Los oncogenes ÁNGEL MARTÍN-MUNICIO * c IMPORTANCIA DEL LÉXICO * Haro (La Rioja). 1923. Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular. Universidad Complutense. Académico Numerario de la Real Academia de Ciencias y de la Real Academia Española. ON cierta frecuencia, no hay ideas precisas en algunos campos de la ciencia; o, aun habiéndolas, no se expresan por palabras exactas y surgen confusiones en el significado y la interpretación de los vocablos. Por ello, es importante fijar ideas y definir su terminología y sus atributos. Tal puede ser el caso de los denominados oncogenes, debido, quizá, a la frecuente utilización indiscriminada de gen o de lo génico frente a lo genético. Lo géni-co, en efecto, es objeto de los estudios genéticos y, a la inversa, la ciencia genética tiene en lo génico su principal motivo de actuación; relación que, sin embargo, se complica con la atribución general, por otro lado incorrecta, del carácter hereditario a las anomalías génicas, posiblemente por esa indistinta denominación de genéticas y asignar por lo general a éstas la propiedad de su transmisión a través de las generaciones sucesivas. Intentemos, en principio, aclarar un poco estas ideas. Las enfermedades que afectan a los genes —al patrimonio génico— pueden ser o no ser hereditarias y manifestarse en el tiempo de forma variable. Algunas anomalías en el número de los cromosomas, como ocurre en el caso de la trisomia 21 —así llamada por la presencia de tres cromosomas 21 en el patrimonio génico en lugar del par normal—, procedente por errores imprevistos en el proceso de formación de las células sexuales en uno de los padres, no son hereditarias. Así, pues, los padres de un niño con este tipo de anomalía —u otras semejantes— pueden tener otra descendencia completamente normal. De otro lado, la existencia de uno o varios genes anormales en el patrimonio génico de una línea familiar da lugar a enfermedades hereditarias y, por supuesto, aquéllas que dependen solamente de un gen se transmiten en el seno de las familias de acuerdo con las conocidas leyes de Mendel. Estas enfermedades hereditarias, genéticas, pueden ponerse de manifiesto tras el nacimiento, como ocurre en la galactosemia o incapacidad de metabolismo de la galactosa, que se traduce en intolerancia a la leche, ictericia, vómitos y diarrea, y más tarde en trastornos neurológicos; otras se presentan en los meses siguientes o, incluso, al cabo de algunos años como sucede en una atrofia muscular, conocida como miopatía de Duchenne, que conduce lentamente a la parálisis total. La situación puede complicarse con las malformaciones congénitas, sin implicación génica y, obviamente, no here- ditarias; es el caso de las malformaciones cardíacas o de los pies zambos, debidos a accidentes en el normal desarrollo embrionario. Pero, la idea de los oncogenes ¿se ajusta rigurosamente a estos principios generales? Digamos en primer término que el descubrimiento de los oncogenes responde a los esfuerzos para establecer las bases moleculares de las enfermedades neoplásicas y, considerados en la actualidad como la clave del desencadenamiento del cáncer, constituyen hoy uno de los campos más excitantes de esa moderna biología, mezcla de lo celular y lo molecular. Cientos de laboratorios en todo el mundo están implicados en la investigación acerca de la naturaleza, variedad y activación de los denominados protooncogenes, de los productos codificados por los oncogenes, de la funcionalidad de las proteínas por éstos expresadas y su participación en los fenómenos celulares. Así, pues, los oncogenes son genes en el sentido usual de ser fragmentos de DNA y codificar —en el sentido de ser suministradores de la información necesaria— la síntesis de proteínas de diferente estructura y cometido, pero capaces de llevar a cabo la transformación de células normales en cancerosas. Sin embargo, los oncogenes y los productos de su expresión —las proteínas oncogénicas— existen asimismo en el estado normal de las células normales, en las que cumplen importantes funciones fisiológicas. Y estos oncogenes normales —los llamados protoóncogenes o, por lo general, simplemente oncogenes— pueden alterarse o activarse, siendo las proteínas expresadas tras la activación las que