Subido por Mari Sol Spindola

6 perrenoud philippe 2007desarrollar la practica reflexiva

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DESARROLLAR
LA PRÁCTICA REFLEXIVA
EN EL OFICIO DE ENSEÑAR
Profesiorialización y razón pedagógica
Philippe Perrenoud
C ritica y f u n d a m e n t o s
1
E GWÓ
Título original: Développer la praiique réjlexive dans fe métur d’enseignant.
Professionalisation et raison pédagogique
Philippe Perrenoud
© 2001 ESF éditeur, París
División de Elsevier Business Information
2, rué Maurice Hartmann, 92133 Issy-ies-Moulineaux cedex
Colección Crítica y fundamentos
Serie Formación y desarrollo profesional del profesorado
Directores de la colección: Jordi Caja, Rosario Cubero, José Escaño, Miquel
A n gel Essomba, Juan Fernández Sierra, Ram ón Flecha, Juan Bautista
Martínez Rodríguez, Caries M onereo, Lourdes Montero, Javier Onrubira,
Miguel A ngel Santos Guerra, Jaume Trilla
Revisión técnica: Antoni Tort
© de la traducción: Núria Riambau
Diseño: Maña Tortajada
1.a edición: febrero 2004
8.a reimpresión: marzo 2011
ISBN: 978-84-7827-323-2 Editorial Grao
ISBN: 978-968-867-218-1 Colofón
1.a edición Editorial Grao / Colofón, abril 2007
4.a reimpresión Editorial Grao / Colofón, marzo 2011
© de esta edición: Editorial GRAÓ, de IRIF, S.L.
C/ Hurtado, 29. 08022 Barcelona
www.grao.com
Colofón, S.A. de C.V., 2007
Franz Hals, núm. 130
Alfonso XIII, 01460
México D.F.
La presente edición ha sido realizada por convenio con Colofón, SA. de C.V.
Impreso en México
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índice
Introducción: La práctica reflexiva, clave de la profesionalizadón del oficio . . . 9
Profesionalización, una expresión ambigua.............................................. 9
El practicante reflexivo: un paradigma integrador y abierto.................. 12
Formar a un principiante reflexivo.........................................................16
Guiar el análisis de la práctica en formación continua............................20
Estructura de la ob ra ............................................................................24
1.
De la reflexión en la acción a una práctica reflexiva....... ..................... 29
La reflexión en plena acción................................................................. 32
La reflexión fuera del impulso de la acción........................................... 35
La reflexión sobre el sistema de acción.................................................37
Una reflexión tan plural como sus practicantes...................................... 40
De la reflexión ocasional a la práctica reflexiva...................................... 42
2.
Saber reflexionar sobre la propia práctica: ¿es éste el objetivo
fundamental de la formación de los enseñantes?.................. ............... 45
¿Por qué formar a los enseñantes para reflexionar sobre su práctica?___ 46
Para un entrenamiento intensivo para el análisis..................................61
Esto no es más que el principio............................................................. 66
3.
La postura reflexiva: ¿cuestión de saber o de ha bitu d ........................... 69
Una transposición didáctica compleja................................................. 71
Postura reflexiva y formación del habilus...............................................78
Saber analizar y relación reflexiva con la acción.................................... 83
4.
¿£s posible formar para la práctica reflexiva mediante la investigación? . . . 87
La ilusión cientificista....................................................
88
La ilusión disciplinar........................................................
La ilusión objetivista........
91
95
La ilusión metodológica........................................................................ 98
Universitarización y práctica reflexiva...................................................100
5.
La construcción de una postura reflexiva a través
de un procedimiento clínico.................. ........................ ......... .
103
El enfoque clínico, momento de construcción de saberes nuevos...........104
El enfoque clínico, momento de desarrollo de las competencias...........110
6.
El análisis colectivo de la práctica como iniciación a la práctica reflexiva . . . 115
El análisis de la práctica como ayuda para el cambio personal.............. 117
6
Oesarmuar
ia
reicTict sefeexiya
en ei oficio de ehseüai
Un análisis pertinente o cómo poner el dedo en la llaga
de los verdaderos problemas................................................................ 123
El arte de hurgar en las heridas sin producir demasiados daños............ 130
Un análisis acompañado de un trabajo de integración.......................... 133
El estado de la situación......................................................................135
7.
De la práctica reflexiva al trabajo sobre el habitus............................... 137
La ilusión de la improvisación y la lucidez........................................... 138
Aprender de la experiencia..................................................................140
Detrás de la práctica... el habitus......................................................... 141
La concienciación y sus motores......................................................... 146
De la concienciación al cambio............................................................ 151
8.
Diez desafíos para los formadores de enseñantes.................. 163
Trabajar sobre el sentido y las finalidades de la escuela
sin hacer de ello una de misión........................................................... 165
Trabajar sobre la identidad sin encarnar un modelo de excelencia....... 166
Trabajar sobre las dimensiones no reflexionadas de la acción
y sobre las rutinas sin descalificarlas.................................................... 167
Trabajar sobre la persona del enseñante y su relación con los demás
sin convertirse en terapeuta.......................................................
Trabajar sobre lo silenciado y las contradicciones del oficio
169
y de la escuela sin decepcionar a todo el m undo................................. 171
Pardr de la práctica y de la experiencia sin limitarse a ellas,
para comparar, explicar y teorizar........................................................172
Ayudar a construir competencias e impulsar la movilización
de los saberes.............................................................................
173
Combatir las resistencias al cambio y a la formación sin menospreciarlas... 175
Trabajar sobre las dinámicas colectivas y las instituciones
sin olvidar a las personas.................................................................. 176
Articular enfoques transversales y didácticos
y mantener una mirada sistémica......................................................... 177
Complejidad y postura reflexiva...........................................................179
9.
Práctica reflexiva e implicación crítica.................................................183
¿Es posible que la escuela permanezca inmóvil en contextos sociales
en transformación?..............................................................................183
En primer lugar, las competencias de base.............................................188
La práctica reflexiva como dominio de la complejidad.......................... 191
La implicación crítica como responsabilidad ciudadana........................ 194
Formadores reflexivos y críticos para formar a profesores
reflexivos y críticos...........................................
197
ÍNDICE
10.
La práctica reflexiva entre la razón pedagógica y el análisis del trabajo:
vías de comprensión................................
La razón pedagógica................................
205
205
El análisis del trabajo y de las competencias........................................ 207
Profesionalización y práctica reflexiva..................................................209
Referencias bibliográficas
21 1
Introducción: La práctica reflexiva,
clave de la profesionalización del oficio
Sin un hilo conductor, el debate sobre la form ación de los enseñantes
puede fácilmente perderse en el laberinto de los condicionantes institu­
cionales y disciplinares. A partir de ahí, cada cual defiende su territorio, su
relación con el saber, sus intereses... Entonces, la evolución de las institu­
ciones se reduce de golpe a una coexistencia más o menos pacífica entre
representaciones y estrategias contradictorias. Ahora bien, sin contar inge­
nuamente con la posibilidad de un consenso, sí podemos esperar que un
acuerdo sobre una concepción global de la formación facilite el cambio y
lo haga más coherente.
Una de las ideas-fuerza consiste en situar la formación, tanto inicial
como continua, dentro de una estrategia de profesionalización del oficio de en­
señante (Bourdoncle, 1990, 1991, 1993; Bourdoncle y Demailly, 1998; Carbonneau, 1993; Hensler, 1993; Lang, 1999; Lessard, 19986,1998c; Lessard,
Perron y Bélanger, 1993; Perrenoud, 1993, 1994o, 1996d; Peyronie, 1998;
Tardif, M. 19936). Se trata de una perspectiva a largo plazo, un proceso es­
tructural, una lenta transformación... Podemos contribuir a que se pro­
duzca esta evolución, pero no debemos olvidar que ningún gobierno,
institución ni reforma la materializarán de un día para otro de form a uni­
lateral. Y sin embargo, no habrá profesionalización alguna del oficio de en­
señante a no ser que esta evolución sea deseada, considerada o fomentada
con continuidad por parte de varios agentes colectivos y durante decenas
de años, más allá de coyunturas y alternancias políticas.
Sin embargo, esta evolución no es ineluctable, al contrario, es posible
que el oficio de enseñante se oriente cada vez más hacia la dependencia,
hacia la «proletarización» (Bourdoncle, 1993; Perrenoud, 1996d). Enton­
ces, los enseñantes quedarían reducidos a la simple función de ejecutores
de instrucciones cada más precisas procedentes de una alianza entre la au­
toridad escolar tradicional y la noosfera (Chevallard, 1991), el conjunto de
especialistas que idea los programas, la organización del trabajo, las didác­
ticas, las tecnologías educativas, los libros de texto y otros medios de ense­
ñanza, las estructuras, los espacios y los calendarios escolares.
Profesionalización, una expresión ambigua
Tanto en francés como en castellano, el término profesionalización no resul­
ta especialmente acertado; podría dar a entender que se trata de lograr
D esarrollar
ia practica rcllexiva en e i oficio de enseñar
que, «p o r fin », la actividad de la enseñanza adquiera el estatus de oficio,
cuando, de hecho, en Francia lo ostenta por lo menos desde el siglo xix.
Sin embargo, sólo con el paso del tiempo se ha prestado una verdadera for­
mación a este oficio. Más aún: en una primera época, la formación se cen­
traba básicamente en el dom inio de los saberes que había que transmitir.
Sólo desde hace muy poco tiempo y, además, de form a desigual según el
nivel de enseñanza, se concede cierta importancia al dom inio teórico y
práctico de los procesos de enseñanza y de aprendizaje en el sentido de
una form ación verdaderamente profesional (Altet, 1994; Lessard, 1998a;
Lessard y Bourdoncle, 1998; Perrenoud, 1994a; Paquay y otros, 1996). Este
componente de la formación, desarrollado por los maestros de primaria
desde la creación de las escuelas normales, está menos presente en el ám­
bito de la enseñanza secundaria y, en muchos países, es prácticamente in­
existente en la enseñanza superior. En este sentido, la profesionalización
del oficio de enseñante consistiría, sencillamente, en incidir con fuerza en
la parte profesional de la formación, más allá del dom inio de los contenidos
que hay que transmitir.
Esta perspectiva también está presente en el debate norteamericano
sobre la profesionalización del oficio de enseñante (Carbonneau, 1993; Labaree, 1992; Lessard, Perron y Bélanger, 1993; Lang, 1999; Lessard, 1998o,
b, c, Raymond y Lenoir, 1998; Tardif, Lessard y Gauthier, 1998). Sin em­
bargo, no constituye el aspecto esencial del concepto de profesionalización
presente al otro lado del Atlántico. Para nosotros, el concepto es difícil­
mente inteligible si no se tiene en cuenta una dsstindón que en los países
anglosajones es evidente, pero que no se puede trasladar al francés o al cas­
tellano: la distinción entre profesión y oficio.
Todas las profesiones son oficios, mientras que n o todos los oficios son
profesiones. El uso anglosajón concede el estatus de profesión a oficios
muy determinados: aquellos en los que no es oportuno, ni tampoco posi­
ble, dictar a quienes lo ejercen, en aspectos concretos, sus procedimientos
de trabajo y sus decisiones. La actividad de un profesional, entendido como
tal, está gobernada básicamente por unos objetivos (determinados ya sea
por su patrón o mediante un contrato con su cliente) y una ética (codifica­
da por cualquier tipo de entidad corporativa).
Se da por sentado que un profesional reúne las competencias del crea­
dor y las del ejecutor: aísla el problema, lo plantea, concibe y elabora una
solución, y asegura su aplicación. N o tiene un conocim iento previo de
la solución a los problemas que emergerán de su práctica habitual y cada
vez que aparece uno tiene que elaborar esta solución sobre la marcha, a
veces bajo presión y sin disponer de todos los datos para una tomar una de­
cisión sensata. Pero todo ello sería imposible sin un saber amplio, saber
académico, saber especializado y saber experto. U n profesional jamás parte
de cero; lo que quiere es no tener que volver a inventar la rueda y conser­
Ihtroducciún
va muy presentes en su mente la teoría, los métodos más probados, la ju ­
risprudencia, la experiencia, las técnicas más válidas (Clot, 1999) y los «co­
nocimientos más avanzados».
Pese a contar con todos estos recursos, las situaciones complejas tie­
nen siempre algo de singular. Exigen entonces un procedimiento de reso­
lución de problemas, una determinada creatividad, más que la aplicación
de una serie de fórmulas. Cualquier normalización de la respuesta conlle­
va un debilitamiento de la capacidad de acdón y de reacción en situaciones
complejas. Jobert {1998, 1999) recuerda que la competencia profesional
puede entenderse como la capacidad de gestionar el desajuste entre el trabajo
prescrito y el trabajo real Esta diferencia varia según los oficios y, por lo tanto,
la form ación insiste, por un lado, en el aprendizaje de las reglas y su res­
peto y, por el otro, en la construcción de la autonomía y del criterio pro­
fesionales. Incluso en los trabajos menos cualificados, un m ínim o de
autonomía en el trabajo (D e Terssac, 1992, 1996) es una condición para el
funcionamiento de la producción. Esta autonomía permite hacer frente a
los límites del trabajo prescrito, para hacer la tarea más soportable y para rea­
lizarla mejor cuando las prescripciones fallan o no se ajustan a la realidad
del tiempo, de los materiales o de las condiciones de trabajo.
