Subido por Karinna Pérez Borghini

5 - Lectura sugerida - Los populismos - Braun

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POPULISMOS LATINOAMERICANOS
Herbert Braun
Tan sólo pocos días después de que Lázaro Cárdenas nacionalizara el 18 de marzo
de 1938 las compañías petroleras extranjeras, empezó a afluir al Zócalo de Ciudad de México una multitud extática para celebrar el atrevido paso del Estado
hacia la soberanía nacional. Una vez allí, permaneció horas enteras escuchando los
discursos, comiendo, bebiendo y bailando. El 1 de mayo de ese año terminó una
vez más en el Zócalo una serie de manifestaciones cuidadosamente orquestadas
que congregaron a buena parte de los diferentes sectores del país para refrendar
la nacionalización y celebrar los derechos de los obreros de México y de todo el
mundo. En ese momento el poder de Cárdenas era inmenso.
Durante todo el largo día del 17 de octubre de 1945 se fue congregando una
gran multitud en la plaza de Mayo, en el centro de Buenos Aires, para protestar
contra la dimisión forzada y el encarcelamiento de Juan Domingo Perón, Secretario de Trabajo y Previsión. Una vez allí, esa muchedumbre empezó a corear su
nombre y se negó a dispersarse hasta tener a su líder ante ella, quien la arengaba
desde el balcón de la Casa Rosada, el palacio presidencial. Al caer la noche, al
gobierno militar no le quedaba sino acatar la voluntad de la multitud. Cuando Perón salió al balcón para dirigirse a sus frenéticos seguidores, ostentaba más poder
que cualquier otra personalidad de la historia de Argentina. Un año después fue
elegido presidente.
En la tarde del 7 de febrero de 1948, Jorge Eliécer Gaitán congregó en un
silencio inquietante a una gran multitud, toda vestida de negro, para pedir al presidente conservador que pusiera coto en todo el país a la creciente violencia de sus
seguidores y de los agentes del Estado contra los liberales. Una vez en la plaza de
Bolívar, en el centro de Bogotá, Gaitán se dirigió al presidente en nombre del pueblo y de su sufrimiento colectivo y muchas personas se preguntaban si la multitud
se dispersaría e incluso si no iba a recorrer la ciudad saqueando y destrozándolo
todo a su paso. Cuando, tras pedirle que regresara a casa, la muchedumbre empezó a dispersarse en silencio, muchos colombianos se dieron cuenta de que Gaitán
tenía en sus manos las riendas del poder y que de él dependían la paz y el orden.
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Momentos como éstos forman parte de una nueva forma de política que irrumpió en la escena nacional en toda América Latina a comienzos de los arios veinte.
Para alegre sorpresa de muchos y profunda consternación de otros, una nueva generación de políticos, sobre todo de clase media, tanto civiles como militares, cobró en breve
tiempo una sorprendente importancia y hubo algunos que llegaron a
alcanzar
el pináculo
del
poder principalment
político, casi siempre ganando elecciones. El poder
de esos líderes tuvo su origen
e en una masa urbana cada vez más
numerosa y en la lealtad de los campesinos y los miembros de las capas obrera y
media emergentes. Se granjeaban la admiración por superar los estrechos límites
de la política constitucional vigente y conseguir organizar gigantescas elecciones y
realizar, con el patrocinio del Estado, grandes programas económicos y sociales.
De esa manera se elaboró una política amplia gracias a la cual se abrieron posibilidades que por primera vez en la historia llevaron a la arena pública a millares de
personas, haciéndolas parte de la nación y ofreciéndoles un sentimiento de dignidad
personal y colectiva que hasta entonces nunca habían experimentado públicamente.
Su actividad suscitó considerable oposición, tanto interna como externa, ya
que los nuevos líderes promovían grandes cambios. Procuraban consolidar y diversificar la economía alentando la industrialización, sobre todo en México, Argentina y Brasil. Lucharon por una distribución más amplia de la propiedad rural,
sobre todo en México, Guatemala y Bolivia. Redistribuían riqueza, nacionalizaban
importantes empresas extranjeras, particularmente petroleras, mineras, de transformación y agropecuarias, y adoptaban numerosas disposiciones en materia de
seguridad social y leyes y códigos laborales que brindaban a los trabajadores y
campesinos protección estatal frente a las fluctuaciones del mercado y el control
ilimitado de los capitalistas nacionales e internacionales.
En 1930, Getúlio Vargas, un influyente político de Río Grande do Sul, fue
designado presidente interino por los militares que habían derrocado al presidente
en ejercicio.
Una vez
el poder, Vargas transformó, a partir de 1937, el régimen
político
brasileño
en elenEstado
Novo
y gobernó hasta 1945. En 1950, realizó una
campaña popular en las elecciones a la presidencia, que ganó con facilidad. Del
Grupo de Oficiales Unidos (GOU), que en 1943 se hizo con el poder tras un golpe
de Estado, surgió en Argentina un desconocido coronel cuya inmensa popularidad
le llevó a dos victorias electorales: Juan Domingo Perón, acaso el más notable de
esa nueva generación de líderes y, sin duda alguna, el más poderoso y controvertido de todos, fue elegido presidente en 1946 y reelegido en 1952. Ese mismo
año
llega al poder en Bolivia otro de esos líderes: tras ganar las elecciones, Víctor Paz
Estenssoro con su Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) tomó el poder
violentamente contra los militares, que habían tratado de mantener al nuevo movimiento fuera del palacio presidencial. Paz Estenssoro inició uno de los procesos
de cambio más profundo en América Latina y se convirtió en la figura dominante
del país durante esa década e incluso después. A partir de 1944, Juan José Arévalo
y luego Jacobo Arbenz dirigieron en Guatemala un proceso radical de cambio de
inspiración estatalista, conocido como los «diez años de primavera».
En 1924, el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, un intelectual de provincias
poco conocido y en aquel entonces exiliado en México, formó un nuevo partido
Político, la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), que se convertiría
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durante gran parte del siglo en el eje de la política de Perú y en una fuerza ideológica en toda América Latina. Por último, en Colombia, Jorge Eliécer Gaitán,
un oscuro abogado, pasó a ser de repente en 1928 una figura política nacional al
recorrer el país condenando la matanza de las bananeras en el Norte del país. En
1946 estuvo a punto de ganar la presidencia, pero lo impidieron las disensiones
de los liberales.
De todos esos líderes solamente Lázaro Cárdenas, que llegó al poder en México en 1934 como adalid del principal partido, denominado entonces Partido Nacional Revolucionario (PNR), pudo terminar legal y constitucionalmente su período presidencial. Getúlio Vargas fue depuesto en 1945 por los militares. Tras ganar
nuevamente la presidencia en 1951, se suicidó en 1954 al verse enfrentado a una
oposición generalizada. En 1948, Jorge Eliécer Gaitán fue muerto a balazos por
un desconocido en el centro de Bogotá. En su segundo período presidencial, Perón
se vio enfrentado a la oposición de la mayoría de los sectores organizados de la
sociedad, aparte de sus bases trabajadoras, y en 1955 fue derrocado por un amplio
movimiento social encabezado por los militares. Haya de la Torre hizo varias campañas por la presidencia pero sin éxito. Paz Estenssoro volvió al poder en 1960 y
fue derrocado en 1964.
Sin embargo, casi todos los líderes que vivieron hasta una edad avanzada siguieron siendo durante largo tiempo personajes esenciales de la política e incluso con
frecuencia ocuparon nuevamente la presidencia de su país. Únicamente Arbenz, que
fue derrocado en 1954 en un violento golpe de Estado organizado por el gobierno
de Estados Unidos, no pudo seguir siendo una fuerza duradera en la política de su
país. En Ecuador, José María Velasco Ibarra ocupó la presidencia cinco veces, a
partir de 1933, y fue depuesto varias veces, la última en 1972. Tras el golpe militar
que derrocó en Venezuela a la Junta Revolucionaria del trienio 1945-1948, presidida por Rómulo Betancourt, su líder se exilió y regresó 10 años después para convertirse en presidente. En Chile, Carlos Ibáñez, un coronel que en 1925 participó
en un golpe de Estado después de que fuera depuesto Arturo Alessandri, gobernó
de 1927 a 1931, año en que fue obligado a dimitir. Más tarde, en 1952, volvió
al poder durante 6 años. En Perú, Fernando Belaúnde Terry, que fue depuesto en
1968, ganó las elecciones presidenciales en 1980. Perón regresó a Argentina tras
casi 20 años de exilio en España para ser de nuevo presidente en 1973 y murió en
el ejercicio de su mandato. Aunque Haya de Torre luchó sin éxito durante toda su
vida para hacerse con el poder, sólo llegó a ser presidente de la Asamblea Nacional
en 1978, poco tiempo antes de morir. Paz Estenssoro recuperó el poder de 1985 a
1989. Cuando en su vejez volvían al primer plano de la política, la mayoría de esos
líderes, otrora poderosos, hacían todo lo posible para desmovilizar al gran número
de seguidores que en el pasado los habían llevado al poder.
La larga trayectoria política de esos líderes no puede ni mucho menos considerarse accidental; antes bien, indica que eran parte integrante del orden social
en el que habían surgido y que lo seguirían siendo durante toda la vida. Su larga
carrera política nos induce a dar menos importancia a los catastróficos o revolucionarios cambios que a juicio de sus contemporáneos realizaron la primera vez
que asumieron el poder, y más a su actuación de políticos que promovieron reformas que darían continuidad a sociedades más amplias, consolidadas, ordenadas y
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legitimadas más hondamente. La nueva política no fue tanto una ruptura con el
pasado como un puente hacia el futuro. Por consiguiente, es menester entender los
mundos nacional e internacional de los que surgió esa nueva política, así como las
vidas políticas de las élites tradicionales que la combatieron.
