mediático, y cuando participa del mismo no puede evitar teñirse, aunque sea parcialmente, con su estilo. Günter Grass no se ha privado de acusar a muchos dirigentes de su país por silenciar su pasado nazi. Seguramente en muchas ocasiones ha tenido razón. Hoy sus detractores sonríen satisfechos: le ha tocado a él probar su propia “medicina”. Los que lo apoyaban se sienten defraudados. Los que siempre salen ganando son los medios mismos y los gozan de los beneficios modos de dominación que promueven la estética del juicio, siempre prestos para difundir denuncias que elevan las ganancias a bajo costo engendrando pasiones tristes (furia, odio, miedo, entre otras) para el consumo masivo. Lo que obnubila el análisis, lo que nos confunde y nos despista es que muchas veces coincidimos con el contenido de lo afirmado, y entonces tendemos a despreocuparnos de la forma. Nos olvidamos que en muchas otras ocasiones nos ha sucedido lo contrario: al disentir con lo que se denuncia, la forma se nos hizo visible, nos enojamos, consideramos que se trata de un maltrato inmerecido. Raramente nos ponemos a pensar: ¿Acaso hay maltratos merecidos? ¿Qué nos da derecho a acusar? ¿Son siempre los medios de comunicación los ámbitos adecuados para todas denuncias? ¿El modo en que suelen tratarlas es el que nos permite la comprensión más amplia? ¿Qué efectos tiene este estilo judicial sobre nuestros modos de convivencia, sobre la forma de relacionarnos e, incluso, de concebirnos a nosotros mismos? ¿Qué queda de las denuncias mediáticas, además de pingues ganancias para los propietarios? ¿Es la denuncia y la acusación el único modo de trata un tema? 5 ¿Todas las cuestiones pueden resolverse castigando culpables o absolviendo inocentes? Cuando se trata de su vida, Grass es sumamente cuidadoso. Sabe que no es fácil para él, que no hay una explicación simple y lineal para dar cuenta de un acontecimiento y menos aún de toda una vida: “Lo que he hecho ha sido guardarme un hecho para mí mismo a la espera de encontrar una forma de explicarlo, de articularlo literariamente. Esto no podía hacerlo público con una confesión, sino que tenía que ser narrado en el marco del entorno en el que crecí entonces”. Tantos años de denuncias mediáticas han hecho que la idea de la “confesión” que le es totalmente ajena en la literatura, le resulte “normal” en los periódicos. El lúcido escritor no es capaz de rechazar tajantemente las acusaciones, se justifica, da explicaciones: “quería poder hacerlo en un contexto más amplio, poder tener mayor perspectiva, comprender a ese niño de 17 años en su contexto y desde otro lugar”. Probablemente esta reacción se relacione con que él también admite esta lógica ya que la ha utilizado, con razón y sin ella, en muchas ocasiones. Ahora bien, si el trato mediático no admite la complejidad de la vida, ni la multiplicidad de perspectivas, ni la profundización sobre los contextos ¿porqué aceptamos y validamos que se traten allí, con inevitable cercenamiento y liviandad, los temas que más nos importan? La “confesión” supone que ha habido ocultamiento, y simultáneamente, pretende que hay una obligación: es este caso, la de hacer pública su vida en todos y cada uno de sus detalles. Además de ser un término policial-judicial, la confesión es parte de un modo específico de práctica religiosa, que agrega un condimento importante al impacto emocional de la noticia: el del pecado. No he encontrado ningún artículo en los periódicos nacionales, ni en varios de los más prestigiosos del mundo que he leído, en que se explique por qué debía el escritor haber hecho pública antes esta información. Simplemente se le dispara a boca de jarro “porqué ahora y no antes”; descargando sobre él la obligación de una explicación, que en todo caso, el debería exponer periodista. El propio Grass parece haber caído en la trampa mediática de todos los que se presentan (o admiten que otros los presenten) como “voceros morales” de sus pueblos: él mismo quedó triturado por la maquinaria del juicio. Su “altura 6 moral”, que antes era presentada como el estándar ético, pasó a estar en tela de juicio. Pero el juicio mismo ha quedado a