RUBÉN PÉREZ BUGALLO El Folklore: una Teoría de la Práctica1 T en la praxis de sus experiencias vivenciales colectivas, lo integra en base a sus intentos de alcanzar una organicidad interna en los modos de comprensión de esa realidad y lo transmite permanentemente recreado y renovado durante lapsos variables de tiempo, mediante diversos mecanismos dinámicos de instrucción y asimilación. La permanente variabilidad que caracteriza toda realidad viva ─habría que hablar, mejor, de realidades sincrónicas y realidades sucesivas─ hace que cualquier pretensión de llegar mediante el análisis o la síntesis a establecer la existencia de plasmaciones culturales temporalmente inalterables ─lo que equivaldría a eternas─ resulta disparatada y carga ya desde su planteo con la carga del inexorable fracaso. Los rasgos culturales se originan en determinada circunstancia coadyuvante que puede ─o no─ ser históricamente detectable. Durante el cumplimiento de su ciclo historial pueden desarrollarse adquiriendo nuevas apariencias y características que son fruto de necesarias adaptaciones, y pueden también desaparecer si otra coyuntura circunstancial los torna innecesarios, extemporáneos o inocuos. De hecho, un profundo cambio en la esencia de un fenómeno autoriza al analista a hablar de la extinción del hecho originario y el surgimiento de uno nuevo, sobre todo si sus mismos portadores no reconocen nexos causales o formales entre la configuración progenitora y la derivada. Que las culturas cambian ─por motivaciones internas o influencias externas, a veces compulsivas─ es, pues, un hecho incontrovertible. De aquí que resulta no sólo válida sino ineludible la permanente búsqueda de pautas que nos permitan, en medio de los procesos de cambio cada vez más vertiginosos, comprender medularmente las actuales manifestaciones culturales y sus peculiares organismos formativos. A partir de 1846 y desde diversas ramas de las ciencias y las artes se ha tratado de encasillar, bajo el rótulo de folklore, cierto sector de la realidad cultural presuntamente usufructuado por un tipo ideal de comunidad acerca de cuya existencia concreta nadie pudo nunca aportar evidencia científica. Los tratadistas de habla hispana, para identificar a ese grupo humano que sería creador o recipiendario del folklore, han recurrido, entre otros términos, a los siguientes: bajo, pobre, rústico, popular, iletrado, analfabeto, retrasado, campesino, simple, sencillo, aislado, plebeyo, aldeano, pueblerino, vulgar, etc. Esta profusa adjetivación ─dada a veces con valor de sinonimia y siempre como traducción del tecnicismo británico folk─ 1 ODO GRUPO HUMANO ADQUIERE SU PATRIMONIO CULTURAL Fuente: Sapiens Nº 5, Chivilcoy, Museo Arqueológico Municipal, 1985. 2 RUBÉN PÉREZ BUGALLO no sólo evidencia desde el punto de vista ético un enfoque discriminatorio (como cuando la Etnografía, marcando la oposición entre el espíritu “civilizado” y el “bárbaro” habla de pueblos tribales, primitivos, arcaicos, atrasados o ágrafos, para mencionar nada más que algunas de las opciones), sino que intenta aproximarse a ciertos hechos culturales considerándolos extraños a priori, lo que a nuestro juicio es metodológicamente más cuestionable. Sin duda, descartar desde la hipótesis la posibilidad de que el observador, en alguna medida, sea parte misma del grupoobjeto, es olvidar que no estudiamos pájaros, como el ornitólogo ni insectos como el entomólogo, sino nada menos que hombres, esto es, a nosotros mismos, en nuestras particulares alternativas de vida en sociedad. Avalados por nuestra propia experiencia ─tanto la vivencial de cultores, portadores y transmisores de cultura popular como la encauzada sistemáticamente por formación profesional─ creemos que ya es hora de que demos la espalda al elitismo intelectual y planteemos la necesidad de una renovación radical que revierta aquella actitud nacida de la Antropología misma, cual era la de reservar al investigador el triste papel de espía de los bienes ajenos. Nuestra postura apunta a lograr que la realidad latinoamericana ─la única que, en parte, conocemos─ deje de ser estereotipada por especulaciones suministradas “desde fuera” y nos esforcemos por realizar una auténtica hermenéutica de la nostridad, un intento de comprensión de nuestra cultura partiendo de las particularidades regionales. El despegue apodíctico de esta concepción sólo será posible si se desechan tanto los reduccionismos ideológicos de la Antropología tradicional como las idealistas metáforas con que