Homilía vigilia de Pentecostés Capítulo general ofm Santa María de los Ángeles, sábado 30 de mayo de 2009 Con asombro nos hemos introducido en esta celebración, suplicando con fuerza: “Veni Creator Spiritus”. ¡Es Pentecostés! Hoy celebramos el descenso del Espíritu vivifivador, hoy el Espíritu Santo es derramado sobre toda la tierra, a cada hombre. En esta noche santa, como hemos orado al inicio de la Vigilia: se “renueva el milagro de Pentecostés”. Estamos aquí para celebrar el misterio de la contemplación de la luz, en la escucha de la Palabra, en silenciosa adoración a la eucarística, haciendo esto junto con María, Nuestra Señora de los Ángeles, la Esposa del Espíritu Santo, que una vez más acompaña a los discípulos de su Hijo y ora junto con ellos en ardiente espera del don del Espíritu Santo. Iniciamos nuestra celebración cantando el símbolo de la luz: “Accende lumen sensibus, infonde amorem cordibus”. En la Saraga Escritura el Espíritu Santo nunca proclama su nombre propio, pero siempre dice el del Padre y el del Hijo. No nos enseña a decir: Ruaj, que es su nombre, sino Abbá, que significa Padre, y Maranatha. Es decir, ¡Señor Jesús! El Espíritu se revela revelando a las otras personas. Desconocido, que es el que hace conocer toda cosa. Por tanto, el Espíritu Santo es luz; luz en el sentido que ilumina las cosas, permaneciendo ella misma escondida. Sin embargo, es precisamente por ello, que él se da a conocer por quello que San Basilio Magno enseña fundamentado en la profunda observación que sostiene que “lo que se debe ver, es visto, junto con lo que se ve”. Mostrándonos al Hijo – que es la imágen de Dios y el esplendor de su gloria – el Paráclito se revela a sí mismom (Basilio Magno, Sobre el Espíritu Santo, XVI 64 PG 32,185 ). Esta noche, la iluminación del Espíritu nos permite hacer una experiencia de Cristo, luz de luz, esplendor de la gloria del Padre (cf. oración inicial), y de recibir junto al Padre y al Hijo al mismo Espíritu vivificador. Por tanto, la iluminación del Espíritu Santo nos permite hacer una experiencia de Dios Uno y Trino. Y es bajo esta luz que nosotros hemos escuhado y aceptado en el agradecimiento de gracias la Palabra de Dios que hemos proclamado. Una palabra que ilumina una vez más nuestra vida y nos ayuda a entrar en la profundidad del misterio que estamos celebrando con toda la Iglesia, haciéndonos comprender de qué manera obra el Espíritu Santo en la vida del mundo y de los creyentes. Recorramos brevemente los textos proclamados. El día de Babel marcó para los hombres la desgracia de la división por la imposibilidad de comunicarse. En el día de Pentecostés se restaura gozosamente la posibilidad del diálogo a través del poder redentor del sacrificio de Jesús. Él no murió por una nación, sino para reunir a todos los hijos de Dios que se encuentraban dispersos. De esta manera, como hemos orado, la tierra se puede convertir en una sola familia, y cada lengua pruede proclamar que Jesús es el Señor (cf. oración a la primera lectura). Al aceptar el don del Espíritu estamos llamados a ser signos e in strumentos de unidad. Al pie del Sinaí, Dios elige a un pueblo.Él siempre elige. Él prefiere a los pobres para hablar de su amor; él escogió a los discípulos para hacerlos testigos de la resurrección. Pero, a su vez, también el elegido de Dios se ve obligado a tomar decisiones: los acontecimientos de los que es testifo no son simples hechos de la historia: lo comprometen directamente. Quien ha sido liberado, se siente llamado a su vez a una obra de liberación. El fuego del Sinaí es el mismo fuego del Cenáculo. Nace un nuevo pueblo llamado a hace conocer la salavación y la liberación que Cristo nos trajo. En esto nos convertimos cuando acogemos el don del Espíritu Santo. El Espíritu que nosotros invocamos, para que descienda abundantemente sobre todos nosotros, es el Espíritu del Señor que da vida. La visión de Ezequiel es muy elocuente a este respecto. El desierto de los huesos secos y áridos, vivificados por