PINTURA Visto en Madrid: Experimentos, pinturas, curiosidad, ALFREDO RAMÓN * E * La Granja de San Ildefon3 (Segovia), 1922. Pintor. N todas las crónicas que escribo, siempre empiezo por aludir, una y otra vez, a la variedad de muestras y exposiciones que vemos en Madrid y que con frecuencia nos obligan a ajustar nuestra sensibilidad a muy diferentes ópticas, a muy distintos criterios. Ello es estimulante, pero también tiene el peligro de que pueda llevarnos a una cierta superficialidad. Todo esto ocurre, como no, en esta primavera, en la que podemos ir desde los experimentos del Constructivismo hasta las curiosas estampas taurinas, pasando por el mágico bosque fresco y jugoso de las pinceladas de Fortuny... y, más tarde, terminar en la sordina, elegante y sobrevalorada, de los grabados de Braque. La Exposición Dada y Constructivismo, clausurada hace poco en el Centro de Arte Reina Sofía, ha sido muy importante y se presta a muchas reflexiones. Entre los resultados de estas reflexiones destacan, en mi opinión, cuatro. Uno, fundamental, es que el Arte Dada no fue un hecho negativo y destructor sin más, sino que contribuyó a la búsqueda y al encuentro de nuevos caminos, nuevos cauces de expresión artística, precisamente porque aparentemente no quería seguir ningu- no. Cuando negamos algo, estamos, a veces sin darnos cuenta, afirmando otra cosa que aún no sabemos lo que es. El rechazo del espacio, de la forma, por los dadaistas, era como el negativo, el embrión de otro espacio, de otra forma, de «otra pintura» que quizá ellos no creaban, pero que fue creado, desarrollado, por movimientos artísticos inmediatamente posteriores. Uno de éstos fue, claro está, el Constructivismo, cuya rigidez, con frecuencia, aparentemente parece ser antagónica con el grito de libertad dadaísta. Por ejemplo: cuando contemplamos en la exposición piezas como L'Enfant Carburateur, de Francis Picabia, clasificada como Dada, estamos ya creando el espacio en el que se fundirá fríamente en escuetos rectángulos el Cuadro de Aluminio, de Cari Bucheister. En segundo lugar, ante esta muestra vemos como la sociedad occidental del siglo XX es capaz de asimilar, de devorar, cualquier movimiento que parezca, en principio, que va a destruir o por lo menos a socavar, los fundamentos espirituales sobre los que se apoya esa misma sociedad. Por eso, al contemplar las obras de la exposición, un poco ajadas en su aspecto material, sentimos como una melancólica sensación de «revolución domesticada». Si nos adelantamos un poco en el desarrollo de esta crónica, hoy, a finales del siglo XX, casi nos parece más atrevida, desafiante, la burlona Carmen Bastían, de Fortuny, pintada en 1871. Las arregladitas combinaciones de papel pegado (deliciosas, por otra parte) de Olga Rozanova (1916) se quedan en juegos de color agradables, comparadas con la velluda feminidad que impúdicamente nos muestra la moza granadina. También vemos como muchos de los planteamientos plásticos del Dada y del Constructivismo siguen, en cierto modo, vigentes en nuestros días. Esto es a condición de que no se nos quiera mostrar como algo nuevo, revolucionario. No es admisible que algunos artistas quieran «asustarnos» con un radicalismo que queda por debajo (muy por debajo) de obras como las de Rodchenko o de Tatlin, verdaderamente nuevas en 1918. Finalmente, como cuarta reflexión, nos viene a la mente el hecho del público que visita exposiciones como ésta. No olvidemos que estamos, ante todo, ante «experimentos». Lo que cuenta en la mayor parte de las obras de la Exposición Dada y el Constructivismo es lo que tienen de búsqueda, de experimento plástico. El resultado, es decir, el «objeto cuadro» queda en segundo plano. De ahí, la inmensa carga teórica que acompaña a estos estilos. Pero el público sencillo, ¿qué va a ver? ¿Cuadros en una pared? ¿Es justo contemplar estas obras así? Es curioso pensar cómo miramos aparentemente de la misma manera (físicamente hablando) obias que pueden llevar el título de Campo de Amapolas o de Estructura Elemental. Todo esto nos llevaría lejos, fuera de los forzados límites de una rápida crónica. Fortuny L A exposición de Mariano Fortuny en la Caja de Pensiones defrauda un poco a primera vista. No encontramos algunas de sus obras maestras, no podemos volver a gozar de la frescura de conocidas y famosas acuarelas. Hay como mucho «borrón», obra inacabada, a menudo nada más que empezada. Pero pronto nos damos cuenta de que esto es precisamente lo que da un enorme interés al conjunto expuesto. No solamente vemos los «resultados» del arte de Fortuny, sino que casi le estamos viendo pintar. Casi como esos fisgones que contemplan lo que hacemos los pintores,, poniéndose detrás de nosotros y i mirando por encima de nuestro hombro. Vemos como Fortuny, en lo óleos y en las acuarelas, comenzaba trazando los contornos de las figuras con unas líneas de pincel de color oscuro (con frecuencia, incluso en las acuarelas) prodigiosamente justas de proporción, de forma, de