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Nasarako kontakizunak - Relatos para el andén

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NASARAKO KONTAKIZUNAK
RELATOS PARA EL ANDÉN
Literohitura taldea
NASARAKO
KONTAKIZUNAK
RELATOS PARA
EL ANDÉN
Literohitura taldea
AURKEZPENA
Catálogo A Fortiori
Lehen argitalpena, 2020ko apirila. 1ª Edición, abril 2020.
«Ex profeso» bilduma, 11. zenbakia. / Colección «Ex profeso» Nº11.
1
883an Plentziara lehen
Rueda editorearen eginkizun
trena iritsi izanak,
eta dedikazioari esker.
hiribilduari nahiz inguruko
Testuen arduradunak / Responsables de los textos: Egilea kontakizun bakoitzean
adierazten da. / La autoría se indica en cada relato.
herriei aldaketa izugarria
Irudien arduraduna / Responsable de los dibujos: Sara Villa Redondo.
ekarri zitzaien. Ehun eta
Kontaktua/Contacto: [email protected]
hogeita bost urte ondoren,
ISBN-13: 978-84-96755-56-7
Lege-gordailua/Depósito legal: BI-0637-2020
gertaera gogoangarri hura
ospatzeko David Crestelok,
Liburua osatzen duten
hogeita bi kontakizunak gure
historiaren zati txikia dira.
Benetakoak ala irudikatuak
diren, irakurleak asma beza.
orduan alkate, sustatutako
Testuak osorik transkribatu
ekitaldien artean, «Nasarako
dira, norberaren idazkera eta
1. Egilearen aitortza egin behar da.
kontakizunak» egitasmoa
kasu bakoitzean erabilitako
2. Lan hau, ezta bere eratorriko lanak, ezin da erabili xede
komertzialetarako.
sortu zen Literohitura
lengoaia —inklusiboa ala ez—
3. Lan hau eraldatzen edo transformatzen bada, lorturiko obra
banatzerakoan baimen hauxe berau erabili beharra dago.
taldearen eskutik; hots,
errespetatuz. Zuzendu egin
elkarri kateatutako istorioak
dira, ostera, udalerrien izenak
sortzea treneko bagoiak
euskarazko ediera erabiliz.
Lan honek kultura librearen asmoak betetzen ditu. Liburu honen testuak mugarik
gabe erabil daitezke ondoko baldintzen arabera:
Baimen honek ez ditu inolaz ere baliogabetzen egilearen eskubide moralak. Lan hau
egoki aipatzeko honela egin: «Relatos para el andén» de VVAA, A Fortiori Editoriala,
2020.
balira bezala, non baten
Este es un trabajo libre. Los textos y las imágenes de este libro pueden disfrutarse sin
límite alguno bajo las condiciones siguientes:
1ª Debe reconocerse la autoría.
2ª No puede utilizarse esta obra, ni las obras derivadas del uso de ésta,
para fines comerciales.
3ª Si se altera o transforma esta obra, la obra generada sólo puede ser
distribuida bajo una licencia idéntica a esta.
Nada en esta licencia menoscaba o restringe los derechos morales de
su autora. Para poder citar correctamente, debe hacerse de esta manera: De la obra
«Relatos para el andén» de VVAA, A Fortiori Editorial, 2020.
amaiera hurrengoaren
hasiera den. Orain edizio
Literohitura taldea
eder batean bilduta
heltzen zaizkigu Sara Villa
Redondoren ilustrazio
bikainekin, Jaio de la Puerta
5
PRESENTACIÓN
L
a llegada del primer
tren a Plentzia, en el
año 1883, supuso una gran
transformación en la villa y
en los pueblos adyacentes.
Ciento veinticinco años
después, dentro de los actos
realizados para conmemorar
aquel acontecimiento,
promovidos por David
Crestelo, alcalde a la sazón,
surge «Relatos para el
andén», una iniciativa del
grupo Literohitura taldea con
el objetivo de crear una serie
de relatos encadenados a
modo de vagones, donde el
final de una historia sirve de
comienzo para la siguiente.
Ahora nos llegan en forma de
cuidada publicación con las
excelentes ilustraciones de
Sara Villa Redondo, gracias
6
a la labor y dedicación de
la editora Jaio de la Puerta
Rueda.
Los veintidós relatos que
conforman este libro son una
pequeña parte de nuestra
historia. Le corresponde al
lector o lectora dilucidar
si éstos son reales o
imaginados.
Los textos se han transcrito
de forma íntegra, respetando
la redacción originaria así
como el lenguaje —inclusivo
o no— en cada caso. Sólo se
han corregido y unificado los
nombres de los municipios a
su acepción en euskara.
Literohitura taldea
AURKIBIDEA
ÍNDICE
1
2
AQUEL VIAJE EN TREN DEL 68
Eduardo Gil Herrero
DESILUSIONES E LUSIONES
Jabier Aguirre Cámara
or./pág. 9
or./pág. 15
3
4
HAPPENING
Álex Ygartua
VAGONES DEL RECUERDO
Arantza R.
or./pág. 24
or./pág. 30
5
6
AMORES FUGACES
Aritza Bergara
-20 Y CHIWISKI, DOS
NOMBRES PROPIOS
TXEFE
or./pág. 34
or./pág. 39
9
7
8
15
UN VIAJERO ESPECIAL
Bitori Milikua Landa
EL INTERNADO
Gotzone Butron Kamiruaga
or./pág. 43
LA PALABRA
Ernestina Ajuria
MISTERIO EN EL VAGÓN
Juan Mari Barasorda
or./pág. 47
or./pág. 69
or./pág. 76
9
17
18
LA SEGUNDA OPORTUNIDAD
MCVelarde
FURGOIA, 1940− 1950
Bene Markaida
LA ÚLTIMA ESTACIÓN
Carlos Egia
BIOGRAFÍA DE RODEOS
Aner Gancedo Jauregi
or./pág. 49
or./pág. 51
or./pág. 89
or./pág. 98
11
12
19
20
HAMAIKAGARRENA
Esti Olabarrieta Landa
HIRU TXARTELEN MISTERIOA
Jokin de Pedro
JAQUE MATE
Ana Martínez
Mi viejo
Idoia Barrondo
or./pág. 54
or./pág. 59
or./pág. 101
or./pág. 103
13
ITZAL BATEN KONDAIRA
Antxon Deba
or./pág. 63
10
10
16
14
CONSTRUCTORES DE HUESO
A HUESO...
Lucy Sepúlveda
or./pág. 65
21
22
ABANDONO
Itsaso Ostaikoetxea
UN RELÁMPAGO
Igone Dorao
or./pág. 106
or./pág. 110
11
1
AQUEL VIAJE EN TREN DEL 68
Eduardo Gil Herrero
Valladolid, noviembre de 1968
A
quella mañana de sábado me extrañó no ver en la sala a
mi abuelo Juan con su café, su croissant y su ejemplar de
El Norte de Castilla. Su costumbre era levantarse a las seis de
la mañana incluso los fines de semana y para cuando nosotros
amanecíamos, él ya había leído medio periódico y comprado el
pan y dulces para el desayuno de toda la familia.
Mi abuela María me contó que había ido a la «estación del
Norte», aunque oficialmente su nombre era «Estación de
Campo Grande» porque por allí llegó el tren desde Madrid
a Pucela hace más de un siglo. Estaba a la espera de recibir
un importante pedido de conservas Arruza de Plentzia y su
objetivo era pactar con el intermediario usar el mismo vagón
para enviar de vuelta al norte garbanzos y lentejas castellanas.
Mi abuelo tenía acuerdos con los principales productores de
Fuentesaúco, la Armuña o Pedrosillo y las legumbres eran
claves dentro de su ya consolidado negocio de distribución
alimentaria.
Llegó después de las cuatro de la tarde. No nos alarmó su
tardanza porque cuando se trataba de negocios no tenía
familia, ni siquiera reloj. Lo que realmente nos preocupó fue
su semblante serio y el genio que trajo. No se había arreglado
con el tratante y el vagón no fue de vuelta al norte con sus
legumbres. Pasó toda la tarde en su despacho con papeles y
colgado teléfono a pesar de ser sábado.
Lo mejor vino el domingo. Le acompañé en su flamante Seat
1500 hasta Venta de Baños, aparte de librarme de la misa mayor
13
donde iba por obligación, me gustaba ver a mi abuelo en acción.
Se había hecho un hueco en el mundo de los negocios por sí
mismo, sin adscripción política, lidiaba bien con el régimen —
imprescindible para prosperar en aquella oscura época— pero
sin necesidad de dejarse engullir por él. Su única ideología era
que la familia prosperase a base de trabajo. Me temo que su
asistencia a la misa dominical era por no contrariar a las beatas
de mi madre y mi abuela y por cumplir con aquella sociedad
tan puritana en la que nos tocó crecer, pero esto último nunca
me lo llegó a confesar en vida.
Tras cerrar el trato con Paco Gutiérrez, nos fuimos a comer
a un mesón de la cercana localidad de Cevico de la Torre.
Pimientos de Torquemada, guisantes de la tierra y luego un
espectacular lechazo que regaron con un Ribera del Duero.
Aún me sorprende como a pesar de los años recuerdo aquella
comida como si fuese ayer, supongo que por la opulenta mesa
y por la conversación del bueno de Paco. Era Gutiérrez uno de
los principales transportistas de Venta de Baños, importante
nudo ferroviario por donde pasaban viajeros y transportistas
rumbo al norte, él lo llamaba ya entonces el puerto de Castilla.
Mi abuelo, a pesar de ser de Burgos siempre había simpatizado
con el Athletic y mis veranos en Plentzia acrecentaron mi
eterno amor a esos colores y a su especial filosofía de competir
sólo con jugadores vascos. Por ello, en el trayecto de regreso en
el coche sintonizamos los partidos del domingo, porque antes
únicamente se disputaban ese día. Nuestro Athletic jugaba en
el Rico Pérez de Alicante contra el histórico Hércules entrenado
entonces por Ramallets, y mientras me encontraba distraído
escuchando la retransmisión me espetó mi abuelo:
Más sabía mi abuelo por viejo que por diablo, y tocó mi punto
flaco, fue nombrar Plentzia y se terminó la discusión.
Convencer a mis padres no fue fácil, pero el abuelo Juan era
el patriarca familiar y poco pedía, pero nada se le negaba en
aquella su casa. De modo que mi pobre madre alegaría ante
los Maristas un repentino viaje a visitar a un familiar enfermo
de Bilbao para excusarme un par de días de asistencia a clase.
El lunes a las ocho de la mañana salíamos de la estación del
Norte de Valladolid y pasadas las nueve ya estábamos tomando
un delicioso chocolate de La Trapa en el bar de la estación de
Venta de Baños. A las once partía el vagón de mercancías con
las legumbres de mi abuelo y nosotros viajábamos en primera
clase dirección Bilbao.
Hasta Miranda de Ebro, otro importante nudo ferroviario
castellano donde se desviaba el ramal hacia Irún y Francia, el
viaje se me hizo eterno repasando el libro de ciencias que mi
madre me obligó a llevar. El paisaje castellano es monótono y
más en esa época de siembra del cereal, y salvo algunos campos
donde estaban recogiendo remolacha azucarera todo parecía
yermo y solitario.
—¿Cómo? Tengo clase −repliqué.
Pero fue en las estribaciones de Orduña donde ya creí sentir
el salitre sólo al ver los verdes valles y colinas rojas, que tan
bien retrató mi admirado Ramiro Pinilla. Ese año el otoño se
había adelantado y la mezcla de colores ocres, rojos, pardos
y amarillos de hayas, robles y abedules que acompañaban
la tortuosa vía en su camino hacia el mar hacían crecer mi
impaciencia. Después de pasar por los núcleos fabriles de
Amurrio y Llodio entramos en Bizkaia y con las ultimas luces
de la tarde arribamos a la estación de Abando de Bilbao.
—No te preocupes que eso lo arreglo yo con tus padres, creo
que tienes madera para los negocios, sabes escuchar y
Un paseo por las siete calles mientras mi abuelo cerraba sus
temas en la misma estación y para las ocho ya estábamos
—Mañana te vienes conmigo a Bilbao.
14
aprendes rápido. Además, llamaré a Marcos el taxista y
nos pasamos una tarde en Plentzia.
15
cenando en el Café La Granja. El abuelo Juan me explicó que
al ser ya tarde haríamos noche en el cercano hotel Terminus,
y que llamaría a Marcos el taxista para pasar todo el martes
en Plentzia. La casualidad hizo que Marcos tuviese ese día su
Chrysler color caldera y techo negro en el taller. Debía ser el
único día en que el de Lesaka descansaba, así que decidimos
que lo mejor sería madrugar y coger el tren en San Nicolás.
Allí empezaba realmente aquel viaje en tren del 68. El arenal
con su trajín comercial, Ripa y Uribitarte, todavía el puerto
estaba metido en el corazón de la ciudad. Aquella ría de color
chocolate, coger el tren en San Nicolás, pasar por Matiko y
la Universidad, enfrente los astilleros de Euskalduna con sus
grúas y detrás San Mamés y el Sagrado Corazón. Más adelante
el barrio de San Ignacio, una nueva Ciudad Lineal construida
por el régimen en tiempo récord para limpiar de chabolas
los suburbios de la urbe. Las industriales Erandio y Lamiako
con el bote que pasaba a los Altos Hornos de Barakaldo y
Sestao. Después la estación en curva de Las Arenas, tras las
que llegaban dos bonitas edificaciones como las estaciones de
Neguri y Algorta. Y al dejar atrás Sopela y Urduliz entraba en
el último tramo, los minutos finales de un viaje especial para
mí porque era la primera vez que iba a Plentzia fuera de la
temporada estival.
El bosque del monte Gane estaba fastuoso, tupido y otoñal,
aún no había sido invadido por el antipático eucalipto que
hoy puede verse más de lo deseable. Abajo el arroyo con
Bekotaberna, Uxinas, Casemirune Bekoa, Ardantza y por fin la
ría: una espectacular pleamar nos recibía. Junkera enfrente y
ya entrando Gañibi, Txakurzulo y Errotabarri, la curva de la
Calera junto a la casa de los Etxegarai y por fin pisaba el andén.
Era, y es, preciosa la estación de Plentzia. Con su elegante
marquesina forjada, y no la mastodóntica cubierta metálica que
la oculta hoy día -confío en que los dirigentes de Metro Bilbao
lo solucionen– y a un lado junto al Bar de Cotelo, aparcado el
16
viejo Fiat de Espumosos Jata. Mi abuelo me contó que eran
vehículos de la segunda guerra mundial, con el volante a la
derecha y que en Bilbao había visto muchos en la Campa de
los Ingleses. Un taller cercano en la calle Espartero, frente a los
Escolapios, los acondicionaba junto a otros modelos como los
3HC rusos o los míticos GMC.
Nada más dejar el andén, visita obligada al urinario público que
estaba discretamente tapado por unos arbustos y directos a la
pensión de la hoy desaparecida Casa Palmira, conocida en el
pueblo como la casa de «la parra» con el Bar Zabala. Mi abuelo
no me había dicho nada, pero la sorpresa fue que haríamos
noche en Plentzia, así que tenía todo el día para empaparme
de mi rincón favorito del mundo.
Pasamos la mañana paseando por el pueblo. Peña subido a
aquel púlpito junto al fielato dirigiendo el tráfico de acceso
a la Calle Ribera, una amena charla con Don Sabino Arriaga
bajo el txopo del astillero, un frugal saludo a Txitxa el cartero…
Era un agradable día otoñal y llegamos por la playa hasta el
rompeolas de Astondo, ya en Gorliz. En aquella época del año
y entre semana el Rober o el Marítimo estaban cerrados, pero
no La Fragata y allí aprovechó mi abuelo para tomarse un
vermut. Ya de vuelta comimos una langosta –estaba claro que
mi abuelo quería agasajarme– en el Larrinaga y tras el café, le
dejé charlando en la terraza con el bueno de Fermín para irme
corriendo a la salida de clase de mis amigos.
Se sorprendieron al ver allí a «Edu el de Valladolid» un
martes de noviembre, pero había que exprimir la tarde y
no demandaron demasiadas explicaciones. Previo paso por
la sierra de los Arriaga a robar unos clavos, nos dirigimos al
barrio de la estación. Yo siempre lo he llamado «la estación»,
pero cada uno le da un nombre: Txipio, Gatzamine, las casas
nuevas, incluso, últimamente he oído Matrallune. Está claro
que la toponimia está viva y varía con el paso de los años y las
gentes. Sin duda, todos los nombres tienen una razón de ser y
17
2
DESILUSIONES E LUSIONES
son igual de respetables, aunque el Ayuntamiento luego tenga
que dar una denominación oficial a sus barrios y calles.
Los clavos no eran para nada más que para ponerlos sobre la
vía al paso del tren y aplanarlos, se podía hacer también con
monedas pero se nos ocurrían mejores usos para la calderilla
que no abundaba en nuestros bolsillos. Luego subimos al
manantial de Gañibi a pegar un buen trago y volvíamos por
Matrallune intentándonos llevar -si la soledad lo permitía- las
primeras castañas de Etxetxubarri, pero era un camino muy
transitado por los vecinos del cercano barrio de Musurieta en
Barrika.
Ya con las ultimas luces de la tarde en el txitxipozo, detrás del
«Menos veinte», cazamos sapaburus y terminamos en la vega
junto a Bidepe cortando cañas sin más intención que la de
divertirnos, aunque el bueno de Iñigo guardaba las mejores en
el garaje de su abuelo pensando ya en la venidera temporada
de pesca del muble en las belenas del puerto.
Para mi aquella fue una tarde especial, corta pero intensa, y
creo que también para mis amigos ya que se esforzaron en
comprimir en poco tiempo todas las trastadas y correrías
que hacíamos con más calma en los largos días de verano.
Esa noche mi abuelo se inventó mil excusas desde el teléfono
de la fonda para explicar que el viaje se había alargado y que
volvíamos el miércoles.
A la mañana siguiente para las ocho menos cinco ya estábamos
esperando el tren para Bilbao con el fin de enlazar con el de
Madrid, que paraba en Pucela. Al arrancar y tras dejar las
barreras, una última mirada, echar la vista atrás y sentir con
las tripas entre el traqueteo del viejo tren. Sin duda, Plentzia
ya entonces me hacía sentir bien y alejarme de ella dolía, tanto
como para recordar con todo detalle cincuenta años después
aquel viaje en tren del 68.
18
Jabier Aguirre Cámara
P
lentzia ya entonces me hacía sentir bien y alejarme de ella
dolía, dolía tanto como para recordar con todo detalle casi
cincuenta años después aquel viaje en tren del 68.
No resultaba fácil abandonar el pueblo en el que te habías
criado. Por avatares del destino, en una romería en las fiestas
de Andra Mari conocí al que llegaría a ser mi marido y padre
de mis hijos. Su barco había atracado en Santurtzi esa mañana
y tenían un par de días libres que decidieron pasar tomando
el sol y además rematar el día disfrutando de la romería de la
Campa de Andra Mari.
Su acento extremeño y su buen humor me resultaron lo
suficientemente curiosos como para —casi sin darme cuenta
–comenzar una relación formal con Francisco seguida de una
inmediata boda y dos bonitos retoños, niño y niña.
Francisco dejó su puesto de marinero en un buque de la Naviera
Aznar para comenzar a buscarse la vida en cualquier tipo de
tarea que proporcionase algún ingreso. Resultaban tiempos
duros.
Se rumoreaba que el gobierno tenía previsto construir una
central nuclear en Lemoiz en un corto plazo de tiempo, lo cual
supondría una abundante fuente de trabajo para cualquiera
que lo necesitase, pero Francisco tenía sus propias ideas.
Había conocido a un terrateniente gallego que necesitaba
una persona de confianza para gestionar sus propiedades
19
ganaderas en Argentina y Francisco lo aceptó sin siquiera
reflexionar o consultarlo. La promesa de hacer dinero rápido y
fácil fue suficiente canto de sirena, así que un luminoso día de
noviembre nos encontramos casi sin quererlo en la estación del
ferrocarril con destino a Bilbao, con poco dinero en el bolsillo,
dos niños en los brazos y la promesa de volver a Plentzia en
pocos años con una saneada cuenta corriente.
Mientras acomodaba en los asientos a los dos pequeños, no
podía dejar de mirar con tristeza y resignación por la ventana,
mirando por última vez en mucho tiempo lo que la vista
alcanzaba de Plentzia, la estación, el pequeño bar de Cotelo,
y Casa Palmira con las habituales charlas de los parroquianos
sentados bajo la parra ya sin hojas. Me llamó la atención ver de
manera fugaz al pequeño Eduardo, el muchacho de Valladolid
que pasaba los veranos con su familia en la vivienda anexa a la
nuestra, no tan muchacho ya.
El viaje hasta la estación del Casco Viejo se hizo fugaz. El rápido
traqueteo entre Urduliz y Sopelana, la siempre transitada
estación de Las Arenas que te iba introduciendo en un escenario
gris y lúgubre , con viejas casas bordeando las vías que, cuando
se abrían a la ría, dejaban entrever un agua marrón y unas
orillas escoltadas por multitud de barcos mercantes que
llevaban a cabo una febril actividad alimentando una jungla
de grúas de todos los tamaños que de manera sincronizada lo
mismo descargaban material ferroso o carbón para los altos
hornos que cargaban materiales procesados con destino a
cualquier parte del mundo .
Aquellas poblaciones de Erandio, Lutxana, Lamiako, Astrabudua
estaban habitadas principalmente por los miles de obreros que
llevaban a cabo sus tareas en las múltiples empresas anexas a la
ría y que parecían tan alejadas y tan desconocidas de Plentzia
que casi parecían de otra provincia.
