¿Cómo se ven desde el Derecho las cuestiones sobre identidad

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Identidad sexual y Derecho
Por Marina Camps
Alfa y Omega 3.I.2002 Número 288
El debate actual sobre la identidad sexual y los derechos que, de la misma,
deben o no desprenderse es altamente complejo y, por ello, imposible de
abarcar en este breve artículo.
Sin embargo, puede considerarse que el meollo del mismo se encuentra en la
intrínseca relación que existe entre identidad sexual y libertad personal. Es
innegable que quien tiene la última palabra con respecto a su propia identidad
y conducta sexual es la propia persona.
De cualquier forma, esto no significa que la sexualidad en sí misma carezca de
un sentido único y trascendental para la persona humana. Significa más bien
que, frente a esta realidad con un significado propio, el hombre siempre puede
elegir vivirla en plenitud, respetando su rica finalidad o, por el contrario, reducir
la finalidad que la sexualidad humana tiene –lo que implica darle un significado
diverso– y vivir la misma en tan sólo una de sus dimensiones –por ejemplo,
como acción que produce placer–.
Ni el Derecho, ni la sociedad, ni Dios mismo –para quienes creemos en Él–
puede privar al hombre, en nombre de ninguna ley, del ejercicio libre de su
sexualidad, y de la correspondiente responsabilidad moral de sus actos. Se trata
de una dimensión íntima de la persona humana, que en rigor de verdad,
empapa todo su ser personal.
Ante la misma, el Derecho no tiene nada que decir. Ni tampoco tiene nada que
saber. Porque el ser varón o mujer, que tenga una vida privada sexual de tal o
cual tipo, no debería tener consecuencias jurídicas en la vida pública, tales
como aplicar una barrera para ejercer la mayoría de los derechos: trabajar,
estudiar, gobernar… Sólo tendría que tener trascendencia jurídica en tanto y en
cuanto de la misma vida sexual se deriven consecuencias para terceros.
Consecuencias que, siendo perniciosas, pueden ser sancionadas; y
consecuencias que, siendo beneficiosas para terceros y para la sociedad,
pueden ser permitidas e incluso alentadas.
Al primer grupo de conductas sociales pertenecen, por un lado, los delitos
sexuales –acoso sexual, pedofilia, etc.– y toda aquella conducta sexual que
denigre a las personas que en ella participen, siempre que una de las cuales
requiera una tutela especial: por su condición de menor de edad, incapacitados,
etc.; o por las circunstancias que rodean el acto, como la falta de libertad en
delitos de violación, acoso sexual, etc.
Por otro lado, el Derecho debe velar porque se reconozca a todas las personas
la dignidad que poseen en cuanto tales, y ello sin discriminación de ningún tipo
en el goce de sus derechos y deberes. Aquí se trata de una intervención de
carácter positivo del orden jurídico con el objetivo de hacer respetar y valer los
derechos de todas las personas con independencia de su sexualidad en el
sentido más amplio de la palabra.
En definitiva, se trata de delimitar la trascendencia jurídica cultural de la
sexualidad de la persona. En realidad, a la hora de otorgar un puesto de
trabajo, lo único que debería considerarse es la capacitación personal para
llevarlo a cabo con éxito, y no el que se trate de un varón o de una mujer, con
tal o cual orientación sexual.
La misma biología nos muestra que la persona humana es un ser
familiar
A la vez, existe un ámbito reducido –pero de gran trascendencia social – donde
el ser varón o mujer tiene una íntima relevancia jurídica: el de las relaciones
familiares. La vida familiar, y sus relaciones de justicia que le son intrínsecas, es
consecuencia directa de un vida sexual determinada. La misma biología nos
muestra que la persona humana es un ser familiar.
Todos hemos comenzado a existir como fruto de la unión de un óvulo –
científicamente hablando hay que llamarlo ovocito– y un espermatozoide. O, lo
que es lo mismo, por la unión de un patrimonio genético masculino y otro
femenino, provenientes de quienes, al menos biológicamente, son nuestros
padres.
