¡EN BLANCO

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¡EN BLANCO!
— Es de suponer -decía August Pointdexter- que existe un sentimiento que podríamos
denominar orgullo arrogante. Los griegos lo llamaban hubris y lo consideraban un
desafío a los dioses, al que había de seguir siempre la Ate o retribución. -Se frotó los
pálidos ojos azules con gesto inquieto.
— Muy bonito -respondió el doctor Edward Barron con impaciencia-. ¿Tiene alguna
relación eso con lo que yo he dicho? -Tenía la frente alta y surcada por unas arrugas
horizontales que formaban profundos cortes, cuando levantaba las cejas en expresión
despectiva.
— Todas las relaciones -aseguró Pointdexter-. Construir una máquina del tiempo es en
sí mismo un desafío al destino. Y usted lo empeora con esa confianza tan total que
manifiesta. ¿Cómo puede estar seguro de que su máquina del tiempo actuará a través
de todo el tiempo sin la posibilidad de que se produzca una paradoja?
— No sabía que fueses supersticioso -replicó Barron-. La verdad pura y simple es que
una máquina del tiempo es una máquina como otra cualquiera, ni más ni menos
sacrílega que las otras. Matemáticamente hablando, es análoga a un ascensor que
sube y baja por su pozo. ¿Qué peligro de retribución hay en ello?
Pointdexter adujo con energía:
— Un ascensor no implica paradojas. No puedes bajar del quinto piso al cuarto y matar
a tu propio abuelo cuando era niño.
El doctor Barron meneaba la cabeza con atormentada impaciencia.
— Esperaba eso. Eso exactamente. ¿Cómo no has sugerido que podría encontrarme a
mí mismo? ¿O que podría cambiar el curso de la Historia diciéndole a McClean que
Stonewall Jackson se disponía a llevar a cabo una marcha de flanco sobre Washington,
u otra cosa por el estilo? Te lo pido sin rodeos. ¿Quieres entrar en la máquina
conmigo?
Pointdexter titubeaba.
— Yo... creo que no.
— ¿Por qué pones las cosas difíciles? Te he explicado ya que el tiempo es invariable. Si
vuelvo al pasado será porque ya estuve allí. Todo lo que decida hacer y haga, lo habré
hecho ya en otro tiempo; de modo que no cambiaré nada, y no se producirá ninguna
paradoja. Si hubiera decidido matar a mi abuelo siendo él niño y lo hubiese hecho, yo
no estaría aquí. Pero estoy aquí. Por consiguiente, no maté a mi abuelo. Y no importa
ahora cómo planease matarle e intentase hacerlo, la realidad es que no le maté, y por
lo tanto no le mataría. Nada cambiará esta realidad. ¿No comprendes lo que te estoy
explicando?
— Entiendo lo que me dices, pero... ¿es cierto?
— Claro que es cierto. Por amor de Dios, ¿por qué no podías ser matemático, en lugar
de maquinista, y poseer una cultura universitaria? -Llevado por la impaciencia, Barron
apenas sabía disimular su desdén-. Mira, esta máquina sólo es posible porque ciertas
relaciones matemáticas entre el espacio y el tiempo son ciertas. Lo comprendes,
¿verdad que sí?, aunque no puedas seguir los detalles matemáticos. La máquina
existe, así pues, las relaciones matemáticas que elaboré están de acuerdo con la
realidad. ¿No es cierto? Me has visto mandar conejos una semana en el futuro. Y una
semana después los has visto aparecer de la nada. Me has visto enviar un conejo a
una semana en el pasado, una semana después de su aparición. Y quedaron indemnes.
— De acuerdo. Lo admito.
— Entonces, ¿me creerás si te digo que las ecuaciones sobre las que construí la
máquina dan por supuesto que el tiempo está compuesto de partículas que existen en
un orden inalterable, que el tiempo es invariante? Si el orden de las partículas se
pudiera cambiar de algún modo -del que fuera-, las ecuaciones no valdrían y esta
máquina no funcionaría; este método particular de viajar por el tiempo sería imposible.
Pointdexter se frotó los ojos una vez más y miró con expresión pensativa.
— ¡Ojalá supiera matemáticas!
— Considera los hechos, nada más -dijo Barror-. Tú intentaste enviar el conejo a dos
semanas en el pasado siendo así que había llegado hacía solamente una semana. Esto
habría creado una paradoja, ¿verdad que si? Pero ¿qué ocurrió? El indicador se paró a
una semana y no quiso moverse de ahí. No pudiste crear una paradoja. ¿Vendrás?
