¿Vuelven los tranvías? INGENIERÍA FERNANDO SÁENZ RIDRUEJO P arece ser que en algunas ciudades españolas están pensando en volver a los tranvías. En la naturaleza retornan las estaciones y en la vida humana vuelven, con distintos matices, las modas. Resulta más difícil entender qué sentido tiene, en el campo de la técnica, el regreso a tipologías que ya fueron superadas. Después de la guerra, ante la falta de acero, se volvió a las construcciones de hormigón en masa y, tras la crisis energética del 73, empezaron los japoneses a equipar los petroleros con velas auxiliares; pero estos arcaísmos se olvidaron tan pronto como se volvió a situaciones de normalidad. Los tranvías, que exigían un complicado tendido eléctrico y circulaban por carriles fijos, representaban un obstáculo cada vez mayor, a medida que fue creciendo el parque automovilístico de las ciudades. Su rigidez no les permitía hacer frente a ninguna contingencia, su itinerario era inmodificable y bastaba un pequeño socavón o un bulto caído en su camino para paralizarlos y crear un enorme atasco tras ellos. Y aunque no emitían gases, resultaban tremendamente ruidosos. Fueron sustituidos por los efímeros trolebuses, de trazado un poco menos rígido, y por los autobuses. Éstos han evolucionado para reducir la contaminación y muchos se mueven ahora con motores de gas o eléctricos. Uno se pregunta qué está pasando en nuestras ciudades para que volvamos la vista hacia los tranvías. Y encuentra la respuesta al enterarse de que estos nuevos tranvías están siendo promovidos por grupos empresariales deseosos de entrar en el negocio de las infraestructuras públicas. Se presentan con planteamientos novedosos y despliegues propagandísticos en que abundan palabras tales como medioambiental, sinergia o sostenibilidad. Pero, reconociendo la innegable capacidad del sector privado para la gestión más eficiente de todo tipo de infraestructuras, debemos ser muy escépticos ante estas iniciativas. Sólo pretenden aprovechar parcialmente los servicios públicos más rentables, en un proceso que distorsiona la gestión racional del conjunto. Cuando se recuerda la historia de los microbuses madrileños, que al final acabaron revertiendo a la EMT, se llega a la conclusión de que la mayoría de estas felices ideas consisten en la privatización de unas ganancias y la socialización de unas pérdidas que, en conjunto, resultarán incrementadas. Puede ser razonable el aprovechamiento de los trazados abandonados de antiguos ferrocarriles de vía estrecha, que circulaban por barrios periféricos, para instalar tranvías de nueva generación, más rápidos y capaces que los antiguos. Puede algún promotor avispado obtener la licencia para explotación de un negocio tranviario; pero el tranvía ya no será nunca una solución global válida para el problema del transporte urbano. Como dijo Quevedo y nos ha recordado en alguna ocasión Marías, el tiempo ni vuelve ni tropieza. Lo que ocurre es que el tiempo —es decir, la historia— como los ríos, avanza haciendo tornos y revueltas y, a veces, se remansa en los obstáculos que estorban su paso, en las represas con que algunos obstruyen el cauce para llevar las aguas a sus propios molinos. En la muerte de Ángel Galíndez En Algorta, donde hace ya bastantes años vivía retirado, ha muerto Ángel Galíndez, un ingeniero atípico que, casi siempre desde un segundo plano, jugó, durante más de treinta años, un papel importante en bastantes aspectos de la vida económica española. No sabemos las razones que le impulsaron a venir, desde su Bilbao natal, a estudiar ingeniería agronómica; pero el hecho es que nunca practicó esa profesión. Nada más graduarse, hacia 1945, entró en la oficina técnica de Saltos del Duero (más tarde Iberduero y ahora Iberdrola) y allí, a la sombra de Pedro Martínez Artola, aprendió a proyectar presas y centrales hidroeléctricas hasta convertirse, a la muerte de éste, en jefe de proyectos de la sociedad. Bajo su dirección se planificó, entre otros proyectos menores, el gran complejo de Almendra, sobre el río Tormes. Se trata de la presa más alta y más larga de España, que crea un embalse colgado a varios centenares de metros sobre el cañón del Duero fronterizo, para alimentar la central reversible de