Num036 008

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La lengua catalana
en la actualidad
ANTONI M. BADIA I MARGARIT *
PRECEDENTES
* Barcelona, 1920. Profesor
emérito de la Universidad de
Barcelona. Miembro de número del Instituí d'Estudis Catalans y de la Real Academia de
Buenas Letras de Barcelona, y
correspondiente de la Real
Academia Española.
inútil esforzarse en reivindicar la personalidad de la lengua
Sería
catalana y todo lo que se expresa mediante ella (un pueblo,
una cultura). Tan evidente es. Una lengua que cuenta, de entrada,
con un pasado medieval glorioso. Una lengua que, después de
unos siglos inciertos (que, empero, ya nadie se atreve a llamar
mudos), conoce una recuperación admirable desde mediados del
siglo xix. Y, a partir de entonces, una marcha joven y poderosa
hacia la normalidad de sus contenidos literarios y culturales. Esa
marcha tenía, empero, un freno: la lengua carecía de una normativa fija. Se ve muy claro en Joan Maragall quien, en el umbral del
novecientos, si era el espíritu más universal de la Cataluña del momento, se producía, en cambio, en una lengua que le asfixiaba.
Pues bien, superando prolongadas y antiguas disensiones sobre ortografía (las más agudas), que ya parecían sin remedio, el «Instituí
d'Estudis Catalans» (que en toda su historia, además de centro impulsor de la investigación, ha actuado como «Academia de la Lengua»), se lanzó, desde su misma fundación en 1907, a la tarea de
codificar la lengua. Como es sabido, sus jalones fueron la ortografía (1913), la gramática (1918) y el diccionario (1932), que solemos designar en su conjunto la «obra de Pompeu Fabra».
Con la normativa gramatical resuelta, y gracias al empuje arrollador de una colectividad dinámica y abierta, la lengua y la cultura catalanas vivieron, en el primer tercio de siglo, un auge extraordinario: literatura de creación, traducciones, ensayo, fijación de
un estilo científico, la comunicación corriente (prensa, avisos, correspondencia comercial), un pujante movimiento editorial, periódicos y revistas (generales y especializados, de niños, prensa diaria), emisiones radiofónicas, etc. No hay que dar detalles de una
época sobradamente conocida. La lengua, la literatura y la cultura
catalanas gozaban de prestigio justificado por doquier y muchos se
sorprendían, fuera de sus límites geográficos, de que tanto pudiera
dar una lengua no correspondiente a una estructura de estado.
En 1939, la terminación de la guerra civiL significó la inte- 2
rrumpción violenta del mencionado proceso cultural y vital de la EL
comunidad catalanohablante. Quedaron proscritas todas las mani- HUNDIMIENTO
festaciones públicas, orales y escritas, en catalán. Dado que la cultura catalana se expresaba en lengua catalana, la desaparición de
ésta arrastró consigo el enmudecimiento de aquélla. Instituciones
y revistas dejaron de existir o inauguraron etapas nuevas, de manos extrañas y en lengua distinta. Los esfuerzos ilusionados de tantos años se desvanecieron. No es difícil imaginar que el gran cambio político y cultural tuviera graves consecuencias en la suerte de
la lengua autóctona: sin escuela, sin prensa ni radio, la lengua
pronto empezó a deteriorarse. La lengua es algo que se usa todos
los días, y no se podía guardar para esperar mejores tiempos. Añádase que esos factores negativos duraron largos años, y se vieron
reforzados, por ejemplo, por la televisión, que llegó a Cataluña en
1959.
Si la lengua no pereció, ello fue por la entereza y la fidelidad de
sus habitantes (dignos sucesores de sus antepasados de los siglos Xviii y xix). Sin poderse poner de acuerdo los distintos grupos sociales, funcionó una especie de conjura tácita para dar testimonio
y para aprovechar todas las ocasiones, aun las-más inocentes, para
reivindicar la lengua ultrajada. No obstante, la ausencia de los medios de enseñanza y comunicación, indispensables para que cualquier lengua siga adelante, se hizo sentir a fondo en la sociedad catalanohablante durante mucho tiempo. A comienzos de los años
setenta, yo todavía hablaba de la enorme diferencia que había, en
catalán, entre los que hablaban la lengua (unos cuantos millones)
y los que sabían escribirla (en un número difícil de precisar, pero
que de ningún modo rebasaba la cifra de 150.000). Un contraste
tan brutal («catalanófonos>x/«catalanógrafos») no se da en ninguna
parte, por lo menos en una lengua codificada y con un amplio
respaldo de cultura escrita. Era, una vez más, la consecuencia de
las precarias condiciones en que se desenvolvía y se retransmitía la
lengua catalana, aun después de treinta años de desventuras. Ello
implicaba que muchos padres, y no precisamente incultos, tuviesen que presentarse, ante sus hijos, como analfabetos en su propia
lengua.