salvo. La pregunta “inadecuada”: El estilo judicial, además de utilizar una serie de términos que confinan el pensamiento, estableciendo escenarios y lógicas binarias, utiliza también otro recurso, tanto o más poderoso que los ya mencionados: la elección de las preguntas (y el modo -tiempo, tono- de hacerlas). La pregunta es un “arma” poderosísima, hay muchos tipos y modos (preguntas capciosas, retóricas, anodinas, distractivas, etc.), pero en todos los casos las preguntas establecen prioridades, instalan preocupaciones, crean atmósferas. Al mismo tiempo que resultan inmunes a la crítica pues no afirman (ni niegan). Quienes las “disparan” no suelen hacerse cargo de su elección y los que reciben su impacto raramente son capaces de rechazarlas, reconstruirlas o cambiarlas. Toda la formación escolar y la “corrección política” nos inclinan a contestar en los términos en que hemos sido interrogados. En el caso de Grass, los medios, casi por unanimidad2 impusieron un interrogante: ¿Tenía “altura moral” para escribir lo que escribió, para denunciar a quienes denunció? La noción de "altura moral" es estúpida, cuando no perversa. La “altura moral” supone una métrica, es decir, la posibilidad de establecer una escala, que a su vez exige que exista una propiedad uniforme y estable. Demás, está decir que la moral no cumple con ninguna de estas características. Sin embargo, el término es muy común en nuestra cultura, pues es el resultado de una forma de relacionarse con el mundo ligada a la figura del héroe/heroína (Grass/Bonafini), cuya palabra tiene garantizada la verdad y la bondad de una vez y para siempre. Al mismo tiempo, exige la presencia antagónica del "monstruo", contrapunto imprescindible para desplegar la versión épica de la historia. El modelo ha tenido un inmenso éxito desde la antigüedad, cautivando al público, movilizando pasiones, y es una de las usinas de producción de modelos ideales: ídolos a imitar y ogros para temer. Una vez establecidas las marcas correspondientes al bien-héroe y mal-monstruo, puede establecerse la 7 escala para medir alturas morales. El único problema es que esta métrica no es adecuada para los hombres de carne y hueso sino para figuras de cartón pintado. Este análisis no niega que hay personas que han transitado por el mundo con un donaire y una generosidad extraordinarios, pero que también tienen sus lacras, sus bajezas, sus pequeñas y grandes monstruosidades. Tampoco niega que algunos otros hayan pasado por esta vida dejando un tendal de muertes y vejámenes y que, al mismo tiempo, hayan amado, cuidado y protegido a sus seres queridos. Humanos todos, simplemente humanos. Ni héroes ni monstruos, categorías de historieta completamente inadecuadas para la historia, pero lamentablemente demasiado habituales en nuestra historiografía. Nadie puede pretender la patente de santo, aunque muchos militantes de las organizaciones de derechos humanos actúen como si la tuvieran, ni existe tampoco hombre alguno al que pueda considerarse inhumano (otro absurdo al que nos hemos acostumbrado). A pesar de que la noción de “altura moral” carece de sentido, y de que en el caso de tener alguno, sólo podría referirse a ciertos actos humanos en un contexto determinado y nunca a personas, los medios no dejan de difundirla y de otorgar galardones y dictaminar sentencias. De este modo, consiguen a bajo precio y poco esfuerzo, jerarquizar su propia mediocridad instituyendo un modo de dominación que consiste en crear ideales sublimes y con ellos el temor de no “llegar a la altura” y la esperanza de alcanzarla, aunque por definición son inaccesibles. Tampoco han sido los actuales medios de comunicación los inventores del procedimiento: en Occidente tenemos una larga tradición de educación sentimental que por lo menos desde los lejanos tiempos de Platón hasta hoy ha promovido el culto de los ideales “puros y perfectos” (que han tomado distintas formas a lo largo de la historia -de las vírgenes y ángeles, al hombre nuevopero que funcionan siempre como señuelos para los sistemas de dominación de turno). "Altura moral", en todo caso, y también con sumo cuidado, puede decirse de un