El alma buena de Sechuan

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El alma buena de Sechuan
CUANDO a finales de los 80 el gran Harrison Salisbury -el periodista que había
abierto los ojos de América con sus crónicas desde Vietnam del Nortereconstruyó la Larga Marcha realizada medio siglo antes por los comunistas
chinos en su huida de las tropas del Kuomintang, encontró a un octogenario
compañero de Deng Xiaoping. El anciano, un tal Ya Meiyuan, le confesó que ya
entonces los métodos del Pequeño Timonel le parecían «un poquito radicales»
y así se lo había expuesto al propio Deng: «¿Por qué mandaste ejecutar
después de la batalla a algunos propietarios que no necesitábamos matar?».
Ya Meiyuan recordaba muy bien la respuesta: «¿Y cómo quieres que los
campesinos se atrevan a repartirse la tierra de los propietarios si no matan
primero a unos cuantos?».
Por ese camino Deng, que ya había sufrido a manos de los asesores rusos de
Mao la primera de las tres grandes purgas de su vida, experimentaría tal
progreso en el escalafón del Ejército Rojo que pasaría de iniciar la Larga
Marcha cargando con su propio saco de arroz como un mero soldado de a pie,
a convertirse durante los años 40 en su más afamado general. «No subestime
usted a ese pequeñajo. Ahí donde lo ve, él destruyó a un ejército con un millón
de los mejores soldados de Chiang Kaishek», le dijo Mao a un atónito Nikita
Kruschev.
Antes incluso de Tiananmen, Salisbury se sintió fascinado y desconcertado por
la estela de contradicciones que parecía estar dejando la personalidad de Deng
sobre el pueblo chino. ¿Cómo era posible que un hombre capaz de tanta
dureza y fría crueldad fuera considerado el gran benefactor, el verdadero
salvador de China? El día en que decidió rehabilitarlo tras el delirio de la
Revolución Cultural, Mao recurrió a una de sus imágenes poéticas para definir
a Deng ante el Comité Central como «una aguja envuelta en algodón». Un
cuarto de siglo después, a la hora de su muerte, los más sagaces analistas
internacionales han escrito millones de palabras sobre este hombre,
alternativamente más punzante y más suave que nadie, cuya vida transformó la
de casi una cuarta parte de los habitantes del planeta. Ninguno de los artículos
que yo he leído ha dado, sin embargo, respuesta satisfactoria a lo que
podríamos llamar el enigma Deng Xiaoping. ¿Cuál era su Rosebud? ¿Dijo,
agonizante, algunas últimas palabras al oído de su hija favorita, Maomao, que
nos permitan entenderlo todo? ¿Debemos fijarnos en su estrambótica pasión
por el bridge o en su inveterada condición de nadador de fondo como
metáforas de su astucia y resistencia? ¿Dónde está la llave que nos abra la
puerta del jeroglífico encerrado dentro del enigma?
Yo he creído encontrarla releyendo un subyugante texto teatral. Me sorprende
que nadie haya subrayado que Deng nació y se crió en la misma remota
provincia oriental de Sechuan en cuya capital ambientó Bertolt Brecht una de
sus más conocidas funciones, indistintamente traducida como La persona
buena de Sechuan o El alma buena de Sechuan.
La trama comienza cuando los tres dioses llegan a la ciudad tratando de
encontrar una sola persona que les devuelva la fe en la humanidad y sirva de
germen para su transformación. Tras diversos avatares, todas sus esperanzas
se depositan en la bondadosa prostituta Shen-Té, a quien entregan un
pequeño capital para que pueda hacer el bien. Enseguida se convierte en el
ángel de los suburbios, pero también empieza a ser víctima de todo tipo de
abusos, timos y extorsiones.
Para sobrevivir a la bancarrota, la dulce Shen-Té tiene que desdoblar su
personalidad, dando entrada en escena a su imaginario primo Shui-Ta -Nuria
Espert interpretó ambos papeles en su estreno en España-, quien reconducirá
la situación con implacable rudeza. Algunos de sus primeros comentarios
aluden ya burlonamente a la utopía colectivista que impulsó desastres de la
magnitud del llamado Gran Salto Hacia Adelante de finales de los 50:
«Preguntaron al gobernador qué se podría hacer para ayudar a los que se
morían de frío; y respondió: un tejado de 2.000 metros que sirva de techo a
toda la ciudad».
