Num129 012

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Luciano Berio
MÚSICA
ÁLVARO
MARÍAS
E
l pasado 27 de mayo
fallecía en Roma, a los
77 años, Luciano Berio,
sin lugar a dudas uno de los más
importantes compositores de
nuestro tiempo, acaso la figura
más genial, más personal, más
atractiva entre todos los compositores de la segunda mitad del s.
XX. Su muerte llega inesperadamente. Hace un par de años
realizó un viaje a Madrid para
dirigir la Orquesta de la Escuela
Reina Sofía —de la que dimos
cumplida
cuenta
en
estas
páginas— y su dinamismo, su
vitalidad y su talante juvenil
parecían augurar aún muchos
años de intensa creatividad.
Berio es uno de esos compositores
—como lo pudieron ser Orlando
di Lasso, Juan Sebastián Bach o
Stravinsky, por citar tres ejemplos
prototípicos
—capaces
de
convertir en música, no sólo en
música excelente, sino además en
música absolutamente personal,
todo
aquello
cuanto
se
encontraron a su paso ¿Hay un
compositor más inconfundible
que
Bach,
más
altamente
personal? Y, sin embargo, su obra
consiste precisamente en asimilar
las más diversas influencias, en
“recrear” músicas de épocas
diversas y de estilos aun más
variopintos, sin dejar por ello de
ser la misma música. Tanto nos da
que Bach utilice como fuente de
inspiración el contrapunto de los
polifonistas
italianos,
los
ecléctico ¿Por qué no? Casi toda
la música del s. XX lo es en
mayor o menor medida, y rara vez
se avergüenza de ello ¿Significa
esto una merma del ingrediente
personal, de la unidad y
coherencia de la obra? Baste
pensar en Stravinsky o en Picasso
para desechar de inmediato esta
idea.
Empezó Berio, como no podía ser
de otra manera, militando en las
filas del serialismo integral.
Maderna, Berio y Pousseur
representaron la segunda oleada
de la técnica iniciada por Boulez,
Stockhausen y Nono, que tan
profunda impronta había de dejar
en la música de la segunda mitad
del siglo. Si los propios creadores
del serialismo integral se liberaron
antes o después, en mayor o
menor medida, de la rígida
dictadura de los procedimientos
por ellos mismos concebidos,
Berio los adoptó desde un
principio con la libertad y la
flexibilidad que era de esperar de
tan
escasamente
dogmático
personaje.
conciertos de Vivaldi, el órgano
de Buxtehude o el refinado arte de
los clavecinistas franceses. Su
música
seguirá
siendo,
ineludiblemente, música de Bach.
Algo parecido le sucede a la
música de Berio, cuya versatilidad
puede recordar tan sólo, entre los
modernos, a la de Stravinsky. La
versatilidad
asombrosa
del
italiano, capaz de adoptar los más
diversos procedimientos técnicos
y estéticos, nos lo puede hacer
aparecer como un compositor
Hombre
extraordinariamente
inquieto, de amplísima cultura, en
su obra nos encontramos con un
poco de todo cuanto le ha
rodeado:
desde
la
experimentación en el terreno de
las técnicas de vanguardia
—
sus Sequenze, por ejemplo,
constituyen
una
arriesgada
especulación
en
el
ensanchamiento de las técnicas de
los diferentes instrumentos—,
hasta la recreación de todo tipo de
música, desde la música popular
de diferentes culturas (en las
célebres Folk Songs, por ejemplo)
a los más diversos géneros de
música culta occidental (Schubert,
Boccherini, Falla, Puccini...). En
la obra de Berio nos encontramos
también con el reflejo de su
interés por el pensamiento de los
filósofos estructuralistas (Roland
Barthes, Lévi-Strauss...), por la
fonología y la semiología. Obras
como A-Ronne o como Cries of
London ahondan de una manera
extraordinariamente original en la
naturaleza de la relación entre
música y texto, que tanto han
inquietado a los músicos desde el
renacimiento —cuando menos—
a nuestros días.
En un interesantísimo diálogo,
celebrado hace dos años en el
Instituto Italiano de Cultura de
Madrid entre Luciano Berio y
Tomás Marco, insistía el italiano
en el papel fundamental que ha
desempeñado la transcripción en
la música de nuestro tiempo. Es
cierto, la transcripción es el
reflejo
creativo
del
desproporcionado y necrofágo
interés de nuestra época por las
músicas del pasado, fenómeno
que es, por cierto, único en la
historia. La transcripción, la cita,
el “collage”, han supuesto
constantes escapatorias para el
compositor del s.XX en su
compulsiva búsqueda de caminos
nuevos. Los compositores de
todas las épocas han tenido sus
refugios, donde poder descansar,
donde poderse tomar un respiro
en su búsqueda del progreso, de la
especulación más avanzada y
difícil. Para Mozart, las formas
menores, la llamada “música de
circunstancias”
—casaciones,
serenatas,
divertimentos—,
cumplieron esta función. Para los
compositores
románticos,
el
aburguesado estilo Biedermeier
cumplió a menudo parecido
cometido (es el Beethoven del
“Septimino”, por citar un ejemplo
bien gráfico). Para muchos
músicos
del
s.
