LA FIGURA DEL EXCLUIDO MARGINAL: EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA EN EL CENTRO ASISTENCIAL DE LA COMISIÓN ANTI-SIDA DE BIZKAIA Ander Mendiguren Nebreda1 Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea (UPV/EHU) Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva (CEIC/IKI) [email protected] Resumen La intención de la presente comunicación es compartir las reflexiones que desarrollé en el Trabajo Final de Máster y que constituyen el punto de partida de mi tesis doctoral acerca de la figura del «excluido marginal». Mediante la toma del rol de voluntario en el centro de media exigencia de la Comisión Anti-SIDA de Bizkaia, pude dar comienzo a un proceso etnográfico mediante el que he elaborado marcos interpretativos, aún abiertos e inacabados, para comprender una realidad en los márgenes de lo vivible. En el contexto actual, caracterizado por la propagación de múltiples situaciones de expulsión respecto a las dinámicas instituidas, mi interés se centra en aquellas vidas determinadas, no tanto por limitaciones de carácter material, sino por un frame estigmatizante relativo a los fenómenos de la drogadicción, las enfermedades de transmisión sexual y la patología mental. Por ello, he tratado de mostrar la arbitrariedad de ese marco, que enfatiza su precariedad de carácter ontológico al definirlas como elementos enfermos que hacen peligrar el cuerpo social, siendo condenadas a la marginación. Por otro lado, he atendido a la influencia que las técnicas de gobierno contemporáneas ejercen en la configuración identitaria de quienes se encuentran en esa forma de exclusión extrema. Frente al modelo punitivo y criminalizador que caracteriza a EEUU, en nuestro contexto se ha desarrollado todo un entramado institucional de atención socio-sanitaria que trata de aportar soluciones diversas. Por ello, emergen toda una serie de expertos y 1 El autor es beneficiario del Programa Predoctoral de Formación de Personal Investigador No Doctor del Gobierno Vasco desde enero de 2016. Sin embargo, esta comunicación sintetiza el Trabajo Final del Máster de Modelos y Áreas en Investigación Social en la UPV/EHU cursado en 2014/2015. entidades autónomas –centros de día, albergues, tratamiento de toxicomanías, trabajadores y educadores sociales…–. En este sentido, gran parte de la investigación se ha dirigido a tratar de comprender el modo en el que el dispositivo asistencial de la Comisión Anti-SIDA trata de producir determinados tipos de subjetividad e incorporarlos a sus usuarios. De este modo, he podido constatar un cambio en los modos de gerencia de la exclusión marginal, que han dejado de sostenerse en el poder regulador, normativo e impositivo característico de la modernidad, para apoyarse sobre nuevas tecnologías que, basadas en una perspectiva biopsico-social, en la nueva cultura psiquiátrica y en la lógica del acompañamiento, tratan de empoderar al usuario para que se convierta en un «experto de sí mismo» que trate de maximizar sus posibilidades. En coherencia con la figura neoliberal del agente que debe afrontar problemas estructurales y tratar de ampliar su calidad de vida mediante decisiones biográficas, esas dinámicas pueden incrementar el sufrimiento cotidiano de dichos sujetos. Palabras Clave: Etnografía — Drogodependencia — SIDA — Gubernamentalidad — Autorresponsabilización. 1. INTRODUCCIÓN AL MARCO DE LA INVESTIGACIÓN La presente comunicación pretende abordar algunas de las reflexiones contenidas en mi Trabajo Final de Máster, un documento que fue resultado de mi experiencia etnográfica –aún en proceso– mediante la toma del rol de voluntario en un recurso asistencial que atiende a seres configurados como no-tan-humanos y sumidos en dinámicas aparentemente invivibles. En este escrito comienzo con una práctica reflexiva en torno a cuestiones de carácter epistemológico y metodológico. Para ello, abro a la intervención crítica el proceso de producción de ‘conocimiento’, descentrando mi posición de sujeto investigador y mostrando cómo los propósitos del estudio emergieron a lo largo del viaje etnográfico y la interacción cotidiana. Tras abrir la «caja negra», trato de contextualizar el terreno y construir el «objeto» que pretendo analizar. Para ello, propongo diferenciar las formas de exclusión que conforman la ‘nueva cuestión social’, resultado directo de la crisis del programa institucional moderno y sus dinámicas integradoras, de aquellas vidas con las que he interactuado a lo largo del trabajo de campo. Los seres que conforman mi «objeto», aquellos que encarnan la figura del «excluido marginal», están determinados, no sólo por su precariedad material, sino por un frame estigmatizante que, haciendo hincapié en sus ‘carencias individuales y psicológicas’, los enmarca como una forma de sub/ex-humanidad. En este sentido, el primer objetivo del proceso etnográfico ha sido, partiendo de las conversaciones y narraciones de los sujetos con los que he interactuado, mostrar la arbitrariedad de ese marco, tratando de comprender el modo en el que ha determinado su trayectoria vital. He tratado de mostrar el modo en el que esos seres han estado condicionados por los discursos relativos a los fenómenos de la drogadicción, las enfermedades de transmisión sexual y la patología mental. Esos discursos se materializan en determinadas formas de gobierno; y, por ello, el segundo objetivo ha sido analizar e interpretar las dinámicas del dispositivo asistencial, atendiendo a las consecuencias que las lógicas que despliega pueden tener en sus usuarios. Destaco la humildad de la que parte esta comunicación, que no propugna una explicación minuciosa ni totalizadora, sino que trata de esbozar posibles marcos interpretativos ante un fenómeno complejo, multidimensional y opaco. De todas formas, es un punto de partida inicial para el desarrollo de mi tesis doctoral. 2. ABRIENDO LA «CAJA NEGRA» DEL PROCESO DE ETNOGRÁFICO Frente a los discursos que no asumen que la ‘verdad’ es un artefacto social poderoso (Bourgois y Schonberg, 2009), soy consciente del carácter ‘situado y encarnado’ del saber que he producido (Haraway, 1995). Por ello, voy a exponer las grietas de un proceso de retroalimentación continuo e inacabado (Ferrándiz, 2011) que tras someterse a la ‘lógica de la representación’, ha terminado borrando la «experiencia del viaje etnográfico», aplanando la articulación y naturalizando lo monstruoso en un relato –Trabajo Final de Máster– en el que se produjo una ficción ilusoria de coherencia (Casado y Gatti, 2001). Comienzo relativizando la idea de ‘razón centrada en el sujeto’, porque mi práctica académica está condicionada por una posición de enunciación impura. Partiendo de la simple dicotomía proyectada por Bauman (1999) y como sujeto que habita dinámicas sociales instituidas –resumiendo, hombre, de clase media, heterosexual, blanco, con estudios superiores, trabajo, hábitos de vida saludables, deportista…–, mis marcas sociales me sitúan más cercano a la lógica del ‘turista’ que a la del ‘vagabundo’: vivo un presente frenético con capacidad de elección. Mi práctica también ha estado condicionada por un cuerpo académico y la obligación de ajustarme a unos modos de hacer legítimos para las ciencias sociales. La ficción de ‘acercamiento’ ha sido posible a través de determinados ‘dispositivos de focalización’2, constructos históricamente situados (Bourgois y Schonberg, 2009), que han condicionado el modo en el que he perfilado mi objeto, así como “el tipo de aproximación a la realidad, seleccionando y enfatizando un tipo de datos y de técnicas” (Ferrándiz, 2011: 41). El salto al terreno se planeó mediante la ficción de un proyecto inicial, un plan de ruta diseñado desde la ‘torre de marfil’ para acercarme a un objeto de estudio: «seres que practican la mendicidad». Ese primer paso, poco tuvo que ver con los caminos recorridos, en los que se desbarataron las motivaciones iniciales. Mi viaje comenzó inesperadamente, con la realización de una entrevista a la trabajadora de un centro de incorporación social. Este desplazamiento hacia el campo me produjo un ‘shock cultural’ inicial (Velasco y Díaz de Rada, 1997), porque al entrar en el dispositivo asistencial todos los usuarios, aparentemente sorprendidos, posaron sus miradas en mí, haciéndome sentir como un ser extraño. 