MAGISTERIO DE LA IGLESIA Y ENSEÑANZA DE LA

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“A LA PARRESÍA DE LA FE DEBE CORRESPONDER
LA AUDACIA DE LA RAZÓN” (J. Paulus II, Fides et ratio 48)
MAGISTERIO DE LA IGLESIA Y ENSEÑANZA DE LA FILOSOFÍA
Víctor Manuel Tirado San Juan
Facultad de Filosofía “San Dámaso”
Madrid abril del 2010
Voy a arrancar de las propuestas fundamentales o de principio del
magisterio de la Iglesia en relación al hombre y al ejercicio humano de la razón.
Parece indiscutible que una cuestión primordial a este respecto es la deiformidad
del hombre: el hombre es imagen de Dios tanto en su condición de libre, como en
su condición de ser racional1. También en su condición de criatura “cordial”, es
decir, afectiva (de aquí el lugar central de la misericordia en el cristianismo).
Estas tres dimensiones de la persona humana: inteligencia, sentimiento y
voluntad (esencialmente interpenetradas con la carne) remiten, como exponente
más radical del misterio, a uno de los principios fundamentales de la fe de la
Iglesia y que Cristo mismo nos enseñó: Deus caritas est. Sí, Dios ¿qué duda
cabe? —aunque no entendamos nunca del todo qué es lo que ello significa— es
infinito, trascendente, inteligencia suprema, el Ser mismo fuente de todo ser, etc.
Sí, ciertamente, nuestro amado Dios, nuestro Padre, nuestro Fundamento es todo
ello; pero, por “encima” de todo y quintaesenciándolo todo, Dios, nuestro Padre,
es Amor.
Es quizá por ello que Benedicto XVI quiso comenzar su extraordinaria
elocución de Ratisbona vinculando el problema de la violencia con la cuestión de
la razón, lo que es tanto como aprovechar una cuestión de completa actualidad en
nuestra época —la del repudio a la guerra y a la violencia─ para mostrar el
1
Joannes Paulus II, Fides et ratio. XIII Encíclica de S.S. Juan Pablo II; cap. VII. Exigencias y cometidos
actuales; 80: “De las páginas de la Biblia se desprende, además, una visión del hombre como imago Dei,
que contiene indicaciones precisas sobre su ser , su libertad y la inmortalidad de su espíritu” (en adelante
cito “FR” y el nº del párrafo).
1
vínculo indisociable entre la razón —el logos—, y la sublime esencia de Dios: el
amor. “’Logos’ —afirma Benedicto XVI— significa tanto razón como palabra,
una razón que es creadora y capaz de comunicarse...”2; y un poco más adelante,
después de rechazar las teologías que sitúan a Dios tan allá, tan lejos, que el
mundo entero quedaría radicalmente escindido de su creador, y en consecuencia,
la razón misma, la humana, la que tenemos —porque es la que Dios nos ha
dado—, quedaría también inexorablemente abandonada en las “absolutas
afueras” de Dios y por lo tanto separada de la verdad. Esto sí que es contrario a la
maravillosa fe de la Iglesia, y por tanto, absurdo: ¿cómo iba el Dios amoroso a
arrojar a las criaturas —y no sólo al hombre, sino a todas las criaturas— a la
enrancia de un destierro de este tipo? Es imposible. El Amor no escinde, al
contrario, enriquece y a la vez comunica. Ciertamente Dios no “puede” ser motu
propio un desterrador, un Dios que escinde y se aleja, pues esta asepsia de Dios
frente a las criaturas sería lo contrario del amor —he aquí el desvarío del
voluntarismo, ya sea musulmán o cristiano—. Decir que Dios “no puede” hacer
el absurdo no es restarle nada a Dios, sino todo lo contrario, es reconocer la
inconmensurable bondad y excelencia de nuestro Creador. La razón viene de
Dios, y porque es, además, imagen de la esencia misma de Dios, no sólo viene
sino que participa de la esencia divina, esto es, participa de la Verdad. “En
contraposición [a estas doctrinas que alejan a Dios —continúa nuestro Papa—]
la fe de la Iglesia ... en la convicción... de que entre Dios y nosotros existe una
verdadera analogía [...afirma que] el amor del Dios-Logos concuerda con el
Verbo eterno y con nuestra razón”3.