XX
la
transcripción, la recreación de
músicas precedentes —también el
cultivo
de
la
música
cinematográfica—, han supuesto
una maravillosa evasión del arduo
quehacer cotidiano, del fragor de
la batalla en la primera línea de
fuego de la vanguardia. Pero no
debemos olvidar que esta
actividad, aparentemente menor,
muchas veces, además de
remanso, ha supuesto el acicate
capaz de espolear la imaginación,
de hacer encontrar al compositor,
al entrar en contacto con músicas
muy diferentes de la suya propia,
caminos nuevos e inesperados en
los que encauzar su propio estro
creativo. Esta simbiosis entre lo
actual y lo pretérito ha sido, en el
caso de Berio, particularmente fecunda.
Un ejemplo magnífico es el
célebre tercer movimiento “In
ruhig fliessender Bewegung” (En
fluido movimiento continuo) de
su Sinfonía. En esta laberíntica
partitura, una serie de elementos
—sonoros y lingüísticos—, de
procedencias muy dispares, son
sintetizados en una especie de
corriente sonora que nos arrastra
de manera irresistible. El scherzo
de la Segunda sinfonía de Mahler
sirve de receptáculo a las demás
citas. “La música de Mahler en
este movimiento se desliza a
través de un paisaje que no para
de
cambiar,
tan
pronto
hundiéndose bajo tierra para
reaparecer en un sitio totalmente
diferente,
tan
pronto
desapareciendo completamente,
para reaparecer bajo una forma
totalmente reconocible o como
detalles perdidos en la masa de
elementos musicales que lo
rodean”, ha escrito el autor. Esta
especie de colosal fresco, a modo
de
“collage”,
puesto
en
movimiento
vertiginoso,
constituye un verdadero símbolo
del ritmo frenético del hombre de
nuestro tiempo, que vive sometido
a un continuo bombardeo de
imágenes y de sonidos: se trata,
quizá, del más acabado retrato
musical del hombre de hoy, que
viaja
incansablemente,
que
conduce a gran velocidad, que
habla por teléfono, que hace
“zapping” en la televisión o en la
radio, que oye música de todo tipo
allí donde va, sin escucharla en
sentido estricto, que recibe el
impacto
de
informaciones,
imágenes o sonidos procedentes
de las más diversas épocas, zonas
geográficas o culturas, en una
amalgama
enloquecida
y
aturdidora
de
imposible
asimilación.
Fue Claude Rostand quien definió
a Berio como “un barroco en el
que el manantial de la invención y
la vivaz sensibilidad asimilan
cuanto se pone a su alcance, todas
las impresiones que recibe de la
vida bajo todas sus formas, para
alumbrar música también bajo las
más
diversas
formas.
Por
inesperados
que
sean
sus
orígenes,
materiales
o
intelectuales,
estas
músicas
parecen manar de una fuente
inagotable. He aquí un caso de
verbo fantasioso, completamente
italiano, que se debate entre la
farsa y lo sublime, no sin dejar
tras de sí algún material de
desecho”. Con la muerte de
Luciano Berio desaparece una de
las voces más personales, más
luminosas y fulgurantes del
panorama compositivo de nuestro
tiempo. Su vitalidad arrolladora,
su proteica versatilidad, su
maestría, lúdica e ingeniosa, los
mil
guiños
de
su
arte,
resabiadamente elaborado a partir
de un formidable sedimento
cultural sin dejar por ello de ser
brillante, espontáneo y ocurrente,
no parecen destinados a envejecer
fácilmente. Más bien se puede
presagiar
que
su
música
permanecerá intacta, como acaso
lo más fresco, lo más sincero y lo
más genuino del arte musical de la
contradictoria y problemática
segunda mitad del siglo pasado.
En nuestra memoria quedan,
resonando, las Folk Songs que
cantara de manera inolvidable en
Madrid su esposa, la genial Cathy
Berberian, bajo la batuta del
propio Berio. Pocas veces un
concierto nos ha transmitido una
alegría de vivir tan genuina, un
jugar con la música entre los
dedos
de
manera
tan
deslumbrante. Y es que el arte de
Berio
tenía
algo
de
prestidigitación y algo de magia.
Era el alquimista que había
encontrado la piedra filosofal
capaz de convertir en música
cuanto tocara.
Manuel Rosenthal
Falleció el pasado 5 de junio.
Tenía nada menos que 98 años. A
los 92 había grabado un disco
fascinante dedicado a Offenbach
MÚSICA
bienhumorado. A los 90 años
había publicado un libro de
memorias
titulado
Musique
adorable (Editions Hexacorde,
París,
1994),
plagado
de
recuerdos de tantos compositores
que fueron sus amigos: Ravel —
maestro y, más que amigo, casi un
padre para él—, Milhaud,
Stravinsky y tantos y tantos más.
