Subido por Betiana Maccari

El crimen del rastreador de Juan Draghi Lucero

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Juan Draghi Lucero
EL CRIMEN DEL RASTREADOR
2003 - Reservados todos los derechos
Permitido el uso sin fines comerciales
Juan Draghi Lucero
EL CRIMEN DEL RASTREADOR
Lo primero que hizo don Rosendo fue visitar a su compadre don Segundo, tan o más
rastreador que él.
Se decidió a dar este paso después de pensarlo mucho y muy fino. Convenía saber qué haría
su compadre dentro de tres días, fecha elegida para... Bueno. ¡Tenía que saberlo!
Seis horas de marcha sostenida de su mula y llegar poniéndose el sol al puesto del
compadre. Resultó para don Segundo una placentera sorpresa.
-¡Compadre! --exclamó el dueño de casa-. ¡No lo hubiera imaginao nunca! ¿Usté por aquí?
Benhaiga la visita que merecen ver estos ojos y el bien que lo trajo.
-Más se me alegra el alma a mí, compadre. Hace años que no nos vemos. ¿Qué es de su
vida?
-Aquí me tiene, compadre... Pero, ¡bájese! Y agora venga uno de esos abrazos de los
tiempos de antes.
Echó pie a tierra el compadre visitante y se fundieron los dos hombres en un fuerte y
sostenido abrazo y un ruidoso palmearse de espaldas.
-¿Y mi comadre? -preguntó don Rosendo.
-Para el pueblo es que anda. Volverá pasado mañana, si Dios quiere.
-Ah... ah... -se dejó decir el visitante echando sus cálculos-. Ta bueno.
-Pero... ¡Reciba asiento, compadre! Y agora vaya diciéndome cómo le ha ido en su
camino...
Y siguió el palabrerío de dos compadres de antigua usanza. Después de preguntarse uno y
otro por esto y aquello, fue calurosamente invitado el compadre visitante para quedarse a
dormir. Accedió don Rosendo, desensilló su mula y acomodó cuidadosamente su recado
bajo la ramada. Luego saludó a varios vecinos y les comunicó que iba de paso para lo de su
comadre Secundina, donde se quedaría tres días.
El dueño de casa degolló un chivito y encendió un gran fuego para las brasas.
De noche, al lado de las llamas, los dos compadres hablaron largo y tendido sobre asuntos
camperos, mientras comían asado. Remataron con mate la cena y en conversación sostenida
sobrepasaron la medianoche, aunque algo callaron porque . . Ya como a la una de la
mañana invitó el dueño de casa a dormir a su visita. Le había preparado una cuja debajo del
corredor.
No, compadre -contestó muy atenciosamente don Rosendo-. Dormiré en mi recado, bajo la
entrada.
-Pero... ¡compadre!
-Déjeme a mí, compadre. Otras veces ocupé su cama, pero ahora, no. Es como un antojo.
-Benhaiga con mi compadre. ¿Y desde cuándo le ha dado por agaucharse tanto?
-Siempre fui gaucho aunque durmiera en cuja; pero, ahora.. , Lo miró hondamente el dueño
de casa, abarajando en el aire un relámpago en disparada...
-Bueno, compadre: usted dispone las cosas y yo no lo importuno más. -Y se fueron a
dormir.
Muy de madrugada se levantó don Rosendo, hizo fuego y arrimó la tetera a las llamas. En
eso le cayó el dueño de casa y se trenzaron en un hablar de cosas viejas. Y mientras
mateaban acompañando al churrasquito, no faltaron las fintas de rivales en el enmarañado
arte y la oculta ciencia del rastreador.
Porque los dos compadres, eran, sí, compadres de corazón y muy acomodados a la usanza
antigua en el compadrazgo, que crea deberes sagrados para ser cumplidos por el hombre de
honor y de palabra; pero, en cuanto se mentaban las escondidas habilidades del rastreo, ya
asomaba la culebra de los celos y emulaciones en son de guerra y desavenencia. Como
rastreadores habían tenido los dos compadres sus celos y rivalidades en campos de porfías.