cumplen la misión transformante. Expresión, como sinónimo de codificación, que supone la función de los genes, como estructuras de DNA que son, en el sentido: DNA-RNA-proteínas. Un hecho singular a propósito de estos oncogenes es que su existencia real ha sido demostrada tras un conocimiento racional de la necesidad de su presencia. Veamos en qué consiste este conocimiento racional de estos genes. En la ecología^ si queremos en la vida social de la células, se da una contraposición: de un lado, el proyecto de las células procarióticas es el de dividirse a cualquier precio para sobrevivir y, de otro, las células eurocarióticas poseen proyectos variados según la naturaleza de la célula y múltiples en el transcurso de su propia historia. GENERALIDADES De esta forma, en el proyecto de las células procarióticas lo que importa son los grandes números; se trata de una macroeconomía en la que todo va encaminado a formar una población. La gran velocidad de la respuesta génica da cuenta de este objetivo y buena prueba de ello es el íntimo acoplamiento en el espacio y en el tiempo de las tres operaciones clave de la expresión génica procariótica: la replicación del DNA, la formación transcripcional de los mensajeros y la traducción de éstos bajo la forma de proteínas. Cada una de las células procarióticas, en un egoísmo absoluto, trabaja para dividirse con una ignorancia total de la presencia, favorable o adversa, de otros individuos. Son, ciertamente, capaces de metabolizar, resistir, defenderse, esporular o adherirse a EL PROYECTO DE LAS CÉLULAS nuevas superficies, pero están carentes de una finalidad colectiva o social; aun contando con todo ello, el proyecto de estas células es tan sólo el de dividirse y originar dos nuevos individuos, como ocurre en el caso de las bacterias. Frente a ello, las células eucarióticas exhiben proyectos variados y múltiples; variados según la historia de la célula y múltiples en el transcurso de su propia historia. Así, las células de los metazoos tienen tantos proyectos como células de diferente naturaleza —de historia distinta—, como tejidos morfológica y fisiológicamente distintos existen en cada especie. Ocurre, por ejemplo, un hepatocito sabe bien que, tras comenzar su diferenciación, va a terminar su carrera como célula especializada del metabolismo, el almacenamiento de sustancias de reserva y de los mecanismos de desintoxicación, propios del parénquima hepático. A su lado, conoce la neurona que su destino es del todo diferente; conoce a ciencia cierta que para comunicar con otras células ha de poseer unos emisarios químicos especializados —que ha de sintetizar, guardar y transmitir— con los que relacionarse dentro de una función propia para lo que tiene una asignación topológica precisa, como la tienen y la conocen los cientos de millones de sus semejantes a través de un programa genético predeterminado en sus grandes líneas; aptas también estas células para adecuarse plásticamente bajo influencias ambientales. Recordemos que la diferencia fundamental entre estos dos tipos de células, procarióticas y eucarióticas, es la de no poseer o sí poseer, respectivamente, un verdadero núcleo en el que se concentra la información del comportamiento génico y genético de la célula. Y ello hace posible que estas células verdaderas,, eucarióticas, en un momento determinado de su ontogénesis, tengan que definirse, que tomar parte por alguna de las posibles opciones —en virtud de constricciones espacio-temporales— y elaborar un tejido. Opción genética que conlleva exigencias de movimiento cuando se la solicita por mediadores químicos; de reconocimiento y comunicación cuando se intercambian las señales adecuadas; de sitios sobre su superficie que alertan sobre cambios de concentración de hormonas, de calcio, de toxinas, de virus, incluso de luz o de presión en el ambiente que las rodea; de localizaciones aptas para la adhesión, requisito normal para la elaboración de un tejido o cualidad indeseable en la interacción que sirve de requisito para el fenómeno de la metastatización. Opción que, en su globalidad, guía la situación relativa de las células en el conjunto tridimensional de un organismo o de un simple tejido. LA ACTITUD SOCIAL DE LAS CÉLULAS A poco que nos fijemos