La forma y el carácter de la nueva política, incluido lo que a fin de cuentas
pudiera tener de propiamente latinoamericano, no se pueden entender sin hacer
referencia a la oposición así nacional como internacional que suscitó, pues los
viejos políticos hicieron que la nueva política atacara el orden social y sus élites
tradicionales de manera más frontal, emocional y virulenta de lo que lo habría hecho sin su reacción, lo cual llevó a una confrontación con ellas más conflictiva que
la que habrían podido provocar las diferencias ideológicas reales, y explica gran
parte de los aspectos autoritarios y no democráticos del fenómeno.
Los nuevos líderes comprendieron que gran parte de la oposición más sistemática a su existencia misma y a sus políticas provenía del exterior, por cuanto empresas extranjeras poseían y manejaban muchos de los recursos vitales de sus países.
Respaldados por sus respectivos gobiernos, la mayoría de esos intereses privados
se mostró las más de las veces intransigente ante las crecientes demandas de los trabajadores dentro del entorno cambiante influido por la nueva política. De ahí que
los políticos hicieran gala de un incipiente nacionalismo al intentar configurar en
cierto modo una política exterior independiente en una época en la que el gobierno de Estados Unidos procuraba alinear a los gobiernos de América Latina contra
las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial y se inmiscuía a ojos vistas en
sus asuntos internos en gran medida y con frecuencia. Cuando la nueva generación
de políticos nacionalizó las compañías extranjeras, se encontró de repente con
que el Estado había ampliado considerablemente su ámbito de acción, creando
nuevas e inmensas responsabilidades a las que hasta entonces atendía el sector privado, y con que su popularidad había aumentado en proporciones insospechadas.
Al negarse las élites nacionales tradicionales a todo trato con los nuevos líderes, se distanciaron aún más de las mayorías de sus países, haciendo que las masas
fueran aún más favorables a los nuevos líderes de lo que habrían sido normalmente
y aumentando así enormemente su poder y su popularidad, lo que explica en parte
las rotundas victorias electorales tras las cuales algunos de ellos llegaron al poder.
Una política tradicional de límites muy estrechos apenas se extendía desde el interior, conforme personajes ajenos al mundo político tradicional hacían entrar a las
masas en la palestra política.
En condiciones históricas sumamente difíciles e incluso angustiosas, las élites económicas y políticas tradicionales de América Latina se enfrentaban a uno
de los problemas esenciales y más apremiantes de nuestra época: cómo construir
ordenadamente sociedades con la participación de las masas. La nueva política de
mediados de siglo se formó porque las élites tradicionales no quisieron ni pudieron presentar argumentos o políticas efectivas contra ella, ni impugnarla y atacarla
ampliando la base de la propia. En vez de colaborar con los nuevos líderes para
moderarlos e integrarlos en las estructuras tradicionales, los rechazaron. Esta actitud no obedeció ni mucho menos a la simple inseguridad ni a la miope protección
de los intereses de clase, como veremos más adelante, pues las élites tenían una
visión moral propia de en qué consiste una buena sociedad y desde su punto de
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vista creían que se estaba descarriando a la gente. Ahora bien, carecían de los medios necesarios para responder al reto y hacerse oír entre las masas. Los nuevos
líderes penetraron en ese espacio cada vez más amplio y lo llenaron con inmensas
organizaciones estatales y políticas sistemáticas que eran a su vez expresión de
su necesidad de granjearse seguidores, controlar a quienes estaban bajo ellos en
situaciones sumamente inestables y edificar desde arriba un orden social cuando se
hiciera sentir la presión de abajo.
Para la mayoría de quienes vivieron su primer ascenso al poder, los nuevos líderes
parecían desbordar la realidad. Muchos se horrorizaban viendo lo que brotaba a
su alrededor. Excepto entre sus seguidores más ardientes, esos líderes suscitaban
múltiples interrogantes básicos. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Qué querían
realmente? ¿Cuál era su verdadera ideología? Sin duda alguna aportarían cambios
pero ¿qué cambios? Una incógnita esencial era aún más inquietante: ¿No realizarían demasiados cambios en un lapso de tiempo tan corto que no podrían controlarlos y se desencadenarían las pasiones primitivas de los pobres, desembocándose
inevitablemente en la violencia y la lucha de clases? ¿No sería acaso la lucha de
clases lo que en realidad tenían en mente desde un comienzo?
La consternación de las élites ante la aparición de esos nuevos líderes se produjo en una época en que un puñado de figuras públicas dominaba la política,
transformaba las economías nacionales y cautivaba la imaginación pública en todo
el mundo: Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos, Winston Churchill en
Gran Bretaña, Adolfo Hitler en Alemania, Benito Mussolini en Italia, José Stalin
en la Unión Soviética, Francisco Franco en España, Charles de Mussolini en Francia, Mahatma Gandhi y Jawahral Nehru en la India y Chiang Kai-Cheng y Mao
Zedung en China.
Ahora bien, muchos latinoamericanos de toda condición social, en particular
las élites, consideraban que esos líderes mundiales eran en cierto modo comprensibles y su actuación incluso clara y menos pasajera. Acaso fueran la confusión de un
mundo en guerra, el auge aparentemente inevitable del fascismo y el comunismo y
el inicio previsto de las luchas anticolonialistas lo que los hacía aparecer claramente
como resultado de acontecimientos inmediatos, de los que los latinoamericanos se
encontraban muy distanciados. Tal vez esa aparente disparidad se debía a la impresión de que -en cierto modo la relación entre esos líderes mundiales y sus seguidores
en aquellos otros países era más sólida y racional y, sobre todo en Estados Unidos
y Europa, estaba animada por un espíritu de igualitarismo que no sólo disminuía
la distancia entre el líder y sus seguidores, sino que hacía que aquél tuviera que
rendirles cuentas. Se creía entender que en otros países no se podía manipular a
la gente de manera tan fácil y emocional y las personas podían afrontar mejor los
cambios y las crisis. En América Latina, el temor de algunos y la esperanza de otros
de que sus propios líderes estuvieran transformando sus vidas, llevó a la gente a
plantearse muchos más interrogantes sobre sus propios líderes que en el caso de
los que estaban transformando la palestra mundial.
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Los grandes terratenientes y los hombres de negocios adinerados tenían a los
recién llegados por oportunistas sociales, arribistas y personas que carecían de los
orígenes sociales, la elegancia, el saber y la experiencia necesarios para gobernar.
A su juicio, la nueva política estaba basada en el resentimiento. Los líderes tradicionales consideraban que los nuevos se interesaban sobre todo por sí mismos y
en su propio poder y que no tenían la perspectiva desinteresada de gobernar que
ellos habían podido cultivar durante décadas precisamente por ser los líderes de
la sociedad y no tener que andar tras el poder. Se tenía la impresión de que las
élites tradicionales eran los líderes naturales de la sociedad y que, respecto de los
nuevos líderes, se planteaba algo a todas luces embarazoso, es decir, algo artificial,
no natural. Trataron, pues, a la nueva generación de líderes con condescendencia
y desprecio.
Para las élites tradicionales que favorecían un cambio lento y paulatino, la cuestión se reducía a: orden contra caos. Estimaban que la sociedad no estaba preparada
para movimientos sociales significativos y que, en vista de la pobreza, el atraso y
la ignorancia en que se encontraba sumergida la mayoría de la población, era menester que el cambio fuera planificado cuidadosamente desde arriba y aplicado por
quienes podían prever las consecuencias a largo plazo de las políticas que aplicaban; se sentían llamadas a mantener trabado el orden social desde arriba. Durante
las primeras décadas del siglo xx, sus políticos consideraban que había una obvia
naturalidad respecto de los mundos en que vivían, una transparencia que todos
podían admirar. Creían que sus sociedades eran inalterables, que en la cima había
unas élites reducidas y exclusivas y un número cada vez mayor de personas conforme se descendía por la escala social. La política era un coto vedado.
El orden social se asemejaba a una pirámide. Era una entidad naturalmente
jerárquica que sólo podían construir los pocos «ilustrados» que dirigían al grueso
de la población. Lo que temían por encima de todo era la ascensión del hombre de
la calle, la masificación de la sociedad. Estaban impregnados del elitismo activista
del uruguayo José Enrique Rodó, quien en su manifiesto de fin de siglo Ariel había
instado a la juventudde América Latina a enderezar a sus naciones hacia una civilización espiritual y estética que contrastara con el materialismo e igualitarismo
vulgares que imperaban en Estados Unidos. Junto con José Ortega y Gasset, filósofo español que vivió exiliado en Argentina durante la Guerra Civil y había escrito
en 1930 La rebelión de las masas, temían la tiranía de las mayorías.
Unas élites reducidas y relativamente aisladas trataban de gobernar sociedades
que habían sido profundamente transformadas por la inmigración, en particular
las del Cono Sur, y estaban viviendo un rápido crecimiento demográfico y una
dinámica urbanización. Incluso en México donde la Revolución había incorporado muchos sectores nuevos a la política, y en Argentina, donde la aparición del
Partido Radical y la promulgación en 1912 de la Ley Sáenz Peña habían abierto
la política a la clase media urbana, la política seguía siendo un ámbito más bien
rarificado, dominado por unos pocos. En Colombia, los líderes del Partido Liberal y del Conservador decidieron compartir el poder en lo que denominaron
convivencia nacional. También la élite oligárquica de Perú compartió el poder
en un sistema asimismo llamado convivencia. En el régimen federado del Brasil,
la Politica dos Governadores
estuvo dominada en los distintos Estados por unas
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pocas personas que, unidas, ejercían en Río de Janeiro el poder político nacional.
Hasta los años treinta, la política elitista de Chile fue conocida con el apelativo de
la fronda aristocrática.
Algunos miembros de las élites tradicionales se preguntaban si esa política
repentina representaba el retorno a una complicada tradición histórica, que ya no
era viable, de justicia paternalista ínsita en la historia latinoamericana desde la época de la colonia. Otros, si los nuevos líderes no eran una excrecencia en el siglo xx
de una tradición histórica personalista de caudillismo latinoamericano, que había
provocado tantas luchas, cobrado tantas vidas y fomentado la aparición de gobiernos irresponsables en el siglo xix e incluso antes. Aquellos gobiernos también
habían estado dominados por líderes que no provenían de las élites tradicionales
de la sociedad y, de hecho, los políticos jóvenes solían referirse a sí mismos como
caudillos y lo propio hacían sus seguidores. También se llamaban conductores,
conforme a un estilo de hacer política muy distinto del antiguo.