Bien recordaban los dos el mentado caso del robo de haciendas que cuatreros finos pasaban
a Chile, misterio que nunca se aclaró porque la autoridad encargada del caso echó mucha
tierra arriba. Los dos mentados compadres tuvieron diferentes y encontradas opiniones
sobre el cómo, el dónde, el con qué, el cuándo, el porqué y el para dónde se habían
cometido tales y cuales hechos y desde entonces, y sin dar el brazo a torcer, se habían
guardado uno y otro una muy prudente distancia.
La verdad era que los dos se respetaban como autoridades en el arte de saber seguir una
señita perdida en el suelo de tierra, arena o pedregal áspero y desparejo; pero el compadre
don Segundo poseía una agudeza endiablada cuando trataba de desentrañar la oculta
palanca que movía en las sombras al móvil del delito. Véase de muestra este caso: una vez
ambos compadres seguían la rastrillada de un arreo de vacas robadas y, según la dirección
que llevaba iba derechito al Balde Amarillo; en eso no cabía ninguna discusión, pero el
compadre Segundo, de repente se detuvo y dijo: -Compadre, sepa que nos van tirando para
ese lado con una engañosa piolita; estamos gastando nuestros pasos al puro cuete .. -¿Por
qué, compadre? -Porque nada tiene que hacer el ladrón con estos vacunos en el Balde
Amarillo. -¿Cómo lo sabe, compadre? -¡En el Balde Amarillo no hay pastos! -¡Pero la
dirección es hacia allá! -¡Para engañar a los zonzos! -¿Quiere decir con esto que yo soy un
asonsao? -No, compadre; pero le apuesto diez cabras de vientre a que antes de llegar a ese
Balde, tuerce la rastrillada y va a parar ¡al puesto de Moyano! -¡No sea mal pensao,
compadre! -¿Apuesta o no? -¡Va la puesta, y en vez de 10 son 15 cabras! -¡Lo va a sentir,
compadre! Y ahora, para ganar tiempo, cortemos campo y vamos derechito al puesto de
Moyano... --Galoparon en esa dirección y llegaron a medio kilómetro del puesto a eso del
mediodía... para encontrar los rastros fresquitos del arreo y ver a los vacunos rodeando el
rancho. Como a 300 pasos se detuvo don Segundo y dijo: --Compadre la apuesta ya se la he
ganado ¿sí o no? -Sí compadre. -Bueno hasta aquí no más, llego yo, ahora si usted quiere
arriesgarse hasta lo de Moyano, conviene que uno se quede atrás, levantando tierrita para
hacer creer que somos varios los que lo esperamos.. Algo de peligro estoy olfateando. ¿Peligro dice? -Sí, compadre. -¿Le tiene miedo al tal Moyano ese? -No a él sino a los que lo
acompañan en el delito; pero, si usté porfía en ir; es muy saludable que yo le guarde la
espalda. -No lo veo tan mal al caso y voy a echar un vistazo.. -y arrancó al galope don
Rosendo. -¡Si se ve en apuros, agite el poncho como si llamara a sus compañeros! -le gritó
el compadre don Segundo, quien se bajó de su cabalgadura, aflojó la cincha a su sillero,
procurándole un respiro y le sacó el freno para que se entretuviera en unos pastos. Se había
detenido al pie de un médano. donde ocultó su cabalgadura, pero apareció en la cresta del
mismo con un poncho colorado, y luego bajó... para volver a aparecer, caminando en
sentido contrario con un poncho azul. Hizo ostentosos ademanes y gritó como si hablara
con otros jinetes que estaban detrás del médano. -Con esto creerán -se dijo- que somos
varios los que esperamos fuera de la vista de los vichadores...
Al rato cayó el compadre Rosendo con ademanes encrespados. -;Compadre! --dijo
ansiosamente- ¡Vámonos ligerito, antes que se nos vengan al humo! En cuanto aparecí por
el rancho de Moyano, salió un emponchado y me gritó: -¡Qué andáis haciendo,
chimangón! -y ya salieron otros y gracias a que sabían que estaban varios en este médano
no me achuraron. Vámonos, compadre, antes que vengan y comprueben que sólo somos
dos! -Y al galope tendido se alejaron los compadres.