acto, pero nunca de un ser humano. Gandhi lo sabía tan bien que dejó en claro 8 su esfuerzo permanente para cultivar lo mejor de él, sabiendo que no era, ni quería ser, el santo en que muchos querían convertirlo para esterilizar su lucha. Pasión por entender Hermann Tertsch publicó una nota en el diario El País, que me ayudó mucho a darme cuenta de las analogías que encontraba entre lo que me ocurría con la polémica respecto a Grass y la desatada en nuestro país por las declaraciones de Bonafini. No tanto por lo que decía en el cuerpo de la misma sino por su título: “Idolatrábamos a los héroes". Esta frase resume el espíritu de la operación periodística: se endiosa a un ser humano, se olvida su propia humanidad, y luego se lo critica por no estar a la altura del endiosamiento. En nuestro país durante mucho tiempo la figura de Bonafini adquirió una altura mítica, que impidió toda crítica. Incluso esbozar tímidamente alguna diferencia parecía intolerable, menos aún públicamente. La “altura moral” que le impusieron, y que aceptó, la hacía inexpugnable. Desde esa fortaleza no dejó de acusar a todo aquel que se le ocurriera: a los sobrevivientes que no le eran afines, a las abuelas cuando no coincidían con ella, a los familiares que osaban cobrar las indemnizaciones, a otras madres de la plaza que no acordaban con su política (hasta que finalmente la organización se dividió). Siempre había un micrófono cerca para difundir sus juicios. Fueron muy pocos los que se atrevieron a plantear públicamente su estupor, su disgusto o su desacuerdo. Menos aún los que tuvieron posibilidad de difundir sus críticas. No se trata ahora de aprovechar la “caída en desgracia” del héroe, ni de la heroína, sino de crear otras formas de hacer y narrar la historia que hagan lugar a otras figuras, que nos permitan entender el valor de los actos en la complejidad de la vida. Hebe Bonafini merece mi más profundo respeto por su compromiso con los derechos humanos, pero también repudio sus actitudes prepotentes, la pretensión de “conciencia pública”, la utilización de su prestigio para situarse en un pedestal y acusar livianamente a todo aquel que no coincide con su postura. Günter Grass, es uno de los más grandes escritores en lengua alemana de estos tiempos, las revelaciones de su autobiografía no 9 podrán modificar esto. Tampoco harán mella a la invalorable reflexión sobre la condición humana que sus novelas nos han aportado. La multiplicidad de rostros, la diversidad de facetas que ambos presentan, que contrasta tan fuertemente con el trato mediático, con la estética de la denuncia a la que en muchos casos han aportado, ha hecho que se unieran en mí las dos historias. Para poder salir de la trampa que nos tiende la estética-ética del juicio es preciso entender que la ética no reside en las alturas, aunque la moralina al uso así lo pretenda. Entender que la bondad o virtud de un acto no se difunde espontáneamente hacia toda la persona (menos aún a un grupo, clase, partido o raza). Entender que haber luchado por los derechos humanos no garantiza de por vida la rectitud de Bonafini, del mismo modo que haber participado en las SS no convirtió a Grass en un monstruo. En suma, es preciso darse cuenta que la pregunta por la “altura moral” es totalmente inadecuada, porque aunque no tenga sentido, sí tiene efectos: restringe el mundo a sólo dos opciones, cuando éste tiene infinitas variantes y matices. Salir de la escena del juicio implica algo más que una mera decisión intelectual, pues las ideas por sí mismas no tienen potencia de acción. Es preciso cultivar una pasión por entender que alimente el deseo de comprensión, que aporte las energías para el arduo trabajo de pensar, para explorar los contextos, y sostener el misterio. 1 Su novela “El proceso” y el cuento “En la colonia penitenciaria” son unas de las expresiones más extraordinarias de los peligros de mecanismo judicial. Se pueden leer: http://www.denisenajmanovich.com.ar/htmls/0600_biblioteca/index.php 2 Hay una excepción notable y exquisita: la nota de John Berger “Etica no es lo mismo que Moral”. Se puede leer en: http://www.sinpermiso.info/articulos/porautor/# 10