20
La llegada al andén del Casco Viejo no dejó de producirme un
cierto desasosiego, una sensación agría que no sabía describir
y no pude evitar derramar una lágrima cuando las puertas del
vagón se abrieron repentinamente vomitando una marea de
gente.
Un billete de autobús hasta Santurtzi, un pasaje en un barco
de Naviera Aznar a precio reducido por haber sido trabajador
de la empresa y un pesado viaje trasatlántico hasta el puerto
nuevo de Buenos Aires. No fue tampoco un viaje cómodo para
llegar hasta la provincia de Jujuy, lindando con Chile, donde
finalmente nos instalaríamos en una pequeña casona anexa a
la casa señorial del terrateniente.
No hubo un sólo día que no echase de menos Plentzia. No
tanto los niños que se habían habituado sin problemas a la
vida rural y aún menos Francisco cuya alma de trotamundos le
hacía carecer de cualquier tipo de arraigo.
Cada año mi pregunta era recurrente, «¿Cuándo volveremos a
Plentzia, Paco?» y la respuesta era siempre idéntica «este año no
tenemos suficiente dinero, el que viene» Y así fueron trascurriendo
los años, con la misma respuesta, hasta que finalmente desistí
ya de preguntar. Los niños crecieron y recibieron estudios lo
cual hacía mermar los ahorros de unos ingresos muy inferiores
a lo prometido. Mientras Paco trabajaba a destajo en las tierras,
yo lo hacía en la casa del terrateniente. Pero nunca se ganaba
lo suficiente.
Una aciaga y calurosa tarde de verano, una mala caída a caballo
sesgó la vida de Paco. Un breve y humilde funeral nos devolvió
a una realidad dolorosa y a un futuro incierto que, a base tanto
de arduo trabajo como de remendones en la ropa, me permitió
sacar adelante a mis hijos y olvidarme en cierta manera de
Plentzia. «El año que viene tal vez» pensaba para mí con escasa
convicción.
21
Y mis hijos crecieron y tuvieron hijos. Migraron a la ciudad
cercana de San Salvador de Jujuy mientras mi salud se iba
resintiendo cada vez más y mis escasos recursos económicos
apenas si alcanzaban para disponer de un pequeño y humilde
departamento en un sencillo barrio local, rodeado de vecinos
amables.
No me podía quejar, tenía una bonita familia e incluso a veces
me visitaban y llamaban por teléfono.
Entre aquellas visitas era cada vez más frecuente la presencia
de mi pizpireta e inquieta nieta Adela, que escuchaba con
verdadero interés las historias de juventud que yo le contaba
repleta de ilusión. Era habitual que las contase en las cada vez
más escasas reuniones familiares pero desafortunadamente
todo el mundo huía en desbandada con las disculpas más
peregrinas, excepto Adela que me preguntaba constantemente
por Plentzia, por la playa, por los atardeceres, por las fiestas de
San Antolín…
Hace ya unos 10 años, siendo adolescente, llegó repleta de
ilusión al departamento, abrió una pequeña computadora
portátil y me enseñó unas fotos que tenía guardadas. «¡¡Abuela,
las he conseguido de una red social, te van a encantar!!»
Ni siquiera pregunté por el significado de red social −concepto
que se me antojaba demasiado lejano− pero al abrir la pequeña
computadora pude ver por primera vez en muchos años un
atardecer desde la playa de Plentzia, ¡¡era esplendoroso!!
«No llores abuela, es sólo una foto» susurró Adela con dulzura
mientras se secaba las mejillas, «si quieres, hacemos un cuadro
con ella» me dijo con una amplia sonrisa. «¿Se puede hacer?»
respondí desde la ignorancia de una ya anciana trabajadora
del hogar. «¡¡Claro!!» respondió Adela con determinación. «¡Le
enviaré un correo al autor de la foto para que nos la mande en
formato original!» Ni siquiera alcancé a entender lo que me
22
quería decir, simplemente me pidió que le dictase una líneas
en las que explicaba al autor de la foto lo feliz que me había
hecho, lo que significaba para mi esa ventana que desde un
monitor de computador me permitía soñar con mi pueblo de
nuevo y casi poder percibir el olor particular del salitre los días
de mar batida, los recuerdos de una niñez que no se repetirían,
las amigas, las largas tardes de estío en el astillero o en las
diferentes romerías locales, el colegio de Gaminiz…
No tardó mucho en llegar la foto original por correo electrónico,
casi me pareció magia cuando dos días después mi nieta trajo
esa misma foto impresa en papel con un gran marco y la colocó
presidiendo la pared de la pequeña sala del departamento. «Mi
ventana» llamé a aquella foto a la cual todos y cada uno de
los días dedicaba un buen rato a observar, devolviéndome a
cambio multitud de irrepetibles recuerdos.
A partir de esa, llegaron docenas, quizá cientos de fotos
procedentes de las redes sociales y ansiaba cada día la visita de
mi nieta para que me las mostrase. Eran mis momentos más
felices.
Pasaron los años y Adela fue avanzando en sus estudios
que pagaba con su trabajo en un restaurante y las visitas se
volvieron cada vez más esporádicas.
El paso de los años y una vida dedicada a un trabajo arduo
habían pasado factura a mi salud, afectando principalmente
a mi movilidad que apenas si me permitía vivir de manera
autónoma. Además, las carencias económicas no me permitían
abordar un viaje tan costoso y temía no conocer a nadie en
Plentzia por lo que la esperanza de retornar alguna vez se
había casi diluido.
Una tarde de julio, Adela llegó al departamento, sofocada y
sonriente. Había acabado el curso con buenas calificaciones
y tenía vacaciones en su trabajo. Bajó mi ajada maleta del
23
armario y la empezó a rellenar de ropa. «¿Qué haces?» —le
pregunté sorprendida.
«¿Recuerdas el dinero que estaba ahorrando para comprar un
automóvil?» —me respondió todo ajetreada mientras sonreía—
«Claro, es tu mayor ilusión mi pequeña, me gustaría poder
ayudarte» —e respondí. «Pues olvídate, nos vamos a Plentzia con
ese dinero, salimos mañana. El auto puede esperar».
Apenas acerté a balbucear alguna palabra ininteligible,
entremezclando incertidumbre y alegría.
Aquella noche apenas pude conciliar el sueño y me deleitaba
viendo cómo mi nieta dormitaba feliz. Esa misma mañana,
un taxi nos llevó al aeropuerto y por primera vez en mi vida,
embarqué en un avión que nos trasladó a Madrid. De ahí otro
pequeño avión nos acercó hasta el aeropuerto de Loiu, cerca de
Plentzia, donde otro taxi nos esperaba a la salida.
Para mi sorpresa, Adela solicitó que nos llevasen a la estación
de tren del Casco Viejo de Bilbao en lugar de directamente
a Plentzia. «Metro querrá decir» respondió con un tono
displicente el taxista.
En unos escasos 20 minutos nos encontrábamos accediendo
a aquella estación diáfana e impoluta que mi abuela miraba
con perplejidad. No reconocía la ubicación de la estación, pero
sí aquellas escaleras que subían hacia Mallona y tras muchos
años, volvió a sentir aquella desazón en el estómago, la misma
que sintió 50 años atrás. Esta vez el viaje era de vuelta.
El viaje en el metro resultaba aséptico, con estaciones amplias,
modernas y exquisitamente pulcras que nada tenían que ver
con aquellas viejas estaciones repletas de billetes de cartón
esparcidos por el andén que mantenían un perenne y peculiar
olor a freno de tren.
24
Sólo fue a medida que nos acercábamos a las estaciones de
Lutxana, Erandio, Astrabudua y Lamiako que por fin, se podría
apreciar la ría de Bilbao en todo su esplendor.
Las aguas habían perdido aquel tono ocre característico
sustituido por un color verdoso y las riberas estaban salpicadas
de pescadores que observaban pacientemente sus cañas. En las
estribaciones de Erandio y Astrabudua aún se podía observar
algún barco fondeado y en tareas de carga y descarga, pero lejos
del tránsito que ella recordaba. El denso humo de procedencia
fabril que otrora recubría el ambiente, se había transformado
en mucho más sutiles humaredas dispersas procedentes de
pequeñas fábricas que dibujaban un paisaje menos grisáceo
del que la memoria alcanzaba a recordar. Y le gustaba.
Adela observaba curiosa a su abuela Petra. Aquella anciana
habitualmente dicharachera no había apartado sus húmedos
ojos de la ventanilla en todo el recorrido mientras se mostraba
cavilante y silenciosa.
No fue hasta superar la estación de Las Arenas y volver el metro
a la superficie cuando una sutil sonrisa se dibujó en su rostro y
por primera vez en todo el viaje cruzó una mirada Adela. «¡¡La
mar!!» indicó con un tenue grito de alegría que asemejaba al
de un niño ilusionado al abrir un regalo.
Fue a partir de esta estación cuando comenzó a contar historias
que a Adela le eran ya familiares. El puerto viejo de Getxo y
sus pescadores, sus rederas y las «pescateras» que hábilmente
distribuían sus mercancías. Hablaba de los afamados txikiteros
de Erandio y de sus rondas inacabables de tasca en tasca, de
las opulentas viviendas de Neguri, de las salvajes playas de
Sopelana y Getxo, de las exquisitas verduras que se recogían
en Urduliz.
«¡Urduliz!» —exclamó con cierto tono nervioso mientras el
metro aceleraba raudo desde la estación de Sopelana y se
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dirigía a la estación previa a Plentzia. Gran cantidad de viajeros
habían bajado en la anterior estación de Larrabasterra en
dirección a las playas y mientras nos acercábamos a Urduliz,
se sorprendió de ver como el metro era engullido por aquel
túnel que soterraba el acceso y recordó a los trabajadores de
Mecánica de la Peña que ocupaban ambos andenes a la hora
de cambio de turno, con su pequeño maletín con el almuerzo,
muchos enfundados en buzos de trabajo que no les daba
tiempo a quitarse. Según pudo observar por la ventanilla del
metro, el edificio aún seguía en pie, pero no se percibía la
frenética actividad habitual de antaño.
Fue cuando el metro partió de la estación de Urduliz que Petra
comenzó a sollozar emocionada. No resultaba fácil para Adela
consolarla pues a ella también la atenazaba un nudo en la
garganta.
«¡Gracias, mi niña!» fue todo lo que acertó a decir Petra mientras
sus labios daban un tierno beso en la mejilla sonrosada de
su nieta. Sólo por vivir aquel momento, Adela sintió que el
esfuerzo ya había merecido la pena.
solo recordaba «Junquera» y la exquisita leche que provenía
de su ganado.
Mientras la metálica voz que anunciaba la llegada de las
estaciones indicaba la ya última parada, los viajeros habituales
se iban levantando lentamente de sus asientos con indiferencia.
A medida que el metro se iba deteniendo, Adela iba acercándose
a la puerta de salida con una agilidad que resultaba desconocida
a su nieta, que la miraba complacida.
Cuando se abrieron las estancas portezuelas del metro un aire
fresco acarició su cara. Salió al andén, respiró aquel aire húmedo
cargado de efluvios marinos que muy poca gente era capaz de
apreciar, abrazó a su nieta y con las mejillas humedecidas por
regueros de lágrimas miró alrededor embelesada y sorprendida
por los cambios que había sufrido el entorno.
Con una voz rebosante de alegría murmuró «¡Plentzia, al fin!»
Petra miraba a través de la ventanilla y entre los árboles podía
distinguir la serpenteante carretera que unía Plentzia y Urduliz.
No había cambiado mucho.
Su cara se iluminó repentinamente y una amplia sonrisa se
dibujó en su rostro. Al pasar por Ardanza recordó el penetrante
olor nauseabundo que en otras épocas provenía del vertedero
de basura y que ya no se percibía. Tampoco alcanzó a distinguir
el antiguo y árido campo de fútbol de «La Ponderosa» en cuyo
emplazamiento se ubicaba en la actualidad un esplendoroso
campo de rugby. Los siguientes segundos se hicieron eternos.
La torpeza heredada de sus problemas óseos parecía haber
desaparecido cuando se incorporó de su asiento y miró
embelesada la ría, bordeada de casas y chalets de entre los que
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3
HAPPENING
Álex Ygartua
Alex: Deja de decir chorradas, estoy perfectamente.
Jon: (Dirigiéndose a una señora que observa estupefacta la
situación). Oiga señora, écheme una mano ande, que se le
ve con cara de buena persona.
Alex: ¡Pero que no molestes a la gente!
Jon: Voy a llamar al revisor.
«
Alex: (Despertando). Oye ¡no! Por favor, ya está bien ¡Al revisor
no! Mira, tengo un chicle en la zapatilla… (se agacha con
intención de quitárselo). Ya me lo has vuelto a pegar.
Interior. Noche.
Jon: Que bonito, eh, señora, usted quédese ahí mirando, no me
ayude, no.
Dos jóvenes sentados, uno frente al otro
Alex: Uy que mareo… ¡Chofer! Para un poco.
¡Plentzia, al fin!» –dice Jon mirando a través de la ventana,
con cara de pocos amigos y unas ganas de mear terribles.
(Jon es un tanto ansioso y las esperas siempre se le han hecho
difíciles de soportar. Viste chaqueta de cuero, camiseta de
manga corta gris, pantalón pitillo y botas martens.
Alex en cambio, tiene una paciencia infinita, cualquier
propuesta le parece una buena alternativa. Viste chaqueta
vaquera, sudadera con capucha negra, camiseta gris, pantalones
vaqueros oscuros y deportivas verdes).
(En ese instante se detiene el tren y se abren las puertas.
Comienzan a salir las pocas personas que se agolpaban en
las últimas puertas del vagón más próximo a las máquinas
canceladoras).
Señora: Que vergüenza.
(Jon levantando a Alex del asiento intentando acercarlo a la
puerta, para poder sentarlo en el banco del andén).
Jon: Ayuda un poco, Alex, pesas demasiado.
Alex: (Cayendo al suelo). Pero no me tires, ten un poco de tacto.
Jon: (Intentando tirar de Alex) ¡Vamos!
Alex: (Balbuceando). Un minuto más, por favor.
Jon: ¡Vamos a ver! Que ni soy tu madre ni estás en la cama de
tu casa.
Alex: (Balbuceando). Una parada más y ya está.
Jon: (Serio. Dirigiéndose a un hombre que está a punto de salir por
la puerta). ¡Señor! Ayúdeme por favor, ¡que mi amigo está
muy mal!
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Jon: No te muevas. Bueno…
(Jon hurga con ansiedad en las papeleras en busca de una
botella que le sirva de improvisado baño).
Jon: ¡Joder! No hay nadie que haya bebido agua o cualquier
mierda… No aguanto más. Vamos, por favor, dios, si
existes lanza una señal en forma de botella. Te juro que
si lo haces creeré en ti para siempre. Iré a misa todos
los domingos. Bueno algunos, porque ya sabes que para
mí los sábados son… pues… pues como para ti la sangre
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de dios; (he) ahí me entiendes ¡eh!… Pero si me abres el
garito los jueves yo voy fijo, ese día no tengo nada que
hacer. ¡Venga! Aunque ya podrías montarte unos buenos
conciertos, que el garito da para mucho…
(Encuentra una botella). ¡Vamos! (La besa). Ya sabía yo que ahí
arriba había algo.
(De repente se escucha un silbato).
Jon: (Mirando hacia arriba). ¿Eh? (Se escucha un silbato). ¿Como?
(Se escucha un silbato. Jon se percata de que el sonido viene
de dentro del tren y acude donde Alex).
Jon: Vamos a ver, pero ¿qué escándalo es este?
Alex: Acabo de estar hablando con un brasileño. Me ha regalado
este silbato.
(En ese instante, a lo lejos, aparece el revisor).
Revisor: ¡Hey! ¡Chavales! ¿Qué andáis? No veis que tenéis que
salir ya del vagón. El tren tiene que salir de nuevo para
Bilbao.
(En ese instante comienzan a forcejear. Alex intenta pararle a
Jon, pero no lo consigue).
Jon: Yo esto lo llevo hasta el final, ya me conoces. Son las reglas
del juego.
Revisor: (Avanza levantando la porra, con la intención de golpear
la espalda de Jon). A la puta calle ¡vamos! A la…
(En ese instante el revisor se detiene en seco. La escena se queda
totalmente congelada. Solo se puede escuchar el desagradable
vomito de Alex).
Jon: (Rompiendo el silencio). Mi hermano es paralítico.
(El revisor mira fijamente a Jon y este vuelve su mirada sobre
Alex, quien no da crédito a lo que acabada de decir su amigo).
Alex: Perdone señor, tiene usted toda la razón. No se preocupe
que en nada estamos fuera.
Jon: (Tomando conciencia). Si, bueno. Eso. Y se ha mareado un
poco en el trayecto. He intentado sacarle a tiempo, pero
ya ve…
(Jon y Alex intentan mantener una conversación sin que el
revisor se entere).
Revisor: (Guardando la porra). No os preocupéis. Yo os ayudo a
salir.
Jon: ¡Vomita!
Alex: (Improvisando). Si, por favor.
Alex: ¿Como?
Jon: (En voz baja). A ver cómo nos libramos de esta…
Jon: ¡Que vomites! ¿No ves que la acción (que tenemos) ya no
se sostiene?
Alex: Ya puedes pensar bien, esta vez se te ha ido de las manos
¡Anormal!
Alex: Vamos a ver… No puedo vomitar, no sé. Tendría que
meterme los dedos. Y no lo voy hacer. Luego me duele la
garganta.
Jon: ¿Que querías que hiciera? Lo primero que se me ha
ocurrido…
Revisor: (Cada vez más cerca. Sacando la porra). ¿Qué pasa? ¿Que
estáis sordos?
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Jon: Tenga usted un poco de empatía, señor. Lo estoy intentando.
(Le agarra de la boca a Alex y metiéndole los dedos en la
boca). Venga, vomita, ¡joder!
Alex: Si lo que soy es paralítico ¿dónde está mi silla? ¡Hay que
pensar joder, hay que pensar!
Revisor: ¿Desde dónde vienen?
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Jon/Alex: ¿Eh?
Revisor: ¿En qué estación han montado?
Jon: Algorta. ¡No! Bidezabal.
Alex: Sopelana quiere decir.
Jon: Si, es que estoy yo un poco mareado también. Estas
situaciones me agobian, ¿sabe usted?
Alex: ¿¡Podéis ayudarme!?
(Jon y el revisor incorporan a Alex y salen a la calle).
Revisor: (Con esfuerzo). Decía porque me ha llamado la atención
que no tuvierais una silla.
Jon: Parece mentira que usted sea el revisor… Como voy a
traer una silla al tren, se entiende que aquí ya tendré un
asiento para sentarme.
Revisor: ¿Me estás tomando el pelo? No bromees chaval.
Jon: Tomando, tomando… Parece que ya se lo tomaron antes…
Alex: (En voz baja). ¿¡Quieres callarte!?
Jon: ¡No, no! ¡Déjame! (Al revisor. Con tono desafiante). Venía
usted muy chulo desenfundando su porra. ¿Me iba a
pegar? ¿Por qué? ¿Por no salir del metro? ¡Uy! Qué cosa
tan grave ¿no? ¿Qué pasa? ¿Que es de su propiedad? ¡Uy
no! ¡Que es usted un pringado! Que el único poder que le
han dado en esta vida es precisamente eso… ¡una triste
porra!
(Jon y el revisor dejan clavada su mirada en la del otro. A lo lejos
comienza a oírse la sirena de la policía).
Alex: (Levantándose) ¡Vámonos! (Zarandeando a Jon). ¡Vámonos
joder!
(Tras unos segundos, comienzan a correr. Saltan las canceladoras
y apresurados, comienzan a cruzar el puente de la estación).
Alex: ¿En qué pensabas?
Jon: Es el objetivo ¿no? No sé por qué me lo preguntas.
Alex: El objetivo es no poner en riesgo a nadie, y tú me has
puesto a mí en riesgo. ¿Te enteras? Última vez que
hacemos esto. Creo que el curso de teatro lo estamos
llevando demasiado lejos. ¡Joder! La gente no está
preparada para esto.
Jon: Cuando uno apuesta por esto, es con todas las consecuencias.
Eso es lo importante, lo que pueda venir. (Alejándose). Y
que tú y yo nos sorprendamos de las reacciones de la
gente y de las nuestras propias. Si no, ¡menuda mierda!
Alex: (Quieto). No has entendido nada.
Jon: (Gritando). A lo mejor el que no ha entendido nada, eres tú.
¡Yo pensaba que éramos un equipo!
FIN
Alex: Jon, para ya, vámonos ¡anda! Que ya se me ha pasado el
mareo.
Revisor: No se muevan, voy a llamar ahora mismo a la policía.
Jon: ¿Pues sabe qué? Que ni mi amigo es paralítico, ni yo soy
un macarra del tres al cuarto. Pero usted sí que es un
vigilante que abusa de su poder y está protegiendo algo
que cree que le pertenece. ¡A ver si espabila!
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4
Vagones del Recuerdo
Arantza R.
Y
o pensaba que éramos un equipo, me decía él mientras las
puertas del vagón se cerraban. La velocidad lo dejaba atrás y
no me importaba. Me senté en el tren, mirando por la ventana
recordando momentos que me eran imposibles de olvidar.
Estaba lleno de gente; subiendo y bajando, hablando y riendo.
Pero yo me sentía como en una especie de limbo indeciso entre
la realidad y mi mente. Tenía gente a mi alrededor, pero sentía
el ardor del vacío en mi pecho.