Lo anterior nos hace ver que el problema fundamental de la Iglesia, y
particularmente en nuestra época, no es si el pensamiento cristiano debe apoyarse
en una u otra tradición filosófica4. Esta cuestión es, sin duda muy relevante, pero
pertenece ya al desarrollo mismo de la razón que debe dilucidar, en cada
momento y siempre, los sistemas y métodos de pensamiento más adecuados e
incisivos en la búsqueda de la verdad5. Previamente a este problema hay, en mi
opinión una cuestión más profunda y decisiva, que es la que a mi juicio ha
motivado el que nuestros dos últimos Papas hayan sentido como especialmente
urgente la necesidad de llamar a la Iglesia al sostén y desarrollo de la filosofía.
Se trata del peligroso deslizamiento hacia el irracionalismo que parece arraigar y
afianzarse en nuestras sociedades occidentales en general, acompañado siempre
2
Viaje apostólico de su Santidad Benedicto XVI a Munich, Altött y Ratisbona (9-14 de septiembre de
2006). Encuentro con el mundo de la cultura. Discurso del Santo Padre en la Universidad de Ratisbona,
martes 12 de septiembre de 2006: Fe, razón. Recuerdos y reflexiones; 2006 - Libreria Editrice Vaticana,
p. 2 (en adelante cito “DR”).
3
DR., 2.
4
Fr., 49: “La Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con
menoscabo de otras. El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la filosofía, incluso
cuando se relaciona con la teología, debe proceder según sus métodos y sus reglas...”. Y más adelante
insiste el papa (FR., 76) “con la expresión filosofía cristiana... no se pretende aludir a una filosofía oficial
de la Iglesia, puesto que la fe como tal no es una filosofía...”
5
A este respecto Juan Pablo II diferencia entre “corriente filosófica” y “el pensar filosófico”: las
corrientes filosóficas son perspectivas filosóficas y sistemas conceptuales particulares; el pensar
filosófico, en cambio, es la dimensión racional misma del hombre en busca de la verdad. FR. 4
2
por una desproporcionada opción pragmática por la tecnociencia6. Este aparente
deslizamiento hacia el irracionalismo se traduce en la dimensión religiosa en un
paralelo deslizamiento hacia el fideísmo en diversos modos y maneras. A esta
luz, y a pesar de los errores que los cristianos hayamos podido cometer a lo largo
de la historia —y pertenece a la esencia misma de nuestra condición saber que
cometemos errores y que pedimos perdón por ellos, y que eso, lejos de hacernos
pequeños nos hace mucho más grandes—, a pesar de ello, digo, resplandece en la
historia la coherencia de la Iglesia en la defensa de las verdades fundamentales, y
en este caso, en la defensa de la razón. Efectivamente, hoy es evidente para
quienes no se empeñan en cerrar los ojos a ello, la errónea e injusta acusación de
irracionalismo que desde la ilustración europea se hacía contra la Iglesia. Al
contrario, era el reduccionismo cientificista de la razón el que impedía a este
movimiento histórico europeo comprender la grandeza de la posición de la
Iglesia. Resulta paradójico y un tanto esperpéntico el que sea justamente ella la
que hoy se sienta urgida a defender la filosofía en la Europa de la postilustración.
Y, sin embargo, es así.
En este contexto reflexivo, no obstante, y atendiendo ahora a la cuestión
concreta de cual sea la línea de pensamiento filosófico más fructífera y
enriquecedora para el cristianismo, creo que es conveniente hacer una reflexión
sobre el sentido de la modernidad para poder situarnos hoy en el pensamiento. Y
me parece que sería un error condenar en bloque al pensamiento moderno
oponiéndolo, como si por esencia fuera enemigo de la fe católica, al conjunto de
la tradición de nuestro pensamiento. Esto nos impediría apropiarnos de logros
muy valiosos. Este es un punto decisivo. Los errores y desvaríos históricos del
mundo no deben hacernos oscilar como un péndulo, que va de un extremo al
contrario en movimientos repetitivos. Justamente la revelación de Cristo nos
enseña que la historia no es un péndulo, un eterno retorno de lo mismo, sino una
continua creación en colaboración con Dios. El siglo XIV es un momento
decisivo que debemos estudiar más en profundidad, para comprender por qué se
produjo y por qué abrió el dinamismo histórico que abrió. Creo que ahí se juegan
cuestiones fundamentales que aun discurren por las venas de nuestra cultura. En
todo caso, el fin del medioevo y el comienzo de la modernidad es un hecho
histórico: un factum. Y me parece que, a la luz de la redención, efectivamente,
este factum no puede ser contemplado únicamente como producto del pecado del
hombre desde una perspectiva puramente negativa ajena a la providencia de
Dios. Esto sería una visión exageradamente pesimista de la historia incompatible
con nuestra fe en la misma línea que ese alejamiento de Dios al que antes nos
referíamos.