En los oficios de lo humano, la parte prescriptible representa una pro­
porción m enor que la de los oficios técnicos. Ello exige a los practicantes,
en general, un nivel bastante alto de cualificación. Y sin embargo, las or­
ganizaciones que emplean a los profesionales tienen que elegir entre limi­
tar al máximo su autonomía e incidir en prescripciones cada vez más
precisas y concretas, en procedimientos estándares y en el soporte infor­
mático, o bien, al contrario, darles un amplio margen de confianza y ele­
var según las necesidades su nivel de competencia de tal form a que sean
dignos de esta confianza. Esta segunda actitud es la esencia del concepto
de profesionalización, que promueve la form ación de personas lo bastante
competentes como para saber «cuál es su com etido», sin estar estricta­
mente constreñidos por las reglas, las directivas, los modelos, los progra­
mas, los horarios o los procedimientos normalizados.
En teoría, los «profesionales» son quienes m ejor pueden saber lo
que tienen que hacer y com o hacerlo de la m ejor form a posible. Es po­
sible que, en la práctica cotidiana, n o todos estén constantemente a la
altura de esta exigencia y de la confianza recibida. El grado de profesio­
nalización de un oficio n o es un certificado de calidad entregado sin
examen a todos aquellos que lo ejercen. Es más bien una característica
colectiva, el estado histórico de una práctica, que reconoce a los profe­
sionales una autonomía estatutaria, fundada en una confianza, en sus
competencias y en su ética. En contrapartida, asumen la responsabilidad
de sus decisiones y de sus actos, m oralm ente pero también en el derecho
civil y penal.
DESARRIMAR U PliCriCA REFLEXIVA EN El OFICIO DE ENSERAR
En los países anglosajones, sólo algunos oficios se consideran profesiones
de pleno derecho, a saber; médicos, abogados, magistrados, peritos, científi­
cos, arquitectos, ingenieros, directores ejecutivos, investigadores, periodistas
de opinión, etc. La enseñanza no forma parte de estos oficios. El oficio de en­
señante se describe a menudo como una semiprofesión (Etzioni, 1969), caracte­
rizada por una semiautonomía y una semirresponsabilidad. Para evolucionar
hacia una mayor profesionalizadón de su oficio, haría falta que los enseñantes
asumieran riesgos y dejaran de protegerse detrás del «sistema», de los progra­
mas y de los textos. Además, también sería conveniente que su lista de atribu­
ciones se redefiniera en este sentido. Entonces, a cambio de una
responsabilidad personal mayor, dispondrían de una autonomía más amplia
- o menos clandestina- para escoger sus estrategias didácticas, sus procedi­
mientos y modalidades de evaluación, sus formas de agrupar a los alumnos y
de organizar el trabajo, de instaurar acuerdos y el orden en el aula, de conce­
bir los dispositivos de enseñanza-aprendizaje o de dirigir su propia formación.
Así, como profesionales de pleno derecho, los enseñantes tendrían
que construir y actualizar las competencias necesarias para el ejercicio, per­
sonal y colectivo, tanto de la autonomía como de la responsabilidad. La
profesionalizadón del oficio de enseñante requeriría una transformadón
del funcionamiento de los centros y una evolución paralela de otros ofidos de la enseñanza: inspectores, directores de centros, formadores, etc.
La formación, inicial y permanente, a pesar de no ser el único vector
de una profesionalizadón progresiva del oficio de enseñante, sí se muestra
como uno de los trampolines que permiten elevar el nivel de competencia
de los practicantes. N o sólo puede contribuir a aumentar sus saberes y el
saber hacer, sino también a transformar su identidad (Blin, 1997), su relad ó n con el saber (Charlot, 1997), con el aprendizaje, con los programas, su
visión de la cooperación y de la autoridad y su sentido ético, en definitiva, a
facilitar la aparición de un oficio nuevo que ya defendía Meirieu (19906) y que
nosotros intentaremos describir con más detalle (Perrenoud, 1999a).
La autonomía y la responsabilidad de un profesional no se entienden
sin una gran capacidad de reflexionar en la acción y sobre la accum. Esta capacidad
está en el interior del desarrollo permanente, según la propia experiencia,
las competencias y los conocimientos profesionales de cada uno.
Por todo ello, la figura del practicante reflexivo está en el centro del ejer­
cicio de una profesión, por lo menos cuando la consideramos desde el
punto de vista de la experiencia y de la inteligencia en el trabajo.
El practicante reflexivo: un paradigma integrador y abierto
En un momento u otro, todo el mundo reflexiona en la acción o bien
sobre la acción, sin por ello convertirse en un practicante reflexivo. Es ne­
Introducción
cesario distinguir entre la postura reflexiva del profesional y la reflexión
episódica de cada uno en su quehacer.
Para dirigirse hacia una verdadera práctica reflexiva, es necesario que
esta postura se convierta en algo casi permanente y se inscriba dentro de
una relación analítica con la acción que se convierte en algo relativamente
independiente de los obstáculos que aparecen o de las decepciones. Una
práctica reflexiva supone una postura, una form a de identidad o un habi­
tu d . Su realidad n o se considera según el discurso o las intenciones, sino
según el lugar, la naturaleza y las consecuencias de la reflexión en el ejer­
cicio cotidiano del oficio, tanto en situación de crisis o de fracaso com o a
un ritmo normal de trabajo.
La figura de practicante reflexivo es una figura antigua en las refle­
xiones sobre la educación cuyas bases se detectan ya en Dewey, especial­
mente con la noción de reflective action (Dewey, 1933,1947,1993). Si no nos
limitamos a la expresión en sí, podemos encontrar la misma idea en los
grandes pedagogos, quienes, cada uno a su manera, han considerado al en­
señante o al educador como un inventor, un investigador, un artesano, un
aventurero que se atreve a alejarse de los senderos trazados y que se per­
dería si no fuera porque reflexiona con intensidad sobre lo que hace y
aprende rápidamente de su propia experiencia.
La psicología, la antropología y la sociología cognitivas insisten por su
parte en la dimensión reflexiva del actor y de los grupos y organizaciones,
en una perspectiva que a veces se resume en una expresión: el regreso del in ­
dividuo. Fenomenología, interaccionismo, etnom etodología y hermenéuti­
ca han roto con el conductismo y el positivismo triunfantes de los años
cincuenta y sesenta. La función del individuo en la construcción del senti­
do y del orden social arroja hay en día resultados estereotipados.
De alguna forma, Schón (1983,1987, 1991, 1994, 1996) no ha hecho
más que revitaUzary conceptualizar más explícitamente la figura del practi­
cante reflexivo, proponiendo una epistemología de la práctica, de la refle­
xión y del conocimiento en la acción. Más de veinte años después de sus
primeros trabajos con Argyris (Argyris y Schón, 1978), la idea ya no es una
novedad y ha inspirado numerosos escritos y varios métodos de formación
en los países anglosajones (Clift, Houston y Pugach, 1990; H olborn, 1992;
* Nota del editor. Fierre Bourdieu se refiere al conjunto de los esquemas de que dispone una
persona en un momento determinado de su vida. Bourdieu define el habitus como «u n peque­
ño conjunto de esquemas que permite infinidad de prácticas adaptadas a situaciones siempre
renovadas, sin constituirse jamás en principios explícitos» (Bourdieu, 1973, p. 209). Para
Bourdieu (1972,1980), el habitus es nuestro sistema de estructuras de pensamiento, percep­
ción, de evaluación y de acción, la «gramática generativista» de nuestras prácticas.
La traducción al castellano por habitus (costumbre, rutina) está más vinculada a habitude. Asi
p o r fidelidad al autor y por la fuerte implantación a nivel internacional del término en el
campo de la sociología se ha optado por mantener el término habitus.
DESARROLLAR U PRÁCTICA REFLEXIVA EN EL OFICIO ÍE ENSEÑAR
Schulman, 1992; Tabaschnick y Zeichner, 1990; Valli, 1992; Wasserman,
1993) y en otros países (Dick, 1992).
N o obstante, de ahí a decir que ya se ha superado el paradigma refle­
xivo o incluso que ya se está de vuelta, hay un paso que algunos podrían
sentir la tentación de dar, especialmente en el mundo francófono, que hoy
en día parece fascinado por otras palabras clave: bases de conocimiento, sa­
beres de acción, ergonom ía cognitiva, entrevista de explicitación, expe­
riencia, metacognición, análisis de las prácticas y del trabajo, actuación
comunicativa, desarrollo de competencias, etc.
Creemos que ninguna de estas aportaciones anula la idea del practican­
te reflexivo como paradigma inlegradory abierto. Tal como destaca Richardson
(1990, p. 14), el concepto de reflexión en la acción está relativamente vacío de
contenido. N o dice sobre qué n i cómo el practicante reflexiona como tal, ni tam­
poco especifica los efectos de esta reflexión. Esta entrada en materia, lejos de
ser un punto débil, se muestra como lo más interesante del concepto, si
éste se toma como símbolo, paradigma global que delimita una problemática
y un campo conceptual todavía pendientes de construir.
Schón ha contribuido personalmente a esta construcción, sin intere­
sarse particularmente por la enseñanza. Su perspectiva comparativa cons­
tituye a la vez el aspecto interesante y el lím ite de su enfoque. Sin duda, es
cierto que la acción, la reflexión, el aprendizaje y los conocimientos de los
profesionales son realidades que en parte se pueden teorizar con una abs­
tracción del contenido específico de los problemas a los que se enfrentan.
Schón adopta a menudo un enfoque comparativo y propone paralelismos
muy enriquecedores, por ejem plo entre la gestión, el urbanismo, la terapia
y el diseño. Muestra los mecanismos comunes y desarrolla conceptos que
tienen gran resonancia en diferentes campos profesionales, seguramente
porque a menudo son bastante metafóricos, como el caso de «conversación
reflexiva con una situación» o de «mundo virtual».
Sin embargo, para inscribirse en una lógica de formación profesional,
es necesario tener en cuenta la especificidad de cada oficio y preguntarse
cómo conjugar en él el paradigma reflexivo. Se descubre entonces lo que
puede tener de insólita la referencia al practicante reflexivo tratándose de
la enseñanza. N o sólo porque la profesionalización de este oficio todavía
no se ha conseguido y no es seguro que se consiga; sino, en prim er lugar,
porque su relación con los conocimientos científicos como bases de la ac­
ción profesional es muy diferente de lo que observamos en ingeniería o en
medicina, por ejemplo.
Recordemos que Schón ha desarrollado el paradigma del practicante
reflexivo para combatir la ilusión, todavía dominante en los años setenta y
ochenta, de que la ciencia ofrecía una base de conocimientos suficiente
para una acción racional. Un elevado porcentaje de los problemas que
trata un profesional no están en los libros y no pueden resolverse únicamen­
IHTIODUCCIÓN
te con la ayuda de los conocimientos teóricos y sobre los procedimientos
enseñados. Esto es válido para los médicos pero también para los ingenie­
ros, los arquitectos, los gerentes de empresas, los urbanistas, los juristas, los
terapeutas entrevistados u observados por Schón. La referencia al practi­
cante reflexivo se presenta así como una form a de realismo y de humildad:
en las profesiones, los conocimientos establecidos por la investigación son
necesarios, pero no suficientes. En la form ación se les adjudica sin razón la
parte del león, mientras que se explicita poco el saber hacer y los funcio­
namientos mentales requeridos por las situaciones «clínicas» complejas.
El oficio de enseñante no podría acceder al paradigma reflexivo si­
guiendo el mismo itinerario crítico, ya que jamás ha pasado, a gran escala,
p o r el fantasma de una práctica «científica». Sin duda, Claparéde (1912) y
algunos otros investigadores sobre educación soñaron con una pedagogía
completa o esencialmente fundada en conocimientos establecidos por la
investigación. Esta form a de ver quedó confinada al ámbito de la investi­
gación, donde todavía hoy permanece viva o a punto de renacer. Pero no
ha tenido mucha influencia en las imágenes del oficio, ni en las form a­
ciones que conducen a él, que han permanecido prescriptivas o prácticas,
o bien fundadas en el sentido común, el buen criterio y el dom inio de
los conocimientos que se deben enseñar. En el campo de la educación, las
bases científicas y técnicas de la acción educativa pocas veces han estado en
primera fila.
Incluso cuando los programas de formación para la enseñanza pasan
a ser universitarios, la teoría no tiene una prioridad comparable a la que
ostenta en la formación de ingenieros (fundada en la física, la mecánica, la
química, las matemádcas, etc.), de médicos (física, química, biología, ana­
tomía, psicología, patología, farmacología, etc.) o incluso de los directivos
(economía, marketing, contabilidad, investigación operativa, gestión y ad­
ministración, etc.). El (re)descubrimiento de la complejidad del oficio de
enseñante le debe menos a la crítica de la ilusión cientificista que a la de­
mostración de los límites del sentido común en igual medida que las prescrip­
ciones metodológicas, concretamente cuando las condiciones y las
ambiciones de la práctica se transforman.
En otras palabras, en algunos oficios considerados como profesiones
de pleno derecho fundadas en conocimientos científicos «sólidos», la refe­
rencia al practicante reflexivo es una form a de rehabilitación de la intuición
y de la inteligencia práctica, así como su reintegración en el núcleo de la
competencia profesional. En educación, el practicante reflexivo es más
bien el símbolo de un acceso deseado al estatus de profesión de pleno de­
recho, que todavía n o está socialmente reconocido en el oficio de ense­
ñante, ni tampoco reivindicado por todos aquellos que lo ejercen.
