TEMA V: LA LITERATURA DEL SIGLO XVI (I)

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TEMA V: LA LITERATURA DEL SIGLO XVI (I).
I. HISTORIA Y SOCIEDAD
1. Economía y organización social
Durante el siglo XVI, las relaciones de producción eran
abiertamente capitalistas en gran parte de Europa. En la nueva
organización económica, el mercado local, casi autosuficiente, ha
sido sustituido por la economía monetaria. En ella, el campesino
medieval, que pagaba al señor parte del fruto de su trabajo, va
siendo sustituido por el trabajador, que ya no es dueño del
producto de su esfuerzo, sino que trabaja a cambio de un salario.
El ser humano mismo, su fuerza de trabajo, se transforma así en
mercancía que se puede comprar por un precio. El dinero se
convierte, pues, en una fuerza omnipotente. Todo esto tiene
enormes consecuencias en la sociedad y en la vida cotidiana de
las gentes: las ciudades experimentan un gran auge, como centros
de producción, intercambio y comercio; la agricultura tiende al
monocultivo y no a la producción para el abastecimiento; el
comercio, la circulación monetaria, así como las vías y medios de
comunicación, muestran un vertiginoso crecimiento; los bancos y
los banqueros poseen cada vez más relevancia y más poder.
La burguesía es la clase social ascendente y, conforme atesora
bienes, se torna más conservadora, se acerca a los centros de
poder, tiende a imitar a los grandes señores comprando tierras y
viviendo de rentas, en suma, adquiere los rasgos de una clase
dominante. La aristocracia, por su parte, se acomoda a los nuevos
tiempos y se vincula con la alta burguesía.
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Públicamente, se configura un estado centralista y
poderoso, que elimina fronteras comerciales interiores, unifica
legislaciones e impuestos, lo que se concreta en el absolutismo
monárquico, en la creación de los estados nacionales, en el
fortalecimiento del aparato burocrático estatal y la aparición del
ejército profesional.
Para esto es esencial la formación de una conciencia nacional
que haga a los habitantes de un Estado sentirse miembros de una
misma comunidad: aparecen las ideologías nacionalistas, que tan
características serán del mundo moderno.
Todo este gran cambio socioeconómico no se produce sin
fuertes tensiones: revoluciones de campesinos y otros asalariados
urbanos, guerras constantes entre las nuevas naciones europeas,
ruptura en el seno de la iglesia de Roma y aparición del
protestantismo, etc.
2. Pensamiento y cultura en el siglo XVI: el Renacimiento
El término Renacimiento es un vocablo de la historiografía que
desde el siglo XIX define el período cultural y social posterior a la
Edad Media. Alude al renacer de los estudios clásicos y a la
veneración por los autores grecolatinos. Es como un puente
tendido por encima de la Edad Media hacia la Antigüedad. A este
fenómeno hemos aludido ya al hablar del Humanismo,
movimiento cultural iniciado en Italia que, considerando al
hombre centro del universo, dedica sus esfuerzos al estudio de
las letras humanas.
Estos estudios acaban por extenderse a todas las ramas del saber
y configuran una visión del mundo inseparable de las nuevas
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condiciones socioeconómicas de la época. La cultura, las letras y
las ciencias permiten el desarrollo de lo material y de las
actividades prácticas, pero es también lo que sustenta y favorece
el ejercicio de la política y lo que justifica el nuevo orden social.
La cultura es necesaria para la gobernación de los estados y de
ahí las exenciones y privilegios que los reyes conceden a las
universidades, pues en ellas se forman médicos, juristas, etc., pero
también porque, al apoyar el saber, reyes, aristócratas y otros
poderosos exhiben su preocupación por unos bienes no
materiales. No en vano, esta es la época del florecimiento de los
“mecenas”, protectores de artistas y escritores, como Alfonso V,
el Magnánimo, en Nápoles -en cuya corte poetas castellanos,
aragoneses, catalanes se ponen en contacto con numerosos
humanistas italianos-, el famoso Lorenzo de Medicis en Florencia,
el mismísimo papa León X.