No podía dejar de pensar en todo lo que me había pasado. Sonreí,
porque pensaba en los momentos que viajaba de pequeña por
estos mismos vagones. Pensaba en como extrañaba los asientos
de madera y poder abrir la ventana y respirar aire fresco,
extrañaba el sentir la brisa de verano en mi cara. Extrañaba
tantos sentimientos encontrados en aquellos viajes de antaño.
Perdida en mi mundo, volvía a escuchar la risa de mi madre,
escandalosa y alegre. Podía ver a mi padre refunfuñando
porque hacía mucho calor o mucho frío, porque había sol o
porque llovía, porque perdió el Athletic. Se quejaba por todo y
me hacía feliz.
¿Dónde quedaron aquellos momentos en el que el pica pasaba
y te pedía el ticket?
Mi infancia se quedó en las vías de este tren, junto con las
chapas que poníamos para que el tren las aplastara y así tener
«más monedas».
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El movimiento del vagón hace que cada minuto que pasa, me
hunda más en mí. La gente sigue pasando, ignorando cuán
perdida en el espacio estoy.
Salí de mi hipnosis solo para darme cuenta de que había un
aparato en el suelo del asiento de enfrente. Era extraño, creo
que nunca antes había visto algo así. Estaba tirado ahí, sin más,
y ponía «play game» como si estuviera incitándome a jugarlo,
como si supiera que mi curiosidad iba a poder más que yo.
Lo levanté del suelo con la duda en mi cabeza diciendo que lo
dejara ahí.
Antes de ese día, habría jurado que era imposible que una
pantalla te diera una lección de vida. Pero vaya que es posible.
«Los dioses del sentir»
Así se hacía llamar el misterioso pero atractivo juego. Se
trataba plenamente de mantener a los dioses felices, pero no
eran los míticos dioses griegos ni nada por el estilo. El juego te
explicaba que los dioses eran: la felicidad, el amor, la tristeza
y el odio.
Cada acción que tomabas en ese juego conllevaba a un evento
diferente. Un movimiento podía desatar la ira o satisfacer a
cualquier dios. A medida que se desarrollaba el juego podía
sentirme cada vez más hundida en él. El dios de la tristeza
me pedía que lo nutriera con momentos tristes, mientras
que el dios de la felicidad hacia lo contrario. EL dios del amor
quería momentos dulces, mientras que el dios del odio quería
momentos de ira. Así como ellos pedían, yo lo hice. Les di todo
lo que me pidieron, los que más pedían eran los dioses de la
tristeza y el odio. El dios del amor no pedía casi nunca y si lo
hacía eran pequeñeces muy básicas y el dios de la felicidad solo
me pidió una sola vez.
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Jugué mucho tiempo aquel extraño juego, recorrí muchos
mundos para satisfacer a los dioses, pero no me di cuenta de
algo fenomenal. Había un quinto dios que yo no había visto, ni
siquiera me había pedido nada. Ahí estaba, en el último mundo,
solo en un rincón, batallando por estar de pie, su mirada era
monótona y vacía. Cuando me acerqué a él, entendí que ese dios
representaba al dios de la vida y que estaba débil por mi culpa.
¿Te acuerdas que mencioné que por cada acción que yo tomara,
pasaría un evento u otro? Pues bueno. Había alimentado tanto
al odio y a la tristeza, que la vida se derrumbaba ante mí.
Sus ojos marcaban una agonía infinita y el veneno de su cuerpo
se notaba demasiado. Supe qué hacer, ese último mundo fue el
que más jugué, coleccionando y adivinando cómo podría salvar
al dios de la vida. La idea vino a mí. Llegué al primer mundo
donde se hallaban reunidos los cuatro dioses principales. El
odio y la tristeza se veían fuertes y orgullosos, mientras que
la felicidad y el amor, estaban débiles y frágiles. Puse todo el
empeño que tenía y les di todo lo bueno que podía tener a los
dioses de la felicidad y el amor. Cuando por fin parecía estar
radiantes, acudí en busca del dios de la vida, que según como
yo lo entendía era el más sabio de los dioses.
Estaba radiante. Ya no se veía débil y el veneno de su cuerpo
había desaparecido. Todo lo malo que era se había convertido
en algo realmente fascinante.
Y comprendí como si se iluminara una luz que me mostraba el
camino, que era él y solo él, el mismo que hacía unos momentos
me dijo sus palabras de decepción frente a la puerta del vagón,
quien podía sacarme de esa hipnosis en la que me había estado
ahogando todo este tiempo. De él dependía mi felicidad y me
negaba a dejar escapar esa parte de mí.
Cuando por fin el recorrido kilométrico de las estaciones
desde Plentzia a Bilbao se terminó, mi corazón dio un vuelco,
casi intentando salirse de mi pecho porque ahí estaba él;
mirándome, esperándome. Me observaba como si supiera que
después de años me seguía poniendo igual de nerviosa, como
si fuera la primera vez que lo veía. Cosa que, por cierto, pasó
mientras vagueaba por los pasillos de este mismo tren.
Tomé aire y fui hacia él cual capitana de guerra que sale a
defender lo que es suyo.
Mientras iba caminando, pensaba en mil cosas. Pensaba en
cómo se quejaba porque los asientos eran muy rígidos y le
dolía, pensaba en cada risa, en cada abrazo, en todos los viajes
yendo y viniendo en aquel ya envejecido tren.
Cuando estuve enfrente de él, lo único que hizo fue abrazarme.
Y creo que nunca me había sentido tan protegida en mi vida.
Nuestras vidas volvían a tener sentido.
Ahí parado frente a él, el dios de la vida me entrego su mensaje:
«Sabía qué harías lo correcto. Cuando decidiste que el amor y
la felicidad fueran más fuertes y dominantes que el odio y la
tristeza, hiciste de la vida un paraíso. Gracias joven guerrero».
Nota: Gracias Plentzia por recibir a esta
venezolana con tanta calidez.
Y por fin, Game Over.
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37
5
AMORES FUGACES
Aritza Bergara
N
uestras vidas volvían a tener sentido, pensé, mientras
aquella bruma negra comenzaba a envolverme como hacía
tanto tiempo. Pero esto no es más que el final… Comenzaré por
el principio, para que entiendan.
Avanzaba en el vagón, distraído, sin prestar atención a los
escasos viajeros que transportaba pero, al mismo tiempo,
alejándome de ellos mientras veía pasar frente a mí las zonas
urbanas, aquella jungla de asfalto en que se estaba convirtiendo
Bilbao. La postguerra había sido dura y las industrias, aliviadas
ya tras la contienda y posterior depresión, retomaban su
actividad con fuerza, lo que traía consigo la llegada de miles
y miles de personas de lugares tan remotos como Galicia o
Extremadura. Ocurrió el 22 de julio de 1952 y aún lo recuerdo
como si fuera hoy mismo.
El tren avanzaba ruidosamente rumbo a Plentzia, lanzando al
aire sus volutas de humo negro que se mezclaban con las que
escupían las chimeneas de las metalurgias colindantes. Desde
mi ventana podría disfrutar de las impresionantes vistas de
algunos de los hornos cercanos, de los trenes que, circulando
en paralelo, transportaban la colada continua, incandescente y
humeante. Una ligera lluvia empapaba con su insistencia a los
que no la prestaban atención. Era el sirimiri, tan habitual en los
territorios vascos. El día tomaba el gris plomizo de los cielos
encapotados y así me sentía yo, gris, pesado. Pero incluso así,
o tal vez por ello, era tan especial que no podía sentarme en
cualquier lado: necesitaba encontrar mi sitio, mi lugar, no solo
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en la vida sino incluso para un miserable viaje en tren. Aquel
era solo uno de mis muchos defectos, de mis muchas manías.
Abrí la puerta, pasé al vagón contiguo y al verlo vacío lo hice
mío y allí me senté. El tercer vagón, mi territorio. Sin nadie
alrededor por fin me encontraba satisfecho y, tras acomodarme,
mi mirada se perdió tras el cristal, observando sin en los paisajes
que iban quedando atrás lentamente, como los días de la vida,
irrecuperables. En mi mente comenzaron a agolparse los versos
y, despreocupadamente, comencé a transcribirlos con aquella
letra que en ocasiones resultaba ininteligible incluso para mí.
Trenaren hotsa entzuten banuen
nire bihotza alaitzen zen.
Beti martxan, bidaiatzen.
Beste herriak ezagutzen.
Marinela izateko
beste modua asmatzen.
Nasa batetik bestera,
nire bidea egiten.
Halan pasatu zen dena:
eguna, urteak, bizitza.
Baina nik ez daukat pena
ezagutu dut Plentzia.
Guardé la libreta y volví a mirar al exterior. El verde de los
campos había ganado la batalla al gris del cemento y hormigón,
al menos por ahora. El traqueteo del tren al sobrepasar sin
descanso una tras otra las traviesas solía producir un efecto
somnoliento en mí. Debido a ello mis párpados comenzaron a
cerrarse, aunque yo luché para evitarlo.
Pasado un tiempo indeterminado una voz metálica y enlatada
nos indicó la proximidad de una de las estaciones de Getxo.
Poco después el tren se detuvo lentamente, chirriando con
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suavidad, hasta que paró por completo junto al andén. Apenas
unos instantes más tarde escuché tras de mí el resoplido de las
puertas al abrirse, anunciando la llegada de alguien.
¡Maldita sea! —pensé—. ¡Con lo bien que viajaba yo solo!
Mis peores pesadillas se cumplieron cuando escuché varios
pasos e inmediatamente después la voz aguda de varios niños,
peleando entre sí por ocupar el lugar junto a la ventana. ¡Tenían
prácticamente todo el vagón para ellos y aun así competían
por el mismo asiento! Así eran siempre los niños, ruidosos,
molestos para alguien solitario como yo.
Resoplé y cerré los ojos, hasta que una voz me sacó de mi
ensimismamiento y, sin quererlo, lo cambió todo para siempre.
—Buenos días, caballero ¿Sería posible que me sentara aquí
para hacerle compañía?
Levanté mi mirada, mitad sorprendido ante aquel atrevimiento
y mitad embrujado por aquella voz que sonaba a música,
a poesía en cada sílaba. Tan aguda, tan femenina. Aún hoy,
tantos años después, soy capaz de recordar la tonalidad que se
dibujaba en cada palabra. Solo de pensarlo se me eriza el vello
de los brazos… Allí, sonriente, posada ante mí esperaba una
mujer tan hermosa que por unos instantes me quedé sin habla
y no pude ni responder, lo que ella interpretó como un sí y, por
lo tanto, se aposento frente a mí.
—Bienvenida —balbuceé por fin, tratando de recobrar la
compostura. Me presenté—. Mi nombre es Martín. Usted no es
de aquí ¿verdad? —me atreví a preguntar.
Ella me miró y sonrió fugazmente. Era una morena que
rondaría el metro setenta y cinco, con una edad algo superior
a la treintena. En su mirada se apreciaba una mezcla de recato
y picardía, lo que la hacía aún más atractiva. Su pelo moreno,
bailando al compás del tren, caía hasta rozar sus hombros, y
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mis ojos no podían dejar de mirarlo, como si del péndulo de un
hipnotizador se tratara.
—No, simplemente soy la niñera de la familia Uriarte. Vamos a
Plentzia a pasar la temporada de verano con los niños.
Y así dio comienzo todo. Conversamos largamente, como si
nos conociéramos de toda la vida, con cercanía, con confianza
mutua. Una conexión especial parecía unirnos y me sentía tan
a gusto escuchándola que nada en el mundo tenía importancia.
No quería que acabara aquel viaje, debía durar por siempre.
Y sin embargo el tren avanzó hasta llegar al primero de los
dos túneles que debíamos cruzar. Entramos en el mismo y
ambos callamos. De pronto noté una mano acariciando la mía
y mi corazón pareció querer salirse del pecho. Fue un instante
solamente, pero fue el momento más feliz de mi vida. La mano
se retiró y yo espere a que saliéramos de nuevo al exterior para
poder mirarla.
Ella también me miró y en sus mejillas sonrosadas pude
apreciar un cierto pudor. Entonces, tal vez por primera vez,
traté de ver algo más allá, quise saber qué sentía. Sus pupilas,
negras como el carbón, irradiaban alegría pero, allí en el fondo,
una cierta desesperanza podía apreciarse, lo que me impactó
y me descolocó. Un prolongado pitido indicó que estábamos
próximos a entrar en el último de los túneles. Sus labios se
curvaron, regalándome la mejor de sus sonrisas, justo antes
de que la oscuridad volviera a cubrirlo todo con su manto
opaco. Unos labios susurraron a mi oído palabras que jamás
olvidaré, mientras sus manos acariciaban mi rostro. Deseaba
salir de aquel agujero bajo tierra tras el que sabía que pronto
alcanzaríamos la última parada. Quería tomar su mano entre
las mías y besarla, necesitaba declararle mi amor a aquella
desconocida que me había cautivado.
De pronto, como intuyendo el final del túnel, ella se apartó y
segundos después la luz del día inundó el vagón y me deslumbró.
41
-20 Y CHIWISKI, DOS
NOMBRES PROPIOS
Cuando volví a abrir los ojos busqué su mirada pero… ¡no había
nadie frente a mí! Me levanté, incapaz de creerlo pero el vagón
estaba completamente vacío.
—¡Nooo! —grité, desconsolado, mirando a un lado y otro. Abrí
la ventana y miré hacía aquel subterráneo que ya se perdía a
lo lejos.
Siempre me he preguntado qué ocurrió, si realmente existió
aquella mujer tan perfecta que me robó el corazón o si, como
quiere explicar mi cabeza, lo más posible es que me hubiera
quedado dormido y todo fuera, solamente, producto de mi
imaginación, el sueño más hermoso jamás soñado. Nunca
encontré la respuesta pero, como cada día 22, hoy he montado
de nuevo en el tren, en el tercer vagón, como hice entonces.
Ahora ya me aproximo al segundo túnel y una niebla comienza
a cubrirlo todo. No, espera. No es niebla, es como si de una
bruma negra se tratara. Así ocurrió aquella vez, y así se repetía
ahora, como les conté al inicio del relato.
—Tal vez hoy sea el día —me alteré con solo imaginarlo—. Tal
vez hoy vuelva a verla…
El tren alcanzó la localidad de Plentzia un par de minutos
más tarde. Cuando todos los pasajeros hubieron bajado, el
maquinista recorrió el interior del convoy para situarse en la
cabina de sentido opuesto y reiniciar la marcha. Al hacerlo
descubrió, sentado en un solitario vagón, el cuerpo inerte de
un hombre que sonreía feliz, pese a su fallecimiento, con la
mirada perdida en algún paraíso imaginario.
6
TXEFE
C
on la mirada perdida en algún paraíso imaginario, los
vecinos de Gorliz y Lemoiz llegados en el tren, abandonaban
a la carrera el andén con la idea de asegurarse un asiento en el
autobús de línea conducido por Salustiano Polanco “SALUS” que
esperaba paciente, estacionado junto al edificio conservado,
donde vivía en lo alto el jefe de estación, concurriendo en
su planta inferior la sala de espera con ventanilla para la
adquisición del billete correspondiente.
Al comienzo del andén, junto a la entrada cercana al puente y
separado por setos, los urinarios.
“SI DESEAS CONSERVAR LA CONCIENCIA, MEJOR NO ENTRAR”
Esta frase debería de haberse leído en un hipotético letrero
informativo.
Verano, no tenías prisa, la garganta seca. El caballo de hierro
llegaba repleto de viajeros ansiosos por acercarse a las playas.
Salías de él entre el balanceo de los empujones intentando
encontrar algo de espacio para colocar el cuerpo. Un Kas de
limón frío te sentaría bien.
Ahí lo tenías, junto a los mismos raíles, girando a la izquierda
el pequeño y famoso estanco-bar de nombre -20, con Jose
Antonio Esteban “COTELO” al frente. El hombre que jamás llegó
a despeinarse.
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43
—¡Cote! dame un paquete de Ducados para aita.
Entonces mostraba sus habilidades. Tiraba el paquete hacia
arriba y según caía, metía el tacón y te lo colocaba delante
sobre la barra. Si le pedías cerillas con la caja, realizaba la
misma operación.
—¡¡¡Joder Cote!!! ¡¡¡tendrías que venir a jugar con nosotros!!!
—Jugábamos a fútbol en el equipo que él patrocinaba.
Bernardo Esteban, guardagujas de profesión, padre de Cotelo,
inauguró el local perteneciente a la empresa ferroviaria con
venta de prensa y revistas, derivando años después en estanco
y bar.
Los trenes tenían su hora de llegada a menos diez; el puesto
de cambio de agujas con bajada de barreras distaba unos
cuatrocientos metros de la estación. Bernardo, para acometer
su trabajo partía siempre a -20. Por este hecho se decidió el
nombre del negocio.
Otros célebres guardagujas que prosiguieron a Bernardo fueron
Atanasio Sistiaga, corredor pedestre, conocido por “ATAN”, al
que la guerra civil frustró la participación en las olimpiadas y
Jose Mari Aguinaga, conocido como “MEDIO”, por su estatura…
Accionaba la bocina el maquinista al aproximarse el final del
trayecto para que evacuásemos la vía. Buscábamos monedas
y recopilábamos billetes de viaje usados. Cientos de ellos se
encontraban sobre las piedras y traviesas, de color azul o verde,
ya fuesen de segunda o primera clase.
Los doblabas sobre sí mismos y mediante una gruesa
goma elástica los utilizabas como proyectiles de alto poder
intimidatorio, por la dureza del papel prensado con el que eran
fabricados.
Tras estudiar en San Pío X, colegio local, mi señora madre tuvo
la genial idea de matricularme en el Instituto de Guecho; no
fue la única.
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Al Martín Rivas, centro privado y respetable de Algorta, acudían
otros personajes uniformados con pantalón azul oscuro,
chaqueta del mismo color y camisa blanca, creo recordar.
Compartíamos horarios de viaje y batallas en los vagones.
Un tacazo en la oreja o en el ojo, suponía picor garantizado
durante un buen rato.
De todos modos, lo más peligroso del trayecto se concentraba
en dos puntos negros donde podía ocurrir de todo, y nada
bueno. Me refiero a los túneles entre Plentzia y Urduliz. Escasos
segundos tardaba el vagón en cruzarlos, pero eso sí, de gran
intensidad.
En aquellos momentos el maquinista pensaría: “No les doy las
luces, que se maten entre ellos, estos energúmenos...”
Abonabas una cantidad monetaria en la oficina de la estación
algorteña, entregando a su vez una foto tipo carnet de
identidad. Te facilitaban, días después, una reducida cartulina
verdosa con tus datos personales, conocido vulgarmente como
“PASE”. Con él teníamos cubierto cualquier desplazamiento,
excepto festivos, durante los meses que duraba el curso, entre
la estación de origen y la más cercana al centro de estudio,
con una salvedad: no estaba permitido viajar en la unidad de
primera clase. No debíamos.
—Billetes, por favor.
Se acercaba el señor interventor “PICA” por el pasillo, ataviado
con blusa azul y gorra, maquinilla picadora en mano, agujereando
los susodichos billetes. Al llegar a tu lado y con poca intención
de rebuscarlo en la carpeta clasificadora, decías: “PASE”.
Unos pasaban de largo, continuaban sin más. Otros no, los
pocos. Entre ellos se encontraba “CHIWISKI” que, aunque te
conocía mejor que tu padre, marino de profesión, y se lo
hubieras mostrado más de treinta veces en los últimos cinco
días, tenías que acabar mostrándoselo de nuevo…
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7
UN VIAJERO ESPECIAL
Chiwiski era bajito, autoritario, malcarado, de gatillo rápido.
Confiscaba pases con igual rapidez o mayor quizás a la del
general Custer cargándose indios en el cine de Iturregui.
El rictus de satisfacción en su rostro era visible al marchar
portando dos o tres de ellos. Se sentía realizado.
Bitori Milikua Landa
Esta es otra historia de las
muchas que aún recuerdo.
Cierto es que en su día vi salir la gorra de Chiwiski por la
ventana volando, una vez sobrepasado Urduliz.
La encontraría casi con seguridad, mi vecino de escalera Juan
Ignacio Erdaide, controlador de vías, especializado en tornillos,
cuya misión consistía en recorrer a diario con nocturnidad el
tramo entre las estaciones de Plentzia y Larrabasterra, pero
esta es otra historia…
A
las diez en punto, como todas las mañanas, me siento a
escribir en la mesa de roble. Sé muy bien que uno de los
motivos, uno de los importantes, por los que lo hago, es que no
quiero olvidar. Tampoco quiero que los demás lo hagan. No me
engaño, la memoria es selectiva y frágil y aunque deje escritas
todas estas pequeñas historias de nuestra familia es posible
que acaben en el olvido.
El método es sencillo, libero la mente para deambular entre
los recuerdos hasta que alguno de ellos se adelanta al resto y
se presenta con luz propia. Luego no me levanto de la mesa
satisfecha hasta que el primer borrador está completo. El de
hoy es el recuerdo de Ama contándome emocionada la historia
de Fiscal, el perro del bisabuelo José.
José Landa había sido pescador, pero cuando ya tenía cierta
edad y salir a la mar resultaba muy difícil pasó muchos apuros
económicos. Sin embargo, la llegada del tren a su pueblo le
presentó la oportunidad de convertirse en «recadista», es
decir, se encargaba de llevar y traer paquetes y recados en el
tren de Plentzia a Bilbao.
Desde hacía unos años, José tenía un perro de aguas que le
acompañaba en su trabajo y siempre se les veía juntos. Hacían
el viaje en el tren tres veces por semana. La imagen entrañable
del hombre y su perro se fue haciendo habitual para los viajeros.
El carácter afable y abierto de José le granjeó la simpatía de
muchos de ellos.