2 Le deben mucho al director del TFM, Gabriel Gatti, así como a los consejos de una larga lista de profesores (Amaia Izaola, Francisco Ferrándiz, Amaia Bacigalupe, Imanol Zubero, Mari Luz Esteban, Mikel Villarreal, Andrés Dávila…) y doctorandos (Ivana Belén Ruiz, Joseba García, Iñaki Robles). Mientras conversaba con la profesional –mi gatekeeper–, imbuido por esa sensación de shock, fui considerando la posibilidad de realizar un voluntariado como medio de inmersión en ese espacio de gestión de la «exclusión marginal». Tras una segunda reunión, en la que convencí al director del centro, se produjo la iniciación ritual etnográfica (Ferrándiz, 2011). Sin plan previo, Hasiera –centro de media exigencia de la Comisión Anti-SIDA–, se convirtió en el punto neurálgico de la investigación, donde acudí a lo largo de cuatro meses media de 15 horas/semana –he seguido acudiendo para mantener contacto con el campo–. La necesidad de adaptarme a las exigencias del nuevo terreno, me obligó a una redefinición constante e inacabada de mi posición, cartografías y propósitos metodológicos. Por motivos éticos, mi entrada fue explícita y en ningún momento escondí mi condición de investigador. De todas formas, haciendo uso de la ‘cualidad camaleónica del etnógrafo’, la toma del doble papel investigador/voluntario, fue decisiva para incorporarme al funcionamiento del centro. Dicha auto-instrumentalización me sometió a una tensión agotadora porque debía, simultáneamente, participar activamente en las actividades y mantener la «imaginación etnográfica» a pleno rendimiento (ibidem). Gracias a una situación metodológica que posibilita técnicas flexibles y múltiples (Velasco y Díaz de Rada, 1997), he podido aplicar aquellas que mejor se ajustaban al contexto. La observación participante ha sido central, posibilitando mi adaptación al campo, sus contornos y perfiles sociales. Además de atender a las dinámicas del centro y al comportamiento de usuarios y profesionales, ese «estar ahí» ha propiciado conversaciones espontáneas en forma de «relatos no solicitados» –muy útiles para aliviar mi miedo a violentar el espacio y las interacciones–. Por un lado, los profesionales me explicaban sus prácticas, el funcionamiento del centro y aspectos significativos de la vida de los asistidos. Por otro, los usuarios me narraban aspectos centrales de su cotidianeidad y experiencia vital, que necesariamente encierra una dimensión social (Bertaux, 2005). Para registrar lo observado y escuchado, fui tomando notas en mi teléfono móvil que después acumulaba en el diario de campo. Tras haber adquirido cierto grado de confianza, realicé una serie de entrevistas más formales para sistematizar el registro y producción de datos –poco directivas, empleando grabadora, posteriormente transcritas y analizadas–. Entre los trabajadores seleccione a tres –en función de unos criterios lógicos–: primero, Adrián, el director del dispositivo; segundo, Leire, la única profesional –trabajadora social– contratada; y, finalmente, el educador social Marcos, de los de ‘prácticas’ quien más tiempo pasaba en el centro. Mi propósito era que me describieran el funcionamiento, objetivos y prácticas del dispositivo, así como su concepción sobre las trayectorias vitales de los asistidos. Entre los usuarios seleccione a Julián, por la relación empática establecida, y a Dani, por su disposición y gran capacidad narrativa. Mediante esa producción de datos, en un ejercicio constante de descripción, traducción, explicación e interpretación, he trasladado mi experiencia a unos marcos académicos interpretativos. El saber que contiene el Trabajo Final de Máster es resultado de una articulación, una “interacción social del investigador con los sujetos de estudio” (Velasco y Díaz de Rada, 1997: 49). Mi presencia en el terreno, tanto en condición de voluntario como de investigador, ha alterado su cotidianeidad; y, a su vez, he estado subordinado y condicionado por las exigencias del ‘objeto’. En este sentido, el haber entrado un circuito de intereses personales y grupales, me ha obligado a tratar de gestionar un ‘equilibrio inestable’. Por lo tanto, el ‘conocimiento’ producido es resultado, tanto de la imaginación etnográfica como de la reciprocidad y las experiencias compartidas. 3. CONTEXTUALIZANDO Y DESBROZANDO EL TERRENO PARA PERFILAR EL TIPO DE EXCLUSIÓN EN EL QUE ME HE SUMERGIDO Parto de un enfoque que se aleja de una perspectiva sustancialista de la pobreza-exclusión, entendidas como una construcción social y cultural condicionada por el contexto espacial e histórico. Partiendo de los argumentos de Simmel3 (2014), Serge Paugam (2007) establece tipos ideales –pobreza integrada, descalificadora y marginal– que he considerado especialmente útiles para desbrozar el terreno y perfilar mi «objeto». Sumidos en un periodo socio-histórico que se caracteriza por la crisis del programa institucional moderno (Dubet, 2010) y la caída de sus centros ordenadores de sentido, al compás de los procesos de desregulación, flexibilización y liberalización, debemos afrontar un clima anómico cargado de incertidumbre y desprotección. Como resultado, se ha producido una acumulación de «residuos humanos» (Bauman, 2005) que supone la propagación de formas de vida en situación de expulsión respecto a las dinámicas sociales 3 El pobre no se define por sus carencias, sino que es la reacción de la sociedad, por medio de la asistencia –dirigida al sostenimiento del status quo–, la que configura su estatus: «forma parte de lo social, pero en situación diferenciada». instituidas. Esa generalización de los procesos precarizadores ha supuesto la eclosión de situaciones de exclusión (Cabrera, 1998) entre las que considero necesario discernir. Primero nos encontraríamos con lo que Paugam (2007) define como «pobreza descalificadora», resultado directo de la erosión de las lógicas integradoras del periodo fordista, fundamentalmente, el trabajo y el Estado de Bienestar. Es la «nueva cuestión social», un proceso que, al desestabilizar hasta a los estables (Castel, 1997), afecta al conjunto de la sociedad. Por ello, se extiende una enorme angustia colectiva, un sentimiento de inseguridad que parece afectar a todas las categorías sociales. Junto a esos «nuevos residuos», perduran formas de exclusión en las que los «pobres» son definidos como inadaptados