Ahora, al lado del fuego y rodeados por la inmensa soledad de esos campos despoblados,
comenzaron a tirarse fintas cordiales sobre las finezas del rastreo. -Yo -dijo el compadre
Rosendo- no le tengo miedo a nadie en seguirle el rastro al cristiano o al animal más ladino,
ya sea por tierra, arena o pedregal. Sé distinguir desde el principio cuál es la seña particular
de cada pie. Nadie pisa igual que otro, porque si bien es cierto y probado que todos dejan su
firma en el rastro en general, o sea, en el largo, ancho y profundidad de la pisada, es la
rúbrica la que da la seña certera y final, ya en la inclinación de una cojera antigua o nueva,
ya un cayo, lastimadura o vacilación, todo lo cual se sobrepone en el rastro acostumbrado.
Esa rúbrica escondida, a veces resaltante, a veces finamente disimulada, es lo que me atrae
y detrás de ella, como a una voz de encantamiento, sigo al son de lo que me desvela. No me
engaña el que se calza al revés porque por el hundimiento de la puntera del calzado, veo
que allí va el talón y no los dedos del caminante. Si es animal de silla sé, por esa rúbrica, si
va montado por jinete o va desensillado El animal que se mueve por sí mismo nunca sigue
un rumbo fijo porque va pastando según sean los verdeos del campo: siempre se distrae en
comer y su rumbo es cambiante y antojadizo; pero si va con jinete, por lo general sale de
una casa y se dirige a otra. o a un balde o a un mirador y siempre ahorrando camino por
senda o cortando campo, pero tirando líneas derechas y marchando con paso más o menos
apurado. El apuro del animal se retrata en el rastro: deja huellas más hondas, ¿qué me dice,
compadre?
-En jamás de los jamases despreciaré yo -respondió serenamente el compadre don
Segundo- las señas que dejan los que pisan sobre la tierra, pero eso no me basta. ¡Quiero
rastrear las intenciones que mueven esos pasos! Es por eso que yo busco con todas mis
porfías el cómo, el cuándo, el dónde, el con qué, el para dónde, el porqué y otras lumbres
que nacen y se sustentan en la inclinación oculta, pero resollante del misterio que ando con
miras de desenredar. El cómo son las argucias de que se echa mano; el cuándo es la fecha
en que se cometió el atropello, con fijación de hora y si fue de día o de noche y la relación
que pueda guardar con el dónde, que es el lugar de la fachuría, el con qué son las
herramientas, armas o útiles que se emplearon para el tal caso y eso me va señalando al
hechor, porque según las armas son los hombres; el para dónde es el rumbo que no sólo
tomó el fruto del atropello sino el lugar a que dispara el que lo cometió. El dónde y el para
dónde están enlazados por finos hilos y cuasi finalmente, el porqué, que es la razón, oculta
o alumbrada, que movió a todo el enredo. Dejo intencionadamente el porqué para lo último
por ser la llave maestra que me dará el norte seguro; de todos estos puntales saco los
trasiegos, los junto a la luz de la razón y todos ellos me van señalando al que la hizo, pero
la gran cuestión es pillarlo, porque es sabido y resabido, compadre, que después de hecha la
fechoría hay que irse del lugar ¡y pronto!, antes que se descubra la tortilla con el autor a la
vista. ¿Para dónde se va el que la hizo? Usté me dirá que los rastros lo van indicando: justo
y verdadero, pero ¡es que hay rastros de cavilación y picardía que lo llevan al rastreador a la
mesma nada! El verdadero seguidor de señas y contraseñas debe ¡adivinarlas en e aire! El
rastreador, para ser completo y de finos alcances, más que seguir tontamente el rastro, debe
columbrar adónde se dirige el que dejó señas de su paso, con y sin cavilación. Le pongo por
ejemplo este caso: si un ladrón roba una cantidad de cabras de vientre, lo propio es que
quiera establecerse con un puesto de cabras en lejano lugar; pero, si a fin de año roba
chivos, seguramente que son para venderlos en las fiestas de Navidad y Año Nuevo en que
suben de precio. Según y conforme, uno debe tirar su rumbo al Campo o a la ciudá, porque
las cabras se llevarán para un lejano y perdido puesto y los chivos serán para el mercado ...