la Palabra de Dios y del Espíritu, se convierten en símbolo de Israel, sin esperanza, al cual Dios le promete supervivencia y la libertad. La nueva vida que el Espíritu Santo dona continuamente a su Iglesia es la permanente resurrección que transforma nuestras vidas y nos hace capaces de esperanza en las distintas circunstancias de muerte. En Jerusalén el día de Pentecostés, los discípulos proclaman en varios idiomas las poderosas obras de Dios y todos compendían el mensaje de la salvación. De esta manera, se cumpió lo que predijo el profeta Joél: un pueblo entero es capaz de profetizar. El Espíritu nos hace testigos y profetas. Eso es lo que cumple en nosotors el Espíritu Santo, llevando a cumplimiento toda la historia de la salvación. El Espíritu Santo, como afirma la IV oración eucarística, es el que nos ayuda a vivir no ya para nosotros mismos y a perfeccionar la obra de Dios en el mundo llevando a cabo toda santificación. El apóstol S. Pablo nos recordó que el Señor nos ayuda en nuestra debilidad. Es él quien ora por nosotros, es él quien nos hace comprender los misterios del reino de Dios, es él quine nos hace entrar en la intimidad de Dios. Nosotros recogemos el grito de Jesús que resuena fuertemente para nosotros en esta noche: “El que tenga sed venga a mi y beva quien crea en mi. Como dice la Escritura: “de su seno fluirán ríos de agua viva”. Es un recordatorio de quitarse la sed con aquella agua que brota y que es el Espíritu Santo, don de Cristo Resucitado. Es en Cristo que nuestra vida tiene sentido y quien hace experiencia del Espíritu, es decir, de esta agua viva, de esta surgente que brota para la vida eterna, encuentra a Cristo y es llamado a hacer conocer a los demás, que sólo Cristo es el amor gratuito, que sacia el corazón del hombre. Cuando en el corazón del hombre alberga el Espíritu Santo, cuando él habita dentro de nosotros, la vida cambia. Cambia nuestra mentalidad, nuestro modo de pensar y actuar: no vivimos ya para nosotros mismos, sino que vivimos en el don y el perdón. Vivimos por el Resucitado. Así pues, la Pascua se cumple en nuestras vidas y no sólo en el tiempo litúrgico. Creo que nunca han sido tan actuales las palabras de Pablo VI que en la audiencia del 29 de noviembre de 1972 dijo: “Qué necesidades, primeras y últimas, advertimos en nuestra bendita Iglesia?”. Y nosotros, Hermanos Menores, podemos añadirnos a la pregunta, al estar quí reunidos en la Porciúncula para el Capítulo general, “¿Qué necesidades advertimos en nuestra fraternidad universal?”. Pavlo VI respondía y decía: “Advertimos la necesidad del Espíritu, del Espíritu Santo, animador y santificador de la Iglesia, su respiro divino, el viento de sus velas, su principio unificador, su fuente interior de luz y de fuerza, su sostén y su consolador, surgente de carismas y de cantos, su paz y su gozo... La Iglesia tiene necesidad de un perenne Pentecostés; tiene necesidad de fuego en el corazón, de palabras en la boca, de profecía en la mirada... La iglesia tiene necesidad de sentir fluir por todas sus facultades humanas la ola del amor, de aquel amor que se llama caridad, y que se ha difundido precisamente en nuestros corazones por el Espíritu Santo.” Quizás es propiamente por esta razón que Francisco quería que sus hermanos se reunieran en Capítulo en el tiempo de Pentecostés. Quizás esto es lo que entendía, al declarar que el ministro general de la Orden es el Espíritu Santo. Quizás esto es lo que quería y quiere para sus hermanos: “sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben de desear tener el Espíritu del Señor y de su santa operación” (Rb X, 8). A la Virgen María que Francisco invoca y saluda con los títulos de “hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espítitu Santo” (Ofp, Antifona 2) confiamos nuestras vidas y la comprensión de cuanto el Espíritu dice hoy a su Iglesia, a toda nuestra Orden y a cada uno de nosotros. “El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice...” (Ap 2,7) en esta noche de gracia.