y «casos sociales», lo que Paugam (2007) clasifica como «pobreza marginal». En nuestro contexto, esos «residuos liminales» suelen clasificarse como integrantes del difuso colectivo designado como Personas Sin Hogar. Un conglomerado de seres en el que a grandes rasgos se distinguen dos perfiles, por un lado, el inmigrante joven y sano –marcado por la experiencia migratoria–; y, por otro, aquel cuya situación se explica por «problemas personales» como la drogadicción o las patologías mentales –normalmente autóctono– cuya situación se explica por «problemas personales» como la drogadicción o las patologías mentales (Moreno, 2009). A lo largo del proceso etnográfico me he interesado por los segundos, seres que encarnan la figura del «excluido marginal» en las sociedades contemporáneas, cumpliendo la función de «afuera constitutivo» en el «espacio interno» de la sociedad. Definidos como una excepción residual, se encuentran sometidos por un frame estigmatizante que los define como sub/ex-humanos. Mediante un discurso que enfatiza sus rasgos particulares e individuales son considerados «monstruos a corregir y/o eliminar». Esa producción discursiva legitima una gestión en la que cumple un papel determinante la influencia ejercida por el nexo entre saber y poder, mediante discursos que establecen límites entre lo normal y lo patológico. Por ello, los seres que encarnan la figura del «excluido marginal» están especialmente sometidos a formas de control social que disciplinan sus cuerpos mediante la convergencia de disciplinas académicas, sanitarias y jurídicas que construyen marcos epistemológicos definidos como ciencia y salud legítima (Bourgois, Lettiere y Quesada, 1997). Se trata de un «biopoder» en el que intervienen un amplio abanico de leyes, intervenciones médicas, ideologías y hasta estructuras de emociones. En nuestro contexto, para gestionar esas formas de vida a las que se atribuyen ‘problemas individuales’, se ha desarrollado –especialmente, en Bilbao– todo un entramado asistencial de carácter socio-sanitario. La Comisión Ciudadana Anti-SIDA de Bizkaia4 forma parte activa en esa red, mediante dos centros contiguos. Uno de ellos es el "Centro de Día de Atención y Emergencia Sociosanitaria a Drogodependientes y Personas en Situación de Exclusión Social" –‘La Comi’– que se dirige a un perfil bastante concreto: personas que por problemas de adicción a las drogas, se encuentran en una situación de grave, tanto social como sanitaria. Proporciona información y material preventivo, atención primaria en cuidados sanitarios, alimentación básica, servicio doméstico de higiene… Cuenta con 20 plazas abiertas durante 10 horas/día y no exige un abandono del consumo de drogas. El otro –donde soy voluntario– es el Centro de Incorporación Social Hasiera cuyo objetivo es profundizar en el apoyo y acompañamiento socio-sanitario. Cuenta con quince plazas y abre entre semana (lunes, martes y jueves de 9.00h a 13.30 y de 15.00 a 18.00; miércoles de 9.00 a 16.30; viernes de 9.00 a 14.00). Se trata de un recurso dirigido a personas en situación de exclusión social extrema, especialmente condicionadas por limitaciones en su autonomía física-psíquica –drogodependencia, minusvalías, patologías mentales y enfermedades de transmisión sexual– y sus habilidades sociales. El marco teórico de Hasiera, en consonancia al de la Comisión Anti-SIDA, es de carácter bio-psico-social y se sostiene sobre la lógica del acompañamiento. Al ser de mediaexigencia, hace mayor hincapié en una intervención de carácter rehabilitador –sin exigir abstinencia– y en la necesidad de compromiso con las actividades ofrecidas –asamblea, taller de reciclaje y restauración, de deporte, de cine, de ‘inclusión digital’, tertulias–. También ponen en marcha sesiones de apoyo, como el Programa de Atención Individualizada (PAI), ‘tutorías individualizadas’ y la ‘construcción del caso’. A su vez, se realizan acompañamientos respondiendo a las necesidades de los usuarios –he acompañado a usuarios al psiquiatra, módulo psico-social, hospital, juzgados…–. En ambos dispositivos, el perfil mayoritario es el de hombre de edad mediana, con una problemática crónica de poli-consumo de drogas, diagnosticado con VIH –o hepatitis– y 4 Asociación no gubernamental sin ánimo de lucro, pionera a nivel estatal, que nació, resultado del movimiento ciudadano, en 1986. En el año 1988 comenzó un Programa de Intercambio de Jeringuillas (PIJ); y, posteriormente, en 1990, con el Trabajo de Calle. Fue en 2001 cuando pusieron en marcha la que se ha constituido como su actuación central: "Centro de Día de Atención y Emergencia Sociosanitaria a Drogodependientes y Personas en Situación de Exclusión Social". Finalmente, en 2013 pusieron en marcha el Centro de Incorporación Social Hasiera. que vive en grave exclusión social – ‘sin hogar’ y/o con patologías mentales–. Por lo tanto, a diferencia de los que conforman la masa de excluidos en la ‘nueva cuestión social’, la investigación atiende a vivencias en las que converge “la condición de enfermo con la de toxicómano, lo que les hace vivir en un «mundo aparte» dentro del mundo, de por sí «apartado», de los sin hogar” (Cabrera, 1998: 345). Tal como he afirmado, estos seres expulsados del estatus de humanidad completa son los que encarnan la figura del «excluido marginal» en nuestro contexto sociohistórico. Están sometidos a un proceso arbitrario, contingente e histórico, en constante reproducción, profundamente determinado por los condicionamientos materiales, pero, principalmente sostenido por discursos, acciones, dispositivos e instituciones que ubican a determinados seres en lugares cargados de significados que quienes viven las dinámicas sociales normalizadas no asumen como propios. Esos procesos de exclusión-marginación van acompañados de ‘racionalizaciones ideológicas’ que mantienen “un cierto grado de compatibilidad tanto con la estructura económico social de la sociedad como con su código cultural dominante (Romaní, 1992: 261). Estos «náufragos abandonados en el vacío social (Bauman, 2005), funcionan como «afuera constitutivo» del orden social, “sujetos abyectos y marginados, aparentemente al margen del campo de lo simbólico” (Hall, 2003: 35). Al no ajustarse a las normas de reconocibilidad, son negados ontológicamente, “no son del todo –o nunca lo son– reconocidas como vidas” (Butler, 2010: 17). Seres asociales y desviados, patologías encarnadas que perturban los elementos saludables de la ‘vida social normal’. Aparentemente incapaces de operar en el mismo mundo de los individuos “normales y racionales” son relegadas a habitar las “zonas invivibles” de la vida social (Butler, 2002). Todo ello supone un profundo deterioro y estigmatización de su estatus social, lo que refuerza los sentimientos de habitar los márgenes, siendo sistemáticamente tutelados por la asistencia sociosanitaria y sus profesionales. Deben vivir con “la imagen que le devuelve la sociedad, y que termina interiorizando, de no ser útil, de formar parte de lo que a veces se llama los «indeseables»” (Paugam, 2007: 18-19). 