La adolescencia es un periodo de cambios en el niño. No sólo llegan cambios físicos, con ellos y como consecuencia de ellos aparecen cambios en el comportamiento y en la actitud, que se verán potenciados o regulados por el ambiente que le rodee. En esta etapa no somos los únicos perdidos, a los adolescentes tampoco les resulta fácil comprender sus reacciones, sus cambios, su actitud. Veamos las respuestas a alguna de la multitud de preguntas que se nos pueden generar al tratar con adolescentes, respuestas que nos facilitarán entenderles y ayudarles a entenderse. La adolescencia es el periodo de desarrollo psicosocial del niño, que sin tener una edad fija de aparición, comienza a gestionarse con la llegada de la pubertad. Es una etapa de rápido crecimiento y cambios hormonales en la que maduran las funciones reproductivas y los órganos sexuales, precipitando la aparición de la menstruación en las chicas (sobre los 11-12 años) y de la emisión nocturna de semen, en los chicos (alrededor de los 12-14). Estos cambios sexuales primarios, vendrán acompañados de otros cambios secundarios como el cambio de voz, crecimiento, olor y vello corporal, acné, etc. en los chicos, y la aparición de vello en las axilas y pubis, acné, ensanchamiento de las caderas, desarrollo de los senos, etc., en las chicas. Las chicas generalmente se desarrollan más rápidamente que los chicos, y en el desarrollo de ellas también existen diferencias importantes, lo que influirá en la autoestima, el liderazgo y la aceptación social. Las personas que se desarrollan antes suelen ser más seguras de sí mismas, convirtiéndose en individuos dominantes dentro del grupo; los de más lento desarrollo, suelen ser más inquietos, intentando atraer continuamente la atención de los demás, para que vean que están ahí, para hacerse “visibles”. La interacción que se produce entre estos cambios físicos y los psicológicos proporcionan al joven la capacidad y las posibilidades del individuo maduro, sin embargo no se les dota de la experiencia que ellos poseen y que permitiría sacarles partido a estas nuevas capacidades. Estos cambios, cada día más precoces, no son fácilmente asimilables para los púberes, máxime cuando cada vez son más diacrónicos con el desarrollo emocional. Son niñas y niños de 12 o 13 años, con cuerpos casi de adultos, pero con una inmadurez emocional propia del niño; son capaces de reproducirse, pero incapaces de tomar decisiones por sí mismos; buscan independencia pero dependen por completo de sus padres; quieren autonomía pero no responsabilidades. Difícil combinación. En estas edades buscan su propia identidad, independiente de la que hasta ahora encontraban en su familia. Según Erikson, autor que popularizó el término “identidad” y la noción de “crisis de identidad”, el nacimiento de la edad adulta pasa por la superación de continuas crisis a las que hay que hacer frente, siendo la más compleja de superar la de la adolescencia. Comienza a tener más peso el entorno social, su grupo de iguales, sus amigos, que la familia. Buscarán apoyo y entendimiento fuera, buscarán su propio lugar. Poseen una identidad gregaria, con un estandarte, una bandera, un símbolo, ya sea la minifalda, el pearcing, la marca de turno o la melena. Aceptar esto es complicado para unos padres, que cada día tienden más a la sobreprotección, para unos padres que ven cuestionados sus límites, sus opiniones, sus creencias por alguien, que hasta hace poco, les idealizaba y buscaba como modelo. Así pues, ambas partes, padres e hijos, entran en “crisis”; se necesitan pero a distancia, se quieren pero sin efusividad, se buscan pero no se encuentran. Empiezan los conflictos. La inseguridad, respecto a los roles a desempañar, su comportamiento o sobre su futuro, es otra de las características propias de esta edad. En la búsqueda de la independencia, de la autonomía, de su propia identidad, un mar de dudas y de miedos asalta al adolescente. Hoy se sienten seguros de una decisión, mañana no sabrán cómo salir del entuerto, les falta experiencia. Y esta falta de seguridad en sí mismos se traduce en muchas ocasiones en agresividad, en malhumor, en incomunicación. Piden más tiempo para salir, descuidan algunas de sus obligaciones, demandan más libertad, se sienten con ese derecho. Comienzan los primeros contactos con la bebida, el tabaco, e incluso la droga. Necesitan conocer, probar, arriesgar. Esta manera de reaccionar desubicará más a los padres, quienes tenderán a enfadarse, a querer controlar o imponerse más, ante lo que pueden interpretar como inconformismo o negación de la autoridad. Esta actitud no generará en el adolescente otra cosa que no sea más rechazo y distancia por no sentirse comprendidos. Siguen los conflictos. Es también una etapa de de transición en los valores éticos, políticos y religiosos. El adolescente no aceptará ya sin sentido crítico, como en la infancia, las doctrinas ideales que los padres, maestros y adultos en general le quieren inculcar. Es pues una etapa difícil, pero decisiva. Una conducta inapropiada por parte de los educadores, puede reforzar durante este periodo la inseguridad y conducir a graves conflictos y trastornos en el desarrollo del adolescente, ya sea por la hipovaloración de sus deseos, necesidades y posibilidades de perfeccionamiento al considerarle todavía un niño, ya sea por una sobrecarga, al exigirle esfuerzos y comportamientos de adulto que desborden su capacidad afectiva. En este sentido un comportamiento educativo falto de comprensión, empatía, negociación y basado en amenazas y castigos puede despertar y potenciar una serie de respuestas inadecuadas e incontrolables en el púber. En el próximo artículo propondremos algunas líneas de actuación útiles para afrontar la dura tarea de la educación en la adolescencia.