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47
Él se jactaba de tener el perro más listo de los alrededores.
En la taberna, en Plentzia, con los amigos, le gustaba hacer
demostraciones. A veces mandaba a algún chico que escondiese
su boina y Fiscal la encontraba sin dificultad. Luego la escondían
en los alrededores de la taberna y el perro se la devolvía a su
amo. Llegó una ocasión en la que este juego se extendió a todo
el pueblo. Daba lo mismo donde fuese escondida la boina, el
perro volvía con ella a la taberna una y otra vez.
Ya nadie en el pueblo se asombraba al ver a Fiscal ir a comprar
el tabaco de pipa del abuelo, el periódico o, con la bota al
cuello, entrar en la taberna para que se la llenasen de buen
vino tinto.
Cuando Fidel, un aldeano de un caserío de Mungia quiso
comprar el perro, José le explicó que aquel perro era su amigo.
Uno no puede vender a un amigo.
—Podría venderte su cuerpo de perro —le dijo—, pero escucha,
Fidel, dentro de ese animal hay alguien muy especial que ha
decidido ser mi amigo. No compra mi tabaco porque soy su
amo y se lo mando, lo hace porque sabe que estoy ya viejo y
las piernas no me responden como antes.
Aquel mismo lunes, por la mañana, en la estación de Bilbao,
algunos viajeros reconocieron a Fiscal y se sorprendieron de
que estuviese solo. El perro permanecía sentado mirando
fijamente a las vías del tren desde el fondo del andén. Cuando
llegó el tren que iba hasta Las Arenas Fiscal ni se movió. Por
fin el tren que iba hasta Plentzia se puso en el andén, y Fiscal
entró en el mismo vagón en el que habitualmente viajaba José
y se colocó junto a su asiento favorito. Se le veía un poco
magullado y cansado. Seguramente había ido desde Durango
hasta Bilbao por el monte y ya en la capital debió dirigirse a la
estación que tan bien conocía, a esperar su tren. A la hora de
comer, José lo vio a la puerta de su casa y no pudo contener
las lágrimas.
Fue todo un acontecimiento en el pueblo. El bisabuelo José
pagó una ronda en la taberna incluyendo a Fidel que, admirado,
contó la trampilla que había hecho y admitió de buena fe su
derrota.
Fidel, tozudo, siguió insistiendo cada vez que se encontraba
con el bisabuelo, día tras día, sin descanso, y aumentando
poco a poco la cifra de la oferta.
Dos años después José enfermó. El diagnóstico no fue bueno.
Se iba apagando poco a poco, día a día, y Fiscal no se separaba
de su lado.
Por fin José le dijo:
A finales de noviembre, en la madrugada de un día húmedo y
frío José murió. Durante la mañana, mientras sus hijos Carmelo
y Juan se encargaban de avisar al cura, Juana la bisabuela y sus
hijas, Victoria, Ángeles y Concha lo lavaron y vistieron con sus
mejores ropas. Habían sacado a Fiscal de la habitación a la
fuerza y le oían gemir de vez en cuando desde el camarote. Por
fin, acabaron su dura tarea y lo dejaron volver.
—Fidel, voy a venderte el perro con una condición: si Fiscal
vuelve a mi casa pierdes el perro y el dinero y si en dos meses
no ha vuelto te devuelvo el dinero.
A Fidel le pareció un buen trato y en ese mismo momento
pensó que llevaría el perro a casa de su hermana que vivía en
Durango, casi a cincuenta kilómetros de allí, y no lo traería de
vuelta hasta pasados tres meses.
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Un domingo, el trato se cerró con los habituales de la taberna
como testigos y aquel mismo día, sin decir nada a nadie, Fidel
llevó el perro a casa de su hermana.
Durante la tarde y parte de la noche, los amigos y vecinos
pasaron a despedirse de José. Fiscal no se movió de los pies
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8
EL INTERNADO
de la cama en ningún momento. Cuando el último de ellos se
marchó, la bisabuela apagó la luz y se recostó en el viejo sillón.
En el silencio, escuchó la respiración rítmica y fuerte de Fiscal
y con aquel sonido se fue quedando adormilada.
Gotzone Butron Kamiruaga
Al amanecer, algo despertó a la bisabuela. Le costó un poco darse
cuenta de qué había sido. Ya no se escuchaba la respiración de
Fiscal. El cuerpo seguía allí, pero él se había ido con su amigo.
Yo no puedo evitar, algunas veces, cuando cojo el metro para ir
a Bilbao, verlos felices juntos en los nuevos vagones.
A mi amiga Ana y a su madre.
Y
o no puedo evitar, algunas veces, cuando cojo el metro para
ir a Bilbao, verlas felices juntas en los nuevos vagones del
tren. Así me las imagino, al menos, sabiendo que éste marcó su
primer encuentro más de medio siglo atrás.
Hizo el viaje de Madrid a Bilbao con un alfiler en la mano como
única protección. Ocupaba medio asiento en un tren abarrotado
de soldados; la espalda rígida, las piernas muy juntas y la mano
agarrada fuertemente a su minúscula arma. No echó ni una
cabezada en las diez horas que duró el viaje. Las monjas del
internado, las Hermanas de la Caridad, le ayudaron a buscar
la dirección donde vivía la madre que, diecisiete años atrás, la
había dejado a su cargo. Ella no salió nunca del colegio, hasta
que la soledad y la falta de aliento materno abrieron una grieta
en su corazón.
Bajó de aquel tren que desprendía olor a convivencia obligada
y alzando las solapas del abrigo se dirigió a otro más modesto,
que le recordó a una oruga. Atravesó pueblos y poblachos de
nombres irrepetibles, desviando, de vez en cuando, la mirada
hacia un perro sucio y magullado que viajaba sin dueño en un
asiento cercano. Siguió las indicaciones de sus benefactoras,
llegó hasta la última estación y se apeó. Acompañó a la poca
gente que salió de los tres vagones que componían el tren.
Atravesó un puente tosco encarado al viento que la llevó frente
a unas casas irregulares, escoradas y muy pegadas las unas
contra las otras, como siamesas. En una de ellas encontró a su
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9
LA SEGUNDA OPORTUNIDAD
madre. Le pareció vieja, aunque la rodeaban cuatro mocosos
que no sumaban su edad.
La madre la acogió por un tiempo aunque la precariedad de la
casa era argumento suficiente para no alargar la estancia más
de lo imprescindible. Mientras vivieron juntas nunca hablaron
del pasado, pero se espiaban la una a la otra por el rabillo del
ojo intentando adivinar sentimientos y razones. Si creían que
la otra no veía, se miraban largo rato, y cuando advertían la
mirada ajena, disimulaban con su quehacer diario.
Aquel verano apareció un hombre que dijo que la quería y
se fue a vivir con él. La madre le advirtió que no era hombre
de fiar y ella la odió por primera vez en su vida. Dejaron de
hablarse.
En pocos años el hombre desapareció dejándola con tres criaturas
y sin el poco dinero ahorrado a base de escatimar en las comidas.
Con la ayuda de sus antiguas benefactoras se fue a la ciudad,
de interna, a servir en casas de renombre donde su prole
no tenía cabida. La dejó al cuidado de las monjas y recordó su
infancia, aunque ella les recogía cada domingo y los llevaba al
parque a correr
Cuando las arrugas le advirtieron de que los años que le
quedaban por vivir eran menos que los ya transcurridos, tocó,
por segunda vez, la puerta de su madre. La mujer abrió, se
miraron de frente y se abrazaron sin necesidad de palabras.
Antes de tomar el tren de vuelta, bajo el emparrado de una
taberna cercana a la estación, las dos mujeres se reconocieron,
por primera vez, como madre e hija. Chocaron sus vasos de
vino y brindaron por la vida.
gutxigorabehera.wordpress.com
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MCVelarde
Dedicado a mi amigo Pedro Mari.
C
hocaron sus vasos de vino y brindaron por la vida. Como
nunca antes lo habían hecho. Con una consciencia alegre
y dolorosa.
Para José Mari, la pesadilla había empezado el jueves, seis de
agosto de aquel caluroso verano de 1970. Vicente, su joven
ayudante, había enfermado y la compañía no enviaba a nadie
para sustituirle en su trabajo, así que le tocaba hacer doblete.
Se levantaba a las 5:15 y a las 5:45 ya estaba al pie del cañón
como responsable de la estación de tren de Urduliz. Allí atendía
las barreras, despachaba billetes, controlaba los semáforos, el
teléfono… sin parar hasta las 11:10 de la noche, hora en la que
pasaba el último tren. Entonces volvía a casa con las fuerzas
justas para cenar y caer rendido en la cama.
El sábado ya acusaba el cansancio de las diecisiete horas de
trabajo diario. La compañía le había prometido el relevo y él
soñaba con que llegara antes del domingo, que era su único día
libre. Pero el domingo nueve de agosto amaneció radiante y sin
noticias de su sustituto. José Mari, resignado, bajó a trabajar y
comenzó con sus rutinas.
Esa mañana el tráfico de trenes era incesante; cientos de personas
acudían a la villa costera para disfrutar de un agradable día de
sol y playa y esto mantenía en tensión al hombre. El hecho
de que Plentzia y Urduliz estuvieran unidas por una única vía
obligaba a los jefes de ambas estaciones a coordinarse para dar
paso alternativo a los trenes que hicieran el trayecto. Si, por
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10
FURGOIA, 1940− 1950
un error, uno de ellos dejara salir un convoy estando la vía ya
ocupada, las consecuencias serían catastróficas.
Bene Markaida
A las 7 de la tarde bajó un poco la actividad y a José Mari
le costaba mantenerse despierto. El calor y el agotamiento
mermaban sus reflejos y sentía la mente confusa, como si
hubiera estado bebiendo.
Luchaba por mantener los ojos abiertos cuando un insistente
pitido, ya demasiado cercano, le sobresaltó; era el tren de las
19:25 que viajaba vacío hacia Plentzia. Aturdido, le dio paso
sin pensarlo. Sólo después miró la pantalla luminosa que
indicaba que ya había otra máquina avanzando en su dirección,
ocupando la vía.
Décimas de segundo le bastaron para comprender las
consecuencias de su dramático error. Salió corriendo detrás del
convoy gritando y haciendo señas, en un vano intento porque
el conductor le viera y detuviera la marcha. ¡Cómo ansió un
interruptor que le permitiera cambiar el destino!
Enloquecido corrió hacia el teléfono; mil caballos al galope
amenazaban con reventarle el pecho. Con un esfuerzo titánico
logró controlar el temblor de sus manos y marcar el número
de la central de ferrocarriles, donde confiaba que pudieran
cortar el suministro eléctrico de la vía y evitar la catástrofe.
Un tono de llamada, dos, tres… cuando finalmente contestaron
y, tras unos segundos eternos, le confirmaron que lo habían
resuelto, todo a su alrededor se desdibujó. La tensión que lo
había mantenido alerta le abandonó de golpe y cayó hincado
de rodillas, consumido en un llanto incontrolable. Las lágrimas
más dulces que jamás derramaría.
.
I
noiz isuriko zituen malkorik goxoenak eta mingotsenak furgoi hartan geratu ziren, beste emakumeenak bezalaxe, hain
zen estua andratxo haien artean sortzen zen giroa.
Aparteko mundu bat zen furgoia. Hamabi metro karratu inguruko departamentua, Plentziatik Areetarako norabidean trenaren aurre-aurrean kokatuta zegoen, motoristaren kabinaren
ondoan. Ate txiki baten bitartez zortzi jarrilekutako gela txikitxo batera pasatzen zen. Dena dela, furgoian bidaiatzen zutenak zaran, kantinplora, zaku edota kaxa gainetan jesartzen
ziren gehinetan.
Goizean goizetik eta eguerdira arte izaten zen mugimendurik
biziena furgoian. Bendejerak, esne-saltzaileak, errekadistak, …
emakumeak gehienbat. Goizaldean joaten ziren Areeta, Bilbo
edo Portugaletera baserriko uztak saltzera. Hamarretarako
bueltan ziren bizkorrenak, letxerak gehien bat; baita Santurtziko sardinerak, baserrietan arraina saltzera; eguerdirantz, bendejerak.
Furgoiko trasteen artean gauzarik bitxienak eraman eta ekartzen ziren. Estilo guztietako otzara eta kantinplorekin nahastean ez zen arraroa ohe baten atalak, komodin bat edo aulkiren
batzuk ere garraiatzea; baita lantzean behin hilkutxa hutsen
bat ere. Kontuan izan behar dugu, gaur egun arraroa egiten ba
zaigu ere, sasoi haietan ez geneukala beste garraiobiderik.
Dena dela, furgoiko gauzarik nabarmenena bertako giroa zen.
Gehienak emakumeak eta ezagunak izanik, elkarrizketa bizi
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55
eta alaiak sortzen ziren, baita errietak ere. Eta euskaraz. Tren
guztian euskera entzuteko furgoia izaten zen gehien bat. Urduliz, Butroi, Sopela edo Berangoko emakume baserritarrek euskaraz egiten zuten haien artean.
Arazoa eguerdian eta plaza egunetan sortzen zen batik bat. Furgoian ezin denak sartu eta andre batzuk bagoi arrunt batean
sartzen ziren euren otzarekin. Eurak, betiko eran, berbaldun
aritzen ziren eta ez baxu gainera. Gauzak horrela, beti agertzen
zen morroi bigoterre kopetilun bat esanez: «Hablen en cristiano». Euskaldun ginenok erre-erre egiten ginen baina inor
ere ez zen ausartzen ahozabal hari ezer esaten. Geure amorrua
gordeta, bagoi osoa mutu geratzen zen geure andre baserritar
bizkorrekin batera. Sasoi ilunak ziren.
Billanoko koartelean ez zen faltarik igarriko baina gure etxean
sano estimatzen genituen garbantzuak edota arroza eta amak,
batez ere zakutotxu berdexka estu txiki haietan ekartzen zuen
azukrea, igandean flana edo arroz-esne gozoa egiteko eta etxeko txikienen biberoiak goxotzeko.
Umeoi deigarri egiten zitzaizkigun mutur bakoitzean troinu
bat zuten kaki koloreko zakutotxuak eta denboraren joanarekin jakin genuen zerez eginda zeuden: jaka militarren mahukei
kendutako forroarekin egiten zituzten kilo bat edo bi kabitzeko moduko zakutoak.
Beharrizanak bizkortzen du gizakiaren malizia. Eta, sasoi haietako bizipenak ez ziren makalak izan.
«Eskuara baizik ez zekiten haiek…»
MUTU
Gerra-osteko urte gogorrak ziren. Dirua eskaz eta edukita ere
zaila zen oinarrizko elikagaiak lortzea. Olioa, garbantzuak edo
kafea ezin ziren inon lortu. Estraperloan bai, baina garesti, oso.
Baina furgoian jenero ederrak garraiatzen ziren batetik bestera. Esnea, arraina, ortuariak, etab.; baita Billanoko destakamendurako hornidurak ere.
Esne-saltzailea zen gure ama. Goizeko seietarako trena Sopelan
hartu eta Portugaletera joaten zen. Han, aldapetan gora eta
behera makina bat litro esne saldu eta hamarrak ingururako
bueltatzen zen etxera. Ordu horretan, Bilbotik Plentziara bueltatzen ziren soldadu gazte bi, furgoian hainbat zakutan militarrentzat janari ederrak zeramatzatelarik. Denak ere bizkorrak
izanik, tratuak egiten ziren furgoian. Zaku bete handi haietan
lau-zortzi egin eta kiloren bat arroz edo azukre saltzen zieten
mutil haiek emakume langileei, poltsikorako diru apur baten
truke.
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EL VAGÓN DE EN MEDIO
1950-1952
L
as vivencias de aquella época no fueron banales. Aún las recuerdo como si fuera hoy.
El andén dirección Plentzia en Las Arenas carecía de cualquier
forma de cobijo. Bajo el sol o azotados por el temporal esperábamos allí al tren procedente de Bilbao los últimos minutos.
A las seis y media de la tarde, en invierno era de noche, aparecía el convoy por las viejas cocheras y avanzaba lentamente
entre las calles Gobela y Mayor hasta la antigua estación, calle
Santa Ana. El motorista se apeaba y cruzaba el andén a lo largo
para ir al motor del otro extremo, mientras el guardagujas movía los raíles para tomar la dirección a Plentzia.
La frecuencia de trenes a Plentzia era de una hora, lo que suponía que vinieran abarrotados en las horas punta.
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Cada convoy constaba de cuatro vagones; los de los extremos
tenían incorporado el motor que tiraba hacia uno u otro lado.
Alegres pasodobles, boleros nostálgicos y románticos valses
amenizaban nuestra media hora de viaje.
De los dos centrales uno era de primera clase. En él viajaban
varios ejecutivos; señoras elegantes y perfumadas que volvían
de hacer visitas o compras en Bilbao; y dos o tres estudiantes,
hijos de casa bien que parecían aburrirse dulcemente.
Al llegar a Algorta y antes de que los usuarios empezaran a
apearse en Getxo, Berango, Sopela, Urduliz… algún hombre se
quitaba la boina y la hacíamos pasar por todo el vagón mientras se depositaban en ella algunos céntimos que sumaban alguna pesetilla extra para los músicos.
Los que poseíamos carnet de segunda clase si entrábamos en
aquel vagón teníamos que permanecer de pie, aunque hubiera
libres amplios asientos de pajilla trenzada, lo que resultaba
humillante.
Su música y nuestra juventud hicieron que se cruzaran muchas
miradas, sonrisas y tímidas despedidas con un “hasta mañana”.
El otro vagón del medio era una gozada. Al abrir las puertas
salía del interior un vaho caliente que olía a sudor, humo de
tabaco y restos de comida de las grilleras, pequeños cestitos
cerrados donde los obreros habían llevado su comida por la
mañana
Las plataformas de entrada, abarrotadas de trabajadores que
volvían a casa después de una larga jornada en las empresas
junto a la ría como Altos Hornos, La Naval, La vidriera, etc. y
habían embarcado en Lutxana, Erandio o Lamiako, había que
cruzarlas a codazos para evitar roces no deseados y situarnos
en el centro del vagón, los pasillos e incluso entre asientos.
Era nuestra zona. Venía la gente sentada desde Bilbao y el grupo de estudiantes de distintas academias, la Universidad o la
Escuela de Náutica en Deusto. Con la llegada de nuestra pequeña bandada de colegialas se creaba un pequeño alboroto de
saludos, sonrisas y miradas furtivas.
Pero lo mejor del vagón del medio era la presencia de Marino y
Patxo. Aquellos dos hermanos de Andraka habían terminado su
jornada en las calles de Bilbao vendiendo el cupón prociegos y
volvían también a casa cansados, pero Marino tocaba el acordeón y Patxo le acompañaba con la pandereta.
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HAMAIKAGARRENA
Esti Olabarrieta Landa
B
egiradak, irribarreak eta diosal lotsatiak «bihar arte»
batekin airean zintzilik geratu dira. Begiradak, akaso, airean
tinkoago mantendu eta, zubia zeharkatzen ari direlarik, tarte
honetan zehar luzatu dira; zubiaren maldatxoak atzera so egitea
oztopatzen duenean eta askoz luzeago ere bai. Herriko sarrera
ez den plazan paratu dira, haien arnasaldiak lasaitzeko eta hitz
iheskorrak eteteko. Gertatu dena gertatu dela, haien irrietan
marraztutako arrastoa gozoa da, eztia, erlaxatuki erakargarria.
Oraingoz ere haien begiradek Barrikarantz egiten duen
errepidearen bidexkak deskribatzen duen lerroa behatzen
dute, adi, egonkor, ezer argia ikusiko balitz bezala, taldetxo
baten marrazki lausotua baino esanguratsua den ezer argia
ikusiko balute bezala. Eserita nagoen bankutik dakusadan
irudiak edertasun kutsua dastatzeko gonbitea egiten dit;
nesken talde bat infiniturantz begira dabil, aurrerantz, nik
ezer identifikatzen ez dudan puntu partekatu baterantz. Haien
soinuek nire geldialdi hau errotik aldatu dute, haien hitz isilen
algarek nire egote lasaia iratzarri dute. Nire aurrean marraztu
duten paisaia gustatu izan zait...
Metroa galtzen aditua naiz, hogei minuturoko maiztasun
honetara egokitzen ikasi ez dut egin eta dagoeneko (neure
buruari, nire ohiturei milaka iruzur eskaini egin badizkiet ere)
ikasiko ez dudanaren seguritatea nireganatu dut, munduaren
desoreka ezkutuen seinalea delakoan edo. Oso fuerte saiatu
arren, metro baten eta bestearen arteko denbora tarteak ihes
egiten du, ihes egiten dit eta, egoera gehienetan, nik estimatu
60
baino sarriago, kalean ematen dut istant luze neurtu hau.
Hamabost minutu inguruko eternitate honetan zain egoteko
zubiaren alde hau maiteagoa daukat, burdin hotzez egindako
bankuan baino egurrezko bero honetan esertzea nahiago
izaten dut, bereziki zerua gaur bezain irekia dagoen egunetan.
Gaur ere oholak kasik ukitu gabe zapatak bankuaren gainean
jarririk, egun telefonoa baino askoz gehiago den tresnatik
begirada altxatu dut. Neska talde honek esnatu nau, esnatu
edo. Haiengana jarri dut arreta arina, jakingura, eskenatokia
aurreiritziz betetzeko gogoa. Aldiro honetara jolasten dut,
inguratzen nauena ulertzeko saiakera hutsala baino ez den
joko batean. Ingurua behatu eta egoerak deskubritzen ditut,
ariketa honek errealitate gordin zein preziatuekin lotura
ñimiñorik ez daukala jakin arren. Jolas bat besterik ez da,
egiten dudan interpretazioak egiaztapenak lortzen ahalegindu
gabeko ariketa ludikoa baino ez. Gaur ez dut nik bilatu,
egoera batek niregana egin du; gaur ez dut, esaterako, ondoan
daukan pertsonaren aurpegi zimur bat deliberatuki behatu eta
horren istorioa eraiki; gaur talde horri begira paratu naiz, ezer
erakargarria sentitzera gonbidatu bainaute.