Nada hay de sorprendente en este desajuste procedente tanto de la
historia de los oficios y de las profesiones com o de las diferencias entre los
DtSAKROlUW LA PRÁCEICA REFLEXIVA EH EL OFICIO DE ENSERAR
conocimientos teóricos pertinentes: en un extremo, están las ciencias
«duras», triunfantes hasta los años sesenta y setenta; y en el otro, las cien­
cias humanas, frágiles y polémicas. Pero la argumentación a favor de una
práctica reflexiva no puede ser universal. Debe tener en cuenta la realidad
de cada oficio, la parte del trabajo prescrito y la autonomía posible en el
día a día y la concepción dominante de la responsabilidad y del control.
En educación, la mayor apuesta no radica en reafirmar la parte de la
competencia que se situaría más allá de los conocimientos científicos. La
apuesta de una adhesión explícita y voluntaria al paradigma reflexivo es
compleja, ya que se trata a la vez:
♦ De extender las bases científicas de la práctica, allí donde existan,
luchando contra una ignorancia todavía muy extendida de las dencias
humanas, de la psicología y aún más de las ciencias sociales.
♦ De no mistificarlas y de desarrollar formaciones que articulen racio­
nalidad científica y práctica reflexiva, no como hermanas enemigas
sino como dos caras de la misma moneda.
En cierto sentido se trata de no sucumbir a la ilusión cientificista sin
dar la espalda a las ciencias sociales y humanas; al contrario, si cabe, hay
que servirse más de éstas para no vernos obligados a deshacernos de ellas
dolorosamente al cabo de unos años...
Formar a un principiante reflexivo
N o puede abarcarse todo durante la form ación inirial, espedalmente
cuando ésta se limita a uno o dos años de form ación profesional stricto
sensu (Clerc, 1995). Incluso cuando sea más larga y sustancial, sería mejor:
♦ N o hacer «un poco de todo», sino saber elegir y asumir renuncias
razonadas.
♦ Definir las prioridades desde el punto de vista del principiante y de
su evolución deseable.
♦ Basarse en un análisis de las situaciones profesionales más comunes
y problemáticas a principios de carrera, com o base de una form a­
ción inicial dirigida a los aspectos esenciales.
♦ N o olvidar la angustia y la poca experiencia de los estudiantes, que
les conduce a dramatizar ciertos problemas y a subestimar otros.
Tener en cuenta la realidad de los inicios supone evidentemente al­
gunas concesiones por parte de los formadores, cuyo proyecto inicial no
consistía en preparar a buenos principiantes sino más bien a tratar de
temas muy concretos que dominan bien. Ayudar a los estudiantes en las
aulas o en sus prácticas, tal como son, a construir competencias que pue­
I ntroducción
dan utilizar en clase genera en algunos formadores una intensa tensión
entre lo que les interesa y lo que sería útil o necesario para los estudiantes.
La orientación hacia la práctica reflexiva podría suponer una form a
original de aunar los objetivos ambiciosos y la toma de conciencia de ia rea­
lidad. Para desarrollar de entrada el saber analizar (Altet, 1994,1996), no es
importante, en efecto, construir paralelamente conocimientos didácticos y
transversales lo suficientemente ricos y especializados para dar herramientas
a la mirada y a la reflexión sobre la realidad.
La formación inicial, bajo el pretexto de que tiene que resolver las
cuestiones más urgentes, ¿debe acaso dejar a la experiencia y a la forma­
ción continua la tarea de form ar a los practicantes reflexivos? Sería un
craso error. Formar a buenos principiantes es, precisamente, form ar de en­
trada a gente capaz de evolucionar, de aprender con la experiencia, que
sean capaces de reflexionar sobre lo que querían hacer, sobre lo que real­
mente han hecho y sobre el resultado de ello.
Desde este punto de vista, la formación inicial tiene que preparar al fu­
turo enseñante a reflexionar sobre su práctica, centrarse en determinados
temas, establecer modelos, ejercer la capacidad de observación, de análisis,
de metacognición y de metacomunicación (Lafortune, Mongeau y Palías­
elo, 1998). Nada de todo ello se adquiere como por arte de magia ni senci­
llamente porque uno tenga éxitos y fracasos en su trabajo. Todo el mundo
reflexiona para actuar, durante y después de la acción, sin que esta reflexión
provoque sistemáticamente aprendizajes. Repetimos los mismos errores y
damos prueba de nuestra estrechez de miras porque nos falta lucidez, valor
y método. Hay quien tiene una capacidad sin límites para rechazar la res­
ponsabilidad de todo lo que vemos que funciona mal en los demás, de cual­
quier suceso o de la falta de «suerte»; otros, al contrario, se acusan de todas
las incompetencias y confiesan a todos su culpa. Ninguna de estas actitudes
contribuye a una práctica reflexiva, ninguna promueve un verdadero traba­
j o de análisis, sin complacencias, sin justificarse o denigrarse.
El reto estriba en proporcionar a la vez actitudes, habitas, saber hacer,
en el m étodo y en las posturas reflexivas. También es importante, a partir de
la formación inicial, crear los lugares para el análisis de la práctica, de mes­
tizaje de las aportaciones y de reflexión sobre la form a cómo pensamos, de­
cidimos, comunicamos y reaccionamos en una clase. Y también contar con
lugares, quizá los mismos, para el trabajo sobre uno mismo, sobre los pro­
pios miedos y las emociones, para favorecer el desarrollo de la persona y
de su identidad. En pocas palabras, sólo conseguiremos formar a practi­
cantes reflexivos a través de una práctica reflexiva, en virtud de esta fórmula
paradójica que tanto gusta a Meirieu (1996): «A prender a hacer lo que no
se sabe hacer haciéndolo».
Siguiendo en este sentido, es importante examinar en qué condicio­
nes los estudiantes en el aula y en sus prácticas pueden «incorporar la prác­
DESARMELA! IA PRllCTICA SEFEEXIW EN El OFICIO DE EIISEÑAI
tica reflexiva», lo que supone que abandonen su oficio de alumno para
convertirse en actores de su formación y que acepten las formas de impli­
cación, de incertidumbre, de riesgo y de complejidad que comprensible­
mente pueden asustar a aquellos que se refugian en el saber.
Un enseñante principiante ¿puede y quiere convertirse de entrada en
un practicante reflexivo? ¿Acaso esto no representa un menosprecio de sus
necesidades de «fórmulas» y de su búsqueda de verdades? Debemos pres­
tar mucha atención a no considerar el estado de «principiante» com o un
dato intangible. En parte, es el resultado de representaciones sociales del
oficio y de la formación inicial, que perduran tanto tiempo que ya n o se
trabajan como tales.
Algunos estudiantes buscan en la formación para la enseñanza lo que
ésta ya no ofrece -u na ortodoxia y conocimientos prácticos- y al mismo
tiem po pasan de largo lo que ésta les propone, especialmente la formación
reflexiva. ¿Por qué? Seguramente porque han desarrollado una rela­
ción con el saber y con el oficio que no les invita a la reflexión, pero tam­
bién porque los objetivos de una formación que siga el paradigma reflexivo
no se han explicitado lo suficiente como para permitirle, ya sea escoger
otra orientación o bien abandonar progresivamente sus imágenes estereo­
tipadas del oficio y de la form ación de los maestros.
Incluso los estudiantes que no se defienden contra la postura reflexi­
va buscan ciertas verdades y tienen necesidad de dominar las situaciones
educativas de base. Pero, decirse a uno mismo que siempre habrá tiempo
para enfrentarse a ello reflexionando sobre los obstáculos encontrados no
servirá para tranquilizar al principiante. Por lo tanto, ya sólo queda pre­
guntarse de qué m odo el estatus de principiante puede favorecer o inhibir
el aprendizaje de la reflexión profesional.
¿Qué es un enseñante principiante? H e aquí algunos rasgos caracte­
rísticos:
1.
U n principiante se encuentra entre dos identidades, abandona su
2.
papel de estudiante pendiente de examen para introducirse en el
de un profesional responsable de sus decisiones.
El estrés, la angustia, diferentes miedos cuando no momentos de
pánico, adquieren una importancia destacada, que disminuirá con
la experiencia y la confianza.
3.
El principiante necesita mucha energía, tiempo y concentración
para resolver los problemas que el practicante experimentado
controla como una rutina más.
4.
Su gestión del tiem po (de preparación, de corrección, de trabajo
en clase, etc.) no es muy segura, lo que le provoca a menudo des­
equilibrios y, por lo tanto, fatiga y tensión.
5.
Se encuentra en un estado de sobrecarga cognitiva, acaparado por
una cantidad excesiva de problemas. Hace zappingcontinuamente
Introducción
y, en un primer período, vive la angustia de la dispersión, más que
la embriaguez del practicante que lidia con soltura en un número
6.
de frentes cada vez mayor.
Generalmente se siente bastante solo, ya que ha perdido el con­
tacto con sus compañeros de estudios y todavía no se siente bien
integrado con sus nuevos compañeros que, además, no siempre lo
7.
acogen de la mejor manera.
Se encuentra entre la espada y la pared, ante la duda de seguir los
modelos aprendidos durante su formación inicial y las fórmulas
8.
más pragmáticas vigentes en el ámbito profesional.
N o establece el distanciamiento suficiente entre su papel y las si­
9.
tuaciones.
Tiene la percepción de que n o domina o, por lo menos, no de la
mejor manera, los movimientos más elementales de la profesión.
10. Mide la distancia entre lo que imaginaba y lo que vive, sin saber to­
davía que esta separación es normal y que no tiene nada que ver
con su incompetencia o su fragilidad personales, sino sencilla­
mente con el salto que representa la práctica autónoma en rela­
ción con todo lo que ha conocido.
Estas condiciones favorecen la concienciación y el debate, ya que nada
es evidente- Mientras que los practicantes experimentados dan poca im­
portancia a sus gestos cotidianos o ni siquiera son conscientes de ellos, los
estudiantes tienen en cuenta lo que consideran com o serenidad y compe­
tencias adquiridas con gran esfuerzo. Por consiguiente, la condición de
principiante implica, a grandes rasgos, una disponibilidad, una búsqueda de
explicaciones, una solicitud de ayuda, una apertura a la reflexión.
Sin em bargo, las angustias pueden también bloquear el pensa­
m iento, engendrar una necesidad irrefrenable de certidumbres (Baillauqués y Louvet, 1990; Baillauqués y Breuse, 1993; Hétu, Lavoie y
Baillauqués, 1999). Para aceptar que es im portante reflexion ar cuando
todo es difícil, sin esperar que lleguen tiempos mejores, un estudiante
debe recorrer un largo camino, adoptar el oficio de alumno a contra­
corriente, oficio que ha practicado durante tanto tiem po y que le ha ido
bien... Sólo tomará este cam ino si el conjunto de estrategias de form a­
ción se concibe en este sentido, con coherencia y transparencia, y siem­
pre y cuando los estudiantes sepan exactam ente a qué propuesta se les
invita a participar. La adhesión activa de los estudiantes al procedi­
m iento clínico y reflexivo de form ación supone p o r lo menos cuatro
condiciones principales:
1. Una transposición didáctica y referentes de competencias esen­
cialmente orientados hacia las prácticas efectivas de enseñanza y
su dimensión reflexiva.
DESARROllAt Lt P lit r iU REfLEXIVA EK El OFICIO DE ENSEÑAR
2.
U n lugar importante para los conocimientos de la práctica y sobre
la práctica, para equilibrar el peso de los saberes que hay que en­
señar o de los saberes académicos descontextualizados.
3.
Una formación a la vez universitaria y profesional, liberada tanto
del academicismo clásico del alma mater como de la obsesión prescriptiva de las escuelas normales.
4.
Una formación alternada, desde los inicios, con una fuerte articu­
lación teórica y práctica. La reflexión sobre los problemas profe­
sionales sólo puede aprenderse con referencias constantes a las
prácticas. Si éstas constituyen un futuro lejano y abstracto, ¿cómo
podríamos convertirlas en materia prima del trabajo de formación?
Formar a un principiante reflexivo no consiste en añadir un conteni­
do nuevo a un programa ya sobrecargado ni una nueva competencia. La
dimensión reflexiva está en el centro de todas las competencias profesio­
nales, constituye parte de su funcionamiento y de su desarrollo. Por lo
tanto, es inseparable del debate global sobre la formación inicial, la alter­
nancia y la articulación teórica y práctica, el procedimiento clínico, los co­
nocimientos, las competencias y los habitus de los profesionales. Varios
capítulos de este libro abordarán estos temas de form a más profunda.
Antes de presentarlos, hablemos un poco de la form ación continua.
Guiar el análisis de la práctica en formación continua
La formación inicial está dirigida a unos seres híbridos, estudiantes en el aula
y, a la vez, practicantes. Debe formarlos con la referencia de una práctica en
el mejor de los casos incipiente, cuando no soñada. La formación continua se
imparte, por el contrario, con enseñantes que trabajan, que tienen años o
decenas de años de experiencia. Así pues, podríamos suponer que la for­
mación para la práctica reflexiva encontraría en ella un terreno abonado.
Esta afirmación es a la vez falsa y verdadera.
En diferentes formas de investigación-acción, de investigación-forma­
ción, de desarrollo organizativo, de innovación, de asesoramiento a equi­
pos y a proyectos de centro, la reflexión sobre las prácticas es ya algo
fundamental, incluso si no hablamos explícitamente de la práctica reflexi­
va o del análisis de las prácticas.