Liberales, conservadores y católicos, y a veces también socialistas y comunistas, muchos de ellos pertenecientes a las clases media y alta, temían que esas nuevas
figuras descartaran arbitrariamente a las élites a las que atacaban, destruyendo al
mismo tiempo toda la cultura y el saber, en una palabra, toda la vida civilizada.
Lamentaban el estridente carácter teatral de esa nueva política, su resentimiento
visceral contra las élites tradicionales, su demagogia transparente, su capacidad
vulgar de convencer a los pobres de que las puertas de la abundancia estaban entreabiertas, siendo así que todos los líderes, tanto los antiguos como los nuevos,
sabían que no era cierto.
Las élites tradicionales temían que los nuevos líderes adquirieran un poder tal
que hicieran desaparecer a sus seguidores, movilizados de repente, haciéndolos
completamente dependientes de los nuevos líderes. Y eso fue precisamente lo que
al parecer estaba sucediendo conforme el Estado establecía conexiones orgánicas
con los obreros y los campesinos. En un breve período de poco más de 2 años,
entre 1951 y 1953, Jacobo Arbenz distribuyó tierras a 500 000 campesinos guatemaltecos pobres, creando con ello una clase social totalmente nueva cuyos orígenes residían en la acción del Estado. Poco después de que Paz Estenssoro llegase
al poder, en Bolivia se produjo un levantamiento campesino masivo que destruyó
a gran parte de la clase de los hacendados. Paz Estenssoro trató de controlar las
zonas rurales y de someterlas a la ley atribuyendo títulos de propiedad a quienes
se habían apoderado de tierras y prometiendo a los antiguos propietarios indemnizarlos con bonos pagaderos a 25 años. Además, nacionalizó las tres grandes
compañías mineras de Hochschild, Patiño y Aramayo, poniendo así bajo control
estatal el 65% de la industria del estaño. Los mineros pasaron a ser funcionarios
públicos. En México, Lázaro Cárdenas fortaleció el régimen indígena tradicional
de posesión comunal de tierras, el ejido, para distribuir 18 millones de hectáreas a
más de 800 000 campesinos sin tierra. Al mismo tiempo, alentó la movilización de
los trabajadores de las ciudades y nacionalizó varias compañías petroleras extranjeras, cuyos trabajadores se convirtieron en funcionarios estatales.
En ningún país fue tan fuerte o duradera la conexión entre el Estado y una clase social como en Argentina. Además de nacionalizar las compañías extranjeras de
ferrocarriles y teléfonos, las políticas peronistas crearon una amplia clase obrera
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urbana, cada vez más poderosa y acomodada. El porcentaje de la renta nacional
atribuido a los trabajadores aumentó en un 25% en los primeros 4 años del régimen peronista, y el índice real del salario por hora se incrementó el 25% en 1947 y
un 24% más en 1948. La clase obrera respaldó abrumadoramente al régimen. Los
obreros seguirían siendo peronistas durante el resto del siglo, manteniendo vivo
el movimiento mientras su líder se encontraba en el exilio, llevándolo de nuevo al
poder en 1973 y, más tarde, en los años noventa, respaldando incluso a un presidente peronista que adoptó duras medidas contra los intereses de la clase obrera.
Las élites tradicionales se dieron cuenta de improviso de que ya no controlaban
su destino. En derredor veían surgir inmensas organizaciones estatales como la Corporación de Fomento de la Producción (COREO) en Chile (1939), la Corporación
Minera de Bolivia (COMIBOL) (1953), Petróleos Mexicanos (PEMEX) (1938) y
el Departamento Administrativo do Servigo Público (DASP) en Brasil (1937), por
nombrar sólo unas pocas. Aún más inquietante les resultaba la aparición de grandes federaciones de sindicatos, administradas por el Estado, la más notable de las
cuales fue la Confederación General del Trabajo (CGT) que con frecuencia parecía
tener tanto poder como el propio Perón.
A causa de esas nuevas políticas estatales, las viejas élites consideraban que los
trabajadores y campesinos ya no podían aprender a ser ciudadanos independientes, a elegir libremente entre personalidades y partidos políticos distintos, haciendo así prácticamente imposible la expansión secular de la democracia a un número
cada vez mayor de personas. ¿Cómo podrían las élites tradicionales hacerse oír de
los trabajadores y los campesinos? Perón ganó su primera elección con toda facilidad:. 1.49 millones de votos contra 1.21 para su rival. Algo aún más significativo
fue que ganó con facilidad en Buenos Aires, la capital federal; su poder provenía
claramente en todo el país de los trabajadores urbanos y campesinos. La ley que
sancionó el voto de las mujeres en Argentina fue adoptada en 1949 por insistencia
de Eva Perón, la esposa del presidente. En las elecciones de 1951, Perón obtuvo
el doble de votos que sus rivales, alcanzando un total de 4.7 millones. Durante el
régimen de Paz Estenssoro en Bolivia, se otorgó el derecho a voto a los analfabetos, las mujeres e incluso los soldados. Aunque Gaitán había perdido las elecciones
de 1946, pocas personas creían que no vencería fácilmente en 1950. Los nuevos
líderes tenían el control del poder y los anteriores iban quedándose rápidamente
al margen como espectadores, conforme el proceso electoral se les iba cerrando e
incluso se volvía ajeno a ellos.
Además, las élites tradicionales resultaban cada vez más incapaces de proteger
no sólo sus intereses económicos, sino los bienes mismos de los que dependían su
vida y, a su juicio, los recursos económicos del país. El Estado invertía capitales gigantescos en nuevos recursos, sobre todo en la pequeña industria, lo que las élites
tradicionales consideraban un vano intento de producir en el país lo que se podía
comprar en el extranjero más barato y de mejor calidad. Además, con el patrocinio
del Estado se estaban invirtiendo enormes cantidades de dinero en centrales hidroeléctricas, puertos, carreteras, autopistas y aeropuertos de nueva planta.
Perón creó el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), que
monopolizó los productos agropecuarios destinados al mercado internacional. Los
exportadores se vieron obligados a vender su producción al Estado, con frecuencia
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a precios inferiores a los del mercado, para que el Estado pudiera exportarlos a
precios superiores, con objeto de invertir en industria, infraestructuras y servicios
sociales. En 1949, año en que se derrumbaron los precios internacionales, empezó
a reinar la confusión en el sector agropecuario de Argentina al no estar seguros los
terratenientes de si les convenía o no invertir en sus propiedades. En otros países,
las élites se encontraron con que se les confiscaban las tierras y que se ponía en
entredicho hasta el derecho a poseer bienes raíces. Asimismo la ola de nacionalizaciones de empresas extranjeras fue una indicación de que el sector público crecería
a expensas del privado.
Era frecuente que muchos de quienes se levantaron contra los nuevos líderes
considerasen que la nueva política equivalía a un atraco. Los nuevos líderes estaban despojando de sus bienes a quienes se encontraban en la cumbre de la sociedad
y merecían lo que tenían, fueran o no ricos de nacimiento, ya que eran la minoría
culta, y distribuían, en cambio, a las clases media y baja de la sociedad, a personas
que tenían menos necesidades y que, en todo caso, no sabrían qué hacer con lo que
recibían inopinadamente. Consideraban que el crecimiento económico vendría aumentando los ahorros y las inversiones, no del consumo masivo de bienes materiales. El consumo corrompía a las masas, alejándolas de las preocupaciones espirituales y morales. Centrarse en el consumo no era sino demagogia a corto plazo,
destinada a hacer que los líderes fuesen populares entre las masas. Era la receta
para un desastre a largo plazo.
Los nuevos líderes utilizaban las instituciones estatales, que debían ser sencillamente una expresión de la sociedad, como medio para transformarla. Las élites tradicionales veían con claridad que el Estado era invariablemente una fuerza
mucho más arbitraria de lo que podía llegar a ser el mercado y que por conducto
del Estado se podía adoptar conscientemente una serie de decisiones para ayudar
a unos y perjudicar a otros, decisiones que se tomarían en la mayoría de los casos
por motivos personalistas, partisanos e ideológicos, en lugar de tener en cuenta el
bien de toda la sociedad. Tales políticas sólo podían llevar a la restricción de las
libertades democráticas y los derechos civiles. Para ellos, la propagación del Estado
era sinónimo de aumento de corrupción en pequeña y gran escala. El Estado y su
burocracia se convertirían en el hogar parasitario de cuantos no tuvieran la inteligencia, los conocimientos o el carácter suficiente para ganar su sustento y el de sus
familias por sí mismos.
Esas élites no tardarían mucho en comprender que sus peores temores se estaban haciendo realidad. Los regímenes de Vargas y Perón se convirtieron en dictaduras. Se redactaban nuevas Constituciones para que los líderes pudieran permanecer
en el poder y el ejecutivo ampliara sus atribuciones. Se convirtieron en Estados
policíacos en los que se prohibían los partidos de oposición, se censuraba la prensa
y se encarcelaba, e incluso torturaba, a los enemigos. La corrupción y el clientelisrno pasaron a ser moneda corriente. Muy pronto a las élites latinoamericanas de los
años treinta, cuarenta y cincuenta no les cupo duda de que los cambios que estaban
introduciendo los nuevos líderes no tenían precedentes. Pocas personas fueron capaces en aquellos momentos de formular posiciones más moderadas. Esas reacciones surgieron dentro de una cultura política que era el fruto de esos conflictos y
que más tarde se reflejaría en muchos de los estudios sobre esa forma repentina de
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política. En gran parte se pensaba que la situación iba a permanecer más o menos
invariada, o bien a cambiar drásticamente. Se abrió paso la dicotomía entre statu
quo y revolución, entre reacción y progreso. No hubo nada semejante a una combinación de continuidad y cambio que desembocara en órdenes sociales modificados sólo parcialmente. De los años treinta a los setenta, muchos latinoamericanos,
sobre todo los miembros de las élites, vivieron en un dilema insoluble.