4. SUFRIENDO LOS MARCOS DEL «JUNKIE CON SIDA LOCO» Mi intención en este apartado es mostrar la arbitrariedad del frame producido en torno a la drogadicción, el SIDA y la enfermedad mental, reflejando el modo en el que ha condicionado determinadas vidas. Tal como afirma Dani, “hoy es el día todavía (…) Entras a una tienda y no te hacen caso (…). No sé, 40 años de junkie tiene que dejar alguna marca… el estigma sigue ahí (…).Al que es diferente lo miran raro”. Del mismo modo, esos marcos determinan su construcción identitaria: “muchos vienen con esta idea de que yo sólo soy un puto junkie” (Adrián). Para comprender los discursos producidos en torno la droga hay que asumir que los sentidos y efectos de su consumo se construyen culturalmente (Bourgois, 2000). Por ejemplo, mientras existe un consumo generalizado de substancias, sólo aquellos que tienen prácticas al margen de los rituales instituidos son definidos como drogadictos. Dani expresa de un modo inmejorable esa arbitrariedad: “A mí, mi madre me dice, ‘hijo es que ese es un drogadicto’. ‘Mamá, y tú’ (…). ‘Te tomas todos los días dos optalidones y un café nada más levantarte’”. La concepción dominante en torno a las drogas proviene de EEUU, desde donde se extendió una política prohibicionista que no se sostiene en criterios de salud ‘objetivos’, sino en una moral puritana-calvinista (Romaní, 1992). Un discurso que ha deshumanizado a «adictos junquizados», definiéndolos como acabados, viciosos, irresponsables, etc. (Sánchez, 1998), legitimando formas de gobierno de carácter punitivo –represión selectiva– que agudizan la vulnerabilidad de los drogodependientes más precarios. Un frame que los responsabiliza individualmente de sus consumos autodestructivos sin atender a las estructuras y conflictos sociales-personales (Manzanos, 2005). Para los seres con lo que he interactuado el acceso al mundo de las drogas fue un modo de socialización e identificación grupal en un contexto en el que se vivió como un medio de transgresión (Montañés, 1992). En una conversación con María, usuaria de Hasiera, me relato cómo se inició en el ritual de consumo de heroína, de un modo ingenuo, a los 13 años: “entré en el bosque y vi a un grupo de chicos y chicas. Allí conocí a Pantera, que me dijo: ‘les estoy cuidando, soy la enfermera, ¿Quieres ayudarme?’ Yo le respondí que sí. Aprendí a pincharles; pero terminé pinchándome”. Julián cuenta su primera experiencia, a los 16 años: “dijimos de meternos un chute cada uno (…). Uno de ellos se arrepintió al final (…) yo le dije: ‘si no te lo metes tú me lo meto yo’”. Además, sus hermanos eran consumidores asiduos: “mi hermano tuvo un accidente (…) cuando iba al Hospital, me mando llevarle hachís y cocaína. Ahí ya empecé a consumir cocaína por la nariz”. Por otro lado, otros usuarios con los que he conversado afirman que el ejército fue un espacio determinante: “es donde más fácil tienes para drogarte. Ahí probé la heroína y es donde me enganche” (Luis). Fue un momento en el que la droga estaba en todos lados, “no tenías que dar dos pasos; en el bloque que vivía mi ama había dos camellos (…), no hacía falta ni salir de casa” (Dani). Progresivamente, en compañía de su grupo de iguales, fueron incrementando su consumo “pillábamos los fines de semana al principio, después los fines de semana y los miércoles, y luego ya a diario” (Julián). Entraron en un círculo vicioso, en el que por múltiples motivos, su consumo fue exponencialmente más abusivo, que “no es más que un medio por el cual las persona en estado de desesperación interiorizan sus frustraciones, su resistencia y su sensación de impotencia” (Bourgois, 2000: 334). Paulatinamente, devinieron en «cuerpos adictos» guiados por la necesidad de drogarse, un imperativo que pasó a regular su vida. María me comento que “pasaba de los chicos, mi novio era la droga, la heroína”. Conseguir su dosis se convirtió en su necesidad central, subordinando todo lo demás a mantener su dosis y evitar el mono que lo definen como “(…) una gripe multiplicada por diez (…) un dolor muscular, un sudar en frío, se te humedece el cuerpo (…). Yo estaba en la cama y hacerme la pierna raca, raca, como calambrazos; los codos, muchos dolores…” (Dani). El SIDA ha sido una enfermedad cargada de miedos y «fantasías punitivas». En el comienzo de la «batalla» –se empleaban metáforas de contienda– contra el SIDA determinados sujetos pasaron a formar parte de «grupos de riesgo», que debido a su “comportamiento desviado” –perversión sexual o suicidio irracional por compartir jeringuillas– fueron enmarcados como culpables en la extensión del virus. Se trató de un esfuerzo, tal como afirma Sánchez (1998), de señalar “culpables de la epidemia entre los grupos sociales que más se alejan de la normalidad” (p. 208). Ser portador del virus era ponerse en evidencia como miembro de una “comunidad de parias” (Sontag, 1989), porque “el SIDA lo atribuían a putas, maricones y junkies; éramos la escoria, se vendió esa imagen de que éramos la escoria” (Dani). A lo largo de mi estancia en el terreno, he podido comprobar como ese frame ha provocado, en mucho casos, “una muerte social anterior a la física” (ibidem). El modo en el que la trayectoria vital de María se vio drásticamente alterada debido a la detección del virus es muy significativo. Tras varios años de juventud enganchada a la heroína, consiguió desintoxicarse, estudió para ser matrona y ejerció en el hospital de Basurto. Pero cuando le dijeron que estaba infectada, “no quería pasarle la enfermedad a alguien inocente dejé el trabajo antes de que me dijeran nada. Imagínate, si se me rompía el guante, allí con toda la sangre (…) podía contagiarle” (María). De este modo, condicionada por un discurso biomédico y social alarmista, se autoexcluyó, abandonó la «vida social» y volvió a engancharse a la heroína. En este sentido, son sujetos que a lo largo de su trayectoria vital no sólo han sido rechazados por el otro, sino que debido a su sentimiento de culpabilidad, vergüenza y miedo, muchos decidieron auto-expulsarse de lo social instituido. Dani vivió el diagnóstico como “una sentencia de muerte, yo… aparte mal, depresiones, mi vida cambió antes de decirme que tenía SIDA y un después de tener SIDA, no por la enfermedad sino por el palo psicológico”. El diagnóstico supuso la recaída en consumos autodestructivos: “Cuando le dije al doctor: ‘¿Cuánto?’ (…) ‘Un año o dos como mucho’. ¿Qué haces? Pues llevártelo todo por delante” (Dani). Actualmente, el SIDA se ha desdramatizado mucho (Sánchez, 1998). Esto se debe a un proceso de normalización en el que Dani asegura que influyo: “Rock Hudson, el Mercury, gente así famosa, también hubo un antes y un después de que ellos murieran. (…) la gente percibió que ya no era tan malo como creían, que caía gente buena”. Pero, todavía muchos de los sujetos con los que he interactuado en el terreno siguen atravesados por ese imaginario alarmista de una época “en la que apenas se conocía esta enfermedad y que había mucho miedo también, ¿No? Mucha alarma social” (Leire). Además, todavía circula, en algunos espacios, un miedo irracional. En el caso de María, sus familiares más cercanos la marginaron mediante prácticas cotidianas que perduran a día de hoy: “desde entonces he tenido mi cuchara, mi tenedor y mi cuchillo” (María). Actualmente, frente a la perspectiva en la que el drogodependiente era un transgresor antisocial y un delincuente que debía ser encarcelado, ahora prima –en nuestro contexto– la figura del drogodependiente como ‘ser vulnerable y sufriente’ que debe recibir asistencia bio-psico-social. En este sentido, tanto la gestión como la existencia de los seres con los que he interactuado en el terreno han sido redefinidas haciendo hincapié en su condición de enfermos5 –por sus adicciones, clasificadas como patologías, y/o por enfermedades mentales clásicas–. Para cuestionar ese nuevo frame, parto de la idea de que los marcos que definen los límites de la patología mental son arbitrarios, siendo los profesionales de la salud “quienes van a institucionalizar y definir la enfermedad con el beneplácito de todos nosotros, que depositamos en sus conocimientos académicos y científicos la fuente del saber que Esto se debe a un “proceso de sanitarización”, de “traducción sanitaria de un problema de sociedad” (Fassin, 2004: 302), resultado de una lucha de competencias entre diferentes discursos, saberes y agentes en los que se terminan interrelacionando las «políticas de lo viviente» y «políticas de la vida». 