en la diferente actitud social de ambos tipos de células, un momento excepcional tiene que producirse en el tiempo de esta homeostasis delicada: el momento en que la división celular —común a ambos tipos de células, pero fenómeno único en la vida de las procarióticas— ha de dejar paso a la comunicación directa entre las células —fenómeno propio solamente de las eucarióticas—. La existencia de este momento excepcional ha de producirse a través de influencias entre las células y de una singular manera de establecerse las órdenes oportunas. El comportamiento vulgar de la división celular va acompaña- do del más noble de la diferenciación especializada en las células eucarióticas. Cuando en ese programa temporal, las células se encuentran en la fase de división, responden a los denominados factores de crecimiento que actúan a través de los adecuados receptores de membrana. Una de las características de la investigación biológica actual es la búsqueda de estos factores de crecimiento, más o menos específicos, capaces de estimular la división celular —la división nuclear mitótica o, simplemente, mitosis—; búsqueda y encuentro, en algunos casos, que van a permitir conocer su modo de acción y, recíprocamente, intentar impedir su misión mitogénica, es decir, proliferante de las células indiferenciadas. Modo de acción, a su vez, que se inicia siempre a modo de una llamada celular sobre la membrana de la célula por parte del agente de crecimiento y que culmina promoviendo el proceso de replicación del DNA y, por tanto, la mitosis celular, a través de una serie de etapas, más o menos conocidas o imprecisas, que se conocen globalmente como la transducción de la señal. Sin que tenga lugar ahora entrar en estas etapas y en sus mecanismos, lo que sí debe señalarse es que este conocimiento permite incidir experimentalmente sobre su promoción o, al contrario, sobre su inhibición; conocimiento de los mecanismos bioquímicos que constituye en la actualidad el más importante motivo de diseño y selección de moléculas capaces de modular farmacológicamente un proceso fisiopatológico determinado. Así, pues, en condiciones normales de formación de un tejido, las células, tras múltiples divisiones, y con la contribución de los factores de adhesión celular, comienzan a contactar y se origina la llamada inhibición de contacto. En virtud de esta inhibición, los factores de crecimiento antes mencionados ya no responden a su normal acción mitogénica y las divisiones celulares mitóticas se detienen. Es el momento en el que el tejido comienza a organizarse y se establecen las uniones intercelulares gracias a los elementos del citoesqueleto y de los ingredientes macromoleculares que van a cementar las uniones entre las células —los colágenos, la fibronectina, la laminina, etc.—. Sucede, asimismo, que cuando un tejido se disgrega artificialmente y las células disociadas se disponen en un medio apto para su crecimiento, se pierde por un cierto tiempo la inhibición de contacto, las células vuelven a crecer y los agentes de crecimiento a actuar; la división continúa hasta que la denominada confluencia celular restablece la cesación de la mitosis; fundamento este de la técnica experimental de los cultivos celulares. En el seno de este esquema mental nos hemos de topar, necesariamente, con el hecho de que este juego de la división y la diferenciación, depende de la síntesis y de las propiedades de estos factores de crecimiento, de su acomodación a los lugares de recepción de las membranas de las células; de las etapas de transducción de la señal y sus ingredientes, enzimas, sustratos, etc.; del mantenimiento de la estructura y función del DNA. En resumidas cuentas, todo ello equivale a concluir la necesidad de un corto número de genes capaces de gobernar estas estructuras y estos procesos por medio de su contenido informativo. Genes, por otro lado, suscep- RAZONAMIENTO DEDUCTIVO Y ONCOGENES tibies de sufrir los cambios estructurales propios del DNA —mutación, transposición, amplificación, etc.