Sobrevuelan altas cigüeñas pardas largos días que aún no tienen

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EL ADVENIMIENTO (Lamia 3)
Pardas cigüeñas sobrevuelan amaneceres de días que aún no
tienen nombre…y más abajo, sobre una lengua de tierra que se
acurruca entre el río y la loma que llaman de la “Gran Piedra”,
burbujean desnudos los cuerpos de grises criaturas en febril
danza mística.
Polvo que se convierte en costra sobre máscaras de cuero a
cuyas ventanas asoman, rojas de éxtasis, miradas.
Y entre todos, sobresale Ella por encontrarse grávida. (hoy no
podrá danzar como los demás). Despertó bajo el primer guiño
del sol nuevo con sus muslos húmedos por una sustancia
opaca. Ha bajado hasta el río y con torpeza se ha aseado pese
a que no dejan de manar regueros de aguas oscuras que buscan,
pertinaces, sus tobillos.
Se han extendido a lo largo de toda la mañana gris y abúlica
los tambores y las coriáceas suelas de cientos de pies han
amartillado el barro seco hasta elevar una colosal plegaria de
humo que nubla los anhelos, adormece las conciencias, aturde
al grácil y majestuoso vuelo de las aves primordiales. Es el
cuarto Periodo de la Cigüeña y a la sombra de un arbusto de
brezo, Ella ha aullado mientras estiraba, al borde del colapso
de los tejidos, su cuello hacia el cielo en un ángulo imposible.
Con feroz desdén ha escupido su dolor cuando arrojaba al
mundo a su hijo.
No obstante la jauría no ha tardado demasiado en percibir el
olor a sangre nueva, a vida y a trasnochados humores,..
(la ignorancia fanatizada acaba siempre arrasando por
doquier, alcanzando mucho más allá de lo que abarca la
indiferente y fría inercia de la propia naturaleza) .Fue así
como en aquella noche de zozobra y decadencia, el miedo se
hizo tea, fuego que devoró en un breve instante de sinrazón e
impotencia la sucinta masa de tiernos tejidos nuevos que
recién acababa de intercambiar los fluidos de su interior por
una brizna de aire sucio y polvoriento. Cuando Ella recobró la
conciencia, pudo contemplar con horror cómo los restos de lo
que apenas fuera su hijito se retorcían irremediablemente
acunados en brazos de un crimen grotesco, ensartados en una
larga vara gris como la vida, agitando apenas sus escuálidas
piernecitas en el furor de las llamas. Alcanzado el clímax, la
jauría atronó extasiada mientras los tambores se hacían
adultos en su danza de muerte.
Cayó de bruces, destrozando cartílagos, masticando las
mismísimas piedras hasta hacer saltar el valioso esmalte de sus
escasos dientes. Respirando polvo arañó con saña el suelo y la
desesperación se sublimó hasta los imponentes altares del
horror cuando sus uñas quedaron clavadas como estacas
sanguinolentas, inútiles estandartes de muerte. Por su boca,
fuente de espuma y hiel, bramó a la noche inconmovible hasta
que el horrísono desafío a la Parca trocó en borboteo por la
sangre de su garganta rota. Y al fin, al límite de toda
resistencia, se desplomó y solapándose con el rictus demencial
de su faz, la sombra del buitre habitó sus córneas.
Los tambores callaron. El silencio se hermanó con el frío
cuando las ascuas cambiaban su ropaje bermejo por un gris de
sepultura bajo unos huesos de cristal calcinados. Entonces, el
umbral de la locura se instaló ante Ella y la hembra, sin mirar
atrás, lo cruzó.
………………………
El viento de la memoria rastreó por muchas lunas sus pasos
desprovistos de alma. Fabulosas tormentas de polvo y fuego
sepultaron sus huellas y barrieron sus ojos desprovistos de luz,
antesala de un lago de negros rumores que conducía a ninguna
parte. Una y otra vez, mil veces la luna, misericordiosa, quiso
envolver en un sudario de paz el reseco crepitar de su pecho.
Otras tantas el barro le sirvió de alimento, las espinas de
cama, el dolor de sustento.
…………………………
Una tarde de luces inciertas y andrajoso cielo, Ella atisbó en
el horizonte un fabuloso farallón de roca cruda y nueva cuya
silueta ciclópea rielaba mansa sobre el espejo de una lenta
bahía. Le costó avanzar lo indecible hasta poder divisar
rastros de vida humana en aquel entorno. A la postre, observó
cómo dos mujeres bajaban a la orilla acogedora a lavar unos
despojos. Una de ellas exhibía el perfil de un vientre pleno
bajo la anormal tersura de una piel al límite de su resistencia.
La enfermiza luz de la tarde rebotó como ave asustada sobre
las dos siluetas y se alojó, a velocidad demencial, en la cripta
condenada de la mente de Ella. Miraba, no, devoraba a las
hembras con ojos extraviados mientras su mano iba
arrancando puñados de ortigas para llevarlas a la boca.
Se agachó. Tomó un sorbo de agua cenagosa de entre sus
palmas y escupiendo restos de verdes tallos por sobre su
hombro, estraza sobre marfil, avanzó, resuelta, como no lo
había hecho en mucho tiempo.
………………………………………….