Zer gerta dakiekeen imajinatzen eman dut alditxo bat, haien
begiradak nire begiradarekin babestuz, haien murmurioak
elkarrizketa bilakatuz, haien keinuak nire barneko hiztegietan
interpretatuz, haien arteko erlazioaren sustraiak beste
istorioetan aldaxkatuz... Horretan sor nenbilelarik, metroaren
puntualitatearekin gogoratu naiz. Telefonoaren pantaila
begiratu dut, ordua ezagutu nahian.
Orduaz jabetu orduko, automatizatutako erreflexu batean,
motxila presaka hartu eta soinean kargatu dut, bankuaren
goiko babesean itsatsita zegoen ezer bota egin dudanean.
«Nori bururatu zaio, demontre, banku batean plastiko sendo
bat pegatzea?». Kopeta ilundu orduko, plastikoa jaso eta
zeloaren zatiak dauden leku bertsuan kokatzea deliberatu dut,
ni ez naiz izango, ez, beste baten burutazio xelebrearen emaitza
hondatuko duen pertsona. Hautsa astindu, oso gainetik garbitu
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eta, bere lekuan berriz kokatzeko unean, euskarri horretan
dagoen irudia ezagutu egin dut, gaztetan irakurritako liburu
baten azala da...
Memoriak deia egin dit, irudiaren aitzakiapean. Irudiaren
lehen planoan dagoen hanka gainean desgogara utzitako
esku luze zuri hura gogoratu dut, alkandora beltza eta
bakeroz jantzitako pertsona ez identifikagarriaren siluetarekin
batera. Atzeko planoaren lurraldea ez dut hain errez aurkitu
memoriaren zirrikituetan, erantsitako nire oroimenetan ez
dut paisaia horrela gorde, palmerak ahaztu egin ditut, inolako
dudarik gabe. Plastifikatutako kartel antzeko horren testuari
erreparatu diot. Irudiaren alboetara lerrokatutako testu xume
luzea dago…
«Liburu hau Alfon Etxegarai Atxirikak idatzia da.
Alfonso Etxegarai plentziarra, orain direla 33 urte deportatu
zuten, hau da, asilo lurraldean bahitu, ilegalki hegazkin
batean sartu eta urruneko herrialde batean abandonatu
zuten. Ecuadorren lehenengo deportazio labur bat pairatu
zuen eta, azken 32 urtez, Saô Tomèn bakartasunean
deportaturik darrai.
Liburu honetan bere testigantza bat daukazu. Egungo egoera
ezagutarazteko herrian informazio zehatza daukazu...
Informa zaitez eta Alfon etxeratzeko konpromisoa har
ezazu!.
Beste testigantza idatziak ezagutu nahi badituzu, aurten
liburu berri bat argitaratu da. Herriko liburu dendetatik
pasatu eta «La Guerra del 58»z galde ezazu.
Liburu hau har ezazu... irakurri, gozatu, tristatu, hausnartu...
eta, bukatzen duzunean, espazio publiko batean utzi, beste
irakurle batek istorio hau ezagutu ahal izateko.
A! Eta esker mila Txalaparta Argitaletxeari, haiek ere liburuak
eta idazleak libre maite dituztelako!
ALFON ETXERA Herri Ekimena»
62
Plastikozko kartela zegoen lekuan zorrotxo bat eskegita dago,
barruan inoiz zama bat gorderik izan duelakoan, pisu marra
markatuak agertzen ditu. Kartelak iragartzen duen liburu
fisikorik ez dago, inoiz zorrotxo horretan gordeta egon denaren
seinaleak marraztuta geratu diren arren.
Orain bai maitasun keinuz bere lekuan itsatsi dut, eusten duen
zeloa gozo eta irmoki laztanduz, gehiago iraun dezan.
Eta arinki geltokirantz abiatu naiz.
Areetarainoko bidea leihotik begira eman dut, nire
pentsamenduetan iltzatuta. Ibilbidearen paisaia begietatik
joan zait, tonalitate berde-marroi-urdinetan arreta jarri gabe,
tonalitate grisagoen kontrasteetan gozatu gabe, leihotik
marrazten den jarraiko bidearen etengabekotasunean murgildu
gabe, detaileetan kasik erori gabe. Motxila hanka tartean sartu,
aurpegitxoa kristal freskoaren kontra jo eta bueltarik gabeko
bidaiak zer izan behar diren hausnartuz ibili naiz, bukaerarik
gabeko egonaldi ez hautatuak, aldaketarik gabeko geroaldi
arrotzak... Horrek guztiak arima ere desorekatu beharko du,
zure egonak irauli, zure planak deuseztatu... Irudikatu ezinean
nago, sentitu ezinean. Une batean idatzi gabe geratu diren
istorio askok osagai hau daukatenaz jabetu naiz; sorterria (eta
han sustraiak izanik) nekez uzten duten protagonista anonimo
askoren historia asko «sine die»ko egoerei erantzuteko buelta
gauzatu gabe geratzen direnaz jabetu naiz. Alfonen historia
ere hauetako bat izan zitekeen. Dena dela, pentsamenduetan
zenbait izen-abizen ezagun-ezezagun berreraiki baditut ere,
egoera honen baitan gordetzen den errealitatea sentitu ezinean
nabil.
Areetarainoko bidea barrura begira eman dut, nire
pentsamenduetan iltzatuta. Ezinegona nagusituz doa, eta
birikietan ere estutasuna sentitzen dut, gorputz osotik
hotzikara baten ziztada kateatuta zabaltzen den bitartean.
Pentsamendu hauek gorputzean sortzen duten sentsazioen
multzoa ez da, ez, atsegina, ez da eramangarria. Pentsatze
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soilak horrelako islak eragiten ditu nire gorputzean. Sentipen
samindu hauetatik askatzeko, alboratzeko ahalegin txikia egin
dut, akaso istorio/historia hauetan hautazko bueltako bidaiak
ere eraiki daitezkeelako usteari eutsiz. Pentsamendu ilunek
eragin dezaketeen unibertsoa ezagutzen dut, ziurgabetasunaren
alde ezkorrak sarri gorputz apurtuak oparitzen dizkigulako
baina, zenbaitetan, amildegiaren ertzik apurkorrenean ere,
kontu zirraragarriak idazten diztuzten hauetakoak ezagutu
egin ditugu.
Neguriko geltokiara ailegatzean metroak galdu du abiadura,
hemen barruan aurrera- atzerako mugimendu txikia somatuz.
Areetako geltokian minutu pare batez jaitsiko naiz. Urdulizko
ospitaleak oraingoz ordezkatu ez duen anbulategirako bisita
arina (espero) eta bueltan... Buelta... Hitz magikoa ere izan
daiteke.
Plentziarainoko bidaia koaderno bati begira eman dut,
koadernoaren gainean, koadrotxo urdinetan hitz borobilduak
idazten saiatuz... Erreza izan da lehendabiziko esaldia, aurretik
lar entseatuta neukalako, «zelan doakizu bizitza paraje
mingots eta arrotz horietatik?»... eta, metroaren mugimendu
txikien gainean orekak eginez, koadernoaren orrialde oso bat
zirriborratu dut, kartela ikusi eta nire mundutxo gertukoa
mudatu egin den une honen isla idatziekin. Gozo eta mimoz
lerrokatutako hitz horien guztien atzean egoera batek
sortutako sentipenetatik eraikitako mezu txiki bat dago, hori
baino ez, hori guztia. Gutunazal batean berarentzako nire
altxor txiki hau itxiko dut, zuzenki eskaintzen ausartu gabeko
desiorik gozoenak hizkien artean izkutatuko ditut; begiradak,
irribarreak eta diosal lotsatiak «gero arte» batekin...
Ahots eztiz esan zitekeen «gero arte» hori bere ondoan
konjugatzeko esperantzan.
HIRU TXARTELEN MISTERIOA
Jokin de Pedro
B
ere ondoan konjugatzeko esperantzan idatzi diot bilobari
kontakizun hau, berak maite dituen hitzak eta aditzak
erabiliz; hurrengo batean bera izango da ipuina errepikatuko
diona entzuteko denbora apurrik duenari, seguruenik niri,
bion pozerako.
Sekula ez dut sinistu haraindiko munduan, ezta zientziaren
bitartez azaldu ez daitezkeen jazoeretan ere; Jainkoak, igarleak,
iragarleak, santuen mirariak nahiz aztikeriak... zer esango dut
ba, halako bat bakarraren lehenengo egiaztapen sinesgarria
ikusteko nago oraindik.
Horregatik, orain hogeita hamabost urte trenean jazo
zitzaidanari azalpen bat aurkitu artean, inori ezer ez esatea
erabaki nuen. Eta, gauzak zer diren, hogeita hamabost urteren
bueltan idatziz jasotzera noa behin baino gehiagotan inori
kontatzeko puntuan egon naizen hura, urteetan daroadan
barruko harra isilarazi edo, behinik behin, baretu beharrez. Ea
paperera ekarrita neure gogotik aienatzen dudan betiko.
Trenean esan dut lehentxoago, artean metroa egin barik
baitzegoen 1983an.
Neguko arratsalde grisa zen. Ibarrean giro urdin iluna. Lanbroak
ezkutatu egiten zituen Plentziako zubi zaharreko bederatzi
arkuak, eraikin sendoa Butroi errekaren gainean lebitaraziz,
ezerezean pausaturiko pasabide gotorra zirudiela.
Txarteldegira jo dut, PLENCIA-BILBAO kartoi gogorrezko
txarteltxo berdea erosi, 35 pezeta. Ohi bezala, azken-aurreko
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bagoira sartu naiz. Urdulizen gelditzean baserritar bikote
ezagun bat, andre-gizonak, sartu dira, euren otzara bete
ortuariekin. Euskaraz ari dira, baina isilpean, beldurrez bezala.
Trena abiatzear dagoela, norbait ezezaguna, sekula ikusi bakoa
sartu da gure bagoira. Beltzik jantzita dago, kapela bitxi ezohiko
batek burua estaltzen diola. Ikusi egin nau, eta betertzez
begiraturik irribarre ahul arraroa egin dit.
Triki-traka, garai bateko zabu biziekin sartu gara Sopelako
geltokian. Beltzik jantzitakoa jaitsi eta trena aurrera doa,
zotinka.
Larrabasterran beste baserritar batzuk sartu dira, Urdulizekoen
alboan jesarri eta berbetan hasi direnak. Baina... abiatzear
gaudenean, beltzik jantzitako norbait sartu da, kapela bitxi bat
buruan, irribarre... ezin da, lehengo berbera da-eta! So gelditu
natzaio, begiak harengan finkaturik; zin egingo nukeen —
ezinezko zela ez baneki— lehengo gizon bera zela. Bost minutugarrenean berarengana jotzea erabaki dut, anaia bikirik ote
daukan galdetzera, baina trena Berangon gelditu denean irten
egin da, Urdulizen igo zen haren mugimendu eta mugimendu
berdin-berdinak eginez.
Getxora sartu gara. Hemen jende gehiago sartu da, gehienak
nekazariak, batzuk ortuariekin, beste batzuk untxiak edo
oiloak bizirik dakartzatela eta beste hainbat esku-hutsik, baina
buruko txapelek nahiz zapiek euren baserritartasuna erakusten
dutenak. Baina trena abiatzear dagoela, bera sartu denean ­­—
eta orduan ez neukan inongo zalantzarik gizon bera zenetz!—,
lehengo jarleku berean jesarritakoan, erabakitsu, oldartu egin
natzaio.
—Barkatu, baina zelan izan liteke? Lehenik Urdulizen eta
gerora Berangon sartzen ikusi zaitut. Eta ez esan, gero, zeu
ez zarenik!
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—Bai, ni neu naiz, horretan ez dago zalantzarik, baina ez
naiz sartu ez Urdulizen ez Berangon. Zer uste duzu, ba,
txorien moduan hegaz ibiltzen naizela?
—Ez da hori, ni... berdin da, barkatu, barkatu, oso... arraroa
da.
Bilborainoko ibilbide guztia burua leihotik apartatu barik eman
nuen, eskuak lokietan kartolen moduan ipinita, ez bainuen
ikusi gura gainerako geltokietan nor sartzen zen bagoira.
Larritasuna horrela saihesturik, gerora Bilbon neukan bilera
hura normal joan zela esan beharko nuke, nahiz eta ez nintzen
une batez ere adi egon han entzuten nituen hitzei; ez dago
esan beharrik non eta zertan nuen gogoa.
Bilerarekin zelan edo halan konpliturik, bazkalordurako
Plentziako geltokian nengoen berriz ere, Bilbotiko etorria
ostera ere aurpegian kartolak ipinita egin eta gero.
Zubi zaharra igarotzera nindoanean, atzerantz jo nuen
txarteldegira bueltatzeko, hurrengo eguneko txartela
ateratzeko asmotan, Bilboko bilera hartakoak egun batzuetan
segida izango baitzuen.
—Hemen ostera? —txarteldegiko uniformedunak.
—Zelako hemen ostera? Zu ez zara goizean egon; zure
beste lankide horrek saldu dit Bilboko txartela.
—Goizetik ez naiz egon, baina eguerditik aurrera bai, eta
hirugarren aldia da zu hona txartela erostera zatozena!
Galdu egiten dituzu ala?
—Zeeer?
Ateraldi lotsabakoari erantzuteko nengoela, eskuak berokiaren
poltsikoetara sartu nituen, instintiboki-edo, batek daki, nire
atzamarrek haztatu zutenak arnasa barik utzi ninduenean.
Ezkerreko patrikan, jakin nekien bezala, txarteltxo bi neuzkan,
Bilborako joan-etorrikoak, noski; baina eskuin eskuak beste hiru
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ITZAL BATEN KONDAIRA
txartel ukitu zituen. Arnasari eutsiz, izuz, atera nituen argitara:
hiru txartel, kolore desberdinetakoak, hirurak pikatzaileak
zulatuak: SOPELA, BERANGO, GETXO.
Hogeita hamabost urte igaro dira, bai, hura gertatu zenetik.
Jazoera hura zergatik jaso ote dut gaur neure eguneroko
honetan, eta ez lehenago? Tren-txartel haietatik, gaur
bildumatzaileen objektu bilakatuak, oraindik bat gordetzen
dut. Txarteltxo berdexka esku artean daukat. Kartoi berde
zurrunaren gainean, zabaletara idatzirik dagoena argi eta garbi
ikusten da oraindik ere: «PLENCIA-URDULIZ, Clase General, Ida,
Pesetas 18». Ezker-eskumetan, goitik behera idatzirik duena
ez da hain ondo ikusten, irakur badaiteke ere. Eskuman, data
ageri da, erliebez markatua: «21 FEB 83». Ezkerrean daukan
serie-zenbakia zein den ez naiz orain arte ohartu: 2018!
Antxon Deba
E
z naiz orain arte ohartu: 2018! Denborak eskuetatik ihes egin
didalarik ene buruari galdetzen diot puntu honetara nola
heldu naizen. Zerk bultzatu ninduen bakardade nostalgikora?
Erabakiak, akaso, erantzun ziklikoa du eta ez da erabakia ere
izan, ekidin ezin den errail bakarreko ibilbidea baizik. Bakardade
honetan, ideien lagunartean besterik ez, helmugaren zergatien
inguruan bueltaka ibili naiz eta bertan herri baten iraganak
pertsonarengan duen pisua ikusi dut, azken finean, herri
baten historia askatzailea edo itogarria gertatu daiteke. Ideia
sakabanatu horien artean egunerokoaren azken istorioa agertu
zait bereziki indarturik:
«Herri guztiak hitz egiten du jada gizon hari buruz, tren
geltokian geldirik ageri den gizonari buruz. Batzuek, bertan aste
pare bat daramatzala diote, beste batzuek urteak direla dioten
bitartean. Berak tartean ez du hitzik egiten, guk urrunetik
haren aurpegi itxuragabetuari so egiten diogun bitartean.
Inork ez dio ezer galdetzen, haren inguruko istorioak asmatzen
ibiltzea nahiago dute. Gizona geltokiaren erdialdean dago, gau
eta egun; bere hazpegietan tristuraren markak ageri dira eta
begien barnealdean amildegiaren ertzak sumatzen dira.
Trenaren esperoan bizi dela diote, geltokian patxadaz,
burumakur. Ametsak egi bihurtuko diren ideiak birak ematen
ditu, moteltasunez usteltzen den burmuinean. Nor da,
galdetzen diogu geure buruari, ideietan eraldatzen den itzal
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hori? Amonaren etxetik, hari begira; nor? Nola? Zer? Kondairak
hegan doaz.
Batzuek ezer ulertzen ez duela, besteek gehiegi, eta berak?
Berak ez dio ezer. «Zelakoak bizi izan dituen» zihoen amonak,
hari leihotik begira. Trenak pasa, erabakiaren zain, baina ezin.
Batzuek nomada diote esaten, besteek sedentario, eta berak?
Beste zigarro bat piztu du ekaitz indartsuaren azpian, blai
eginda. «Markesa bailitzan bizi izan da beti» zihoen auzokideak
«ezerk inoiz axola ez balio bezala». Gutxira gurasoak akatu
zituela entzungo dudalakoan nago, berak zigarroa bukatu eta
beste bat pizten duen bitartean. Begietan itxaropena ageri
da, trena hurbiltzen den bakoitzean, urruntzean goibeltasuna
ageri den bezala. Ez du, ordea, inoiz malkorik isuri. Azkenean
ekaitz bortitzak galdetzera bultzatu nau, ondoan nintzela
euritan desagertu delarik. Orain ene buruari galdetzen diot
herriak beharreko kondaira mingotsa ote zen eta erantzunaren
esperoan geltokian geratu naiz trenei begira, itxaropen eta
goibeltasunaren nahasmenean galdurik.
CONSTRUCTORES DE HUESO A HUESO
TRANSVERSAL Y TERRESTRE
Lucy Sepúlveda Velásquez
P
erdida en una mezcolanza entre la esperanza y la tristeza
¡No sé qué decir..., cómo reflejarlo! Sólo me queda pensar,
meterme en el fondo de aquel traca-traca del tren, lejano y
emotivo. Mirar su historia difuminada, recobrar la memoria y
transitar en el recuerdo.
Realmente, el tramo del recorrido frecuente que realizábamos
en tren era desde San Ignacio a Plentzia. He disfrutado desde
siempre de este medio de locomoción; mi padre era ferroviario,
de aquellos que manejaban máquinas a vapor, pero aquellas
maquinarias pasaron a la historia y ahora el recorrido, los
deslices y movimientos son como pinceladas a flor de rieles,
sutilmente veloz.
¿Será posible, me pregunto, que nadie indague en el recuerdo, en
los carrilanos? Me refiero a esa legión de trabajadores, muchos
de ellos foráneos, que desbrozaban el terreno, cavaban zanjas,
abrían trincheras. Cuadrilla anónima, esforzada, auténticos
carrilanos desdeñados que se desplazaban con pericia, pala en
mano; que, bajo tétrica luz de cirio, laboraban y junto al golpe
rítmico del mazo, clavaban.
Realmente, en los viajes de rutina, mi pensamiento vaga y
pienso en estos maestros del combo, cincel, garrocha, pala...
Destructores de montañas pétreas, escarpadas. Siento que
fueron desconocidos campeones de torneos de rieles, creadores
de curvas cerradas, de itinerarios estables, auténticos luchadores
de distancias. Genuinos luchadores sin nervio en empeñosa
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71
15
LA PALABRA
tarea sobrehumana. Imagino que eran mañosos en el manejo
de pólvora, fuego, guía, de voluntad domada. Transformadores
de cerros en partículas, para el tendido de líneas ferroviarias. Y
al final, triunfó el músculo de lanzar paladas y paladas.
Mientras paso por estaciones ya establecidas, mi sentir evoca
aquellas locomotoras a vapor iníciales que hacían el recorrido
Bilbao-Las Arenas y que, posteriormente, ampliaron su destino
a Plentzia y pienso:
Ya no es la coraza de hierro forjado
Ya no es el rugiente resonar sobre rieles
Ya no son hombres de armazón, tiznados,
que alimentan las entrañas del corazón perenne.
Ernestina Ajuria
S
u rastro de sangre, sudor, lágrimas... se perdió,
fehacientemente, en tierra dominada. Ya nada será igual.
En cierta forma sabe que aquello va a cambiar el rumbo de su
vida ¿Cómo es posible? Todavía no ha llegado, el encuentro no
se ha consumado, pero sabe, desde ese lugar desde el que una
siente las certezas, que algo se va a transformar dentro de ella.
Por eso cogió el tren, por eso está dentro de ese vagón.
Nada es igual ahora, el desliz es silente, ya la máquina no
escupe humo por los costados cuando navega entre rieles ni
del carbón es esclavo al circular entre traviesas encementadas.
Con más garbo su indumentaria
De aparatosa presencia
No deja lugar a dudas
que, trenzada tu ornamenta
De catenaria hoy todo
su rodaje se ve envuelta.
Así, sumergida en el recuerdo de aquel vértigo de empeño de
roturadores de tierra y roca, de respiración fatigada, pienso
¡Cuánto sucumbieron en esta titánica tarea! y su rastro de
sangre, sudor, lágrimas... se perdió, fehacientemente, en tierra
dominada.