— y, obviamente, los cambios funcionales que correspondan. Y entre las variaciones de actividad está la de que la célula no responda a los mecanismos de control propios de la organogénesis normal. Cuando esto ocurra, la célula no sabrá sino dividirse, ignorante molecularmente del lenguaje de las demás células; sucederá a las células eucarióticas, lo mismo que a las bacterias: que su único proyecto vital será el de dividirse hasta el infinito. Estaremos entonces —racionalmente— en presencia de la catástrofe biológica que es la enfermedad cancerosa. El conocimiento de este corto número de genes particulares figura, hoy, entre los motivos de estudio más trascendentes de la biología. El conocimiento de estos genes suministra, sin duda, una de las llaves esenciales para comprender algunos de los principios fundamentales de ese gran dilema que comportan la división y la comunicación celulares. El conocimiento de estos genes va a desvelar los rasgos de una herencia hasta ahora inaccesibles. Son estos genes capaces, por las posibilidades de su desregulación, de engendrar un estado maligno: son los denominados oncogenes. Si a través de la razón lógica, a través de la simple ecología celular, se puede alcanzar la conclusión de la necesaria presencia de estos oncogenes, también el duro camino de la investigación de la enfermedad cancerosa ha podido, a la inversa, lograr conclusiones acerca de la vida y la reproducción de la célula normal para, después, poder saltar desde la armonía y sus factores hasta el desorden y sus causas. Es decir, que, de la misma manera, se puede caminar desde el cáncer a los oncogenes celulares. DATOS HISTÓRICOS La historia de la ciencia señala cómo la observación del estado canceroso es muy antigua. Entre otros documentos se detalla la presencia de cáncer rinofaríngeo en una momia egipcia de más de tres mil años y en otra esquimal de seiscientos años. Más recientemente, lo señalan también los cuadernos de laboratorio de Claude Bernard. Las primeras hipótesis científicas se sitúan, sin embargo, hacia finales del pasado siglo. Ya entonces, la herencia se interpreta con arreglo a las leyes de Mendel; con Virchow, el cáncer comienza a describirse como una enfermedad de las células; el veterinario ruso Nowinsky, en el último cuarto del siglo XIX, puso de manifiesto la naturaleza trasplantable de la mayor parte de los cánceres. Propiedad esta última que permitió iniciar el estudio de los factores que se conocieron como de susceptibilidad o de resistencia, dependientes de la especie y del individuo. En 1911 se señala una correspondencia entre trasplantabilidad y reacción inmunitaria, que habría 'de desembocar, pasando el tiempo, en la evidencia de los antígenos de trasplante, componentes de la superficie celular de las células cancerosas, cuya presencia en un estado determinado será imprescindible para que un tumor sea transferible a un animal de su misma línea hereditaria. Sin embargo, en el camino hacia los oncogenes las primeras referencias proceden de las teorías virales y, en particular, de la observación realizada en 1914 acerca de la consideración de un virus-RNA como agente de un tumor aviar conocido como sarcoma del pollo. Hubo, aún, que esperar veinte años al descubrimiento del primer virus-DNA capaz de producir un tumor en mamíferos; fue el virus del papiloma del conejo. Cuando ya en la década de los 40 comienza a describirse una serie de virus cancerígenos, resulta inmediata la interrogante sobre la relación de causalidad entre los virus con sus propiedades cancerígenas y genéticas y los diferentes tumores. Pero, dado que no todos los virus conocidos son cancerígenos, la pregunta resulta obvia: ¿cuál es la propiedad de estos virus determinados o cuál es la característica de su genoma, que los hace especialmente aptos para desarrollar un tumor cuando infectan a individuos de una especie determinada? Se imponía a este respecto encontrar modelos virales, fácilmente utilizables en los animales de laboratorio, en los que pudieran manifestarse mutaciones específicas, capaces de modificar las propiedades oncogénicas de los virus. A este efecto fueron de gran utilidad dos modelos: el virus del polioma y el virus conocido como SV40. El primero de ellos tiene su origen en el estudio del virus conocido inicialmente como agente viral parotídico, capaz de provocar sobre una serie de líneas celulares animales en cultivo un conjunto de fenómenos ligados a la reproducción, la morfología, la organización infracelular