5 remedie nuestros males” (Montañés, 1992: 246). En el caso de los «excluidos marginales» esos criterios son todavía más contingentes. Por ejemplo, Cabrera (1998), advierte que: “(…) la vida en las calles, con lo que implica de inseguridad y pérdida de control de la situación, es por sí misma desestabilizadora, razón por la que no sería nada extraño encontrar síntomas de desequilibrio psicológico en personas que llevan un régimen de vida de por sí estresante” (p. 352). Además, hay toda una serie de prácticas que sólo cobran sentido en su contexto vital, pudiendo ser adaptativas. Por ejemplo, su excesiva paranoia es racional en su cotidianeidad; y, en cuanto a sus comportamientos agresivos, pueden deberse a comportamientos tácticos de protección. Por otro lado, el consumo de drogas puede activar ciertas conductas que pueden parecer patológicas. También hay que destacar que el sufrimiento que supone vivir con el peso del frame que los define como seres liminales, los determina psicológicamente: “ese desprecio de la sociedad como diciéndote eres un apestado,…duele, duele aquí (pone la mano en el corazón), pero más que aquí, aquí (pasa la mano del corazón a la cabeza)” (Dani). Por lo tanto, la cuestión de la detección de psicopatologías en estos sujetos, que viven circunstancias tan especiales, es especialmente compleja, siendo imposible realizar un diagnóstico adecuado e imparcial. Es decir, “¿Dónde fijar la frontera entre lo que sería indicativo de una depresión severa y otra leve, cuando la persona entrevistada vive en condiciones tales que deprimirían al ser humano más positivo y optimista?” (Ibidem: 353). A Dani le diagnosticaron: “las clásicas cuando estas enganchado, de trastorno límite de la personalidad, disfunción de la afectividad o algo así,… que no tenía cariño a nada más que a la droga (…) no sé si será verdad o mentira, lo hice porque me lo dijo una psiquiatra para conseguir la paga”. Por lo tanto, en la configuración de la figura del «excluido marginal» se ha pasado de la concepción de delincuente que incumple la ley a la de persona enferma que precisa de atención sanitaria (Romaní y Rekalde, 2002). Dicha resignificación discursiva se materializa en nuevas formas de gobierno que producen nuevos tipos subjetivos y vivencias –los propios usuarios se definen como personas enfermas–. En el nuevo marco médico-psiquiátrico el cuerpo de los enfermos se piensa como un cuerpo que precisa de tratamiento psicológico y psiquiátrico –la mayoría de veces a través de la psicofarmacología–. Esta imposición del discurso biomédico, centrado en la precariedad ontológica, supone una invisibilización de la precariedad social. La conducta de esos seres se suele entender en función de un modelo que tiende a responsabilizar a los sujetos de su situación “en función de características personales tales como su deterioro psiquiátrico o funcional (Koegel, 1998: 29). En el campo de la salud mental y la drogodependencia –cuya combinación se define como trastorno dual– se adjudican motivos emocionales e individuales a sus padecimientos. Por lo tanto, esa preeminencia de perspectivas clínicas y epidemiológicas, supone no atender a los orígenes socioculturales de los malestares que empujan a lógicas autodestructivas. Esto se debe a que, tal como afirma Scheper-Hughes (1997): “Un cuerpo enfermo no implica ninguna crítica. Tal es el privilegio de la enfermedad, que juega un papel social neutro y constituye una condición que exime de culpas” (p. 174). Por lo tanto, se presenta la precariedad social como un caso perteneciente a la precariedad vital, de modo que es absorbida por una dimensión natural que desarma el escándalo político de la exclusión y la marginación. Presentadas como personas que han caído en la droga y se han contagiado del SIDA por su propia responsabilidad –mermada por la patología mental–, se individualiza y psicologiza su condición, realizando una abstracción de lo social. Además, ese frame que muestra la condición de estos sujetos como resultado de una «tragedia médica individual», es interiorizado. Además, entienden que esa condición es resultado de las decisiones individuales que han tomado en la vida, siendo recurrentes frases como: “he aprovechado lo peor de la vida”, “ahora estoy sufriendo todo lo que he hecho”, “soy la oveja negra, porque me drogo”… Creen en la responsabilidad individual y consideran, en la mayoría de los casos, que su marginalidad se debe a sus propias carencias psicológicas y/o morales. Es decir, no creen que ninguna ‘justificación estructural’ puede absolverlos de las consecuencias de sus actos, que con frecuencia han sido violentos, parasitarios y autodestructivos (Bourgois, 2010). Finalmente, en mi intento por desmontar ese discurso que presenta la situación de los excluidos marginales en términos de «tragedia médico individual», afirmo que muchos de los sujetos con los que he interactuado en el terreno podrían ser redefinidos como los «supervivientes mutilados» de uno de los fenómenos sociales más importantes de la segunda mitad del siglo XX en los países occidentales. Tal como afirma Dani, “éramos 15 o 16 y quedamos 3. Los demás todos se cayeron entre el 85 y el 95… todos, o sea ibas a un entierro hoy y estabas hablando con una persona y a la semana siguiente estabas en el entierro de esa persona, o sea que era muy, muy traumatizante”. 