CLASE 7: Ideas fuerzas del siglo XIX Síntesis: En esta clase comenzamos a estudiar el mundo de las ideas que predominaron en Europa, a partir de 1850. Analizaremos aquellas ideas que tendrán una notable influencia en el mundo desde fines del siglo XIX y durante la primera mitad del Siglo XX. Ellas son: el liberalismo político, el nacionalismo y el imperialismo. También pasaremos revista a los distintos proyectos que trataron de resolver el tema de las desigualdades sociales. Veremos las respuestas dadas por los partidos socialistas, anarquistas, comunistas. También nos detendremos en la posición que adoptó la Iglesia frente a estos problemas. Interrogatorio: ¿Cuáles son las principales características del liberalismo político?, ¿ Cuáles eran las ventajas que ofrecía a un sistema político contar con una constitución?, ¿Qué diferencia a los movimientos monárquicos-parlamentarios de los constitucionales?, ¿Cuáles son sus coincidencias?, ¿ Cuál fue el medio político que se usó para resolver pacíficamente los enfrentamientos sociales?, ¿Cuáles fueron los elementos que contribuyeron a la elevación de la cultura política de amplios sectores sociales?, ¿Qué función cumplieron los partidos políticos?, ¿Cuál era la situación de los partidos políticos en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania?, ¿ Qué diferencias existen entre los nacionalismos conservadores y los de raíz liberaldemocrático?, ¿ Qué relación se puede establecer entre nacionalismo y patriotismo?, ¿ Qué características tuvo el nacionalismo en Francia, Alemania e Italia?, ¿ A qué denominamos "nacionalismo lingüístico"?, ¿ Qué característica tuvo el nacionalismo imperialista en Gran Bretaña, ¿ Compare el modelo expansionista de Estados Unidos, Japón y Gran Bretaña? , ¿Cómo pudieron estos movimientos contar con el apoyo de grandes mayorías? ¿A qué denominamos xenofobia?, Qué importancia tuvo la escuela en la formación de estos movimientos?,¿ A qué se llamó causa de Estado? ¿ Qué características tuvieron las ideologías contestarías? Desarrollo: El liberalismo político El liberalismo, como fenómeno histórico se manifiesta como un tipo de mentalidad característica de la Europa moderna, más precisamente de la Europa atlántica, y supone una serie muy variada de acciones, comportamientos y pensamientos que denotan una actitud abierta, tolerante y crítica frente a los principios inmutables establecidos por la tradición o la costumbre y concluye estableciendo fórmulas más racionales para la explicación del mundo y desechando cualquier principio de autoridad no comprobado. Para los liberales que vivieron en el siglo XIX, la defensa de los derechos individuales era el común denominador de sus programas: en sus luchas se oponían a toda fuerza que pudiera contrarestar o limitar la libertad económica, ya sea para fabricar, comerciar o ampliar el mercado; la libertad para pensar y expresarse sin censuras; y la libertad para elegir el gobierno apropiado a los intereses de cada uno y poder votar las leyes deseadas. Para poder lograr este estado los individuos debían restringir la libertad del soberano y del Estado. Y para obtener ambas cosas ya sea tanto la vigencia de los derechos de cada uno como la limitación del poder estatal, se hacía indispensable una Constitución. Este documento se convertía así en el garante del ejercicio de esos derechos y a su vez ponía un límite al poder de los gobernantes. El otro objetivo que los unía era el reclamo por la participación en la administración del Estado y en la redacción de las leyes a través de asambleas legislativas. Así, pues, los dos puntos principales de su programa, la obtención de las libertades políticas y la participación en la dirección del Estado, se cumplirían si se lograba la aprobación y aceptación por parte de todos los integrantes de la sociedad de una Constitución. Por eso todos los movimientos liberales europeos de este período la reclamarán y centrarán en su obtención el triunfo de sus luchas. Pero si bien la Constitución era un punto de unión y concentración de fuerzas sociales y políticas contra el absolutismo, en el pensamiento liberal de esta época podemos distinguir muchos matices, de acuerdo con cada región y momento histórico. Así tenemos, por ejemplo, a los monárquicos-constitucionales que, en la firme defensa del principio monárquico, admitían una constitución; los manárquicos-parlamentarios que consideraban a las asambleas legislativas como el soporte político del Estado e incluso pensaban que el nombramiento de los ministros del ejecutivo debía ser una atribución de ellas. Ambos grupos coincidían con un régimen electoral restringido y por lo tanto excluían a una gran mayoría de los derechos políticos. Sólo la clase social que detentaba el poder económico y cultural era la única beneficiaria de este sistema político. Ampliación de la participación política Sólo después de la segunda mitad del siglo XIX, el liberalismo irá evolucionando lentamente hacia la democracia, sobre todo en Inglaterra, Francia y Estados Unidos en donde el desarrollo y consolidación de la industrialización y la urbanización hicieron posible la materialización del antiguo programa liberal. Así fue como algunos liberales se democratizaron pues entendieron que sin el apoyo de los más amplios sectores de la sociedad era imposible pensar en un sistema político estable. Los caminos de este proceso de democratización fueron muy variados, según los distintos países, pero en la mayoría de ellos se pensó en la implantación del sufragio universal como solución para resolver pacíficamente los enfrentamientos sociales. Esta medida permitió que la mayoría comenzara a influir en la conducción política del Estado. La implantación del sufragio universal se instauró en 1871 en Francia y Alemania. En Inglaterra y en Italia en 1912. En 1907 en Austria y en nuestro país el voto secreto, obligatorio y universal y el sistema de lista incompleta se hizo realidad en 1912 con la promulgación de la llamada Ley Sáenz Peña. Fruto de una tenaz oposición a un “Régimen” que excluía a amplios sectores de la participación política, la ley estableció un universo electoral que incluía a todos los varones mayores de 18 años que figuraban en el listado de la conscripción militar y a los extranjeros naturalizados y excluía a las mujeres. Al establecer el carácter obligatorio del voto, la ley no privaba a ningún ciudadano del ejercicio de su derecho político, ya que se trataba de una obligación cívica. La representación de las minorías era asegurada por el sistema de lista incompleta, que reservaba un tercio de los cargos a la primera minoría. Esta última medida permitiría en el futuro una mejor representación de todos los sectores sociales y el congreso será visto en adelante como una institución que garantiza y hace efectiva la democracia política. No podía concebirse el sufragio universal sin un mínimo desarrollo cultural de los pueblos, y esto implicaba la existencia de un ciudadano que fuera consciente de sus responsabilidades sociales y políticas. La