y el metabolismo; alteraciones en esta colección de fenómenos, que se exhibieron semejantes a los de las células aisladas de los tumores naturales. A este conjunto de acontecimientos observables en los cultivos celulares se dio el nombre de transformación neoplásica o, simplemente, transformación. Y debido a la multiplicidad de acciones de este agente viral, se le conoció como polioma. Por otro lado, es bien conocido cómo el descubrimiento del virus SV40 en las células del mono rhesus está ligado a la investigación sistemática de los agentes virales en los tejidos de este primate y a su utilización en la preparación de la vacuna antipolio. Pronto pudieron establecerse semejanzas genéticas y físico-químicas entre el virus del polioma y el SV40. Con agentes virales de este tipo y con el desarrollo de sistemas celulares in vitro como modelos de investigación de la enfermedad cancerosa, se exploraron los mecanismos de transformación y las características del estado transformado. En la década de los 60 se iba a iniciar el descubrimiento de virus en los tumores malignos humanos. En ella se descubren dos tipos de virus responsables de ciertas formas de cáncer en humanos: adenovirus y papovavirus; a la vez, se encuentran argumentos indirectos a favor de una relación entre el cáncer de cuello uterino y el herpes simple del subtipo II. A este propósito, es bien conocido como el subtipo V, el virus de Epstein y Barr, fue descubierto en los tumores de Burkitt. La histo- VIRUS, RETROVIRUS Y CÁNCER ría de estos tres últimos personajes es curiosa e interesante en la historia de la oncología. Denis Burkitt fue un distinguido médico militar británico en las colonias del Este de África, en donde descubrió un cáncer infantil de mandíbula que no dejó de sorprenderle. Parecía, en efecto, depender de un conjunto de factores climáticos y de la presencia de un mosquito que actuaría como vector; cosa nada rara, por otro lado. Anthony Epstein, otro médico británico, se encontraba entre la audiencia de una conferencia de Burkitt, en Londres, en 1961. Este encuentro casual motivó que Epstein y su ayudante australiano Barr comenzaran a estudiar las biopsias que Burkitt obtenía en su hospital de Entebbe. Ya, en 1963, Epstein y Barr habían aislado una línea de células linfomatosas en las que detectaron un virus hasta entonces desconocido, perteneciente a la clase de los herpes. A la vez, se avanza en la hipótesis de que esta forma extraña de linfoma, descubierta hasta entonces en ciertas poblaciones de África, guardaba relación con la presencia, al menos, de un virus. De una" forma independiente y fortuita, varios años más tarde, se descubrió otra clase de cáncer, muy frecuente en el sur de China. A esta enfermedad, conocida sin embargo desde los años 30, se conoció como cáncer nasofaríngeo o tumor de Cantón. En las biopsias de este tumor se identificó un virus muy semejante al de Burkitt africano, pero con factores epidemiológicos un tanto diferentes. Hoy se conoce que en el origen del tumor de Burkitt se encuentra un virus, el parásito del paludismo, una anomalía cromosómica y recursos económicos insuficientes. En el tumor de Cantón se encuentran asociados el mismo virus, la alimentación frecuente con un pescado elaborado de forma singular y la pertenencia a un grupo sanguíneo determinado. Este tipo de investigaciones puso de manifiesto tanto la participación viral fundamental en el desarrollo del tumor, como asimismo la idea de efectos múltiples desencadenantes. Esto es, el concepto de cooperatividad en la etiología tumoral. Además de éstos, otros virus han puesto de manifiesto, en los últimos años, propiedades oncogénicas; los más importantes son los retrovirus humanos y el virus de la hepatitis B. A este respecto puede señalarse que el cáncer primitivo de hígado o hepatocarcinoma está muy distribuido en África tropical y en el sudeste asiático, en coincidencia con dos factores epidemiológicos: la presencia de aflatoxinas en ciertos alimentos y la distribución del virus de la hepatitis B, poseedor de DNA. Por otro lado, los conocidos como retrovirus fueron aislados, en 1969, de células leucémicas humanas y de linfomas de tipo T; de aquí sus siglas HTLV (Human T Cell Lymphotropics Viruses). Estos virus HTLV