DIOS, EL MISTERIO INSONDABLE

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Dios Padre
Reflexiones desde la teología
femenina
BIRGIT WEILER
DIOS, EL MISTERIO INSONDABLE
Las reflexiones sobre Dios en la teología femenina se ubican dentro de una larga tradición
teológica: la conciencia de que Dios es un misterio insondable y por ello siempre supera nuestra
comprensión. Nuestra inteligencia humana, que, como tal, es limitada, jamás puede abarcar el
misterio de Dios plenamente. Uno de los grandes teólogos escolásticos, Tomás de Aquino, que a lo
largo de su vida ha reflexionado sobre el misterio de Dios, nos recuerda en la Suma Teológica: «En
esta vida el conocimiento de Dios es tanto más perfecto cuanto mejor entendamos que sobrepasa
todo lo que el entendimiento comprende»1 . Dios es la fuente y el fundamento de toda vida . Es
inmanente –quiere decir, presente en nuestro mundo y nuestra historia– y a la vez trascendente.
Por ello no se deja encasillar en conceptos, términos e imágenes nuestros y no está a nuestra
disposición. El hecho de que nunca le podamos comprender plenamente es consecuencia de su
trascendencia divina. De ello el pueblo de Israel ya tenía una conciencia viva, como lo manifiestan
por ejemplo los siguientes textos: «Qué grande es Dios y no le comprendemos» (Job 36,26) y «Soy
Dios, no hombre» (Os 11,9). Por ello ningún término, ninguna imagen o metáfora, que necesariamente siempre son tomados de nuestra realidad criatural y limitada, puede describir
plenamente la realidad divina.
Pero, ¿qué es una metáfora? Aquí nos puede orientar la definición elaborada por la teóloga Sallie
Mc Fague: «La metáfora es un intento de decir algo sobre lo desconocido a partir de lo conocido, de
hablar sobre lo que ignoramos a partir de lo que sabemos»2 . En otras palabras: en nuestro
contexto, el punto de referencia de las metáforas es lo trascendente, es decir, algo de lo cual no
tenemos una experiencia inmediata y directa. Por ello no hay otra posibilidad de hablar de Dios
concretamente; las metáforas nos sirven como señales que apuntan a una realidad mayor, Dios, y
que incentivan nuestra mente a pensar creativamente sobre este misterio. Una metáfora que usamos mucho en nuestro hablar de Dios y a Dios es la metáfora del «Padre». La razón por la cual
usamos esta metáfora particular es que la experiencia humana de paternidad tiene algo en común
con nuestra experiencia de Dios; lo reconocemos al usar esta metáfora. Aquí me parece importante
detenernos un momento a preguntarnos: ¿en qué consiste el punto común entre ambas
experiencias?
EL PADRE HUMANO Y DIOS COMO PADRE
Según la Real Academia Española, en nuestro lenguaje la palabra «padre» es definida como «varón
que ha engendrado». Es obvio que la afirmación «Dios es nuestro Padre» no se puede entender
literalmente, pues nada de la definición citada arriba se puede aplicar en sentido literal a Dios.
Sería absurdo, pues Dios es Dios y no un ser humano de género masculino; Dios tampoco tiene
hijos e hijas por generación natural. Entonces, el sentido de esta afirmación se debe buscar en otro
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nivel. El teólogo W. Kasper indica con justa razón que «en el pasado esta palabra (es decir, padre)
significó mucho más que progenitor. El padre es el origen y al mismo tiempo el protector y promotor
de la vida. Es la expresión del poder y de la autoridad, como también de la entrega, la bondad, la
asistencia y la ayuda»3. Cuando acudimos a la metáfora «padre» en nuestro hablar de Dios y a Dios,
partimos precisamente de esta experiencia humana compleja de paternidad y la vinculamos con
nuestra experiencia de Dios como quien es origen y fuente de nuestra vida, quien nos acompaña a
lo largo de ella con su amor gratuito y quien plenifica nuestra existencia, pues en Dios «vivimos, nos
movemos y existimos» (Hech 17,28).