5. EVOLUCIÓN DE LOS MODOS DE GOBIERNO: HASIERA COMO DISPOSITIVO ASISTENCIAL CONTEMPORÁNEO Partiendo de la tesis de que el estatus social del pobre viene definido por su interrelación con la sociedad (Simmel, 2014), propongo una perspectiva de orientación foucaultiana que atienda al modo en el que la «gubernamentalidad» desplegada para gestionar a los excluidos hace mella, tanto en la dimensión social, instaurando lógicas y dispositivos para la producción de subjetividad, como en la constitución de su estructura humana psíquica y carnal (Lewkowicz, 2004). Actualmente, en la gerencia occidental de la exclusión marginal parece posible discernir dos tipos ideales que se articulan en función de un frame que oscila de la categoría de delincuente a la de enfermo. Por un lado, un modelo más característico de la realidad estadounidense, donde en vez de invertirse para desarrollar una red de atención comunitaria prima un régimen punitivo neoliberal sostenido en base a políticas de ‘tolerancia cero’ para eliminar a los pobres de la vida pública (Wacquant, 2006). Una «gubernamentalidad» que configura al «excluido marginal» como un delincuente y que provoca la intensificación de “la contención física, la violencia y la desigualdad” (Bourgois, 2000: 371). Por otro, en Europa, aunque el progresivo desmantelamiento del Estado Benefactor y la primacía de las políticas neoliberales impregnan la situación actual, sigue siendo importante la intención de recuperar esos residuos –definidos en términos de ‘cuerpos enfermos’–. En palabras de Bourgois (2011), “Estados Unidos representa una caricatura de los procesos abusivos de la gubernamentalidad que producen sufrimiento inútil y subjetividades lumpenizadas. Estoy al tanto de que España es diferente y menos neoliberal” (p. 25). Por ello, en nuestro contexto, al compás del proceso de sanitarización de los «excluidos marginales», se ha ido tejiendo “un conjunto de acciones encaminadas a ordenar los sistemas sanitario y social para ofrecer una respuesta integral a las necesidades de atención sociosanitaria que se presentan simultáneamente en las personas que padecen situaciones de dependencia” (Ararteko, 2008: 55). Por ello han surgido toda una serie de dispositivos –módulos psicosociales, centros para el tratamiento de toxicomanías, centros de día, comunidades terapéuticas…–. Esa nueva pluralización de las tecnologías «sociales» refleja “la pérdida de centralidad de variadas tecnologías de regulación que, durante el siglo XX, se intentaron ensamblar en una red de funcionamiento único y, en contrapartida, se produce la implantación de una forma de gobierno que actúa a través de la conformación de poderes y voluntades de entidades autónomas” (Rose, 1998: 36). A diferencia de las instituciones modernas –como el ‘manicomio’–, que imponían subjetividades de un modo disciplinario ejerciendo un «poder normalizador» (Foucault, 2012), estos nuevos centros socio-sanitarios pueden ser definidos como ‘galpones’ (Lewkowicz, 2004), que tratan de ofrecer servicios ‘flexibles y líquidos’ acordes a la realidad actual. El propio director de Hasiera hace alusión a ese proceso: “Se ha abierto la posibilidad de tratarla de una manera, no sé, como un poco más, eh, no sé cómo decirlo, de una manera un poco más líquida. Pensando en Bauman”. En este sentido, el dispositivo en el que he realizado la etnografía es un «microcosmo» dentro de “una densa red de relaciones sociales que van más allá del lugar específico que se está estudiando” (Wacquant, 2012: 138). Hasiera parte de un marco teórico coherente con la nueva cultura psiquiátrica y proponen un trabajo socio-sanitario y comunitario que atienda de un modo respetuoso a sus usuarios. Tal como señala el director del centro, la problemática fundamental de los asistidos por el dispositivo es la psicopatología: “son espacios para el tratamiento contemporáneo de las problemáticas de salud mental más alejadas del lazo social”. Proponen prácticas que se sustentan en los principios básicos establecidos por el Colectivo crítico para la Salud Mental (García, 1992): Un tratamiento integral del sujeto –más allá de su enfermedad mental y/o toxicomanía– que mediante un trabajo en red, coordinado e interdisciplinar, fomente el establecimiento de lazos entre el usuario y su comunidad. Para ello, parten de la lógica del ‘acompañamiento social’, un modo de asistencia más ético y respetuoso que se adapta a las singularidades de la persona para ‘empoderarla’. En contra de la asistencia pública homogeneizante, «para todos igual», parten de la idea de que no hay soluciones ni estrategias únicas, porque cada persona acompañada es diferente. El objetivo de los profesionales es que Hasiera, mediante una profunda implicación, se convierta en un espacio vacío y creativo capaz de conectar con las invenciones y singularidades de cada usuario. Rechazando una gestión disciplinaria y controladora, proponen una modalidad de asistencia igualitaria que tome en serio la voluntad y el consentimiento de los asistidos. Tal como afirma Marcos, lo que se hace en el centro es “también, intentar más ayudar a las demandas (…), igual no se obliga”. En este sentido, me gustaría señalar el modo en el que estos principios se materializan en la estructura arquitectónica de Hasiera, que es muy diferente a los dispositivos diseñados siguiendo la «lógica del panóptico». Frente a una estructura que expresa una relación jerárquica característica de las instituciones carcelarias, este centro refleja una relación mucho más igualitaria: es un espacio totalmente abierto y las paredes del despacho de los profesionales son de cristal transparente, de modo que los usuarios, en una situación de igualdad, pueden ver lo que los trabajadores hacen en todo momento. El recurso parte de la premisa de que los usuarios “no necesitan ser gobernados por otros, sino que se gobernarán y se controlarán por sí mismos, y se cuidarán solos” (Rose, 1998: 27), porque tal como afirma Leire “es que nosotros tampoco trabajamos marcando los objetivos a las personas, sino que es al contrario. Son las propias personas las que marcan el objetivo”. El trabajador, frente a la figura del vigilante que disciplina o la del profesional que receta remedios, debe cumplir la función de acompañante. Tal como comenta la profesional recién contratada, “A mí también me pasaba. Bueno, cuáles son los objetivos de estas personas, porque a veces crees que, joo, llegas aquí y dices, mmm, me pierdo un poquito en el hecho de que la meta la pongo aquí o la pongo aquí”. Frente a la imposición de objetivos unívocos producto del saber profesional, toma especial importancia las elaboraciones individuales del sujeto asistido a quien hay que escuchar y respetar. De este modo, se dota de protagonismo a los usuarios, que establecen relaciones dialógicas con los profesionales, para “de alguna manera, darles a ellos ese empoderamiento o esa herramienta para que puedan decidir” (Leire). Tratan de generar una atmósfera de no-obligatoriedad, en la que se sientan cómodos y valorados: “Se sienten a gusto, ¿No? Con el hecho de no sentirse obligados a hacer ciertas actividades, a que las actividades pues son voluntarias. (…) no se les impone vamos a hacer esta actividad porque nosotros vemos que está bien” (Marcos). Estas dinámicas son producto de regímenes de gobierno novedosos, que se sirven de técnicas que producen distancia entre las decisiones del dispositivo y los usuarios, los cuales son concebidos como sujetos de responsabilidad y autonomía. De este modo, se produce una “«reversibilidad» de las relaciones de autoridad”: “Lo que comienza siendo una norma que debe ser implantada en el interior de los ciudadanos puede ser reformulada como una demanda que los ciudadanos pueden hacer a las autoridades. Los individuos tienen que convertirse en «expertos de sí mismos», pasar a establecer una relación de autocuidado, que se basa en la preparación y la información, con sus cuerpos, mentes, formas de conducta y con los miembros de sus propias familias” (Ibidem: 38-39). Por lo tanto, es una tecnología de gobierno más sutil6 que la disciplinaria, en las que se produce una nueva especificación del sujeto de gobierno, que los define como individuos que tratan de “maximizar su calidad de vida mediante actos de elección, confiriendo a sus vidas un sentido y un