La consternación de las élites se originó a partir de la idea generalizada de que
los líderes de la nueva generación eran excepcionales precisamente porque eran
latinoamericanos y sus seguidores también lo eran: argentinos, peruanos, colombianos, etc. Ante cambios tan profundos y tan rápidos, era sobre todo el pueblo, los
pobres y los analfabetos, quienes estaban mal preparados. Había algo sumamente
inquietante y peligroso, incluso patológico, en la relación profundamente personal
y emotiva que se estaba estableciendo entre los nuevos líderes y las masas que de
pronto los seguían. Las élites tradicionales se percataban además de que sus sociedades estaban relativamente atrasadas en comparación con las de otras regiones
del mundo, en particular Europa y Estados Unidos, lo cual era en gran medida
inevitable, en parte por el peso de una historia difícil y plagada de conflictos, la
existencia de terrenos con frecuencia infranqueables e impenetrables y el haber
alcanzado tardíamente la independencia. Tal vez se debía además a una división
internacional del trabajo que en el siglo xix los había convertido en exportadores
de materias primas e importadores de productos manufacturados, lo cual restringió el crecimiento del mercado nacional y no propició el que los trabajadores
tuviesen que aprender nuevos oficios y modos de vida. Tras la Gran Depresión
de 1929, entendieron, a caso por primera vez, que eran muy vulnerables a las
fuerzas de la economía internacional, en la que prácticamente no ejercían el menor
control. Algo más importante y ciertamente más seguro es que las élites tradicionales comprendieron que la enfermedad de sus sociedades radicaba en la ignorancia,
la pobreza e incluso el carácter mismo de su gente, que gustaba de la gratificación
inmediata, la indolencia y la desidia, gente muy diferente, a su juicio, de la que
habitaba en Estados Unidos y Europa.
Las élites se dieron cuenta de que sus mundos estaban profundamente divididos entre una pequeña sociedad respetable que se encontraba sitiada y unas masas
cada vez más numerosas. Había un abismo entre la gente decente y la gente del
pueblo, entre quienes, como en la época colonial, consideraban que podían utilizar
su inteligencia, la gente de razón, y quienes no podían, es decir, la inmensa mayoría. Había una distinción patente entre quienes formaban parte de la sociedad y el
pueblo, que nunca podría formar parte de ella. En los distintos países se describía
a los de abajo con vivos colores: en México formaban parte del México profundo
o bronco, una nación sufrida, inmóvil y ruda, que las élites no podían esperar someter totalmente a su imperio. Los chilenos se referían a las masas como los rotos,
los colombianos hablaban de la chusma, los peruanos de la gleba y los argentinos
del mediopelo.
Durante el siglo xix se afirmaba que esa división era un conflicto entre civilización y barbarie, en particular gracias a la obra del argentino Domingo Faustino
Sarmiento. Lejos de mitigarse con el curso del tiempo, esa separación aparecía a
muchos de los miembros de las élites mucho más profunda a comienzos del si-
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glo xx, pues las masas se habían multiplicado, la inmigración había aumentado y
las ciudades habían crecido en las últimas décadas del siglo xix. Las élites advirtieron que dirigían un orden social sumamente inestable, que agudizaba aún más
las amplias movilizaciones de trabajadores y las huelgas generales que estallaron
entre 1917 y 1920, la propagación de los sindicatos y la aparición de movimientos
comunistas, socialistas y anarquistas prácticamente en todos los países. Las élites
tradicionales comprendieron además que los nuevos líderes eran la expresión de
una forma de materialismo y secularismo modernos y que se preocupaban mucho
del estómago y muy poco del espíritu. Temían que sus nuevas políticas enfrentaran
a las personas y los grupos entre sí y minaran las fuerzas morales más hondas que
ofrecían alguna posibilidad de mantener trabado con cierta armonía aquel orden
social inestable. Sucedía, en efecto, que en todos los nuevos líderes atronaba el
silencio en que envolvían el lugar que debía ocupar la Iglesia, aludiendo rara vez,
si es que lo hacían, a la importancia de la religión y de los valores sacros en la
vida de todos, en particular las de los pobres. En una de sus primeras actuaciones
públicas, el joven Haya de la Torre organizó una marcha de protesta contra la
intención del presidente Augusto Leguía y Salcedo de consagrar el país al Sagrado
Corazón de Jesús. Se consideró a Haya de la Torre como el anticristo, reputación
de la que no logró desembarazarse del todo durante su larga carrera. A partir de
entonces, parecía como si la nación entera, la Iglesia, los militares y los partidos
políticos tradicionales se unieran contra él cada vez que estaba a punto de alcanzar
una victoria electoral. Perón, si bien buscó en su primer período de gobierno una
alianza con la Iglesia, en el segundo la atacó sistemáticamente.
Todos esos nuevos líderes se preocuparon por reformar y extender el sistema
de educación oficial para contrapesar el poder de la Iglesia en las aulas y fomentaron nuevos textos y métodos pedagógicos, además de una reinterpretación del
pasado de sus naciones. Haya de la Torre dejó la prestigiosa y antigua Universidad
de San Marcos para fundar una universidad popular para trabajadores y miembros
de la clase media. Arévalo fue profesor de enseñanza secundaria antes de que se
le llamara del exilio para hacer campaña por la presidencia. Jorge Eliécer Gaitán
se preocupó de las reformas pedagógicas siendo Ministro de Educación de Colombia. El régimen peronista publicó una serie de manuales de historia revisados.
Durante la presidencia de Cárdenas, se implantó todo un nuevo sistema educativo
denominado escuelas socialistas. Las élites tradicionales percibían que sus vidas
y sociedades parecían ser empujadas de repente hacia un futuro desconocido. La
educación se consagraba a quienes apenas eran educables y además se convertía en
adoctrinamiento.
Los nuevos líderes formaron sus propios partidos políticos que desde el comienzo eran, obviamente, no vehículos de profundas ideologías como el liberalismo, el conservadurismo y el nacionalismo, que con una larga tradición en Europa
y en sus propios países procuraban representar los amplios intereses de todos los
ciudadanos, sino maquinaciones de los nuevos líderes, que los ponían al servicio
de sus fines políticos. Haya de la Torre fundó el APRA. Dos meses después de
llegar al poder en 1946, Perón disolvió todos los partidos que habían apoyado su
candidatura, incluido el Partido Laborista creado hacía poco tiempo. En su lugar,
fundó algo denominado Partido Único de la Revolución, que poco tiempo después
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se convirtió en el Partido Peronista, que, aunque se revistió de una laxa ideología denominada justicialismo, era ante todo peronista. También Gaitán creó en
los años treinta su propio partido, la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria
(UNIR), y sólo volvió al Partido Liberal cuando sus esfuerzos desde el exterior
resultaron vanos. Incluso dentro del Partido Liberal, su movimiento se conocía
sencillamente como gaitanismo. En Bolivia, Paz Estenssoro fundó el Movimiento
Nacionalista Revolucionario. Aunque Vargas gobernó en Brasil de 1930 a 1945
sin un partido oficialmente propio, creó en 1945 el Partido Trabalhista Brasileiro,
gracias a cuyos esfuerzos ganó las elecciones de 1951. Junto con sus periódicos,
canciones, lemas y uniformes, esos nuevos movimientos aparecían más cultos a
unas personas que expresión de ideas y doctrinas esenciales que informaran la
actuación de los gobernantes.
De la noche a la mañana se incorporaron a la política un lenguaje y un estilo
nuevos. Empezaron a dirigirse a las grandes mayorías urbanas, y asimismo rurales,
de sus países, a hablarles directamente y a hacerlo en términos muy positivos y
moralistas. La terminología antigua adquirió un nuevo sentido. La palabra pueblo,
que tenía una connotación peyorativa, empezó a utilizarse con un sentido casi
heroico. Términos negativos como los de descamisados y cabecitas negras en Argentina, fueron transformados por los peronistas en positivos. Nunca o casi nunca
se había aludido antes a esas mayorías en el discurso público. Facilitó considerablemente esa nueva forma de política la tecnología moderna, la existencia de la radio,
que empezó a generalizarse a comienzos de los años cuarenta y gracias a la cual los
nuevos políticos podían hacer oír su voz en todos los rincones del país y hablar a
millones de personas en sus propios hogares o en los lugares de trabajo.
Los políticos de viejo cuño entendieron que, al flotar las palabras en el aire,
yendo y viniendo, los nuevos líderes podían decir lo que quisieran, porque no se
les podía fiscalizar. La radio tenía una influencia corruptora en la vida pública,
alentando virtualmente a los líderes a convertirse en demagogos. Los nuevos líderes publicaban sus propios periódicos, que eran muy diferentes de los anteriores ya
que estaban redactados en un lenguaje mucho más directo y sencillo y contenían
secciones importantes dedicadas a las cuestiones de la vida cotidiana y personal
de las mayorías. Viajaban mucho y hacían campañas activas, mezclándose de buen
grado y abiertamente con sus seguidores de la clase baja. Incluso Getúlio Vargas, el
que mantenía relaciones más estrechas con las élites de su país, fue objeto muchas
veces de mofa por su tendencia a pasar largo tiempo codeándose con los pobres.