Pero hay, también, otros retorcidos recursos que se deben considerar frente a cada hecho y
de acuerdo con las circunstancias, unas a la vista y otras bajo tierra. El rastreador debe ser
pájaro de vuelo para ver desde arriba; culebra arrastrada, para mirarlas desde abajito y, por
último, ser el bicho de todos y de los más escondidos recursos, para mirarlas desde todos
los lados y calcularles la distancia, el tiempo, las inclinaciones, las miras y las mil tramoyas
al delito que las leyes castigan, porque el que las hace tiene en vista dos grandes puntos que
se les aparecen como brasas ardidas: hacer el daño con el mayor provecho propio y, al
mesmo tiempo, tapar todos los rastros y desaparecer como en el aire... El rastreador debe
acapujarlas al pasar si no quiere que las mejores se le vayan. El buen seguidor tiene que
tener un punto más que el brujo porque a veces se le aparejan los mismos que las han hecho
y, en este caso. el que rastrea debe "ver" haciéndose el que no mira; "oír" haciéndose el más
sordo que una tapia, y a todo esto y sin dejar por un momento de hacer la figura del sonso
más sonso que en el mundo ha sido, seguir el muy delgado hilo de la escondida madeja,
hasta hallar el panal de lo que se anda buscando. A mí me ha tocado, compadre, estudiar un
robo de mercancías de una tienda, hecho por el mesmo comesario del pueblo, el que me
proclamó delante de todos como "el mejor perseguidor del crimen" y me largó detrás de
pistas falsas, muy bien adobadas y, pa remate, me hacía acompañar por un sargento más
veterano que la yerba servida. iJuh...! No sabía cómo manejármelas, porque si descubría el
pastel, no tendría pruebas que mostrar y si no lo descubría, iba a pasar yo por un pobre
diablo de falsas mentas... Dos días estuve hundíéndome en pensar en el sí y en el no. Al fin
tomé una determinación...
-¿Y cuál fue, compadre?
-Me fui a verlo al señor que, con sable al cinto, administraba la justicia del pueblo. Pedí
hablar a solas con él y, encerrados los dos, me le descolgué con esta como adivinanza de
los tiempos de Ñaupa: "Si la descubro, bajo tierra me pudro y si no le hallo pierdo fama y
para siempre me callo." No la entendió a la primera el de la justicia. Le repetí la adivinanza
mientras nos buscábamos los ojos y ¡ahora sí que la remascó, despacito! Me miró a los
profundos, le sostuve la mirada y al ratito cedió.
Como queriendo y no queriendo, metió la mano al bolsillo, sacó un amarillo de cien pesos
y me lo pasó, al tiempo que me decía: -Recíbalo para sus niños y dígales a los asonsados de
por aquí que tiene que ausentarse por unos quince días. Que a la vuelta se ocupará de este
asunto... -¿Qué iba a hacer? Recibí la paga por "no descubrir" y me las eché por 15 días. A
mi vuelta al poblado ya había corrido mucho Zonda caliente por el cielo y había pasado
mucha agua por el río y el pueblo medio se había olvidado del sonado robo por atender a
sus necesidades, a sus problemas y vicios...
Y así fue, compadre, como me libré de una bala del veterano y comedido sargento que "me
ayudaba a descubrir el robo". Otros casos no menos enredados me han ocurrido y en cada
uno de ellos aprendí algo de provecho y fue que cuando las hacen los que están arriba, hay
que andar con doble cuidado porque si "la descubre, lo pudren" y ¡no conviene pudrirse,
compadre!..,
-Lo que me tiene dicho, compadre, con ser de interés y de tenerlo muy en cuenta, ni me
doblan ni me ladean. El rastreador ¡es para el rastro y nada más! Lo otro es perderse en los
quiscales...
