CURSO DE FORMACIÓN PERMANENTE EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (III) COMENTARIO A LA PRIMERA PARTE DEL CATECISMO El Catecismo arranca preguntándose qué significa creer. Y, desde el número 26, afirma que la fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dándole al mismo tiempo una luz sobreabundante para hallar el sentido último de la vida. La fe es, pues, el resultado de un encuentro. Dios quiere darse a conocer a los hombres, mientras que se supone en los hombres la actitud de búsqueda de Dios. De ahí que la primera parte del Catecismo esté dedicada a hablar de cómo el hombre busca a Dios, para, a continuación, exponer lo relativo a la Revelación divina. EL HOMBRE ES CAPAZ DE Dios El número 27 del Catecismo comienza diciendo que la búsqueda de Dios nace del deseo de Dios que los hombres llevan inscrito en su corazón. Y es Dios mismo, creador del hombre, quien ha puesto ese anhelo en su interior. Un anhelo que le lleva a salir de sí, a trascenderse, a preguntarse por el sentido último de todo lo que ve y también de lo que no ve. El hombre, por tanto, es entendido como una criatura de Dios que no tiene otro fin que Dios mismo. Y Dios, por su parte, es presentado atrayendo a los hombres hacia sí, para que en Él encuentren la verdad y la dicha, que de un modo u otro, no pueden nunca dejar de buscar. Estamos, pues, en lo que para la teología clásica eran los preámbulos de la fe, y que hoy se prefiere llamar "teología fundamental". Una disciplina que se pregunta por las condiciones de posibilidad tanto de la revelación divina como del acto de fe. Su objeto formal es bastante resbaladizo, ya que no se pregunta por lo que creemos (o qué es lo que creemos), sino cómo es posible creer; qué es la fe; cómo Dios se puede comunicar al hombre; cómo el hombre puede alcanzar a Dios, etc. El propio título del capítulo primero del Catecismo: «El hombre es capaz de Dios», es ya toda una declaración de intenciones. Supone una visión de la humanidad capacitada para conocer a Dios y para entrar en diálogo con Él. Supone, además, capacidad real por parte de los hombres para poder comunicar lo que conocen, entienden y experimentan del misterio de Dios. Un Dios que ciertamente es inefable y que está más allá de cualquier definición, pero que, de algún modo, al revelarse, se ha hecho presente en el espacio y en el tiempo, y, en consecuencia, se ha hecho alcanzable e interpretable desde categorías espaciotemporales que los hombres pueden y saben manejar. 1 Dios no es una realidad demostrable, porque no es ni un ente de razón (un a priori, una mera condición de posibilidad o el resultado de una abstracción) ni tampoco un objeto material al que tengamos acceso empírico. Sin embargo, el acceso a Dios ni es irracional, ni tampoco se hace más allá o fuera de la experiencia. La razón humana puede conocer a Dios (y, para los creyentes, la razón tiene capacidad natural para ello). Y, los hombres, de hecho (como se pone de manifiesto a lo largo de la historia del pensamiento y de las civilizaciones), partiendo de la experiencia, han llegado naturalmente al conocimiento de Dios y han reconocido la existencia de un Ser personal, que es bueno, que es justo y providente, que es eterno, principio y fin de todo. Mas lo que el hombre descubre de Dios nunca llega ser un factum apodíctico, innegable, irrefutable, ni siquiera su existencia. Dios queda más allá. Por eso también afirmamos que sólo desde la fe se da el acceso pleno a Dios. Y la fe es siempre un salto. No un salto en el vacío, ni dado a ciegas, sino razonable hasta donde lo es y objetivo hasta donde alcanza. Pero, en cualquier caso, nunca deja de ser un salto. 1. La posibilidad del conocimiento de Dios según el CCE El verdadero centro de gravedad de este capítulo del Catecismo es la definición del Vaticano I sobre la cognoscibilidad de Dios. «La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas (Vaticano I: DS 3004; cfr. 3026; Vaticano II, DV 6). Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado a imagen de Dios (cfr. Gen 1,26)» (CCE 36). En esas dos últimas líneas, que recogen el comentario del Catecismo a la afirmación del Vaticano I, repetida después por la Dei Verbum, están en el centro de interés de este número: Por haber sido creado el hombre a imagen y semejanza de Dios, es deducible su capacidad natural para conocer a Dios y acoger la Revelación. Ahora podemos ir a otra parte del Catecismo, en concreto, a la Tercera, la que habla de la vida en Cristo, es decir, de la moral. Allí nos encontraremos con uno de los temas centrales de la antropología teológica, que es, a su vez, básico para la moral cristiana, y que interesa mucho a la teología fundamental. Nos referimos evidentemente a la cuestión de la imagen y semejanza divina de la condición humana, números 1700 al 1709. La imagen y la semejanza divina, tal y como nos son reveladas en Cristo, forman parte de la condición creatural del hombre. Y la fe, como don sobrenatural, descansa y se apoya en esta condición previa. Gracias a la fe, la razón humana, por una parte, ha sido restaurada y puede conocer lo que es evidente del misterio de Dios, tal y como se encuentra presente en las cosas creadas por Él. Y, al mismo tiempo, la fe ennoblece y eleva a la razón humana a un nivel de conocimiento del misterio de Dios, que sería inimaginable de cualquier otro modo. 2 La razón humana es capaz de reconocer por sí misma el orden y las reglas que rigen la naturaleza y también puede barruntar qué es lo bueno para realizarlo y conseguirlo, y qué es lo malo para rechazarlo y combatirlo. La luz de la fe, por su parte, ilumina el misterio del propio hombre para que pueda conocer los engaños que nublan el juicio de la conciencia y para que discierna hasta qué punto el hábito del pecado puede dejarla casi ciega (cfr. GS 16). Pero, volviendo al tema de la cognoscibilidad de Dios, diremos que ciertamente no es fácil mostrar que la capacidad natural del hombre para conocer a Dios y entrar en comunión con Él es la condición de posibilidad, el a priori necesario, para que la razón humana pueda captar la revelación divina en caso de producirse. Sin embargo, sin esa capacidad natural, la fe sería poco menos que imposible de justificar. Habría que recurrir constantemente a una intervención milagrosa por parte de Dios. Lo que eliminaría de raíz tanto la libertad como el mérito en los hombres cuando deciden creer. Dios, sin embargo, ha creado a los hombres, capacitándoles para conocer naturalmente a su Creador. Y los hombres, guiados por el deseo natural que tienen de Dios, pueden conocerle mediante sus potencias naturales: entendimiento, memoria y voluntad; aunque para ello deban esforzarse e incluso purificar su conciencia de toda inclinación mala y del hábito del pecado. Pues, de lo contrario, pueden ser engañados y acabar adorando a las criaturas, o a sí mismos, en lugar de al Creador. 2. El problema del lenguaje con que hablamos de Dios Si ya de por sí es un problema muy complicado hablar de la cognoscibilidad de Dios y de las condiciones en que el hombre puede conocer naturalmente al Creador. No le va a la zaga el problema del lenguaje. ¿Es capaz el lenguaje humano de hablar de Dios? ¿Cómo? ¿En qué condiciones? Hombres profundamente religiosos han llegado a decir que Dios existe, que Dios se comunica con sus criaturas más amadas, y que ellas se pueden comunicar con Dios. Pero, puesto que Dios es inefable, nada se puede decir de Dios (cfr. CCE 42; 212, 230). El intento de nombrarlo sería de por sí algo blasfemo e irreverente (cfr. CCE 206-209). El silencio sería, en cambio, la palabra más elocuente sobre Dios, y, en último extremo, cabría aceptar la posibilidad de utilizar el llamado lenguaje apofático. Es decir, el que dice lo que no es Dios y el que en el fondo no hace otra cosa, sino negar cualquier determinación o cualquier concepto con el que se pretenda hablar de Él. Este planteamiento que parece muy bonito y, además, muy respetuoso con el misterio divino, llevado hasta el extremo, vaciaría por completo la posibilidad, no sólo de la teología, sino incluso de la transmisión misma de la fe. El encuentro con Dios sería personal e intransferible. Lo cual es absurdo, pues, siempre la experiencia de fe, para ser experiencia humana (de lo contrario no sería nada) ha necesitado expresarse en un lenguaje y con unas categorías concretas. 