Así, las élites tradicionales se oponían a las nuevas. Muchos de sus miembros
pensaban que estaban entrando en un mundo degradado y vulgar, en el que no
podrían competir ni aunque estuvieran dispuestos a hacerlo. Sus reacciones rebosaban de claras manifestaciones de desdén y sorna pública. Esas élites trataron
incluso de cerrar las puertas de sus clubes sociales y sus instituciones políticas a
los nuevos líderes, arrojarlos a la vera del camino y dejarlos fuera mirando hacia
dentro. Liberales y conservadores no admitieron a Jorge Eliécer Gaitán en el Jockey Club, cuando ya era un importante miembro del Gobierno. Las mujeres de la
clase alta de Buenos Aires rechazaron las agresivas proposiciones de Eva Perón y
su madre, que querían ser miembros de la Beneficencia, su organización caritativa, y dirigirla. Desairada, la esposa del Presidente creó su propia organización, la
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Fundación Evita Perón, una institución llamativa y excesivamente financiada con
impuestos especiales extraordinarios, en la que millares de personas hacían cola
para recibir un regalo tras otro de Evita, que besaba y abrazaba a los pobres e inválidos. La Fundación, que llegó a simbolizar para las élites los peores excesos de
la nueva política popular, fue en gran parte fruto de la incapacidad de la antigua
generación de la novedad que representaba la nueva política.
El intenso conflicto y la honda animosidad personal y política que se creó entre esas dos generaciones les impedía darse cuenta de lo mucho que tenían en común, pues los nuevos líderes no impugnaban en lo esencial muchas de las nociones
imperantes acerca de la política y la sociedad, que de hecho habían heredado en
su mayor parte. También ellos comprendían la «naturalidad» del orden social, que
la sociedad estaba compuesta por unos pocos y por la mayoría, que la desigualdad
era la característica fundamental e inevitable de todo orden social, que algunos
nacían para dirigir y otros para obedecer. Más aún, consideraban que eran líderes
naturales, no tanto por su bagaje cultural y su experiencia, sino por quiénes eran y
por cómo hacían que otros los siguieran. Aunque todos ellos estimaban que la Iglesia debía tener menos poder económico y cultural y se esforzaban en consolidar
el papel del Estado en la vida cotidiana de los ciudadanos, ideológicamente no se
oponían a la religión. Asimismo, daban por sentado, a la par de las élites tradicionales, que la familia era la piedra angular del orden social. Las dos generaciones
compartían la idea de que el orden social era intrínsecamente jerárquico. Ambas
entendían que la sociedad estaba dividida en clases sociales. El sentido de justicia
social que ambas mantenían se refería esencialmente a la forma en que los de arriba trataban a los de abajo. Ambas estaban imbuidas de paternalismo. Nada habría
podido estar más lejos de la mente de los nuevos líderes que la idea de trastocar el
orden social, colocando en la cúspide a los que estaban en la base.
Los nuevos líderes no ponían en entredicho el papel esencial de la propiedad
privada en la sociedad desde el punto de vista económico o moral. Sabían que la
propiedad era una fuerza positiva en la vida de los ciudadanos, que otorgaba a
la persona un lugar valioso en la sociedad y contribuía además a una más amplia
cohesión social. La ola de nacionalizaciones y la incidencia de las confiscaciones
de tierras no tenían nada o muy poco que ver con un amplio compromiso filosófico e ideológico, con una sociedad dirigida por el Estado, con un sector público
predominante. Antes bien, se trataba de acrecer la importancia de la propiedad,
aumentando el número de propietarios con objeto de estabilizar el orden social y
vigorizar el mercado nacional.
Por otra parte, en casi todos los casos las nacionalizaciones eran una respuesta directa e inmediata de los nuevos líderes al malestar de los campesinos y las
amenazas de la base, o bien a conflictos laborales. Casi todas las nacionalizaciones
de compañías extranjeras se produjeron a raíz de que éstas se negaran a acatar la
legislación laboral vigente o nueva, o exigencias concretas de los trabajadores, y
de que hubiera gobiernos extranjeros, sobre todo el de Estados Unidos, que intervenían activamente en los asuntos internos de cada país, tratando de defender
los intereses de sus empresas. Tal fue el caso, por sólo nombrar algunos de los
más prominentes, de la nacionalización de la Standard Oil en México y Bolivia, la
confiscación de las tierras de la United Fruit en Guatemala y la nacionalización de
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los ferrocarriles británicos en Argentina. El auge del sentimiento nacionalista en
toda América Latina tuvo más que ver con la influencia desmesurada de empresas
y gobiernos extranjeros, que con una ideología programática de la nueva generación de líderes. Un factor acaso más importante fue que la nueva generación creía
además que una de las causas principales del atraso de sus sociedades era no sólo
la situación sino el carácter de su gente, es decir, no les habían cabido en suerte
europeos o estadounidenses. Ambas generaciones de líderes subestimaban a sus
seguidores de manera paternalista, ya que se daba por supuesto que las masas eran
más primitivas y emotivas que quienes llegaban al liderazgo. Ninguna de las dos
confiaba en las masas y se diferenciaban esencialmente en que los nuevos líderes
precisaban de su apoyo, se sentían relativamente cómodos en la nueva política popular y creían que podían controlar a las masas desde arriba. La vieja generación
no necesitaba ese apoyo y temía cualquier movilización de la base.
Así pues, los nuevos líderes compartían la cultura política tradicional de los
anteriores. Sin embargo, en primer plano de su pensamiento y su política estaba
el cambio, pues consideraban que las antiguas élites eran incapaces de cambiar de
conducta, no estaban a la altura de los nuevos tiempos, con frecuencia habían suscrito pactos perjudiciales con potencias extranjeras, se habían distanciado cada vez
más de la población, e incluso le habían vuelto la espalda: los antiguos líderes se
estaban convirtiendo en extraños en su propia patria. Asimismo, y esto era quizás
lo más importante, eran demasiado exclusivos, y su política, demasiado limitada,
mientras que a los nuevos líderes les movían la necesidad y el deseo de participar
en sus sociedades, pasar a formar parte de las élites que estaban en la cumbre,
ensanchar los corredores del poder, generalizar las oportunidades y consolidar
sociedades que hacían agua por todas partes. La nueva generación deseaba ante
todo construir el orden, ya que lo que más temía era la movilización incontrolada
de la base, es decir, la revolución.
Su discurso reitera hasta la saciedad su obsesión por ese orden, por la uniformidad, la previsibilidad y porque cada persona y cada cosa estuviera en su lugar.
Cuando la mayoría de esos líderes habían ocupado el poder y lo habían perdido,
en particular a mediados de los años cincuenta, se tomó conciencia de que casi
todo cambiaba una vez más. Los opositores dieron un suspiro colectivo de alivio,
que pocos hubieran podido creer iban a experimentar de nuevo en su vida. Se
devolvió a sus seguidores, profundamente frustrados, a una vida que ofrecía pocas
de las promesas que habían creído estaban a punto de realizarse.
Mientras que los líderes caídos seguían pareciendo en el recuerdo de sus antiguos opositores y adherentes personajes casi fabulosos, cuya estatura aumentaba
a menudo en su imaginación con el paso del tiempo, los estudiosos, en los años
cincuenta y sesenta, e incluso después, empezaron a revisar la doctrina de sus contemporáneos. Como habían aparecido con tanta rapidez y se habían desvanecido
casi con igual celeridad, sostuvieron que esos líderes y sus movimientos, a los que
se habían dado los apelativos de populistas y populismo, en realidad se habían pro-
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puesto construir poco —poco de lo que se hubiera debido construir—, y destruir
aún menos —menos de lo que hubiera habido que destruir.
Lejos ya de cualquier amenaza que hubiera podido entrañar el nuevo fenómeno, una nueva generación de jóvenes estudiosos, algunos de los cuales habían
crecido presenciando los cambios realizados por los populistas, junto con analistas
extranjeros, empezó a abogar por transformaciones sociales generalizadas. En su
mayoría daban poca importancia al papel de la propiedad privada en el orden de
la sociedad y en la vida de las personas. A su juicio, el cambio o era radical o no
era nada, era una transformación de las estructuras mismas de la sociedad, o bien
sólo algo superficial. Los que propugnaban el cambio consideraban que los regímenes eran represivos o liberadores y las personas, gregarias o rebeldes. Estimaban
que las sociedades de América Latina estaban tan atrasadas y eran tan injustas,
dirigidas como estaban por élites intransigentes y gobernantes tradicionales que se
acomodaban a los deseos de intereses extranjeros, que aparte de su eliminación,
inevitablemente por medios violentos, nada pondría a esas sociedades en el buen
camino.
Llegaron a considerar que los populistas eran personas que habían buscado
el poder sólo por el poder mismo y que habían sido simples demagogos cuyas
políticas confusas y a menudo contradictorias eran fruto de la inexistencia de una
ideología clara. Otros afirmaban que los nuevos líderes habían deseado únicamente reformas que reforzaran el antiguo orden. La forma abrupta de la política de
masas ya no se interpretó como aquel impulso de transformación que —para bien
o para mal— había sido, a juicio de los contemporáneos, sino como una fuerza de
continuidad y, por ende, de reacción.
La mayor parte de los análisis del populismo latinoamericano concuerda en
que los nuevos líderes estaban condenados a fracasar, no sólo porque no sabían
realmente lo que deseaban, sino porque era imposible intentar poner tantas clases
sociales diferentes bajo una misma enseña política. Tarde o temprano los compromisos que se verían obligados a buscar los harían caer. Los especialistas han recurrido a complejas construcciones teóricas, como bonapartismo, cesarismo y corporatismo, para explicar un fenómeno que parecía resultarles tanto más extraño
cuanto más remoto iba siendo. Han interpretado a los líderes como carismáticos,
es decir, personas consideradas por sus seguidores tan espirituales que les ofrecen
el don del liderazgo. Han intentado además unir el fenómeno al fascismo, el autoritarismo e incluso el totalitarismo, pero los lazos con cualquiera de ellos han
sido siempre muy laxos, con múltiples excepciones, lo que ha llevado a algunos a
adjetivarlo de semiautoritario, o bien cuasi o protofascista.
Se daba por supuesto que los seguidores que habían depositado grandes esperanzas en los líderes habían sido engañados, máxime cuando, al parecer, muchos
de ellos eran pobres y analfabetos y hacía poco tiempo que se habían desplazado
a la ciudad desde el campo, donde las formas tradicionales de clientelismo y sumisión dominaban el horizonte político. Sus esperanzas fueron tenidas por ilusorias.