72
«Nos van a quedar las palabras» dice Alfonso.
Los relatos se contarán por millares.
Por eso lo importante será.
Que cada sujeto sea capaz de traspasar.
El conflicto por el relato
y abrir la mente y el corazón.
Para acoger al otro.
Convertir al enemigo.
En adversario.
El tren, el paisaje, el traqueteo, el ir. Cada vez se acerca más
a su encuentro, pero aún así continua sin reconocer que está
nerviosa. ¿Cómo hablarle? ¿Cuál es la forma de compartir
visiones de realidades tan distintas? ¿Cómo transmitirle su
verdad?
Como un susurro
me llega desde la eternidad tu voz
que es la voz de todas,
73
la voz de la esencia.
Habla del paraíso perdido
de la felicidad no alcanzada
del vivir sin morir
de los sueños,
de la nada.
Como un susurro llega el aliento
la fuerza de rebelión
el no parar hasta la gracia.
Como un susurro trae el viento
la vida,
la magia.
Observa el vagón. Hay más personas en él. Se fija en una señora
mayor que está frente a ella. Se observa a ella misma. Está
nerviosa, está feliz es incapaz de descifrar cuál es el estado en
el que se encuentra. Le invade la ansiedad de la incertidumbre
del momento. ¿Cómo será? ¿Seré capaz de huir de la falsedad y
el nerviosismo y podré hablarle desde mi ser?
Cómo explicarle a este hombre
Que la tierra habla desde el corazón
Que el tan-tan nace desde la matriz del vivir
Que no existe ni tiempo ni espacio
AMALURRA
Cómo decirle a esta mujer
Que la libertad es algo que se respira
Que no hay más posesión que la propia vida
Y el derecho a elegir:
sentirla o pensarla
LLIURE
Cómo decirle a este hombre
Que el amor es un bosque de hayas
Estrellas fugaces lanzadas por la madre del movimiento
Luz pariendo vida
Vida engendrando son
MAITASUNA
74
Cómo decirle a esta mujer
Que es su mirada la que genera la danza de las miradas
La raíz desnuda de la espiral de la existencia
La cabeza firme sin orgullo
El saber estar desde el ser
DIGNITAT
Cómo decirle a este hombre
Que en su abrazo canta el ruiseñor
Que es su mano la que sana heridas
y sus palabras las que dan conciencia
fusionando las vertientes del dolor
BARKAMENA
Cómo decirle a esta mujer
que es su centro el que alumbra
El sendero de la escuela eterna
El camino dibujado con polvo de estrellas
La estela colorante del fuego
Esperanza del hoy
FUNDAMENTO
Agradecida por el paisaje que ve desde la ventanilla del vagón,
se plantea este encuentro como un paso determinante en su
trayectoria vital. Tiene que tomar una decisión, quiere ser
valiente y prudente para, desde la lucidez de la sinceridad con
ella misma, entrar en la vida y decidir.
Entrando en la vida
Te he visto;
Luz de la noche, verdad sin disfraz.
Entrando en la vida
Te he escuchado;
Murmullo de lo profundo
Olas que rompen para volver a empezar.
Entrando en la vida
Te he pensado;
75
La razón del compromiso
Lo que significa la entrega
Desde, por y para el amor.
Entrando en la vida
Te he sentido;
Hacer el amor con el sueño
Crear semillas de pasión.
Entrando en la vida
He visto nacer fuego.
Una vez más el traqueteo del tren bailando la duda. ¿Realmente
debo hacerlo? ¿Merece la pena tanta tensión, tanta angustia,
tanta incertidumbre? Es inevitable, ella siente claramente una
necesidad, ya no puede evitarlo.
«Secuencia de latidos,
palabras que brotan como hijos.
Estoy preñada del poder de la palabra.
Su semilla ya creció y de dentro de mí salen,
como gotitas de algodón,
como pequeños seres con vida
Y todo lo abarcan, todo lo alcanzan
son abrazo de vida,
de esa vida que no duele, de esa vida que se goza.
Las palabras son las que construyen
son las que crean, las que sueñan en llegar al arco iris,
las que sueñan en besar tu boca.
La palabra es la esencia, el poder de los ancestros para crear
vida.
No sé cuándo se nos olvidó».
Se está acercando a la estación, el tren dibuja las curvas del
último tramo, está llegando a su destino, ya casi puede ver el
andén, pero sigue sin poder articular palabra. Su parálisis es
tal, que sólo se le ocurre pedir ayuda, invoca desde el silencio
76
Acudid a mí, palabras.
Que me da miedo quedarme sin mi desnudez poblada.
Venid a prenderme cual vela al viento
para que los dolores cabalguen por el aura del día
y la noche me abrace en el silencio.
Quiero habitar las palabras fecundas
Dar a luz los hijos del temor y del miedo
Librarme del sufrimiento inútil
Y verter cual río el agua de la desazón
Acudid a mí, palabras.
Sacadme de este terrible letargo
Para poder escribir sobre el dolor y el vértigo
Sobre la enfermedad del mundo
Sobre el mal que habita la tierra
Madre del firmamento, madre de la unión
Sin ella no hay cielo ni monte
Sin ella no hay vida, ni amor
Acudid a mí, palabras.
Liberad la libertad escondida
Que reluzcan las palabras de hermandad
Que la luz transite en la oscuridad
Acudid a mí, palabras.
Sacadme de este sin amor
Y de esta manera ha sucedido. La mujer mayor que está sentada
frente a ella en el vagón, se ha levantado y acude a su presencia.
Se posiciona a su lado y desde un lugar mágico y real, le ha
contado a su oreja derecha:
Anoche tuve un sueño
tan vivo y tan profundo
que perdura todavía;
tan puro y tan amargo
que aún duele y sangra.
77
Estábamos sentados,
alrededor del fuego, de la hoguera.
Platicábamos hermosos
llenos de savia y de fuerza.
Escuchar era la única condición
compartir la esencia,
alegrar el alma, sanar heridas,
limpiar las oscuras cuevas.
Y en esa tarea andábamos
cuando apareció el monstruo amenazando.
Poder era su nombre, poder su destrucción.
Y aquella reunión de almas se asustó
se creyeron que el poder les vencía
cuando el poder no podría existir sin su miedo.
Muchas salieron corriendo,
algunas se introdujeron en el poder,
se militarizaron
creyeron que las armas de matar eran las únicas que podrían
contra el monstruo.
Algunas almas prefirieron mezclarse con el poder
y así se apoltronaron, se hicieron grises de suciedad y de
conformismo.
Otras se quedaron vagando por el ancho mundo.
Pero hubo algunas que prefirieron quedarse aguardando,
alrededor del fuego.
Y ahí están, para de nuevo platicar, compartir, construir.
Y esperan dulcemente,
porque desde siempre están esperando;
a que las almas vuelvan a su raíz,
a utilizar el poder de la palabra
que no es otro más que el amor hablado.
Tras escuchar sus palabras, alivio. Sólo se trata de eso. Amor. Se
relaja, siente su cuerpo liviano librándose de esa pesadez que
78
genera la tensión y permite que desde el espacio del no saber
surjan las palabras.
Las palabras caen
Como una manta de hijas amorosas
Como caricia, como mar
Y se vuelven ola
Que navegan sin rumbo y sin destino
Abiertas al esparcimiento
A convertirse en minúsculas partículas de colores
brisa marina
y llegan a abarcar tanto,
que se abrazan a la montaña
A la cima dorada,
al dulce resplandor
Y se confunden en el bosque
Buscando el camino que las hadas marcaron antes del tiempo
Las palabras se revuelven
Se hacen una con el lodo,
barro de madre,
tierra húmeda
Semilla de luz.
Y allì se balancean
Se sostienen entre cántaros de estrellas y cometas fugaces
dibujando el nuevo amanecer.
Es entonces
Cuando las palabras
Dan vida
En ese instante el tren llega a la estación. La decisión está
tomada. Abraza fuertemente al ser que le ha contado ese sueño
y da gracias a la vida. Cuando se despide solo puede sentir que
aquel encuentro ha transformado algo muy importante dentro
de ell
79
16
MISTERIO EN EL VAGÓN
Juan Mari Barasorda
A
quel encuentro había transformado algo importante dentro
de mí. Me permitió conocer a la gente de Plentzia mucho
más que en los años que llevaba veraneando en la villa.
No recuerdo mi primer verano en Plentzia, aunque en mi
descargo he de decir que tenía solo un año. Los primeros
recuerdos eran imágenes de los tesoros que había en el
camarote de Goenkale donde se guardaban entre otros el viejo
gramófono y los discos de pizarra que amenizaban los bailes
del Casino junto al proyector con el que mi tío abuelo León
Armando Zalbidea proyectaba en el Casino las películas sobre
Plentzia que el mismo grababa como los Sanantolines de 1927.
En aquel camarote encontré el cochecito a pedales en el que
mi aita emulaba a Fangio recorriendo el Astillero de punta a
punta. Eran todos viejos recuerdos de un tiempo pasado, el de
los años 20 y 30 en Plentzia. Mi tía abuela Isabel me contaba en
la casa de Goenkale historias de su juventud, de sus bailes en
el Casino y de los galanteos de apuestos plencianos mientras
íbamos viendo las viejas fotografías en el álbum familiar. Los
recuerdos que llegaban hasta los años 40 y 50 cuando mi aita
me hablaba de su infancia en la villa mientras vivía con sus
tíos y su hermana, de sus travesuras infantiles en Goenkale,
de sus jornadas haciendo pesca submarina en Armintza y de
cómo recorría Plentzia y sus alrededores con su vieja Leica,
la cámara fotográfica que le regaló su tío. Así conocí poco a
poco la Plentzia del pasado. Sin embargo mis años en Goenkale
eran también años de pocos o ningún contacto con la gente
80
del pueblo, y mis juegos infantiles eran compartidos con mi
prima Idoia verano tras verano con excursiones a la ría a coger
karramarros o a pescar mubles en el puerto y las bajadas al
Astillero donde Antoñito el castañero a comprar pipas y sus
helados caseros.
Cuando nos trasladamos de la vieja casa familiar y bajamos
dos cantones hasta Barrenkale aquellos recuerdos quedaron
almacenados en la memoria y comencé a tener contacto con
otros chavales de mi edad. Al principio los contactos con otros
veraneantes se limitaban a saludos y poco más, hasta que en
un partido de fútbol en la playa tuve aquel primer encuentro
con Jesus, así, sin acento agudo. Los partidos de fútbol en
la playa no eran para hacer amigos precisamente sino para
sentirnos jugadores del Athletic. Para jugar en un partido ya
iniciado los recién llegados a la playa nos repartíamos en los
equipos ya formados. El que jugaba bien se ponía de delantero
y los que jugábamos mal de defensa escoba. Aquellos partidos
en la playa jugando ambos de defensa y despejando balones
del área y después los encuentros en Barrenkale en la fábrica
de gaseosas de Iturrigorri para aprovisionarnos de iturris con
los que recorrer nuestro particular tour de Francia sobre los
adoquines consolidaron nuestra amistad
Mi nuevo amigo me hablaba del Plentzia que conoció cuando
era niño y de sus gentes. Don Ladis, el que fue su maestro, y sus
clases en la que había alumnos de todos los cursos ordenados
por filas. Cuando mi amigo se encontraba con los que habían
sido sus compañeros rápidamente me informaba de qué barrio
eran: Musturietas, Fanos, Gandias o Saratxagas, barrios alejados
del casco y que poco a poco, fui conociendo.
Además de don Ladis me presentó a don Floren (Florentino
Manzanedo) el zapatero. Juanita la recadista, que hacía los
recados en Bilbao a su amama, Andresa la modista, lo mismo
que a todo plenciano que lo necesitara. Edurne y Pedro, que
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regentaban los ultramarinos del cantón de la Madalena. Dioni,
siempre acompañado de su perro «Piter» y Marti el barbero
de Artekale. Con alguno de ellos teníamos más relación, como
con Fuertes a cuya tienda acudíamos a comprar los aparejos de
pesca con la intención de emular a Jesus «Alcalde», plenciano
de gran corpulencia, en sus grandes pescatas de mojarras en la
ría. Así, poco a poco, empecé a conocer a la gente de Plentzia,
ya que de todos ellos había anécdotas que mi amigo contaba
gracias a que su aitite, Juanito Madariaga se las había contado
previamente.
Mi amigo tenía especial cariño por Peña, el alguacil jefe del
ayuntamiento. Peña era conocido por todo el pueblo y por
todos los visitantes, siempre ordenando el tráfico a la entrada
de la Ribera o bien en el cruce a Munguía, con su peculiar
estilo: brazo extendido, silbato en la boca y giros marciales.
Era Peña quien estaba al frente de los actos de las fiestas de la
Madalena o de los Sananantolines —con la siempre silenciosa
figura de Festus su ayudante junto a él— y era quien, además de
tirar los cohetes de rigor, convocaba a la cuadrilla de mi amigo,
cuadrilla para hacer de cabezudos —que era cuando mi amigo
se transformaba en Groucho Marx, su cabezudo preferido— o
para organizar la caza del cerdo untado de sebo en el astillero.
Jesus siempre fue un furibundo defensor del municipal.
Con Peña como protagonista hay una aventura que, recordando
el aniversario de la llegada del tren a Plentzia, intentaré
recordar. La historia empezó en Sopela, en el bar de Fidel, el
de la parra. Era el sitio perfecto para ir dos chavales desde
Plentzia si querían tomar unas cervezas sin que ojos familiares
los acecharan. El plan era coger el tren, que tardaba quince
minutos en llegar hasta la estación de Sope, tomar unas cuantas
cervezas y volver por la misma vía estrecha al final de la tarde,
que ya venía a ser de noche en las últimas tardes de setiembre
cuando ya casi nos tocaba volver al colegio. En esos viajes de
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vuelta en el último tren solíamos coincidir con los plencianos
que volvían de su jornada laboral en Bilbao, como Jesus Alcalde
y Ruton— un apodo que alguien le adjudicó por un anuncio
de lavadoras que decía: «Que trabaje Ruton»— inseparables
o Juanito Madariaga, el aitite de mi amigo, que nos contaba
cómo se había puesto en marcha el ferrocarril entre Las Arenas
y Plentzia y porque había sido de vía estrecha.
Aquella tarde habían caído más cervezas de la cuenta cuando
cogimos el último tren del día para Plentzia. Cuando nos
montamos en el vagón fuimos como zombis a buscar un
lugar en el que acurrucarnos. No vimos ningún conocido en
el vagón que estaba casi vacío. Pasamos junto a un caballero
trajeado con la cara tapada por una gorra y que debía estar
dormido y nos sentamos en el asiento siguiente junto a las
ventanas. Entraron tres personas más. Primero un gordo calvo
y sudoroso embutido en un traje que parecía una tienda de
campaña y que avanzó como un paquidermo hasta ocupar el
asiento junto a los nuestros, pero al otro lado del pasillo. Me
recordó a Jesús Alcalde en tamaño pero pronto me di cuenta
que superaba con creces el volumen de nuestro rival en la
pesca de la mojarra. Llevaba un pequeño maletín que colocó
entre sus piernas y, según se sentó, se sacó un pañuelo del
bolsillo de la chaqueta para quitarse el sudor de la frente, lo
volvió a guardar y resopló. Me pareció lo más parecido a un
elefante barritando en la selva africana. Tras el gordo entró
una pareja que se sentó frente al paquidermo. El hombre
vestido impecablemente de pantalón de mil rayas y niqui de
perlé y con el pelo engominado y un ridículo bigote y ella, de
larga melena morena y con un pantalón más apretado que un
traje de buceo y una blusa con dibujos de palmeras que no
dejaba lugar a la imaginación a la hora de mostrar un busto
compuesto por dos balones de playa de Nivea que asomaba a
través de un escote vertiginoso. La blusa no contenía el empuje
de las defensas que la madre naturaleza le había concedido y
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un botón había sido desalojado del ojal por el efecto de una
tensión que la prenda, a todas luces varias tallas inferior a la
que su dueña necesitaba, estaba soportando con resignación.
Identifiqué a la pareja fácilmente ya que la delantera de aquella
dama superaba con mucho a la que Dani, Carlos y Txetxu
Rojo componían en mi Athletic y la tenía fichada desde que
les había visto la semana anterior tomando en Sanantolines
unos cócteles en el Palas, donde al parecer estaban alojados.
He de reconocer que los días siguientes busqué por la Ribera
a la pareja con nulo resultado por lo que deduje que estaban
haciendo turismo por los alrededores.
La pareja se acomodó enfrente del gordo. De reojo vi como sus
ojos salían de sus órbitas como si un elefante hubiera visto entre
aquellas palmeras una charca de agua tras días de caminata
por el Serengueti —aunque supongo que en el Serengueti lo
que hay son baobabs— hasta que una furibunda mirada del
caballero engominado me hizo apartar la vista de aquel oasis y
comencé a conversar con mi amigo que sólo atisbaba a mirar
por la ventana susurrando un lastimero «me estoy mareando»
a pesar de que no había pasado ni un minuto desde la salida
del tren desde la estación de Sopela. Yo era conocedor de su
facilidad para el mareo desde que en una reciente salida a
txipirones detrás de San Valentín con un bote que nos habían
prestado acabó arrojando hasta la última papilla, por lo que
estando sentado enfrente rogué a San Antolín que la cerveza
acumulada en el estómago de mi amigo no fuera atacada por
una súbita galerna.
El trayecto hasta Plentzia de todas maneras era breve y sólo
el calor de aquella tarde de setiembre y el traqueteo del tren
provocaron que se fuera poniendo verde a medida que nos
acercábamos a Urduliz. El último tramo del viaje hasta Plentzia
pasaba por el túnel cerca de Giñebi (o Gañebi, según con quién
hablaras) y por Ardanza Fue al cruzar el túnel, apenas cincuenta
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metros de oscuridad en aquella casi noche de setiembre,
cuando todo sucedió.
El túnel nos engulló dejando en el exterior la luz del atardecer
y en breves segundos se produjeron los siguientes hechos:
primero fue un grito femenino, un segundo más tarde se oyó
un sonido que me recordó a las plastadas que me daba amama
cuando me pillaba en una travesura y casi simultáneamente
un grito ahogado, esta vez masculino, seguido de un
«mecagüenlaleche», todo ello mientras a mi izquierda y entre
las sombras se producían extraños movimientos. Volvió la luz
con la salida del túnel y la escena que contemplé me dejó
estupefacto. La mujer se estaba abotonando el botón de la
blusa —con gran esfuerzo, por cierto, porque, aunque el saber
no ocupa lugar, hay otras cosas que sí lo hacen– mientras
gritaba histéricamente mirando a su marido:
—¡Ese cerdo me ha tocado el pecho!
El cerdo no era otro que el gordo sudoroso cuyo moflete
izquierdo —es decir el más cercano a mi asiento— estaba
marcado en rojo con una mano que correspondía sin duda
a la de la mujer. Pronto el moflete abofeteado junto con el
derecho comenzaron a agitarse de forma acompasada merced
a los vaivenes que el marido de la morena provocaba mientras
agarraba con sus manos las solapas de la chaqueta del cachalote
profiriendo, mientras salpicaba su cara con perdigonadas de
saliva, un estentóreo:
—¡Cerdo! ¡Le voy a partir la crisma! ¡Cómo ha osado poner su
mano sobre mi mujer!
Mientras la mujer sollozaba a la vez que se recomponía el
busto, el gordo, que ya comenzaba a caerme bien tanto por
el espectáculo gratuito que nos estaba regalando como por la
osadía demostrada, comenzó a articular de forma entrecortada,
algunas frases.
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—Yo… yo… yo no me he movido. Estaba dormido… No se se…
me ocurriría hacer tal vez ha sido uno de estos chavales…
En este punto mi simpatía por el gordo desapareció. Ni yo ni
mi amigo que ya estaba totalmente verde éramos capaces —
salvo en sueños tal vez— de realizar osadía semejante delante
de las mismas narices del marido. Lo cierto es que no tuve
tiempo de proclamar mi inocencia porque la mirada del
iracundo engominado se dirigía en exclusiva hacia aquella bola
de sebo parlante manteniendo un puño levantado en gesto
amenazante.
—Ha sido usted que tiene cara de salido. Lo mejor es que se
marche corriendo antes de que cometa una barbaridad…
El tren estaba llegando a la estación de Plentzia y el gordo al
oír aquella frase se levantó todo lo rápido que su humanidad le
permitía, cogió su maletín, se incorporó y enfilo el pasillo en el
que apenas cabía su tripa a la vez que volvía a meter la mano al
bolsillo de la chaqueta en busca de su pañuelo porque el sudor
le bajaba a chorros por la frente. No pudo seguir avanzando
porque una figura le cortaba el paso en el pasillo.
—¡De este vagón no sale nadie hasta que la autoridad lo permita!
¡Todos aquí junto a la puerta!
Era efectivamente la autoridad, y más en concreto el pasajero
que estaba sentado cuando entramos al vagón en Sopela. Al
tener el rostro oculto por la gorra ni mi amigo ni yo habíamos
reconocido a Peña, el alguacil. Pero las sorpresas no habían
acabado aquella tarde. Un nuevo grito se oyó en el vagón que
ya se acercaba a la estación mientras estábamos ya todos en
pie siguiendo la senda que abría el paquidermo.
—¡Me han robado!— y esta vez era el gordo inculpado de tener
la mano muy larga quien bramaba.
—Está loco este tipo —protestó el caballero engominado— es
sólo una maniobra de distracción.