La lengua catalana, a la deriva, pronto fue presa de vicios de 3
lenguaje y de abundantes castellanismos. Pero, aun así contamina- LA LENTA
da, no sólo era viva, sino que tenía unas enormes ganas de seguir RECUPERACIÓN
viviendo, lo que explica innumerables actos heroicos en su defensa, a menudo protagonizados por gentes de humilde condición,
que no pasarán a la historia, pero que aseguraron que la cadena rio
se rompiera.
Si éste era el panorama de la lengua hablada, la lengua escrita
merecería extensos comentarios. Dejando aparte que durante años
la única producción literaria veía la luz en el exilio, dentro del país
la literatura catalana no salía, de momento, de los círculos cerrados de la resistencia a la dictadura. La literatura que se producía
era de gran categoría, pero era desconocida por la inmensa mayoría de las personas, aun en sectores cultos: una de las condiciones
que imponía la censura era no exponer los libros ni difundir infor-
mación sobre ellos. A propósito, los editores merecen un recurdo
agradecido por su actuación, no menos heroica que la que se desarrollaba en el anonimato. Hacia 1960 un profundo abismo separaba la lengua escrita y el lenguaje hablado: aquélla se había reducido a la lengua literaria (ya que faltaba cualquier otra manifestación escrita en modalidades corrientes, no literarias); éste, que
nunca dejó de usarse, presentaba, como hemos dicho, un alto grado de contaminación. Las dos modalidades (lengua escrita y lengua hablada), que se ayudan y se complementan en el desarrollo
normal de las lenguas (como ocurría con la catalana hasta 1939),
denunciaban, al quedar así alejadas, la trágica situación que se había creado para ésta después de la guerra civil.
4
ALGO
CAMBIA
A partir de los años sesenta, empezaron a recogerse frutos de la
simiente generosamente sembrada en los años más duros. Una vez
más, las actitudes nos habían salvado. Pero la lengua, salvada ciertamente de la muerte, seguía enferma de gravedad. Es innegable
que sus férreos condicionamientos de veinte años se habían suavizado. Así la lengua hablada tenía más oportunidades (algo se hacía
en la enseñanza, se había obtenido un relativo acceso a los medios
de comunicación, etc.), la lengua escrita experimentó la incorporación de plumas jóvenes (que motivaron un notable incremento
en la producción editorial, que ya antes de 1970 consiguió cotas
muy altas en títulos aparecidos). La lengua, con todo, continuaba
muy contaminada, y sus ampliaciones de uso no hacían sino denunciar más estentóreamente sus defectos. Pero no se trataba solamente de grandes lagunas en la formación escolar, en las lecturas y
en los contactos socioculturales de las nuevas generaciones de escritores. Otros factores complicaban las cosas. Me fijaré en dos,
que para mí son los más importantes.
El primero. La recuperación del catalán coincidió con un nuevo enfoque de los escolares de todas partes: entre ellos cundía una
especie de alergia a las normas en general, y concretamente a las
reglas gramaticales. Antes, una falta de ortografía bastaba para
descalificar a una persona; ahora se trataba con indulgencia. Esto
afectaba al concepto de «lengua correcta». Ya no eran tan sólo razones de edad o de concepción estética las que ahondaban las diferencias en el mundo de los autores en lengua autóctona: se añadía
la oposición «fidelidad»/«elasticidad» ante la corrección idiomática.
Segundo factor: en los años más duros de la represión del catalán se fue fraguando en todo el mundo una nueva modalidad de
expresión (de la que los catalanes responsables, más atentos a salvar las esencias, no pudieron ocuparse como hubieran hecho en
otras circunstancias): la «oralidad». En efecto, con los modernos
medios de comunicación (radio, televisión, vídeos, nuevas tecnologías), se ha forjado por doquier un tipo de comunicación que no
pasa por la lengua escrita, cosa que ha obligado a concebir un sistema independiente de las formulaciones tradicionales.
Hasta cierto punto, ambos factores confluyen, ya que si, por
un lado, la «oralidad» conlleva una laxitud en principio incompatible con la lengua escrita, ésta era objeto de un aflojamiento de
sus preceptos. En conjunto, una seria amenaza contra una lengua
que se esforzaba denodadamente por superar la mayor crisis de su
historia.