«La pobreza no es el comunismo», repetía martilleantemente Deng para
justificar en el partido su denostada imagen de que el color del gato era lo de
menos con tal de que cazara ratones. Así lo explica la suave Shen-Té
entonando una canción típicamente brechtiana, en el momento de travestirse
en el duro Shui-Ta: «En nuestro país/ los buenos no pueden seguir siendo
buenos mucho tiempo./ Cuando los platos están vacíos los comensales se
pelean/ y las prescripciones divinas/ nada pueden contra el hambre». ¿Cuál es
la solución? «Si quieres alimentarte/ necesitas la ferocidad de los constructores
de imperios».
Esa «ferocidad» no le faltó nunca a Deng, pero tampoco la paciente tenacidad
con que Shen-Té persevera en sus propósitos. Al margen de sus cualidades
morales, el exilio interior (Churchill, Stalin) o exterior (Lenin, De Gaulle) es el
que curte siempre al estadista. El mejor Deng es el que encontramos a finales
de los 60, confinado en una remota granja, después de haber sido obligado por
los diablillos liberados por Mao -así llamaba a sus siniestros guardias rojos- a
desfilar encartelado entre insultos y escupitajos por las calles de Beijing.
Acusado de «revisionista» y «capitalista», le corresponde «reeducarse»
reparando tractores y vuelca toda su energía en tratar de aliviar la terrible
condición de su hijo Pufang, paralítico tras ser arrojado al vacío desde el cuarto
piso de su universidad.
Maomao recuerda al hombrecillo dando tenazmente masajes un día y otro día
a su hermano tumefacto y caminando luego por el pequeño cuadrilátero que
era a la vez cárcel y jardín: 40 pasos hacia adelante, 40 hacia un lado, 40 hacia
atrás, 40 hacia el otro lado; y todo ello repetido 40 veces. Deng se mantenía en
forma, se preparaba para ser el curandero que restañara las heridas de una
sociedad sangrante por el rapto de locura de su Rey-Poeta.
Cuando Mao entendió que ya era hora de volver a encerrar las fuerzas del caos
hizo saber a Deng, a través de Zhou Enlai, que su autocrítica sería bien
recibida.
Sin pensarlo dos veces el confinado escribió una carta presentándose como un
«intelectual pequeño burgués» que se había «acostumbrado a mandar sobre
los otros y a considerarse alguien especial». Tras abjurar expresamente de su
eslogan sobre el gato y los ratones -¿como no iba a hacerlo, precisamente en
nombre del pragmatismo?- se apresuró a regresar a Beijing... para empezar a
aplicarlo.
Pensar que Deng creía en el capitalismo sería incurrir en la misma ingenuidad
en la que trágicamente cayeron quienes primero en el 86 y luego en el 89 lo
confundieron con un demócrata. Desde un férreo sentido autoritario, un hombre
de su inteligencia y sangre fría no podía, sin embargo, dejar de ser consciente
de que en una era de intenso desarrollo tecnológico el progreso material de
China pasaba por eliminar todas las grotescas barreras del dogmatismo
maoísta. Apenas desaparecido su protector, acabó con la Banda de los Cuatro
-revirtiendo en cuestión de meses su última caída en desgracia-, eliminó todo
vestigio del culto a la personalidad que de forma tan estomagante había visto
practicar durante su larga vida y trató de asumir, al modo de los antiguos
emperadores, el discreto papel de distante benefactor del pueblo.
Pero, como digo, el viejo patriarca no dudó lo más mínimo ni en rasgar a
mediados de los 80 el llamado Muro de la Democracia, encarcelando a los
jóvenes que escribían en él sus quejas y propuestas, ni en aplastar con los
tanques de Li Peng la emblemática Estatua de la Libertad que a finales de la
década erigieron como símbolo de su protesta los mártires de Tiananmen.
Se acaba el Siglo de los Grandes Dictadores. Han sido gatos de todos los
colores y han medrado en muy diversas latitudes. Unos han cazado con mayor
saña y violencia y otros con más suavidad y astucia, pero todos se han llevado
por delante su buena ristra de ratones. Siendo Castro un mero cacique insular,
despidamos a Deng como al último de ese rango formidable y terrorífico y
preguntémonos cuál será el modelo para China y para el planeta entero en el
próximo milenio.
Al caer el telón, así lo hace uno de los miembros del elenco de La persona
buena de Sechuan: «¿Dónde está la solución correcta? A ningún precio la
hemos encontrado. ¿Hacen falta otros hombres? ¿Otro mundo? ¿O tal vez
otros dioses?». Los estudiantes de Tiananmen se encogieron de hombros y
sólo grabaron en el muro, a modo de testamento, una única certeza: «Las
mentiras escritas con tinta nunca podrán ocultar las verdades escritas con
sangre».
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