En contraste con estos procedimientos que durante mucho tiempo han
sido marginales, la parte más importante de la formación continua de los
enseñantes —dicho sea de paso, bastante reciente—se ha organizado en pri­
mer lugar alrededor de la actualización de los conocimientos disciplinares,
de las referencias didácticas y de las habilidades tecnológicas. Mientras que
en el ámbito de la formación de adultos, fuera del módulo escolar, los for-
Introducción
madores se han centrado rápidamente en el trabajo, la organización y la
persona, para suscitar procesos de transformación de identidad, de rees­
tructuración de las representaciones o de construcción de competencias
nuevas, la formación de profesores, en sus inicios, se ha concebido más bien
como una enseñanza impartida por profesores a otros profesores, una form a
de compartir experiencias en el campo de los conocimientos disciplinares,
de las reformas de currículo (sobre todo, matemáticas y lengua materna),
de las nuevas tecnologías, de los enfoques didácticos más sofisticados y de
los métodos de gestión de la clase o de la evaluación. Se daba por sentado
que el enseñante-formador tenía ventaja con respecto a sus compañeros,
que ya dominaba previamente lo que estos acababan de descubrir. Su fun­
ción consistía en aportarles elementos nuevos, mientras que la responsabi­
lidad de apropiárselos o de transponerlos en clase era de cada uno.
Así, la formación continua de los enseñantes adquirió la categoría de
enseñanza más o menos interactiva, que quería transmitir nuevos conoci­
mientos a profesores que no los habían recibido en su formación inicial.
En italiano se utiliza el término aggiomamento, mientras que en el ámbito
francófono se utiliza un término algo menos preciso, reiyclage, como en cas­
tellano reciclaje la formación continua tenía -y sigue teniendo- como ob­
jetivo atenuar el desfase entre lo que los profesores aprendieron durante
su formación inicial y lo que hoy día se puede afirmar a partir de la evolu­
ción de los saberes académicos y de los programas, de la investigación en
didáctica y, en general, en ciencias de la educación.
Pero, sorprendentemente, durante varios años, las formaciones conti­
nuas no han pensado mucho en la práctica de los enseñantes en ejercicio;
el form ador les explicaba lo que tenían que hacer, sin informarse de lo que
hacían. O también, de form a menos expeditiva, exponía nuevos modelos
(pedagogía por objetivos, teoría de los tipos de texto, principios de la eva­
luación formativa, recursos a la metacognición, trabajo por situaciones-pro­
blemas), y esperaba que los practicantes se imbuirían en ellos y los
implantarían en sus clases, pero sin asumir la distancia entre las prácticas
en vigor y las innovaciones propuestas. La problemática del cambio no era
central en la formación continua. Se fundaba en el postulado racionalista
según el cual todo saber nuevo es fuente de prácticas nuevas por el simple
hecho de ser aceptado y asimilado.
Estas tendencias responden a diversos motivos: los momentos de for­
mación continua son breves o están fragmentados; a partir de ahí es im­
prescindible dar prioridad a la información y a los conocimientos.
Desviarse hacia las prácticas aparece entonces como un lujo, puesto que el
tiempo es oro. Y, aún así, se añaden a esta «lógica de impedimentos» fac­
tores de otro orden:
♦ Los formadores de enseñantes durante mucho tiempo han cons­
truido su identidad sobre unos conocimientos especializados con-
D fe .a r r d u a e
la
P ile r o
r eflex iv a ek el oficio de ensenar
cretos, adquiridos en la clase pero también durante cursos de for­
mación universitarios complementarios, de lingüística o informáti­
ca, por ejemplo; se han convertido en formadores para transmitir
estos conocimientos o estas tecnologías y, si procede, su experien­
cia, y no para interesarse por las prácticas de sus colegas. Es decir
que uno se hace form ador para lo mismo que se hace enseñante:
para hablar y no para escuchar,
♦ Partir de las prácticas y de las representaciones de los enseñantes
formados debilita cualquier planificación e incluso cualquier pre­
paración a fondo; si se parte de las preguntas y de las prácticas de
los enseñantes en formación, es inútil crear un currículo, hay que
improvisar, trabajar intensamente din-ante las pausas y entre las se­
siones, para construir una formación «a medida».
♦ Ceder la palabra a los enseñantes en formación continua es una em ­
presa de alto riesgo en otro sentido: éstos muestran los estados de
ánimo y los sufrimientos con los que el form ador no sabe qué hacer;
critican el sistema, los programas, la jerarquía, sus condiciones de
trabajo y obligan así al form ador a defender el sistema o a ser cóm­
plice de la crítica; plantean problemas éticos e ideológicos insolu­
bles; establecen relaciones sistemáticas con otras dimensiones de su
práctica que llevan al form ador a los límites de lo que conoce.
Todos estos riesgos de incompetencia y de pérdida de control contri­
buyen a mantener a un buen número de estrategias de formación continua
en el ámbito de la aportación estructurada de conocimientos. Por otra
parte, tampoco hay ningún motivo para renunciar radicalmente a este tipo
de fórmulas, que tienen pleno sentido si se utilizan con buen criterio.
Afortunadamente, otras modalidades de formación continua -inter­
venciones en centros, seguimiento de proyectos o de equipos, supervisiónocupan un lugar más preem inente en las prácticas y en los problemas
profesionales. También asistimos a la aparición de ofertas de formación ex­
presamente centradas en el análisis de prácticas, sin temática precisa, sin
«tapadera» didáctica, transversal o tecnológica. P ero también podem os
limitar el campo del análisis a una disciplina y privilegiar un punto de vista.
Es así como ciertas formaciones proponen a los participantes reflexionar
juntos sobre un tema propuesto, por ejemplo, su relación con el saber,
cómo tratan los errores de los alumnos (en general o en una materia), su
form a de composición y de corrección de las pruebas escritas o SU estilo de
control de los conflictos.
,
A estas modalidades claramente orientadas hacia el análisis de los pro­
cesos y de las prácticas hay que añadir las inflexiones menos visibles en el in­
terior de las acciones de formación temáticas, que proponen conocimientos
o tecnologías. Cada vez más, los formadores no pueden olvidar que su ac­
I n iro d uc o ó n
ción sólo modificará ligeramente las prácdcas si ésta se limita a aportar in­
formaciones, a dispensar conocimientos, a dar a conocer modelos ideales.
Se pueden invocar las «resistencias irracionales al cambio», pero ¿no sería
demasiado fácil? Una parte de los formadores ha captado que su única
oportunidad de transformar las prácticas de los enseñantes consiste en
construir puentes entre lo que ellos hacen y lo que se les propone. La di­
dáctica de las ciencias invita a trabajar a partir de las representaciones de los
aprendices más que a ignorarlas. De la misma forma, una práctica nueva
sólo puede sustituir a la antigua si tenemos en cuenta la coherencia siste­
mática de los gestos profesionales y su proceso de transformación.
Es posible que la formación continua se convierta progresivamente en
el «laboratorio» de métodos de formación en práctica reflexiva, utilizando
la situación privilegiada ligada a la presencia de practicantes a la vez expe­
rimentados y voluntarios. H oy en día, paradójicamente, los modelos con­
ceptuales de la práctica reflexiva y de su génesis están anclados más bien
en las reformas de la formación inicial, en el sentido del aprendizaje por
problemas y del procedimiento clínico. Podemos esperar que esta cantera’
sea la misma para todos los formadores, tanto si intervienen en la forma­
ción inicial o continua, y no se reserve a los especialistas del análisis de la
práctica y de la supervisión. El mayor riesgo sería que la práctica reflexiva
se convirtiera en una especialización suplementaria.
El análisis de la práctica, el trabajo sobre el habitus y el trabajo por si­
tuaciones-problemas son dispositivos de form ación que tienen como obje­
tivo desarrollar la práctica reflexiva y se refieren a ella abiertamente. Pero
no bastan. Es importante reorientar las formaciones temáticas, transversa­
les, tecnológicas, didácticas e incluso disciplinarias (sobre los conocimien­
tos que hay que enseñar), en dirección a una práctica reflexiva, y convertir
ésta última en el hilo conductor de un procedimiento clínico de formación
presente de principio a fin del recorrido.
Por ello, este libro, a pesar de conocer los dispositivos específicos de
análisis de la práctica, apunta más hacia una problemática, más amplia, que
sería m ejor no confinar a un ámbito particular ni delegar a una categoría
de formadores.
Formar a un practicante reflexivo es ante todo form ar a un profesio­
nal capaz de dominar su propia evolución, construyendo competencias y
saberes nuevos o más precisos a partir de lo que ha adquirido y de la ex­
periencia. El saber analizar (Altet, 1996) es una condición necesaria, pero
no suficiente de la práctica reflexiva, que exige una postura, una identidad
y un habitus específicos.
Una práctica y una postura cuyo desarrollo se puede estimular tanto
mediante un entrenamiento para el análisis y el trabajo sobre uno mismo
com o mediante métodos de form ación más generales y una relación con el
saber inspirados en el análisis clínico.
D E S A S M IL A I í LA P ¡¡ÍC TIC A Ü E FLE X IV A EH E L O FIC IO D E EN S EÑ A S
Estructura de la obra
La presente obra pretende profundizar en algunos aspectos de la formación
de un practicante reflexivo, a partir de esta misma introducción y de otros tra­
bajos ya publicados sobre la formación de los enseñantes (Perrenoud, 1994a,
b, c, d, e; 1996c; d, e; 1998o, b, c, d; 1999o, c, d, e, 2000c; di 2001o, b, c, d).
Su propósito atañe tanto a la formación inicial como a la formación
continua. Según los sistemas, éstas presentan una gran coherencia o en­
carnan, al contrario, conceptos opuestos deí oficio y de su profesionalización. En su realización, es de desear que trabajen con el mismo objetivo y,
especialmente, que no se delegue en la formación continua el desarrollo
del saber analizar y de una actitud reflexiva.
A Dominicé le gusta decir que no hay formación inicial, que sólo hay
formaciones continuas, en la medida en que siempre partimos de conoci­
mientos adquiridos anteriormente. En este proceso, la formación profe­
sional de base sigue siendo un período importante y un momento crucial,
no sólo porque facilita al principiante los medios de supervivencia sino
también porque modela de form a durable su capacidad de aprender, de
reflexionar sobre su acción y de transformarla. Además, plantea problemas
institucionales diferentes, especialmente el de la relación entre las institu­
ciones de formación y el ámbito escolar (Bouvier y Obin, 1998; Clerc y
Dupuy, 1994; Raymond y Lenoir, 1999).
Por lo tanto, en algunos puntos trataremos aveces específicamente de for­
mación inicial o continua, pero sin establecer compartimentos estancos. El
análisis de la práctica y la práctica reflexiva no pertenecen propiamente ni a
una ni a otra. N o obstante, no tienen el mismo sentido ni exigen los mismos
recursos al inicio de la formación que después de varios años de experiencia.
La referencia a la profesionalización y a la práctica reflexiva no basta
para concebir una formación de los enseñantes orientada hacia las com­
petencias de alto nivel. Como ya hemos destacado (Perrenoud, 1998 b), la
calidad de una formación inicial se perfila primero en su concepción. Las
ideas de base de una formación orientada hacia la profesionalización y la
práctica reflexiva se configuran según nueve proposiciones:
1.
Una transposición didáctica fundada en el análisis de la práctica y
de sus transformaciones.
2.
3.
Un conjunto de competencias claves.
Un plan de formación organizado alrededor de las competencias.
4.
Un aprendizaje mediante el enfrentamiento de los problemas.
5.
Una verdadera articulación entre teoría y práctica.
6.
7.
8.
Una organización modular y diferenciada.
Una evaluación formativa de las competencias.
Calendarios y herramientas de integración de los conocimientos
adquiridos.
9. Una cooperación negociada con los profesionales.
N o trataremos aquí todos estos aspectos que ya se han desarrollado an­
teriormente (Perrenoud, 1994a, 1996c). Nos limitaremos a esclarecer al­
gunos puntos más concretos relacionados con el lugar de la práctica
reflexiva en este m odelo de formación, tanto como método indisociable del
procedimiento clínico como objetivo de formación.
El capítulo 1, «D e la reflexión en la acción a una práctica reflexiva», exa­
mina los conceptos básicos, práctica reflexiva, abstracción reflectante, refle­
xión en la acción, reflexión sobre la acción, reflexión sobre las estructuras de
la acción, epistemología de la práctica, a partir de los trabajos fundacionales
de Schón. La mayor parte de los practicantes cualificados están formados en
la reflexión para actuar y todavía no existe la figura del practicante reflexivo
tal como se entiende aquí, es decir practicantes capaces de decidir su propia
form a de actuar, sus propios conocimientos, sus propios habitus profesiona­
les para objetos de reflexión. Mostraremos cómo la reflexión en la acción es
el m odo de funcionamiento de una competencia de alto nivel, mientras que
la reflexión sobre la acción es un recurso de autoformación y de evolución
de las competencias y de los conocimientos profesionales.
El capítulo 2, «Saber reflexionar sobre la propia práctica: ¿es éste el
objetivo central de la form ación de los enseñantes?», enumera y explícita
las razones por las cuales la formación inicial de los enseñantes puede y
debe dejar un amplio espacio a la práctica reflexiva, a la vez com o método
y com o objetivo de formación. Com o método, es inseparable del procedi­
miento clínico y de la articulación teórica y práctica; como objetivo, parti­
cipa en el movimiento hacia una autonomía y una responsabilidad
profesionales mayores.
