EL IMPERIO EN LA SELVA TROPICAL [1]

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EL IMPERIO EN LA SELVA TROPICAL [1]
Por Antonio Elio Brailovsky
La deforestación del siglo XX está ligada a grandes procesos de
producción. Algunos son formas de expansión de las fronteras
agropecuarias sobre tierras de bosques. Otros son extracción de materias
primas forestales, realizados en gran escala. La expansión urbana es una
muy fuerte presión a la extracción de maderas para construcción. La
mata atlántica, el bosque tropical brasileño próximo a las costas,
comienza a talarse para emplear sus maderas en la expansión de Río de
Janeiro y São Paulo. Pronto se cortan en tablones las gigantescas
araucarias y se las exporta con el nombre de pino Brasil para armar en
Buenos Aires incontables encofrados de hormigón. A comienzos del siglo
XX estos pinares ocupaban 50 millones de hectáreas en el estado de
Paraná. A fines de la década de 1970 había 641 mil hectáreas con
formaciones densas de esta especie y 2,5 millones con formaciones más
claras[2].
La selva amazónica no es, como a menudo se cree, el pulmón del mundo.
Se trata de un sistema complejo que funciona como si fuese cerrado, y
que consume prácticamente todo el oxígeno que produce. Más allá de los
mitos que circulen sobre esta región, lo cierto es que su apariencia de
fertilidad inagotable ha sido la causa de tantos proyectos fracasados
sobre el región. Desde los lejanos tiempos del marqués de Pombal,
siempre se vio a la Amazonia como la tierra de promisión, donde
cualquier cultivo tendría rendimientos infinitos, casi sin esfuerzo alguno.
El retraso económico de la región se explicaba con argumentos de tipo
racista, sobre la indolencia de los nativos y la necesidad de algún
capitalista extranjero capaz de explotar esas riquezas con visión de
futuro.
El primero de los salvadores modernos del Amazonas fue Henry Ford,
quien en 1927 compró un millón de hectáreas en el estado de Pará, junto
al río Tapajós. Era un momento de grandes dificultades económicas en el
mercado mundial del caucho. La economía norteamericana se apoyaba
en la industria automotriz, que necesitaba de neumáticos de caucho. Por
lo cual parecía una buena idea hacer una gigantesca plantación de caucho
en su misma tierra de origen. La forma de obtención del caucho era tan
primitiva y artesanal, que parecía el sitio ideal para llevar a la práctica
los principios de división del trabajo, mecanización y organización en
gran escala que caracterizaron al fordismo. Los trabajadores caucheros
(seringueiros) van buscando en la selva ejemplares de este árbol, que van
sangrado periódicamente. Hacen incisiones en la corteza, recogen el
líquido en una lata y después lo ahuman sobre una fogata y entregan esta
materia prima en bruto a un acopiador, vinculado a un monopolio de la
comercialización. Los trabajadores están atados a deudas eternas y
controlados por bandas de pistoleros que impiden cualquier reclamo.
Ford diseñó una explotación moderna, que combinaría los criterios
industriales de eficiencia para el cultivo del caucho y la extracción y
exportación de maderas duras. La ilusión de abundancia de la naturaleza
era tal que a nadie le importó conocer cómo era realmente la selva. A la
distancia sorprende la ignorancia ecológica de quienes intentaron realizar
los grandes proyectos en el Amazonas. Por una parte, tenían una ilusión
de homogeneidad, que les hacía creer que era lo mismo una parte de la
selva que otra. La tierra elegida tenía colinas y suelos arenosos, que
dificultaron el uso de maquinarias. El rey de los motores a explosión tuvo
que retornar a las viejas carretas de bueyes, las únicas capaces de
circular por esos terrenos.
Pero además, se realizó el emprendimiento sin tener los mínimos
conocimientos sobre la ecología de la selva. Les pareció que si crecían esos
árboles inmensos también crecería cualquier otra cosa, con sólo
plantarla. Por ejemplo, nadie se preguntó por qué en la tierra de la Hevea
brasiliensis (árbol del caucho) no había bosques de Hevea. En todo caso,
era un simple error de la naturaleza, que la ciencia y la técnica
corregirían rápidamente. Pronto empezaron a crecer miles de hectáreas
con monocultivos de caucho. Sucede, sin embargo, que es más sencillo
hacer plantaciones de caucho en Malasia donde este árbol, por ser
exótico, no tiene los enemigos naturales que han coevolucionado con él.
En Amazonia, en cambio, están todos allí y la defensa natural de la Hevea
fue siempre crecer separadamente para evitar las plagas. La ambición
llevó a plantar los árboles tan juntos que sus ramas se rozaban. Apenas
crecían, los hongos y los insectos destruyeron una plantación tras otra.
Para combatirlos, se trajeron variedades que parecían resistentes, pero la
extraordinaria capacidad de mutación de los insectos fue generando
nuevas plagas. Las 53 variedades se volvieron susceptibles, y no menos de
23 variedades de insectos depredadores también atacaron los cultivos[3].
Cualquier forma de lucha contra las plagas tenía que ser intensiva en el
uso de mano de obra. Pero la zona era demasiado remota, con una
densidad de población muy baja y la poca gente que había estaba
separada de la civilización industrial por un enorme abismo cultural. El
resultado fue que las personas con mentalidad de obreros no querían irse
a la selva y los escasos pobladores locales no se adaptaron el trabajo
industrial o los pistoleros que los esclavizaban les impidieron trabajar en
Fordlandia.
En 1941 la Compañía Ford del Brasil tenía 2.723 empleados trabajando
sus plantaciones, En 1945, después de una inversión total del orden de los
10 millones de dólares, Henry Ford II vendió sus tierras al gobierno
brasileño por 500.000 dólares. Parte de ellas seguían intactas y otra parte
había sido irreversible e inútilmente deforestada.
[1] Del libro de Antonio Elio Brailovsky: “Historia Ecológica de
Iberoamérica”, tomo 2: “De la Independencia a la Globalización”, Buenos
Aires, Kaicron-Le Monde Diplomatique, 2008
[2] Cunill Grau, Pedro: “Las transformaciones del espacio geohistórico
latinoamericano, 1930-1990”, Fondo de Cultura Económica, México,
1995.
[3] Hecht, Susana y Cockburn, Alexander: “La suerte de la
selva”, Bogotá, ediciones Uniandes, 1993.
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