La necesidad de una justicia para la democracia en Colombia

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ÁMBITO JURÍDICO
La necesidad de una ‘justicia para la democracia’ en
Colombia
“… los partidos políticos no tienen una vigilancia imparcial y responsable que los ronde
adecuadamente. No cuentan, pues, con incentivos para comportarse de manera
honorable y limpia a lo largo del proceso democrático”
La democracia colombiana continúa teniendo serios problemas de credibilidad. Se
entiende por “democracia” al sistema en que los ciudadanos pueden acudir a elecciones
regulares, justas, limpias y transparentes a manifestar sus preferencias políticas y con
ellas a elegir a mandatarios que deberán desempeñar misiones de dirección y
coordinación social. Para que exista una verdadera democracia, se requiere, primero, que
las elecciones como tales sean limpias. Pero esta condición ni basta, ni es la más
importante: se requiere, además, que los partidos políticos que se presentan a esas
elecciones sean también limpios y transparentes, de manera que los ciudadanos puedan
confiar en que su comportamiento será honorable en todas sus actividades institucionales
y no solamente en su comportamiento electoral. La “justicia electoral” colombiana
actualmente existente se concentra de manera desmedida (y poco eficiente) en
problemas que afectan exclusivamente al evento electoral. Los procesos electorales son
todos “individuales”, en el sentido de que es posible que alguien gane o pierda la curul,
pero sin llegar nunca al análisis institucional del comportamiento y de las
responsabilidades del partido. Como consecuencia de esto, los partidos políticos no
tienen una vigilancia imparcial y responsable que los ronde adecuadamente. No cuentan,
pues, con incentivos para comportarse de manera honorable y limpia a lo largo del
proceso democrático. Necesitamos pasar de una justicia electoral muy imperfecta (como
la que tenemos hoy) a una verdadera “justicia para la democracia”.
Los partidos políticos se construyen para influir en la opinión pública y para ganar
elecciones. Este comportamiento competitivo es deseable, pero debe enmarcarse en
estrictos límites legales y éticos para darle contenido real a la idea de democracia.
Cuando los partidos no tienen límites y responsabilidades, cuando el objetivo de ganar el
poder político se impone brutalmente, la democracia deja de ser un sistema de tramitación
pacífica de las controversias sociales agregadas y se convierte, en su lugar, en
generadora de violencia y fundamentalismo. La experiencia constitucional colombiana es
suficientemente diciente al respecto.
Existen tres grandes tipos de problemas graves que exhiben los partidos políticos
contemporáneos y que una justicia para la democracia debería poder descubrir y atacar:
en primer lugar, los partidos están dispuestos a violar la ley para financiar sus campañas,
especialmente cuando las leyes imponen restricciones a las mismas en aras de ampliar la
equidad y la participación de todos los ciudadanos y no solamente de aquellos que tienen
un músculo financiero fuerte; en segundo lugar, se requiere que los partidos políticos
crean en serio en la democracia y que no se constituyan tan solo en fachadas políticas de
movimientos armados que están dispuestos a todo por conseguir el poder; finalmente, se
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ÁMBITO JURÍDICO
requiere que los partidos, como instituciones, se comporten honorablemente en el
proceso electoral, de manera que los ciudadanos puedan expresar sin distorsiones ni
manipulaciones sus preferencias políticas.
Mientras que la justicia electoral tradicional no hace mucho para solucionar estos
problemas estructurales, es posible que una “justicia para la democracia” sí pueda
hacerlo: se trata de organismos (organizados como cortes constitucionales o electorales o
institutos administrativos en materia electoral) que cuentan con mecanismos precisos de
acompañamiento a los partidos y que están dispuestos, de manera independiente y
creíble, a sancionar a los mismos cuando transgreden las normas fundamentales de la
democracia. La experiencia comparada muestra, a manera de ejemplos, la actuación de
una “justicia para la democracia” que pretende mejorar el comportamiento y la
responsabilidad institucional de los partidos.