El capítulo 3, «L a postura reflexiva: ¿cuestión de saber o de habitus?»,
reacciona contra una división que parece evidente y que promueve una se­
paración del trabajo según la cual correspondería:
♦ A los formadores universitarios transmitir, por la vía más clásica, sa­
beres académicos.
♦ A los formadores de campo transmitir los saberes prácticos, sobre el
terreno.
Esta división oculta lo esencial del problema: la articulación de estas
diferentes categorías de saberes y su integración en las competencias, gra­
cias a un habitus profesional que perm ite movilizarlas con buen criterio,
en la acción (Perrenoud, 1996e). En form ación profesional, todos los co­
nocimientos son en última instancia de orden «práctico», si se admite
que la práctica es también una reflexión en la acción y sobre la acción.
¿Para qué serviría un saber al que n o pudiéramos referirnos en el m o­
m ento adecuado?
Esta concepción exige la cooperación de los diferentes formadores y
O e s a r r o iia í LA riÁCriCA REFLEXIVA
en el oficio de
ENSERAR
la evolución de las estructuras de formación inicial en el sentido de una
apertura de los compartimentos de las disciplinas y de un trabajo sobre las
competencias que permita hacer frente a múltiples situaciones complejas.
N o sin conocimientos, sino poniéndolos al servicio de una decisión doble­
mente eficaz: regular de la m ejor form a posible el problema que se plan­
tea actualmente de hacer evolucionar el sistema de acción.
El capítulo 4, «¿Es posible form ar para la práctica reflexiva mediante
la investigación?», examina la cuestión de la iniciación a la investigación en
educación como estrategia de formación en la práctica reflexiva. En algu­
nos países, la universidad ha adquirido una función importante en la for­
mación profesional de los enseñantes. Es así como, en Norteamérica, se ha
confiado a las facultades de ciencias de la educación toda la form ación
para la primaria y en colaboración con las facultades de cada disciplina para
la secundaria. En Europa, las situaciones son mucho más dispares y el de­
bate sobre la «universitarización» de la form ación de los enseñantes está
todavía abierto, con soluciones muy diferentes de un país a otro. Este ca­
pítulo examina el papel de las ciencias de la educación y analiza cuatro ilu­
siones que hay que abandonar para instaurar una form ación a la vez
universitaria y profesional fiel al paradigma reflexivo: la ilusión cientificista, la ilusión disciplinar, la ilusión objetivista y la ilusión metodológica. La
cuestión de fondo reside en saber si la universidad puede form ar para las
competencias profesionales de alto nivel, fundamentadas en el espíritu
científico, en los conocim ientos racionales, pero también en el análisis
de la experiencia y la práctica reflexiva, en el marco de una alternancia y de
una articulación entre momentos sobre el terreno y momentos de form a­
ción más alejados de la acción pedagógica cotidiana.
El capítulo 5, «L a construcción de una postura reflexiva según un pro­
cedimiento clínico», intenta sintetizar una concepción del procedimiento
clínico que le asigna un objetivo doble:
♦ Trabajar, mediante la confrontación de casos complejos, en el desarro­
llo de competencias movilizando los conocimientos adquiridos.
♦ Contribuir, con otras propuestas -desde la enseñanza clásica hasta el
trabajo por situaciones-problemas- a la extensión de la formación te­
órica de los practicantes, mediante la densificación, diferenciación y
coordinación de los conceptos y de los conocimientos adquiridos.
Entonces veremos cómo el saber analizar es a la vez una competencia
deseada y un m edio de constr uir nuevos conocimientos.
El capítulo 6, «El análisis colectivo de la práctica com o iniciación a la
práctica reflexiva», especifica la situación de un método de formación que
parte de la práctica, propone un retorno reflexivo, un esfuerzo de descen­
tralización y de explicitación, concienciaciones cuyos efectos de formación
se esperan, incluso de transformación de identidad o de movilización en una
Ihtrodiicciúh
dinámica de cambio. El análisis colectivo de la práctica puede constituir
un entrenamiento para una práctica reflexiva solitaria o en equipo peda­
gógico. Desarrolla también, a propósito de cada caso, la formación teórica
de los participantes, en el campo didáctico tanto como en los temas trans­
versales (gestión de clase, relación pedagógica o diferenciación, por ejem­
plo). Todo el arte del monitor consiste en llevar a los practicantes a su zona
de desarrollo próximo, en encontrar una «desestabilización óptima» que
los ponga en movimiento sin sumirlos en una crisis.
El capítulo 7, «D e la práctica reflexiva al trabajo sobre el habitas», es­
boza un m étodo de form ación que trabaja explícita y directamente sobre
el habitus profesional y especialmente sobre sus componentes menos cons­
cientes. De una acción pasada a una acción futura, la filiación no es directa.
Pasa por lo que, en el individuo, asegura cierta permanencia de las formas
de pensar, de estar en el mundo, de evaluar la situación y de actuar. Tra­
bajar sobre la propia práctica es, por lo tanto, una form a abreviada de decir
«trabajar en lo que sustenta esta práctica»: la memoria, la identidad, las in­
formaciones, las representaciones, los conocimientos, el saber hacer, las ac­
titudes, los esquemas motrices, perceptivos o mentales, las energías, la
concentración o el influjo de que dependerán la calidad, la intensidad,
la eficacia y la pertinencia de la «próxim a vez». Todo análisis de prácticas
evoca indirectamente las competencias y los habitus de los practicantes,
pero no proporciona los medios para acceder a ellos, tanto por falta de he­
rramientas, incluso si la entrevista de explicitación y la observación antro­
pológica ya inspiran algunas, como por tem or de pasar, sin advertirlo, de
un análisis del inconsciente práctico y de la acción no reflexiva a un «psi­
coanálisis salvaje», que afecta a la personalidad en su conjunto.
El capítulo 8, «Diez desafíos para los formadores de enseñantes», inten­
ta hacer un inventario de las implicaciones de las transformaciones en curso
y de la orientación hacia la práctica reflexiva para el oficio de formador de
enseñantes y su propia profesionalización. En formación continua e inicial,
los formadores sin duda tienen que dominar los conocimientos que deben
transmitir y las herramientas básicas de la formación de adultos. Además, tie­
nen que lanzarse a propuestas atestadas de paradojas y de contradicciones.
El capítulo 9, «Práctica reflexiva e implicación crítica», propone una
mirada global de la problemática, relacionando más claramente la postura
reflexiva con la posición de los enseñantes en la sociedad. La dimensión re­
flexiva no sólo es una garantía de la regulación de las prácticas profesiona­
les, es una form a de entroncar el oficio con la misión de la escuela.
El capítulo 10, «L a práctica reflexiva entre razón pedagógica y análisis
del trabajo: vías de apertura», cumple la función de conclusión provisional.
Intentará construir puentes entre el paradigma reflexivo, la razón pedagó­
gica y el análisis del trabajo y reanudará la relación entre práctica reflexiva
y profesionalización.
De lo reflexión en la acción
a una práctica reflexiva
La idea de reflexión en la acción y sobre la acción se une a nuestra expe­
riencia del mundo. Sin embargo, si nos paramos a pensar, el sentido de
estas expresiones no se muestra del todo diáfano. Es evidente que un ser
humano piensa bastante a menudo en lo que hace, antes de hacerlo, ha­
ciéndolo y después de haberlo hecho, ¿Acaso esto lo convierte en un prac­
ticante reflexivo?
Pensamos igual que respiramos, si con ello entendemos pensar en
algo, tener una actividad mental cualquiera. Para el Diccionario Ideológico de
la Lengua Española de Julio Casares, pensar, en su primera acepción, signi­
fica ‘imaginar o discurrir una cosa’ . ¿Dónde he metido las llaves? ¡Llegaré
tarde! ¡Hace frío! ¿Con quién me he encontrado en la calle? ¿Adonde ire­
mos de vacaciones? Todos ellos, actos de pensamiento, discursivos. Y ¿acaso
es sencillamente pensar en lo que vamos a hacer, en lo que hacemos y en
lo que hemos hecho?
Pensar y reflexionar... en algunos contextos, ambas palabras parecen in­
tercambiables. Pero si queremos diferenciarlas, diremos que la reflexión
indica cierto distanciamiento. El mismo diccionario Casares define este
sustantivo con dos acepciones, la primera en sentido propio y la segunda
en sentido figurado: ‘Fís. Acción y efecto de reflejar o reflejarse, i! fig. Ac­
ción y efecto de reflexionar’ . La primera acepción procede del verbo re­
flejar, es decir ‘Hacer retroceder o cambiar de dirección la luz [..,]
mediante el choque con una superficie adecuada como un espejo’ ; la se­
gunda, de reflexionar, que es un uso figurado derivado de reflejar: ‘Consi­
derar nueva y detenidamente una cosa’ .
La metáfora del espejo está muy presente en el concepto de abstracción
reflectante, tal como lo definió Piaget (1977): el pensamiento se toma a sí
mismo como objeto y construye estructuras lógicas a partir de sus propias
operaciones.
En ciencias humanas, la distinción entre pensar y reflexionar no es tan
evidente, ya que no hay solución de continuidad entre el pensamiento más
próxim o a la acción, el que la guía y la reflexión más distanciada. Más que
oponer pensamiento y reflexión, la corriente desarrollada por Schón
(1987,1991,1994,1996) distingue más bien la reflexión en la acción y la re­
flexión sobre la acción.
D e SAKROLUR U fRÍCTICA REFLEXIVA IH EL OFICIO D I ENSEÑAR
De todas formas, estas distinciones quedan algo diñiminadas. Los tra­
bajos de Schón están llenos de ejemplos tomados de diferentes oficios, pero
los funcionamientos mentales subyacentes están, bastante a menudo, conceptualizados con la ayuda del sentido común. Debemos a sus traductores
quebequeses (Gagnon y Heynemand), que se encuentran en la confluencia
de varias culturas científicas y lingüísticas, el haber relacionado la práctica
reflexiva con la noción piagetiana de abstracción reflectante, lo que justifi­
ca la diferencia entre reflexionar para aduar y reflexionar sobre la acción.
La noción de práctica reflexiva nos remite en realidad a dos procesos mentales que debemos distinguir, incluso y sobre todo, si tenemos la inten­
ción de estudiar sus conexiones:
♦ N o existe acción compleja sin reflexión durante el proceso; la prác­
tica reflexiva puede extenderse, en el sentido general de la palabra,
como la reflexión sobre la situación, los objetivos, los medios, los re­
cursos, las operaciones en marcha, los resultados provisionales, la
evolución previsible del sistema de acción. Reflexionar durante la ac­
ción consiste en preguntarse lo que pasa o va a pasar, lo que pode­
mos hacer, lo que hay que hacer, cuál es la m ejor táctica, qué
orientaciones y qué precauciones hay que tomar, qué riesgos existen,
etc. Se podría hablar entonces de práctica reflexionada, pero tanto en
francés como en castellano, este adjetivo connota demasiado la pru­
dencia de quien antes de hablar y medita profundamente antes de
actuar. Esta prudencia no está ausente de la reflexión en la acción,
pero es un valor que tiene que vérselas con una realidad que, a me­
nudo, . Ante el apremio, el practicante podria, por temor a actuar
impulsivamente, dejar de intervenir con rapidez, igual que aquellos
conductores que por reflexionar demasiado jamás hacen un adelan­
tamiento. Según la naturaleza de la acción en curso, la balanza
entre reflexión y acción no puede ser la misma. Con Schón, nótese
también que la acción emprendida puede desarrollarse en unos
pocos segundos o en unos meses, según si consideramos como ac­
ción una operación puntual (p o r ejemplo, guiar un contraataque en
un campo de fútbol o una operación bursátil) o una estrategia a
largo plazo (por ejemplo, recomponer la situación financiera de una
empresa o seguir un tratamiento m édico com plejo). La acción hu­
mana está hecha de muñecas rusas: las acciones más puntuales (de­
volver la calma a una clase) participan a menudo de una acción más
global (hacer aprender), mientras que las acciones de largo alcance
se analizan en una multitud de acciones más limitadas.
♦ Reflexionar sobre la acción... eso es otra cosa. Es tomar la propia
acción como objeto de reflexión, ya sea para compararla con un m o­
delo prescriptivo, a lo que habríamos podido o debido hacer de más
o a lo que otro practicante habría hecho, ya sea para explicarlo o
D e LA REFLEXION EN LA ACCIÚN A UNA PRACTICA REFLEXIVA
hacer una crítica. Toda acción es única, pero en general pertenece
a una familia de acciones del mismo tipo provocadas por situacio­
nes parecidas. En la medida en que la acción singular se cumple, re­
flexionar sobre ella sólo tiene sentido, a posteriori, si es para
comprender, aprender, integrar lo que ha sucedido. Entonces, re­
flexionar no se limita a una evocación sino que pasa por una críti­
ca, un análisis, un proceso de relacionar con reglas, teorías u otras
acciones, imaginadas o conducidas en una situación análoga.
¿Acaso esta distinción es tan clara y categórica com o sugiere Schón?
D e hecho, hay más continuidad que contraste:
♦ La reflexión en la acción provoca a menudo una reflexión sobre la ac­
ción, porque pone «en reserva» cuestiones imposibles de tratar en el
momento, pero que el practicante quiere volver a analizar «con más
calma»; no lo hace cada vez, pero sin embargo es uno de los recursos
de la reflexión sobre la acción.