En consecuencia, los rasgos más significativos de la cultura
renacentista están en consonancia con la mentalidad burguesa. Se
destaca la dignidad del hombre, centro del mundo y dueño de
sus destinos, lo cual se opone al teocentrismo e inmovilismo de
la sociedad estamental medieval. Estamos ante el típico
individualismo burgués. Ello explica también el intenso
vitalismo (ya presente en la cultura popular medieval), que se
manifiesta tanto en el arte y en la literatura de este período como
en el esplendor casi pagano de cortes y palacios, con sus fiestas y
lujos. Se canta al amor y a los placeres, en una sociedad civil muy
secularizada y alejada ya de la concepción teocéntrica medieval.
Es una época de optimismo en la que se piensa que el hombre
es la medida de todas las cosas. El universo y la naturaleza
parecen estar a disposición del ser humano, que, con la ciencia y
la técnica, se cree capaz de dominarlos. El racionalismo, por
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tanto, será un rasgo distintivo de la nueva época. La confianza en
el poder de la razón explica el surgimiento de una idea bien
fecunda desde entonces: la idea del progreso. Según ella, la
economía y el mundo material pueden avanzar de forma
indefinida y también el hombre en el terreno moral. Se considera,
entonces, que el saber puede hacer mejor al hombre. Estas
nuevas ansias de perfeccionamiento personal tienen relación con
la extensión de las ideas neoplatónicas, de tanta influencia en el
pensamiento renacentista. Según los filósofos neoplatónicos, la
realidad material no es sino una manifestación de un orden
espiritual superior, armónico y perfecto, que el hombre pretende
alcanzar, bien sea a través del conocimiento, bien mediante otros
caminos (el amor, la belleza natural, etc.).
Sin embargo, por otro lado, racionalismo y progresismo ocultan
que el aprovechamiento de todas las potencialidades humanas se
dirige sobre todo al enriquecimiento, a atesorar bienes y
propiedades, lo que es contradictorio con los ideales del
Humanismo. Por ello, pronto surgirá la insatisfacción en el
intelectual humanista, que lo llevará a proponer profundas
reformas, a propugnar utopías o, finalmente, a caer en el
escepticismo o en el desengaño. “Utopía” será precisamente el
título de la obra publicada en 1516 por el humanista inglés
Tomás Moro.
Carácter reformista tendrán también las ideas del holandés
Erasmo de Rotterdam, el más importante humanista del
Renacimiento. Erasmo propugnaba una religión pura, desprovista
de ceremonias exteriores y de hipocresías, una religiosidad íntima
y personal, libre de todo tipo de supersticiones. Censuraba, por
tanto, la veneración popular, alentada por la Iglesia, de reliquias o
de santos. Obras suyas son Enquiridion o Manual del caballero
cristiano (1502) o Elogio de la locura”, de gran influencia en Europa.
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El deseo de una renovación religiosa culminará pronto en una
fragmentación de la Iglesia cristiana con el auge de la reforma
protestante promovida por Martin Lutero, quien en 1517 se
opuso expresamente al deseo del papa León X de construir la
basílica de San Pedro de Roma. La reforma luterana, continuada
entre otros por Zwinglio y Calvino, se extendió rápidamente por
el norte de Europa. El luteranismo, que propone la vuelta a la
pureza evangélica y defendía una religiosidad individual, basada
en el libre examen y en la lectura personal de los libros sagrados,
supone una propuesta religiosa acorde con la nueva sociedad
burguesa que se desarrolla por Europa. Al espíritu individual
propio de la burguesía correspondería una religión basada en la
moral personal del individuo.
Ante estas propuestas de renovación religiosa, la Iglesia Católica
convocó a mediados de siglo el Concilio de Trento, en el que se
definieron los dogmas católicos esenciales en un intento de hacer
frente a la expansión del protestantismo. Esta reacción dará lugar
a un movimiento religioso y político denominado
Contarreforma, en el que desempeño un importante papel la
poderosa España de la segunda mitad del siglo XVI y la orden
religiosa de los jesuitas, fundada por Ignacio de Loyola en 1532.
Es, por tanto, el siglo XVI una época de cambios
trascendentales en todos los órdenes. Baste mencionar en el
campo científico figuras como Copérnico, quien demostró que
era el sol el centro del sistema solar, y que fue secundado por
Kepler y por Galileo. En el terreno artístico la lista de nombres
sería interminable: Rafael, Miguel Ángel, Fray Angélico, Piero
della Francesca, Boticelli, Brunelleschi, Palestrina, Antonio de
Cabezón, Tomás Luis de Victoria…
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Y, claro está, la nómina de escritores es excepcional: Ariosto,
Castiglione, Maquiavelo, Bembo y Tasso (Italia); Rabelais,
Ronsard y Montaigne (Francia); Sa de Miranda y Camoens
(Portugal), Marlowe, Shajespeare (Inglaterra).