Creo que uno de los signos indiscutibles de esto que estoy diciendo es,
precisamente, el extraordinario logro que el pensamiento moderno ha hecho en la
autofundamentación de la razón. Y no se interprete el “auto” en el sentido de una
En FR 45 afirma Juan Pablo II: “Entre las consecuencias de esta separación [se refiere, claro está, a la
separación entre la fe y la razón, entre la teología y la filosofía] está el recelo cada vez mayor hacia la
razón misma”. En otros muchos lugares se refiere a esta debilitación de la confinaza en la capacidad de la
razón humana para alcanzar la verdad. Y lo mismo en Benedicto XVI.
6
3
existencia que, henchida de soberbia, trata de negar su religación al Fundamento.
Es esta una temática que va a exigir de nosotros una particular atención.
Ciertamente, la Iglesia ha señalado insistentemente peligros y errores del
pensamiento moderno. En Fides et ratio Juan Pablo II señala varios aspectos
negativos de la modernidad (aunque también va aludiendio a sus logros, que
precisamente hubieran sido imposibles sin la tradición de pensamiento cristiano
que la precedió). Todos estos errores de la modernidad vienen a fundarse en una
determinada actitud que el papa engloba bajo el título de “racionalismo”7: “a
partir de la baja Edad media la legítima distinción entre los dos saberes [el de la
fe y el de la razón] se transformó progresivamente en una nefasta separación8.
Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron
las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y absolutamente
autónoma respecto a los contenidos de la fe”; y un poco más adelante continua:
“No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filosófico moderno
se ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta
llegar a contraposiciones explícitas”. Pero lo decisivo para entender qué es lo
condenable en el pensamiento moderno está en ver qué se entiende por ‘excesivo
racionalismo’. En todo caso, son iluminadores los propios desarrollos que se
hacen sobre los errores del modernismo y sus consecuencias incluso para el
hombre actual. En este contexto se señalan siempre: la especialización del saber,
que ha acabado fragmentándolo, el cientificismo, que concluye en el rechazo de
la metafísica, el nihilismo, el relativismo y el irracionalismo. Pero, quizá la clave
de todo se encuentra en la explicación de lo que se entiende por ‘exceso
racionalista”. El exceso reside, no en que use excesivamente la razón —habría
que preguntarse si cabe un exceso en el uso de un don, es decir, de un bien,
divino, como si pudiéramos incurrir en el exceso del amor o la búsqueda de la
verdad—, sino en lo que Juan Pablo II denomina la “teoría de la filosofía
separada”, bajo la que entiende aquella teoría que “más que afirmar la justa
autonomía del filosofar, dicha filosofía reivindica una autosuficiencia del
pensamiento que se muestra claramente ilegítima”9. He subrayado los términos
“autonomía” y “autosuficiencia”, porque su diferencia es esencial. La autonomía
de la razón es irrenunciable para la filosofía, porque justamente la razón es un
don inapreciable que Dios ha dado al hombre para conocer y buscar la verdad. Y
aquí, lo que sería precisamente pecado es no usar ese extraordinario don de Dios,
haber malgastado los talentos o no haberles sacado el debido rendimiento. En
cambio una filosofía que se considere autosuficiente, no es que sea una mala
7
FR., 45.
Efectivamente, y esto es clave, no es lo mismo “distinguir” que “separar”. La filosofía, es decir, la
filosofía primera, debe ser autónoma, debe consistir en el dinamismo autónomo de la razón. Aquí el
pensamiento contemporáneo, sobre todo a partir de las investigaciones husserlianas sobre la ciencia
radical, ha hecho magníficos progresos, que nos permiten diferenciar usos distintos de la razón. Hay que
diferenciar la filosofía primera de las filosofías segundas, y, desde luego, de las ciencias empiricomatemáticas (incluidas las denominadas “ciencias humanas”). De lo que se trata es de saber en que plano
del uso de la razón nos movemos, también en relación con la fe. En este sentido, la razón y su dinamismo
debe distinguirse de la fe, pero no separarse. De hecho, en un pensador cristiano tal separación es absurda
e imposible. Es crucial aquí el que la epojé filosófica nada tiene que ver, como a veces erróneamente se
ha interpretado, con un dudar.
9
FR., 75.