-No, compadre. -Sí, compadre.
--Güeno; cambiemos de conversación... ¿Qué lo trae por aquí, compadre? ¿Puedo servirlo
en algo?
-¿Y no puedo venir a visitarlo. compadre? ¡Tan sólo a verlo he venido!
-Ta bien, compadre, y mucho que me alegra su presencia en mi pobre casa. Yo le
preguntaba por si necesitara de mí alguna cosa... A veces...
-Nada, compadre.
-Ta bien, compadre. Dispénseme.
Poco hablaron después. Almorzaron y a la tarde tomaron mate y se entretuvieron en salir
campo afuera en sus mulas a campear a unas cabras alzadas. Rastreándolas, dieron con ellas
y las arrearon al puesto.
Poco hablaron los compadres, finalmente picados por la emulación en los rastreos. Se
miraban a escondidas, y las preguntas que querían salirse no pasaron de los cerrados labios.
Esa noche después de la cena; el compadre visitante habló reposadamente, redondeando
bien sus palabras, como para fijarlas en algo que no se borra.
--Güeno, compadre: ya lo he visitado, he visto que está bueno y sé que la comadre goza,
también, de buena salud. Mañana de madrugadita me voy pa lo de mí comadre Secundina,
que tiene su puesto de aquí a 7 leguas al norte. Allí pasaré tres días. . . Tres días pasaré en
lo de mi comadre Secundina y después, si Dios quiere, me las echaré pa mi rancho. Estas
son mis cuentas y, Díos mediante, espero que todo salga bien.
-¿Así es que se va tan pronto, compadre? -A lo de mi comadre Secundina. Allí estaré...
-...tres días. Bueno, compadre. Ya veo que es imposible de tenerlo por más tiempo en mi
pobre rancho, pero se llevará media cabra para el camino y una tortilla al rescoldo. Cortos
regalitos, pero son del corazón.
Siguieron otras charlas hasta que el canto del gallo anunció el pase a la medianoche, hora
de dormir. Se fue a su aposento el dueño de casa y el visitante, como en las dos noches
anteriores, se acostó en su recado bajo la ramada.
Al otro día, con el lucero ya altito, ensilló su mula el compadre Rosendo, Pero antes de la
partida se le apareció su compadre don Segundo con media cabra y una gran tortilla
raspada.
-Compadre -le dijo mirándolo en los hondos del alma-, ¡a Dios encomiendo sus pasos!
Se despidieron ¡tan amigos y entregados! Y el visitante montó en su mula y tomó el rumbo
del norte, en dereceras del puesto de su comadre Secundina. Al paso marchoso de su mula
ganó distancias, siempre al norte. En un sostenido avanzar llegó a eso de las once al
Ramblón Hondo. Ganó el reparo de unos tupidos y altos chañarales, echó pie a tierra,
desensilló su mular y lo dejó que pastara, mientras él ponía a las brasas el costillar de cabra
y cuando se doró lo comió con tortilla . Se recostó un rato y muy luego ensilló su mula y
montó, pero en vez de continuar su rumbo al norte, torció al poniente y, siempre detrás de
los chañarales, fue describiendo un gran arco hacia el sur y contramarchó toda la tarde.
Ya venida la oración desensilló su mular, lo ató con lazo para que pastara y él, sin hacer
fuego, comió de la carne asada en el mayor silencio. Había hecho noche en un arenal de
arena muy fina que el viento llevaba y traía. A la cambiante luz del fuego observó que los
rastros deshacían su forma y sólo quedaba un hoyito informe que cada vez valía menos. El
rastro de su mula y el suyo propio acababan por confundirse en hoyuelos parecidos.
Después que terminó de comer su asado frío, se dio en escuchar con las finezas de su oído.
Nada entresacó de la inmensa noche. Los ruidones lejanos, errantes, nada le traían de la
presencia y el cavilar del Hombre. Todo se silenciaba en las lejanías del penar. Oía comer
desganadamente a su mula porque la sed la apuraba. ¿Un ladrido allá, lejos? Nuevo
escuchar con redoblada intención . .. Nada.
