La hora de Gibraltar SALUSTIANO DEL CAMPO* uando faltaban menos de tres años para el tercer centenario de la caída de Gibraltar en poder de los ingleses, se hizo pública la sorprendente noticia de que Gran Bretaña y España se disponían a iniciar negociaciones para encontrar una salida a este contencioso, respetando los derechos de las dos potencias y también, los británicos, los “deseos” de los gibraltareños, según se comprometieron a hacer en la Constitución que les otorgaron en 1969. C Los derechos de cada parte son muy claros porque están establecidos en el Tratado de Utrecht de 1713. A Gran Bretaña le corresponde la soberanía plena con determinadas limitaciones que afectan a la población y al territorio español circunvecino, aunque muchas no se apliquen desde tiempo inmemorial. Por ejemplo, la prohibición de que habiten en la plaza personas de determinada raza o haya comunicación por tierra con España. El principal derecho de nuestro país es el de retrocesión si en algún tiempo Gran Bretaña quisiera desprenderse de su colonia. Los gibraltareños, a su vez, aunque no son jurídicamente una parte como las dos mencionadas, lo tienen mejor y peor. Mejor porque la metrópoli le prometió en los años sesenta que no pasarían a ser ciudada nos de ningún otro *Catedrático de Sociología de la Universidad Complutense. Secretario de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. país en contra de sus deseos y peor porque en todas las instancias internacionales donde el asunto se ha planteado formalmente se ha dado la razón a España. Como es fácil comprobar, algunas de las premisas de este asunto remontan su vigencia a la Guerra de Sucesión española, mientras que otras son consecuencia del intento de nuestro país de mantener sus derechos en los foros internacionales durante los años sesenta. En cualquier caso, todas ellas componen el marco dentro del cual hay que interpretar lo que pasa y lo que viene, sin olvidar, claro está, la larga historia de decepciones y engaños sufridos por la parte española. No hubo éxito en las guerras del siglo XVIII para conquistar Gibraltar y en los siglos XIX y XX los británicos usurparon, aprovechándose de nuestra buena fe, la mitad del istmo declarado neutral, que según el Tratado era de exclusiva propiedad española. Tras una batalla diplomática muy bien llevada, la Asamblea de Naciones Unidas decidió en 1966 que Gibraltar debía ser descolonizada el año 1969, según el principio de la reintegración del territorio a España y no según el de autodeterminación de los habitantes y, aunque eso se quedó gracias a las artes de los británicos poco menos que en agua de borrajas, en 1987 España y Gran Bretaña firmaron un acuerdo para el uso conjunto del aeropuerto instalado en el istmo, que sigue sin ponerse en práctica. Lo expuesto hasta aquí son solamente los trazos gruesos de una situación que contada detalladamente sería aun más penosa para España. Pero hay algo que no puede omitirse y constituye en cierto modo una venganza de la Historia. La población gibraltareña española, que huyó de los invasores, pobló el territorio circundante creando los municipios de San Roque, Los Barrios y Algeciras, primero, y La Línea de la Concepción después, que juntamente con Tarifa, Jimena de la Frontera y Castellar de la Frontera constituyen el Campo de Gibraltar. Siempre víctima, en la guerra y en la paz, de su vecindad con los británicos y de la falta de atención de los gobiernos españoles, está poblada hoy por casi un cuarto de millón de habitantes y posee el primer puerto de la Península Ibérica, un floreciente polo industrial y, lo que es más importante, la conciencia adquirida de que tiene que ser tenido en cuenta en la solución que se dé al contencioso. Al lado de este Campo de tantas esperanzas, Gibraltar ha permanecido como un anacrónico parásito suyo. Esta condición se ha hecho más patente sobre todo por dos razones: la transformación de España en una sociedad industrial avanzada después de la muerte de Franco y la gestación de la Unión Europea, donde no tienen cabida cuerpos extraños de ese jaez. Hace tiempo que Gibraltar perdió su valor estratégico militar, y lo que un día pudo aportar a la defensa de Occidente lo facilita mejor la Base española de Rota. Su economía depende de un centro financiero que no tiene razón de ser en contra de España y sus actividades ilícitas nos perjudican en todos sentidos. Además, supone un serio obstáculo para las relaciones constructivas entre España y Gran Bretaña, tanto en lo bilateral como en lo europeo comunitario y en lo defensivo atlántico. Por todas estas razones la iniciativa británica de resolver la cuestión en un plazo de tiempo fijado de antemano, el próximo verano precisamente, es muy lógica y factible con relativa facilidad si las partes negocian el futuro acuerdo conforme a la realidad definida por el Tratado de Utrecht y su condicion de miembros de la OTAN y de la Unión Europea de Gran Bretaña y España. La primera posee la soberanía, la segunda tiene el derecho de retrocesión, y ambas están dispuestas a respetar los intereses de la actual población gibraltareña y presumiblemente a firmar un Tratado que ponga fin a esta desdichada situación. Aunque eso parece simple, lo es mucho menos de lo que parece por el famoso compromiso unilateral británico de respetar los “deseos” de los gibraltareños, que éstos intentan convertir en unos derechos propios de soberanía sobre el territorio, mientras que los británicos lo utilizan como una más de las artimañas de las que tradicionalmente se han valido para