Si es cierto que las metáforas son un medio necesario para poder decir algo sobre Dios, que es
misterio, en nuestro lenguaje humano, y por ello limitado, es igualmente cierto que las metáforas
son peligrosas. Lo son «por su capacidad de apelar simultáneamente a la mente y a los afectos y de
formar así las imágenes de Dios»4 que fácilmente nos acompañan a lo largo de nuestra vida y
pueden ejercer una fuerte influencia positiva o negativa en nuestro subconsciente. Veamos a
continuación más concretamente cuáles son los riesgos en el uso de las metáforas.
TENTACIÓN PERMANENTE: HACER A DIOS A NUESTRA IMAGEN Y SEMEJANZA
Como lo muestra la historia de la teología, fácilmente estamos tentados de entender y usar las
metáforas sobre Dios en sentido literal, y no tener presente que las metáforas «tienen siempre un
carácter de es y no es»5 a la vez. Ya hemos visto en qué sentido Dios es nuestro Padre y en qué
sentido no lo es. En este contexto me parece apropiado recordar un principio antiguo e importante
de la teología clásica: en todas nuestras afirmaciones sobre Dios siempre la disimilitud es mayor
que la similitud6. Por ello tenemos que estar alerta frente a la tentación permanente de hacer a
Dios a nuestra imagen y semejanza. Nos «olvidamos» fácilmente que «las metáforas, lejos de
reducir a Dios a lo que nosotros comprendemos, subrayan por su diversidad y su falta de
adecuación la incognoscibilidad de Dios»7. Cuando entendemos las metáforas en un sentido literal,
ya no nos sirven como incentivo para contemplar y reflexionar sobre el misterio insonsable de Dios,
más bien entrampan nuestra mente e imaginación en una concepción muy limitada y por ello no
veraz de Dios. Eso podemos verlo con mucha claridad en el caso de la metáfora de Dios como
Padre. Cuando se la ha entendido y usado en un sentido literal, entonces se ha presentado a Dios
como una figura masculina. Por ello no nos deben sorprender las conclusiones equivocadas que se
han sacado de ahí. Pues si Dios es masculino, entonces lo masculino participa más de lo divino
que lo femenino y la masculinidad se vuelve normativa para la humanidad. En esas afirmaciones
erradas no se tiene presente que Dios es Dios y no un ser humano y por ello no es masculino ni
femenino sino que trasciende ambos. A la vez, no podemos olvidarnos aquí de la afirmación clave
en Gen 1,26-27: ambos, el hombre y la mujer, son creados a la imagen de Dios. Eso quiere decir
que tanto el hombre como la mujer tienen su imagen originaria en Dios, por consiguiente tanto el
hombre como la mujer reflejan algo de Dios. La biblista Helen Schüngel-Straumann recalca en este
contexto: «Hay que descartar desde Gen 1,26-28 una comprensión meramente masculina de Dios
en el Antiguo Testamento»8 .
JESÚS Y LA TRADICIÓN RELIGIOSA DE SU PUEBLO
A menudo, una presentación meramente masculina de Dios se ha apoyado en Jesús, sobre todo en
su invocación de Dios como «Abba», Padre. Pero no se ha tenido suficientemente en cuenta que
Jesús estaba muy enraizado en la tradición religiosa de su pueblo y tenía un conocimiento hondo
de su Sagrada Escritura, la que nosotros los cristianos llamamos Antiguo Testamento. Quien lee
atentamente el Antiguo Testamento se da cuenta de que no se usa mucho la metáfora de Dios
como Padre. Aparte de los pasajes bíblicos que se refieren a Dios como Padre del rey de Israel,
encontramos la metáfora en el contexto del pecado de su pueblo. Pues aquí comunica que Dios
sufre por su pueblo como un padre amoroso sufre por sus hijos ingratos y recalcitrantes, a quienes
sigue amando con gran compasión y paciencia y a quienes perdona una y otra vez. De ahí queda
claro que el Antiguo Testamento no intenta sexualizar a Dios cuando recurre a la metáfora del
padre, más bien desea recalcar los aspectos de responsabilidad, preocupación y cuidado que Dios
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tiene en relación con su pueblo, aspectos que también se expresan en imágenes y términos
femeninos (véase, por ejemplo, Oseas y segundo y tercer Isaías).
