La cooperación cultural iberoamericana en la encrucijada: papel y retos

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La cooperación cultural iberoamericana en la encrucijada: papel y retos Lluís Bonet Agustí74
Finalidades, disfunciones y asimetrías
La cooperación internacional en el ámbito de la cultura es una práctica de para-diplomacia con
amplias y viejas raíces en las relaciones intergubernamentales. Desde el año 1966, cuenta con un
marco normativo internacional explícito aprobada en el seno de la UNESCO, la Declaración de
Principios de la Cooperación Cultural Internacional, que establecía entre sus fines la difusión del
conocimiento, el desarrollo de las relaciones de amistad entre los pueblos, la mejora de las
condiciones de vida espiritual del hombre y el facilitar un mejor acceso al saber, las artes y las
letras de todos los pueblos. Dicha declaración ha sido ampliamente desarrollada a lo largo del
último medio siglo en un gran número de acuerdos bilaterales y multilaterales de cooperación, que
han ampliado los fines y dado cobertura a una praxis de cooperación que va mucho más allá de la
relación entre gobiernos soberanos.
En todo caso, más allá de las loables finalidades que figuran en los acuerdos formales, la mayoría
de gobiernos con recursos y políticas explícitas de cooperación cultural persiguen también
objetivos extrínsecos más pragmáticos e instrumentales, con un claro sesgo de orden político y
económico. Entre ellos, destacan: asentar el prestigio internacional del país; afianzar alianzas
bilaterales, regionales o globales para conseguir fines políticos extra-culturales; ampliar o
consolidar mercados externos; obtener tratos privilegiados en inversiones u otras acciones tácticas
o estratégicas; o afianzar el orgullo nacional con presencia en eventos o países emblemáticos.
Este segundo tipo de objetivos, que a veces se mezclan con las finalidades intrínsecas de tipo
cultural o aquellas dirigidas a la ayuda al desarrollo, distorsionan la praxis de muchos proyectos de
cooperación cultural, en especial de aquellos diseñados o financiados directamente por organismos
gubernamentales. Los gobiernos usan la diplomacia cultural –estrategia que engloba no solo la
cooperación cultural sino el conjunto de la acción gubernamental exterior en el campo de la
cultura– para reducir tensiones o conflictos, favorecer la buena vecindad, fomentar un clima de
colaboración o de intercambio de favores, y conseguir objetivos de interés mutuo, entre otras
finalidades.
En este ámbito, es importante distinguir entre los verdaderos proyectos de cooperación cultural, de
carácter horizontal por principio etimológico, de otras estrategias que bajo dicha denominación
esconden una intención más pragmática e instrumental. Una diplomacia soft que pretende fortalecer
la posición de los intereses de un país a través de estrategias de marca o de fomento de la difusión
cultural en regiones consideradas estratégicas. Cuando este tipo de para-diplomacia impera sobre la
cooperación entre iguales (situación muy habitual) los gobiernos y otros agentes influyentes de su
entorno (grandes empresas, fundaciones u otros grupos de presión) procedentes de los países más
ricos organizan en determinadas ciudades y países exposiciones, conciertos, jornadas u otro tipo de
actividades culturales. Todo ello, evidentemente, con el beneplácito de los gobiernos receptores y
la colaboración de agentes locales. Ciertamente, no hay nada malo en el uso diplomático de la
cultura o en las estrategias de difusión, pues ampliar la oferta cultural con productos externos de
calidad dilata el campo de referentes de las audiencias y de los creadores locales. La cuestión está
en si es correcto englobar dichas actividades en el concepto más preciso de cooperación cultural
74 Director del programa de Gestión Cultural. Universidad de Barcelona. Cuadernos de observación en gestión y políticas culturales nº 1
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internacional y, en particular, utilizar para su financiación fondos catalogados como parte de la
cooperación al desarrollo.