♦ La reflexión sobre la acción permite anticipar y preparar al practi­
cante, a menudo sin él advertirlo, para reflexionar más rápido en la
acción y para prever m ejor las hipótesis; los «mundos virtuales», que
Schón (1996, p. 332) define como: «mundos imaginarios en los que
la cadencia de la acción puede ralentizarse y en los que pueden ex­
perimentarse iteraciones y variaciones de la acción», son ocasiones
de simular una acción por parte del pensamiento; la repetición y la
precisión de las acciones posibles en la esfera de las representacio­
nes preparan una aplicación rápida de los aspectos más sencillos y
liberan la energía mental para hacer frente a lo imprevisible.
En su distinción, Schón todavía mezcla más las cartas porque se refie­
re a dos dimensiones distintas: el momento y el objeto de la reflexión. Ahora
bien, las dos ideas no se oponen. Reflexionar en la acción es también re­
flexionar, aunque sea de form a fugaz, sobre la acción en curso, su entorno,
sus contratiempos y sus recursos.
En cuanto a la cronología, -reflexionar antes, durante o después de la
acción—, sólo se muestra de form a sencilla si consideramos que una acción
no dura más que unos instantes, después de lo cual «se extingue», tal como
se dice de una acción en el lenguaje jurídico. El mismo Schón entremezcla
las cartas; por otro lado, con buen criterio:
La acción presente, es decir, el período de tiempo durante el cual nos encontra­
mos en la misma situación, varía considerablemente de un caso a otro y, muy
a menudo, deja tiempo para reflexionar sobre lo que estamos haciendo. Veamos
el ejemplo del médico que administra un tratamiento para curar una enferme­
dad, el del abogado que prepara una causa o el del profesor que se ocupa de un
alumno con dificultades. En estos casos se trata de procedimientos que pueden
D e s a ír o iu ü
la practica r eflex iv a en e l ofic io d e en s e Sa í
prolongarse durante semanas, meses e incluso años. Por momentos, todo va
muy deprisa, pero en el intervalo han tenido todo el tiempo del mundo fiara re­
flexionar. (Schón, 1996, pp. 331-332)
Si la situación está definida de este m odo, por su m óvily sus retos más
que por una unidad de tiempo y de lugar, puede transcurrir con intermiten­
cias y a veces, en escenas múltiples. Por la misma razón, entre sus tiempos
fuertes, podemos observar unos tiempos de latencia, durante los que el
actor puede reflexionar más tranquilamente sobre lo que ha sucedido o
sobre el resultado de las operaciones. ¿Se trata entonces de una reflexión
en la acción o sobre la acción? La distinción no permite mucho análisis.
Aquí propondremos la distinción siguiente:
♦ Por una parte, la reflexión sobre una acción singular, que puede
tener lugar ya sea en plena acción com o en el recorrido previo (an­
ticipación, decisión) o posterior (análisis, evaluación).
♦ Por otra parte, la reflexión sobre un conjunto de acciones parecidas y su
estructura; esta última puede concernir al practicante o a un sistema
de acción más complejo del que sólo es un pequeño engranaje.
Estas distinciones, todavía sumarias, permiten entrever tres pistas com­
plementarias en la form ación de practicantes reflexivos:
♦ Desarrollar, más allá de lo que cada uno hace espontáneamente, la
capacidad de reflexionar en plena acción.
♦ Desarrollar la capacidad de reflexionar sobre la acción en el reco­
rrido previo y posterior' de los momentos de compromiso intenso
con una tarea o una interacción.
♦ Desarrollar la capacidad de reflexionar sobre el sistema y las es­
tructuras de la acción individual o colectiva.
Estas tres facetas son complementarias; efectivamente, es raro que un
practicante que reflexiona lo menos posible durante la acción reflexione
intensamente antes de actuar o se haga muchas preguntas apostemen. Igual­
mente, la reflexión sobre las estructuras de la acción tiene sus raíces, en ge­
neral, en una reflexión regular y precisa sobre la mayor parte de las
acciones singulares, en curso, pasadas o previstas.
Intentemos mostrar la continuidad y el encadenamiento de estos obje­
tos de reflexión y de sus momentos, a propósito de la práctica pedagógica.
La reflexión en plena acción
En plena acción pedagógica, hay poco tiempo para meditar y se reflexiona
principalmente para guiar el siguiente paso, para decidir el camino que
O E t i R E FLE X IÚ H EH LA ACCIÓH A UN A PR ÍC 1IC A R EFLEXIV A
debe seguirse: interrumpir o no una charla, empezar o no con un nuevo
capítulo antes de acabar la clase, aceptar o no una excusa, castigar o no a
un alumno indisciplinado, responder o no a una pregunta insolente, estú­
pida o fuera de lugar, dejar salir o no a un alumno, etc.
Cada una de estas microdecisiones (Eggleston, 1989) pone en marcha
una actividad mental. Cuando nos encontramos en la rutina, la actividad
aparece «prerreflexionada», al límite de la conciencia. Pensamos pero sin ser
conscientes de que pensamos, no hay deliberación interior, no hay dudas,
por lo tanto, se dirá, no hay reflexión, en el sentido propio de la expresión.
A veces, surge la duda, sopesamos entre dos posibilidades, entre los
impulsos contradictorios, entre un m ovim iento afectivo y la razón que
los atempera, Cuando no sabemos muy bien lo que hay que hacer, vistas las
circunstancias, el tiempo que falta, el clima de la clase, el trabajo empeza­
do, se puede disparar una reflexión en plena acción, cuando incluso el
flujo de los acontecimientos no se interrumpe e impide una verdadera
«paralización de la acción» (Pelletier, 1995). N o intervenir es entonces
también una form a de actuar, en el sentido en que esta actitud pesará asi­
mismo, de otra manera, en el curso de los acontecimientos. Si no decidi­
mos nada, dejamos que la situación evolucione y, tal vez, que empeore. La
reflexión en la acción es, por lo tanto, rápida, guía un proceso de «deci­
sión», sin recurso posible a opiniones externas, sin la posibilidad de pedir
un «tiem po muerto», como un equipo de baloncesto tiene derecho a ha­
cerlo durante un partido.
Este proceso puede llevar a la decisión de no intervenir inmediata­
mente para darse tiempo para reflexionar con más tranquilidad. Es lo que
Pelletier (1995) sugiere a los gestores, invocando un «saber de inacción»,
que se puede interpretar como una form a de sabiduría incorporada al habitus, que conduce a diferenciar la decisión. N o toda indecisión es fatal. A l­
gunas situaciones justifican una respuesta posterior. El enseñante siente
que actuar demasiado deprisa sería poco acertado, que se encuentra bajo
los efectos de la emoción o que le faltan elementos de apreciación para de­
cidir con conocimiento de causa. A veces, puede decir abiertamente a sus
alumnos: «Pues no lo sé. Voy a pensar en ello y os responderé mañana». En
otras situaciones, esta reflexión es interior.
En clase, algunos comportamientos sólo se convierten en problemas
porque son repetitivos, por ejemplo, los charloteos crónicos, la impun­
tualidad constante, la huida continua ante las tareas, las agresiones repe­
tidas a un compañero o la impertinencia habitual. Entonces, la decisión
no nos lleva a una situación singular, pero sí a una serie de situaciones pa­
recidas, lo que deja tiempo para formarse una opinión o contemplar di­
versas estrategias posibles. U na parte importante de la reflexión en la
acción permite simplemente decidir si tenemos que actuar inmediatamen­
te o si podemos darnos algo de tiempo para una reflexión más tranquila.
D fS A ItO LU t IA PRÁCIIEA REFLEXIVA EN EL OFICIO DE ENSEÑAS
Tanto si es para estimar la urgencia de una decisión como para to­
marla sobre la marcha si no puede aplazarse, es importante que los practi­
cantes desarrollen una capacidad reflexiva movilizable «en el apremio y en
la incertidumbre» (Perrenoud, 1996c):
Incluso cuando la acción actual es breve, sucede que los actores pueden entre­
narse para pensar en lo que hacen. Entre los intercambios que no duran más
que fracciones de segundo, un buen jugador de tenis aprenderá a darse un
tiempo de reflexión para planificar el próximo golpe. Escatimará un instante y
su juego sólo será mejor si ha evaluado bien el tiempo de reflexión del que dis­
poney si sabe integrar su reflexión en el desarrollo normal de la acción. [ . . . ]
De hecho, nuestra concepción del arte de la práctica debería asignar un lugar
central a lasformas por las que los practicantes aprenden a crear las ocasiones
de reflexión durante la acción. (Schón, 1996, p. 332)
Sin menospreciar la parte de la improvisación regulada, expresión del
habitus como sistema de esquemas (Bourdieu, 1972, 1980; Perrenoud,
1994a, 1996c; 2001c) que nos dispensa de reflexionar cuando n o es n ece­
sario ni posible, hay mucho que ganar si se desarrolla en form ación la ca­
pacidad al mismo tiempo de «crear ocasiones de reflexionar» y de sacarles
provecho de la m ejor form a posible, dominando el estrés, yendo a lo esen­
cial, confiando en configuraciones globales de indicios más que en el aná­
lisis aguzado de cada uno o tomando decisiones sobre la base de una
mezcla de lógica y de intuición. Carbonneau y Hétu (1996, p. 86) nos p ro ­
ponen una comparación interesante con la conducta en el automóvil, en
la que la visión del principiante se corresponde a la visión nocturna, mien­
tras que la del experto evoca la visión diurna:
[ . . . ] el campo que aprehendemos presenta una gran apertura. Tenemos la im­
presión de tener ojos alrededor de toda la cabeza y el menor movimiento que se
produzca en ese campo es inmediatamente detectado e inmediatamente se pro­
grama una parada, por si acaso.
Mientras que para el principiante:
E l campo de visión está limitado por la luz que proyectamos y cualquier otro haz
de luz proyectado puede deslumbramos.
Durand (1996), en un enfoque de la enseñanza en el entorno escolar
inspirado en la ergonomía cognitiva, confirma la fuerte imbricación de la
percepción y del pensamiento en las situaciones de actividad intensa. Más
que ser iterativo y analítico, el pensamiento procede mediante GestaU, como
la percepción, captando en una sola vez un conjunto de elementos que dan
sentido y «dibujan» una decisión que form a parte del marco más que des­
prenderse de él. Los trabajos de Várela (1989) sobre la «enacción» insisten
en los límites de la separación clásica -e n la filosofía occidental—entre el in­
De
la r eflex ió n en ia acción a una
PRACTICA
reflexiva
dividuo y el mundo. En algunos estados de urgencia o de rutina, el pensa­
miento parece «sumergido en la acción», sin que por ello haya disolución
de las operaciones mentales en puros automatismos de comportamiento.
Mientras que la lógica natural y el pensamiento desligado de la plena
acción se estudian con relativa facilidad en la psicología cognitíva, los m o­
delos de funcionamiento del pensamiento y del conocimiento en la acción
parecen todavía bastante confusos y frágiles. Sugieren, sin embargo, que lo
que a veces denominamos intuición, olfato o vista son operaciones que no
tienen nada de mágico y que son el resultado de un aprendizaje. ¿Por qué
entonces dejar éste último a merced del azar? Sólo puede resultar de un
entrenamiento intenso, en situación de acción auténtica o simulada. P or lo
tanto, la acción pedagógica tiene que encontrar las modalidades adecua­
das. La inmersión en una clase no basta, porque supone afrontar una gran
diversidad de configuraciones sin que la repetición sea suficiente para in­
tensificar o densificar la experiencia y acelerar así los aprendizajes.
Un entrenamiento más intensivo y controlado permitiría aumentar la
regulación cognitíva, en tiempo real, de la acción pedagógica emprendida,
pero también favorecería una reflexión más distanciada aposteriori. Sin duda,
resulta difícil reflexionar sobre una acción íntegramente automatizada, que
presenta una fuerte opacidad para el propio individuo. Provocada en plena
acción, en el momento de una regulación deliberada, la concienciación po­
dría llevarse a cabo en un mom ento más propicio, cuando los alumnos se
dedican a otras tareas o han regresado a casa, para dejar así al profesor su
tiempo para repasar con más calma el curso de los acontecimientos.
La reflexión fuera del impulso de la acción
En este caso, el profesor no está interactuando con sus alumnos, sus padres
o sus colegas. Reflexiona sobre lo que ha pasado, sobre lo que ha hecho o
intentado hacer o sobre el resultado de su acción. También reflexiona para
saber cómo continuar, retomar, afrontar un problema o responder a una
pregunta. La reflexión fuera del impulso de la acción, a menudo es a la vez
retrospectiva y prospectiva, y conecta el pasado y el futuro, en particular, cuan­
do el practicante está realizando una actividad que se prolonga durante va­
rios días, e incluso varias semanas, por ejemplo, una propuesta de proyecto.
La reflexión está dominada por la retrospección cuando se produce por
el resultado de una actividad o de una interacción, o en un momento de
calma, en cuyo caso su función principal consiste en ayudar a construir un
balance, a comprender lo que ha funcionado o no o a preparar la próxima
vez. Indirectamente, siempre hay una posible próxima vez. Se presenta se­
gura cuando reflexionamos, durante una interrupción, de alguna form a
entre dos «asaltos» del mismo combate. La reflexión después de la acción
DESARROILM LA PÍÍCIICA RETIEXIVA EH El
oficio de
ENSENAR
puede -si bien no de form a automática- capitalizar la experiencia, e incluso
transformarla en conocimientos susceptibles de ser utilizados de nuevo en
otras circunstancias.
La reflexión está dominada por la prospección cuando se produce en el
mom ento de la planificación de una actividad nueva o de la anticipación
de un acontecimiento, incluso de un pequeño problem a inesperado (por
ejemplo, acoger a un nuevo alumno que cambia a mitad de curso). Inclu­
so entonces, es raro que el enseñante no se base en experiencias persona­
les más o menos transferibles.
