Num046 014

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PINTURA
Visto en Madrid:
Experimentos, pinturas, curiosidad,
ALFREDO RAMÓN *
E
* La Granja de San Ildefon3 (Segovia), 1922. Pintor.
N todas las crónicas que escribo, siempre empiezo por
aludir, una y otra vez, a la variedad de muestras y exposiciones
que vemos en Madrid y que con
frecuencia nos obligan a ajustar
nuestra sensibilidad a muy diferentes ópticas, a muy distintos
criterios. Ello es estimulante, pero
también tiene el peligro de que
pueda llevarnos a una cierta superficialidad.
Todo esto ocurre, como no, en
esta primavera, en la que podemos ir desde los experimentos del
Constructivismo hasta las curiosas estampas taurinas, pasando
por el mágico bosque fresco y jugoso de las pinceladas de Fortuny... y, más tarde, terminar en
la sordina, elegante y sobrevalorada, de los grabados de Braque.
La Exposición Dada y Constructivismo, clausurada hace poco
en el Centro de Arte Reina Sofía,
ha sido muy importante y se presta a muchas reflexiones. Entre los
resultados de estas reflexiones
destacan, en mi opinión, cuatro.
Uno, fundamental, es que el
Arte Dada no fue un hecho negativo y destructor sin más, sino
que contribuyó a la búsqueda y al
encuentro de nuevos caminos,
nuevos cauces de expresión artística, precisamente porque aparentemente no quería seguir ningu-
no. Cuando negamos algo, estamos, a veces sin darnos cuenta,
afirmando otra cosa que aún no
sabemos lo que es. El rechazo del
espacio, de la forma, por los dadaistas, era como el negativo, el
embrión de otro espacio, de otra
forma, de «otra pintura» que quizá ellos no creaban, pero que fue
creado, desarrollado, por movimientos artísticos inmediatamente posteriores. Uno de éstos fue,
claro está, el Constructivismo,
cuya rigidez, con frecuencia, aparentemente parece ser antagónica
con el grito de libertad dadaísta.
Por ejemplo: cuando contemplamos en la exposición piezas como
L'Enfant Carburateur, de Francis
Picabia, clasificada como Dada,
estamos ya creando el espacio en
el que se fundirá fríamente en escuetos rectángulos el Cuadro de
Aluminio, de Cari Bucheister.
En segundo lugar, ante esta
muestra vemos como la sociedad
occidental del siglo XX es capaz
de asimilar, de devorar, cualquier
movimiento que parezca, en principio, que va a destruir o por lo
menos a socavar, los fundamentos espirituales sobre los que se
apoya esa misma sociedad. Por
eso, al contemplar las obras de la
exposición, un poco ajadas en su
aspecto material, sentimos como
una melancólica sensación de
«revolución domesticada». Si nos
adelantamos un poco en el desarrollo de esta crónica, hoy, a finales del siglo XX, casi nos parece
más atrevida, desafiante, la burlona Carmen Bastían, de Fortuny,
pintada en 1871. Las arregladitas
combinaciones de papel pegado
(deliciosas, por otra parte) de
Olga Rozanova (1916) se quedan
en juegos de color agradables,
comparadas con la velluda feminidad que impúdicamente nos
muestra la moza granadina.
También vemos como muchos de los planteamientos plásticos del Dada y del Constructivismo siguen, en cierto modo, vigentes en nuestros días. Esto es a
condición de que no se nos quiera
mostrar como algo nuevo, revolucionario. No es admisible que algunos artistas quieran «asustarnos» con un radicalismo que queda por debajo (muy por debajo)
de obras como las de Rodchenko
o de Tatlin, verdaderamente nuevas en 1918.
Finalmente, como cuarta reflexión, nos viene a la mente el hecho del público que visita exposiciones como ésta. No olvidemos
que estamos, ante todo, ante «experimentos». Lo que cuenta en la
mayor parte de las obras de la Exposición Dada y el Constructivismo es lo que tienen de búsqueda,
de experimento plástico. El resultado, es decir, el «objeto cuadro»
queda en segundo plano. De ahí,
la inmensa carga teórica que
acompaña a estos estilos. Pero el
público sencillo, ¿qué va a ver?
¿Cuadros en una pared? ¿Es justo
contemplar estas obras así? Es curioso pensar cómo miramos aparentemente de la misma manera
(físicamente hablando) obias que
pueden llevar el título de Campo
de Amapolas o de Estructura Elemental. Todo esto nos llevaría lejos, fuera de los forzados límites
de una rápida crónica.
Fortuny
L
A exposición de Mariano
Fortuny en la Caja de Pensiones defrauda un poco a primera
vista. No encontramos algunas de
sus obras maestras, no podemos
volver a gozar de la frescura de
conocidas y famosas acuarelas.
Hay como mucho «borrón», obra
inacabada, a menudo nada más
que empezada. Pero pronto nos
damos cuenta de que esto es precisamente lo que da un enorme
interés al conjunto expuesto. No
solamente vemos los «resultados»
del arte de Fortuny, sino que casi
le estamos viendo pintar. Casi
como esos fisgones que contemplan lo que hacemos los pintores,,
poniéndose detrás de nosotros y i
mirando por encima de nuestro
hombro.