el Nativismo de raíz romántica ─también autodenominado Folklore─ nos presenta diariamente indígenas y gauchos ridiculizados for export. Hemos salido, hace algún tiempo, en búsqueda de una visión realmente émica que nos permita redefinir los hechos culturales en términos válidos para sus propios usuarios, y nuestra primera conclusión teorética luego de un amplio trabajo de campo resultó de índole negativa: el hombre folk no existe. En consecuencia, la comunidad o grupo folk tampoco. Se trata de caracterizaciones artificiosas planteadas desde el escritorio, sin base heurística confiable. Pero apresurémonos a decir que sí creemos haber constatado la existencia de hechos culturales que pueden ser denominados folklóricos. Los percibidos como particulares modos de conocimiento y formas de acción que, por supuesto, conviven con otros niveles cognoscitivos y otros comportamientos ─no folklóricos─ de diversa índole. Las personas que conocen y ejecutan hechos folklóricos también van a la escuela, escuchan la radio, leen los diarios, viajan en tren, ómnibus o automóvil, trabajan en establecimientos rurales, fábricas u oficinas, se agremian, discuten sobre política, votan, hacen el servicio militar, venden, compran, etc. Se nutren, en suma, de diversas fuentes de conocimiento e información y actúan conformes a ese mosaico de elementos cuyo indicador común es la diversidad. La cultura criolla tradicional es, sencillamente, una de esas fuentes, que circula por un específico canal de comunicación notoriamente distinto ─tanto por su naturaleza emotiva como por su mecanismo de asimilación de contenidos─ de aquellos otros canales que funcionan en el marco de la enseñanza oficial, la actividad profesional, la información periodística, las modas pasajeras, los medios de movilidad, el ámbito deportivo, político o laboral. Ser peón, obrero, empleado, maestro, alumno, comerciante, futbolista, policía, sindicalista, propietario de un taller o patrón de estancia no constituye impedimento esencial para conocer, además de los elementos que permiten desempeñar cada actividad o profesión, ciertas tradiciones culturales del lugar en que se ha nacido o se vive. Por el contrario, muchas de estas tradiciones se imbrican con diversos aspectos laborales, profesionales y ocupacionales hasta formar, en algunos casos, parte indisoluble de los mismos. EL FOLKLORE: UNA TEORÍA DE LA PRÁCTICA 3 Aún existen en América, es cierto, grupos humanos caracterizables genéricamente como monoculturales por su total desconexión con las pautas invasoras de la moderna sociedad industrial: son los indígenas, cada una de cuyas etnias posee su propio horizonte mítico, su peculiar estilo cognoscitivo, su forma de experiencia, sus sistema de sociabilidad y su perspectiva del tiempo, rasgos que, en conjunto, le otorgan individualidad. En la Argentina se trata de relictos de las culturas Tehuelche, Mapuche, Toba, Mataco, Chorote, Chiriguano, Chané, Mbia en evidente ─y al parecer irremediable─ camino a su desaparición como entidades culturales. A nuestro juicio, la perdurabilidad de la condición indígena no resulta hoy consecuencia de otra cosa que de la imposibilidad de acceder a los cambios propuestos y difundidos por las grandes metrópolis (Aunque ingresar en esa órbita no siempre implique un “ascenso social”). A lo folklórico, en cambio, lo entendemos como algo vivo, de externación cotidiana, cuya lozanía se basa en la disponibilidad real de elección de novedades. Por eso, su permanencia temporal no peligra ante los procesos de cambio sino que, por el contrario, ésta se nutre de ellas. La circulación libre de factores culturales es el alimento vital que permite a lo folklórico su perduración. Entendemos la realidad folklórica como una estructura antropológica en la que la mudanza de acontecimientos ─trascendencia─ no trastoca su carácter esencial ─inmanencia─. La permanente interrelación entre la estructura y el acontecimiento se expresa en los fenómenos que responden, como se dijo, a códigos establecidos por derecho consuetudinario. Los planos de manifestación espiritual y material de esos códigos pueden ser registrados sin mayor dificultad aún por observadores circunstanciales. Pero la aprehensión de las correspondencias, afinidades y claves de carácter afectivo que hacen posible la vehiculización de los mensajes no pueden quedar sino a cargo del profesional entrenado en la investigación cultural. Los portadores de bienes folklóricos reconocen que ese patrimonio los ha marcado con un