La extendida noción del carácter aparentemente patológico de las masas que siguieron a los líderes se abrió camino en las obras consagradas al tema. Se consideró que los temores de quienes se habían opuesto a aquella política, en primer
lugar las élites, se debían más a su profunda inseguridad por hallarse en la cúspide
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de un orden social evidentemente injusto e inestable que a una apreciación realista
de la amenaza que en realidad había pesado sobre ellos. Su consternación y sus esfuerzos por liberar a sus naciones de aquellos líderes se descartaron sencillamente
como egoísta interés de clase. Su oposición se ha estudiado poco y apenas se ha
entendido. Se ha descartado con demasiada facilidad la gran inestabilidad que las
élites percibían a su alrededor antes de la ascensión de los nuevos líderes. Como el
historiador americano Thomas Skidmore ha señalado acertadamente, «los historiadores han subestimado las movilizaciones de las masas o de los obreros urbanos,
expresadas en huelgas militantes. Esa oleada de enormes movilizaciones echó por
tierra el lugar común de que a las clases gobernantes apenas les interesaba antes de
1945 el gran potencial de sus masas'».
Según estos analistas, en toda aquella transformación de una política de cambio, para bien o para mal, hacia una política de reacción, se mantuvo inmutable
una característica de esos movimientos: aquellos líderes eran algo propio de la
región y sus movimientos fueron algo excepcional. Existió un populismo latinoamericano, distinto de cualquier otra forma de populismo que hubiera existido o
pudiera existir en otros lugares del mundo. El sociólogo argentino Gino Germani,
el primer estudioso eminente del fenómeno, cuya obra puede decirse que es la mejor, fue uno de los pocos que no cayó en esos modelos interpretativos, que estaban
apareciendo antes de que escribiera en los años cincuenta y prosperarían después.
Aunque también él analizó el populismo latinoamericano como un fenómeno excepcional, lo consideró parte de un proceso generalizado, aunque más rápido, de
modernización mundial. Y lejos de quitar importancia a la amenaza que representó
y a las élites que la temían, Germani deploró sus rasgos autoritarios y sostuvo que
todas las clases sociales de América Latina, no sólo las que atacaron los nuevos líderes, sino además las grandes mayorías a las que procuraban atraer, tenían mucho
que perder con el populismo y su carácter antidemocrático 2.
El argentino Torcuato Di Tella, sociólogo de la historia, sentó la pauta respecto
a la especificidad del populismo latinoamericano en un artículo publicado en 1965
que sigue siendo uno de los estudios más penetrantes del fenómeno populista de
América Latina. En él, empieza por afirmar que las fuerzas dinámicas reformistas
de América Latina no son las mismas que alcanzaron resultados positivos en Europa durante los últimos 150 años. El largo y acumulativo proceso de reformas
en Europa no era viable en América Latina. En vez de las formas europeas de
reformas impulsadas por el liberalismo y los partidos socialdemócratas, América
Latina y el resto del mundo subdesarrollado vivieron una amplia gama de movimientos políticos que, por falta de un término más adecuado, se han agrupado en
el concepto general de «populismo». El artículo recogía la idea generalizada en
ese momento, y no sólo en los círculos académicos, de que la historia de Europa
y Estados Unidos se ajustaba a un patrón que había dado resultados satisfactorios,
de la que se había desviado la de América Latina, muy alejada del éxito. Dentro de
ese contexto de dicotomía, se entendía el populismo de América Latina como una
1. Skidmore, 1979:125.
2.
Germani, 1962. Ésta es la primera obra de Germani sobre el particular y la piedra angular de
su descollante empresa intelectual.
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expresión política explosiva de la pauta atípica de la historia de la región, como
una política que había tratado de realizar en poco tiempo lo que en otros países
había llevado siglos. Di Tella habla de una «revolución de expectativas crecientes»,
de un «efecto de demostración» del mundo desarrollado frente al subdesarrollado,
de órdenes sociales plagados de crisis y al borde de un cambio rápido, cambio que
hubiera debido haberse producido hacía mucho tiempo. Su artículo apareció en
un volumen compilado por el historiador chileno Claudio Véliz, titulado de forma
reveladora Obstacles to Change in Latin America 3
Se entendía además que la especificidad del populismo radicaba en su organización. Según Di Tella, el populismo es un movimiento político que tiene el
respaldo de la masa de la clase obrera urbana y/o el campesinado, pero que no
dimana del poder organizativo autónomo de ninguno de esos dos sectores. Cuenta
asimismo con el apoyo de algunos sectores de la clase no obrera que respaldan
una ideología de oposición al statu quo. El autor analiza el populismo como un
movimiento anómalo, diferente del laborista, comunista o socialista porque éstos
surgen de abajo, de verdaderas organizaciones de la clase obrera y campesinas
que se consolidan con el tiempo. Por otra parte, los movimientos populistas son
movilizados por personas de fuerte carácter, por lo general de clase media, que
son líderes gracias a su personalidad denominada «carismática». La fuerza de su
interpretación radica en el hábil análisis que hace de los distintos grupos de clase
media en los diferentes países, que participaron o no en las coaliciones populistas,
dando a cada movimiento un carácter algo diferenciado.
En los años sesenta y setenta aparecieron, hablando en términos muy generales, dos escuelas interpretativas: una cultural y la otra materialista, que confirmaron una vez más el carácter intrínsecamente latinoamericano del populismo.
Para ambas, el populismo se debía interpretar como una política de continuidad.
La interpretación cultural empezó por examinar la profunda cultura histórica patrimonial y jerárquica, mediterránea e hispánica de América Latina, para explicar
por qué tantas personas siguieron incondicionalmente a líderes que no se preocupaban de sus intereses. Los militantes populistas llegaron a ser tenidos por meros
receptáculos pasivos, de mentalidad tradicional y en gran medida ignorantes, de la
oratoria de los líderes paternalistas. Al tener aquella cultura los rasgos que hemos
mencionado, las personas debían buscar arriba, en sus líderes, la solución a sus
problemas, en lugar de en sí mismos. Eran más sujetos dependientes de un orden
social que sus ciudadanos independientes. De los supuestos básicos de esta escuela
de pensamiento se derivaba directamente la mayoría de las respuestas que ofrecía:
el populismo era una forma únicamente latinoamericana, o a lo sumo mediterránea, de política en unas culturas católicas, en las que unos líderes jerárquicos provocaban la aparición de seguidores dóciles que aceptaban fácilmente a sus líderes,
en gran medida sin tener en cuenta sus actos. En términos generales se entendía
quiénes eran los seguidores, a saber, todos los pobres y sin instrucción, a quienes
nunca se habían dirigido otros líderes. La relación entre líderes y seguidores se
.
3. Tella, 1965a: 47. El volumen complementario publicado dos años después también lleva un
Una versión más extensa de este artículo
título revelador: The Politics uf Confornzity it, Latin Anzerica.
se había publicado originalmente el misino año (Tella, 1 965(t).
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entendía como algo esencialmente emocional, que se consolidaba con cualquier
beneficio material que cupiera en suerte a los pobres. Se consideraba al pueblo
como una masa uniforme.
La segunda escuela, recelosa de las interpretaciones culturales y movida, entre
otras cosas, por la desconfianza ante el esencialismo como explicación incontestable y la inmovilidad de la historia que propician, apuntaba, por el contrario, a la
escasa pertinencia del concepto de clase en las sociedades latinoamericanas mayoritariamente atrasadas, subdesarrolladas o dependientes, y afirmaba que esa situación había permitido a los populistas dirigirse a los obreros, cuya conciencia estaba
hasta entonces mal definida, y además a otros miembros de otras clases sociales
débilmente constituidas y dirigirse a todos, de manera colectiva y amorfa, como
el pueblo. Así pues, gracias al carácter efímero de clase, esos movimientos habían
podido tener una base multiclasista. El populismo no tenía raíces en las fuerzas
sociales, lo que daba lugar a un sinnúmero de modalidades confusas. Haciéndose
eco de la idea original de Di Tella de que el populismo no había surgido autónomamente a partir de unas fuerzas coherentes de clase, los estudiosos empezaron a
analizarlo dentro del amplio contexto del carácter, aparentemente vago, de clase
en las sociedades latinoamericanas.
Si bien esas interpretaciones materialistas generales aportaron muchas respuestas, también suscitaron intensos debates internos. La controversia más importante tuvo por objeto determinar quiénes eran realmente los seguidores de aquellos
movimientos populistas. En resumen, era creencia general cuyo acierto diversos
estudios empíricos parecieron confirmar, que quienes estaban más estrechamente asociados a las fuerzas clasistas, a saber, los trabajadores arraigados que ya se
habían labrado un lugar en la sociedad y habían desarrollado su propia forma de
impugnación, eran los más propensos a oponerse a los llamamientos viscerales de
los líderes populistas. Las personas menos apegadas a la sociedad de clases, principalmente las que formaban parte del brusco flujo de inmigrados del campo a la ciudad, constituían el objetivo fundamental y la base de la convocatoria emocional de
los populistas. Se consideró a los seguidores en términos dicotómicos bien como
viejos y con una actitud racionalmente pragmática y económica, o bien como jóvenes, emotivos, supersticiosos y confusos. Se tenía a quienes eran más viejos y
procedían de sectores más establecidos de la sociedad por personas calculadoras
que escudriñaban qué beneficios materiales, de ser el caso, podrían reportarles los
populistas, si llegaban a ser seguidores incondicionales suyos, y a los segundos por
gentes que se contentaban con el «capital simbólico» que les arrojaban los líderes.