valor en la medida en que pueden ser racionalizadas como el resultado de elecciones hechas o de opciones por tomar” (Ibidem: 37). Dani resume la función del centro de un modo inmejorable: “Hasiera para mí es una evolución de ‘La Comi’ supercojonuda. Escoger gente que venía a la Comi que no tenían proyectos de nada y autogenerarles, o sea generarles una confianza en sí mismos y a partir de ahí que trabajen, trabajando con ellos para que a partir de ahí se trabajen su espacio, su manera de vivir o tener un sitio como tienen aquí, con ordenadores, algo de trabajo manual”. En cuanto a los talleres y actividades que se ponen en marcha tienen como propósito, más que capacitarlos para el mercado laboral, ocupar su tiempo y que recuperen su sentido de autovalorar y autoestima. En este sentido, llama la atención que los profesionales entienden el taller de reciclaje como ‘una manera en la que metafóricamente los sujetos crean en la posibilidad de las segundas oportunidades’. Es decir, un ejercicio invisibilizado para que adquieran conciencia acerca de la posibilidad de cambiar, de mejorar, de reciclarse y realizarse a sí mismos. Por otro lado, “es un dispositivo que integra a los sujetos en un nexo moral de identificaciones y lealtades mediante los mismos procesos en los que parece representar sus opciones más personales” (Ibidem: 37). Este modo de integración moral pude apreciarlo sobre el terreno apreciando como los usuarios del centro han interiorizado la normatividad del centro. Se enfadan cuando alguien llega tarde o cuando un usuario no se compromete con las actividades propuestas; y, en ocasiones, se dirigen con reproches a quienes abandonan su plaza. Ese sentimiento de pertenencia se refleja en propuestas como la de escindirse del centro de baja-exigencia de la Comisión Anti-SIDA, espacio al que metafóricamente denominan como ‘el lado oscuro’: “más de una vez han querido separar también Hasiera, como un proceso diferente en el que han estado hace cuatro días, también, pero en el que están otras personas” (Leire). 6 Es una tecnología de poder sutil desde el comienzo, porque aunque las posibilidades de elección de los usuarios sean reducidas, se presenta su acceso como si fuese una elección totalmente libre e individual. Por lo tanto, parece que esos modos de gestión también producen ‘sujetos dóciles’, pero, mediante ‘prácticas más discretas’, en contraposición a otros dispositivos disciplinarios como Proyecto Hombre en los que “el saber está del lado de la institución” (Adrián). En Hasiera, en cambio, se intenta “una deslocalización del saber, que el saber está del lado del sujeto (…). No se trata ni de que el saber esté, nosotros de hecho nos hacemos muchas veces diluir, desaparecer, que no se nos vea mucho” (Adrián). Es una atención que intenta mostrarse ‘distraída’, más adecuada para los ‘casos más problemáticos’ en los que “no vale el acto educativo ordinario (…) el dispositivo se cae, se destroza” (Adrián). En Hasiera, la ‘producción silenciosa de sujetos dóciles’ se realiza, no mediante el poder normalizador, sino a través de lo que Foucault (1990) define como «poder pastoral». Una modalidad que se sustenta en un conocimiento particular, individualizante, entre el pastor –el centro– y cada una de las ovejas –los usuarios–. El pastor debe, de un modo encubierto, “saber lo que ocurre, y lo que hace cada uno de ellos” y “saber lo que sucede en el alma de cada uno, conocer sus pecados secretos” (Foucault, 1990: 151). Para ello, cuentan con una serie de prácticas concretas que se sostienen en base a dos instrumentos esenciales. En primer lugar, ‘el examen de conciencia’ (Ibidem), mediante el Programa de Atención Individualizada (PAI), que consiste en una entrevista inicial para acceder al centro, en la que se recoge información integral –salud, patologías mentales, formación, situación legal…– con el objetivo de elaborar una valoración estandarizada del posible usuario. De este modo, acuerdan las tareas necesarias para alcanzar las metas marcadas por la persona usuaria y el profesional, asumiendo que “cada usuario, al final tiene su propio recorrido, su propia historia, entonces cada uno marca sus objetivos” (Leire). Tras el PAI, se pone en marcha ‘la dirección de conciencia’ (Ibidem), una evaluación continua a través de tutorías individualizadas entre el usuario y el profesional, en la que se intentan promover la autonomía del asistido, marcando objetivos a corto y largo plazo. Es un espacio para la escucha empática, en el que el usuario cuenta sus preocupaciones y necesidades. Permite un seguimiento del usuario para que los propios trabajadores en función de “cuáles son sus demandas y viendo cómo podemos acompañarles en todo esto” (Leire). A su vez, para profundizar en ese examen y coordinar esa dirección, proponen un trabajo en red interdisciplinar. Para saber con mayor profundidad que ocurre en el ‘alma’ y ‘mente’ de cada usuario, hacen una reunión todos los jueves en la que participan tanto trabajadores de Hasiera (incluyendo becarios y voluntariado) como otros profesionales, que atienden el caso desde otros dispositivos y disciplinas. Se intenta reconstruir el caso individual a través de una conversación en la que se comenta la vida privada de los usuarios, planteando sus problemas y los posibles modos de ayudarlos, siempre lo más discretamente, para que tomen ‘el camino correcto’. Es evidente que la gestión biopolítica ejercida por Hasiera genera un menor ‘sufrimiento social innecesario’ que los modos de gubernamentalidad dominantes en el contexto estadounidense (Bourgois y Schonberg, 2009). Los profesionales viven el trabajo con entusiasmo y los usuarios se muestran, casi siempre, agradecidos por el trato que reciben. Este modelo socio-sanitario es éticamente deseable a otras formas de gobierno; y, en este sentido, aquellos recortes que limitan las posibilidades y hacen peligrar este tipo de dispositivos, sólo pueden conducirnos a escenarios más desalentadores. De todos modos, teniendo en cuenta la ambigüedad constitutiva del trabajo social –es reactivo, «promueve el cambio sin alterar el orden»– y asumiendo que “nada puede escapar a los efectos del poder” (Ibidem: 18), considero necesario profundizar en la crítica y continuar por la senda de la «epistemología de la sospecha». Esto se debe a que, tal como afirma Bourgois, “hasta las mejores intenciones de ayudar y asistir a los socialmente vulnerables también puede, simultáneamente, perpetuar –o hasta exacerbar– la opresión, la humillación y la dependencia de un modo u otro” (Bourgois, 2000: 168169). Por ello, hay que ir más allá del debate que enfrenta a los políticos de izquierda, que quieren inundar las calles de trabajadores y educadores –especialistas en psicología/psiquiatría–, y los de derecha, que pretenden eliminar la asistencia pública y ahondar en el régimen punitivo en favor de las grandes empresas y los sectores adinerados. Por lo tanto, considero indispensable atender a las posibles «consecuencias perversas» de esos nuevos modos de gobierno. El ‘poder pastoral’ ejercido desde el centro intenta que los usuarios se hagan conscientes de su situación, que se comprendan a sí mismos y narren su relato, para posteriormente pensar su bienestar en nuevas formas. Son prácticas que ejercen un poder individualizador, que promueven