CINE Cine en la Luna JORGE BERLANGA * L A anunciada revisión del Decreto-ley de Cinematografía por parte del nuevo Ministro de Cultura, Jorge Semprún, ha provocado una reacción cercana al pánico en determinados sectores, que de inmediato le han visto las orejas al lobo. Todavía sin acabarse de perfilar las posibles reformas, parece ser que se va a hacer una vigilancia especial sobre la política de subvenciones a la producción, que han sido para algunos, especialmente los más beneficiados, el gran acierto de la «Ley Miró» y para otros en cambio su punto flaco. Lo cierto es que durante los últimos años el cine español ha sido financiado por canales de amiguismo, que ha conducido a un resultado de raquitismo industrial, con películas que en su mayoría han sido absolutos fracasos comerciales, hasta el punto de que algunos títulos que han gozado de altas subvenciones millonarias apenas han recaudado más de treinta mil pesetas. En base a esto, parece lógica una reestructuración destinada a sanear una industria en peligro de descomposición, a pesar de una * Madrid, 1958. Licenciado falsa apariencia boyante. n Filosofía y Letras. Crítico de Por encima de algunos gritos une. catastrofistas, curiosamente salidos de boca de quienes más se han beneficiado de la anterior situación, que dicen que lo que va Jorge Semprún. a conseguir la nueva ley es la desaparición del cine español, aquí nada se detiene, y hay al menos cerca de diez películas en rodaje. La actividad real se impone a la hipotética extinción. Mientras tanto, los estrenos se suceden con la única traba de los diferentes compromisos de los exhibidores, inclinados a poner en pantalla en temporada alta los grandes éxitos extranjeros hasta que les toca cumplir la cuota del tres por ciento de protección a la producción nacional. Destaca como un film insólito, dentro de lo que se acontumbra a realizar por estos parajes, El niño de la luna, de Agustín Villaronga. Este director, que ya había dado muestras de su carácter atípico y su capacidad para sorprender con un cine ajeno a las fórmulas de costumbre en su ópera prima, Tras el cristal, consigue también en ésta salirse de la norma para ofrecernos un producto tan extraño como atrayente. La historia de un niño iluminado por el influjo lunar, convencido de ser poseedor de un extraordinario destino, que aterriza en una extraña institución, entre colegio y cárcel, regida por unos extraños personajes de siniestro talante, que experimentan en búsqueda del perfecto superhombre nietzschiano, que se prolonga con una huida a África en compañía de una extraña mujer, alcohólica y destinada a la cría, perseguidos por una dinámica señora que tan pronto da lecciones de trigonometría como se pone a pilotar una avioneta por la sabana, no deja de mostrar detalles de imaginación poco corriente en un panorama cinematográfico acostumbrado a una aburrida facilidad monotemática. Sin embargo, los interesantes puntales que pone Villaronga en su argumento se sostienen mal por falta de hilo narrativo. A pesar de ello, todas las lagunas del guión las suple el autor con un extraordinario sentido de la imagen, con un sentido especial para dominar la evocación simbólica. Su habilidad para dotar a cada escena de una particular sugestión estética lo convierte en un caso único dentro de nuestro cine, que permite obviar cualquier imperfección a cambio de la esperanza de renovación frente a lo anquilosado. Hay que felicitar al productor, Julián Mateos, por haber sabido asumir el riesgo de crear una película tan poco acomodaticia a las fórmulas comentes, al igual que destacar la extraordinaria fotografía de Jaume Peracaula, que es componente imprescindible para envolver al espectador en el sentimiento mágico, de vértigo frío, al que arrastra este niño lunar, interpretado por Enrique Saldaña, acompañado por inspirados profesionales como David Sust, Lucía Bosé, Lisa Gerrard o una inconmensurable Maribel Martín. En definitiva, una película que, más que un experimento, es la realidad efectiva de una posibili- dad de renovación estilística dentro del cine español. En otro sentido absolutamente opuesto, pero igual de eficaz en cuanto a la singularidad insólita, está Loco veneno, de Miguel Hermoso. En este caso, más que a sorprender por los imprevisto, se tiende a utilizar fórmulas clásicas archiconocidas con el sorprendente resultado de una absoluta frescura que se eleva sobre el mustio erial de la producción nacional. Una joven ejecutiva que se dispone a irse de vacaciones, se ve de pronto envuelta en una trapisonda de enredos, chantajes, persecuciones, provocados por hombres que se cruzan en su camino obsesionados por el amor loco hacia una enigmática mujer fatal. Utilizando situaciones, guiños y homenajes a viejas comedias, con un ritmo desenfrenado sostenido de principio a fin, Hermoso consigue su objetivo, que es el de simplemente entretener, una aspiración loable de la que parecen olvidarse muchos de nuestros cineastas, abonados al plano premioso, a la exposición larga y soporífera en interminables secuencias en las que no pasa nada. Los actores cumplen con eficacia, en especial Luis Merlo y Antonio Resines, con un aceptable debut de Pablo Carbonell y la sorpresa de una maravillosa Maru Valdivielso rebelándose como una excelente atriz de comedia. Como producción cuidada con todo mimo para convertirse en éxito popular, se puede señalar Las cosas del querer, de Jaime Chávarri, un director que ya ha demostrado en diversas ocasiones su capacidad como artesano para fabricar impecables productos con garantía. Una vez más nos trasladamos a los tiempos de la posguerra, esta vez con ritmo de tonadilla. La historia trata de los avalares en busca del éxito que sufren una joven intérprete de canción española, un pianista enamorado de ella y.un cantante homosexual, inspirado en el célebre Miguel Molina. La España de la época, con una cuidada ambientación, sirve de escenario para esta tragicomedia musical con pleno sabor de folklore hispánico, donde Angela Molina se encuentra como pez en el agua dando rienda suelta a su sangre tonadillera. Y dejando que corra el agua, nos encontramos con El río que nos lleva, de Antonio del Real, una adaptación de la novela de José Luis Sampedro sobre leñadores en el alto Tajo. La historia se centra en la aventura de la «maderada», el traslado de troncos desde la sierra de Peralejos por el río hasta Aranjuez, y el itinerario espiritual de un irlandés desencantado en su contacto con las gentes que allí se encuentra. La película, rodada en escenarios naturales, está sobrada de belleza paisajística, postales soberbias y pintoresquismo salvaj'e, lo que le ha válido ser declarada de interés especial por la Unesco, por su contribución a la defensa de los valores ecológicos. Lo malo es que lo que le sobra de hermosas imágenes, le falta de consistencia argumental, con una historia que parece que se escape por el río como si de un tronco se tratase. Es al menos destacable el trabajo del siempre eficaz Alfredo Landa y de una racial Eulalia Ramón. Fallida es también la película de José Antonio de la Loma, Pasión de hombre, a pesar de contar con la presencia del gran Anthonny Quinn. La historia de un viejo pintor, con claras resonancias picassianas, instalado en la Costa Brava, que se dedica a pendonear como semental todavía en activo con toda señora que se pone a su alcance, acaba siendo ligeramente ridicula, sin que la pueda salvar ni el mismo Quinn, en esta ocasión libre para ofrecernos todo el repertorio de sus peores «tics». Como si «Zorba» cogiese el pincel para hacer aspavientos con la tramontana.