Es cierto que las metáforas masculinas predominan en el Antiguo Testamento, pero hay que notar
a la vez que no son las únicas, más bien son complementadas por metáforas femeninas. Eso es
sorprendente en la sociedad marcadamente patriarcal en la que surgieron estos textos. Por eso
afirma Sandra Schneiders: «Tal vez sea en lo inesperado, en lo que no se puede explicar por
influencias culturales, donde encontramos los aspectos más importantes y más reveladores de la
palabra de Dios»9 . En este contexto llama la atención la frase de Oseas 11,9 que ya hemos citado
anteriormente: «Pues soy Dios, no hombre (varón)». En una investigación exegética, la biblista Helen
Schüngel-Straumann muestra que el autor del texto, al usar la palabra hebrea ish, que significa en
primer lugar «varón», anuncia a un Dios que abarca lo femenino y lo masculino y que a la vez
trasciende a ambos10. Su visión más integral de Dios podría ser un correctivo para nuestras
imágenes a menudo muy parciales.
Generalmente no se hace mucha referencia a los textos bíblicos que contienen imágenes
femeninas y maternales de Dios. Por eso son poco conocidos y por consiguiente influyen poco en
nuestra manera de representarnos a Dios. Uno de los textos no muy conocidos donde Dios,
dirigiéndose al Israel infiel, habla de sí mismo en lenguaje femenino es Dt 32,18: «Olvidas al Dios
que te dio a luz». Otro texto clave para nuestro tema es Is 49,15: «¿Acaso olvida una madre a su
niño de pecho, y deja de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te
olvidaré». Este texto se ubica en el tiempo del exilio; Israel ha sufrido ya las consecuencias de su
infidelidad respecto a Yahvé. En el exilio el pueblo está desanimado y abatido. Por ello el profeta,
cuyo nombre es desconocido, el así llamado segundo Isaías, anuncia en el nombre de Dios
consuelo para su pueblo. Normalmente una madre no abandona a su «niño de pecho», pero en un
caso extremo eso podría suceder. No es así con el amor materno de Yahvé, que, según nuestro
texto, supera aun el amor de una madre humana, pues de ninguna manera Yahvé puede olvidarse
de Israel, «el niño de su pecho».
En éste, como en varios textos del Antiguo Testamento que hablan del amor maternal de Dios,
encontramos la referencia al seno materno de Dios. Pues la palabra «entrañas» en el v. 15 es una
traducción de la palabra hebrea rejem, seno materno. El plural de esta palabra -rajamim– significa
compasión, misericordia. Por eso las biblistas nos indican que en el lenguaje hebreo hay un vínculo
estrecho entre el seno materno y la compasión y misericordia. En otras palabras: en el lenguaje
bíblico el órgano de la compasión de Dios no es tanto el corazón sino el seno materno. Así se
afirma, metafóricamente hablando, que desde su «seno materno» Dios siente el vínculo fuerte que
le une con su «hijo», el pueblo de Israel11.