La estuvo observando durante varios crepúsculos de oro,
cobre, fuego y sangre, con una meticulosidad rayana en lo
divino. La conocía ya tan bien como a su propia hambre, a su
misma sed. Y por fin le llegó la oportunidad largamente
anhelada: una tarde en que la vio venir sola desde el poblado,
no le resultó difícil acecharla hasta impedirle cualquier
posibilidad de escapatoria. Allí mismo, junto a unas jarcias,
alzó la piedra y con asombrosa tranquilidad quebró la
resistencia del hueso frontal del cráneo de la mujer que apenas
pudo emitir un susurro gutural antes de desplomarse. Fue
como partir una cáscara de nuez, como aquellas de las que se
había venido alimentando desde hacía tanto…Entonces, un
temblor de párvulo placer sacudió sus miembros de arriba
abajo, como hacen los niños ante la proximidad de un
acontecimiento sumamente excitante…incluso llegó a brincar
sobre sus pies desnudos mientras restregaba sus ojos
purulentos con los puños cerrados de pura emoción. Para Ella
solo existía un horizonte en su particular infierno de
desolación y en él tan solo se veía a sí misma portadora del
fruto ajeno, inserto y acunado en su propia entraña. Para ello
debía antes que nada robarlo de la ya inútil envoltura que
comenzaba a enfriarse bajo el guiño de la primera estrella
otoñal. Sus inmundas uñas endurecidas y melladas como
esquirla de pedernal, realizaron, con cierta maestría, la labor
de sajar la piel de fruto maduro. Más justo cuando acababa el
larguísimo corte de quirúrgica precisión, no tuvo la suficiente
habilidad para retirar las manos a tiempo y así esquivar los
sucesivos chorros de fluidos que brotaron, como de una
colección de ominosos surtidores, desde el interior de la
pavorosa hendidura: líquido amniótico, luego sangre,
contenido fecal, bilis, por último. No tenía nada que vomitar
pero aún así lo hizo mientras se le doblaban, súbitamente
blandas, las rodillas.
…………………………….
Y tras la muerte… más vida (siempre), sonrosados algodones
de piel apenas estremecida al compás del titilar lejano de los
astros que los contemplan sórdidos, tan callados…la efímera
esperanza de un proyecto destinado a no ser, casi a la vez que
apenas roza, con los tibios dedos de la inocencia, la razón de
su advenimiento…Ella no podía saber…lo tomó entre las
zarzas de sus dedos y gimiendo de deseo y plenitud, de puro
placer…se lo comió.
……………………………………..
Durante demasiados atardeceres Ella se arrastró a través de
núcleos habitados por criaturas confusas y grotescas,
quebrando el tallo de la vida e ingiriendo la enfermiza
esperanza de su fatal delirio, una y otra vez,
Una mañana de cruda luz, por la ofrenda del ajado bronce de
su rostro tendido al cielo, cruzó otra sombra. Esta vez fue la
de su propia muerte que acudía sobre las alas rotas de un
agónico milano. Los hombres se abalanzaron sobre su patética
escualidez y la ataron. Durante el resto del día fue arrastrada
hasta el terruño que la vio tomar sus primeras bocanadas de
aire y luz terrosa y allí mismo, esa preciosa noche, la arrojaron
a la hoguera.
La cigüeña cruzó hasta tres veces por sobre la inmensa tea que
se realimentaba con la grasa chisporroteante del cuerpo de la
ajusticiada, antes de alcanzar el nivel de térmica necesaria
para elevarse lo suficiente y poder volver al nido.
Fue entonces cuando ocurrió: durante un suspiro de luz, (lo
que tarda una estrella en recobrar su color verdadero tras una
breve tremulación cromática), la jauría acalló sus voces y el
crepitar mismo del infierno detuvo su feroz discurso de
destrucción cuando se dejó oír, restallando con violencia en el
ábside de la cúpula del dolor infinito, el látigo de una macabra
risotada.
Fue suficiente tan solo ese mísero instante de confusión para
que el alma de Ella, espoleada por las más altas llamas de la
pira, en un grácil escorzo inmaterial, levitara hasta fundirse
con el cuerpo del ave que pasaba.
Y así fue cómo creciendo desde el corazón mismo de la
hoguera, rasgó con rabia sin par el tejido de la noche, la
descomunal carcajada de victoria que hizo estremecerse en sus
telúricas moradas a un mundo joven todavía, mientras una
cigüeña volaba…arriba, y más arriba, hacia el abismo vertical
de su propia maldición.
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P.S. Los astros han variado muchas veces su disposición sobre el negro tablero de la realidad. Ahora
los hombres han adquirido nuevos dones y saberes y con ellos, recientes derechos sobre todo lo creado.
Dominan la magia de poner palabras a sus días, sueños, anhelos y prejuicios. Si me preguntan quien
eres te llamaré Lamia, (aunque siempre fuiste Ella) aquella que por el más puro amor, devoró el fruto
de sus entrañas.
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Según el historiador griego Duris de Samos, Lamia era una reina de Libia a la que Zeus amó,
hija de Poseidón o Belo y Libia (escolio a las Avispas de Aristófanes, verso 1035 y escolio a la
Paz del mismo autor, v. 758). Hera, celosa, la transformó en un monstruo y mató a sus hijos (o,
en otras versiones, mató a sus hijos y fue la pena lo que la transformó en monstruo). Lamia fue
condenada a no poder cerrar sus ojos, de modo que estuviera siempre obsesionada con la
imagen de sus hijos muertos. Zeus le otorgó el don de poder extraerse los ojos para así
descansar, y volver a ponérselos luego. Lamia sentía envidia de las otras madres y devoraba a
sus hijos. Tenía el cuerpo de una serpiente y los pechos y la cabeza de una mujer.
PERIKO ´08
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