solución a esta problemática fue hallada en la difusión de la enseñanza. Para ello el Estado debía garantizarla a todos sus ciudadanos en forma gratuita, laica y obligatoria. A partir de 1880, después que la implantó Francia se extendió por toda Europa y se constituyó en elemento básico del desarrollo político de los pueblos europeos. En la Argentina, la educación de las futuras generaciones fue un problema que estuvo presente en los gobiernos de los primeros presidentes. Sarmiento consideraba indispensable la difusión de la enseñanza primaria, sintetizando su pensamiento en la famosa frase “Educar al soberano”, como una forma de garantizar la formación del ciudadano, último responsable de las instituciones de la República. La Ley 1420 del año 1884 fijó que la enseñanza sería gratuita y obligatoria para los niños y niñas de 6 a 14 años: gratuita debía ser para que sea obligatoria y obligatoria porque “ no puede existir en parte alguna el derecho de ser ignorante”. También estableció la neutralidad religiosa con el propósito de garantizar la libertad religiosa y de conciencia, otro de los principios claves del liberalismo. Junto a la extensión del sufragio y a la difusión de la enseñanza, otro elemento que contribuyó a la elevación de la cultura política de otros sectores sociales fue la aparición de la prensa diaria. Los diarios comenzaron a publicar los debates parlamentarios, y así los problemas de gobierno dejaban de ser ajenos para la mayoría de la población. Los partidos políticos editaban sus propios periódicos donde exponían sus soluciones a los problemas más generales y de esta manera acercaron una serie de ideas que empezaron a ser manejadas por el hombre de la calle. Así se fue formando una “opinión pública” que, si no influyó decididamente en la marcha de muchos gobiernos todavía dirigidos por elites, por lo menos tuvo que empezar a ser tenida en cuenta. En nuestro país, entre octubre de 1869 y enero de 1870 aparecieron La Prensa y La Nación, cuando acababan de conocerse los datos del primer Censo Nacional de Población: 1.877.000 habitantes. Del censo se desprende que más de 60.000 habitantes del puerto de Buenos Aires (una tercera parte) saben leer y escribir. Sarmiento, entonces presidente pensaba que “El diario es para los pueblos modernos lo que era el foro para los romanos”. Al ser cada individuo un voto, los partidos políticos tradicionales tuvieron que pugnar por crear alrededor suyos mecanismos para ganar la voluntad y apoyo de las mayorías. La prensa periódica se convirtió en el instrumento privilegiado para generar consensos políticos. Las masas recién alfabetizadas demandaban cada vez más noticias y que estas fueran cada vez más recientes, mientras que las nuevas maquinarias, en especial la linotipia, que comenzó a utilizarse en 1886, hicieron posible producir periódicos a un precio cada vez más reducido. En Estados Unidos aparecieron dos empresarios periodísticos, Joseph Pulitzer y Randolph Hearst, que crearon publicaciones destinadas a la población de las grandes ciudades, en pleno crecimiento por entonces. Hacia finales del siglo el New York Times, que aún continúa editándose, comenzó a cimentar su reputación como medio capaz de cubrir con eficacia y seriedad las cuestiones más destacadas de la actualidad nacional e internacional. En nuestro país, José C. Paz fundó La Prensa en 1869, con el propósito de crear un órgano independiente de los partidos políticos. Sin perder este carácter político el periódico incorporó publicaciones literarias o satíricas, de educación, artes, ciencias, legislación y agricultura que tuvieron mucha divulgación con el sistema de vendedores ambulantes de diarios. Otro importante componente de este avance de la democracia lo constituyen los partidos políticos. La división en partidos se había originado en Inglaterra, donde constituía el sistema por el que los políticos lograban llevar a la práctica sus programas y obtenían los cargos que deseaban. El partido convertía la política en un medio de vida imaginable y en un instrumento organizado de gobierno, además que permitía que la oposición abandonara la actitud siempre conspirativa y actuara de un modo de diferente pero aceptable por todos. Es decir, el partido transformaba la rivalidad virulenta entre facciones en un antagonismo cotidiano y tolerable entre los que estaban en el poder y los que aspiraban a estarlo. El partido se convirtió en el mecanismo con el que se organizaba a los ciudadanos y a las mayorías se las convocaba a votar y a movilizarse para las contiendas políticas. Para fines del siglo se habían convertido en organizaciones permanentes con personal profesional y oficinas que permanecían muy activas durante las elecciones. Eran organizaciones disciplinadas que se mantenían en contacto con los distritos electorales y supervisaban una red de periódicos leales. En los Estados Unidos de Norteamérica, su estructura estatal llevaba por sí misma a la formación de partidos políticos. El sistema cuidadosamente elaborado de frenos y equilibrios establecido en la Constitución hacía necesaria la cooperación del ejecutivo y del legislativo para el desarrollo de cualquier política. Además, la división del poder legislativo entre los gobiernos estatales y el federal, como preveía la Constitución, obligaba a que los defensores de alguna política en concreto busquen representación o influencia en ambos planos. Dado que estos objetivos eran demasiado complejos y difíciles para grupos que no eran permanentes, la formación de organizaciones políticas independientes se hizo inevitable. A propósito de esto, un constitucionalista escribía en 1890 “ El espíritu y la fuerza del partido ha sido en América tan esencial para la acción de la maquinaria del gobierno como el vapor lo es para una locomotora”. El Partido Republicano logró consolidarse, después de la guerra civil y, desplazar del poder al Partido Demócrata que venía gobernando desde 1830. La clase obrera industrial se reconoció en las propuestas del partido socialista y los trabajadores rurales se identificaron con el Partido Populista. Ambos denunciaban la política social del gobierno y acusaban a demócratas y republicanos de impedir la participación política democrática al no promover la elección directa de los senadores. Pero habrá que esperar al Siglo XX para que la mujer y los negros logren la plenitud de los derechos políticos. En Gran Bretaña, donde la tradición política había consagrado el poder del Parlamento junto al Rey, se sucedieron una serie de reformas políticas que fueron ampliando la participación de diferentes sectores sociales. Después de la Segunda Reforma (1867) que duplicó el derecho al voto, permitiendo la participación de la pequeña burguesía y de los obreros calificados, la vida parlamentaria inglesa se caracterizó por una rivalidad organizada por conservadores y liberales y amenazada en ocasiones por conflictos internos y perturbada cada vez más por los representantes irlandeses que trataban de romper el equilibrio. En Francia, hacia