Aula de Cultura ABC Fundación Vocento Jueves, 14 de noviembre de 2006 El desafío de las damas. La verdad sobre el conde duque de Olivares Dña. Almudena de Arteaga Escritora Mi preocupación siempre se ha centrado en el papel de las mujeres en la historia, por lo que, antes de describir a las seis protagonistas de mi última novela, repasaré brevemente la figura de otras mujeres a las que me he referido en obras anteriores. La primera de ellas fue María de Molina, que probablemente nació en 1265 y murió en 1321. En plena época medieval castellana, María desafía a todos los grandes señores de la época, como los Haro y los Lara. Fue reina tres veces: regente de su marido (Sancho IV el Bravo), de su hijo (Alfonso IV el Emplazado) y de su nieto (Alfonso XI), porque todos iban muriendo y ella tenía que hacerse cargo de la regencia. María de Molina desafió a todos los nobles que, aprovechando la infancia de los reyes, querían hacerse con el poder. Mi segunda protagonista fue la Beltraneja, que desafió nada más y nada menos que a Isabel la Católica. Estando desterrada en Portugal, ella siguió firmando hasta el día de su muerte como “la excelente señora”. Incluso, en el último testamento estampó un “yo, la reina”. Catalina de Aragón, prima de la anterior e hija pequeña de Isabel la Católica desafió nada menos que a Enrique VIII de Inglaterra y provocó el cisma anglicano. Leonor, hermana mayor de Carlos V, es una gran olvidada de la historia. Nació dos años antes y fue reina de Portugal y reina de Francia por imposición. Acompañó a su hermano cuando vino de Flandes, apenas sabía hablar castellano y estuvo entregada absolutamente al imperio y a la voluntad de su hermano. Por su parte, la princesa de Éboli desafió a todo un Felipe II y fue una mujer que reunió en sí misma “las cinco mujeres” que podían existir en el Siglo de Oro español: monja, amante, madre, noble e intrigante. Eugenia de Montijo desafió a todos los franceses. Se le atribuye una frase muy bonita cuando llegó a ser emperatriz: “Parece que Dios me lo quiso dar todo en la vida para luego despojarme de todo ello poco a poco”. Eugenia acabó desterrada en Inglaterra y viuda, y su único hijo quiso luchar con el ejército inglés y fue asesinado en África. Murió despojada de absolutamente todo lo que había conseguido a lo largo de su vida, que nunca soñó lograrlo porque, simplemente, provenía de una familia noble venida a menos que vivía en Granada. Sin embargo, acabó siendo emperatriz de Francia. Finalmente, Isabel de Varela –que dio la vuelta a África y terminó en Kenia– no es muy conocida, pero fue una pobre niña que con dieciséis años fue embarcada en Lisboa. La casaron con un rey de Mombasa converso al catolicismo que volvió a su fe musulmana y cometió una masacre tremenda conocida como la de “los trescientos mártires de Mombasa”, que están en proceso de beatificación actualmente. El desafío de las damas es una novela que se desarrolla en tiempos de Felipe IV. Felipe IV hereda la corona, sucede a su padre cuando apenas tiene dieciséis años, muy joven. Como su padre había entregado el gobierno de todos sus reinos al duque de Lerma, él se lo entrega al conde duque de Olivares. Olivares es un hombre tremendamente posesivo, que no quiere que absolutamente nadie domine al rey salvo él. Sin embargo, es un buen político progresista para su momento, aunque creo que cometió el error de intentar mantener abiertas todas las contiendas que España tenía en el extranjero, entre ellas, y principalmente, la obsesión por el cardenal francés Richelieu –a quien envidiaba, admiraba y odiaba–, la guerra contra los Borbones y las contiendas en Flandes. En el reinado de Felipe IV, el país empieza a sufrir una decadencia tremenda. Comienzan a subir los impuestos, se devalúa la moneda de vellón varias veces y los soldados llegan de todas las contiendas con una mano por delante y la otra por detrás, sin haber cobrado absolutamente nada. Muchas veces los dejan en los puertos de Cataluña y les dan patente de corso para cobrarse sus deudas en Cataluña, lo que provoca una inestabilidad absoluta. Los impuestos empiezan a subir, y el conde duque de Olivares dicta una muy curiosa pragmática de ahorro sobre el lujo que prohíbe ciertos tipos de tejidos (demasiado ricos), como, por ejemplo, los de Flandes. Por su parte, Madrid – donde se ambienta mi novela– aparece cada vez más decadente, si bien los madrileños observan, por contraste, cómo el rey está construyendo el gran palacio del Retiro con todos sus jardines. ¿Quiénes son las seis protagonistas de mi novela que se desenvuelven dentro de esta decadencia de Madrid? La primera fue Isabel de Borbón, que se casa con Felipe IV con diez años nada más (él tiene doce). Ella vive en El Pardo y él en Madrid, pero se ven de vez en cuando, aunque no les dejan vivir juntos. Una vez que llegan a convivir (ella sigue siendo muy joven), Isabel de Borbón queda embarazada varias veces, pero pierde muchos hijos, uno detrás de otro. El príncipe Baltasar Carlos, después de varias niñas, se convierte en su gran ilusión. En cuanto a la política internacional, 1621 supone el final de la Tregua de los Doce Años con los holandeses, quienes pactan con todos nuestros enemigos, con lo que las contiendas se encarnizan todavía mucho más. Es preciso enviar más dinero; pero las arcas ya no están como antes. Suben los impuestos, y tanto catalanes como portugueses (Felipe IV era rey de Portugal) empiezan a ponerse en contra. En Navarra, además, surgen problemas, y el duque de Medina-Sidonia llega a intentar independizarse, a erigirse rey de Andalucía. Cataluña se revoluciona, y Vasconcelos se alza en armas en Portugal, donde se conseguirá la independencia. Ana de Guevara es una de esas protagonistas en las que yo no había pensado inicialmente. Sin embargo, Marañón, en su ensayo La pasión por mandar –que recomiendo a cualquier persona que esté interesada y quiera seguir investigando sobre el conde duque de Olivares–, habla de Ana de Guevara, una nodriza de palacio que había criado al rey. Como se sabe, las nodrizas tenían que ser nobles de palacio, pero por alguna razón Ana de Guevara acabó expulsada porque, según dicen, influía mucho en el rey, por lo que Olivares la “puso en la calle”. Por cierto, quiero aclarar que en mi novela se combina la realidad con la ficción. Si bien los entornos son todos reales, puse a Ana de Guevara a regentar una mancebía –las cuales, por cierto, abundaban en la época–. Ana de Mendoza, sexta duquesa del Infantado y antepasado mía, es otra de las que se me apareció de repente. Su nieto era Lerma e Infantado, es decir, había sufrido la defenestración que el conde duque de Olivares cometió contra el anterior valido, por lo que el motivo de venganza de la duquesa era, precisamente, recuperar el honor para su nieto. La tercera mujer que entra en la novela es Inés de Calderón, esposa de Rodrigo de Calderón, quien fue preso nada más acceder al trono Felipe IV. Mientras que el duque de Lerma se vistió de cardenal y se fue a vivir a sus tierras de Lerma para que Olivares no lo detuviera, Rodrigo de Calderón no lo hizo, sino que se quedó en su casa tranquilamente. Así vio, con sus hijos y su mujer, cómo un día llegaron a detenerlo. Lo tuvieron preso durante dos años. Mi novela empieza en un calabozo con un martirio de aguas y cordeles (documentado, por cierto) sobre Rodrigo de Calderón, mientras su mujer lo contempla desde las rejas. Después de dos años de presidio, todo Madrid pide su libertad debido a las torturas que ha sufrido, pero lo llevan a la Plaza Mayor y, en cambio, lo degüellan. Aquí arranca el motivo de venganza de Inés de Calderón. Por lo que he podido averiguar, la Calderona era hija de unos faranduleros. Es la única amante de Felipe IV, con todos los hijos bastardos que tuvo este rey tan mujeriego, que consigue que se reconozca a su hijo Juan José de Austria. ¿Por qué iba a querer vengarse, entonces, del conde duque de Olivares? Porque le arrancan a su hijo recién nacido y la mandan a un convento como madre superiora. Las malas lenguas dicen que un día escapó del convento y que no se volvió a saber de ella, pero en Guadalajara afirman que, probablemente, murió en el lugar. Aunque sor Ana María de Ágreda no es de por sí una conjurada (vivía en un convento de clausura), era testigo de cómo el país se venía abajo y cómo el gobernante no lo estaba haciendo tan bien como parecía. Son conocidas las cartas de sor Ana María a Felipe IV, porque estas mujeres, después de haber intentado envenenar al conde duque de Olivares y fracasar en su intento, querían convencer al rey de que se deshiciese del valido. Por ello, quiero dejar claro que sor Ana María no entró en la conjura, porque fue una mujer mística, y fantástica, que carecía de malicia, pero sí era una persona lo suficientemente inteligente como para asesorar al rey. Y el rey, desde que la conoció, le hizo muchísimo caso, hasta el punto de deshacerse de Olivares. Finalmente, debo referirme a Isabel de Borbón, que entrará al final para aconsejar, pensando en el futuro de su hijo Baltasar Carlos, príncipe de Asturias. Lo pondrá por testigo para reprochar al rey qué reino quiere dejar a su hijo y conminarle a deshacerse inmediatamente de Olivares. Por cierto, no deja de ser curioso el modo en que el rey despide al conde duque. Felipe IV no se atreve, está sometido a él desde niño, por lo que le deja una carta y desaparece, se va de cacería. No lo conseguirá en primera instancia, y a fuerza de que insistan tanto las conjuradas como el pueblo, el conde duque será desterrado primero a Loeches y después a Toro, donde comenzará a sufrir graves problemas de salud. Morirá en su casa, tranquilo aunque desterrado.