La difusión cultural deja bastante menos huella que la coproducción u otras formas de cooperación
más comprometidas, pues permite el disfrute pero no otorga capacidad protagónica a los actores y a
las expresiones artísticas y patrimoniales locales. Desde una perspectiva de coste de oportunidad y
coste beneficio, el impacto de la difusión cultural sobre el desarrollo social, cultural y humano del
país destinatario es bastante menor que el impulso a proyectos de cooperación y autogestión
cultural. Además, los programas de difusión rara vez financian con importes equivalentes los flujos
de obras y artistas en ambos sentidos, con lo que la cultura del país con mayores recursos
financieros consigue afianzar mejor su imagen gracias a una mayor capacidad de divulgación e
impacto mediático. Por dicha razón, a pesar que muchos de estos programas se consensuen en el
seno de los acuerdos gubernamentales de cooperación cultural bilateral, la asimetría política,
económica y simbólica heredada en lugar de reducirse se amplia. Así pues, detrás de muchos
discursos que loan el enriquecimiento mutuo que comporta la difusión cultural existe una notable
dosis de hipocresía social.
La cooperación cultural: columna vertebral del desarrollo
La cooperación internacional entre organizaciones y profesionales del ámbito cultural no solo tiene
mucho mayor impacto, sino que acostumbra a ir bastante más allá de la cooperación
gubernamental. Sus motivaciones u objetivos pueden ser múltiples, pero en general están mucho
más cerca de la lógica cultural y del apoyo al desarrollo. Entre ellos destacan: el conocimiento y
enriquecimiento mutuo; la difusión de expresiones artísticas y patrimoniales externas; el interés de
artistas y profesionales para conocer más a fondo otras realidades; el aprender a trabajar de forma
colaborativa; o la posibilidad de coproducir juntando recursos y ampliando audiencias.
Cooperar implica compartir una ilusión, una pasión, un sueño o un deseo, y poner todo el empeño y
la confianza en agentes de otros países para llevarlo a cabo. En un mundo crecientemente
competitivo, cooperar implica ser capaz de superar el miedo a los demás para disfrutar de recursos,
ideas, contactos o experiencias que benefician a todos los que participan del proyecto. Si se hace
bien, el sumatorio de energías compensa sobradamente las pequeñas pérdidas que todo proceso de
este tipo genera. Pero es importante que todas las partes implicadas aporten recursos y saberes, a
ser posible de forma complementaria entre sí, para obtener las mayores sinergias, y conseguir entre
todos con mayor facilidad los objetivos buscados.
Es decir, la cooperación conlleva un proceso de desarrollo cultural horizontal y de empoderamiento
social, mutuamente beneficioso. Cada uno de los proyectos, en la medida que se planee de forma
adecuada, pasa a ser una excelente estrategia para alcanzar relaciones más equitativas y de mayor
corresponsabilidad. El hecho de cooperar obliga a los actores participantes a reconocer sus mutuas
fortaleces y debilidades, aportaciones y beneficios, y a pactar metas alcanzables para lograr
desarrollar programas conjuntos. Aprender a trabajar juntos ayuda a construir valores simbólicos
nuevos, a compartir emociones, a generar dinámicas de desarrollo cultural y a intercambiar flujos
de bienes y servicios culturales de forma menos asimétrica.
Los proyectos de cooperación cultural conllevan el desarrollo de un trabajo en común, desde el
momento del diseño y la concepción del mismo, hasta su materialización y comunicación pública.
Evidentemente, la realización de proyecto de cooperación no puede resolver siglos de asimetría
social, económica y política entre los pueblos, ni puede transformar formas de gobernanza
clientelar o demagógica. Muchos gobiernos, instituciones así como demasiados profesionales de
los países desarrollados acostumbran a observar y a escuchar poco, para terminar imponiendo su
concepción de la idea y sus expertos por encima de las necesidades y las capacidades reales de los
profesionales y las comunidades para las cuales han diseñado sus proyectos.