fines de siglo los socialistas radicales, los liberales laicos moderados y los socialistas de la clase obrera organizaron partidos para presentarse como candidatos a las elecciones para las Cámaras y enfrentarse a los problemas polarizados de la Iglesia y el Estado. Incluso en Alemania, donde el Parlamento ejercía menos influencia, se crearon fuertes organizaciones de partidos alrededor de las divisiones religiosas y de clase: la Socialdemocracia, partido de masa obrero, un Partido Católico (el centro), los conservadores agrarios prusianos y los padres protestantes urbanos, burócratas nacionales, hombres de negocios y profesionales pertenecientes a los liberales nacionales, partidarios del gobierno, o los progresistas, opuestos a éste. Hacia fines del Siglo XIX, división de partidos. nadie dudaba que la democracia significaba El sufragio universal, la ampliación de la escolaridad, la divulgación de las noticias junto a los procesos de modernización económica, la complejidad de las urbes modernas y la participación de las mayorías, son otros tantos factores que explican la extensión de la democracia política en la segunda mitad del siglo XIX. Nacionalismo Junto con el liberalismo, el nacionalismo constituyó otras de las ideas motoras de la evolución política del siglo XIX, con fuerte incidencia, no sólo en la política interna de los países europeos, sino también en sus relaciones internacionales. A partir de 1830 se designaba como “causa nacional”, en política, aquel movimiento que exigía el derecho de autodeterminación, es decir, el derecho de formar un Estado independiente. Durante la mayor parte del siglo XIX, el nacionalismo se había identificado con los movimientos liberales y radicales y con la tradición de la Revolución Francesa. En 1793, cuando toda Europa entró en guerra contra Francia, se despertó en los franceses un fuerte sentimiento nacional, patriótico, que los impulsó a formar ejércitos para defender el suelo nativo. Más tarde fue la propia Francia la que se extendió fuera de sus fronteras y pasó a dominar territorios habitados por otros pueblos. Frente a esta presencia del invasor, renació en éstos la conciencia de pertenecer a una nacionalidad distinta, con lengua, cultura, pasado y tradiciones diferentes, y el deseo de afirmarla y defenderla frente al extranjero. Otras de las ideas que Napoleón contribuyó a difundir por Europa fue precisamente la del nacionalismo. Así el filósofo alemán Fichte (1762-1814) al invadir las tropas napoleónicas Alemania, hizo en sus Discursos a la nación alemana un verdadero manifiesto del nacionalismo conservador. En el texto incitaba a sus compatriotas a luchar por la liberación, a la vez que expresaba su creencia en el liderazgo cultural germano, basado, en su opinión, en la existencia de una lengua original, que se convertía así en el vínculo más fuerte entre los miembros de una comunidad nacional: “Quienes hablan la misma lengua constituyen un todo que la naturaleza misma ha unido de antemano con múltiples vínculos invisibles” En Alemania, el Romanticismo dio un nuevo impulso al nacionalismo ya que como movimiento buscó las raíces de lo germánico en la tradición y, sobre todo, en los períodos del pasado considerados de esplendor. Mirando hacia ellos era posible que una comunidad se identificara con sus orígenes y desarrollo histórico y fortaleciera sus lazos internos de solidaridad. En este sentido la Edad Media era para los románticos germanos la mejor expresión del espíritu alemán, por ser la fase histórica en que se consolidó el Sacro Imperio Romano Germánico. Este concepto conservador de nación que tuvo su origen en Alemania, repercutió en otros países, en los que la exaltación del pasado, la tradición, los sentimientos religiosos y los particularismos locales se estimaba que podían ser la base constitutiva de la nación antes que la democracia centralizadora liberal. Muy distinta era la concepción de nacionalidad que portaban los movimientos nacionalistas que recorrieron la vía democrático-liberal inspirados por la Revolución Francesa. En 1834 el italiano Mazzini la expresaba así: “Una nación es la asociación de todos los que, agrupados ya sea por la lengua, sea por ciertas condiciones geográficas, sea por el rol que les ha sido asignado por la historia, reconocen un mismo principio y marchan, bajo el imperio de un derecho unificado, a la conquista de una sola meta definida (...) La patria es, ante todo, la conciencia de la patria”. Un pensamiento semejante al de Mazzini es el del pensador francés Renan quien sostiene que: “La patria es el plebiscito de todos los días (...) es el haber hecho juntos las grandes cosas del pasado y querer aún hacerlas en el porvenir”. La primera parte de esta frase nos indica que todos los días esos hombres que integran la nación, por su trabajo conjunto, están expresando su voluntad de integrar esa nación. Por tanto, la decisión es de tipo personal o colectivo, de un grupo de hombres que integran una nación, porque manifiestan su voluntad de hacerlo. La expresión de esa voluntad implica que los pueblos tienen el derecho del voto, y por ende, según esta concepción, se debe consultar al pueblo para que decida sobre su destino, reconociéndose así el principio de autodeterminación, el principio de la soberanía popular. En los movimientos revolucionarios de 1830 y 1848 confluyeron estas dos corrientes ideológicas: el nacionalismo y el liberalismo. Las aspiraciones nacionales exigían el derrocamiento de los sistemas absolutistas. Volver a mirar la pintura de De la Croix que observamos en la primera clase. Después de la segunda mitad del siglo XIX, se intensificó la importancia de la cuestión nacional en la política y el concepto nacionalismo sufrió importantes cambios en su contenido. El historiador Eric Hobsbawm nos señala algunos de los aspectos de este cambio. El primero de ellos es la aparición del nacionalismo y el patriotismo como una ideología que se adueñó de los sectores más conservadores. Hacia finales del siglo XIX el término se usó para reconocer grupos de ideólogos que agitaban las banderas nacionales contra los extranjeros, los liberales y los socialistas y se mostraban partidarios de la expansión agresiva de sus Estados. El punto más culminante de este nuevo movimiento lo encontraremos en el período de entre guerras, en el fascismo, cuyos antepasados ideológicos hay que encontrar aquí. Un ejemplo nos lo ofrece Francia, luego de la derrota frente a los prusianos en 1870 y a la pérdida de Alsacia y Lorena, donde surgió un nacionalismo revanchista, de contenido militarista y también políticamente conservador. Dañada en su integridad territorial por la separación de aquellas provincias, Francia se sintió amenazada por enemigos externos e internos (los socialistas que preconizaban la paz; los judíos, a los que se consideraba extranjeros), y adoptó una actitud de repliegue sobre sí misma, de odio hacia lo extranjero y sobrevaloración de sus rasgos nacionales. Los principales pensadores nacionalistas de este período son