El valor de la familia para la sociedad
Además, la persona tiene otras exigencias, ya que la misma es mucho más que
biología. El nacimiento de una nueva persona requiere, por la dignidad que
caracteriza a todo ser humano, un ámbito seguro, duradero, estable, que se
haga cargo de todos los cuidados, desvelos, necesidades que tiene todo ser
humano hasta que adquiere la madurez y sea, a su vez, capaz de valerse por sí
mismo. Y, a la vez, capaz de ser un padre o una madre, únicos capaces de
crear auténticas relaciones familiares.
El valor de la familia para la sociedad está radicado en esta realidad que
acabamos de describir someramente. Ella es naturalmente el lugar donde los
seres humanos vienen al mundo. Donde los futuros ciudadanos de un país son
educados. Y la razón se encuentra en el especialísimo vínculo –comunión – que
se establece entre dos personas de distinto sexo. Dicha comunión, basada en
un amor conyugal, está llamada a ser fecunda. Esta fecundidad crea relaciones
humanas familiares. Y es la protección de cada nueva persona que comienza a
existir una razón más que suficiente para el Derecho de familia, donde la
dimensión sexual de la persona tiene una innegable trascendencia jurídica.
Naturalmente irrelevantes para el Derecho
Sólo un varón y una mujer son capaces de crear auténticos vínculos familiares.
Y es la protección de cada nueva persona que comienza a existir una razón más
que suficiente para que el Derecho intervenga protegiendo la institución
familiar. Cualquier otro tipo de relaciones sexuales, por muy estables que digan
o pretendan ser, carecen de interés y valor social. No se trata aquí de
definiciones, sino de realidades. Cualquier otra relación sexual y afectiva que
carezca de la nota esencial de la heterosexualidad es naturalmente incapaz de
fundar lazos familiares propiamente tales. Y, por lo tanto, son naturalmente
irrelevantes para el Derecho. No trascienden del ámbito privado de una relación
afectiva que, en sí misma, puede poseer un valor único e inestimable, pero
jamás un valor jurídico ni social. La afectividad –o el mismo amor– escapa
naturalmente del ámbito de la ley.
Sin embargo, la familia, y todos sus miembros, sí la necesitan, y la sociedad,
evidentemente, necesita de la familia. La libertad humana es lo que hace que
cada hombre sea considerado una persona de una dignidad única. Este siglo
que acaba, si algo nos ha dejado de positivo, es este sentido profundo de
nuestra propia libertad y, por lo tanto, de la responsabilidad que la misma
implica. Cada uno, acompañado de los otros –de quienes tenemos una
necesidad humana inextinguible –, es el verdadero forjador de su vida. Y,
evidentemente, de su vida sexual. Aquel varón que quiera comprometer su vida
entera con aquella mujer y formar una familia, poseen la libertad de hacerlo y
el derecho de recibir ayuda de la sociedad a quien tanto le dan a través de cada
hijo que traen a la vida.
Quienes deciden libremente comprometerse afectivamente en relaciones
incapaces de crear vínculos familiares, deben asumir esa decisión en toda su
radicalidad. Y, por lo tanto, asumir que dichas relaciones tienen un interés
únicamente personal, que debe ser respetado, pero que carece de todo interés
social. No hay fundamento real –objetivo– alguno para que el Derecho se
preocupe de estas realidades en cuanto tales. En definitiva, si por un lado es
lógico –y loable– que el Derecho se ocupe del respeto de toda persona evitando
todo tipo de discriminación, por el otro, no puede dejar de desconocer que sólo
una relación estable heterosexual, capaz de fundar una familia, tiene interés
para la sociedad y, por lo tanto, debe ser protegida jurídicamente. Es éste el
único ámbito jurídico donde tiene sentido afirmar que las personas o son
varones, o son mujeres.
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