En el oficio de enseñante, la reflexión fuera del impulso de la acción
no siempre es tranquila. A veces se ve presionada, constreñida entre dos
tiempos fuertes, por ejemplo, cuando roba unos minutos al control de la
clase, mientras que los alumnos trabajan individualmente o bien durante
el recreo, Puede desarrollarse entre dos clases, durante la pausa de me­
diodía o al final de una jornada escolar. Entonces, a menudo conduce a un
problema que debe resolverse bastante rápido, por ejemplo, decidir si hay
que eximir de educación física a un alumno que no se siente bien o bien
confirmar la sospecha en relación con el trabajo entregado por otro alum­
no. La reflexión sobre lo que ha pasado o pasará en clase ocupa, de form a
más o menos planificada, una parte del tiempo libre de los enseñantes, en
los atascos de circulación o mientras se duchan, pero también con ocasión
de conversaciones con colegas o familiares.
La presión «física» de los alumnos es entonces menos fuerte, pero un
enseñante dispone a fin de cuentas de poco tiempo para todas las acciones
pasadas, en curso o futuras que merecerían reflexión. Incluso fuera de clase
puede experimentar cierto sentimiento de apremio, de zapping insatisfacto­
rio entre diferentes problemas, con la frustración de no poder llegar hasta
el final de ninguna hipótesis, leyendo, conversando, formándose...
P o r otro lado, la reflexión sobre la acción se renueva constante­
mente con el devenir de los hechos presentes. Nada hay tan efím ero
com o las interacciones y los incidentes críticos en una clase. Cada día,
nuevos elem entos ocupan el prim er plano de la escena. Así, la reflexión
sobre la acción a m enudo se rom pe tan pronto empieza, a m erced del
flujo de los acontecimientos que ordena otras decisiones y otras refle­
xiones que, a su vez, son captadas p o r la actualidad. El funcionamiento
de la prensa diaria es una buena m etáfora de lo que vive un practicante
sumergido en la acción: los acontecimientos más recientes cubren cons­
tantemente los precedentes.
Pero ¿acaso no hay situaciones y acciones que se repiten y que se plan­
tean a la reflexión como objetos duraderos cuando no permanentes? Sin
duda, pero el practicante pasa entonces a otro registro, el de la reflexión
sobre las estructuras relativamente estables de su propia acción y sobre los siste­
mas de acción colectiva en los que participa.
DE LA REFLEXION EN LA ACCIÚN A UNA PRÁCTICA REFLEXIVA
La reflexión sobre el sistema de acción
Acción: la expresión es ambigua. A veces, designa un acto preciso, a veces,
se refiere a la acción humana en general. Para eliminar esta ambigüedad,
sería mejor hablar de reflexión sobre el sistema de acdón cada vez que el indi­
viduo se aleja de una acción singular para reflexionar sobre las estructuras
de su acción y sobre el sistema de acción en el que se encuentra.
En un primer nivel, la reflexión sobre nuestro sistema de acción cues­
tiona los fundamentos racionales de la acción: las informaciones disponi­
bles, su tratamiento, los conocimientos y los métodos con los que nos
ayudamos. El acto de informar que se practica en algunos oficios —por ejem­
plo, en el de piloto o en la acción militar—intenta reconstituir los razona­
mientos mantenidos durante la acción e identificar sus puntos débiles y sus
márgenes de error: conocimientos obsoletos, insuficientes o inservibles en
la memoria de trabajo, informaciones incompletas u orientadas, inferen­
cias precipitadas o aproximativas, operaciones demasiado lentas o vacilan­
tes, mal enfoque del problema, búsqueda insuficiente de recursos y de
ayudas disponibles, m odelo de interpretación inadecuado, etc.
Tarde o temprano, se actualizarán las operaciones mentales de rutina,
que han sido efectuadas sin ser guiadas con detalle por la parte más alerta
de nuestro cerebro. Cuantos más elementos hay para tratar, más tiempo
nos falta, más pensamos en el estrés, más inevitable es funcionar con el «p i­
loto automático», sin pensar ni cuestionar el fundamento de las rutinas
que seguimos, comprobar sus conclusiones o cuestionar sus ofuscaciones.
Incluso hablando de una relectura de la parte consciente y racional de la
acción, volvemos a mostrar la parte del inconsciente práctico de nuestra
acción. Esta concierne no sólo a nuestros gestos, sino también a nuestras ope­
raciones intelectuales, lo que no tiene nada de sorprendente, puesto que
éstas últimas son sólo acciones progresivamente interiorizadas, que se apli­
can a representaciones y símbolos, más que a objetos.
Tanto si son «concretos» como «abstractos», no inventamos nuestros
actos todos los días. Las situaciones y las tareas se parecen, así que nues­
tras acciones y operaciones singulares son variaciones sobre una trama bas­
tante estable. Podemos llamar a esta trama estable «estructura de la acción»
o esquema de acción, en el sentido piagetiano:
Las acciones, en realidad, no se suceden aleatoriamente, sino que se repiten y
se aplican deforma parecida a las situaciones comparables. Más concretamen­
te, se reproducen tal anuo son, con los mismos intereses, corresponden a situa­
ciones análogas, pero se diferencian o se combinan de forma nueva si las
necesidades o las situaciones cambian. Llamaremos esquemas de acción a los
que, en una acdón, se pueden transponer, generalizar o diferendar ele una si­
tuación a la siguiente, dicho de otra forma, ¡o que hay de común en las dife­
rentes repeticiones o aplicadones de la misma acdón. (Piaget, 1973, p. 23)
38
D esarrollar
la
¡'( íctica
reflexiva en el oficio de e h s e Rar
O incluso:
Denominamos esquema a la organización constante de la conducta
para una clase de situaciones determinada:
Es en los esquemas donde hay que buscar los conocimientos-enracto del indivi­
duo, es decir los elementos cognitivos que permiten a la acción del individuo ser
operativa. (Vergnaud, 1990, p. 186)
Un esquema guía la acción (concreta o mental), pero no impide la va­
riación, la innovación, la diferenciación a partir de la trama memorizada.
En la psicología de Piaget, la acción adaptada es un equilibrio entre una
asimilación de los esquemas existentes y una acomodación de estos esque­
mas a la situación.
Incluso cuando tenemos tiempo para una deliberación interior, nues­
tra acción manifiesta estructuras estables, no porque hayamos actuado de
form a irreflexiva, sino porque nuestra decisión ha seguido caminos idénti­
cos ante problemas análogos. Tenemos una form a estable de afrontar el
conflicto, la presión, la falsedad, la ignorancia, la agresividad, la incerti­
dumbre y el desorden. Las operaciones mentales son acciones interioriza­
das que, a su vez, son sobreentendidas por los esquemas.
Con Bourdieu, podemos llamar habitas ai conjunto de los esquemas de
que dispone una persona en un momento de su vida. El habitas se define
como un:
[ . . . ] pequeño conjunto de esquemas que permite engendrar infinidad de prác­
ticas adaptadas a situaciones siempre renovadas, sin constituirse jamás en
principios explícitos. (Bourdieu, 1972, p. 209)
N o somos conscientes de todos nuestros actos, pero sobre todo, no
siempre somos conscientes del hecho de que nuestros actos sigan estruc­
turas estables. Pero el hecho de que no tengamos una consciencia clara es
a menudo «funcional»: nuestros esquemas nos permiten actuar rápida­
mente, casi con piloto automático, lo que físicamente es más económico,
por lo menos mientras no se interponga ningún obstáculo fuera de lo ha­
bitual. Piaget habla de un «inconsciente práctico», para subrayar que algu­
nos de nuestros esquemas se han constituido en lo implícito, a merced de
la experiencia, sin saberlo el individuo. Otros, procedentes de acciones ini­
cialmente reflexionadas, incluso de la interiorización de procedimientos,
se han convertido en rutinas de las que ya no tenemos conciencia.
Nuestra acción es siempre la expresión de lo que somos, lo que cono­
cemos com o personalidad o carácter en la lengua de cada día, más que un
habitus. A veces, reflexionamos sobre nuestros esquemas de acción, inclu­
so si no utilizamos esta expresión científica. Para designar habitualmente
los aspectos de nuestro habitus cuya existencia presentimos, hablamos
de costumbres, de actitudes, de manías, de reflejos, de «com plejos», de ob­
D e U REFLEXIÓN EN U ACEIÓN A UNA PRACTICA REFLEXIVA
sesiones, de disposiciones, de tendencias, de rutinas y de rasgos de carác­
ter. Incluso si no somos capaces de describir exactamente su naturaleza, su
génesis y su m odo de conservación, observamos su permanencia y sus efec­
tos más o menos afortunados.
A veces, sucede que un enseñante tiene ganas de cambiar de habitus,
porque el suyo lo «involucra» constantemente en acciones de las que no
está satisfecho, por ejemplo, una tendencia a controlarlo todo, a ser des­
confiado o a intervenir en la mínima discusión entre el alumnado, o una
inclinación a minimizar los riesgos, a mofarse de los temores de los alum­
nos o a hacer responsables a sus padres de su conducta (p o r ejemplo, lle­
gar tarde, tener los deberes por hacer, ser indisciplinado o provocar
desórdenes).
Esta reflexión sobre sus esquemas de acción enraiza en la concienciación del carácter repetitivo de algunas reacciones, de algunas secuencias,
por lo tanto, en la existencia de guiones que se reproducen en situaciones
parecidas. Esta permanencia es una fuente de identidad, pero también de
insatisfacción, cuando el actor se siente demasiado desconfiado, impulsivo,
tímido, ansioso, ingenuo, lento, veleidoso o irritable...
La reflexión de un practicante sobre sus esquemas de acción se re­
monta en general a casos concretos, pero intenta superarlos para plantear­
se las disposiciones estables que explican que haya llegado hasta allí, por
ejem plo una escalada sin fin en los enfrentamientos con un alumno que él
ve como rebelde o perezoso. La reflexión sobre una o más acciones singu­
lares, pero de igual estructura, desemboca entonces, de form a más o
menos veleidosa, en la concienciación de una form a estable y a veces rígi­
da de ser, de pensar y de actuar que va en contra del interés del actor.
Entonces, el reto no sólo consiste en estar preparado para actuar de
form a distinta la próxima vez, sino de convertirse -en algunos aspectos- en
otro distinto. Así vemos cómo de la reflexión en plena acción, la más cen­
trada en el éxito inmediato, pasamos, a través de estadios sucesivos, a una
reflexión del individuo sobre sí mismo, su historia de vida, su formación,
su identidad personal o profesional o sus proyectos.
También apreciamos cómo esta reflexión se hace cada vez más difícil,
con motivo tanto de la opacidad de una parte del habitus a los ojos del
actor com o de sus ambivalencias ante la concienciación. El desarrollo de
los métodos de explicitación (Vermersch, 1994) indica los límites de la re­
flexión salvaje y de la toma de conciencia voluntarista.
La reflexión sobre su acción y sus esquemas de acción también remite
al actor a su inserción en los sistemas sociales y a sus relaciones con los
demás. Cada uno está ocupado en sistemas de acdón colectiva. Aporta su habitus, que la interacción enriquece, em pobrece o diferencia, de suerte que
se hace posible funcionar con los otros de form a relativamente estable, in­
cluso armoniosa. Bourdieu (1980) introduce la idea de una orquestación de
D eS M IO IU U L U PRACTICA REFLEXIVA EN EL OFICIO DE ENSEBAR
los habitus. Ésta explica por qué es difícil cambiar solo y justifica los enfo­
ques sistémicos de la terapia y del cambio.
Por su función, su saber, su responsabilidad de control de la clase y el
tipo de contrato y de relación que privilegia, el enseñante tiene más poder
que los alumnos sobre el sistema de acción colectiva, pero no es el único jefe.
Por otro lado, su habitus es, en prim er lugar, el producto de lo que ha
vivido y vive fuera de su clase actual, en otras clases o en diferentes grupos
en los que entra también en sinergia con otros actores. La reflexión sobre
la acción nos introduce entonces en una reflexión sobre la relación,
sobre nuestra form a de crear o de mantener lazos con el otro (Cifali, 1994),
pero también sobre las dinámicas de los grupos y de las organizaciones.
Una reflexión tan plural como sus practicantes
A esta diversidad de los objetos y niveles de reflexión hay que añadir la de
los estilos cognitivos y las situaciones concretas. N o todos funcionamos de
la misma forma. Para saber cómo un practicante reflexiona en plena ac­
ción, sobre la acción, sobre los conocimientos y sus esquemas de acción o
también sobre los sistemas de acción colectiva en los que está implicado,
hay que observarle y preguntarle.
Los motores de la reflexión son múltiples:
♦ Problema que hay que resolver.
♦ Crisis que hay que resolver.
♦ Decisión que hay que tomar.
♦ Regulación del funcionamiento.
♦ Autoevaluación de la acción.
♦ Justificación para con un tercero.
♦ Reorganización de sus categorías mentales.
♦ Deseo de comprender lo que pasa.
♦ Frustración o rabia que hay que superar.
♦ Placer que hay que conservar a cualquier precio.
♦ Lucha contra la rudna o el aburrimiento.
♦ Investigación de sentido.
♦ Deseo de hacerse valer mediante el análisis.
♦ Formación y construcción de conocimientos.
♦ Búsqueda de la identidad.
♦ Regulación de las relaciones con los otros.