Hasta hace poco tiempo no hemos empezado a entender que no es tan difícil
explicar quiénes seguían a los líderes populistas y por qué. Conforme el siglo xx
llegaba a su fin sin que se hubiesen multiplicado los levantamientos masivos, las
revueltas o las rupturas sociales generalizadas provocadas desde abajo, y conforme
ha ido remitiendo el temor que a las élites causaban los de abajo, se han abierto
camino imágenes menos romas de las masas. No precisamos de explicaciones fundadas en la existencia de unas culturas católicas y mediterráneas profundamente
jerárquicas para entender por qué los pobres seguían a líderes que hablaban bien
de ellos, prometían ayudarles y con frecuencia cumplían sus promesas. Ahora podemos entender que las supuestas diferencias que la escuela de pensamiento ma-
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terialista percibía en los seguidores de los populistas difícilmente hubieran podido
ser muy importantes, y que tanto los obreros «a la antigua» como los «nuevos»
tenían corazón y estómago y podían seguir a los populistas por motivos al mismo
tiempo materiales y simbólicos, pragmáticos y viscerales 4.
Las complejas ideas académicas contemporáneas acerca de quienes eran en
verdad los seguidores del populismo surgieron de la cultura política, casi apocalíptica y radicalmente dividida en campos enfrentados, de la primera mitad de siglo,
cultura que posteriormente ha hallado expresión en los estudios especializados.
Esas imágenes sobre las masas tuvieron buena acogida entre las élites políticas,
tanto las antiguas, que trataban de mantener a las masas a distancia como medio
de suscitar orden, como las nuevas, que procuraban integrarlas en la sociedad,
con idéntico fin. Para ambas, las masas eran radicalmente distintas de ellas, algo
completamente diferente; una entidad homogénea, peligrosa, exótica, e incluso
patológica. Desde el prisma de singularidad y excepcionalismo en el que se vivió
y se ha estudiado el populismo, la pregunta más generalizada era: «¿Por qué hubo
populismo?». A lo cual podríamos replicar: «¿Y por qué no iba a haberlo?».
IV
Michael Kazin ha postulado recientemente que el populismo es un rasgo constante
y permanente de la política de Estados Unidos en el siglo xix y el xx. Presenta un
planteamiento sencillo y convincente sobre el tema, que guarda relación directa
con el fenómeno en América Latina. En vez de hablar de una ideología claramente definida, Kazin lo trata como un impulso: el populismo es un «lenguaje cuyos
hablantes conciben al común de la gente como un conjunto noble, no unido estrechamente por la clase, consideran egoístas y no democráticas a las élites opositoras
y tratan de movilizar a aquélla contra éstas'''. Según Kazin, las raíces intelectuales
del populismo se encuentran en las ideas de Thomas Jefferson, Andrew Jackson
y Abraham Lincoln, «un trío de héroes populistas» (Kazin, 1995: 17), que fueron
presidentes. Como fenómeno de masas, el populismo surgió como una serie de movilizaciones que tuvieron lugar durante los tumultuosos arios de 1890, motivadas
por la espiritualidad y movidas por la economía, gracias a «dos corrientes tradicionales de retórica popular: en primer lugar, el evangelismo moral de predicadores
plebeyos y militantes no religiosos contra la esclavitud y las bebidas alcohólicas; en
segundo lugar, la valerosa defensa de los "productores" campesinos y urbanos, los
asalariados y los trabajadores independientes, de cuyo esfuerzo y lealtad dependía
la República» (Kazin, 1995: 3). Esas dos corrientes, basadas la una en la Iglesia y
la otra en el trabajo, sólo se han combinado pocas veces y a menudo han estado en
conflicto en el siglo xx.
Ulteriormente, los movimientos populistas se volvieron más urbanos que campesinos, conforme disminuía el pequeño campesinado y aumentaba el número de
trabajadores de las ciudades. Rara vez espontáneos, esos movimientos dependían
Torres, 1990.
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de una organización constante, así como de cruzadas, sociedades y partidos políticos. Los organizadores se referían a sus movimientos denominándolos batallas y
campañas y a sí mismos caballeros y soldados de la causa. El centro de esos movimientos son los líderes, los propios populistas como personas ejemplares a quienes otras pueden seguir. Suelen surgir de las clases medias, aunque pueden tener
orígenes humildes o proceder de familias de arraigada tradición, a pesar de lo cual
es infrecuente que en su política traten de representar a la clase media como tal.
Hablan en favor de quienes están por debajo de ellos en la sociedad y en contra
de los que están arriba. Kazin se muestra sorprendido por el grado de difusión del
fenómeno en Estados Unidos durante los siglos xix y XX: «Los oradores populistas
rara vez se detenían a considerar la pertinencia del culto a los héroes y su misma
dependencia de figuras simbólicas, históricas y actuales, mostraba que la edad de
la democracia de masas no había destruido las tradiciones políticas de deferencia
ante los grandes dirigentes» (Kazin, 1995: 24). A decir verdad, esa reverencia por
los líderes puede indicarnos más bien que no es ante todo un rasgo de política tradicional, sino de una actitud esencialmente moderna, cuyos seguidores tratan de
hallar la fuente de la política de sus líderes en su personalidad y se adhieren a sus
personas6 . Las élites tradicionales de América Latina fueron totalmente adversas
precisamente a ese tipo de conexión personalista entre líderes y seguidores, que
promovían los populistas.
Si en términos generales se entiende por populismo la movilización contra los
ricos de ciudadanos pobres y ordinarios, encabezada primordialmente por personas de clase media: los movimientos de protesta que surgen en sociedades cada vez
más definidas por el mercado, pero no pretenden derrocar el mercado, difícilmente cabe considerarlos algo excepcional, ya que tienen lugar continuamente dentro
de órdenes sociales profundamente divididos entre ricos y pobres. Vistos de esta
manera, hay similitudes considerables entre esos movimientos tanto en Estados
Unidos como en América Latina, gracias a las cuales podemos deducir algunas de
sus notas específicas complementarias en América Latina.
La visión general del populismo en Estados Unidos presentada por Kazin nos
lleva a sopesar si ha sido un fenómeno más generalizado y arraigado en ese país
que en América Latina, idea ésta totalmente contraria a lo que se ha supuesto tradicionalmente. Entre esos dos populismos se destacan cuatro grandes diferencias:
en Estados Unidos, muchos de esos movimientos han sido hondamente religiosos,
e incluso evangelistas, ya que aparecen en un contexto secularizante en el que luchan por devolver a los ciudadanos a la moralidad y una vida piadosa. En América
Latina, el populismo, como hemos visto, no se expresa con tonos espirituales y
tiene poco que decir sobre la religión misma, tal vez porque los populistas dieron
por sentado el papel esencial, en gran medida indiscutible, que ocupaba en la vida
moral de la gente. En segundo lugar, el populismo despliega una existencia rica y
muy localizada en la vida diaria de los ciudadanos de Estados Unidos en los siglos
xlx y xx como una amplia serie de movimientos populares. Por lo que sabemos, el
populismo de América Latina es un fenómeno nacional y más centralizado, aunque
podría deberse a la rapidez y amplitud con que se produjeron esos movimientos y
6. Éste es uno de los argumentos aducidos en Braun, 1985
POPULISMOS LATINOAMERICANOS
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a que, como consecuencia, no se han estudiado adecuadamente las muchas modalidades locales de populismo.
Los populistas de Estados Unidos se enfrentaron a una élite empresarial nacional, mientras que los latinoamericanos tuvieron que hacer frente además a compañías y gobiernos extranjeros, lo que llevó, como hemos visto, a relaciones muy
conflictivas con las fuerzas del mercado y la propiedad privada, así como a un profundo ardor nacionalista. Por último, si bien el populismo de todo el continente
americano surgió de la clase media, en Estados Unidos su voz encontró más eco en
esa clase. En América Latina, los obreros y campesinos fueron abrumadoramente
sus protagonistas, junto con el Estado y los sectores industriales emergentes. Los
lugares que ocuparon las clases medias de América Latina en esa época apenas han
sido analizados por los estudiosos7.
Tras destacar los rasgos del populismo latinoamericano, sea específicamente
latinoamericanos, sea a veces del Tercer Mundo, los analistas los han separado de
las formas similares de la política de otros lugares, o bien han supuesto que esa
política no existió allí. Los estudiosos contemporáneos del populismo de mediados
de siglo y ulteriores han pasado por alto las múltiples conexiones que existen entre
la historia de América Latina y la de Europa y Estados Unidos. Al centrarse en el
carácter patrimonial de América Latina y su populismo, han hecho caso omiso de
la reverencia con que el pueblo de Estados Unidos y otros países ha contemplado
a muchos de sus líderes, de la pasividad con que demasiadas veces los han seguido,
de sus culturas igualmente muy paternalistas y del auge de las burocracias públicas
y del Estado de bienestar en el siglo xx. Al centrarse en la escasa pertinencia de la
noción de clase en América Latina, los estudiosos del populismo latinoamericano
han supuesto que la clase ha tenido en cierto modo repercusiones más fuertes,
directas y precisas en la política de otros países. Sorprendidos al descubrir que el
populismo fue un fenómeno multiclasista, han dejado de lado el hecho de que la
política moderna, en particular la electoral, es necesariamente multiclasista en la
mayoría de los casos y sus ideologías, intrínsecamente eclécticas y profundamente
ambiguas. Una conexión directa y causal entre los intereses de clase y la expresión
política ha sido más ficticia que real durante todo el siglo xx.
Los populistas de Estados Unidos y América Latina tuvieron por eje de sus
movimientos a las personas y destacaron el carácter moral de cada cual y su lugar
en el orden social. Aunque ven claramente que las personas son miembros de clases
sociales, se oponen ante todo a cualquier conexión con la lucha de clases. Encabezaron movimientos que eran en gran parte no violentos y no propugnaban soluciones
militares o armadas a los problemas que veían a su alrededor. Su visión del mundo
era profundamente ética y, en consecuencia, procuraban rescatar las relaciones que
prevalecían en la sociedad entre los distintos grupos y personas. Veían a sus enemigos en términos morales como personas malas y funestas, con lo que suscitaban un
abundante saber popular. En Estados Unidos, se trataba a los enemigos de pulpos,
sanguijuelas, gatos gordos y cerdos. En este sentido ante todo, recelaban profundamente del mercado y, sobre todo, de su funcionamiento sin control alguno, ya que
7. Uno de los primeros esfuerzos rigurosos para llenar esta enorme laguna es, que sepamos, el
efectuado en Owensby, 1999.