8
4
filosofía, es que, en mi opinión no es verdadera filosofía, porque uno de los
descubrimientos fundamentales de la razón es su condición deudora. La
modernidad —o, deberíamos decir con mayor justicia, no toda la modernidad
sino aquella línea o líneas de la modernidad que así lo hace— se equivoca
cuando incurre en la soberbia estúpida de la autosuficiencia, no cuando se
entrega audazmente, y ello tiene que querer decir también críticamente, a la
razón.
La del hombre, la nuestra, es una razón que se sabe ya ab initio instalada
en la verdad, pero sin la suficiente claridad. Si tuviéramos de inicio la claridad
completa, efectivamente, la filosofía ya no sería necesaria —tampoco, quizá, la
revelación—. Pero lo es, porque siempre estamos faltos de mayor luz. Porque
nuestra razón se sabe ya instalada en la verdad, pero no ve con diafanidad cómo
es esto y cómo pueda ser posible, porque sabe que si mira atentamente, podrá
‘verlo’ con más claridad y profundidad, pues tiene el instrumento para ello: ella
misma que es la que ‘ve’. Precisamente por ello es por lo que intenta esta
dilucidación radical de su naturaleza y de sus fundamentos. Y al hacerlo descubre
a la vez algo que ya sabía, pero oscuramente, de manera velada, a saber: que su
ser (el de cada cual), en el que va incluida la razón, esto es, la originaria y
constitutiva inserción en la verdad, es un don, un regalo de Dios. Porque son así
las cosas, porque estamos instalados y lanzados originaria e inapelablemente a la
verdad, ese deseo de radicalidad de cierto pensamiento moderno está en íntima
coherencia con el pórtico con el que Juan Pablo II abre su profética encíclica
Fides et ratio: “Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la
verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo,
pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo”10.
A este respecto creo, sinceramente, que al abundar en el cientificismo de
Descartes, por ejemplo, y en otros aspectos desacertados de su pensamiento, sin
reconocer al mismo tiempo el profundo mérito de algunas de sus conquistas, no
le hace del todo justicia. Hemos, sin duda, señalado errores que era necesario y
obligado señalar, pero, al mismo tiempo, creo que hemos quizá desatendido e
infravalorado el extraordinario servicio que este modo del pensar ha prestado al
cristianismo y a la humanidad en general. El esfuerzo por la fundamentación
radical de la razón es ya, y ha de serlo más en el futuro, un magnífico impulso
para la fe. La radicalización de la crítica de la razón no es, en el pensador francés,
y en la gran tradición que le sigue después, un modo de duda escéptica. Tampoco
creo que su racionalismo, me estoy refiriendo al de las Meditaciones metafísicas,
es decir, al que rige su discurso filosófico, sea prioritariamente un racionalismo
matematizante (creo que aquí algunos historiadores de la filosofía deben llebvar a
cabo una revisión hermenéutica): La razón es su mismo ‘ver’ con claridad y
distinción, un ver donado, pero inasequible a ningún demonio engañador —
porque el amor y el ser de Dios, que es Logos, se impone a toda tergiversación
del mal, y está, justamente, constituyendo la entraña misma de esta razón—. Que
luego se equivoque Descartes en su concepción de la conciencia y su relación
con el mundo, que conceptúa como sustancias radicalmente separadas, es otro
problema, que aunque decisivo, no debe impedirnos valorar su conquista. Esta
10
FR., Salutación inicial.
5
razón aclamada y ejercida por una cierta línea moderna, la que busca siempre una
mayor claridad y verdad, es, a mi juicio la misma razón de San Agustín o de
Santo Tomas: la luz de la razón que nos hace, entre otras dimensiones, deiformes
con Dios. No hay, pues, aquí una quiebra con la gran tradición del pensamiento
cristiano y metafísico griego; al contrario, hay una radicalización y
profundización.
Claro, no es el momento de seguir por aquí, pero no debemos
entristecernos de que hermanos nuestros sondeen por nuevos caminos, o, en todo
caso, por ‘otros’ caminos el extraordinario misterio de la realidad que nos
comunica con Dios, siempre que se haga dentro de la fe de la Iglesia y en diálogo
constante con la tradición. Cerrarnos a esto creo que sí que iría en contra de
nuestra fe, porque si bien es verdad que querer ser, y consiguientemente, conocer
como Dios, es soberbia, renunciar a crecer en el conocimiento de la inmensa
Verdad que nos ha creado y nos constituye, sería pecar contra el deseo mismo de
Dios, que —repito a Juan Pablo II— “ha puesto en el corazón del hombre el
deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que,
conociéndolo y amándolo pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí
mismo”.