3 Ciertamente el lenguaje sobre Dios tiene que ser limitado, pues limitado es todo conocimiento humano. Pero Dios puede y debe ser nombrado para ser conocido y para poder transmitir a otros la realidad del encuentro y de lo que Dios nos quiere dar a conocer cuando se revela. Como se plantea más adelante el Catecismo, números 101 a 104, Dios para revelarse a los hombres necesariamente les ha tenido que hablar con palabras humanas. Palabras sometidas, por tanto, a las reglas y normas de la sintaxis, a los géneros literarios, a la semántica de los términos y también, por qué no, a la interpretación de los que las escuchan. Es, pues, la capacidad del hombre para escuchar, y el hecho de que esté dotado de ciertos a prioris para poder entender e interpretar lo que escucha, lo que nos lleva a tener por bien fundada la hipótesis de una capacidad natural en el hombre para poder escuchar asimismo a Dios, e interpretar igualmente lo que dice. De ahí que los santos padres, entre ellos, san Ireneo, insistieran en que el proceso de la revelación, tal y como se encuentra plasmado en las Sagradas Escrituras, no ha sido otra cosa sino un ir preparando y habituando a los hombres a la automanifestación de Dios. Una automanifestación que se ha realizado por medio de su Verbo, su Palabra eterna, y que ha acontecido en un momento de la historia y en un lugar del mundo. 3. Cómo hablar de Dios El lenguaje propio de la fe cristiana para hablar de Dios ha utilizado figuras tan entrañables e importantes de la experiencia humana como las de padre y madre, vida, amor, justicia y misericordia. Ahora bien, conviene dejar claro que no son las experiencias humanas las que llenan de contenido las categorías que el lenguaje de la fe utiliza para hablar del misterio de Dios. Más bien, lo que sucede es que el misterio de Dios, de por sí inefable, como acabamos de decir, encuentra en estas categorías un modo adecuado de expresión, sin embargo, éstas nunca agotarán el misterio. De ahí que, para comprender, por ejemplo, lo que significa que Dios es Padre, no baste con que hablemos de la experiencia humana de paternidad (muy negativa, por cierto, para muchos individuos de nuestra especie), sino que hay que hablar de lo que Dios es y de lo que ha hecho por los hombres. Sólo así es posible comprender que el mejor modo que encontramos para referirnos a Él es el de Padre. Y, aún hay más. Cuando llamamos a Dios Padre, lo hacemos porque Jesucristo se nos ha revelado como el Hijo desde siempre. Por eso decimos que Dios es Padre, porque desde siempre ha tenido un Hijo que es consustancial a Él, eterno como Él, engendrado por Él y no creado. Es, por tanto, el contenido de la revelación cristiana, lo que da el verdadero sentido a los términos que usamos en teología para hablar y referirnos a Dios y a su misterio, y no al contrario. La Biblia es la que nos enseña a utilizar el lenguaje más adecuado sobre Dios. Los patriarcas, los profetas, los reyes y los sabios de Israel, se atrevieron a hablar de Dios, otorgándole, a veces, sentimientos y modos de razonar que nos pueden resultan demasiado humanos para ser divinos. 