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El gran reto consiste, pues, en superar la asimetría de recursos entre el norte y el sur
(institucionales, económicos y simbólicos) para asentar los proyectos de cooperación en aquello
que a todos nos iguala: el legado patrimonial, las expresiones de la creatividad y la capacidad para
compartir emociones. Esto acostumbra a ser más fácil cuando las organizaciones que cooperan no
son entes gubernamentales puros sino asociaciones, fundaciones, universidades o instituciones
culturales de base (incluyendo las de titularidad pública) con misiones culturales específicas.
Organizaciones formadas por profesionales y voluntarios que con el tiempo tejen redes de amistad,
aprendizaje y comprensión mutua.
Cuando los organismos son públicos (o en el otro extremo, bajo una lógica estrictamente lucrativa),
la propia lógica gubernamental o empresarial no facilita la flexibilidad necesaria para escuchar la
necesidad de la contraparte, y se impone la lógica de fortalecimiento de la imagen-país o del
retorno de la inversión económica sobre la lógica del desarrollo. Esta situación no debería, sin
embargo, excluir a gobiernos y empresas de la tarea de la cooperación, pues ambos pueden aportar
muchísimo. Es necesario que los gobiernos continúen promoviendo la cooperación cultural a través
de la negociación y firma de acuerdos bilaterales y multilaterales, de ámbito regional o a escala
mundial. Su compromiso es importante para dotar de fondos y programas de promoción y apoyo a
la cooperación entre todo tipo de organizaciones y movimientos sociales. Asimismo, es necesaria
la puesta en marcha de proyectos propios desde todas las instancias de la administración pública, de
la local a la más especializada (instituciones culturales públicas), que incorporen la filosofía de la
cooperación y el intercambio. Por lo que se refiere a la empresa, su experiencia para producir,
distribuir y abrir mercados, organizar la producción y los recursos humanos, para adaptarse a la
realidad de mercados heterogéneos, o para potenciar espacios abiertos de emprendeduría son muy
necesarios.
En todos los casos, la cooperación cultural debería tener por meta el desarrollo cultural, y ello
implica superar las relaciones de dependencia o sumisión, vieja chacra neocolonial. Por desgracia,
no siempre lo sabemos hacer bien. Por parte de los profesionales y las instituciones de los países
donantes, sus intereses y lógicas se imponen sobre las de los demás, pues aportan los recursos
económicos necesarios para llevar a buen puerto los proyectos. Y por parte de los socios
receptores, a veces consideran las agencias donantes y sus profesionales como billetes de Euro o de
dólar con patas. Así, para garantizarse una posición de monopolio frente al acceso a dichos
recursos, no cuestionan la finalidad o la eficacia de los proyectos que se les propone. En las
regiones más pobres o en vías de desarrollo donde los países donantes actúan, hay profesionales
muy bien formados, con enorme ilusión, conocimiento del territorio y capacidad para
conceptualizar y poner en marcha proyectos. Pero cuando los europeos organizamos seminarios
somos prácticamente los únicos que sentamos cátedra, la mayoría de las veces sin tener en cuenta
la aplicabilidad de nuestras experiencias o propuestas en la realidad cuotidiana de la contraparte. Y
cuando los convidamos a nuestros lares raramente tenemos en cuenta el potencial de su mirada
externa para ayudar a transformar nuestras inercias e ineficiencias. Algo que en época de crisis es
más necesario que nunca.
Si los recursos disponibles de la cooperación de los países ricos se gastarán menos en exposiciones,
conciertos, enseñanza del idioma dominante o coloquios grandilocuentes y en cambio sirvieran
para propiciar proyectos independientes de cooperación centrados en necesidades objetivas de
desarrollo cultural, los verdaderos objetivos de la cooperación cultural internacional se cumplirían
de forma mucho más eficiente y eficaz. No se trata de dejar de realizar exposiciones, conciertos o
seminarios, sino de hacerlo de una forma distinta: observar y escuchar más, hablar e imponer
menos, incorporar miradas transversales, interclasistas, imaginativas y sin prejuicios eurocéntricos,
y siendo conscientes que el coste de oportunidad de cada Euro invertido debe proyectarse en un
futuro compartido, creativo y sin imposiciones, donde impere la cultura del respeto mutuo, la
solidaridad, la justicia social y la paz.