Y es que, una de las cuestiones clave para la investigación filosófica, y
que ha ocupado en gran medida al pensamiento moderno y que es una joya que
no podemos despreciar, es, justamente, la de la indagación por parte de la razón
humana de sus propios límites. No en una actitud negativista, que desprecia
escéptica y desesperanzadamente la razón, sino en la actitud sincera y humilde de
conocernos más a nosotros mismos, abriéndonos, justamente por ello, a otros
dones de Dios, como la misma Revelación de Jesucristo. Como en el caso del
reconocimiento del pecado y como Jesús nos enseña paradigmáticamente con la
paradoja de su Vida: el Rey que se abaja a lo más pequeño y así engrandece el
mundo como nunca nadie podía haber imaginado antes, como en este caso
paradigmático de nuestro Señor, así, digo, al conocer nuestros límites,
misteriosamente, paradójicamente, ellos mismos se ensanchan, y así crecemos:
crecemos en sabiduría. Ningún sistema humano de pensamiento puede ser el
definitivo; estamos y estaremos siempre por la gracia de Dios en camino en/hacia
una Verdad infinita, en camino en/hacia una felicidad infinita que nunca se agota.
De nuevo, paradójicamente, la certeza humana se asienta sólidamente sobre la
verdad y, sin embargo, no se adecua completamente a la verdad. He aquí otra
cuestión decisiva: la adecuación del conocimiento con la realidad nunca es
absoluta, y esto, lejos de ser una desgracia, es la maravilla de ser criaturas del
Amor.
Que hay un doble acceso a la verdad: el de la fe y el de razón, es cuestión
medular para un cristiano, y también consecuentemente para un filósofo
cristiano. Justamente por ello es decisivo, para el mundo en general, pero
particularmente para nosotros cristianos, el que la razón se tematice a sí misma.
No es fácil saber qué es la razón. Cuando hablamos de racionalismo, no siempre
sabemos con exactitud de qué hablamos, y lo mismo cuando hablamos a secas de
la razón humana. Justamente el pensamiento contemporáneo nos ha hecho ver
con especial claridad que la razón brota de estratos más profundos y originarios
6
que los del discurso lógico, que previamente a la evidencia predicativa hay una
evidencia pre-predicativa en la que aquella se funda. Sólo este hecho abre
posibilidades maravillosas y fecundísimas para la relación con la fe. Estoy
persuadido que nuestro actual papa Benedicto XVI está convencido de ello. De
aquí su extraordinaria apuesta por la filosofía y por la metafísica, causando
paradójicamente, como decía más arriba, escándalo al nuevo irracionalismo postilustrado que hoy nos acecha. El verdadero problema que tenemos no es el de un
exceso de razón; a la inversa, como Benedicto XVI ha visto diáfanamente, el
problema que tenemos es de déficit de razón, déficit de filosofía: casi se ha
perdido la fe en la razón. Por ello, me parece muy necesario, en este horizonte,
repensar las cuestiones de fundamento. Es muy importante, a mi juicio, repensar
el problema del pecado y el modo como afecta a la razón. El pecado ¿afecta a la
razón en sí misma o más bien lo que hace es alejarnos de la razón? Debemos
seguir pensando la peculiaridad de la certeza de la fe, para vivir más
armónicamente su relación con la razón.
Desde esta perspectiva, muy breve y toscamente expuesta concibo yo la
enseñanza de mis materias en San Dámaso.
En Teoría del conocimiento intento dar a conocer a los alumnos las
posiciones fundamentales en esta parcela de la filosofía, también las negativas,
efectivamente, porque Jesús vino al mundo tal como el mundo era, y por eso
precisamente vino al mundo. Los cristianos tenemos que conocer el mundo e ‘ir’
a él. ¿Cómo dialogaremos con el mundo si no lo conocemos? ¿Y cómo lo
conoceremos si no lo tratamos, si no convivimos con él? Tan sólo esta razón nos
obligaría ya a entrar en diálogo con el pensamiento contemporáneo. Empezamos
viendo los diferentes posicionamientos frente al problema del conocimiento
(problema, sí, porque en sí mismo es un misterio): dogmatismo, escepticismo,
criticismo... Después, analizamos la teoría aristotélica del conocimiento, primero
en Aristóteles y luego en Santo Tomás. Por último, añadimos a los análisis de
santo Tomás las aportaciones que sobre el conocimiento hace la tradición
fenomenológica del pensamiento, que no se oponen a la teoría del santo, pero que
aportan nuevas descripciones no exentas de interés. Desde luego, son cuestiones
decisivas en esta trayectoria las siguientes: 1) hacer ver que la inserción del
hombre en la verdad es radical e inexorable; el escepticismo es una posición
imposible. 2) mostrar que la razón es don: la búsqueda de la verdad comienza
desde el descubrirse ya en ella, aunque sea de forma incompleta. 3) que el
conocimiento lo es de ‘algo otro’, aunque no radicalmente otro, en cuyo caso no
sería posible. Naturalmente, esto quiere decir, que nos situamos en una posición
realista. El hombre, claro está, no pone el mundo cuando lo conoce. Pero
tampoco cabe situarse en una posición dogmática, como si ya supiésemos
completamente qué es el mundo y qué es la realidad. No. Eso sería pecar de
soberbia, y cercenar la siempre necesaria indagación de este misterio. Tampoco
aquí podemos cerrarnos a las nuevas experiencias.