4 Otro tanto hizo Jesús, el que vino a revelarnos plena y definitivamente el rostro del Padre. Bajo su estela, respetando absolutamente la trascendencia e inefabilidad del Nombre de Dios, y asumiendo, al mismo tiempo, que Dios haya querido, por medio de su Hijo, compartir en todo la condición humana menos en el pecado, podemos hablar de Dios con toda propiedad. Desde Jesucristo sabemos que nada de lo humano es ajeno al misterio de Dios, y también que nada de lo divino es ajeno a la experiencia humana. Por eso el lenguaje sobre Dios tiene que ser necesariamente humano y utilizar categorías humanas, pero, al mismo tiempo, tiene que ser trascendido, pues Dios siempre estará más allá y será mayor de lo que llegamos a concebir o a pensar (cfr. CCE 43). La luz que ha de guiarnos a la hora de utilizar el lenguaje para hablar de Dios, es la que recibimos del conjunto de la revelación, y fundamentalmente de aquello que Jesús nos contó de Dios y que vemos realizado en Él; puesto que quien le ve a Él, ve al Padre, como le dijo al apóstol san Felipe (cfr. Jn 14,8). 4. Límites y condicionamientos del conocimiento natural de Dios Los números 37 y 38 del Catecismo subrayan enérgicamente las dificultades y las limitaciones del conocimiento natural de Dios «en las condiciones históricas en que las que se encuentra la humanidad». Cuando se obvia la existencia y las consecuencias del pecado original encontramos mayores dificultades para afrontar la reflexión sobre el problema del acceso natural al conocimiento de Dios. Como se nos dice en los números 396 al 409 del Catecismo, el hombre fue creado para ser plenamente divinizado en la gloria (cfr. 398), pero el tentador le hizo concebir a los hombres una falsa imagen de Dios. La serpiente les hizo creer a Adán y a Eva que a Dios tan sólo le interesaban sus prerrogativas divinas y que, en realidad, mientras no se colocaran ellos en su lugar permanecerían ciegos, sin posibilidad de comprender que por sí mismos podían llegar a ser dioses, conocedores del bien y del mal (cfr. Gén 3,1-5). Por eso, entre las consecuencias más graves que conllevó el pecado de nuestros primeros padres, están las del oscurecimiento de la razón, a la cual, desde entonces, le cuesta conocer a Dios; las del entendimiento, que tiene dificultades para comprender los signos elocuentes que Dios les brinda a los hombres de su amor y de su cuidado providente; y también las de la voluntad, que ha quedado herida para secundar el bien, que conoce por medio de su razón natural. Desconocer estas graves consecuencias que trajo para toda la humanidad el pecado original, da lugar «a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres» (CCE 407). Como consecuencia del pecado original, tal y como enseñaba el Concilio Vaticano I, el conocimiento natural de Dios no es para todos, no es fácil, no puede llegar a ser una firme certeza y puede contener errores. De hecho, como señala el libro de la Sabiduría (13, 1-19) y, como 5 el mismo san Pablo insiste en la Carta a los Romanos (Rom 1,21 y ss.), los hombres, buscando a Dios por el camino de la sabiduría, quedaron confundidos y terminaron adorando a las criaturas en lugar de al Creador. Así, la Iglesia Católica reconoce que en las otras religiones se da ciertamente una búsqueda de Dios. Pero se trata de una búsqueda entre sombras y bajo imágenes, lo cual es un signo más de que Dios no deja de invitar a los hombres a la unión con Él y de atraerles a la verdad. Y las religiones pueden ser, entonces, vistas como preparación al Evangelio y como un don de Dios. No obstante, es igualmente necesario reconocer que los hombres en sus comportamientos religiosos naturales muestran algunos límites y errores que desfiguran la verdadera imagen de Dios (cfr. CCE 843-844). Por tanto, como en todo lo demás, es necesario que los logros de la razón y del esfuerzo de los hombres sean purificados por la acción de la gracia y por la luz de la verdad. Pues sólo así alcanzarán la verdad plena, la que Dios nos revela por medio de su Hijo Jesucristo y que sólo es reconocible bajo la acción del Espíritu Santo, que es quien nos conduce a la fe y, por medio de la fe, a la verdad plena y a la vida sin fin. 5. La relación entre natural y sobrenatural Si vamos a los números 1996 al 2011 del Catecismo, nos encontraremos que se nos habla de la gracia y del mérito. Entre otras cosas se nos dice que Dios nos auxilia (eso es la gracia, el auxilio de Dios) para que los hombres podamos