Excelente compositor —un disco
de la firma Marco Polo reúne
algunas de sus obras (8.223768),
Les Petits Métiers, Mélodies y
Musique de Table—, autor de
música de cámara, de música
orquestal y coral, de música de
cine, de música teatral (óperas,
ballets, comedias musicales),
cuando estrenó Musique de table
en 1946 recibió un elogio que se
ha hecho justamente célebre; nada
menos que Ernest Ansermet
comentó: “No sabía que se pudiera orquestar mejor que Ravel”.
(su propia y célebre versión de
Gaité
Parissienne
y
su
Offenbachiana), al frente de la
Orquesta
Filarmónica
de
Montecarlo. Este disco, uno de los
pocos de Rosenthal de fácil
adquisición (Naxos 8.554005, se
encuentra en muchos grandes
almacenes españoles), es un
prodigio de alegría, de vitalidad,
de juventud. Parece ciertamente
imposible que un hombre de tan
avanzada edad pudiera conservar
un espíritu tan jovial, chispeante y
La figura de Manuel Rosenthal es
particularmente
simpática.
Músico polifacético, su carrera,
siendo muy notable (fue director
de la Orquesta de Seattle —de la
que fue expulsado cuando se supo
que no estaba casado con su
mujer— y profesor de Dirección
de Orquesta del Conservatorio de
París) no tiene nada que ver con
esas trayectorias deslumbrantes
que se apoyan, tantas veces, en la
propaganda y la publicidad. Fue
Rosenthal un músico-artista, un
entrañable superviviente de la
época dorada de la música
francesa y un defensor a ultranza
de la música del siglo XX. Gran
amigo y colaborador de infinidad
de compositores —franceses y no
franceses— el número de obras
por él estrenadas es sencillamente
escalofriante.
Si su labor como compositor es
sumamente atractiva y estimable,
como director de orquesta ha sido
Rosenthal
una
figura
importantísima.
Sus
interpretaciones de la música de
los impresionistas, de Debussy y
Ravel —también de Falla—
apenas tienen parangón. Quien
quiera saber cómo era la idea que
podía tener Ravel de su Bolero,
pongamos por caso, no podrá
dejar de escuchar las versiones de
Rosenthal. Ese Bolero moroso,
flexible, sensual, de cálido e
indolente erotismo que va
convirtiéndose, paso a paso, en
asfixiante exaltación, es algo que
ha desaparecido del mundo. Con
muy pocas excepciones, la música
de Debussy y Ravel se interpreta
en la actualidad de manera
lamentable, con una irritante
incomprensión de su verdadera
naturaleza.
Afortunadamente,
tenemos el testimonio de las
grabaciones de Rosenthal, al
frente de una orquesta de la Opera
de París de absoluto ensueño, para
recordar a las generaciones
venideras cómo es en realidad
esta música maravillosa. Estos
registros prodigiosos, reeditados
por el sello Adès, son difíciles de
encontrar, pero su audición
compensará los esfuerzos de la
búsqueda. Hoy tendemos a creer,
con infantil fatuidad, que las
orquestas actuales tocan con un
nivel técnico insuperable. Quien
escuche estas grabaciones de
finales de los años 50
—que,
MÚSICA
gracias a Dios, suenan como si
hubieran sido registradas ayer—
quedará patidifuso al escuchar la
exquisita tímbrica de la orquesta,
en la que cada instrumento —qué
locura, la sección de madera—
realiza milagrosos juegos sonoros,
con una sutileza y una
sensibilidad de la que hoy carecen
muchas veces hasta los más
grandes solistas. En un momento
como el actual, en el que están en
alza las sonoridades neutras,
escasamente coloreadas, en el que
las diferencias tímbricas entre los
diversos instrumentos se reducen
al máximo —por comodidad,
porque así se simplifican los
problemas de afinación y se
facilita el empaste entre los
diferentes instrumentos— resulta
una experiencia indescriptible
escuchar esta manera de tocar: es
algo así como pasar del blanco y
negro al color, como recuperar los
sabores o los olores de antaño,
largos años arrinconados en el
desván de la memoria. Y qué
decir
de
la
interpretación
propiamente
dicha,
de
la
capacidad
para
transmitir
sensaciones —visuales, táctiles,
de temperatura, climatología, luz
o textura— a través de la música,
que es precisamente en lo que
consiste la música impresionista.
De la mano de Rosenthal el
oyente sentirá calor, frío, pasará
del sol cegador y asfixiante al
húmedo frescor de las umbrías,
respirará la cálida fragancia del
Mediterráneo y la tonificante
brisa del Atlántico.
El arte
supremo
de
Rosenthal
es
conocido, al menos en nuestro
país, por muy pocos. Su nombre,
quizá, no haya sido escuchado
nunca por infinidad de melómanos. Quizá su muerte sea la
ocasión para descubrir este
fascinante universo de sutiles
sensaciones y minúsculos matices,
sin duda desconocido para las
encallecidas epidermis musicales
del
día.
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