A unos diez años del Decreto sobre bilingüismo escolar de la
Generalidad (provisional) de Cataluña; a más de doce del primer
diario en catalán; con una Ley de Normalización lingüística en vigor (pero no aplicada como se debiera); con múltiples estaciones
de radiodifusión y una televisión específicamente catalana (amén
de la televisión común desde su centro en Cataluña); con unas instituciones públicas que, en las ocasiones solemnes, se expresan primordialmente en catalán, y dentro de un clima de bilingüismo
practicado en escritos y rótulos (por la administración, empresas
de transportes, etc.), ¿cuál es hoy la situación de la lengua catalana? La respuesta ha de tener varias partes.
Mirando hacia afuera de la comunidad catalanohablante, no
hay que olvidar que el catalán es una de las llamadas «lenguas en
contacto». En contacto, claro, con el español que, además de poderosa lengua de estado, es la que hablan gran número de no catalanes establecidos en Cataluña (inmigrantes, funcionarios, etc.).
En general, éstos —especialmente los inmigrantes— se muestran
ávidos de aprender catalán, y exigen su enseñanza para sus hijos.
Yo no sé si están tan deseosos de hablarlo habitualmente (aunque
sí pretenden poderse valer de él como mérito profesional, como
medio para introducirse, etc.). El hecho es que si, por un lado, la
integración (a ritmo lento, eso sí) no cesa, por el otro, el proceso
de conocimiento pasivo del catalán por parte de castellanohablantes ha hecho, en los últimos años, unos progresos espectaculares.
No obstante, forzoso es reconocer que estamos lejos del bilingüismo que propugna la Generalidad. Sin duda alguna, los catalanes
son los que siguen siendo bilingües (mientras los no catalanes lo
son en una proporción muy reducida).
Si ahora-miramos puertas adentro, las conversaciones habituales entre jóvenes catalanohablantes contienen todavía castellanismos e incorrecciones idiomáticas (rasgos que ya caracterizaban la
lengua de sus padres, que se encontraron con una lengua a la deriva, cf. antes, § 3), por encima de lo que cabría esperar, dados los
condicionamientos ambientales señalados. En cambio todos ellos
escriben mucho mejor que sus padres (que eran analfabetos en su
propia lengua, § 2), y éste es un logro manifiesto del sistema educativo actual. Las incorrecciones lingüísticas son un mal que hoy
aparece en todas partes, con lenguas que disponen de todos los recursos, de modo que no es de sorprender que ello ocurra en catalán a una escala mayor. Pero saben escribir, decía. Esta es una característica de la lengua catalana del momento: el uso y la difusión
de la lengua escrita. Su mejor prueba está en la abundancia de libros y publicaciones impresas que aparecen sin cesar. Textos de
creación literaria, ensayo, periodismo, investigación, divulgación,
etc., propagan un tipo de lengua común que viene a culminar un
proceso empezado en los negros años cuarenta, con los intentos
—y los fracasos— de nuestros editores.
5
LA
SITUACIÓN
EN NUESTROS
DÍAS
ENTRE LAS
INSTITUCIONES
Y LAS
ACTITUDES
7
LA LENGUA
ESTÁNDAR
No quisiera que lo que acabo de decir se interpretase como una
manifestación de triúnfalismo. En absoluto. Aunque el catalán es,
entre las lenguas no estatales, la mejor pertrechada para desafiar el
futuro, graves son las amenazas que se ciernen sobre él, en esa
nueva era de las grandes comunicaciones de masa, vías satélite, informática, etc. Todo ello ha cristalizado en varias polémicas, duras
polémicas, que se suceden casi a diario entre nosotros. La toma de
posición más destacada fue la de un grupo de profesores de la Universidad Autónoma de Barcelona (1979), quienes hicieron ver,
con una lógica aplastante, que una lengua que no se apoye en una
estructura suficiente de poder está destinada a desaparecer. Desde
un punto de vista dialéctico, no se puede objetar nada. Con todo,
la tesis queda rebatida por un argumento histórico, de hecho: desde
1716 no suman ni siquiera quince años los períodos en que nos
hemos acercado —sólo acercado— a una estructura de poder. Y
la lengua no ha desaparecido. ¿Por qué? Por las actitudes de los
catalanohablantes, que hasta hoy siempre han cifrado en la lengua
la expresión de su identidad. Claro que se necesitan las estructuras, y por eso los responsables luchan por conseguir las más adecuadas o por mejorar las existentes. Pero las estructuras no bastan
(y hay ejemplos clásicos que lo demuestran). Después de todo, las
lenguas se salvarán —y el catalán entre ellas— por la lealtad lingüística de quienes las hablan. Este era el gran objetivo del reciente
II Congreso Internacional de la Lengua Catalana (1986): por un
lado, estudiar y proponer, y, por el otro, sacudir y despertar. Dentro de una temática tan variada como interesante, el Congreso se
ocupó especialmente de dos extremos (que recojo a continuación).