Pointdexter se estremeció en el borde mismo del abismo del consentimiento, y
retrocedió.
— No -dijo.
Barron insistió:
— No te pediría que me ayudases, si pudiera hacerlo solo; pero ya sabes que se
necesitan dos hombres para manejar la máquina para intervalos de más de un mes.
Necesito alguien que controle los estándares para que podamos regresar con precisión.
Y tu eres la persona que quiero utilizar. Ahora compartimos la..., la gloria de haber
construido esta máquina. ¿Quieres disminuir la porción que nos toca, introduciendo a
otra persona? Habrá tiempo de sobra para ello cuando nos hayamos situado en el
puesto de los primeros viajeros del tiempo, en la Historia. ¡Dios santo! ¿No quieres ver
dónde estaremos dentro de cien años, o de mil? ¿No quieres ver a Napoleón, o a
Jesús? Seremos..., seremos... -Barron parecía arrebatado- como dioses.
— Exactamente -murmuró Pointdexter-. Hubris. Viajar por el tiempo no es lo
suficientemente atractivo como para exponerme a encallar fuera de mi propio tiempo.
— Hubris. Encallar. Sigues fabricando temores. Sencillamente, nos moveremos por las
partículas de tiempo lo mismo que un ascensor por las plantas de un edificio. En
realidad, el viajar por el tiempo es más seguro, porque el cable de un ascensor se
puede romper, mientras que en una máquina de tiempo no hay gravedad que nos
arrastre para abajo en una caída destructora. No puede pasar nada malo. Te lo
garantizo -dijo Barron, golpeándose el pecho con el dedo medio de la mano derecha-.
Te lo garantizo.
— Hubris -musitó Pointdexter. A pesar de lo cual cayó en el abismo del
consentimiento, arrollado por fin.
Los dos hombres entraron en la máquina. Pointdexter no entendía los mandos tal como
los entendía Barron, porque no era matemático; pero sabía cómo había que
manejarlos.
Barron se encargaba de un grupo, de las propulsiones. Estas suministraban la fuerza
que impulsaba la máquina por el eje del tiempo. Pointdexter controlaba los estándares
para mantener el punto de origen fijo, a fin de que la máquina pudiera regresar al
momento de partida en cualquier instante.
A Pointdexter le castañetearon los dientes cuando sintió, en el estómago, el primer
movimiento. Se parecía al de un ascensor, aunque no era exactamente igual. Era una
cosa más sutil, y sin embargo muy real.
— ¿Y qué hacemos si...? -quiso preguntar.
Barron le espetó:
— No puede fallar nada. ¡Por favor!
Y al momento se produjo una sacudida, y Pointdexter fue a chocar pesadamente
contra la pared.
— ¿Qué diablos...? -exclamó Barron.
— ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Pointdexter.
— No lo sé; pero no importa. Sólo hemos penetrado veintidós horas en el futuro.
Paremos y veamos qué hay.
La puerta de la máquina se deslizó dentro de su ahuecado panel. Pointdexter emitió un
suspiro jadeante y se quedó sin respiración,
— Ahí no hay nada -dijo.
Nada. Ninguna materia. Nada de luz. ¡En blanco!
Pointdexter chilló:
— La Tierra se movía. Lo hemos olvidado. En veintidós horas ha corrido miles de
kilómetros por el espacio, en su viaje alrededor del Sol.
— No -desmintió Barron con voz débil-. No lo olvidé. La máquina está diseñada de
modo que siga el camino de la Tierra, adonde sea que ésta vaya. Además, aun en el
caso de que la Tierra se hubiese alejado, ¿dónde está el Sol? ¿Dónde están las
estrellas?
Barron volvió a los mandos. Nada se movía. Nada funcionaba. La puerta ya no
resbalaba para cerrarse. ¡En blanco!
Pointdexter hallaba dificultad en respirar, en moverse. Con gran esfuerzo dijo:
— ¿Qué pasa, pues?
Barron avanzó lentamente hacia el centro de la máquina. Y contestó con dificultad:
— Las partículas de tiempo... Creo que, por azar, nos hemos parado... entre dos...
partículas.
Pointdexter quiso cerrar el puño, pero no pudo.
— No lo entiendo.
— Como un ascensor. Como un ascensor. -Ya no podía hacer sonar las palabras, sino
solamente mover los labios para configurarías-. Como un ascensor, después de todo...,
atascado entre dos plantas.