Maurice Barrés y Charles Maurras. El primero sostenía que Francia debía desarrollar plenamente su fuerza nacional; esa energía sólo podía venir del pasado nacional, de la tierra y de los muertos. De allí una defensa extrema de las tradiciones y de las gestas heroicas del pasado, y una fuerte dosis de xenofobia, antisemitismo, y en el plano económico, de proteccionismo. En Maurras ese conservadorismo lo llevó a apoyar un retorno a la monarquía como el régimen más apto para preservar el ser nacional y su continuidad histórica. Esa posición es sólo un aspecto de sus ideas antiparlamentarias, antidemocráticas y enemigas de la República. En la medida en que ésta significaba la democratización política, el acceso de las masas al plano de las decisiones, se perdería la desigualdad entre los hombres, que “es natural y beneficiosa” y correría peligro la preservación de los valores nacionales que viene del pasado francés. Toda esta corriente, tradicionalista y antidemocrática, adquirió considerable fuerza en las postrimerías del siglo XIX y acompañó todos los ataques contra la República que iniciaba una política laica y pragmática en manos del gobierno de Ferry (1883-1885). El afán de revancha y su militarismo no fueron factores desdeñables en el conjunto de causas que provocaron la Primera Guerra Mundial. Otro cambio en el significado del nacionalismo es la novedosa tendencia a definir la nación en términos étnicos y, especialmente, lingüísticos. El movimiento pangermanista hizo suyas las tesis del francés conde de Gobineau (1816-1882) sobre la definición nacional basada en criterios étnicos. La Liga Pangermanista intentó, desde su fundación en 1891, promover una política de intereses alemanes, a la vez que difundía su convencimiento de que la raza germana estaba llamada a una necesaria expansión económica y territorial. Sólo un pueblo de cultura superior podría llevar a feliz término tal empresa, a costa de las comunidades impotentes para constituirse como auténticas entidades nacionales. Estas ideas, recogidas por sectores militares, económicos e intelectuales, estaban destinadas a ser las bases doctrinales del nazismo. Algo parecido ocurrió en el caso del nacionalismo conservador italiano, cuyo más conocido representante, Corradini, convocaría a la nación a realizar empresas enaltecedoras de su gloria; su influjo impregnó los medios intelectuales jóvenes hacia 1912-13, convirtiéndose en fuente ideológica del fascismo. Respecto al nacionalismo lingüístico –señala Hobsbawn- fue una creación de aquellos que escribían y leían y no de quienes la hablaban. Las “lenguas nacionales”, en las que descubrían el carácter fundamental de sus naciones, eran, muy frecuentemente, una creación artificial, pues habían de ser compiladas, estandarizadas, homogeneizadas y modernizadas para su utilización contemporánea y literaria, a partir del rompecabezas de dialectos locales o regionales que constituían las lenguas no literarias tal como eran habladas. Un ejemplo de esta característica ideológica del nuevo nacionalismo la podemos encontrar en los debates parlamentarios de nuestro país sobre la obligatoriedad de enseñar en lengua castellana en las escuelas, que se hallan transcriptos al final del capítulo. Otro cambio operado en el concepto de nacionalismo esta vinculado con los procesos de expansión colonial. El nacionalismo imperialista viene a representar el punto culminante del ideario nacionalista conservador en tanto que exalta el poder y prestigio de un país, y considera misión de una comunidad nacional la prolongación de su soberanía a dominios coloniales. Gran Bretaña fue la mayor potencia colonial europea, y en ella alcanzaría un gran predicamento la idea nacional-imperialista entre 1882 y 1902. Tanto el primer ministro conservador Disraeli, el ministro de Colonias, Joseph Chamberlain y el colonizador de áreas del sur de Africa, Cecil Rhodes se referían a la expansión británica como un destino nacional inexcusable, una ley de desarrollo histórico, un reflejo de los designios de la Providencia para con un pueblo y una raza destinados a ser gobernantes. Las guerras ocasionadas por la expansión colonial se consideraban beneficiosas; venían a ser algo así como “un tónico social” que mantenía a la nación en forma. La industria y la técnica comenzaron a ser identificadas con la civilización. Al enfrentar sociedades como la india y la china, cuyos desarrollos en esos planos eran escasos, las consideraban inferiores, y se creyeron predestinados para “llevarlas de la mano” hacia el camino del progreso y de la civilización. Más marcada les resultaba la diferencia con las sociedades africanas, lo que contribuyó a acentuar el carácter racista de su ideología. La “civilización” la había producido el hombre blanco; las sociedades extra-continentales no tenían civilización porque estaban formadas por hombres de color. El sentimiento de superioridad racial que los nacionalistas alemanes desarrollaron frente a los demás pueblos europeos, fue estimulado por los nacionalistas ingleses frente a los pueblos coloniales. Ese sentido “misional” de la expansión colonial fue ampliamente aceptado por el pueblo inglés, en quien la prensa y el gobierno excitaron el orgullo de poseer el Imperio más extenso del mundo. El nacionalismo fue, así, entendido como la obtención y la defensa de tierras ubicadas fuera de la isla, más allá de los mares, cuya posesión señalaba el índice de la grandeza nacional. Igual significado adquiere “el destino manifiesto” en virtud del cual la nación norteamericana se veía obligada a un crecimiento natural, en cuanto organismo sano y joven que era. Por la tesis de la gravitación política había de ejercer en los pueblos vecinos un papel regenerador y de extensión de los principios democráticos. En el período presidencial de Roosevelt (1900-1906) estas formulaciones representaron una justificación de su dominio en Cuba, Puerto Rico, Canal de Panamá por medio, casi siempre, de los lazos que crea la dependencia económica en que cayó paulatinamente una gran parte del continente. El modelo expansionista de Japón se basaba también en un nacionalismo cuyos componentes eran la idea de superioridad racial, la defensa de las tradiciones nacionales y la conquista colonial, estimada como irrenunciable para evitar la decadencia histórica. Estas ideas fueron difundidas y contaron con el apoyo de los estados mayores militares y en beneficio de los intereses de la gran industria. Lo cierto es que en el período que abarca los años 1870 y hasta la primera guerra, los gobiernos que agitaron la bandera nacional sólo tenían en cuenta el engrandecimiento de su nación-estado y su programa era resistir, expulsar, derrotar, conquistar, someter o eliminar “al extranjero”. ¿Cómo estos programas pudieron contar con el apoyo de grandes mayorías? Los historiadores han dado respuestas diferentes pero todas ellas han subrayado la complejidad del fenómeno en cuestión y la multiplicidad de factores necesarios para su explicación y comprensión. Una de las interpretaciones