Enlace "Cerebros Apagados, sentimientos a flor de piel"

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Cerebros apagados, sentimientos a flor de piel.
Las ideas que no expresamos, ¿dónde mueren? Las palabras que no decimos ¿a dónde
van? y las caricias que no damos, ¿qué efecto tienen? Me hago estas preguntas mientras
recuerdo a aquellos chicos que un día conocí en el centro de educación especial, jamás
hubiera pensado que sin decir nada fueran capaces de trasmitir tanto.
Llegué a ese centro para trabajar unos meses y reconozco que de haber podido en aquel
momento, hubiera rechazado el puesto. Tenía alguna experiencia con alumnado con
discapacidad moderada, pero sabía que lo que me iba a encontrar allí era la discapacidad
más extrema, niños y niñas gravemente afectados, y la simple idea de pensar en ellos, me
sobrecogía. En mi cabeza todo eran dudas. ¿Cómo habría de tratarlos, cómo cogerles sin
hacerles daño?, y sobretodo ¿qué les diría?, es más ¿qué sentido tendría decirles nada?
¿Cómo sabría interpretar sus necesidades o gustos? ¿Cómo saber si tenían hambre o
sueño, si querían agua o si sería más de su gusto el yogurt de fresa que el de plátano?
Según llegaron de sus casas por la mañana, uno a uno se fueron juntando en el vestíbulo
de la entrada y allí los vi por primera vez. El estar frente a ellos, a escasos metros, no me
tranquilizó, todo lo contrario, hubiera salido corriendo, pero ya era tarde. Fue tal el
impacto al verles, que sentí al tragar saliva, árida la garganta, y por la frente me resbalaron
dos gotas suicidas de sudor frío, a la vez que las piernas se anclaron al suelo como raíces
añejas impidiendo que me moviera.
Cuando conseguí alzar tímidamente la vista, comprobé para mi asombro que eran ellos
los que me observaban. El panorama era imponente, estaban recostados. Entre el
andamiaje metálico de sus sillas de ruedas, pude apreciar el estrangulamiento de aquellos
cuerpos, auténticos escorzos de vida de pies a cabeza, y también de brega. Sus cabezas
se desplomaban sin voluntad hacia un lado y en cada rostro, impasible, la mirada se perdía
en el infinito dando la sensación de que sus cerebros estaban apagados.
No podían hablar, de sus bocas yermas se decía que nunca había salido una palabra y
nunca saldría. Al parecer cuando nacieron, su cerebro se cristalizó paralizando también
su cuerpo y tal vez sus vidas. Entonces volví a preguntarme:
― ¿cómo expresan sus ideas?, ¿cómo manifiestan sus deseos?, ¿cómo comparten sus
gustos?, ¿cómo liberan los pensamientos para que no mueran puros en el laberinto de las
ideas?
Pero en un momento sucedió algo inesperado que lo cambió todo. Una niña de aquel
grupo, que llevaba un buen rato sin mover un solo músculo de su cuerpo, clavó sus ojos
en los míos y mi mirada cobarde fue incapaz de aceptar el duelo. Como creí que era algo
casual, me repuse y al alzar la cabeza fue cuando me encontré de bruces abducido por la
imponente órbita azul de sus ojos que, provocándome me esperaban. Entonces, me
acerqué a ella lo mismo que pude haber salido huyendo y, para mi asombro, le acaricié la
mejilla. Aquel insignificante gesto, aquella leve caricia que a punto estuvo de ahogarse
en mi mano, pareció conectar su cerebro y la niña salió de su letargo. La cara se le
iluminó, movió la cabeza y acomodó entre sus mejillas una sonrisa a la vez que un fino
hilo de saliva se le escapó de entre sus labios, se deslizó por la barbilla y se precipitó al
vacío para siempre.
No hizo falta que hablara para darme cuenta de que aquel cerebro estaba muy vivo. Detrás
de aquellas figuras de sal había sentimientos a flor de piel, iguales a los míos, bastaba
sólo con salir a su encuentro.
Después de aquello se despejaron mis dudas, tuve la certeza de que había hecho bien
eligiendo ese trabajo, aquella caricia me abrió el camino. Fueron seis meses más los que
estuve allí, sólo seis, pero muy intensos. Aprendí mucho con ellos y de ellos. Aprendí a
escuchar sus silencios, a descifrar que en la mirada perdida de aquellos niños está el peso
de unas vidas forjadas a contracorriente. Caminé a su paso empujando sus sillas y sentí el
freno que le imponía el murmullo de la gente al verlos pasar. Percibí el lastre de las
miradas insolentes que les hacían sentirse diferentes.
Desde entonces escucho sus silencios porque en ellos encuentro respuesta a mis
preguntas, y es que aprendí que no hay palabra que diga tanto como la sonrisa de uno de
estos niños, ni hay silencio más sonoro que el que impone su llanto, y por encima de todo,
no hay alma que sea inmune a una caricia, ni cerebro que lo soporte.
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