responder a su llamada. Este auxilio es del todo gratuito, no es respuesta a ningún mérito de los hombres. No puede, por tanto, ser exigido. Únicamente cabe la apertura igualmente gratuita y libre a él. Ahora bien, Dios mismo ha dispuesto que los hombres respondieran libremente a su llamada y, por tanto, deben por sí mismos aceptar y acoger la invitación a la comunión y a la unión con Él. Para dar esa respuesta, Dios ayuda a los hombres, pero es asimismo cierto que son ellos los que libre y conscientemente tienen que darla; de ahí que se pueda hablar con propiedad de "mérito" por parte de los hombres. En consecuencia, con toda razón afirmamos que el conocimiento de Dios es un don, libre y gratuito, inmerecido por parte de los hombres, y que la fe teologal (por la que conocemos a Dios y conocemos también lo que Dios nos ha querido revelar) es igualmente una gracia del todo sobrenatural. Hecha esta doble afirmación, no se puede negar, sin embargo, que exista un conocimiento natural de Dios, que es asimismo meritorio. Pues es el hombre el que con sus capacidades naturales busca y barrunta lo que está ahí, grabado en las criaturas y en toda la creación (en lo visible y en lo invisible) del misterio de Dios. La teoría del conocimiento natural de Dios encuentra un firme apoyo en el hecho de que san Pablo hable de que el Señor, en su juicio, no sólo exigirá responsabilidades al pueblo judío, receptor de la Revelación y de la Ley, sino también a los paganos, que no habían conocido la Ley, ni tuvieron a los patriarcas y a los profetas. A los paganos también se les exigirán responsabilidades por haber 6 obstaculizado injustamente la verdad (cfr. Rom 1,18) y por no haber querido dar gloria a Dios, ni gracias por sus dones (1,21). Al contrario, alardeando de sabios se hicieron necios y cambiaron la gloria de Dios incorruptible por representaciones de hombres corruptibles, e incluso de aves, de cuadrúpedos y de reptiles (1,22-23). De ahí que también contra ellos se alzará la ira de Dios (cfr. 1,18). Sin embargo, sería absurdo exigir sin más tan alta responsabilidad a los hombres, si no estuvieran capacitados naturalmente para buscar a Dios y para adorarle y darle gracias como Él se merece. Por otra parte, es necesario reconocer que el hombre busca naturalmente a Dios. Lo busca porque Dios lo atrae, pero lo busca (cfr. CCE 27). Ello se pone especialmente de manifiesto, en primer lugar, en la búsqueda incesante por parte de los individuos y de las colectividades de la verdad (cfr. CCE 285. 2104.2106. 2467) y de la felicidad (cfr. CCE 1035.1057). En segundo lugar, en el hecho de que en todas las culturas y civilizaciones que han existido, y que existen en la actualidad, se encuentran manifestaciones religiosas. No importa lo ambiguas que sean, ni que estén especialmente necesitadas de una profunda purificación (cfr. CCE 28). En todas y cada una de esas religiones se puede rastrear la presencia del Dios único y desconocido, sin embargo, para muchos, pero que quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1 Tim 2,4) y lo conozcan a Él y a su enviado Jesucristo, pues en eso consiste la vida eterna (cfr. Jn 17,3) [cfr. CCE 843]. Y, en tercer lugar, se manifiesta en el hecho de que los hombres, de una forma u otra, ritualmente, colectivamente, individualmente, se han dirigido a Dios, le han suplicado, le han rezado, y le han ofrecido sus vidas y el fruto de sus trabajos, etc. (cfr. CCE 2566-2567.2569). Dicho todo lo anterior, tampoco sería bueno caer en un planteamiento de la cuestión excesivamente simplista, y que, desde la afirmación del deseo natural de Dios, se concluyera que no existen dificultades serias para dar el salto a la fe. Al contrario, es necesario insistir, como lo hace el Catecismo en el número 29, en que existen actitudes, cuyo origen es muy diverso, y que en algunos dificultan el salto a la fe, y que en otros, literalmente, lo hacen imposible. Para esas personas que rechazan a Dios, el testimonio de los creyentes debe convertirse en la principal ayuda para que acaben por romper, o bien la coraza de la indiferencia, o bien la dureza de la negación, y vuelvan a ponerse en actitud de búsqueda, pues Dios no deja de llamar a cada uno a la comunión con Él (cfr. CCE 30). 