Por otro lado, también necesita de muchas aclaraciones la tan manida
afirmación de que el ser antecede al aparecer y de que toda la filosofía moderna
es justamente idealismo por invertir estos términos. Hay idealistas, claro, pero
también aquí hay un valor muy estimable de ciertas posiciones modernas, cuando
7
afirman una cierta prerrogativa del aparecer en el caso del hombre. Porque, ¿qué
quiere ello decir? Lo que se quiere decir es que sin el aparecer del ser no hay para
el hombre acceso a él; y, ¿cómo podríamos, entonces, hablar de él? Lo que el
pensamiento fenomenológico quiere justamente decir a este respecto es que para
avanzar en la verdad tenemos que situarnos allí donde ella se da: en el aparecer, y
que justamente el idealismo consiste en poner como evidente aquello que no se
da pero se construye teóricamente, es decir, en situarse más allá del don. Por
consiguiente, la prerrogativa para el hombre del aparecer no hace sino poner de
relieve su condición deiforme, pues, ciertamente, Dios es el Ser, pero el Ser es de
suyo Logos, Vida, es decir, el Ser es la Verdad y nosotros participamos de ello.
Como el ser se da en la verdad, y la verdad es vida, el ser es también histórico.
La cuestión del tiempo cobra una especial relevancia. He aquí un nuevo elemento
que viene a enriquecer la conciencia moderna y que es sustancial al cristianismo.
El hombre actual es consciente de su condición histórica. Esto no niega lo
trascendental del ser, pero lo enriquece.
La teoría de la verdad y de la evidencia clásica se ven enriquecidas por la
arqueología que el pensamiento contemporáneo hace de la experiencia. El tema
del juicio y de la evidencia antepredicativa, que ya mencionaba yo antes, y la
constatación de que el juicio predicativo y sus formas tienen una ‘arquitectura’
genética, es un descubrimiento de gran interés, que puede ayudarnos mucho en el
diálogo con el pensamiento clásico. No se opone a él. Al contrario, nos ayuda a
comprenderlo mejor, y en su caso a hacerlo avanzar.
Estos criterios los aplico igualmente en Filosofía del lenguaje y en
Estética. En filosofía del lenguaje comienzo a hacer una indagación justamente
sobre el sentido del logos, del que procede lenguaje. Recupero después las tres
dimensiones del discurso que magníficamente expone Arsitóteles: el discurso
teórico de la ciencia, el discurso poético y el discurso retórico, haciendo ver al
alumno que cualquier reduccionismo empobrece la vida del hombre, ya sea el
teórico, el poético o el retórico, porque tanto la dimensión teórica (cienciaverdad), como la dimensión estética (arte-belleza), como la dimensión práctica
(moral-bien), forman parte de la esencia del hombre y del Ser. Después de
analizar la estructura del lenguaje teórico en el pensamiento clásico, les doy a
conocer las bases de la teoría zubiriana del lenguaje, que permite esquivar el
error contemporáneo de suponer que sólo hay logos en el hombre cuando se le ha
enseñado un lenguaje natural. Finalmente les introduzco en las claves de la
filosofía anglosajona del lenguaje para que las conozcan.
En estética se trata de conocer las teorías estéticas fundamentales, tanto en
torno a la belleza como sobre el arte. Trata de mostrar la condición ontológica de
la belleza como un trascendental del ser, pero que, al igual que la verdad,
encuentra en el espíritu la condición indispensable de su iluminación.
Víctor Manuel Tirado San Juan
Madrid 2010
8
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