sello íntimo que es a la vez diferencial y aglutinativo. Valoran los bienes que, adquiridos generalmente en edad temprana, consideran luego propios de por vida, aún cuando sean luego protagonistas de transplantes circunstanciales o definitivos. Esta representación es, sin duda, inconsciente, pero en cada caso puede llegar a ser claramente explicitada al investigador si éste indaga suficientemente las profundas motivaciones del informante, con miras a establecer la validez colectiva de un sentimiento que si bien rara vez es espontáneamente razonado, no deja por ello de ser racional. Por eso decimos que en lo folklórico se da una conciencia de propiedad patrimonial, aunque sabemos que en su intento de determinación abundan las dificultades. Lo importante a tener en cuenta en el campo metodológico es que asistiendo a la alternativa colectiva de optar entre rasgos tradicionales y sus variables, la síntesis emergente sea prohijada y considerada propia por su mismo usuario, y no que ese carácter patrimonial resulte forzado por la subjetividad ─o por la ingenuidad─ de un observador foráneo. Comprobada en el terreno la conciencia de propiedad descubriremos que es esta premisa lo que mantiene la vigencia, posibilita la perduración o apresura las mutaciones de los fenómenos, en un sistema realimentado que podría definirse como la reorientación hacia el equilibrio entre determinado estado de cosas y una novedad modificadora. Estamos, pues, ante una doble temporalidad dada por el libre juego entre aconteceres diacrónicos ─tradición─ y sincrónicos ─interpretación─. La tradición transmite y sedimenta la interpretación, mientras que ésta resulta necesariamente renovadora del bagaje tradicional. En este proceso ─cuyo desarrollo sólo es posible si está sustentado por la libertad de acción─ la racionalidad no es el ingrediente descartable, ya que raramente la inclinación emocional se presenta desvinculada de cierto interés práctico. Las categorías axiológicas de un grupo surgen tanto de la intencionalidad emotiva como de la voluntad autónoma de sus integrantes. RUBÉN PÉREZ BUGALLO 4 Lo folklórico configura, entonces, una vivencia intencional generada en común por la razón práctica y una emotividad de apariencia superficial prelógica. La manifestación folklórica responde, como todo hecho de cultura, a una estructura de sentido factible de ser comprendida. Nuestro esfuerzo está encaminado a desarrollar esa factibilidad poniendo énfasis en uno de los momentos del método experimental: el hermenéutico, partiendo de un acabado fenomenismo. Llamar “Fenomenología” a una aproximación de esta índole nos parecería una pretensión pseudofilosófica. He aquí una graficación sencilla de todo lo dicho: Modo de conocimiento Genéricos de lo cultural Forma de acción Canal de comunicación Requisitos Hecho folklórico Propiedad asumida Específicos de lo folklórico Vivencia intencional Lo de modo de conocimiento, forma de acción y canal de comunicación son características no exclusivas de lo folklórico. Pero la conciencia de propiedad patrimonial y la vivencia intencional son, nos parece, sus prerrequisitos existenciales. Otros conceptos que se han postulado como inherentes y característicos (tradicional, anónimo, superviviente, colectivo, representativo, etc.) no son más que variantes dependientes de nuestras verdaderas premisas de causalidad. Son una consecuencia secundaria del proceso originado y mantenido por la conciencia de propiedad y la vivencia intencional. El folklore vive en permanente reciclaje mientras conserva estas características. Si a un hecho cultural no le pueden ser atribuidas, no es folklore. Si otro las ha poseído pero luego las pierde, desaparece como folklore, lo que no es grave, dado que sigue constituyendo un hecho de cultura. Como parte de la cultura, el fenómeno folklórico no es independiente del momento histórico en que le toca manifestarse, ya que las predisposiciones deben confluir con las posibilidades o bien sortear las imposiciones. Pero tampoco es patrimonio exclusivo de ningún individuo ni grupo en particular. Plantearlo de ese modo ─considerarlo siempre cosa “del otro”─ no sólo es equivocarse sino incurrir en un muy repetido enmascaramiento etnocentrista. Defino el fenómeno folklórico como el fruto palpable de determinados modos de conocimiento/formas de acción que en determinada situación histórica logran canalizarse y enriquecerse luego en variantes a través de generaciones que los viven consciente e intencionalmente como propios.