6. Los caminos que llegan hasta Dios Esta cuestión se aborda en los números 31 al 35 del Catecismo. En ellos se recogen algunas de las formas que ciertos pensadores y filósofos (incluso no creyentes) han utilizado para hablar del acceso natural del hombre al conocimiento de Dios. 7 Dichos pensadores buscaron principios reconocibles por la sola razón y, por tanto, accesibles a cualquier mente humana. Es cierto que la naturaleza compleja de los argumentos hacen, sin embargo, que no todos los individuos puedan comprenderlos. Y, como en toda argumentación, cabe rechazar tanto el punto de partida, como los pasos intermedios y también la conclusión. Siempre cabrá la posibilidad de reformular la argumentación de forma más sencilla, o proponer otro método o itinerario para llegar a la misma conclusión. En cualquier caso, lo importante es mostrar la racionabilidad tanto del hecho mismo de aceptar la existencia de Dios, como de la posibilidad de entrar en relación con Él. De entre las múltiples formas como la rica tradición filosófica de occidente ha pensado la cuestión de la existencia de Dios, destaca, sin ningún género de duda, las vías de santo Tomás de Aquino (cfr. CCE 32, 54 y 337), que beben y se inspiran, por su parte, en la metafisica aristotélica. Otra es la de san Anselmo, que bebe y mucho de la filosofia agustiniana (cfr. CCE 32, 299 y 2500), y que, a su vez tiene, una impronta muy evidente del neoplatonismo. Ambas vías se complementan mutuamente, y cada una sirven y se amoldan mejor respectivamente a dos formas diferentes, y muy frecuentes, de pensar o de filosofar. Una más empírica que parte de la observación del mundo exterior y que quiere dar razón de los hechos que observamos por medio de los sentidos; y, la otra, más personalista, que arranca de la introspección y se centra más en el mundo interior y en él encuentra los argumentos que va buscando para dar razón de los hechos. Para otros pensadores, también cristianos, estas vías no son ni mucho menos apodícticas. Según ellos, más que demostrar la existencia de Dios, lo que hacen es postular la idea de Dios, ya que la existencia sólo es demostrable empíricamente, nunca apriorísticamente. Aunque, evidentemente, el Catecismo ni entra, ni tiene que entrar en tan intrincadas cuestiones. Lo que sí dice el Catecismo es que éstas, llamadas pruebas de la existencia de Dios, no pueden ser consideradas "pruebas" al igual que cuando hablamos, por ejemplo, de demostraciones matemáticas. Se trata, en todo caso, de caminos o métodos diferentes de llevar a cabo esa búsqueda natural de todo hombre para llegar a Dios. Como enseñó el concilio Vaticano I, por medio de estas vías se pueden alcanzar verdaderas certezas y argumentos convergentes y convincentes de la existencia de Dios. Mas el Catecismo no deja de señalar en el número 35 que, aunque sea posible que el hombre conozca la existencia de Dios por la vía racional, sin embargo, tal y como nos ha sido revelada por Cristo, la hemos conocido porque el Padre ha tenido a bien darse a conocer a los hombres mediante la Revelación. Y la revelación sólo puede ser acogida y comprendida gracias al don sobrenatural de la fe, que nos es regalada por el Espíritu Santo, y les es comunicada a todos los bautizados para que puedan creer en Jesús, el Hijo de Dios, y, por medio de Él, puedan conocer al Padre que lo envió. No hay, por tanto, oposición alguna entre fe y razón humana (cfr. CCE 35 y 159). Cuanto más cree, el creyente busca más entender con su razón aquello que ha conocido por la fe; pero también para poder entender, se da cuenta de que tiene que dejarse guiar por la fe, como esa luz que brilla en la oscuridad y que es referencia segura para no perderse mientras sea de noche. 8