Sin embargo, en esas dereceras se levantaba el rancho del tal, ese... Y una oleada de odio le
encendió la cara. -¡Se te cumple el plazo! -se dejó decir en temblores la lengua
parlanchinera. Por fin se acostó en su recado y el sueño bajó a calmarlo... Tal como lo tenía
marcado, a las cuatro horas se despertó y sin desayunarse ni hacer un fueguito, trajo su
mula, la ensilló y la montó. Era oscuro, pero por oriente las algaradas del sol, apenas,
apenitas si querían anunciar sus clarores... Tomó al trotecito y con los primeros devaneos
de luz divisó a varios animales que pastaban en el verdor de una ciénaga. Por allí anduvo
hasta que logró dar con una yegua mansa de su pertenencia. Montado en su mula, cambió
de calzado. Dejó sus botas en las alforjas y logró ponerse, a los forcejeos, unas alpargatas
que apenas, apenitas daban calce al pie.
Así bajó y, mientras su mula bebía, él enlazó a su yegua, la trajo, sacó la montura al mular
y se la asentó a la yegua. Luego montó en su nueva cabalgadura y anduvo por esa tierra
húmeda, donde quedaban bien patentes los rastros de su sillera. De repente torció, entró en
un arroyito de agua clara, fue marchando aguas arriba por el lugar más correntoso. Buscó
un lugar con piedras y allí se detuvo. Se descalzó y se desmontó con el agua poco más
abajo de las rodillas, y con el desbastador modificó mañosamente los cuatro vasos de su
cabalgadura de manera que los rastros cambiaban tan completamente que el rastreador más
lince no hubiera podido hallar el más cercano parecido.
Cuidó que las esquirlas de las pezuñas las arrastraran las corrientes del arroyo. Montó a
caballo, se calzó y siguió por el arroyo aguas arriba hasta salir por un lugar donde bajaban
los animales a beber, muy barrialoso. Allí confundió los rastros de su yegua con los muchos
que se confundían. Volvió de nuevo con su animal al arroyo, como si hubiera bajado a
beber y tornó a salir, caracoleando y confundiendo los rastros que allí se veían. Se arrimó a
un caballo viejo, mansito, y, en lo montado, le quitó muchas crines de la cola negra. Su
yegua era alazana. Tomó por una senda muy trajinada y continuó camino y fue dejando en
los montes más salidos alguna crin negra...
Siguió camino en dereceras de unos algarrobales que rodeaban a un rancho solitario. Iba en
el mayor silencio. El sol, altito ya por la orilla del mundo, pero el corazón del hombre era
un vivo martillar. . .
En lo montado se calzó unas alpargatas nuevas que ató con mucho cuidado al empeine
porque eran tres números más grandes que su pie. Ató su yegua del cabestro a una estaquita
que él enterró en el suelo. Sacó de debajo de los pellones un revólver cargado con cinco
balas, se aseguró el cuchillo a la cintura, se quitó el poncho que aseguró en su animal y,
siempre caminando por detrás de algarrobos y montes, fue acercándose arteramente al
rancho solitario que se alzaba a corta distancia.
Cuidaba de ir por detrás de la vivienda..Ya cerca, empuñó el revólver y se santiguó. Siguió
avanzando con livianísimos pasos. Ya llegaba cuando le salió un perro flaco, pero él lo
silenció con una tira de asado. Mientras el perro. comía, gruñendo, él se ganó la ramada del
rancho. De allí, con su revólver gatillado, se corrió a la cocina y, al resguardo de la pared de
quincha, ganó la puerta de la única pieza. La empujó suavemente y entró al aposento.
Vivo y vigilante, observó que en un catre dormía un hombre. Parecía algo enfermo porque
tenla la cabeza atada. El intruso lo observó con la suma de las atenciones y con las espumas
del odio concentrado. Se le acercó a tres pasos y, después de observarlo con cruel sonrisa,
tosió de propósito para despertarlo... Se fue despertando el hombre. Abrió los ojos y tardó
en comprender, pero cuando se percató de quién era el intruso, se le pintó la angustia en la
cara y quiso alargar las manos para abajo del colchón, donde guardaba sus armas.