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—Aquí habla solo la autoridad, que en Plentzia soy yo, el
alguacil —sentenció. Un robo, si se ha producido, debe tener
preferencia frente a cualquier otra investigación. Esta semana
se ha producido uno en el mismo Palas en el que han sustraído
a un cliente un billetero que llevaba en la americana. ¿Está
usted seguro de que le han robado?
—Soy viajante y me han abonado en la misma estación de Sopela
una serie de productos capilares— explicó tartamudeando el
interfecto. Doscientas pesetas en billetes enrollados y atados
con una goma que he guardado en el bolsillo de mi chaqueta.
Juro… juraría que cuando he guardado mi pañuelo al entrar en
el tren aún estaba en mi bolsillo… y ahora no está.
—Señor alguacil —tomó la palabra sin autorización alguna el
caballero del bigote— este hombre no puede demostrar que no
se le cayera en la estación, suponiendo que la historia no sea
una maniobra de distracción.
—He dicho que aquí el que habla soy yo o ustedes, si yo les
pregunto —respondió Peña mientras el tren iba reduciendo su
velocidad y entrando en el andén de Plentzia. Los aquí presentes
han entrado todos juntos en el vagón y no se han movido…
salvo ese otro suceso que más tarde intentaremos aclarar
también. En consecuencia, les voy a cachear para comprobar
que nadie tiene ese supuestamente sustraído rollo de billetes
atados con una goma.
La mirada del hombre del bigote en cuanto oyó la palabra
cachear pareció asesinar a Peña. No pude dejar de imaginar
por un instante al alguacil cacheando a la voluptuosa morena
que, recatadamente, había colocado su melena tapando sus
volcánicos relieves. He de decir que yo había dejado de mostrar
interés sobre aquella delantera porque los ademanes y la actitud
de Peña me habían empezado a recordar a la actuación de
Hércules Poirot resolviendo el Asesinato en el Orient Express,
una lectura de verano que me había encantado y que había
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alternado con las aventuras de Sherlock Holmes. Lo confieso:
estaba disfrutando como un enano.
—Será suficiente cachearle a usted, caballero, y a estos dos
mozalbetes —continuó Peña mirando fijamente a mi amigo
que a estas alturas parecía ajeno a la conversación que allí
se mantenía —ya que la dama no porta, por lo que veo, bolso
alguno ni bolsillos en sus pantalones.
«Y lleva la ropa tan pegada al cuerpo como una calcomanía»,
hubiera añadido yo. Pero no era cuestión que quitar
protagonismo a Peña en su papel de Poirot, pensé para mis
adentros. Con el tren ya parado en la estación se produjo el
cacheo. El caballero se dejó hacer no sin mascullar que era una
vergüenza que se le tratara como un delincuente, y lo mismo
mi amigo y yo. A lo bajines oí a Peña decirle a mi amigo «Creo
que algo que has bebido te ha sentado mal, Groucho».
—Agente, reconozco que pude errar en la sensación de ser
tocada que tuve en el túnel, no quiero que en este momento en
que este caballero esta preocupado por la pérdida de su dinero
sea lo más apropiado perder el tiempo en más procedimientos,
hace mucho calor aquí —y en este momento vimos que el
jefe de la estación se acercaba a la puerta cerrada del vagón
intrigado por la presencia de pasajeros que no abandonaban el
mismo cuando ya no había nuevo viaje de regreso a Bilbao —y
yo sólo deseo ir a mi hotel.
—Bien, la realidad señor —dijo Peña dirigiéndose al gordo que
se acariciaba el moflete que aún permanecía colorado— es que
ni este caballero ni estos chavales tienen sus billetes, por lo
que no debemos descartar que ese rollo atado con una goma
que guardo en su bolsillo, decisión por cierto exenta de la más
mínima prudencia, se le cayera antes de entrar en el tren en la
misma estación de Sopela…
—Pero yo tenía los billetes al entrar… —comenzó a protestar
el comerciante de productos capilares al que ya imaginaba al
día siguiente en Plentzia haciendo negocios donde Marti el
peluquero, negocios a los que seguro se apuntaría Anton Piera,
un plenciano de los habituales de la tertulia de la barbería y
experto, al parecer, en negocios de todo tipo.
—Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable
que parezca, debe ser la verdad —apostillé yo interrumpiendo a
Peña lo que me valió una mirada de reprobación.
—He dicho que aquí solo hablo yo —bramó Peña.
—…es una frase de una novela de Sherlock Holmes que he leído
este verano —balbuceé para justificar mi intromisión.
—No interrumpa joven —dijo, y pareció que se quedaba
meditando. En cuanto al otro suceso misterioso acaecido en
este vagón dejo a criterio de la bella dama aquí presente si
desea poner una denuncia o no.
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La morena sintió que todas las miradas se dirigían hacia ella.
La mía por supuesto que lo hizo. Fuera por esas miradas o
por la decisión que el alguacil le exigía tomar, se ruborizó e,
hinchando su pecho, comenzó a responder sin percatarse de que,
nuevamente, el primer botón huía del ojal que lo aprisionaba
en busca de la libertad. Mi mirada delatora provocó, para mi
desgracia, la inmediata maniobra de recomposición de su blusa.
—Yo también necesito salir ya —imploró mi amigo.
Se hizo el silencio mientras la tensión se palpaba en el vagón.
Peña miraba fijamente primero al gordo que lloriqueaba
sonándose estentóreamente la nariz imitando perfectamente el
barritar de un elefante y después a la pareja finolis. A nosotros
no nos hizo ni caso.
—Aquí han pasado dos sucesos enigmáticos en poco tiempo.
Una mano sospechosa roza al parecer en la oscuridad a la dama,
después otra mano parece que, en un momento indeterminado
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accede al bolsillo de la americana de este caballero y sustrae
un dinero que nadie, salvo su poseedor sabía que existía ya que
a lo largo del trayecto nunca fue mostrado. Se ha acusado a
alguien de provocar una maniobra de distracción. Por último he
practicado un cacheo minucioso a los presentes y el pretendo
rollo de billetes no está en los bolsillos de los presentes. Pues
bien…
Peña comenzó a elevar su brazo como si estuviera cargando
una escopeta de balines de las barracas. Su brazo comenzó
a descender lentamente mientras desplegaba su dedo índice.
Parecía que fuera a disparar a un hipotético palillo para ganar
un botellín de whisky, pero en las barracas los palillos siempre
estaban mojados. Por eso yo tiraba a las bolas. Pero Peña era
mucho Peña.
—…pues bien, hay un lugar en este vagón donde ese rollo de
billetes puede estar, mejor dicho, descartado lo imposible y por
muy improbable que parezca, es el lugar donde debe estar.
El dedo índice se acercó lentamente al punto de encuentro
entre los dos senos de la dama, allí donde el botón pugnaba
por ganar su libertad y se iniciaba aquel insondable abismo.
Esta vez no fue un botón el que consiguió la libertad entre las
convulsiones del pecho de la mujer —sin duda provocadas por
el teatral gesto del alguacil y la cercanía del dedo acusador a
su cuerpo— sino dos botones, momento en el que lucieron con
todo su esplendor aquellas dos esferas perfectas aprisionadas
por un corsé tan minúsculo en su tallaje como el resto de
las prendas de aquella mujer. La pérdida de la compresión
de aquellas glándulas en su punto de encuentro provoco que
cayera al suelo un rollo de billetes que, a su vez, había estado
perfectamente sujeto entre aquellos dos curvilíneos carceleros
desde el instante en que se había practicado su robo en la
oscuridad del túnel.
Antes de que aquella mujer y su marido pudieran hacer frente a
la acusación de Peña, el gordo, viendo que el billete rodaba por
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el suelo del vagón se agachó veloz —es un decir— para cogerlo,
momento en que se oyó un sonido como el de un globo al
se deja escapar el aire. El sonido se vio acompañado del olor
más infecto que imaginarse pueda. Dicen que la ventosidad
de los hipopótamos tiene efectos equiparables a los de un gas
y pueden matar a una persona. Yo estaba confundido. Aquel
gordo vendedor de productos capilares no era un elefante,
era un hipopótamo y con graves problemas de estómago por
añadidura.
El gordo masculló mientras se erguía:
—Yo. Lo siento… he comido alubias y…
El del bigotillo apretándose la nariz con dos dedos bramó:
—¡Este tipo es un cerdo!
La mujer, olvidándose por un instante de recomponer su blusa
—de lo que yo me alegré profundamente— suplicó mientras se
tapaba con ambas manos la cara:
—¡Que abran las puertas de este vagón que me muero!
Mi amigo no habló. Primero tuvo una arcada y al instante
descargó con la fuerza de las cataratas del Niagara en mitad
del circulo que componíamos los presentes toda la cerveza que
había bebido aquella tarde.
El jefe de estación abrió la puerta de aquel vagón justo cuando
Peña a voz en grito exigía que me llevara a mi amigo del
tren. Salimos corriendo sin mirar atrás dejando pendiente
la explicación que, como en las novelas de intriga de Agatha
Christie, merecía el final de aquel misterio. Mi mente deductiva
imaginó como Peña había hecho sus deducciones: la pareja
había visto en la estación la transacción entre el viajante y
su cliente y decidieron que debían sentarse junto a él y
aprovechar el túnel para cometer el robo. Eran posiblemente
unos profesionales y tal vez Peña sospechó que eran también
los autores del robo en el Palas. La mujer a la vez que con
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una mano le daba un sopapo al gordo con otra metía la mano
en su bolsillo para robar aquel rollo de billetes que ya había
calculado quedaría perfectamente aprisionado y oculto entre
sus pechos. Al salir del túnel ya se estaba abotonando la blusa
y ocultando el rollo en una maniobra que era invisible para
quienes éramos los testigos. Tal vez Peña atisbó en aquel
escote, cuando el botón se soltó por segunda vez, el objeto
robado a pesar de que la mujer estuvo rápida en recomponer
su blusa. Y es cuando Peña decidió convertirse en una mezcla
de Plinio, Poirot y Sherlock Holmes para formular de la manera
más teatral posible —lo mismo que cuando regulaba el tráfico—
la solución al misterio del vagón.
Esta es la historia, como muchas otras protagonizadas por las
gentes de Plentzia, historias que no deben ser olvidadas, como
no olvidaremos aquellos viajes en el tren, aunque no fuera el
Orient Express de mi admirado Poirot. Hay que recordar todas
estas historias… o por qué no, imaginarlas o soñarlas.
El lector juzgará qué parte de este relato es real y cuánto es
producto de la imaginación del escritor. La verdad no importa
cuando la imaginación nos permite soñar una historia y
recordar a quienes nos dejaron y a los viejos amigos.
Recordar Plentzia, su ferrocarril, sus calles, sus fiestas, sus
gentes y sus historias es y será siempre un placer.
LA ÚLTIMA ESTACIÓN
Carlos Egia
Recordar Plentzia, su ferrocarril, sus calles, sus gentes
y sus historias es y será siempre un placer.
L
a verdad no importa cuando la imaginación nos permite
soñar una historia y recordar a quienes nos dejaron. La
verdad no tiene una sola dirección, lo mismo que las mareas.
La verdad viene y va. Es como un tren que cambia de sentido
cuando llega a la última estación. La verdad, en verdad, es que
la vida es un paso pero en el camino hay muchos más.
—¿Viaja usted sola?
El revisor aparentaba ser mayor de lo que en realidad era. Los
revisores, de hecho, siempre parecen ser mayores de lo que
son. Debe ser cosa del uniforme, o quizás del bigote.
—Esa es una pregunta un tanto impertinente, ¿no cree usted?
¿Acaso no puede una mujer viajar sola?
El revisor plantó los pies firmemente en el suelo y se agarró
con una mano al banco del otro lado para aguantar el tirón del
tren al arrancar.
—Solo quería asegurarme de que no esperaba usted a nadie
—respondió—. El tren estaba a punto de salir, como puede ver.
—Gracias por su interés —la mujer revolvió en su bolso para
buscar unas gafas—, pero no esperaba a nadie, como también
usted puede ver.
—Me gusta saber qué personas viajan en mi vagón. Es mi forma
de trabajar. Una cuestión de orden, supongo. Los viajeros son
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mi responsabilidad, y quiero cumplir con ella de la mejor forma
que pueda.
—Una intención muy loable por su parte —la mujer se colocó
las gafas para mirar de nuevo al revisor—. Ojalá que todos los
empleados mostraran el mismo interés que usted.
El hombre aprovechó que el tren había cogido algo de velocidad
para soltarse y relajar un poco los pies. Ya que tenía las manos
y los pies libres, se acercó a la ventana para colocarse bien el
cuello y la chaqueta.
—Puede parecer una tarea sencilla, señora, pero le aseguro que
no lo es. Yo soy interventor, viajo dentro de los vagones. Llevar
el tren está bien, claro que sí. Esperarlo en cada estación y
hacerlo salir en hora, también —el revisor se ajustó la gorra—.
Pero vivir dentro de él es otra cosa, no sé si me entiende.
—Desde luego —contestó ella—. Y luego está la gente…
—La gente, por supuesto —repitió él—. Los viajeros. Las personas
como usted. ¡Qué digo yo! Todo tipo de personas, de toda
condición. Eso es lo más importante, sin lugar a dudas. Por
eso mismo le he preguntado yo, precisamente, si viajaba usted
sola. No se trataba de ninguna grosería por mi parte, válgame
el cielo. No va con mi forma de ser. Ni con mi cometido, por
otra parte.
—Siempre viajo sola, caballero. De hecho, llevo sola desde
hace mucho tiempo. Tanto tiempo que a veces ni siquiera me
acuerdo. Estoy tan acostumbrada a la soledad que incluso me
sorprendo cuando me preguntan por ello. De ahí mi reacción,
señor. Espero que sea usted capaz de disculparme.
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casualidades de la vida, es también interventor, como yo. Él es
la pequeña parte de ella que aún conservo y eso me hace muy
feliz ¿Tiene usted hijos?
—Dios no quiso darnos hijos —respondió ella—. Supongo que
sus razones tendría. Le gusta hacer las cosas a su manera, y yo
nunca he querido perder la paciencia intentando averiguar sus
motivos.
El revisor hizo un evidente gesto de resignación, culminándolo
con un suspiro eterno que elevó hasta el techo del vagón. Después
lanzó una mirada a través del pasillo. Con la conversación se le
había ido el santo al cielo. Le pasaba a menudo, sobre todo en
los últimos meses. Pero, por suerte para él, todos los asientos
estaban vacíos. La mujer le imitó y levantó un poco la cabeza
para escudriñar hasta el último de los bancos del coche.
—Parece que hoy viajamos solos —le dijo—. ¿No le resulta a
usted curioso?
—Efectivamente —el revisor se sacó la gorra y se pasó la mano
por la cabeza—. ¿Es fiesta hoy?
—A lo mejor es un día especial —contestó ella—. Usted es el
profesional.
—Es muy temprano aún —dijo—, pero incluso en los días de
fiesta hay gente que coge el tren, sobre todo en una mañana
tan soleada como la de hoy. No me gustaría que se me hubiera
pasado algo por alto…
—Sólo estamos usted y yo.
—Y aún lleva usted el luto.
—¿Me permite su billete?
—Hay cosas que son para siempre. El amor —la mujer sonrió
por encima de sus gafas—, y la muerte.
El revisor volvió en sí bruscamente, se calzó la gorra y colocó
los pies en posición.
—Lo siento mucho —dijo el revisor—. Yo también perdí muy
pronto a mi esposa. Ella, al menos, me dio un hijo que,
—Con tanta conversación he olvidado hasta cumplir con mi
trabajo. Le ruego a usted que me disculpe.
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La mujer sonrió y buscó en su bolso hasta dar con la cartera. De
allí sacó su billete, un pequeño rectángulo de cartón prensado
verde prácticamente imposible de doblar.
—Va usted hasta Plencia —dijo el revisor.
—¿Le sorprende a usted?
—Bueno… —dudó el hombre algo azorado—. Si le he de ser
sincero, hubiera apostado a que se apearía usted en Las Arenas
o, quizás, en Neguri, pero reconozco que no he acertado. No,
señor —repitió moviendo la cabeza—. En absoluto.
—No se apure —la mujer recuperó su billete ya marcado y lo
guardó de nuevo en la cartera—. En realidad, no es nada sencillo
saber dónde voy a apearme, se lo aseguro. A veces, ni yo misma
lo sé.
El revisor puso cara de extrañeza, pero no quiso seguir indagando.
No era propio de un interventor porfiar con los viajeros
para curiosear en sus vidas. Antes al contrario. La discreción
es una de las virtudes a cuidar, lo mismo que la seriedad, el
celo, la puntualidad, la pulcritud y una educación exquisita
coronándolo todo. Incluso en las peores circunstancias, que
a veces también se presentaban. Al fin y al cabo, el tren es de
todos.
Salían ya de Bilbao dejando atrás el apeadero de San Inazio.
Era un buen momento para dejar entrar un poco de aire. Así lo
hizo, pidiendo permiso simplemente al coger posición delante
de la ventana. La mujer asintió, complacida. El revisor abrió una
muy cercana y otra al final del vagón, con la intención de que
hicieran corriente. El calor iba en aumento. Cuando terminó, el
revisor sudaba con tanta evidencia que se sintió avergonzado.
Se colocó bien la chaquetilla y guardó en su cartuchera el
instrumento que utilizaba para perforar los billetes. Era una
costumbre en él no soltarlo de la mano durante prácticamente
todo el servicio, pero ese día era evidente que no iba a tener
que utilizarlo.
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Iba ya a despedirse el hombre, sin saber muy bien dónde ir o
qué hacer, cuando la mujer le empezó de nuevo a hablar, como
si ella hubiera estado en realidad muy lejos de los pensamientos
del revisor y de sus problemas mundanos.
—Yo soy de Plencia —dijo—, aunque hace ya muchos años que
no vivo allí.
—Plencia —repitió él—. Tenía que haberlo sabido. ¿De dónde iba
a ser usted, si no? Qué torpeza la mía.
—Le he sorprendido, ¿verdad? Es una pequeña trampa mía,
debo reconocer. Plencia, si usted lo piensa bien, está más allá
del tren. Es la última estación, y nunca mejor dicho. La vía
termina justo en la orilla de la ría. Plencia está al otro lado.
Hay que cruzar el puente. Siempre me ha parecido que esa era
una idea que tenía algo de poético, aunque también es cierto
que pueda resultar ridículo pensar en esos términos. Lo dejo a
su elección.
—Creo que lleva usted razón, señora. Yo no lo había pensado,
pero se trata sin duda de una bonita reflexión, si me permite
usted el atrevimiento.
—¿Por qué no se sienta usted? No hay nadie en el vagón,
como bien sabe. Soy una señora y voy a ejercer mi derecho a
comportarme como tal y a exigirle que se siente usted conmigo.
El revisor volvió a sonrojarse, aunque tenía bien claro que no
se podía negar. Miró a ambos lados. Incluso miró al techo del
vagón y después al suelo. Se quitó al gorra y se sentó frente a
la mujer, aunque procuró no apoyar la espalda contra el banco,
como si así quisiera dejar bien claro que aquella situación era
del todo excepcional.
—Desde luego, señora. Lo cierto es que me siento muy cansado
—se excusó—. Cada día me resulta un poco más difícil que el
anterior.
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—La cuesta es cada vez más pronunciada.
—Efectivamente —añadió el revisor—, y más aún desde que
tengo que subirla solo, sin la ayuda de mi difunta esposa. ¿Me
entiende usted?
—Desde luego —contestó la mujer—, pero debe usted tener en
cuenta que para mí prácticamente ha sido así desde siempre.
Yo ya llevo mucho tiempo viajando sola.
—¿Y se acostumbra uno?
—En absoluto —afirmó ella—. Siento ser tan sincera con usted,
pero no es posible acostumbrarse, como dice. Antes al contrario
—la mujer estiró el cuello y cerró los ojos con pesar—. Cada vez
es más difícil.
—Me queda el tren —el hombre sonrió.
—Es una suerte.
—Y que lo diga. Somos como una gran familia, aunque
desperdigada a lo largo de un buen puñado de estaciones.
Aparentemente, cada uno lleva su vida. Coge el tren en su
estación y se apea en su destino. Pero es precisamente el tren
quien nos une. Se asombraría usted al saber cuántas de esas
vidas se cruzan en estos vagones.
—Lo sé —contestó ella—. Créame señor si le digo que entiendo
muy bien lo que me está diciendo. Por ejemplo, ¿dónde conoció
usted a su difunta esposa?
—En el baile de Erandio —respondió él sin dudar—. Ella venía
de Plencia y yo de Deusto. Nos encontrábamos allí todos los
domingos por la tarde. ¿Cómo lo ha sabido usted?
—Casualidad —la mujer se puso a mirar por la ventana—. Mi
marido vino de muy lejos, pero también nos conocimos en este
tren. Yo, como usted ya sabe, soy de Plencia.
—Pero ahora vive en Bilbao —dijo el revisor—. Allí ha cogido
usted el tren.
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—Desde luego —la mujer se olvidó de la ventana—. Lo cierto es
que no tengo una residencia fija, ¿sabe usted? Un día aquí y
otro allí. No importa demasiado, al fin y al cabo. Lo importante,
usted debería saberlo, es el viaje, y no la estación. Esas van
pasando, como los años, uno detrás de otro, hasta que llegas a
la última, ¿me comprende?
—¿Y entonces?
—Entonces vuelta a empezar —la mujer lanzó una carcajada—.
Se cambia el maquinista de sitio y vuelve por donde ha venido.
—Ya estamos llegando —anunció el revisor—. Esta es la parte
más bonita del camino. Siempre lo he dicho, desde el primer
viaje que hice en este tren, y no he cambiado nunca de opinión.