vincula inevitablemente el problema dentro del contexto más general de la formación del Estado-Nación. Este proceso característico del siglo XIX estuvo signado básicamente por el desarrollo de la industria, la urbanización y por intensos movimientos inmigratorios que enfrentaron a una masa de desarraigados con otras, y que cambiaron fundamentalmente el marco de convivencia real al que estaba acostumbrada la gente –la aldea y la familia, la parroquia y el barrio, el gremio, y la confraternidad y muchas otras -, esta comunidad real ya no abarcaba, como en otro tiempo, la mayor parte de los acontecimientos de la vida y de la gente, y por eso sus miembros sintieron la necesidad de algo que ocupara ese lugar. Fue necesario “inventar” una nación. El Estado creó la nación con el objetivo de constituir nexos que unieran a todos los ciudadanos con el Estado y de proporcionarles una identidad colectiva que borrase las diferencias reales entre ellos. El fenómeno del nacionalismo fue protagonizado por lo tanto por los miembros de las clases medias urbanas y media baja y no por los campesinos o sectores rurales a quienes les importó muy poco el nacionalismo. La xenofobia –uno de los componentes característicos de esta última fase- se daba fácilmente entre los comerciantes, los artesanos independientes y algunos campesinos amenazados por el progreso de la economía industrial, sobre todo, una vez más, durante los difíciles años de la depresión económica iniciada en 1873. El extranjero simbolizaba la perturbación de los viejos hábitos y el sistema capitalista que los amedrentaba. Un ejemplo lo constituye el antisemitismo que siempre fue dirigido hacia los banqueros, empresarios y a quienes se identificaba con la destrucción que el capitalismo causaba en las relaciones sociales aldeanas o comunitarias. Lo que hacía que el nacionalismo de Estado fuera aún más fundamental era que su administración pública exigía una educación elemental de masas, o cuando menos que estuvieran alfabetizadas. La escuela, desde el punto de vista del Estado, podía enseñar a los niños a ser buenos súbditos y ciudadanos. Pero un sistema educativo nacional, es decir, organizado y supervisado por el Estado, exigía una lengua nacional de instrucción. Así, la educación de unió a los tribunales de justicia y a la burocracia como fuerza que hizo de la lengua el requisito principal de nacionalidad. De esta manera los Estados crearon ciudadanos homogeneizados, desde el punto de vista lingüístico y administrativo. También crearon el patriotismo con la organización de rituales en las escuelas cuyo objetivo era crear un verdadero culto patriótico. Así comenzó a generarse la costumbre de que cada día, a la entrada de la escuela se ice la bandera y se cante en su honor y de que casi todos los meses del calendario escolar se consagre un día a una fiesta patria. La “asimilación” a una comunidad así imaginada era lo que muchos esperaban conseguir, sobre todo aquellos que aspiraban a integrarse a las clases medias. Porque precisamente toda la segunda mitad del siglo XIX fue una época de movilidad y migración masivas y también de tensiones sociales abiertas u ocultas. Para 1914 el punto en el que había que hacer hincapié no era la gloria y la conquista, sino el de que “nosotros” éramos las víctimas de una agresión o de una política de agresión, y que “ellos” representaban una amenaza mortal para los valores de la libertad y la civilización que “nosotros” encarnábamos. Así, para los ingleses y franceses su lucha consistía en defender la libertad y la democracia frente al poder monárquico, el militarismo y la barbarie mientras que para el Gobierno alemán decía defender los valores del orden, la ley y la cultura frente la autocracia y la barbarie rusa. Sólo el sentimiento de que la causa del Estado era también la suya propia pudo movilizar a las masas que acudieron a la guerra no como guerreros o aventureros, sino en su calidad de ciudadanos y civiles. Actividad: Leer atentamente el texto siguiente: La Bandera de la patria “Andresito está de fiesta. Durante todo el mes ha sido puntual, aplicado y respetuoso, y el maestro le ha distinguido anotando en su libreta escolar las más altas clasificaciones. Sus padres están contentísimos, y han prometido llevarle el día 25 de Mayo a presenciar el desfile de las tropas nacionales.” Enumerar aquellos valores que se pretende reafirmar Comparar con los actos escolares actuales ¿Cómo pensar hoy la idea de una “verdadera” nacionalidad”? Socialismo, Anarquismo y Doctrina Social de la Iglesia El socialismo: de utópicos a científicos. La aplicación práctica del sistema liberal puso al descubierto desde el primer momento que el interés de la nueva clase gobernante burguesa se centraba, sobre todo, en el concepto de “libertad”, mientras que el problema de la desigualdad económica se había agravado con el sistema fabril, la libertad de contratación y de salarios y, en general, con los cambios que trajo aparejado el capitalismo industrial. A esta situación de desajuste y a las condiciones de vida del proletariado industrial se les llamó, con cierto eufemismo, la “cuestión social”. Inmediatamente surgieron propuestas alternativas, proyectos de reorganización o de destrucción de la sociedad liberal, centrados, precisamente, en el intento de resolver la “cuestión social”. Tales proyectos partieron de grupos de la propia burguesía, más bien cultos, apesadumbrados por la miseria de los trabajadores e incluso asustados por las consecuencias que ello podría producir. Al conjunto de estas propuestas, realizadas todas entre 1790 y 1850, se las conoce con el nombre genérico de socialismo. En realidad estos proyectos no fueron uniformes, ni siquiera parecidos. Lo primero que debemos subrayar es que se produjeron en dos niveles distintos: los que se conocen como los programas del socialismo utópico y los de Marx y Engels, que se denominaron a sí mismos socialistas científicos y que luego se llamarían simplemente marxistas. Las diferencias entre unos y otros son abismales, aunque los segundos tomaron de los primeros muchas ideas y hasta expresiones. El socialismo utópico de la primera mitad del siglo XIX recibió este nombre de los mismo Marx y Engels, por su ingenuidad y la imposibilidad de solucionar el problema social con sus propuestas. Ciertamente fue un conjunto de teorías y proyectos dispares, confusos y con mucho más carga de filosofía moral que de análisis de la economía y sus problemas. Los socialistas utópicos existieron en Alemania, Francia e Inglaterra, fundamentalmente, y pertenecieron a todas las categorías sociales. Sus propuestas constituyen un análisis muy particular de la “cuestión social”. Entre ellos hubo aristócratas –como el francés Saint-Simon-, grandes empresarios –como el inglés Owen-, pequeños comerciantes –como Fourier- y obreros –como Proudhon o Louis Blnc-. Sus doctrinas y proyectos fueron diversos, pero tenían en común algunos puntos; por ejemplo: que la injusticia social era producto de la ignorancia y el egoísmo, pero no