Villarino. La originalidad de Almendra, lo que marca una diferencia conceptual con las presas hechas anteriormente, no es tanto su tamaño como el hecho de que su coronación rebase ampliamente el valle en que se aloja y se extienda por la meseta castellana. Las obras de ingeniería suelen ser anónimas y, posiblemente, ni uno sólo de los proyectos que componen este conjunto lleve su firma, por impedírselo su titulación; pero si hubiera que asociar un solo nombre a los de Almendra y Villarino, no dudaríamos en dar el de Ángel Galíndez. Personalmente le recuerdo, en la llanura granítica del campo salmantino, señalando la coronación de la que sería su presa: una línea hipotética situada a cuarenta metros sobre nuestras cabezas. Y le recuerdo también en un despacho madrileño, al que en teoría había acudido a examinar balances y dividendos, escribiendo ecuaciones sobre una pizarra, para discutir las torsiones que aparecían en el cálculo de la presa bóveda. Decir que Galíndez fue un tecnócrata sería simplificar en exceso, aunque los años en que empezó a destacar fueran precisamente los de los gobiernos tecnocráticos de López Rodó y otros lópeces, de los que no se hallaba demasiado alejado. En cualquier caso, habría que decir que fue un tecnócrata de técnicas sucesivas. Durante un periodo fue teniente de alcalde del ayuntamiento de Bilbao y dejó encarrilada la organización de ese complejo organismo que abastece la villa y su entorno con aguas procedentes, mayoritariamente, de la cuenca del Ebro (resulta, por cierto, curioso que nunca hayan protestado los aragoneses de que se detrajeran a su río aguas que habían de pasar por Zaragoza y estén tan enfadados ahora por la derivación, aguas abajo, de otras que, como dice la canción, no han de beber). Antes de que estuviera terminado el esquema hidroeléctrico de Iberduero ya estaba Galíndez planificando el desarrollo de unas centrales nucleares en las que se cifraba entonces el futuro de la industria eléctrica. El fracaso de los planes nucleares no hizo languidecer la estrella de Galíndez que, de la noche a la mañana, resurgió como presidente de un Banco de Vizcaya lleno de problemas. Saneó el banco, pero enfermó él mismo y, considerándose un presidente de transición, dirigió todos sus esfuerzos a buscar un sucesor idóneo. Utilizó toda su astucia y todo su don de gentes para situar ventajosamente al delfín elegido, Pedro de Toledo, en el complicado INGENIERÍA contingencias que desbaratan las planificaciones más aquilatadas. Pies de barro tablero del ajedrez bancario. Cuando la operación estaba coronada con éxito aparente, el delfín enfermó y murió en pocos meses. Dicen que Galíndez, que hubo de volver a tomar las riendas de la entidad, no se recuperó nunca de un golpe que su mente calculadora no había podido prever. Los técnicos llegan a olvidarse a menudo del carácter aleatorio de la vida humana, sujeta a Charlando con un amigo que, durante los años sesenta, había trabajado en la base aérea de Torrejón le preguntaba yo qué le había extrañado más de la organización americana y me contestó, sin dudarlo, que el esfuerzo y el dinero invertidos en la conservación de los equipos. No entendía bien y, como español criado en la posguerra, casi consideraba un despilfarro que aparatos de todo tipo, en perfecto estado, fueran sustituidos sistemáticamente por el sólo hecho de que hubieran transcurrido los años o los meses estipulados en un manual de mantenimiento. Ahora, en cambio, resulta llamativo el hecho, cada vez más evidente, de que la infraestructura de las obras públicas norteamericanas está obsoleta y en algunos casos en lamentable estado de abandono. Las periódicas visitas de ingenieros yankees para conocer las novedades de la ingeniería civil europea parecen indicar que, al otro lado del océano, no abundan las ideas con que salir de esa situación. El reciente fallo del sistema eléctrico, que ha dejado sin luz a buena parte de la costa este de Canadá y Estados Unidos, pone una vez más de manifiesto las carencias en el desarrollo y la conservación de una infraestructuras envejecidas. Y pone de manifiesto algo aun más preocupante. Estos apagones, que vienen precedidos por otros recientes en la costa oeste, muestran muy a las claras