LA SOLEDAD DEL ARQUITECTO

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LA SOLEDAD DEL ARQUITECTO
JOAQUIM ESPAÑOL
ARQUITECTO
El arquitecto romano Marco Vitruvio escribió un tratado en el que dio con una afirmación que ha hecho
historia: la arquitectura debe seguir los principios
de la utilitas, la firmitas y la venustas. Aunque
escribía bastante mal, y fue por ello objeto de
sarcasmos por parte de algunos renacentistas, como
el elegante Alberti, la tríada vitruviana ha sido una
guía indiscutida durante siglos, y ha pasado a ser
de dominio público que al arquitecto se le pide la
capacidad de sintetizar las tres exigencias
dispares de la utilidad, la firmeza y la belleza.
Pero si se comprende que una casa debe ser
firme, ya es más difícil acordar lo que se entiende
por útil, y nadie sabe a ciencia cierta qué venia a
decir en este contexto la palabra venustas,
aunque el autor intentara definirla afirmando que la
arquitectura debía ser “agradable y de buen gusto”.
Probablemente esta ambigüedad ha mantenido viva
la sentencia vitruviana.
Hoy día poca gente se empeña en querer desvelar
el contenido de semejante palabra aplicada a la
arquitectura, a pesar de que una legión de
arquitectos sensibles consagra su vida a alcanzar
justo esto innombrable, y conocen y veneran las
obras donde reside este misterio. Algunos se han
arriesgado a identificar la venustas con la
capacidad de significación, pero sabemos que no
es una atribución exacta. Muchos espacios, luces
y macizos con significado exiguo tienen la
extraña capacidad de derramar una emoción
parecida a lo que entendemos por belleza,
mientras que otras arquitecturas, aunque
manifiesten capacidades significativas, son
infelices en su forma y hechura.
En cualquier caso, este misterio metido en la
arquitectura cultivada la convierte en un “problema
mal definido”, en una actividad en “caja negra”
donde no acertamos a ver cabalmente ni objetivos ni
métodos. A menudo se ha puesto de manifiesto la
diferencia substancial entre el proyecto de artefactos
a los que se les exige exclusivamente eficiencia
mecánica, y el proyecto del hábitat humano. En el
primer caso, los medios pueden ser extremadamente
complejos, pero no hay dudas en los fines: son “cajas
de cristal”. Una casa, en cambio, puede ser resuelta
con las técnicas más bien primarias de un albañil,
pero nadie sabe bien qué hacer, porque las
funciones empiezan a ser ambiguas, e incluyen
aspiraciones como la de connotar determinado gusto,
o la de querer ser a través del querer representar, o
la de querer deslumbrar por la excelencia de un
vacío cuidadosamente delimitado. Al fin y al cabo
“poéticamente habitan los hombres la tierra”,
como acertó a escribir Heidegger. A menudo
tamaña indefinición acaba mal. A veces, como
malos poetas los hombres habitan la tierra. Pero
otras veces los aciertos muestran que los
arquitectos buenos tienen una extraña
capacidad: saber gestionar lo confuso, tomar
constantemente infinitas decisiones en un
medio ambiguo, definir simultáneamente
fines y procedimientos, aunque casi siempre
con el desasosiego del artista extraviado.
Más que la racionalidad analítica, es probable
que sea la intuición sintética la que guía
mejor al arquitecto en este territorio incierto.
Pero esta intuición se aprende
fundamentalmente por contagio. El aprendiz
de arquitecto debería estar muchos años
trabajando al lado de un maestro para
contaminarse, algo no factible hoy día,
aunque lo era en tiempos pasados.
Actualmente la soledad del arquitecto
voluntarioso es manifiesta. Impelido por el
ensueño, entre la fantasía y la duda, debe
aprender por sí solo a inventar, pero sobre
todo, a seleccionar, es decir, a educarse para
saber rechazar sus inventos, algo que
únicamente es posible con un progresivo
refinamiento de su sensibilidad. Las
tribulaciones del arquitecto sensible no han
impedido que en algunos países, y quizás en el
nuestro de manera especial, haya un nivel medio
de la arquitectura que denota una notable
competencia, si bien más centrada en la aptitud
para dar forma que en la, mucho más sutil, de
otorgar significados elaborados. Sin embargo,
incluso esta arquitectura valiosa manifiesta una
impotencia flagrante en la capacidad de construir
ciudad hermosa.
La arquitectura en las sociedades lentas era
enormemente eficaz para construir buena
forma urbana. La lentitud permitía la
sedimentación de tipos constructivos, es
decir, una manera genérica, progresivamente
perfeccionada, de concebir y construir la
casa, con sus materiales, cubiertas,
ventanas, alturas, proporciones, formas,
estilemas, etc., cuya aplicación daba lugar a
edificios nunca iguales pero siempre
parecidos: la “unidad en el detalle y tumulto en
el conjunto” de la afortunada expresión de
Laugier, que podría aplicarse a todas las obras
de arte colectivas capaces de acumular tiempo y
manifestarse como obras totales. Cuando la
evolución de las técnicas y del gusto se
aceleró, se diluyeron los tipos, pero nació
una arquitectura basada en la copia de
modelos,como en las ciudades neoclásicas,
que permitía a los maestros de obra sin
pretensiones conformar tejidos coherentes y
consistentes: una “unidad en el detalle y en el
conjunto” que erigió las últimas ciudades bellas.
Estas circunstancias han desaparecido con la
aceleración nerviosa de los cambios, que no
permite ni la decantación tipológica ni la
aceptación de modelos. La arquitectura ha
adquirido así una libertad antes inconcebible y
posibilidades exuberantes que han dado obras
superiores, pero al precio de una arquitectura
masiva deficiente.
El arquitecto se desorienta fácilmente y yerra a
menudo, y el más consciente percibe la dificultad del
medio, y se repliega en una arquitectura autista.
Algunos, intentando convertir en virtud una
circunstancia ambivalente, defienden la
autonomía de su obra ante cualquier contexto.
En determinados casos esta actitud está
justificada: hay ámbitos inertes que necesitan
refundarse; pero no es una conducta que pueda
generalizarse sin el riesgo de minorar la misma
arquitectura, o de exhibir una arrogancia
inconsciente que acentúa la estridencia
universal.
Los arquitectos vindicamos a menudo la
diferencia, que es una categoría de la
complejidad, pero no nos damos cuenta cuando
caemos en la indiferencia, categoría del
aburrimiento.
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