Hay más textos del Antiguo Testamento que describen el amor maternal de Dios. En el marco de
este artículo no podemos explayarnos sobre este tema. En resumen, podemos decir con las
palabras del papa Juan Pablo II: «…en diversos lugares de la Sagrada Escritura (especialmente del
Antiguo Testamento) encontramos comparaciones que atribuyen a Dios cualidades «masculinas» o
también «femeninas». En ellas podemos ver la confirmación indirecta de la verdad de que ambos,
tanto el hombre como la mujer, han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Si existe
semejanza entre el Creador y las criaturas, es comprensible que la Biblia haya usado expresiones
que le atribuyen cualidades tanto masculinas como femeninas»12. Aquí sólo comentaremos un texto
más, que aborda un aspecto particular del amor materno. En general asociamos espontáneamente
con este amor aspectos como nutrir, proteger y cuidar con mucho cariño y ternura. Por ello, cuando
recurrimos a la metáfora de Dios como Madre, normalmente queremos subrayar los rasgos tiernos
del amor de Dios hacia nosotros. De ahí que a primera vista nos puede parecer chocante lo que
leemos en Oseas 13,8, donde Dios se compara con una osa madre: «Caeré sobre ellos como una
osa privada de cachorros, y les desgarraré el pecho». Es una imagen impactante de la ira que Dios
siente frente a Israel, su pueblo, a quien ha amado con un profundo amor maternal y que no ha
sabido reconocer este amor. Israel más bien anda detrás de sus ídolos. En su ira ante esta actitud
injusta de Israel, Dios lucha por amor a su pueblo como una madre lucha por sus hijos. En esta
imagen se expresa un rasgo del amor maternal que nosotros reconocemos en muchas madres de
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América Latina: la capacidad de indignarse ante las injusticias y de luchar decididamente por la
justicia. Veamos, por ejemplo, en nuestro país, las madres de los detenidos desaparecidos, las
madres de los comedores y del «vaso de leche», y tantas otras.
JESÚS Y EL ABBA
Hay muchos indicios de que Jesús ha hablado de Dios y a Dios usando el término hebreo «Abba».
Es una palabra usada sobre todo por los niños pequeños; se la puede traducir por «papá», pues
«Abba» expresa mucha confianza, afecto y familiaridad en la relación entre los niños y su padre. El
hecho de que Jesús haya recurrido a este término manifiesta que él mismo ha experimentado a
Dios como un padre tierno y amoroso. Es cierto que Jesús, al recurrir a esta metáfora, ha presentado a Dios con un término masculino. Pero, como lo indica con justa razón Sandra Schneiders, la
metáfora del Padre era en ese tiempo la más adecuada culturalmente para describir la relación de
Jesús con su Padre. Pues las mujeres, y por consiguiente las hijas, tenían pocos derechos y mucho
menos reconocimiento social que los hombres. En la sociedad de entonces era costumbre que el
hijo mayor aprendiera el oficio de su padre y que en el tiempo debido el padre transmitiera y
cediera su «negocio» -para decirlo así- al hijo. Jesús, entonces, recurre a esta metáfora para
expresar que él aprende de su Padre cómo amar al mundo y cómo llevar a cabo el proyecto de
salvación en vínculo estrecho con su Padre.
Aquí quiero comentar brevemente con qué frecuencia usa Jesús el término «Padre» según los
evangelios. La investigación histórico-critica de los evangelios nos aporta datos esclarecedores al
respecto. El conteo muestra que en los evangelios aumenta en el transcurso del tiempo el uso de
la palabra «padre» para hablar de Dios: 4 veces en Marcos, 15 veces en Lucas, 49 veces en Mateo
y 109 veces en Juan13 . Estos datos ponen en evidencia que el uso frecuente de esta palabra no se
remonta tanto al Jesús histórico, sino a las comunidades cristianas, que se acostumbraron a
recurrir a menudo a esta metáfora para describir la relación entre Jesús y Dios.
Del uso de esta palabra no debemos deducir que Jesús haya tenido una percepción meramente
masculina de Dios. La pregunta no es tanto por qué Jesús ha recurrido a la metáfora «padre» –ya
hemos visto posibles razones culturales– sino más bien qué rasgos tiene el «Padre» de Jesús. «Este
Dios de Jesús carece de todo rasgo arbitrario: Dios es inequívocamente bueno. Es bondadoso para
los hombres y las mujeres, nunca indiferente»14. Es un Dios que actúa decididamente a favor de las
personas, sobre todo de aquellas que son marginadas, oprimidas y que no son reconocidas como
personas por los demás.
El amor misericordioso, compasivo y acogedor del Padre se manifiesta en los gestos de Jesús –su
comunión de mesa con pecadores y publicanos– y en sus palabras. Un ejemplo hermoso de ello es
la parábola llamada «del hijo pródigo» (Lc 15,11-32). Esta parábola es una «antítesis del
patriarcado»15, pues en ella Jesús transforma la imagen patriarcal de Dios. Según los patrones
culturales de ese tiempo, la reacción del padre fue excepcional y causó extrañeza en ambos hijos.