inducen la proliferación incontrolada de las células blanco, originando leucemias. Otro tipo de retrovirus son los denominados LAV por Montagnier o HTLV III por Gallo; estos virus ocasionan, como es bien conocido, el SIDA, por una especie de parálisis inmunitaria a nivel de dichos linfocitos T. Hemos señalado con anterioridad que la simple razón lógica de la ecología celular ha conducido a una especie de a priori biológicos: los llamados oncogenes. Resulta, de otro lado, que el caminar de la investigación sobre los virus, y en particular sobre los retrovirus, nos va a llevar, por otra vía, al mismo final de los oncogenes. Los primeros análisis genéticos, en 1914, —indudablemente de naturaleza mendelina— dieron cuerpo a la creencia de la participación génica en la enfermedad. Pasados bastantes años se pudo poner de manifiesto la existencia de ciertas relaciones hereditarias entre pacientes de un mismo linaje. Situación que desembocó en el concepto inicial de genes del cáncer, cuyas modificaciones predisponen a ciertas formas de neoplasmas. Así, ciertos tumores son siempre hereditarios, mientras que otros pueden serlo o no. Hay que cuidar en este terreno, como comentábamos al comienzo de este articulo, la corrección del lenguaje para no caer en imprecisiones o, tal vez, en errores. Sucede, pues, que la transformación maligna sin ser un fenómeno estrictamente hereditario, es decir, transmisible a la descendencia, se encuentra ligado a anomalías cromosómicas específicas. A este respecto, pueden citarse como ejemplos las relaciones entre la delección del brazo corto del cromosoma 11 y la aparición de un tumor renal, así como la traslocación cromosómica del fragmento distal 22 del cromosoma 9 en la leucemia crónica. Ello sugiere que el cáncer puede ser consecuencia de una lesión génica. Y aquí conviene hacer una distinción importante. De un lado, el cáncer obedecerá las leyes de la transmisión hereditaria, si la lesión cromosómica alcanza a todas las células, comprendidas las células germinales. Y, de otro lado, no obedecerá a esta transmisión si la lesión cromosómica se localiza exclusivamente en el tejido somático canceroso. Otro hecho experimental de gran interés se refiere a la transmisión vertical de ciertas leucemias, observada en ratones; hecho interpretado sobre la base de la presencia de sencuencias génicas virales en las líneas germinales de estas especies, en particular de las secuencias de oncogenes de retrovirus. De aquí a la replicación inversa de Temin y Baltimore —formación de la molécula de DNA a partir de su RNA mensajero— no había más que un paso y, con ello, la interpretación del ciclo de reproducción de los retrovirus a través de la integración en el genoma celular de los conocidos como provirus-DNA. A partir de este momento se asiste a toda una floración de trabajos que sacan a la luz los efectos cancerígenos de estos retrovirus y del estudio de sus modalidades de acción se concluyó la existencia de dos categorías generales de este tipo de virus: los retrovirus de acción lenta y los desencadenantes rápidos del estado canceroso. El análisis del genoma de estos últimos desveló la presencia de un gen cancerígeno. Así, por ejemplo, en el mencionado virus del sarcoma de pollo existe un gen responsable del sarcoma, denominado abreviadamente src. Y, poco a poco, se descubre toda una serie de genes cancerígenos en los retrovirus rápidos. Muchas interrogantes quedaban, sin embargo, planteadas y, entre todas, quizá la más fundamental: ¿cómo han adquirido los retrovirus las secuencias oncogénicas en el curso de la evolución? GENES, GENÉTICA Y CÁNCER Pero, si no se ha logrado contestar aún a esta cuestión, sí pudo lograrse a finales de la década de los 70 un descubrimeinto capital: la existencia en las células normales de secuencias genómicas emparentadas con las de los genes virales. Mediante una metodología experimental de extraordinaria elegancia pudo establecerse la presencia en todas las células eucarióticas conocidas de una categoría de genes hasta ahora desconocidos, la de los oncogenes celulares. «El descubrimiento de estos genes y su papel en el desarrollo de las enfermedades malignas en el hombre ha sido uno de los más notables descubrimientos el siglo veinte. Por haberlo