Vemos como Fortuny, en lo
óleos y en las acuarelas, comenzaba trazando los contornos de las
figuras con unas líneas de pincel
de color oscuro (con frecuencia,
incluso en las acuarelas) prodigiosamente justas de proporción, de
forma, de movimiento. Era un
magnífico dibujante. Luego, los
toques de color daban más precisión a esas formas, con el color
siempre en función de la luz, de
forma que conseguía magistralmente una de las cosas más difíciles de la pintura, a saber, «no» rellenar el dibujo con color. No iluminar la forma, sino hacerla surgir de una manera fluida, como
resultado de una total trabazón
entre dibujo y color. Además, las
pinceladas de Fortuny, ya en su
época plena, son «grandes», atrevidas, casi violentas. Lo que ocurre es que como sus formatos son
pequeños, las pinceladas están en
proporción con el tamaño de sus
telas, tablas o papeles. En piezas
como la Batalla de Wad-Ras, los
soldados y los caballos están re-
sueltos con cuatro o cinco toques
de pincel; en la Procesión interrumpida por la lluvia, las manchas de rojo, las casullas, están
hechas casi de un solo golpe.
En el Hombre semidesnudo o
en Músicos árabes, el dibujo anticipa el color de una forma que
parece ya «estar ahí» sin haberlo
puesto.
Entre pintores se suele utilizar
la palabra «mancha» y el verbo
«manchar» de una forma específica. «Mancha» es lo que forman
los primeros colores que ponemos
sobre la superficie a pintar. Muchas veces no cubre todo, sino
ciertas áreas para marcar diferentes zonas de color importantes. A
hacer eso lo llamamos «manchar». La «mancha» suele tener
el encanto, la frescura de lo espontáneo, de lo directo. El color
no está aún cansado, retocado.
Hay pintores que, incluso cuando
el cuadro esta resuelto, terminado, producen la impresión de que
lo que vemos es la primera mancha. Conservan una frescura primigenia. Uno de los más destacados en este sentido es Fortuny. Su
materia, su color nunca está sobado, aburrido. Buenos ejemplos de
lo que digo son piezas como la
Gitana bailando en el jardín, La
libélula o la acuarela El Café de
las Golondrinas.
Ese sentido de la «mancha»
suele apoyarse en colores fuertes,
puros que hacen «cantare a los
medios tonos del resto de la pintura. Así acontece, de una forma
deliciosa, con los azules, verdes y
rojos de piezas como el retrato de
Adelaida Agrasot o Los Hijos del
Pintor en el Salón Japonés.
En la exposición y en su excelente catálogo está perfectamente
estudiado el desarrollo del impresionismo de Fortuny. El nunca
hizo de ello un «experimento óptico», sino jugosa pintura. Por decirlo de alguna manera, es un
«impresionismo a la sombra».
Nunca nos ofusca, ni deslumhra.
Crepuscular y cálido en sus temas
africanos, o verde, umbrío, de tamizada luz en sus temas granadinos. La Merienda en la Alhambra
muestra esto en toda su deliciosa
belleza.
Tauromaquia y
Braque
L
A vecindad de dos exposiciones completamente dispares en el magnífico y viejo edificio de la Real Academia de Bellas Artes en el 13 de la Calle Alcalá es un hecho curioso dentro
del calendario artístico de esta
primavera.
Creo que ninguna de las dos exposiciones es muy importante
desde el punto de vista estrictamente artístico, pero mis preferencias van hacia la llamada
«Edad de Oro de las Tauromaquias» en las salas de la Calcografía Nacional. Debiera haber más
exposiciones de ese tipo en Madrid. Muestras en que dentro de
un digno nivel de calidad, veamos
a través de grabados y dibujos aspectos históricos, costumbristas,
informativos de la vida local, diaria de nuestra ciudad, de nuestra
sociedad. Recuerdo deliciosas exposiciones de carteles publicitarios en París, o dedicadas a la evolución de la propaganda gráfica
de un famoso refresco, en el Metropolitan Museum de Nueva
York.
Las estampas, litografías de
tema de toros expuestas son en
gran parte debidas a artistas extranjeros, franceses e ingleses en
su mayoría, que visitaban España
en el siglo xix. La visión que estos artistas tienen de la corrida es
generalmente románica y, en su
forma plástica, frecuentemente,
casi neoclásica. Atildados matadores de torneadas piernas no parecen muy a propósito para la lucha con toros de tremenda ornamenta. Se ve que los dibujantes
no conocían muy bien la forma
de los toros. Las escenas son en su
mayoría confusas. Toreros, caballos, picadores, pelean con el toro,
casi siempre en grupo. No hay ceñidas escenas de diestro y toro armonizados en un momento gallardo y hermoso.
Pero son muy bellas las litografías de las plazas —Sevilla, Madrid— y algunos retratos de matadores. Un mundo próximo y lejano al mismo tiempo, en el que
el tema taurino aún no había sido
interpretado con un lenguaje impresionista y luminoso.
Aparte de lo comentado, están
los toros de Goya, que son tan conocidos. Destacan en ellos las abigarradas litografías de Burdeos,
de violenta y atrevidísima ejecución, donde la fiesta está protagonizada por chaparros y ceñudos
toreros, de chatas narices y puños
cerrados, crueles y sarcásticos.
Grabados de Braque. ¿Qué podemos decir? Todo es correcto, de
tranquilo buen gusto, con algún
acierto exquisito de color. Estos
papeles, gratos y decorativos,
donde se repiten" someras formas
de pájaros o plantas, me parecen,
sin embargo, un arte que ha sido
sobrevalorado.
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