Pues en este caso el padre no reacciona como un patriarca poderoso, ofendido en su honor, sino
como un padre amoroso. Él recibe al hijo pródigo haciéndole sentir que nunca ha dejado de ser su
hijo. El padre le manifiesta su amor compasivo que perdona y restaura la relación. El padre no
desea sumisión, sino amor ofrecido en libertad. En cuanto al hijo mayor, el padre manifiesta un
amor que suplica y respeta el proceso de cada uno. En ambos casos, lo que más interesa al padre
es la relación con sus hijos, que quiere recuperar. Le duele el distanciamiento y la alienación de los
hijos, que nos representan a nosotros. Pero Él no presiona, sino que espera pacientemente nuestra
respuesta motivada por el amor. El padre intenta también recuperar la relación entre ambos hijos
invitándoles a unirse en la fiesta de la vida. Como nos revelan esta y otras parábolas, el Abba de
Jesús se alegra profundamente cuando damos el paso de la muerte a la vida, reencontrándonos
con nosotros mismos, con nuestros hermanos y hermanas y con Él. En sus palabras y hechos Jesús
revela a Dios como un Padre materno.
JESÚS HABLA DE DIOS EN METÁFORAS FEMENINAS Y MASCULINAS
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Al revisar atentamente la tradición cristiana, nos damos cuenta de algo clave: nos hemos centrado
tanto en el término «Padre» que hemos perdido de vista el hecho de que en el Nuevo Testamento,
lejos de ser éste el único término para hablar de Dios, hay una gran variedad de imágenes y
metáforas. Allí Jesús presenta a Dios tanto en imágenes masculinas como femeninas. En el
capítulo 15 de Lucas, por ejemplo, encontramos, aparte de la parábola ya comentada, dos
parábolas más que tratan del amor compasivo de quien se pone a buscar lo que estaba perdido.
En la parábola de la oveja perdida la figura central –el pastor que va en búsqueda de ella– es
masculina, mientras que en la parábola de la moneda perdida la figura central –la mujer que busca
con mucha perseverancia– es femenina. A través de ambas figuras Jesús describe lo que Dios
experimenta en su relación con nosotros. Dios no es indiferente frente a sus hijos e hijas que
sufren por sentirse «perdidos»; movido por su gran compasión y misericordia los busca, los acoge y
goza del reencuentro con ellos. En la parábola de Mt 13,33, Jesús compara a Dios con una mujer
que mezcla la levadura con la harina hasta que fermente todo. En Mt 23,27 (par. Lc 13,34) Jesús
habla de sí mismo en una metáfora femenina, comparándose con «una gallina que reúne a sus
pollitos debajo de sus alas», para expresar con cuánto cariño maternal ha querido reunir a los hijos
e hijas de Jerusalén que se han resistido a su amor. En Jesús Dios ha querido recoger y acoger al
pueblo de Israel como una madre acoge a sus hijos rebeldes.
En su conversación con Nicodemo, en Juan 3,1-7, Jesús recurre a una imagen muy femenina: hay
que “renacer” para entrar en el reino de Dios. En esta imagen, implícitamente, Dios es comparado
con una madre de la cual nacemos a la vida. En conclusión podemos decir: «Los evangelios, al
poner en boca de Jesús varias metáforas femeninas importantes, dejan en claro que las metáforas
masculinas no deben ser entendidas en sentido literal ni deben ser absolutizadas»16 .
A DIOS SE LE LLAMA DE MUCHAS MANERAS
Dos Padres de la Iglesia, Clemente de Alejandría e Ireneo, nos han querido sensibilizar al hecho de
que Dios como misterio trasciende toda comprensión nuestra; por lo cual no puede ser designado
adecuadamente por un solo nombre. En otras palabras: sólo la pluralidad de símbolos, metáforas y
nombres nos permite describir a Dios adecuadamente. Por ello es importante no hablar
exclusivamente de Dios como Padre. Ya hemos visto que también la metáfora «Madre» puede
expresar aspectos clave del amor de Dios. Pues, como lo indica Sallie Mc Fague, esta metáfora
«subraya la cercanía de Dios a nosotros en el mundo en que vivimos»17 . Pero Dios como Madre y
como Creadora es también «necesariamente juez, en el sentido primario de condenar como pecado
fundamental (aunque no único) la desigual distribución de los recursos básicos que aseguran la
continuidad de la vida en sus múltiples formas»18 .