-¡No te muevas! ¡Tengo el revólver gatillado!, y... ¡¡es celoso!!
-¡Venís a matarme!
-¡Como a la víbora venenosa! Eras mi mejor amigo y ¡me robaste la mujer!
El acostado hizo un movimiento rapidísimo, alcanzó a meter la mano bajo el colchón y
medio extraer un revólver... Sonó un disparo y el hombre cayó sobre la almohada sucia. Se
le escapó el revólver de la mano y cayó al suelo. El asesino don Rosendo guardó su arma y,
con un pañuelo recogió la de su víctima y le extrajo una bala. Eran las dos armas del mismo
calibre. Sacó la cápsula vacía de su revólver y se lo calzó al de la víctima y colocó esa arma
en el pecho del muerto. Había caído acostada en su cama. Le levantó el brazo y se dio maña
para dejarlo tocando al arma. Siempre con su pañuelo hizo que los dedos del muerto
empuñaran el revólver. -Se trata de un suicidio -se dijo en voz alta, remedando a un policía.
Borró sus rastros con pichana y salió retrocediendo, pero pisando como si resbalara en el
suelo. Así volvió afuera y tuvo la precaución de irse caminando por sobre los mismos
rastros que había dejado en su venida y siempre desfigurándolos en ancho y largo. Llegó
hasta su yegua. La montó y salió a marcha apresurada.
Cortó campo, y retornó al mismo arroyo donde había estado antes. Desde su cabalgadura
enlazó a un caballo, lo atrajo hasta el medio del arroyo correntoso, bajó al agua y sin
desmontar le sacó la montura a su yegua y se la puso al caballo que acababa de enlazar. Lo
montó y fue a salir muy lejos, aguas arriba. Desde allí, y siempre a campo traviesa, se
destinó a marchar en dereceras de su casa. Marchó todo el día, pero con la precaución de no
bajar en ninguna parte. En lo montado comió los restos de la tortilla de su compadre. Ya a
eso de la oración y cerca de su casa, pilló a otro caballo y trasladó nuevamente su montura.
Cambió de sillero y, tratando de aquietar los velos alborotados de su alma, llegó a su casa
solitaria. Salieron los perros a recibirlo. Pero él se allegó al corral, desensilló y largó su
animal al campo. Lo corrió a cascotazos. Luego enderezó a su vivienda. Entró al corredor
y, . . ¡se quedó frío! Fumando un cigarro estaba sentado, muy tranquilo, su compadre don
Segundo.
Levantó cariñosa y ayudadora voz el compadre visitante y dijo: -¡Compadre! Desde el
primer instante comprendí que usted no me visitaba por visitarme. ¡Algo lo llevaba! Usted
necesitaba saber si yo estaba en casa y quiso ser visto no sólo por mí sino por muchos, y
que todos supieran que iba a lo de su comadre Secundina, donde se quedaría tres días. El
puesto de su comadre queda a 9 leguas del rancho de Pedro... ese y en dirección contraria.
Lo mala es que lo repitió muchas veces y eso me dio pie para maliciarla y así fue que me
arrimé a mirar en el lugar donde durmió tres noches. ¿Sabe lo que vi? ¡La marca del cabo
de su revólver: Se descuidó, compadre. ¿Para qué quiere ese arma mi compadre que
siempre cargó solamente cuchillo por toda arma? ¿Mi compadre con arma de fuego? ¡Hum!
Se juntaban muchos enviones para un sacudón. Se me apareció, patente, el con qué...