Este auge histórico-cultural es indisociable de las nuevas
condiciones históricas. El hombre, centro del universo
(antropocentrismo), se descubre capaz de obras y hacer. El arte se
ha liberado de la tutela religiosa, tiene autonomía. Literatura y arte
son, en este sentido, representativos de la ideología burguesa
ascendente: individualismo, genio creador, mecenazgo, prestigio,
distinción, etc., son todos ellos valores de la nueva mentalidad.
La cultura y, por tanto, la literatura, tendrán en adelante un
carácter urbano, pues solo en las ciudades populosas y
universitarias podía darse, materialmente hablando, la vida
artística, ligada precisamente a una clase social urbana.
Conviene indicar que el movimiento cultural renacentista es
pronto signo de distinción de determinados núcleos sociales. La
cultura se va convirtiendo en coto cerrado de los entendidos, los
intelectuales humanistas. El latín es, en este sentido, el idioma
apropiado para entenderse entre ellos por encima de las fronteras.
3.España en el siglo XVI
La situación política a comienzos de siglo es muy confusa. La
muerte en 1504 de la reina Isabel abre una serie de regencias que
demuestran que la unidad española es todavía precaria, pues los
castellanos rechazan todavía la autoridad del aragonés Fernando.
En 1517 llega a España el nuevo rey, Carlos I, pero pronto
estalla en Castilla la violenta sublevación de las Comunidades, un
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intento de limitar los poderes de la nobleza y de la aristocracia y
de defender los intereses de la incipiente burguesía. Pero la alta
burguesía (exportadores laneros de Burgos) y la nobleza apoyan al
poder real y la derrota de Villalar (1521) significa el fin del
movimiento comunero y el triunfo de los intereses aristocráticos
y laneros de la Mesta.
Por esas fechas, se produce la rebelión de las Germanías
valencianas, luchas antiseñoriales que son aplastadas por la
Corona.
Todo ello revela l contradicción entre un Estado con distintas
nacionalidades y un rey que es emperador y cabeza de un vasto
Imperio: España, Alemania, Flandes, América, plazas del norte de
África, posesiones europeas… La política imperial no coincide
con los intereses castellanos ni de los otros pueblos. Pese a las
riquezas americanas, los gastos de las continuas guerras llevaron a
la quiebra de la hacienda estatal y Carlos I hubo de acudir a
onerosos préstamos de banqueros europeos, especialmente
alemanes.
Estas dificultades económicas se agravarán en la segunda mitad
del siglo XVI, durante el reinado de Felipe II. Se producen tres
bancarrotas, las guerras se suceden (Países Bajos, Alemania,
Imperio Turco, Francia, Inglaterra). También en el interior de
España la inestabilidad es notable: guerra de los moriscos
granadinos, revueltas en Aragón, etc. En 1580, se produce la
anexión de Portugal y, por tanto, la unidad territorial peninsular.
Las guerras ocasionan la despoblación del campo y de algunas
ciudades importantes, el aumento de los impuestos, la crisis de la
hacienda. El fracaso de la Armada llamada Invencible en 1588
muestra con claridad el período de decadencia del Imperio
español, que se prolongará durante siglos.
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Socialmente, la nobleza sigue teniendo durante el siglo XVI una
importancia preeminente: potencia económica, influencia social,
propiedades inmensas, rentas considerables. Sin embargo, existe
toda una jerarquía entre los aristócratas: en la cúspide, la alta
nobleza (grandes, duques, condes y marqueses); luego, los
caballeros (miembros de las órdenes militares, propietarios de
señoríos y tierras, oligarquía urbana); en último lugar, los hidalgos.
Todas estas categorías de nobles gozan de grandes
privilegios, sobre todo el de la exención fiscal, de ahí el interés
por conseguir al menos la categoría de hidalgo. Este afán de
hidalguía lleva a que su proporción dentro del conjunto de la
población sea de más del 10% (norte de Castilla, Asturias, León,
etc.). La carga tributaria recae sobre campesinos y comerciantes,
por lo que burgueses y funcionarios estatales trataron como
pudieron de conseguir la categoría de hidalgo (compra legal del
título, sobornos, adquisición de tierras y señoríos).