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HERBERT BRAUN
consideraba n
que creaba avaricia, enemistab a
a las personas, dejaba a la mayoría
sin protección alguna y llevaba a peligrosos niveles de desigualdad. Sin embargo,
no pensaron nunca en suplantar el mercado ni en sustituirlo por el Estado; antes
bien, y en gran medida dentro de las estructuras existentes de la sociedad, buscaron que sus seguidores fueran personas decentes y con principios éticos. A su
juicio, la misión de un buen líder consistía en todo momento en ayudar y proteger
a sus inferiores y crear un mundo de equidad. Su política era una exhortación, manifestada en público, en las plazas y calles, ante inmensos auditorios, que tanto en
Estados Unidos como en América Latina, tenía por finalidad la conducta correcta
de las personas hacia su familia, sus amigos y sus conciudadanos.
No eran ni reaccionarios ni revolucionarios. Los populistas no trataban de
volver a una época pasada, ni deseaban tampoco precipitarse en un orden social
completamente distinto del que estaban viviendo. Creían en la reformá, en una
combinación de continuidad y cambio que llevara a sociedades algo mejores. En
otras palabras, buscaban cambiar la relación entre el pueblo y las élites, no separarlos ni trastornar completamente dichas relaciones, lo cual ha dificultado el análisis,
ya que en muy pocos casos es posible catalogarlos de derechas o de izquierdas.
Quienes apoyaban a los populistas en América Latina solían considerarlos de izde
quierdas, mientras que muchos de quienes se oponían a ellos estimaban que eran
derechas, autoritarios e incluso fascistas, ambigüedad que puede verse con toda
claridad en la larga carrera de Perón, pues hasta hoy muchos de sus seguidores
no están seguros a este respecto. En cuanto a Estados Unidos, Kazin detecta un
movimiento secular del populismo, de la izquierda antes de los años cuarenta, a la
derecha, cuando encuentra su expresión en personajes como George Wallace, Ross
Perot, Newt Gingrich y Pat Buchanan, pero sus argumentos no son enteramente
convincentes, en parte porque muestra mayor comprensión por quienes considera
de izquierdas que por los de derechas.
Los populistas eran profundamente patriotas. No pusieron en tela de juicio
la existencia de la nación. En su visión reformista solían rememorar los orígenes
de la nación y su credo fundador. Los populistas de Estados Unidos se referían a
la Constitución y sus diez primeras enmiendas hundían sus raíces profundas en
las doctrinas de Jefferson, Jackson y Lincoln. Perón no conectó su movimiento
con Juan el
Manuel de Rosas, el caudillo militar y popular del siglo xix, que, como
recuerda
folclore, venció a las élites e hizo triunfar la causa de las masas; por el
contrario, trató de conectarlo con San Martín, Bernardino Rivadavia, Bartolomé
Mitre y Manuel Belgrano, próceres del siglo xix que ganaron la guerra de independencia y se opusieron a Rosas. En el conflicto entre civilización y barbarie,
nunca pasó por la mente de Perón la idea de que no representara él a las fuerzas de
la civilización. También Gaitán vinculó su movimiento a los liberales que habían
combatido por la independencia y a quienes habían mantenido vivo el partido durante el siglo xix. Los populistas de América Latina buscaban sus raíces en líderes
elitistas, no en disidentes populares.
Los populistas
de toda América consideraban que las élites que combatían eran
extranjera
s
o grupos influidos más por fuerzas extranjeras que por las necesidades
la cultura nacional, como personas y grupos que en realidad no eran miembros
de la nación. En Estados Unidos, se estimó, según los casos y momentos, que esas
y
pOPULISMOS LATINOAMERICANOS
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élites tenían sus raíces en el antiguo continente: eran rusas, alemanas o inglesas, o
bien eran papistas, y con frecuencia se las tenía por débiles y afeminadas debido
a esa conexión. Se las trataba en un lenguaje antirrepublicano de zares, constructores de imperios o simplemente monopolistas y capitalistas sin escrúpulos. En
América Latina se las llamaba gachupines, por ser españolas; vendepatrias; burguesía compradora; lacayos de los imperialistas; oligarcas o simplemente capitalistas avarientos. Se ridiculizaba a la alta sociedad, diciendo que estaba repleta de
señoritos, niños bien y señoras gordas. En toda América, los populistas han creído
durante el siglo xx que esas élites conspiraban para servir sus propios intereses
y minar la fuerza del pueblo y la nación y actuaban de consuno con las grandes
empresas y la CIA.
Los populistas no eran exclusivistas y procuraban reunir al mayor número
posible de personas y grupos diferentes. Se referían a sus seguidores como el pueblo. En términos generales se entendía quién era el pueblo, pero casi nunca estaba
explícitamente claro ni para ellos ni para sus auditorios. Cuando los populistas
hablaban del pueblo, no pensaban en todos los que estaban bajo ellos y en este
sentido, concretamente, son muy reveladores los populistas de Estados Unidos:
durante los siglos xlx y xx no pensaron en incluir a los negros en su retórica ni en
sus coaliciones. Además, cuando se referían al pueblo, tenían en mente una imagen
de hombres, hombres blancos, no de mujeres. Es probable que esta visión sexista
del pueblo fuese también la habitual del populismo latinoamericano, pero es más
difícil determinar las categorías raciales de esos populistas. ¿En quiénes pensaban los populistas de los distintos países de América Latina cuando se referían al
pueblo? ¿Cuáles eran las imágenes mentales de las masas? Tales son los nuevos
interrogantes que nos separan de la pregunta tradicional de quiénes, a juicio de los
especialistas, eran los seguidores.
Por último, como para explicar el fracaso del fenómeno populista en América
Latina sus estudiosos lo han achacado a características multiclasistas, no se han
dado cuenta suficiente de que el populismo ha tenido más fracasos que éxitos casi
en todas partes. En el centro mismo de todos esos movimientos populistas de Estados Unidos y América Latina se encuentra una tensión esencial: han tenido más
éxito en la protesta que en el arte de gobernar. Como movimientos que buscan
amalgamar muchas clases sociales diferentes y actuar dentro del régimen político
vigente en vez de derrocarlo, se ven enfrentados a los intereses, con frecuencia
contradictorios, de cada una de ellas, falla que, por lo demás, no es un fenómeno
únicamente latinoamericano.
Thomas Jefferson distinguía entre un pueblo virtuoso y una élite egoísta; entre una aristocracia condenada al fracaso de «personas nerviosas, cuyas lánguidas
fibras guardan más analogía con un temperamento pasivo que con uno activo",
«todo el conjunto de terratenientes» y «el grueso de los campesinos» de la nación
en curso de formación (Kazin, 1995: 18). Jefferson se opuso a la autoridad centralizada e instó a sus conciudadanos a que desconfiaran del Estado y del gran capital,
ya que ambos podrían privar al pueblo de una rica vida política. Receloso del capitalismo, insistió en que el régimen salarial era intrínsecamente injusto y explotador
y privaba a los obreros de su independencia económica. Desde luego, el régimen
salarial se convirtió en la norma, apareció el gran capital y el Estado se centralizó,
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HERBERT BRAUN
lo que ha llevado a Benjamin Schwarz a afirmar que «Jefferson es el gran perdedor
de la historia de Estados Unidoss».
El populismo de Jefferson pertenece a los siglos xvffi y xix, mientras que los
populistas latinoamericanos que hemos venido estudiando en este artículo aparecieron en el siglo xx. La diferencia de época explica muchas de las disparidades más
obvias, en particular entre la visión rural y descentralizada de Jefferson y la práctica, por lo general más urbana y centralizada, en la América Latina del siglo xx.
Sin embargo, lo extraordinario son las similitudes subyacentes que hacen ver cuán
difícil ha sido oponerse a las fuerzas del mercado en la historia moderna. También
a este respecto la reflexión nos orienta no tanto hacia las tensiones existentes en
la política de América Latina como hacia lo que ha sido el tema primordial de este
ensayo, a saber, contra qué luchaban los populistas y quiénes se oponían a ellos:
las élites nacionales, las compañías internacionales y algunos gobiernos extranjeros
que entendían que su fuerza y la posibilidad de la existencia de una sociedad de
ciudadanos y de la propiedad privada residían en la acción del mercado.
Años más tarde, en los ochenta y noventa, cuando los latinoamericanos adoptaron
cada vez más el neoliberalismo, el mercado y las instituciones políticas de la democracia como remedio para sus males sociales, el viejo populismo de mediados
de siglo parece una excrecencia descomunal del paternalismo estatal que formaba
parte de un pasado tradicional latinoamericano, factor que había impedido que las
sociedades se desarrollaran y crecieran más rápidamente. Conforme las economías
se abrían al mundo exterior y se iban asemejando al orden social de América del
Norte y Europa, muchos interpretaron una vez más el pasado populista como un
fenómeno únicamente latinoamericano que imaginaban había quedado definitivamente atrás. Conforme las antiguas y las nuevas élites veían que podían volver a
ocupar los puestos que ocupaban en lo más alto de la sociedad, se sentían aliviadas
de poder hacerlo sin toda aquella política activa y popular denominada populismo
y se orientaron, en cambio, a incrementar la democracia como medio de legitimación de su poder. Otros sectores, víctimas de las veleidades del mercado, a menudo
brutales, podían recordar los años de mediados de siglo con cierta nostalgia por los
programas estatales que hubiesen podido protegerlos y defenderlos de no haber
surgido y desaparecido con tanta celeridad. Thomas Jefferson y Juan Domingo Perón habrían deplorado las fuerzas dominantes a finales del siglo xx, conscientes de
que crearían nuevas desigualdades de gran magnitud y una codicia sin límites y de
que expondrían cada vez más al pueblo de ambas naciones al albur del mercado.
8. Schwarz, 1997: 63.
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