Los Seres Primordiales Fabián Fornaroli Hacía horas que caminábamos. El bosque no era del todo seguro para nosotros, pero de cualquier modo debíamos encontrar un sitio en el cual refugiarnos. Estábamos huyendo. Hace cientos de años que le huimos a la muerte. A pesar de nuestros éxodos, esas criaturas siempre aparecen. Eliminan a la mayoría en cada embestida. Algunos aseguran que provienen más allá de los árboles gigantes, o que duermen sumergidos en las grandes aguas, despertándose cada vez que la luna se esconde; los más antiguos sospechan que estuvieron aquí desde siempre. Creo que jamás quisimos admitir su presencia. Quizás sea por nuestra estupidez, o por nuestra ingenuidad. Extraviados en el laberinto verde que supera la altura de nuestra vista, comenzamos a andar en una fila apretada para no perder a nadie en el camino. La vegetación era insólita: nos asombrábamos de esos árboles milenarios con su admirable altura o de las exóticas flores, que parecían moverse apenas les quitábamos la vista de encima. Ahora acelerábamos el paso, porque a muchos de nosotros la noche nos aterraba y la niebla simplemente nos confundía. No queríamos perder el rastro cuando la luz se fuera. A medida que avanzábamos, comencé a sospechar si éramos guiados hacia un sitio seguro. Nadie lo sabía con exactitud. Temíamos una traición o una venganza de los líderes; siempre sospechamos que ellos se beneficiaban con los favores de la reina: grandes cantidades de comida, las mejores hembras y las habitaciones más cómodas de la fortaleza. Sabíamos que sólo eramos un señuelo para ellos. Garantizábamos su seguridad y su supervivencia. Caminamos por días, y por fin la marcha se detuvo. Quedamos exhaustos, pero aún teníamos fuerzas para recoger algo que comer en los alrededores. Unos minutos más tarde percibimos una señal que provenía del inicio de la fila: habían encontrado una enorme huella que cortaba el sendero. El terror nos paralizó. El rumor bajo nuestros pies no dejaba otra opción de huir, no importaba la dirección; el estruendo resonaba en todas partes. Supimos que el Ser Primordial estaba sobre nosotros cuando levantó a dos compañeros desde los pies, devorándolos en el acto. Comenzamos a escapar desordenadamente. Pude ver, mientras huía, cómo la criatura iba levantando a dos de los míos, que sorprendidos, iban perdiendo sus cargas; eran desmembrados en el aire por el monstruo, que los engullía con sarcástica placidez, uno a uno. Con asco percibí el espantoso hedor que provenía de su pelvis blancuzca, plagada de signos indescifrables para mí. Luego vi cómo introducía a otros en una suerte de cápsula, para luego observarlos con una lasciva sonrisa. Les aguardaba la asfixia o una muerte más lenta, me dije. Sus ojos brillaban con una siniestra felicidad; uno de nuestros compañeros se lanzó desde su boca hacia la tierra, salvándose de milagro. De las fauces de la bestia provenían unos cánticos aterradores, inteligibles. Era informe, sin pelos salvo en su cabellera; su piel tenía un color extraño para mí. Y despedía aquél hedor insoportable… Mientras el monstruo se obstinaba en seguir devorándolos, algunos de mis soldados se aferraron a sus falanges, mordiendo su carne o hiriéndolo de cualquier forma posible. La criatura profirió un grito agudo que nos heló la sangre. Luego, lanzó a mis compañeros por el aire, dispersándolos. Pronto algunos de ellos se reunieron con nosotros, espantados. Inmediatamente comenzaron a sentirse nuevas pisadas. Nuestro terror no tenía medida. Comenzamos a escapar, a pesar que la orden de resistir había sido dada. Lo último que recuerdo es que cuando los otros seres se aproximaron levantaron en vilo al anterior, pisotearon a mis compañeros con furia, matándolos a todos. Sólo pude atinar a levantar el trozo de hoja de árbol con mis mandíbulas, reencausar el rastro marcado con mis antenas y huir de allí para salvar mi vida, tratando de volver a construir un refugio subterráneo, fuera del alcance de todo aquel horror.