Durante el XVI se refuerzan los valores nobiliarios y se acentúa
el desprecio hacia el trabajo manual. Proliferaban, por otra parte,
en las ciudades, vagabundos, pordioseros y mendigos que van de
un lugar a otro en busca de alimentos.
El panorama social español quedaría incompleto sin hacer
referencia al problema de las minorías religiosas de judíos y
moriscos.
Tras la orden de expulsión de los judíos a finales del XV, una
parte de la comunidad decidió abandonar el país y otra
convertirse al cristianismo y permanecer en España. Aquellos
marcharon a sitios muy diversos, como Portugal, norte de África,
Francia, Países Bajos, Italia, Europa oriental, formando allí las
comunidades sefardíes y manteniendo sus tradiciones y su lengua,
el castellano de la época o sefardí. Los conversos no formaron un
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grupo homogéneo; muchos continuaron practicando su antigua
religión en secreto; otros no profesaban ninguna y algunos se
convirtieron sinceramente al cristianismo. Los conversos o
cristianos nuevos fueron vistos siempre por los cristianos viejos
con suspicacia y en muchos casos fueron perseguidos por la
Inquisición.
Muchos judeoconversos desempeñaban actividades mercantiles
o intelectuales y tenían, por tanto, una posición social influyente,
razón por la cual fueron acosados con saña. La comunidad
morisca, por el contrario, ocupaba el último lugar de la escala
social. Eran, por lo general, agricultores muy pobres, jornaleros al
servicio de los señores, que mantuvieron sus costumbres y fueron
también víctimas de prejuicios de casta y de persecuciones.
Culturalmente, el Humanismo español conocerá su época de
máximo apogeo en el primer tercio del siglo XVI. A España
llegan importantes humanistas italianos y las universidades de
Alcalá de Henares (1508) y de Salamanca se convirtieron en
centros humanísticos de primer orden.
En la segunda década del XVI se publica la obra maestra de la
imprenta española en esta época: la Biblia Políglota Complutense.
Entre los humanistas españoles destacan nombres como Nebrija
o Francisco Sánchez de las Brozas, El Brocense. Este pujante
humanismo español de principios de siglo se ve vivificado con la
influencia del erasmismo. Los tratados de Erasmo habían
comenzado a traducirse al castellano a principios del XVI. Lo más
selecto de la intelectualidad española defiende las ideas del
holandés: Luis Vives, los hermanos Juan y Alfonso de Valdés,
escritores, profesores, cortesanos, eclesiásticos…Puede que el
auge del erasmismo en España no fuera ajeno al problema
hispano de los conversos, quienes verían con lógica simpatía las
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ideas erasmistas de renovación religiosa que predicaban un
cristianismo más evangélico y más tolerante.
El erasmismo, sin embargo, cayó rápidamente en desgracia,
como consecuencia de la reacción católica ante el peligro
protestante. En adelante, la ortodoxia defendida por la
Inquisición, sobre todo tras el Concilio de Trento (1545-1563),
será inflexible. Esto significará también la decadencia inexorable
del humanismo español. Las pretensiones de promoción social, el
ideario educativo y el trabajo filológico de los humanistas serán
vistos con desconfianza cuando no con cierta hostilidad.
En 1588 se prohíbe a los españoles seguir estudios en
determinadas universidades europeas. Al año siguiente se publica
el primer Índice de libros prohibidos, que es luego seguido de
otros. Se instaura la censura. Los libros, cuya difusión gracias a la
imprenta alcanzaba ya notables proporciones, son desde entonces
vistos por el poder como un peligro potencial. Este fenómeno se
produce también en el resto de Europa, donde libros y
pensadores son perseguidos con saña. Baste recordar el caso del
español Miguel Servet, quien, a causa de sus polémicas teológicas
con Calvino, fue quemado en la hoguera en Ginebra (1533).
Los lectores eran muy variados. La mayor parte de la población
era analfabeta y debería de ser corriente la lectura en voz alta para
un grupo, sobre todo los libros de caballerías. Esta población,
sobre todo rural, mantendría la tradición literaria oral. Los
núcleos alfabetizados más importantes se encontrarían en las
ciudades entre aristócratas, eclesiásticos y burgueses, que
consumirían un tipo de literatura acorde con sus gustos e
intereses: temas aristocráticos e idealistas, temas religiosos, temas
satíricos, etc.
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