Ciertamente, el ser madre es una función únicamente de la mujer, y como metáfora puede
expresar rasgos importantes del amor de Dios. Pero conviene no olvidarnos que los símbolos
femeninos no se limitan a ello. Más bien la teología femenina nos quiere hacer conscientes de que
lo propio de la mujer puede expresar algo de lo propio de Dios, como lo propio del hombre puede
expresar algo de lo propio de Dios.
Otra metáfora que puede expresar muy bien algo característico de Dios es la metáfora parental:
Dios como Padre y Madre. Pues «el amor de los padres es la experiencia más íntima e intensa que
tenemos del don de amor que no espera nada a cambio: es el don de la vida como tal a los
demás»19. Generalmente, lo característico del amor de los padres es que desean la vida desde que
está por nacer; al nacer la acogen con profunda gratitud y alegría. Los padres comunican al niño o
a la niña algo fundamental: «¡Qué bien que existas!» Ambos padres se sienten responsables por la
vida que han traído a la existencia, la nutren y la cuidan con cariño. En nuestro contexto de América
Latina, cuando se verifica este amor en padres humildes que luchan día tras día con grandes
sacrificios para alimentar y criar a sus hijos, puede ser una imagen fuerte del amor desinteresado y
entregado de Dios.
Las metáforas tan significativas de Dios como Padre, como Madre y como Padre y Madre, en toda
la riqueza que contienen, no pueden ser las únicas. Pues uno de sus límites es que se quedan
restringidas al ámbito de la familia y al esquema masculino/femenino. En la teología femenina se
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ha tomado conciencia de que requieren ser complementadas por otras metáforas e imágenes que
trasciendan este esquema. La teología femenina nos incentiva a redescubrir el amplio espectro de
las imágenes y designaciones bíblicas de Dios como, por ejemplo, agua, roca, fortaleza; y también
amor, palabra, luz, consuelo, etc. También nos recuerda que el vocablo «espíritu», masculino en
castellano, es femenino en hebreo, y semánticamente la palabra ruaj está vinculada con rejem
(seno materno). Ruaj significa «viento, aliento, fuerza creadora de Dios»; pues el Espíritu genera
vida nueva, impulsa todo hacia la nueva creación. En resumen, los diferentes nombres e imágenes
de Dios, cada uno en su particularidad y todos en conjunto, nos comunican algo de la belleza,
bondad y verdad de nuestro Dios. Ellos apuntan a la fuente que en última instancia es innominable.
COMUNIDAD CRISTIANA Y GÉNERO
La comunidad cristiana mantiene viva la memoria de que Jesús anunció en sus palabras y en sus
gestos el amor radicalmente «incluyente» de Dios, es decir, un amor que abarca a todos. Pues un
símbolo importante del Reino es «una mesa para todos». Dios llama a hombres y mujeres a entrar
en su Reino. Por eso Jesús trató a las mujeres como plenamente iguales y aceptó en el
seguimiento a hombres y mujeres para que sean mensajeros y mensajeras de la Buena Noticia.