llevado a cabo, Robert Weinberg podrá considerarse un Magallanes o un Armstrong de este campo.» Texto que puede leerse en la introducción de un sugestivo libro, puente entre la ciencia y la historia, subtitulado The search for the oncogene, pero que exhibe en su título, NATURAL OBSESSIONS, toda la fuerza y la garra de este tema. ONCOGENES NORMALES Y CÁNCER Así establecida la existencia de los oncogenes normales, se aportaba una nueva dimensión al estudio del origen del cáncer, desde el momento que una desregulación de estos genes podía dar cuenta de la aparición de numerosos estados neoplásicos consecutivos a mutaciones o a transposiciones cromosómicas, provocadas por múltiples factores. En otro lugar de la cita mencionada se aclara: «Es importante tener en cuenta que nuestras células poseen oncogenes no porque los haya colocado una fuerza extraña para mantener en jaque a la humanidad, sino porque el organismo necesita de estos genes para su crecimiento». Y, un poco después, «la doble trascendencia de este estudio reside, de un lado, en su importancia práctica para encarar el tratamiento de la enfermedad y, de otro, porque da pie para adentrarse en el íntimo conocimiento de los detalles por los que una célula es eso, una célula.» ¿QUÉ PUEDE ESPERARSE DE LOS ONCOGENES? Ocurre, pues, que las secuencias oncogénicas normales pueden experimentar modificaciones conducentes a la producción de sustancias semejantes a las que elaboran las secuencias oncogénicas de los retrovirus: aquellas que confieren a la célula el estado neoplásico. Cabe pensar, asimismo, que los oncogenes celulares normales, cuando no son ni mutados ni activados, deban poseer funciones de interés en la fisiología celular. En la actualidad se conoce alrededor de medio centenar de oncogenes diferentes, identificados en las células humanas, y todos ellos son necesarios para el desarrollo normal del organismo; y solamente cuando estos genes se transforman, por mutación o algún otro tipo de activación, se convierten en agentes de la enfermedad. Para completar este relato acerca de uno de los motivos más destacados de la investigación biológica del momento conviene señalar que, de una célula normal, cumplen los oncogenes misiones relacionadas con la diferenciación de células o tejidos particulares o, de una manera más general, con la división celular. Misión que ejercen por medio de su expresión —como fragmentos de DNA que son— en proteínas de funcionalidad diferente; tres tipos, en general, de oncogenes cabe distinguir en dependencia de los productos que expresan: 1) los que expresan enzimas que participan en los mecanismos de traducción de señales extemas en funciones fisiológicas como la actividad mitogénica; 2) los que expresan factores de crecimiento o sus receptores, y 3) los que expresan proteínas con afinidades elevadas hacia el mismo DNA o con relación a las conocidas como proteínas G. Todo el sutil rompecabezas que cientos de laboratorios de todo el mundo están intentando componer, parece sugerir que los oncogenes intervienen delicadamente en una cadena de acontecimientos para regular los procesos de división en función de estímulos exógenos. Pueden, pues, considerarse como genes de la comunicación celular y no resulta difícil comprender cómo su desregulación puede conducir al estado canceroso. Hoy, miles de científicos intentan aclarar los mecanismos y los productos participantes en esta colección de actividades bioquímicas, normales y patológicas, de los que puede resultar la armonía y la finura en la transmisión de las señales exógenas hasta llegar a la división del núcleo celular o, por el contrario, la desregulación caótica y el estado canceroso. Sobre ello, Watson ha afirmado que el cáncer es un problema intrínseco al significado de la célula, el cáncer es la célula hablando en hipérbole. Tema este de los oncogenes lleno de contenido científico básico y, a la vez, de repercusión esperanzada. Sólo conociendo las interioridades de la célula se podrá modular o corregir su comportamiento. Prefiero, sobre ello, terminar con el mismo texto original del Dr. Sharp, director del Centro de Investigaciones Oncológicas del MIT: «THE STUDY OF ONCOGENES MAY NOT BE THE BEST HOPE OF BANISHING CÁNCER. IT MAY BE THE ONLY HOPE».