Infancia y desigualdad

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Infancia y desigualdad
El Colombiano, marzo 24 de 2008
Por
Armando Montenegro
Generaciones de estudiosos del desarrollo económico y social han planteado que una de las claves para solucionar
los problemas de pobreza y desigualdad es extender la educación básica y universitaria, de buena calidad, a toda la
población.
Pero cuando se analizan los escasos efectos de numerosas reformas educativas en todo el mundo, se concluye que
poco puede lograrse en las escuelas si los niños pobres entran a las aulas con severos problemas de aprendizaje,
salud, actitud, socialización y motivación.
La escuela llega tarde. A la edad de cinco o seis años, cuando comienzan la primaria, mal nutridos, criados en
medios violentos, sin cuidado ni afecto, ya tienen comprometida su capacidad de aprender. Los daños de sus
cerebros son, en muchos casos, irreparables. Así, los hijos de los pobres seguirán siendo pobres.
La brecha que se abre temprano entre los niños más pobres y los más ricos -quienes sí entran a la escuela bien
nutridos, cuidados, motivados, con buena salud- no se puede cerrar por medio de la educación primaria y, mucho
menos, la secundaria (por buenas que ellas sean). La única manera de igualar, desde el punto de partida, a los
jóvenes de todas las clases sociales es con una agresiva política a favor de la infancia de los más pobres. Quienes
toman en serio la igualdad de oportunidades deben poner este tema en el centro de su atención.
Los impactos de la desnutrición y la falta de cuidado de los niños sobre su aprendizaje, salud, trabajo y su capacidad
de generar ingresos durante toda su vida son enormes. Si no se atienden bien en los primeros cinco años, todo lo que
se haga después puede ser inútil o, en el mejor de los casos, insuficiente.
El principal esfuerzo del sistema educativo formal se ha orientado a extender, de abajo hacia arriba, la cobertura de
la primaria, secundaria, técnica y terciaria. Se ha tratado de cobijar en forma progresiva a jóvenes de mayor edad:
primero a los niños, luego a los adolescentes, más tarde a los que van a la universidad.
Se ha descuidado así a los menores de cinco años. Los asuntos de la infancia han tenido siempre un cierto aire
secundario, asistencial, de caridad. Esto se debe, en parte, a la ignorancia, pero también a la falta de representación
de los voceros de los menores en los foros donde se distribuyen los recursos públicos (los dineros de la educación
tradicional, en cambio, son defendidos interesadamente por los sindicatos de maestros y profesores universitarios,
así como por los políticos alineados con sus causas).
Parte de la culpa la tienen las agencias internacionales de desarrollo y las entidades multilaterales, todas dedicadas,
seguramente de buena voluntad, a promover la educación básica y la universitaria. Las estadísticas, indicadores,
metas y coberturas tradicionales están en la memoria de todos. Los problemas de la educación, difíciles y complejos,
se discuten en libros, foros, investigaciones y debates públicos. Poco se sabe, en cambio, de la importancia y de la
forma de atacar los problemas de la primera infancia.
Colombia debería, rápidamente, preparar una ambiciosa reforma a las instituciones que velan por su infancia.
Debería diseñar un nuevo modelo de atención que integre educación, salud, cuidado y nutrición, entre otros
aspectos, y que tenga en cuenta las realidades de la descentralización y las finanzas públicas, que aproveche las
capacidades de las ONG, del sector privado y de muchos municipios (desarrolladas durante décadas de trato
desdeñoso del Gobierno Central a los problemas de la infancia).
Sólo cuando la infancia de los más pobres reciba toda la atención que merece, el sistema educativo tradicional podrá
cumplir a plenitud la promesa de ser un poderoso vehículo de equidad y progreso económico y social.
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