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Por otro lado, muchas de las estrategias que con la mejor de las intenciones se intentan
implementar en las áreas de cooperación al desarrollo (sanitario, educativo o infraestructural)
fracasan por la ausencia de un análisis profundo sobre los condicionantes y las características
culturales de la comunidad y del lugar donde se pretende actuar. Evidentemente, algunas de estas
características (las ligadas con los aspectos físicos o materiales) son fáciles de objetivar e integrar,
pero las simbólico-culturales son más sutiles y difíciles de insertar en una estrategia integral de
desarrollo. Sin embargo, tener en cuenta los valores de las comunidades presentes y de las
organizaciones con las que se quiere trabajar es un paso previo imprescindible para garantizar un
cierto éxito a medio plazo en los proyectos a implementar.
A menudo, el concepto de desarrollo, y la previsión de impacto del mismo, tiene una lectura
excesivamente eurocéntrica y resulta por lo tanto inaplicable a comunidades que no comparten la
forma occidental dominante de entender y mirar el mundo. El quehacer de una comunidad está
estrechamente unido a la praxis de sus tradiciones, valores y cosmovisión simbólica. Cosmovisión
ligada a una historia, a una forma de vivir la vida, o de sentir la tierra y las personas, en constante
evolución dada la relación dinámica que se tiene con el entorno. Transformaciones parecidas del
entorno, como pueda ser la urbanización de una plaza pública o el lugar donde festejar las
celebraciones tradicionales, pueden ser interpretadas de forma muy distinta en función de los
valores simbólicos de cada comunidad, a veces difíciles de entender para el razonamiento
occidental convencional.
Así pues, es necesario incorporar la dimensión cultural y las formas locales de entender la vida en
el quehacer de los proyectos internacionales de cooperación al desarrollo. Solo así se puede
avanzar de forma sostenible y eficaz a largo plazo. Además, aprender a preservar y a respetar la
diversidad cultural, más allá de enriquecimiento colectivo que nos aporta, puede ser especialmente
útil para los agentes internacionales que buscan el desarrollo. Es más, éste debería ser el objetivo
fundamental de todos los proyectos de cooperación al desarrollo. Se trata de analizar de entrada los
requisitos y las potencialidades culturales de cada plan. Para lograr avanzar en dicha dirección es
imprescindible el desarrollo de un verdadero diálogo cultural recíproco entre los protagonistas de
cada programa. Cabe tener en cuenta que la mayor parte de soluciones son siempre la aplicación
de una mezcla de visiones sobre los problemas a resolver. Hay que respetar y entender a aquel con
el que se trabaja, y facilitar que éste nos entienda también a nosotros.
Desarrollarse implica dominar aquellas capacidades que permiten a las personas, comunidades y
naciones proyectar su futuro de manera integrada y voluntaria. Es en este sentido que el premio
Nobel de economía, Amartya Sen, define el desarrollo humano como “la expansión de las
capacidades de las personas para llevar a cabo el tipo de vida que valoren” (SEN 2001). Por esta
razón, la cultura es la columna vertebral del desarrollo de los pueblos, y fomentar el
empoderamiento cultural de los ciudadanos una forma de emancipación que garantiza el desarrollo
sostenible. Los proyectos de cooperación cultural deberían, por tanto, diseñarse para ayudar a
conseguirlo.
El papel de España en la cooperación cultural iberoamericana: ¿encrucijada o ventana de
oportunidad?