una nueva relación con uno mismo en la que los individuos deben efectuar “cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad” (Foucault, 1990: 49). Se parte de la idea de que cada persona es un mundo; y, aunque haya condicionantes sociales, asumen que desde su intervención es imposible cambiar esas dinámicas estructurales, “lo social está ahí sí, pero nosotros no lo podemos cambiar. Cada persona tiene que trabajar en base a lo suyo, a lo individual” (Leire). Por lo tanto, su objetivo, es que los usuarios logren “reconceptualizarse a sí mismos en términos de su propia voluntad de estar sanos, y de gozar de una normalidad maximizada” (Rose, 1998: 31). Para ello, se ponen en marcha toda una serie de prácticas “que ligan a cada individuo con el consejo de los expertos al tiempo que adoptan la apariencia de ser el resultado de una elección individual libre. La regulación pasa a ser así un asunto ligado al deseo de cada individuo de dirigir su propia conducta libremente con el fin de lograr la maximización de una concepción de su felicidad y realización personal como si fuese obra suya, pero semejante maximización del estilo de vida implica una relación con la autoridad a partir del mismo momento en que se define como el resultado de una libre elección” (Ibidem: 38). Por ello, este «biopoder» intenta que los individuos tomen iniciativa, pasen a reformular su existencia y traten de «realizarse a sí mismos». Es decir, son programas en los que “los individuos desfavorecidos han llegado a ser considerados potencial e idealmente como agentes activos en la construcción de su propia existencia” (Ibidem: 39). Desde una perspectiva crítica, considero que esta definición como «yo activamente responsable», ejerce una fuerte «violencia simbólica» (Bourgois y Schonberg, 2009) sobre aquellos seres dependientes y estigmatizados que tienen que asumir que su destino, así como su futuro, es producto de decisiones individuales. En definitiva, la intervención de Hasiera parece ser coherente respecto a una «gubernamentalidad» sostenida en la gran metanarrativa del gerenciamiento –autohacerse responsable, competitivo, flexible, autónomo, creativo…–, que produce una imagen de nuestro mundo como un problema de auto-estima y empoderamiento. El problema es que son sujetos profundamente dependientes –económicamente, de múltiples fármacos, de drogas… y de la asistencia socio-sanitaria en general–, de modo que sus fracasos y sus problemas son interiorizados individualmente. Por lo tanto, su imposibilidad de construirse como sujetos autónomos en un mundo que lo exige, incrementa su frustración y la violencia simbólica a la que se encuentran sometidos. En esta línea se podría interpretar el dispositivo Hasiera como la cara más amable del nuevo «régimen securitario y autorresponsabilizador actual». 6. CONCLUSIONES El cierre al que me vi obligado en el Trabajo Final de Máster fue abierto y flexible por varios motivos: (i) el relato construido fue resultado de una articulación, determinada por las múltiples experiencias compartidas sobre el terreno; (ii) a pesar de los vínculos empáticos establecidos, no se produjo una inmersión etnográfica lo suficientemente profunda; (iii) los avances desarrollados en mi tesis doctoral ha supuesto el regreso al terreno y la elaboración de nuevas «guías de trabajo» para orientarme en el laberinto del campo. De todos modos, voy a tratar de sintetizar y enfatizar aquellos elementos que me parecen más significativos. En primer lugar, he tratado de discernir entre las diferentes formas de exclusión presentes en la actualidad, tratando de proponer una posible interpretación ante aquellas situaciones de exclusión más extrema que suelen ser reducidas en términos de «tragedia médico individual». Son vidas que se encuentran condicionadas por un marco estigmatizante en el que tiene una influencia el nexo entre poder y saber legítimo –sobre la drogadicción, el SIDA y las patologías mentales– que se materializa en leyes, dispositivos, ideologías, sentimientos… Atender a la experiencia vital de algunos usuarios me ha permitido desvelar la arbitrariedad de ese marco. He partido de la cuestión de la drogadicción, que está atravesada por un discurso prohibicionista y moralista sobre el que se sostienen prácticas punitivas que incrementan el sufrimiento de los drogadictos más precarios. A éstos se les responsabiliza individualmente de sus consumos; pero, tal como muestran sus relatos, su inmersión en el mundo de las drogas fue un modo de socialización. Paulatinamente, en un incremento progresivo de su consumo y en compañía de su grupo de iguales, devinieron en «cuerpos adictos» dominados por una absoluta dependencia corporeizada. Después he atendido al modo en el que el diagnóstico de SIDA afecto a estos sujetos. Era una enfermedad que se vivía como una invasión y que enmarcó a ciertos sujetos como sus culpables activos, lo que incrementó su rechazo y sentimiento de responsabilidad. El desconocimiento médico y la alarma fortalecieron el rechazo social, provocando la autoexclusión de estos seres de la «vida social» y su recaída en consumos autodestructivos. A continuación, he tratado de atender a la redefinición del drogodependiente como enfermo, un proceso de sanitarización en el que gran parte de sus problemas han sido atribuidos a psicopatologías. En este sentido, sostengo que si los marcos que definen los límites de la patología mental son siempre arbitrarios, lo son más a la hora de clasificar a seres excluidos-marginales. Por lo tanto, en ese nuevo frame es determinante el discurso biomédico, que se centra en la precariedad ontológica enfatizando la cuestión de la patología, lo que supone una invisibilización y abstracción de lo social. De este modo, se ha tendido a responsabilizar a los sujetos de su situación, definida como una «tragedia médica individual». Este nuevo marco consigue que esas vidas no se presenten como resultados de fenómenos sociales, sino como personas que han caído en la droga y se han contagiado por sus propias decisiones o por sufrir un déficit psíquico. Esa resignificación en el nivel discursivo –de delincuente a enfermo–, supone el despliegue de nuevas formas de gobierno que tienen influencias significativas en la experiencia vital de esos seres. Mediante el análisis de Hasiera como «dispositivo light» de gestión de esos sujetos, sostengo que se puede interpretar como la versión más cálida e inclusiva del nuevo «régimen securitario y autorresponsabilizador actual». Es decir, reorganizado en torno a una lógica benefactora y un modelo de tratamiento mucho más respetuoso, produce sujetos dóciles mediante prácticas discretas. Aunque es una gestión biopolítica mucho menos punitiva y productora de dolor humano que la estadounidense, ello no es óbice para que su intervención pueda ser coherente respecto al modelo de gubernamentalidad neoliberal dominante. Desde una perspectiva crítica, considero que la definición de los usuarios como «yo activamente responsable» supone una autorresponsabilización todavía mayor sobre quienes no pueden construirse como sujetos autónomos en un mundo que lo exige. BIBLIOGRAFÍA Ararteko (2008). Atención sociosanitaria: una aproximación al marco conceptual y a los avances internacionales y autonómicos. 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