engañar y expoliar a España. Nuestra triste experiencia demuestra que cuanto más amigos hemos sido, más nos han despojado, y por esto no hay ningún campogibraltareño que no recele en su fuero interno de los amores de hogaño. El compromiso con los gibraltareños es suyo y no nuestro y, por cierto, está contenido en un texto legal que puede ser derogado en cualquier momento por el Parlamento Británico y, además, es susceptible de ser interpretado en sentido personal y no territorial. Como consecuencia de todo ello, España haría muy mal si, por medio de sus negociadores, se obligara lo más mínimo en este punto. En una carta abierta al Sr. Piqué, el Sr. Caruana, Ministro Principal de Gibraltar, escribía durante la pasada Semana Santa lo que sigue: “No estamos de acuerdo que nuestros derechos estén limitados a que se respeten nuestros intereses (pero no nuestros deseos), especialmente cuando se pretende que esos intereses sean identificados y definidos por otros que no sean los propios gibraltareños. Pensamos que el concepto de gibraltareños como ciudadanos libres en un sistema democrático necesita de un absoluto respeto a nuestros deseos. En este sentido le insto a adherirse al principio de consentimiento a favor del pueblo de Gibraltar sobre su futuro y el futuro de Gibraltar que son inseparables. Esto no es compatible con el punto de vista de que Gibraltar es una disputa entre el Reino Unido y España a resolver bilateralmente entre estos dos países”. Semejante aportación al Derecho Internacional Público, y me permito pensar que también al privado, hace tabla rasa de lo que la Humanidad ha construido desde Grocio, Puffendorf y la Escuela de Salamanca. La erección de los propios deseos en principio universal del derecho internacional solamente puede atribuirse a una enajenación mental, que hay que suponer transitoria, de un batallón de abogados que viven y prosperan en un paraíso fiscal y en un centro financiero para todo. Lo verdaderamente preocupante es que el pueblo de Gibraltar, mejor dicho, sus dirigentes, han optado por marginarse de las normas comunes de la vida civilizada y se proclaman acreedores de un absoluto respeto a sus deseos por parte de todo el mundo. En la carta del Sr. Piqué a los gibraltareños a la que contestaba el Sr. Caruana, nuestro ministro de Asuntos Exteriores decía: “Quiero ser muy claro en esto: la reivindicación histórica de España, que, como es bien sabido, está plenamente justificada, se centra en la soberanía del territorio y es, y quiere ser, perfectamente compatible, con los intereses de los gibraltareños, en tanto que ciudadanos libres en un sistema democrático... Os aseguro que no tenéis nada que temer de la España democrática si se produce el deseado acuerdo con el Reino Unido. Al contrario: un acuerdo os ofrecerá un futuro de entendimiento y de concordia , de estabilidad y de certidumbre, de bienestar y de prosperidad. Así se pondría fin a una situación de zozobra derivada de un statu quo insostenible, que sólo puede empeorar si no se lograra dicho acuerdo. España ha demostrado que pueden superarse conflictos muy profundos”. Las palabras transcritas son irreprochables y se han visto seguidas de un respaldo europeo sin ambages. En Barcelona se decidió el mes pasado que la Unión aportara una cantidad importante de euros para el desarrollo y la prosperidad conjunta de Gibraltar y el Campo de Gibraltar, lo cual confirma que esta dualidad se ha convertido en indivisible a la hora de resolver el problema. Creo que para la inmensa mayoría de los españoles la satisfacción por este propósito no puede ser más grande. Para mí, que tanto he insistido a lo largo de muchos años en que el Campo de Gibraltar tiene que formar parte de la solución, nada podría serme más grato. Hace mucho tiempo que se reconoce que la comarca, incluyendo a Gibraltar, es una de las zonas de mayor futuro de nuestro continente. Únicamente el veneno de la discordia ha podido impedir lo que a partir de un acuerdo puede conseguirse en pocos lustros para todos. La ocasión parece madura para que los sueños se hagan realidad y el panorama europeo disponga de un ejemplo de buen uso de la razón. Simplemente hay que demostrar que se presta atención a la realidad de los hechos y de los derechos y que se está dispuesto a allegar los recursos necesarios para alcanzar el fin buscado. Personalmente espero con emoción, como tantos otros españoles, lo que se nos vaya diciendo sobre las conversaciones. Otras veces me he manifestado por escrito contra lo que he denominado el secreto de la nada, es decir, la callada que se da por respuesta para ocultar la inoperancia en el contencioso de Gibraltar. Ahora que se negocia, me parece fundamental dejar que los encargados de hacerlo no se vean perjudicados por opiniones extemporáneas. Hay que estar expectantes, aunque, eso sí, dispuestos a criticar lo que finalmente se acuerde, si no nos parece beneficioso para la causa española. Nuestra postura no tiene por qué sufrir debilitamientos. La actual situación de Gibraltar en el marco europeo y atlántico es insostenible y los gibraltareños lo saben y se rendirán a la evidencia cuando consideren justificado abandonar lo que para algunos es numantinismo y para no pocos un gran farol. Los que nos interesamos por este conflicto podemos estar optimistas, porque nunca hemos considerado una solución razonable, y mucho menos previsible, que el Monarca español entre en Gibraltar montado en un caballo blanco, y ahora tampoco juzgamos como tal una soberanía compartida por los siglos de los siglos.