Transcurridos cuarenta años en los que, por defender los mínimos indispensables, cada uno hacía la guerra por su cuenta, pronto se planteó la necesidad de unificar esfuerzos y proponer y elaborar una lengua común. O, como hoy la llamamos, la «lengua estándar». Entre otros, este cometido tiene que resolver dos tipos de
problemas. El primero, de carácter geográfico (o diatópico): si, en
los años treinta, la lengua normalizada giraba en torno a la modalidad barcelonesa, hoy es unánime la idea de que hay que incorporar las grandes modalidades históricas (sobre todo la valenciana y
la balear). Justamente la lengua catalana es de las más unitarias en
el conjunto de la Romania lingüística, cosa que permite acoger
ciertas variantes territoriales (en morfología y en léxico), sin menoscabo de la unidad global. No es tarea fácil, pero tampoco es
irrealizable: hay que lograr que todos los hablantes se encuentren
cómodos en el uso de la lengua propia.
El segundo tipo de problemas se refiere al nivel de expresión (o
diastrático). Hay que delimitar hasta qué punto un vulgarismo o
un castellanismo de uso corriente han de tener cabida en textos escritos de un tono determinado. Esta es una cuestión delicada, que
el catalán tiene sin resolver (aun reconociendo que la radio, la televisión y los grandes diarios la han resuelto de hecho —sin que las
distintas soluciones parciales coincidan en todos los detalles). No
deja de ser curioso examinar las normas que esos medios de comunicación se han fabricado, para uso de sus colaboradores. Sus cri-
terios no son la propiedad del lenguaje sino la facilidad de su utilización por el profesional (más que la de su comprensión por el
destinatario).
Sobre ambos tipos de problemas (diatópico y diastrático) tiene
que pronunciarse el «Instituí d'Estudis Catalans». El «Instituí»,
que vivió en una clandestinidad íesíimonial bajo la dicíadura, ha
íenido dificulíades de procedimienío y de oportunidad, que indujeron a creer a algunos que abdicaba su función. Sin embargo, es
el «Instituí» quien tiene la palabra.
Independieníemente de cómo resulte la estandarización, la lengua catalana se encueníra hoy en el camino de su normalización. LA
«De normalización» se íiíulan las leyes que, a esíe respecto, han NORMALIZA CIÓN
aprobado los parlameníos caíalán, valenciano y balear. El objetivo
del Congreso de 1986 era la normalización de la lengua. Se íraía
de «hacerla normal», es decir, que vaya ocupando los distintos
seclores expresivos. Aquí se planíea la viabilidad del proceso proyecíado; en efecto, los sociolingüisías suelen decir que una lengua
no esíaíal no tiene más que dos caminos: la normalización o la
susliíución. Ahora bien, la normalización absoluía requiere, como
hemos visío (§ 6), una esíructura suficieníe de poder. Si esa esírucíura no parece alcanzable en Calaluña, ¿íendremos que resignarnos a la desaparición, más pronía o más lejana, de su lengua, tan
rica en historia y en posibilidades? No. La normalización es un
proceso (que las aludidas leyes canalizan). Pero al propio tiempo
la normalización es íambién una acíiíud, y esa actitud es la que
permiíirá que la lengua siga adelaníe cuando, preparada su normalización al cien por cien, la realidad rebaje cruelmente los porcentajes reales del proceso. Normalizar una lengua no estaíal es
una empresa que no se termina nunca. Pero, sin la normalización
aun así rebajada, no existiría más salida que la desaparición. De
ahí el inmenso valor de la lealtad lingüística de los que hablan una
lengua en estas condiciones.
No es éste sitio para hacer teorías. Volvamos a la realidad de la
lengua catalana, de la que tañías cosas habría que decir todavía. Y
resumamos: el caíalán sigue íeniendo una abundaníe dosis de
«lengua normal». Y ello pese a no ser una lengua de esíado. Esa
normalidad se comprueba al ver que la lengua caíalana vive, hay
iodo un pueblo que se realiza expresándose y comunicándose mediante ella, se reíransmile de generación en generación, es instrumento válido de una cultura específica y cuenta con una adhesión
firme del cuerpo social. Que tiene problemas, algunos muy graves,
qué duda cabe. Pero las características que acabo de enumerar son
la mejor garantía de que el caíalán puede vencer esos problemas y
afrontar confiadamente el futuro.
CONCLUSIÓN
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