movimiento. Era un magnífico dibujante. Luego, los toques de color daban más precisión a esas formas, con el color siempre en función de la luz, de forma que conseguía magistralmente una de las cosas más difíciles de la pintura, a saber, «no» rellenar el dibujo con color. No iluminar la forma, sino hacerla surgir de una manera fluida, como resultado de una total trabazón entre dibujo y color. Además, las pinceladas de Fortuny, ya en su época plena, son «grandes», atrevidas, casi violentas. Lo que ocurre es que como sus formatos son pequeños, las pinceladas están en proporción con el tamaño de sus telas, tablas o papeles. En piezas como la Batalla de Wad-Ras, los soldados y los caballos están re- sueltos con cuatro o cinco toques de pincel; en la Procesión interrumpida por la lluvia, las manchas de rojo, las casullas, están hechas casi de un solo golpe. En el Hombre semidesnudo o en Músicos árabes, el dibujo anticipa el color de una forma que parece ya «estar ahí» sin haberlo puesto. Entre pintores se suele utilizar la palabra «mancha» y el verbo «manchar» de una forma específica. «Mancha» es lo que forman los primeros colores que ponemos sobre la superficie a pintar. Muchas veces no cubre todo, sino ciertas áreas para marcar diferentes zonas de color importantes. A hacer eso lo llamamos «manchar». La «mancha» suele tener el encanto, la frescura de lo espontáneo, de lo directo. El color no está aún cansado, retocado. Hay pintores que, incluso cuando el cuadro esta resuelto, terminado, producen la impresión de que lo que vemos es la primera mancha. Conservan una frescura primigenia. Uno de los más destacados en este sentido es Fortuny. Su materia, su color nunca está sobado, aburrido. Buenos ejemplos de lo que digo son piezas como la Gitana bailando en el jardín, La libélula o la acuarela El Café de las Golondrinas. Ese sentido de la «mancha» suele apoyarse en colores fuertes, puros que hacen «cantare a los medios tonos del resto de la pintura. Así acontece, de una forma deliciosa, con los azules, verdes y rojos de piezas como el retrato de Adelaida Agrasot o Los Hijos del Pintor en el Salón Japonés. En la exposición y en su excelente catálogo está perfectamente estudiado el desarrollo del impresionismo de Fortuny. El nunca hizo de ello un «experimento óptico», sino jugosa pintura. Por decirlo de alguna manera, es un «impresionismo a la sombra». Nunca nos ofusca, ni deslumhra. Crepuscular y cálido en sus temas africanos, o verde, umbrío, de tamizada luz en sus temas granadinos. La Merienda en la Alhambra muestra esto en toda su deliciosa belleza. Tauromaquia y Braque L A vecindad de dos exposiciones completamente dispares en el magnífico y viejo edificio de la Real Academia de Bellas Artes en el 13 de la Calle Alcalá es un hecho curioso dentro del calendario artístico de esta primavera. Creo que ninguna de las dos exposiciones es muy importante desde el punto de vista estrictamente artístico, pero mis preferencias van hacia la llamada «Edad de Oro de las Tauromaquias» en las salas de la Calcografía Nacional. Debiera haber más exposiciones de ese tipo en Madrid. Muestras en que dentro de un digno nivel de calidad, veamos a través de grabados y dibujos aspectos históricos, costumbristas, informativos de la vida local, diaria de nuestra ciudad, de nuestra sociedad. Recuerdo deliciosas exposiciones de carteles publicitarios en París, o dedicadas a la evolución de la propaganda gráfica de un famoso refresco, en el Metropolitan Museum de Nueva York. Las estampas, litografías de tema de toros expuestas son en gran parte debidas a artistas extranjeros, franceses e ingleses en su mayoría, que visitaban España en el siglo xix. La visión que estos artistas tienen de la corrida es generalmente románica y, en su forma plástica, frecuentemente, casi neoclásica. Atildados matadores de torneadas piernas no parecen muy a propósito para la lucha con toros de tremenda ornamenta. Se ve que los dibujantes no conocían muy bien la forma de los toros. Las escenas son en su mayoría confusas. Toreros, caballos, picadores, pelean con el toro, casi siempre en grupo. No hay ceñidas escenas de diestro y toro armonizados en un momento gallardo y hermoso. Pero son muy bellas las litografías de las plazas —Sevilla, Madrid— y algunos retratos de matadores. Un mundo próximo y lejano al mismo tiempo, en el que el tema taurino aún no había sido interpretado con un lenguaje impresionista y luminoso. Aparte de lo comentado, están los toros de Goya, que son tan conocidos. Destacan en ellos las abigarradas litografías de Burdeos, de violenta y atrevidísima ejecución, donde la fiesta está protagonizada por chaparros y ceñudos toreros, de chatas narices y puños cerrados, crueles y sarcásticos. Grabados de Braque. ¿Qué podemos decir? Todo es correcto, de tranquilo buen gusto, con algún acierto exquisito de color. Estos papeles, gratos y decorativos, donde se repiten" someras formas de pájaros o plantas, me parecen, sin embargo, un arte que ha sido sobrevalorado.