Esta actitud inspirada por el Espíritu ha estado obviamente muy presente en las primeras
comunidades cristianas, como lo muestra, por ejemplo, el texto de Gal 3,28: «Ya no hay más judío
ni griego, esclavo ni libre, varón y mujer, pues todos ustedes son uno mediante Cristo Jesús». Si
verdaderamente todos, hombres y mujeres, son uno en Cristo, entonces en la comunidad cristiana
ya no puede haber valoraciones hechas a partir de clase social, etnia y género, pues Jesús acabó
con toda clase de subordinación discriminatoria. Eso nos recuerda también el texto de Mt 23,8-12:
«Ustedes, en cambio, no se dejen llamar maestro…». Pues las personas que se relacionan con el
Dios del reino –el Abba– entran en relaciones de solidaridad y en un mutuo dar y recibir. En el
Reino Jesús restablece la voluntad del Creador de que hombre y mujer, ambos creados a imagen
de Dios, vivan con igual dignidad de hijos e hijas de Dios. Según el testimonio de los Hechos, no
sólo los hombres sino también las mujeres reciben el don del Espíritu y entonces también ellas son
portadoras de este Espíritu creador y transformador que renueva la faz de la tierra.
De lo expuesto anteriormente se concluye que el «machismo» es una expresión del pecado, pues es
una deformación de las relaciones entre el varón y la mujer. Las diferencias biológicas entre
ambos, por razones culturales, generaron desigualdad. Hay que tomar conciencia de que el
machismo causa daño tanto al hombre como a la mujer. Por ello la comunidad cristiana está
llamada a una conversión hacia relaciones que ayuden a ambos, hombres y mujeres, a crecer
hacia una humanidad más plena y a realizar así la voluntad de nuestro Creador y Redentor. Esta
conversión implica quitar decididamente nuestro apoyo a las estructuras mentales y sociales que
generan y mantienen ese mal. Empecemos a modelar en nuestras relaciones sociales el nuevo
mundo que anhelamos, pues deseamos una sociedad donde se afirme el igual valor de cada
persona. Eso exige de la comunidad cristiana la práctica de solidaridad con las mujeres que sufren
la triple opresión, la opresión del machismo, del racismo y de la pobreza.
Es importante que en las comunidades cristianas vayamos superando unilateralidades en la
imagen de Dios. Existe innegablemente un vínculo estrecho entre nuestra manera de percibir a
Dios y nuestra manera de percibir el mundo, a nosotros mismos como hombres y mujeres y la
relación entre los géneros. Una imagen predominantemente masculina de Dios refuerza el
machismo, es decir, la sobrevaloración y el dominio de lo masculino. Por ello también es
importante que tengamos mucho cuidado en el lenguaje que usamos, pues el lenguaje expresa y
forja mentalidad. Un lenguaje inclusivo honra lo dicho a lo largo de este artículo y reconoce a
ambos, hombres y mujeres, como sujetos activos en la comunidad cristiana y en la sociedad.
NOTAS:
1 Tomás de Aquino, Summa Theologiae 2-2, q.8, a.7.
2 Sallie Mc Fague, Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear, Sal Terrae, Maliaño 1994, p. 70.
3 W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Ed. Sígueme, Salamanca 1986, p. 161.
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4 Sandra Schneiders, Women and the Word, Paulist Press, New York/Mahwah 1986, p. 27.
5 Sallie Mc Fague, Op. cit., p. 70.
6 Vea, por ejemplo, Tomás de Aquino, ibid. 1, q. 3, prólogo.
7 Sallie Mc Fague, Op. cit., p. 163.
8 Helen Schüngel Straumann, «Die Dominanz des Männlichen muss verschwinden», en B. Hubener, H. Meesmann (Ed.), Streitfall
feministis-che Theologie, Düsseldorf 1993, p. 73.
9 Sandra Schneiders, Op. cit., p. 41.
10 Helen Schüngel-Straumann, Op. cit., p. 78.
11 Es interesante notar que el XI Concilio de Toledo (675) habló en sus textos del «uterus Dei», del «seno materno de Dios».
12 Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, 28.
13 Citado según Elizabeth A. Johnson, Ich bin die ich bin. Wenn Frauen Gott sagen, Ed. Patmos, Düsseldorf 1994, p. 117.
14 H. Küng, ¿Existe Dios?, Ed. Cristiandad, Madrid 1979, p. 933.
15 Sandra Schneiders, Op. cit., 46.
16 Ibid., p. 41.
17 Sallie Mc Fague, Op. cit., p. 188.
18 Ibid., p. 192s.
19 Ibid., p. 175.
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