A lo largo de los últimos veinticinco años, la cooperación cultural iberoamericana ha vivido de una
forma excepcional del empuje y recursos de los diversos gobiernos españoles. Ha sido una
cooperación altamente generosa, a veces lindando el derroche, multilateral en las formas y en las
grandes directrices, que ha logrado favorecer a propios y a extraños. Se ha dado un pacto implícito:
muchos países, instituciones y profesionales se han beneficiado de la gran cantidad de recursos
puestos a disposición por la administración española, no únicamente en los países con menores
niveles de desarrollo y renta de la región. A cambio se ha analizado y criticado poco la estrategia
seguida, pues se ha preferido obtener o negociar las dádivas correspondientes (no siempre las más
necesarias o relevantes desde una perspectiva cultural) e influir desde los altos cargos locales en
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ciertos programas y en los destinatarios de los fondos. Los grandes países de la región, en especial
Brasil, han negociado con ventaja, aportando poco en relación a su capacidad y a los beneficios
obtenidos (por ejemplo en programas como Ibermedia). Por su lado, los países más pobres se han
beneficiado de unos recursos inimaginables (desde la perspectiva de sus menguados presupuestos)
cosa que les ha permitido modernizar sus estructuras culturales, desarrollar todo tipo de proyectos,
poner en valor parte de su patrimonio cultural y formar a un gran número de cuadros. Al mismo
tiempo, los programas destinados a los países con menos recursos han ayudado a legitimar el
conjunto de la cooperación española (a menudo simple difusión cultural) ante el Comité de Ayuda
al Desarrollo de la OCDE.
La política implementada durante este periodo recoge en parte la herencia del franquismo (en
particular, la del Instituto de Cultura Hispánica) pero sobre todo es el resultado de un contexto
histórico, geopolítico y económico determinado, muy condicionado por la voluntad inicial de
integración de España en la Unión Europea y de liderazgo de una comunidad cultural regional
mucho más amplia de lo que la economía y la demografía hispana permitía. El peso de la estrategia
iberoamericana ha dominado buena parte de la acción cultural exterior del país de este periodo,
tanto de forma directa (tal como indica la distribución geográfica de los presupuestos), como
indirecta en el resto del mundo (con la voluntad de difundir – y apropiarse – de la cultura
iberoamericana por parte del Instituto Cervantes o estrategias como ‘cultura en español’). Es
evidente que no solo a España le ha interesado contar y cuidar dicha relación privilegiada, la
cuestión está en cómo se ha hecho, cuántos recursos se han dedicado y hasta qué punto su uso ha
sido eficiente.
El presupuesto del Estado para el año 2012, así como el proyecto para el año 2013, muestran una
gran reducción de la inversión y capacidad de gasto de la acción cultural exterior, rompiendo con la
generosa contribución disponible hasta la fecha. Mientras que el conjunto de la Agencia Española
de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) ha visto reducido su presupuesto del
2012 en un 70%, la difusión cultural más convencional (el Instituto Cervantes o la acción
internacional de la Secretaría de Estado de Cultura) han sufrido recortes mucho más suaves. Este
cambio radical en las prioridades implementadas durante el último cuarto de siglo no sabemos si
será coyuntural o marcará un cambio ideológico profundo mucho más estructural y a largo plazo.
Los dos grandes partidos con responsabilidades de gobierno prácticamente no habían disentido en
las finalidades ni en el modelo implementado. Ciertamente, el partido socialista había enfatizado
más en la política de cooperación cultural al desarrollo mientras que el partido popular había hecho
lo propio con la difusión cultural exterior, pero se compartieron objetivos, estrategias y programas.
En un contexto comparado, España se ha alineado (con retraso, aunque copiando algunos modelos
caducos, como en el caso del Cervantes) con los grandes países que dedican notables presupuestos
a su política cultural exterior. El volumen de recursos humanos y económicos utilizados, así como
las estrategias escogidas, corresponden a una ambición de liderazgo político y económico notable a
escala regional y global. Expresan, asimismo, una mirada sobre la imagen del país –interna y
externa – más propia de una gran potencia que de un país de dimensión media. ¿Se trata de una
cierta añoranza del viejo pasado imperial o es consecuencia de un diagnóstico certero sobre la
capacidad de influencia cultural sobre un espacio simbólico compartido?
En el seno de la comunidad iberoamericana, las posiciones más arrogantes han generado más de un
recelo, en especial porqué han coincido en el tiempo de ambiciosas inversiones por parte de
grandes empresas españolas de carácter multinacional. La confusión se acentúa cuando algunas de
las grandes exposiciones o de los programas de becas han sido cofinanciados por estos mismos
grupos empresariales (cuestión por otra parte lógica, teniendo en cuenta la necesidad de contar con
patrocinio externo).