Pointdexter ya no podía ni mover los labios. Pensaba: en el no-tiempo no puede ocurrir
nada. Todo movimiento ha quedado interrumpido, toda consciencia, todo..., todo. La
inercia que poseían antes los había mantenido en actividad durante un minuto, poco
más o menos, como el cuerpo que se inclina hacia adelante cuando el coche para
repentinamente..., pero aquella inercia se disipaba rápidamente.
La luz del interior de la máquina perdió brillo y se apagó. La sensación y la conciencia
se helaban en la nada.
Un último pensamiento, un último, débil suspiro mental:
— ¡Hubris, Ate!
Y entonces se interrumpió también el pensamiento.
¡Inmovilidad! ¡Nada! Por toda la eternidad, allí donde hasta la eternidad carecía de
significado, sólo habría... ¡en blanco!
---------------------------------------Los tres «En blanco» se publicaron en el número de junio de 1957 de Infinity. Me
figuro que la estratagema se proponía dar ocasión al lector de compararlos y observar
cómo levantaban el vuelo tres imaginaciones distintas a partir de un solo y
estrambótico título.
Quizá le gustaría a usted tener los tres cuentos aquí, para poder compararlos usted
también. Lo lamento, no puede.
En primer lugar yo debería conseguir el permiso de Randall y de Harlan, y no quiero
pasar por eso. En segundo lugar, usted subestima mi egocentrismo. ¡No quiero los
cuentos de los otros dos aquí junto al mío!
Por ultimo, debo explicar que siempre recorto las revistas que traen cuentos míos,
porque, sencillamente, no me puedo permitir el lujo de guardarlas enteras. El número
de revistas sería excesivo y el espacio disponible muy insuficiente. Recorto mis cuentos
y los guardo en volúmenes para usarlos eventualmente como referencia (como he
hecho en la preparación de este libro, por ejemplo). La verdad es que ya no me queda
espacio para tales volúmenes.
Sea como fuere, cuando llegó el momento de romper el número de junio de 1957 de
lnfinity, sólo me quedé «¡En blanco!» y deseché «¿En blanco?» y «En blanco».
O quizá usted no subestime mi egocentrismo y ya daba por hecho que lo hacía como lo
hago.
Allá a mediados los años cincuenta, cuando algunas de las revistas de ciencia ficción
menos boyantes (y eso no significa que hubiera algunas verdaderamente boyantes)
me pedían un relato, yo solía pedir la misma cantidad que pagaban Astounding y
Galaxy, si querían algún cuento escrito especialmente para uno de sus números. Y me
la pagaban, completamente confiados en que si yo afirmaba que un determinado
cuento lo había escrito especialmente para ellos, así era en efecto, y no lo había
sacado del fondo de un cajón. (Hay ocasiones en las que el tener fama de ser uno
demasiado tonto para hacer el granuja tiene sus ventajas.)
Como corolario de lo dicho se desprende que si alguna vez el editor A rechaza un
cuento mío y más tarde lo ofrezco al editor B, tengo el deber de advertirle a éste que
el otro lo rechazó. En primer lugar, el hecho de que un cuento que lleve mi nombre
haya sido rechazado ha de dar origen a pensamientos tales como: «¡Puaf! ¡Este cuento
ha de ser una porquería!», y es justo dar una ocasión al segundo editor de mostrar su
conformidad con el primero. En segundo lugar, aun en el caso de que el segundo editor
lo acepte, no se siente obligado a darme por él más de lo que suele pagar a otros
escritores. Lo cual me ha hecho perder unos cuantos dólares alguna que otra vez; pero
ha infundido una gran tranquilidad a lo más recóndito de mi pequeña y mustia alma.
Sea como fuere, «¿Le importa a una abeja?» lo escribí en octubre de 1956, después de
haberlo discutido con Robert P. Mills, de Fantasy and Science Fiction, quien había
pasado a director de una revista gemela de la mencionada que se llamaría Venture
Science Fiction.
Colijo que el fruto no salió tan apetecible como prometí, porque Mills lo rechazó,
considerándolo indigno tanto para Venture como para Fantasy. De modo que lo pasé a
If: Worlds of Science Fiction, con la nota de haber sido rechazado por las otras, y no
me lo pagaron al precio más alto. Apareció en el número de junio de 1957.
Pues bien, lo más triste del caso es que jamás he sabido adivinar qué tiene un
determinado cuento para que lo acepten o lo rechacen, ni tampoco qué editor es el que
acierta, si el que lo acepta o el que lo rechaza. Por eso no soy editor ni pienso serlo
nunca.
Pero usted puede juzgar por si mismo.
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