una situación que derivase necesariamente del liberalismo ni de la propia estructura de la sociedad; que el inconveniente más grave era la existencia de grupos ociosos e improductivos que vivían de rentas; que las soluciones vendrían de la colaboración entre la sociedad y el Estado, de una sociedad curada de su ignorancia y bien encauzada. Frente a ellos, Marx y Engels, opusieron un sistema completo de interpretación del mundo, la sociedad y la historia que, afirmaban, era el único capaz de transformar la situación. La base de dicho sistema era el materialismo histórico y el materialismo dialéctico. Los puntos sustanciales de tal sistema eran: que la historia humana no es más que la historia de la lucha de clases, la de los poseedores contra los no propietarios; que el sistema de producir y distribuir la riqueza condiciona el resto de las otras actividades de la sociedad; que, así como la burguesía acaba de derrotar a la nobleza y al sistema feudal, implantando el liberalismo y el capitalismo industrial, así, el proletariado necesariamente acabaría por derrotar a la burguesía implantando su dictadura y la desaparición de la propiedad privada; por último, que aunque esto sucedería necesariamente, correspondía al proletariado, bien dirigido, acelerar el proceso y conquistar su libertad con una revolución social e internacional. Estas ideas de Marx y Engels que en su conjunto y en su aspecto político tuvieron y tienen una gran influencia en las corrientes socio-políticas predominantes en diversos Estados y partidos políticos de todo el mundo. En América Latina, el socialismo se difundió tempranamente, y algunas de sus ideas formaron parte del discurso de las élites que proyectaron la organización del Estado y de la sociedad. Esteban Echeverría llamó Dogma Socialista al programa de la Asociación de Mayo que él elaboró. En realidad, el término socialista fue usado por la gran difusión que había adquirido en Europa, pero la suya no era otra cosa que una concepción “asociacionista” de la sociedad, propia de los reformadores sociales de la época. La doctrina socialista moderna cristalizó en las dos grandes vertientes que organizaron el nuevo movimiento social de las clases trabajadoras: el anarquismo y el socialismo. Ya en 1896, bajo la dirección de, tuvo comienzo en Buenos Aires la experiencia más temprana y prolongada en el tiempo Juan B. Justo de un partido socialista basado en las experiencias alemana, belga e italiana y miembro de la II Internacional. En 1896, el partido organiza su primer congreso y establece su declaración de principios, estatutos y programas, que aunque modificado varias veces en los años sucesivos se mantienen en su esencia hasta el presente. En dicho congreso se define como el partido de los trabajadores organizados para la conquista del poder político y la socialización de los medios de producción. En 1904, cuando todavía era una pequeña agrupación política, logra imponer como diputado, por la circunscripción obrera de la Boca, al doctor Alfredo L. Palacios, que fue en tal sentido el primer representante socialista a un parlamento latinoamericano. Entre las disposiciones legislativas que promovió se encuentran la del descanso dominical y la de la protección al trabajo femenino e infantil. Anarquismo. El anarquismo es una corriente filosófica que, aunque de orígenes antiguos, floreció en el siglo XIX y se manifestó también como una dirección de ideas políticas y sociales. Su nombre proviene de dos palabras griegas: “a”, que significa “no”, “sin”, es una negación; y “arquía” que significa poder, autoridad. Así que “anarquía” quiere decir “sin poder”, “sin autoridad” y, por extensión, sin Estado. El anarquismo –como tendencia política- queda así definido desde su etimología: es un movimiento que se opone completamente a toda forma de autoridad coactiva, y reivindica, por el contrario, la máxima libertad posible para el hombre. Por eso, también se les da a los anarquistas el nombre de libertarios. Los principales exponentes del pensamiento anarquista fueron Pierre Joseph Proudhon, Miguel Bakunin y Pedro Kropotkin. Dentro de este pensamiento podemos distinguir dos corrientes: una minoritaria, representada por el pensador alemán Max Stirner, denominada anarquismo individualista y otra, mayoritaria y más representativa de esta ideología que es el comunismo libertario o anarquismo comunista. La primera de estas corrientes consistía en la negación total, no sólo de todas las instituciones políticas, sino también de la sociedad. La única realidad es el hombre, y el hombre debe ser absolutamente libre, sin que nada –ni los demás hombrespuedan limitar esa libertad. Rechazaba, por lo tanto, hasta incluso una mínima organización social. En cambio, la segunda de las tendencias considera que la sociedad es natural al hombre, que la producción sólo puede ser social, y que, aún preservando para el individuo la máxima libertad posible, es necesario crear una mínima organización social que le asegure la existencia material. Rechazando al Estado y a todas las demás instituciones coactivas, cree firmemente en las virtudes de la asociación libre y de la cooperación no coactiva. Esta aspiración se concretaría en una sociedad libre, integrada por pequeñas comunidades a las que el hombre ingresaría por propio consentimiento, y donde la propiedad y dirección común de los medios de producción le aseguraría a todos el sustento material y la máxima libertad espiritual. Por ser partidarios de estas pequeñas comunidades de producción y de consumo es que se les llamó comunistas; ésta era la idea que los marxistas se hacían de la última etapa de la evolución social. Una de las formas en que el anarquismo se manifestó fue a través de “la propaganda por los hechos”. Consistía en realizar atentados políticos contra los principales personajes de un régimen para “despertar” al pueblo y crear un clima revolucionario que le permitiera a éste barrer con la sociedad burguesa. Los defensores más conocidos de esta estrategia fueron los anarquistas rusos. Dicha idea también se había desarrollado en Francia, España e Italia en las décadas de 1880 y 1890, y muchos anarquistas argentinos, conocedores de la historia reciente de estos países, creían que los actos individuales del terrorismo se justificaban cuando fracasaba la acción conjunta. El 11 de agosto de 1905, un anarquista trató de asesinar al presidente Manuel Quintana como protesta por la supuesta brutalidad policial durante la represión del frustrado movimiento revolucionario de la Unión Cívica Radical. Del mimo modo, el 14 de noviembre de 1909, un joven anarquista ruso asesinó al coronel Ramón L. Falcón, jefe de la policía de Buenos Aires, por su crueldad en la represión de las manifestaciones y protestas obreras. En América Latina, el anarquismo logró una presencia permanente en Uruguay y Argentina y desde comienzo de siglo consiguió implantarse con relativa fuerza en Brasil, México, Chile y Perú. En Argentina, se transformó desde principios de 1900 en la principal corriente