Sin poder aguantar el cominillo de la curiosidad que me desasosegaba, se me dio por
seguirle el rastro cuando usté se fue a lo de su comadre Secundina. Las marcas estaban
claritas hasta el Ramblón Hondo. Allí se descolgó al otro lado de los médanos y, al reparo
de tupidos chañarales, torció el rumbo al sudoeste y después de dar un gran rodeo, volvió
decididamente al sur. Marchó toda la tarde y acampó en un arenal para pasar la noche ¡sin
encender un fueguito! No encontré rastros de tizones. ¿Por qué? ¿Para qué? Al otro día
siguió en su mula, pero a poco andar se bajó ¡calzando alpargatas chicas! Lo conocí porque
se arqueaban al pisar. Cambió de cabalgadura.
Le seguí los nuevos rastros hasta que entró al arroyo del Loro. Ya me había formado una
idea cabal de lo que usté, compadre. había planeado. No me entretuve en rastrearlo más
porque estaba seguro que apelaría a todas sus finas artes para cambiar los rastros, pero ¡yo
sabía adónde se dirigía usté! Apurándome, tal vez lo habría alcanzado y hasta habría podido
torcer sus intenciones, pero es el caso, compadre, que ¡yo estaba de corazón con usté! ¡Yo
hubiera hecho lo mismo! Ese tal Pedro, que fue su mejor amigo y a quien tanto y tanto lo
ayudó, le jugó la más fiera de las traiciones...
Detenido yo en la soledad del campo y después de sopesar a los rastros de cavilación que
usté dejaba. entrecerré los ojos y lo vide, patente, a mi querido compadre que iba a cumplir
su justicia criolla. ¡A castigar la traición que no se perdona!... Siguiéndolo a usté como a
una sombra, yo veía marchar con mi ojo de rastreador, al con qué, al dónde, al cómo, al
porqué, al cuándo y a los alientos de venganza tanto tiempo aquietados. Sí, compadre, le
juro que lo entreveía a usté como a una sombra cortando los campos ¡y yo me confesé que
lo acompañaba de corazón!
Al principio sintió que se derrumbaba en cuerpo y en alma don Rosendo. Su crimen, tan
paciente y finamente planeado, ¡estaba descubierto!, y él, a merced de la justicia, pero al
son de las palabras del querido compadre, ¡tan noble y tan rendido!, fue recogiendo sus
velos en un penoso afán de centrarse. Entre caídas y levantes, sacudido por encontronazos y
esperanzas, de repente sintió que se quebraban sus aguantes y le abortaron las lágrimas de
sus castigados ojos... ¡Lloró como hombre castigado por la desdicha amorosa y su derrota
como rastreador! ¡Lloró con todas las humillaciones del caído! Achicado y en desbarranque
se iba en lágrimas quemantes ..
Pero su buen compadre se le arrimó y, abrazándolo, le volcaba sus voces amigas. Le decía:
-¡Aparcero! ¡Compadre, lo mismo habría hecho yo! ¡Cálmese, compadre! Nadie, ¡nadie!, lo
sabrá y cuente con toda la ayuda de este compadre que lo quiere ahora más que nunca! ¡Y
ya mesmo nos ponemos en marcha para mi rancho que mi mujer, su comadre que tanto lo
quiere, me pidió que lo llevara! ¡Y ya mesmo nos vamos y llegará alegre y cantor a mi casa,
para que nadie sospeche nada! ¡Y nos fuimos, también!
Juan Draghi Lucero: Nació en Luján de Cuyo (Mendoza) en 1897. Las circunstancias de la
vida lo llevaron a recorrer su zona en un carro, de fogón en fogón, conociendo las
narraciones folklóricas populares. Además su afán de investigar lo llevó a hurgar en
numerosos archivos. Llegó a ser Director del Instituto de Investigaciones Históricas de la
Universidad Nacional de Cuyo, y ejerció la docencia en Mendoza. Entre sus obras se
pueden citar "Cancionero popular cuyano" (1938), "Sueños" (poemas- 1930), "Novenario
cuyano", "El anillo", "Hondas y piedras", "Las mil y una noches argentinas", "El hachador
de altos limpios", "El pájaro brujo", "Andanzas cuyanas", "Cuentos mendocinos" (1964),
etc. A éste último, pertenece "El crimen del rastreador".
Material compilado y revisado por la educadora argentina Nidia Cobiella
([email protected])
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