Así las cosas, por ejemplo, las normas de financiación de partidos siguen siendo un
hazmerreír en Colombia. En México, en cambio, el IFE y el Tribunal Federal Electoral
investigaron e impusieron multas cuantiosas al PAN y al PRI por la financiación ilegal de
sus campañas mediante recursos del erario púbico (el llamado Pemexgate) y mediante la
aportación oculta y por encima de los topes legales (en el caso de los “Amigos de Fox”).
Estas nuevas formas de justicia electoral igualmente se han adentrado en la vigilancia del
compromiso con la democracia de los partidos políticos: recuérdese la proscripción que
hizo la justicia española en el 2003 de Batasuna por sus vínculos con ETA. En tal caso, se
le reprochó al partido político, fundado en 1930, la integración político-militar con una
organización que, finalmente, descreía de las reglas del juego democrático.
El último caso que vale la pena mencionar es de apenas la semana pasada: el 30 de
mayo, la Corte Constitucional de Tailandia inhabilitó, no a un político individual, sino a un
partido entero (incluyendo 111 de sus parlamentarios), por la comisión de irregularidades
en las elecciones del año pasado: la ley exigía la participación de un número mínimo de
partidos que fueron “comprados” por el mayoritario para así poder ganar las elecciones.
Una última precaución: todos estos ejemplos son, por supuesto, polémicos. Los políticos y
partidos involucrados siempre podrán ofrecer contraargumentos para demostrar que se
trató de una persecución política (como lo han afirmado en México y España), que los
jueces en Tailandia no son verdaderamente independientes (al fin y al cabo hubo un golpe
de Estado militar recientemente) y, en fin, que la adscripción de responsabilidad y los
castigos impuestos presentan también riesgos a la democracia. Toda esta discusión es
aceptable. Lo que no puede seguir ocurriendo, como pasa en Colombia, es que el Estado
no cuente con mecanismos de control y acompañamiento de los partidos y que no se
puede asignar responsabilidad institucional. La Constitución le ha dado un monopolio de
la democracia a los partidos: va siendo hora de que cumplan las obligaciones correlativas
a los derechos que la democracia colombiana les ha dado. Todos sabemos que los
partidos políticos colombianos tienen de los tres tipos de defectos que he enunciado y, a
pesar de ello, nadie parece siquiera pensar que eso sea malo para la democracia.
Postscriptum. En su última columna, mi buen amigo Javier Tamayo ha incursionado de
nuevo en la teoría del derecho. En ella afirma que le tengo “aversión a la ley” y dice
probar tal afirmación haciendo referencia a mis textos. Creo que Javier se equivoca de
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medio a medio como espero argumentar en mi próxima contribución a ÁMBITO
JURÍDICO. Por ahora ofrezco a los lectores un adelanto de mi respuesta al blanco móvil
en el que se ha convertido Javier: al comienzo de nuestro debate su posición era
claramente favorable al literalismo acontextual (en términos de Dworkin) y yo, por
oposición, defendía una comprensión del derecho a partir de principios. Ahora acepta mi
posición principalista y trata de caracterizarme, sin justificación alguna, como un
verdadero nihilista jurídico que le tengo aversión a la ley. Yo afirmo lo que dicen mis
textos y no lo que Javier los hace decir a través de un excesivo celo polémico. Una
interpretación adecuada es aquella que es capaz de detectar el punto central de una obra,
de una norma, de un sistema jurídico. Decir, por tanto, que el punto central de mi obra es
el escepticismo o el nihilismo jurídico es prueba plena de que Javier sigue siendo un lector
de frases y no de argumentos. Una lectura de mi producción desmiente esa afirmación.
Lamento que el “acontextualismo” interpretativo (ya no de la ley, sino de mis pobres libros)
de Javier esté marchando tan aceleradamente hacia el dogmatismo y hacia la
caracterización poco caritativa de quienes todavía lo admiramos.
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