Me gusta sobre todo cuando la ría aparece de pronto a nuestra
derecha mientras el tren desciende suavemente entre los
bosques, trazando curvas a izquierda y derecha, curvas suaves
y melancólicas que te invitan a dejarte llevar, a olvidarte de
todos los problemas, a sentarte después de un duro día de
trabajo y compartir unas palabras amables con alguien como,
por ejemplo, usted misma. Porque lo diferente de este último
tramo es que ya lo has hecho todo. Llegas al final, no importa
nada todo lo anterior. Viajeros y empleados somos iguales en
este momento. Compartimos el mismo destino.
—Es el final del trayecto —dijo ella—. El paisaje ha cambiado
completamente. Ya no hay fábricas ni astilleros, los hemos
dejado atrás. Ya no hay casi gente, ni aglomeraciones, ni ruidos,
ni prisas… ¿no es eso precisamente lo que uno desea cuando
está llegando al final?
—Discúlpeme —dijo el revisor—. Tengo mucho calor. ¿Le
importaría a usted que me quitara la chaqueta? Siento que no
es suficiente con las ventanas abiertas, incluso ahora que entra
el aire con toda libertad.
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—En absoluto —contestó ella—. Asómese usted también y
aproveche el momento. Ahora mismo se siente ya el viento
que llega de la mar.
—Sólo estoy algo mareado —el revisor sacó la cabeza por la
ventana con precaución—. Ya siento en la cara la brisa que dice
usted. Es fresca, pero también cálida y muy agradable. Hay algo
más. Huele como el perfume que usaba mi mujer. Es curioso.
Lo había olvidado hasta este mismo momento. ¿Cómo recordar
algo así? No se puede recordar un olor si no es volviéndolo a
sentir. Ahora mismo es como si ella estuviera a mi lado. Oigo
incluso su voz a través del ruido del tren saltando sobre las
vías —el revisor se calló durante un breve instante y volvió a
mirar hacia dentro del vagón—. ¿Le parece a usted que estoy
desvariando? Si es así, le ruego que me perdone. Debe ser por
efecto del calor, que me presiona el pecho hasta el punto de no
dejarme respirar con facilidad.
—Es Plencia —repitió ella mientras le cogía de la mano para
ayudarle a sentarse—, pero esta vez será algo diferente. No
tenga usted miedo. Esta vez cruzaremos la ría en el tren.
No será un viaje largo, pero sí muy placentero. Después, ni
siquiera llegará a recordar nada. Todo será nuevo, como volver
a empezar. Su mujer le espera al otro lado. Ya es hora de que
los dos se vuelvan a encontrar. Esta vez para siempre.
La mujer no contestó. Simplemente observaba cómo el revisor
disfrutaba igual que un niño. Él tampoco esperó más. Se
conformó al ver su gesto comprensivo y pronto se olvidó de
ella para volver a sacar la cabeza por la ventana. Ni siquiera
pensaba en cómo hubiera él amonestado, sin duda alguna, a
quien hubiera sorprendido en semejante actitud, con el tren
corriendo libremente hacia Plencia entre el peligro de los
árboles rozando los vagones. Era un momento único. Pocos así
había en la vida.
—Fin del trayecto –anunció cuando el tren se metió entre los
andenes de la estación de Plencia—. Debo ponerme la chaqueta
y saltar al andén. Es mi obligación hacerlo el primero.
—Siéntese usted —le ordenó la mujer—. No nos apeamos aún.
—Pero es Plencia —protestó él—. Es la última parada. Debemos
desalojar el tren.
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BIOGRAFÍA DE RODEOS
Aner Gancedo Jauregi
Esta vez, para siempre.
Digo siempre y nunca cumplo.
El alcohol me sienta fatal
y aun así me tiento
sentado en el bar.
No quiero potar
solo quiero bailar,
pero la jugada me sale mal
y acabo en el metro de vuelta a casa,
pensando que ya no estás
ni estarás.
Podría decirse que ya estoy en mi casa, pues paso tanto tiempo
mirando a través de estos cristales que ya parecen lentes en
mis gafas. Lo único que me queda de ayer son un poema y
una resaca de las gordas. A veces, duermo los cuarenta y cinco
minutos que cuesta llegar desde el Casco hasta Plentzia, pero
cuando toca levantarse pronto para ir a Las Arenas, como hoy,
solo el trayecto hasta Urduliz se me hace eterno. Cansado.
Me deja pensando
en todos mis fallos,
como si estos fueran la definición de lo que soy.
El fallo estuvo en creer que me dolía ser yo,
cuando lo que duele es no saber qué es.
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Cinco minutos dan para mucho cuando es lo único que tienes,
como un niño hambriento que come su plato de comida más
odiado porque su estómago ruge.
En este caso, crujo yo,
se abren grietas en mi cuerpo,
para dejar paso a las palabras.
Versos desgarrados,
un mar de porqués,
de decisiones que no tomé, y sí tomé,
qué hubiese sido me carcome.
No es difícil perderse, nadie pidió venir y aquí estamos todos,
como toda la gente que iba sentada en ese mismo metro.
Olía a nuevo, el rojo en los asientos brillaba, no había manchas
de vómitos por el suelo. Me sentía la bicicleta que chirría en un
trastero (recién comprado).
Entre tanto pensamiento, el tren ya va por Bidezabal.
La musa del rap no quiere bajar.
Escucho y repito,
pero ella no ama a cualquiera.
Toda la vida entre líneas y ahora,
solo curvas.
¿Por qué será tan difícil encontrarte?
Puede parecer que todo lo que sale de mí se degrada.
Como si el color verde y el olor a hierba
desapareciesen, ahogando lentamente.
Secándolo todo.
Marrones y olor a asfalto mojado
es lo último que me queda.
Pero, ¿quién dijo que lo que sobra no significa?
A veces me voy por las ramas,
y otras me fumo sus flores.
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En toda ocasión quise mejorar
y al final todo del revés.
Entre humo y polvo,
gotas y el qué pasará;
pasó lo que no tenía que pasar.
No sé por qué volví a beber,
sé que no me gusta,
pero siempre acabo consumido.
Cuando escucho la voz que sale por los altavoces, me bajo; va
a ser un día largo.
JAQUE MATE
Ana Martínez
C
uando escucho la voz que sale por los altavoces, me bajo;
va a ser un día largo. Fijo los ojos en el suelo, abrumado
por lo que me espera y, al levantarlos, encuentro su rostro.
Inesperado. Reprimo el impulso de acercarme por un hueco en
el camino abarrotado de abrigos. Me detengo; total, ¿para qué?
Han pasado veinte años. Es curioso verla en el mismo lugar.
El tiempo, entonces, estaba vacío de prisa. No así el deseo, que
tiraba de mí para llegar a la estación cuando quedaba con ella.
Acuden a la memoria el abrazo, el beso, el cesto de la playa en
el andén. Comenzaba el viaje. Sentada junto a ventana, apoyaba su cara en el cristal, con la mirada perdida en el paisaje, al
compás del traqueteo del tren. Yo la miraba. Le recogía un mechón y lo apartaba detrás de su oreja. Aguantaba o disimulaba
mi deseo. Cuando llegábamos a Sopelana, una riada de gente,
cargada con sombrillas, niños y balones de playa, abandonaba el vagón. Nosotros bajábamos en la última parada. El tren
se iba vaciando conforme avanzábamos. Nos acercábamos. Las
manos, torpes e inexpertas, tropezaban con la cremallera o
la hebilla del cinturón. Alguna mirada censora no aprobaba
nuestros juegos y ella enrojecía. Nos deteníamos. Llegábamos
al final. Nos gustaba el paseo de la ría hasta la playa. Siempre
estaba tranquila. Corríamos para alcanzar la orilla y nadar hasta las boyas. Al salir del agua, otra carrera hasta tender, exhaustos, los cuerpos al sol. Después, los bocadillos de tortilla con
arena y la partida de ajedrez. Lo traía en un estuche plegable
y dentro, entre gomaespuma troquelada, iban colocadas todas
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MI VIEJO
las piezas. Aún recuerdo el olor a madera de cedro, cuando lo
abría. La radio portátil hacía las veces de reloj. Me dejaba ganar. Nos reíamos a carcajadas. Al atardecer, la puesta de sol, los
pies colgados en el rompeolas. Nos hacíamos fotos. Recuerdo
el sabor a sal, las promesas y el adiós. Está más bella que antes.
Una vez, de regreso a casa, perdimos el tren.
Idoia Barrondo
«Nuestras vidas son los ríos que van a dar
en la mar, que es el morir» Jorge Manrique
U
na vez, de regreso a casa, perdimos el tren. Todavía resuenan
en el andén nuestras carcajadas. Salgo del vagón y me
cuelgo la mochila del hombro. PLENTZIA, leo; entro de golpe en
un déjà vu, he vivido esto antes, no una, sino mil veces. Huelo
los billetes de tren de cartón duro, siento su tacto áspero. Voy
dando saltos, de la mano de aita. Miro entusiasmado el brillo
de las vías. Hace mucho tiempo de aquello.
Cruzo el puente, cabizbajo. Tengo fríos el cuerpo y el alma,
no sé cuál me hiela con más ahínco. Recordaba un puente
de piedra y el moderno diseño me despista, me gustaba más
el viejo, robusto, como las manos de los marineros. Como la
voluntad de mi viejo. Las noticias de las inundaciones y del
derrumbamiento del puente llegaron hasta Argentina y a
punto estuvo de volar a su pueblo natal; qué lástima, no hacía
más que repetir, qué lástima. Pero el corralito se lo impidió y
ahogó la pena desde la distancia, con alcohol.
Avanzo ausente, con andar perentorio. Sin esperarlo, un
cosquilleo agradable sustituye a la tristeza. Será el olor a salitre,
pienso. No, son los colores pastel. La ría de Plentzia es una
acuarela de trazos imprecisos, pinceladas tímidas de bruma
difuminan los colores de las barcas. Relindo, murmuro. Voy a
girar a la izquierda, hacia el paseo que discurre paralelo a la
ría, pero un tañido repentino me sobresalta y recuerdo lo que
significa sentirse un niño feliz. Con el sonido de las campanas,
mi cabeza se llena de detalles: chicles, palos, pantalones cortos,
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balones, Legos, bocadillos de chorizo, chocolate con churros.
Perros y caracoles. Recobro de pronto mi vida entera. Miro el
reloj, lo que he venido a hacer puede esperar. Decido adentrarme
en el pueblo, atraído por el embrujo de las campanas. Asciendo
una cuesta empedrada; es curioso, los edificios huelen a mar.
En realidad, todo huele a mar desde que salí de la estación.
Arriba se alza la mole de piedra: la iglesia es más grande que
cuando era chico y se me ocurre que tendría que ser al revés, de
niños todo es inmensamente más grande. En esta misma plaza
–que ahora está vacía–, jugábamos mis primos y yo; a veces,
nos colábamos por las huertas zagueras de las casas solariegas
a rescatar los balones. Es extraño, parece que aquello nunca
sucedió, que yo jamás estuve aquí. Sin embargo, puedo oír sus
risas, las mías, a mi tía regañándoles, a mi ama cantando, con
su pañuelo y sus gafas de actriz de Hollywood.
Dejo la mochila sobre una mesa y aspiro el aire marinero. Pido
un té en el único bar que está abierto. ¿Negro, verde, rojo, con
leche, con limón, con canela?, me pregunta el camarero. Un té,
sólo quiero un té.
El sol asoma entre las nubes. Paso bajo el Arco de Santiago.
La villa se desprende poco a poco de la somnolencia. Me
subo las solapas de la cazadora y me detengo en un punto
del paseo. Bajo las escaleras de piedra y me siento. Durante
unos instantes, dudo, pero he venido de muy lejos, tengo que
hacerlo. Abro la mochila y saco la urna con premura, no quiero
que el momento se demore más de lo estrictamente necesario.
Esparzo las cenizas en el agua. Qué poco ocupa un cuerpo,
pienso. Lo despido con desamparo, Agur, viejo; qué solo me
dejaste acá.
que se haya tenido que convertir en polvo para que le haya
llegado mi agradecimiento. Me disculpo, lo siento, lo siento
mucho. Te lo tenía que haber dicho mucho antes. Eskerrik asko,
viejo, por quererme así.
Me acerco hasta el puerto, pero no consigo ubicarlo en mi
infancia y, un poco decepcionado, camino hasta la playa, que
sí reconozco. El sonido de las olas, las estrías de la arena, los
graznidos de las gaviotas; ¿saben?, yo venía acá de chico, es el
pueblo de viejo, les digo. Me siento y cojo un puñado de arena,
dejo que se me escurra entre los dedos. Miro el mar, tal vez
aita haya llegado ya hasta allí.
Cruzo el puente nuevo hacia la estación. Sigue sin gustarme.
En el moderno andén, mientras espero al metro, cierro los ojos.
En el tren de mi niñez, mi viejo me agarra una mano en los
asientos de madera; con la otra, sujeto con fuerza el balde,
del que sobresalen una pala y un rastrillo. El traqueteo me
reconforta, me gusta el chirrido de las ruedas cuando frena.
Me encanta viajar en tren. Aita, ¿cuánto queda?; aita, ¿cuándo
llegamos?
Abro los ojos. El viejo tren se ha ido, como mi viejo. Llega el
metro. Va a ser un largo viaje de regreso.
Fue un buen hombre. Me educó con descuido, improvisando,
con un amor tenaz, casi salvaje. Ahora se lo agradezco. Es triste
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ABANDONO
Itsaso Ostaikoetxea
Llamó a la puerta. No fue Pablo quien abrió, pero apenas reparó
en ello hasta que no entró en la casa y pudo comprobar que no
era la suya. Un desconocido la miraba esperando una respuesta;
evidentemente, él vivía allí y ella se había equivocado. Salió y el
hombre cerró la puerta con una amable sonrisa.
V
Cuando llegó, Bilbao le recibió con una incesante lluvia, de la
que la ropa de verano no podía protegerle. No había ningún
taxi en la parada, así que, aunque estaba cansada, decidió andar
hasta la estación. No estaba demasiado lejos y pudo coger el
último tren, el de las once.
Se asustó. Miraba una y otra vez el indicador el sexto piso
y, apoyada en la pared, esperaba. Perpleja y confundida, bajó
uno a uno todos los pisos buscando una explicación que no
encontró. En el portal, indagó en los buzones y ni su nombre
ni el de él figuraban en ninguno. ¡Pero vivía allí! Volvió a la
calle y, desde fuera, contó una y otra vez el número de pisos
del edificio. La luz de una ventana la mantuvo hipnotizada, sin
descubrirle la verdad, mientras la lluvia y la noche la cubrían.
Subió de nuevo. Iba a volver a empezar. Pero esta vez, no se
atrevió a llamar al timbre
La noche oscurecía. Puntitas de luz, gotitas brillantes se iban
encendiendo al otro lado del cristal de la ventana y, casi por
sorpresa, había llegado a Plentzia.
La angustia la apresó. Si hubiera podido hacer un esfuerzo y
pensar… Pero el cansancio, el frío y el hambre la dominaban y
crecía la confusión alrededor de aquel misterio.
Cruzó el puente, imaginando la cara de asombro de Pablo al
verle después de tanto tiempo. El pantalón y la camiseta se
le pegaban al cuerpo, los paquetes parecían multiplicarse y
la maleta pesaba cada vez más. Sus pies descalzos, bajo las
tiras de las sandalias, estaban mojados y sentía correr por la
espalda el agua fría que caía del pelo empapado. Le temblaban
las piernas y le costaba trabajo dejar de tiritar; además, estaba
hambrienta.
Cogió el móvil. ¡Tenía que haber empezado por ahí! Marcó
despacio, casi con religiosidad. Con una enorme emoción,
aguantando la respiración, esperó unos segundos hasta oír
la voz de una mujer. Entre sollozos, intentó a explicarle lo
ocurrido. Pero, ¿qué le decía ella? Trató de escuchar algo que le
repetía: «el número marcado no pertenece a ningún abonado»,
«el número marcado no pertenece a ningún abonado»… ¿Qué
estaba pasando? Intentó marcar de nuevo, pero se agotó la
batería.
a a ser un largo viaje de regreso, pensó. Después de dos
años dando vueltas por el mundo, volvía a casa. La propia
ansiedad le sirvió para soportar los continuos cambios de
vuelos, las interminables horas de espera en los aeropuertos y,
por fin, el último trayecto en autobús.
La certeza de que cumpliría su palabra, de que estaría esperando
su regreso y la proximidad de su abrazo, le alentaban. Una
ducha caliente y una buena cena la pondrían como nueva. Hasta
entonces, había sido una pieza en una cinta transportadora
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dejándose llevar. Una pieza en mal estado, mojada y arrugada,
deshecha, casi rota, esperando ser reparada.
No sabía cuánto tiempo estuvo mirando al vacío oscuro, tan
solo roto por el piloto del ascensor que la vigilaba. Aquello se
alargaba como la eternidad del infierno Lloró amargamente,
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hasta quedarse dormida en los peldaños de la escalera. No fue
un sueño relajante. La ropa húmeda la mantenía pendiente de
sí misma.
Todo era tan estúpidamente ridículo que casi producía risa y,
sin embargo, no tenía ganas de reír. Un miedo atroz, torturante,
le perseguía por un laberinto absurdo, sin salida.
Tenía que hacer algo. Tratar de organizarse. Calmó el hambre
con unos dulces y sacó ropa seca de la maleta para librarse
de aquel maldito frío. Se puso una falda, un par de jerséis
arrugados y unos calcetines. Sentía que debía de tener un
aspecto horrible.
Con lo sentidos bloqueados, ausente del mundo y aferrada a
su maleta, caminó sin rumbo por las calles del pueblo, antes
acogedor, ahora amenazante. Las gentes le clavaban sus
miradas interrogantes. ¿Qué podría decirles? Era inútil contar
con su ayuda. La vida había continuado sin ella y nadie parecía
haberle echado de menos.
En su refugio, invadida por el agotamiento, sin tratar de
explicarse nada, desterrando toda clase de sentimientos y
obligándose a no pensar más, se abandonó al sueño de nuevo.
Pablo, sus padres, hermanos, otros familiares y amigos bailaban
apretados en un pequeño escenario de títeres. Sus cuerpos eran
de madera y un enorme ser con muchos brazos los manejaba. De
pronto, el decorado prendió en llamas y los espectadores, como
pompas de jabón, estallaban y desaparecían. El gigante lloraba
de rabia y del interior de un viejo baúl sacó una muñeca igual
a ella, a la que, ebrio de furia y locura, hacía bailar sin parar.
Su cuerpo extenuado iba perdiendo los miembros. Agotada,
destrozada, trataba de librarse de aquellos hilos opresores.
En un bordillo soleado, se sentó a esperar, ¿qué? No lo sabía;
tal vez, que un policía viniera a buscarle. La idea cruzó como
un relámpago por su mente: ¡una comisaría! Buscó nerviosa el
pasaporte.
Pero… ¡los datos estaban en blanco!, ¡de su identidad solo
quedaba una antigua fotografía borrosa! No sintió nada. No
podía. Cerró los ojos y se dejó acariciar por el calor del sol. La
gente, al pasar, dejaba monedas sobre su falda.
Una mano en el hombro la despertó. Su corazón comenzó a
latir desesperadamente. Todo se fundía. Imágenes del sueño se
agolpaban en su mente y aquel señor, el que abrió la puerta
de su casa hacía unas horas… ¡Era el gigante! Un grito ahogado
por la angustia trató de salir de su garganta. Escapó corriendo
escaleras abajo, hasta llegar a la calle.
El día era espléndido, aunque era todavía temprano y el
suelo aún estaba mojado. El sol lucía en un cielo azul y olía a
primavera. Se sentía protegida, era un buen presagio. Vagando
entre calles vacías, trató de serenarse. Pero, poco a poco, se
iba apoderando de ella una amarga sensación de soledad y
desamparo que anulaba su ánimo. ¡No sabía qué hacer!
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UN RELÁMPAGO
Igone Dorao
L
a gente, al pasar, dejaba monedas sobre su falda. Eran muy
valiosas para ella, le aportaban la fortaleza que necesitaba.
Sin riquezas, se sentía rica; sin normas, libre y bella. Así de fácil
le resultaba sentirse afortunada. No le costaba mucho ser feliz,
sabía dónde encontrar la felicidad: en las letras y los versos,
en las pequeñas cosas, en las experiencias cercanas de la gente
cotidiana. Vivía con amor, con empeño. Con vigor alocado.
Esperaba al tren que le llevaría a casa, con los bolsillos llenos y
una sonrisa en la cara. Cuando llegó, en un asiento del último
vagón, contó las monedas; había algún que otro billete y la
suma no era nada desdeñable, había reunido bastante más de
lo habitual. Desbordada por la alegría, no se había dado cuenta
de que no viajaba sola: un hombre no quitaba ojo a su sonrisa,
a su cara de satisfacción y a sus gestos de victoria. Guardó el
dinero de forma sutil, fingiendo seriedad. Le devolvió la mirada
al desconocido y éste le sonrió de forma amable y educada.
Respiró hondo, se calmó y pensó que hacía mucho que no se
daba un capricho. Se le antojaba ir a una pastelería, a pedir de
todo: un zumo de naranja, un café y un pastel; su preferido era
el relámpago con una capa blanca por encima.
Con el traqueteo del tren, se durmió pensando en el desayuno
del día siguiente, y en la última estación, le despertó el rugido
de su estómago. Había llegado a Plentzia. Comprobó que su
dinero seguía en el bolsillo y se dio cuenta de que el señor de
rostro amable se reía de la situación. Soltó una carcajada y lo
invitó a un café. Porque, para ella, compartir experiencias era lo
más importante. Todo indicaba que el día acabaría de una forma
inmejorable.
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