la incapacidad del mercado para afrontar por sí solo las necesidades de la sociedad. Muestran también que, después de varios años de soñar con tecnologías virtuales y expectativas de futuro basadas en cuentos de la lechera informáticos, seguimos necesitando empresas sólidas, que produzcan cosas reales, y autoridades fuertes que las impulsen, coordinen e inspeccionen. Serpiente de verano En verano, cuando escasean los debates políticos y los redactores están de vacaciones, se llenan los periódicos de noticias pintorescas, que nadie se entretiene en contrastar. Hace años, sistemáticamente, cada verano aparecía una noticia disparatada procedente de Antofagasta (Chile), ciudad que, por su lejanía y por su nombre sonoro, resultaba apropiada para albergar terneros de tres cabezas, calabazas de setenta kilos y, por supuesto, todos los platillos volantes que se le quisieran atribuir. Ahora, en cambio, abundan otras noticias de aspecto más serio, que cabe incluir en eso que llamamos periodismo científico, pero que carecen, asimismo, de cualquier ponderación. Un diario madrileño ha dedicado toda una página, que costaría dos millones de pesetas si se quisiera llenar con publicidad, a explicar que el aeropuerto de Munich ha efectuado una “ g r a n di os a ” i ns t a l a c i ón de energía fotovoltaica que puede producir 455.000 kilovatios/hora al año y suministrar electricidad a 155 hogares. Esto de los 155 hogares debe de parecer una cifra elevada al redactor de guardia, pues lo resalta en un ladillo, con letras de mayor tamaño. El artículo, además de exponer las ventajas de una energía limpia, renovable, etc., sugiere la posibilidad de que otros aeropuertos sigan el ejemplo del aeródromo muniqués. Uno se pregunta por qué esas instalaciones han de realizarse en aeropuertos y no, por ejemplo, en fábricas de cerveza o campos de fútbol. Y se pregunta también si alguien en el periódico se ha dado cuenta de qué órdenes de magnitud está tratando. Esos kilovatios/hora, a precios de mercado, no pagan la mitad de la página en que se da la noticia. Si Alemania tuviera un millón de aeropuertos y en todos se instalaran tantos paneles fotovoltaicos como en Munich, no llegaría a abastecerse el mercado eléctrico alemán, ni aun en el caso, poco probable, de que el sol saliera a las horas en que el fluido eléctrico más se necesita. En definitiva, el tratamiento serio de las informaciones técnicas no consiste tanto en dar las cifras con decimales, sino en ponderar lo que esas cifras significan, que, a veces, es muy poco. En esto de las energías renovables estamos atrapados en una inmensa hipocresía de la que nadie se atreve a salir. Los gobiernos las subvencionan por creerlas políticamente correctas, las grandes multinacionales petroleras siguen la corriente y crean sus propias filiales, poniéndose así al frente de la manifestación, y nadie da pasos serios para atajar los problemas reales, en espera de que la demanda se modere por sí sola o de que los ecologistas se cansen de protestar. Posdata Estando ya escrito lo anterior, se ha producido el gran apagón italiano, que nos permite insistir en la falsedad de algunos planteamientos energéticos; falsedad que es especialmente ostensible en el caso de Italia. Este país, que hace ya mucho agotó el aprovechamiento de sus saltos hidráulicos y que carece de recursos petrolíferos, vive de importar energía eléctrica procedente de las centrales nucleares francesas. La precariedad de su sistema es tal que el suministro se ha venido abajo por un percance ocurrido en la madrugada de un domingo: en horas de mínima demanda. También España, que tenía una considerable reserva de potencia, es cada vez más dependiente de las importaciones de Francia y de las adquisiciones de energía a empresas de régimen especial. Estamos tranquilos porque hemos cortado el programa de centrales nucleares, pero nos abastecemos de las nucleares que nuestros vecinos tienen en la vertiente norte de los Pirineos. En caso de accidente, la contaminación no reconocería fronteras, por lo que tal vez sería más sensato no depender de los vecinos, gestionar nuestra propia seguridad, garantizar nuestro suministro y reservar los euros para importar cosas que no seamos capaces de producir.