ideológica que articuló al movimiento social de principios de siglo constituido por las masas trabajadoras pobres de Buenos Aires y de las principales ciudades del interior del país. A través de un conjunto de grupos organizados a lo largo de todo el territorio, el anarquismo argentino logró desarrollar una actividad permanente de formación cultural e ideológica y distribuyó una imponente cantidad de propaganda escrita y desde 1904 publicó uno de los pocos periódicos –La Protesta- con que contó el movimiento anarquista internacional. Más notable y novedoso aún fue el éxito alcanzado al lograr una posición hegemónica en la federación obrera nacional más importante y una de las expresiones más potente y original de la capacidad de organización y de lucha de los trabajadores argentinos, estos es la Federación Obrera Regional Argentina (FORA). Desde 1904, la FORA, bajo la dirección anarquista, se transformó en la institución más dinámica y activa de la época. En su quinto congreso se definió como partidaria del anarco-comunismo. Su papel durante esta etapa inicial del movimiento obrero le permitió dejar una impronta profunda, impronta que se prolongó posteriormente en muchos rasgos ideológicos como el antiestatismo, el “apoliticismo” y las prácticas de acción directa que caracterizaron al movimiento obrero argentino durante buena parte de su historia. Más aún, la peculiaridad del camino seguido por la FORA se preservó también en la Internacional Anarco Sindicalista(AIT) y se la puede ver como un aporte del anarquismo argentino al sector anarquista internacional. La huelga general revolucionaria fue el método nuevo más importante empleado por los anarquistas para tratar de derrocar al gobierno y conquistar beneficios para los obreros. A partir de 1904, los anarquistas argentinos dieron comienzo a una ola de huelgas locales y generales. Durante la más exitosa de éstas, en mayo de 1909, entre 200.000 y 300.000 trabajadores abandonaron sus tareas en Buenos Aires por seis días para protestar contra “los asesinatos policiales”. La huelga terminó cuando el gobierno accedió a muchas demandas de los obreros. Una de las razones que explican la amplia difusión de estas ideas en la Argentina es la importante presencia de los inmigrantes, verdaderos parias expulsados de sus países de origen, enfrentado a un gobierno que los marginaba de la política y a la vez los convertía en objeto de la explotación económica y social, sin ningún tipo de protección legal. El poder del anarquismo residía ante todo en que fueron capaces de dar una respuesta concreta a las angustias y expectativas reivindicadoras de los explotados. Se preocuparon de convencer a la gente de que la sociedad anarquista sería un paraíso sin fronteras pero sólo conquistable por medio de la acción frontal contra los portadores concretos de la explotación: los patrones y el Estado. Las tres consignas anarquistas que se harán celebre: “Ni Dios, ni patria, ni amo” tenían por objetivo enfrentar a los patrones y a toda forma de autoritarismo. Para el inmigrante o para los pobres de origen nacional, la “política” era un arte propio de los explotadores, inaccesible para el inculto trabajador, y por lo tanto, era un arte burgués, extraño al explotado. Los anarquistas afirmaban que el “arte” de los trabajadores no residía en aprender un arte ajeno sino desarrollar el propio, y éste consistía en formar poderosos sindicatos que organizasen a los obreros para la huelga general y violenta contra los explotadores. A la política de marginalidad desarrollada por el Estado argentino –al excluir de toda participación política al grueso de la sociedad y recluir al mundo del trabajo en los conventillos y barrios periféricos- el movimiento obrero respondió constituyéndose y tratando de marginar al Estado de su propia vida. En ese sentido podemos decir que el anarquismo contribuyó al despertar político de importantes sectores de masas, pero trasmitiendo una visión particular de la política: en ella los trabajadores de origen social diverso rechazaron la nueva realidad, las nuevas condiciones de opresión y al Estado cuya imagen aparecía personificada en el caudillo político y en la arbitrariedad del comisario y del juez de paz de la localidad. La iglesia Las transformaciones económicas, sociales y culturales del siglo XIX afectaron también a la Iglesia Católica. Su influencia como institucional espiritual hegemónica dentro de los Estados europeos fue declinando a medida que éstos se fueron secularizando y asumieron las funciones que la Iglesia venía desempeñando con exclusividad: enseñanza, salud, registro de estado civil. También fue decayendo su predominio religioso en amplios sectores, principalmente los urbanos. Las transformaciones provocadas por la Revolución Industrial, al concentrar a los sectores obreros en las ciudades y someterlos a condiciones de vida muy precarias, hizo que muchos de sus miembros abandonaran las prácticas religiosas que traían del campo y no acudieran a la Iglesia en busca de ayuda o consuelo. Se desarrolló ampliamente un espíritu de indiferencia hacia la religión porque ésta no les daba solución satisfactoria a sus problemas, sobre todo los materiales, que eran los más acuciantes. Fenómeno similar se apreciaba con relación a la burguesía. Siendo el sector social más favorecido por los cambios económicos, desarrolló nuevas modalidades de vida y de pensamiento. El afán de lucro, la búsqueda del confort, sustituyeron las preocupaciones de índole religiosa. Las nuevas ideas político-sociales son las que chocan con más violencia con la iglesia. El liberalismo, al enfrentar a las fuerzas de la Restauración y del Antiguo Régimen, forzosamente estaba enfrentando a la iglesia, que se había identificado con ellos y los había defendido en todo momento. Cuando el liberalismo llegó al poder, en la segunda mitad del siglo, empezó a desplazar a su antigua enemiga de todos los sectores públicos donde ésta tradicionalmente había predominado. Un ejemplo nos ofrece Francia. Aquí la lucha de la Tercera República contra la iglesia fue permanente; quiso desplazarla sobre todo del ámbito de la educación para que las nuevas generaciones no fueran influenciadas por las ideas monárquicas y sí por el ideal republicano. En Alemania, el Estado estableció la libertad de cultos, la eliminación de la enseñanza religiosa de las escuelas estatales, el matrimonio civil obligatorio, la autorización del divorcio, y finalmente la separación de la Iglesia del Estado. También el nacionalismo se enfrentó a la iglesia. Ésta fue hostil a la idea nacional sobre todo en Italia, porque la concreción de la unidad italiana significaba la desaparición de los Estados de la iglesia. A su vez, los nacionalistas, deseosos de fundar un Estado soberano, miraban con recelos a una institución que, como la iglesia, era internacional, y podía disminuir las facultades y los poderes del Estado. La noción misma de Cristiandad, que tiene un fuerte sentido universalista, les parecía peligroso para el ideal de Nación y de cultura