La crisis y los grandes recortes presupuestarios, no solo por parte del gobierno central sino también
por parte del conjunto de administraciones públicas territoriales (algunas de ella muy generosas y
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activas en el campo de la cooperación exterior), exigen hoy una mirada crítica sobre el conjunto de
estrategias desarrolladas hasta la fecha y sobre las alternativas disponibles cara al futuro. El
conjunto de países iberoamericanos deben decidir si quieren aportar fondos para salvar aquellos
programas más valiosos, o si dejan que la herencia de estos últimos años desaparezca sin más. Sin
duda, los estados más frágiles son aquellos con menores recursos para compensar la reducción de la
inversión española, pero quizás ha llegado el momento para evaluar la sostenibilidad de la
estrategia seguida así como sobre su impacto real a largo plazo. En todo caso, decidirse por el
apoyo a la difusión cultural, centrada en los países más influyentes, o mantener un apoyo fuerte a
proyectos de cooperación cultural para el desarrollo para aquellos países más necesitados, indica
una voluntad de acción que debería pactarse por encima de los intereses ideológicos coyunturales,
pues muchas de estas acciones no generan impacto hasta al cabo de muchos años.
El resultado global del conjunto de la acción cultural exterior desarrollada puede ser considerado de
ambivalente en relación a las ambiciones existentes y al conjunto de recursos invertidos. La falta de
estudios de impacto sobre las estrategias implementadas, cuestión de por si relevante, no permite
evaluar adecuadamente la globalidad del proceso. Asimismo, es necesario tener en cuenta la
situación de partida: inexperiencia inicial, profesionales entusiastas escasamente coordinados, un
sistema burocrático poco flexible, o persistencia de comportamientos diplomáticos chapados a la
antigua, entre otros factores. Todo ello podría explicar el excesivo peso a la difusión cultural frente
a la cooperación, así como la escasa capacidad para repensar alternativas más ligeras, eficientes y
eficaces. Iberoamérica conforma un espacio potente con un gran legado cultural y lingüístico
común a escala regional y planetaria. Sin embargo, la capacidad de cooperación y de reciprocidad
entre sus países en aun demasiado escasa. España debe redimensionar sus pretensiones,
capacidades y expectativas si quiere aprovechar la presente encrucijada como una ventada de
oportunidad para repensar toda su acción cultural exterior.
El concepto de diplomacia cultural es hoy más explícito que nunca, pues la multilateralización
creciente de las relaciones internacionales hace que tanto las viejas como las nuevas potencias
emergentes calculen el coste-beneficio y coste-oportunidad de sus relaciones culturales. Los
gobiernos hace años que comparten con un número cada vez más amplio y plural de actores
públicos y privados, autónomos entre sí, la tarea de cooperar, difundir, intercambiar, producir o
contrastar sus propuestas creativas y patrimoniales. Este es un eslabón más del complejo y no
planificado proceso de globalización, en que productos, profesionales, consumidores, turistas,
experiencias, inversiones o servicios circulan por todas partes de forma poco planificada pero
siguiendo en general los flujos dominantes en cada caso.
Es evidente, que emprender proyectos culturales conjuntos a escala internacional implica una
voluntad de reconocimiento y valoración de la cultura del otro. Este proceso es más fácil de llevar a
cabo cuando se comparten sistemas de valores o lenguajes expresivos. Pero trabajar a escala
internacional, más allá de ser una realidad cada vez más cotidiana para todos, requiere aprender a
aceptar los esquemas de trabajo y los valores del otro, muy marcados por las respectivas realidades
locales (cultural, económica, administrativa, social, educativa, etc.). ¿Sabrá Iberoamérica reinventar
su propio modelo de cooperación cultural en el momento en el cual su principal financiador se bate
en retirada? Esperemos que si para el bien de la propia región y de sus promotores culturales.
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