nacional. Liberales, nacionalistas y socialistas coincidían en el objetivo de ir limitando la influencia de la Iglesia en cada país. La ciencia y la religión. La iglesia debió sufrir también los ataque que le raían las nuevas ideas científicas de un siglo caracterizado por el predominio de la razón y el progreso. La grandes conquistas científicas y técnicas, sumadas a las teorías que intentaban explicaciones puramente racionales de los fenómenos de la naturaleza, tendían a relegar a segundo plano el papel de lo sobrenatural y de lo divino. La idea de cambio permanente, estimulada por las rápidas transformaciones de que toda la sociedad era testigo, quitaba fuerza a la idea de los absoluto y lo eterno. La creencia en la evolución natural de la Tierra, de los seres vivos y del hombre (las ideas de Darwin había tenido una enorme aceptación en los intelectuales) dejaba muy poco sitio a la intervención divina. En las universidades y círculos de intelectuales, protagonistas de estos cambios, la propia idea de Dios fue cuestionada y se hizo común en este medio la irreligiosidad. A nivel popular se desarrollaba una enorme confianza en las posibilidades del hombre debido a las conquistas científicas y técnicas. La Revolución Industrial y sus inventos hicieron nacer la convicción de que el hombre y su razón podían crear un progreso ilimitado. Se tenía la sensación de poder dominar el mundo y, a la larga, descubrir todos los secretos de la naturaleza. Su verdadero culto por la ciencia, o “cientificismo” como se le ha denominado, fue sustituyendo la fe en Dios por una nueva fe en el hombre y sus posibilidades. Y esta convicción se difundió en todos los sectores sociales debido a la proliferación de escuelas laicas, periódicos y libros. ¿Cómo reaccionó la Iglesia? La posición de la iglesia Católica frente a estas novedades propias del siglo osciló entre dos extremos: había dentro de ella una corriente de opinión propensa buscar una forma de conciliación con las nuevas ideas para penetrar en el mundo moderno y cristianizarlo; y había otra que las rechazaba completamente y prefería aferrarse al dogma y a sus tradiciones. La posición de la Iglesia osciló entre estos dos puntos y fueron los papas los que establecieron en muchas oportunidades sus destinos. Los más importantes del siglo XIX fueron Pío IX (1846-1878) y León XIII ( 1878-1903). Pío IX representó claramente la posición de rechazo del mundo moderno y de refuerzo de su autoridad y de las tradiciones de la iglesia. Nunca aceptó la desaparición de los Estados de la Iglesia, es decir, el poder temporal del papa y se encerró en el Vaticano considerándose moralmente “prisionero” del Estado italiano. En sus Encíclicas condenó el principio del Estado laico, la libertad de cultos, la libertad de conciencia y afirmó la independencia de la Iglesia frente al poder civil y su derecho a educar a la juventud. Las tensiones entre la iglesia y el mundo intelectual se agravaron considerablemente con la publicación de estos documentos; incluso se agudizaron los problemas que ya existían en las relaciones con algunos Estados como Francia, Alemania, Italia. León XIII adoptó un camino distinto al de su predecesor. Comenzó no condenando a la República pero sí a los elementos anticatólicos que pudiera contener. Exhortó a los católicos a respetar los poderes públicos de sus respectivos países, aun cuando tuvieran conflictos con la iglesia. Pero su obra más importante fue la que desarrolló en su Encíclica “Rerun Novarum”(De las cosas nuevas) en relación con el problema social de la época: la situación de la clase obrera. Si bien la preocupación de la Iglesia por la condición social de los obreros no era nueva hubo que esperar a 1891 para que ésta se pronunciara oficialmente. Hay dos hechos que explican la aparición de esta Encíclica. En primer lugar, recordemos que las doctrinas socialistas se habían difundido extraordinariamente entre el proletariado; todas ellas son materialistas, es decir, no religiosas, y su adopción significaba el apartamiento de las grandes masas obreras de las filas de la iglesia. En segundo lugar, en algunos medios de ésta se fue desarrollando una sensibilidad progresiva frente al problema social acerca de la necesidad de que el Pontificado se pronunciara sobre este hecho y sobre las condiciones de vida y de trabajo de los obreros. Estos dos hechos van a dar lugar a una toma de posición de la Iglesia y harán surgir su doctrina social. La Encíclica comenzaba enumerando los males de la sociedad de la época e indicaba que había remedios socialistas y remedios cristianos para solucionarlos. Se rechazaban los primeros, es decir, la lucha de clases, la supresión de la propiedad privada y se repudiaba las doctrinas socialistas. Luego se proponían las soluciones cristianas que eran: la reconciliación de las clases sociales por el cumplimiento de sus deberes recíprocos y el uso cristiano de los bienes. Aunque acepta y justifica la propiedad privada aparece aquí una idea que alcanzar ulteriores desarrollos: la de que la propiedad privada tiene una función o finalidad también social. Sin embargo, el remedio esencial sería la restauración de la fe religiosa, gracias a la cual cada hombre se penetraría de sus deberes y evitaría sobrepasar sus derechos. Con lo cual, la doctrina de León XIII se resume en un llamado a la buena voluntad de todos los cristianos para hacer efectivos los preceptos de su religión. Era un mensaje al espíritu cristiano realizado por un Poder espiritual. A través de estas Encíclicas y de otras posteriores, se puede advertir una toma de posición de la Iglesia frente a los problemas sociales que van señalando un esfuerzo de reubicación y adecuación al mundo moderno. Con esta clase damos por finalizado el desarrollo de los contenidos de la unidad II del programa, que Ustedes podrán ampliar con la lectura de la bibliografía. Hasta la próxima clase. Bibliografía sugerida: ABENDROTH, WOLFGANG, Historia social del movimiento obrero, Laia, Barcelona, 1983. FIELDHOUSE, DAVID K., Economía e Imperio, Siglo XXI, Madrid, 1977 GAY, PETER, La experiencia burguesa. De Victoria a Freud, 1 La educación de los sentidos, Fondo de Cultura Económica, México, 1992 DROZ, J. Historia del Socialismo, Laia, Barcelona, 1977 HOBSBAWN, ERIC, El mundo del trabajo, Crítica, Barcelona, 1987. HOBSBAWN, ERIC, La era del Imperio (1875-1914), Labor, Barcelona, 1989 HOBSBAWN, ERIC, Naciones y Nacionalismos desde 1780, Crítica, Barcelona, 1991 KEMP, TOM, La revolución industrial en la Europa del Siglo XIX, Fontanella, Barcelona, 1976. MOMMSEN, WOLFGANG, La época del Imperialismo, Siglo XXI, Madrid, 1973 PALMADE, GUY, La época de la burguesía, Siglo XXI, Madrid, 1978. PERROT, MICHELLE, “La familia burguesa”, En: Philippe Ariés y George Duby (Dirs.), Historia de la vida privada, Tomo IV: de la Revolución a la Gran Guerra, Taurus, Madrid, 1999. GLOSARIO: XENOFOBIA: actitud hostil hacia el extranjero, utilizada para dar cohesión a un grupo; generalmente va acompañada de una exaltación de lo propio. .