♦ Trabajo en equipo.
♦ Rendir cuentas.
La reflexión se sitúa entre un polo pragmático, que es un medio de actuar,
y un polo de identidad, que es fuente de sentido y forma de ser en el mundo.
D e u r eflex ió n en la acción a u na practica reflexiva
Los incidentes desencadenantes son igualmente diversos. Resulta difí­
cil decir in abstracto por qué reflexionamos sin referirnos a un contexto.
Llegaremos a captar mucho m ejor el funcionamiento reflexivo de un prac­
ticante si lo conducimos a contar episodios reflexivos. Evocará entonces en ge­
neral lo que ha desencadenado un episodio. Sin embargo, un incidente
puede tan sólo ser la gota que colma el vaso. Provoca un efecto lím ite y nos
lleva a afirmaciones del tipo: «N o podemos continuar así».
Entre los incidentes o acontecimientos desencadenantes, encontrare­
mos, por ejemplo, los siguientes:
♦ Conflicto.
♦ Falta de rectitud, indisciplina.
♦ Agitación de la clase.
♦ Dificultades de aprendizaje.
♦ Apatía, falta de participación.
♦ Actividad que fracasa.
♦ Actividad que no consigue su objetivo.
♦ Resistencia de los alumnos.
♦ Planificación inaplicable.
♦ Resultados de una prueba.
♦ Tiem po perdido, desorganización.
♦ Momento de pánico.
♦ Momento de cólera.
♦ Momento de cansancio, de aversión.
♦ Momento de tristeza, de depresión.
♦ Injusticia inaceptable.
♦ Elementos surgidos en consejo de clase.
♦ Llegada de un visitante.
♦ Llegada de un nuevo alumno.
♦ Fichas para rellenar.
♦ Consejo de orientación que hay que dar.
♦ Solicitación de una ayuda.
♦ Formación desestabilizante.
♦ Discusión en equipo.
♦ Conversación con los alumnos.
♦ Conversación con los colegas.
♦ Conversación con terceros.
♦ Reuniones con los padres.
N o todos los enseñantes son sensibles a los mismos acontecimientos
o incidentes. Sin contexto definido, cada uno dirá que unos determina­
dos incidentes le harán reflexionar. En realidad, durante un año escolar,
también intervienen filtros personales, de form a que, por ejemplo, los mo­
mentos de depresión jamás hacen reflexionar a tal enseñante (espera a que
DESM UHUK U P Ü C tltt UF1EXIVA EH El OFICIO DE ENSEÑM
pase tod o), mientras que la perspectiva de rellenar los boletines trimestra­
les lo sume cada vez en los abismos de la perplejidad y suscita una reflexión
de fondo sobre la evaluación.
Penser la bouche pleine es el titulo de un hermoso libro de Schlanger
(1983) sobre la epistemología. ¿Cuándo y dónde reflexionamos? Los luga­
res, los tiempos, los climas de la reflexión, a su vez, varían. La reflexión se
asienta en una realidad cotidiana a veces extremadamente prosaica e in­
cluso cómica. Todos los practicantes que reflexionan n o adoptan la postu­
ra del pensador de Rodin. Cuando reflexionan en plena acción, en clase,
manifiestan estilos muy distintos: unos piensan en voz alta o hablan para
no decir nada, lo que les da tiem po para formarse una idea; otros se reti­
ran un instante de la interacción, asignando una tarea a los alumnos; algu­
nos cierran los ojos, otros escriben o dibujan, se sientan o caminan,,.
Para reflexionar sobre la acción, los esquemas o los sistemas de acción,
la elección de posturas es todavía más amplia: en casa, al levantarse, antes
de acostarse, conversando con la familia, en el margen de una lectura, pre­
parando las clases, corrigiendo ejercicios, tomando el té, haciendo gimna­
sia... O conduciendo o en el autobús, en el supermercado, en la playa...
Cuando se tercie o de form a metódica, en lugares apropiados o en cual­
quier lado, en la soledad o en la interacción.
De la reflexión ocasional a la práctica reflexiva
Evidentemente, a todos nos sucede alguna vez que reflexionamos espontá­
neamente sobre la propia práctica, pero si este planteamiento no es metó­
dico ni regular no va a llevar necesariamente a concienciaciones ni a
cambios. Cualquier enseñante principiante reflexiona para asegurar su su­
pervivencia (Holborn, W ideen y Andrews, 1992; Woods, 1997); luego,
cuando ya ha conseguido la velocidad de crucero, lo hace para navegar
algo por encima de la línea de flotación; y, finalmente, a veces, para con­
seguir objetivos más ambiciosos. Esta reflexión espontánea no lo convierte
en un practicante reflexivo en el sentido de Schón (1983,1987,1991) o de
St-Arnaud (1992).
U n «enseñante reflexivo» no cesa de reflexionar a partir del momento
en que consigue arreglárselas, sentirse menos angustiado y sobrevivir en
clase. Sigue progresando en su oficio, incluso en ausencia de dificultades o
de crisis, por placer o porque no puede impedirlo, porque la reflexión se
ha convertido en una form a de identidad y de satisfacción profesionales. Y
se entrega con herramientas conceptuales y métodos, a la luz de los dife­
rentes conocimientos y, en la medida de lo posible, en el marco de una
interacción con otros practicantes. Esta reflexión construye nuevos cono­
cimientos, que tarde o temprano se utilizarán en la acción. Un practicante
D e LA REFLEXION EN LA ACCIÓN A UHA PRACTICA REFLEXIVA
reflexivo no se contenta con lo que ha aprendido en su formación inicial
ni con lo que ha descubierto en sus primeros años de práctica. Revisa cons­
tantemente sus objetivos, sus propuestas, sus evidencias y sus conocimien­
tos. Entra en una espiral sin fin de perfeccionamiento, porque él mismo
teoriza sobre su práctica, solo o dentro de un equipo pedagógico. Se plantea
preguntas, intenta com prender sus fracasos, se proyecta en el futuro;
prevé una nueva form a de actuar para la próxima vez, para el próxim o año,
se concentra en objetivos más definidos y explícita sus expectativas y sus
métodos. La práctica reflexiva es un trabajo que, para convertirse en regu­
lar, exige una actitud y tina identidad particulares.
Esta actitud reflexiva y el hatítus correspondiente no se construyen es­
pontáneamente en cada persona. Si deseamos hacer de ello la parte cen­
tral del oficio de enseñante para que se convierta en una profesión de
pleno derecho, corresponde especialmente a la formación, inicial y conti­
nua, desarrollar la actitud reflexiva y facilitar los conocimientos y el saber
hacer correspondientes.
En numerosos países existe una evolución en este sentido, pero toda­
vía dista de estar lo bastante avanzada, a veces por falta de desearla con de­
terminación haciendo las concesiones necesarias y también de saber
exactamente cómo afrontarlo todo.
Hay algunas concesiones que hay que sacrificar de entrada: para que
los estudiantes aprendan a convertirse en practicantes reflexivos, hay
que renunciar a sobrecargar el currículo académico inicial de conoci­
mientos disciplinares y metodológicos, dejar tiempo y espacio para un pro­
cedimiento clínico, la resolución de problemas y el aprendizaje prácüco de
la reflexión profesional, en una articulación entre tiempos de intervención
sobre el terreno y tiempos de análisis. Más que suministrar al futuro ense­
ñante todas las respuestas posibles, lo que hace una form ación orientada
hacia la práctica reflexiva es multiplicar las ocasiones para que los estu­
diantes en las aulas y en prácticas se fo ijen esquemas generales de reflexión
y de regulación.
Ésta es una de las razones por las que, en form ación inicial, se for­
man, en el m ejor de los casos, solamente buenos principiantes, cuyas com­
petencias no dejarán de aumentar y diversificarse a lo largo de los años,
no sólo porque sigan programas de form ación continua, sino porque tie­
nen una capacidad de autorregulación y aprendizaje; a partir de su propia ex­
periencia y del diálogo con otros profesionales. Para ello, es importante
que la form ación desarrolle las capacidades de auto-socio-construcción
del habitus, del saber hacer, de las representaciones y de los conocimien­
tos profesionales. De este modo, permitirá una relación con la propia
práctica y con uno mismo, una postura de autobservación, de autoanáli­
sis, de planteamiento y de experimentación, y facilitará una relación re­
flexiva con lo que hacemos.
44
D es a k ío lia r
u
rüicnc»
r eflex iv a eh e l
«neto
b e enserar
Las preguntas se plantean de form a algo distinta en formación conti­
nua, pero ésta también podría orientarse más claramente hacia una prác­
tica reflexiva que hacia una actualización de los conocim ientos
disciplinarios, didácticos o tecnológicos.
En cualquier caso, la práctica reflexiva se aprende con un entrena­
miento intensivo, lo que nos remite no tanto al pequeño módulo de ini­
ciación a la reflexividad, sino a las formaciones completas orientadas al
análisis de prácticas y a el procedimiento clínico de form ación (Imbert,
1992; Cifali, 1991,1996o; Perrenoud, 1994a; 1998a, d; 2001 d).
2
Saber reflexionar sobre la propia práctica:
¿es éste el objetivo fundamental de la formación
de los enseñantes?
Saber reflexionar sobre la propia práctica, ¿acaso no es la cosa más com­
partida del mundo? ¿Acaso no reflexionan todos los profesionales sobre lo
que hacen? ¿Podríamos, de alguna forma, evitar que lo hagan? ¿Acaso la
reflexión en la acción y sobre la acción no constituye ya una parte inhe­
rente del ser humano?
En pocas palabras: ¿por qué formar para reflexionar, si parece algo tan
natural como respirar? ¿Por qué deberíamos hacer de este aprendizaje el
núcleo de la form ación de los enseñantes, si ya constituye una condición
preexistente? Si aceptan personal con estudios secundarios o estudios su­
periores, ¿no es, precisamente, porque son estudiantes cuyos estudios
secundarios los habrán ejercitado en la reflexión que aplicarán a su for­
mación y, posteriormente, a sus cometidos profesionales?
Es cierto que los futuros enseñantes tienen tanto menos necesidad de
form ación profesional para aprender a pensar, cuanto que su itinerario
preparatorio ya se la ha facilitado. ¿Acaso n o será por este motivo que ya de
entrada presentan las posturas y los habitas mentales propios de un practi­
cante reflexivo? ¿No habrá, entre la form a habitual de reflexionar y la prác­
tica reflexiva, la misma diferencia que existe entre la respiración de
cualquier ser humano y la de un cantante o un atleta?
Se trata de una postura y de una práctica reflexivas que son la base de
un análisis metódico, regular, instrumentado, sereno y efectivo, disposición y com­
petencia que normalmente se adquiere a base de un entrenamiento intensi­
vo y voluntario.
Los estudios de Schón hacen referencia a todo tipo de oficios y dejan
abierta la cuestión de si el enseñante es o debe convertirse en un practi­
cante reflexivo. A partir de este punto, se plantean dos preguntas concretas:
1. ¿Por qué form ar a los enseñantes a reflexionar sobre su práctica?
2.
¿Cómo actuar de form a eficaz en este sentido durante la forma­
ción inicial?
H e aquí algunas respuestas.
DESARROHAR U F lítric * REFLEXIVA EH El OFICIO DE ENSEÑAR
¿Por qué formar a los enseñantes para reflexionar sobre su práctica?
En este apartado, consideraremos diez razones, vinculadas de form a muy
dispar a la evolución y a las necesidades recientes de los sistemas educati­
vos. Todas ellas traducen una visión definida del oficio de enseñante y de
la escuela. El lector que no la comparta no hallará las mismas razones para
formar a los enseñantes a reflexionar sobre su práctica. Incluso es posible
que no encuentre ninguna...
N o existe ninguna cronología ni jerarquía entre estas razones. Enton­
ces, podemos esperar de una práctica reflexiva que:
♦ Compense la superficialidad de la form ación profesional.
♦ Favorezca la acumulación de saberes de experiencia.
♦
Acredite una evolución hacia la profesionalización.
♦
Prepare para asumir una responsabilidad política y ética.
♦
♦
Permita hacer frente a la creciente complejidad de las tareas.
Ayude a sobrevivir en un oficio imposible.
♦
Proporcione los medios para trabajar sobre uno mismo.
♦
♦
♦
Ayude en la lucha contra la irreductible alteridad del aprendiz.
Favorezca la cooperación con los compañeros.
Aumente la capacidad de innovación.
Analicemos una a una estas razones.
Compensar la superficialidad de la formación profesional
En general, en los países desarrollados, los enseñantes dominan bas­
tante bien los conocimientos que deben transmitir. Siempre se puede con­
siderar que una mayor cultura y un mayor dom inio de la teoría
aumentarán su imaginación didáctica y su capacidad de improvisación, ob­
servación, planificación y trabajo y a partir de los errores o los obstáculos
con que se topan sus alumnos. Nunca es inútil saber más, no para transmi­
tir todo lo que uno sabe, sino para «tener m argen», dominar la materia, relativizar los conocimientos y adquirir la seguridad necesaria para aplicar los
métodos de investigación con los alumnos y alumnas, o bien para orientar
el debate hacia los conocimientos.
La form ación académica de los enseñantes no es excelente, sin em­
bargo, debemos reconocer que deja menos que desear que su formación
didáctica y pedagógica. El desequilibrio es mayor en la educación secun­
daria y alcanza su punto máximo en la enseñanza superior, puesto que una
parte de los profesores desempeñan esta función sin ninguna formación
didáctica.
¿Cómo sobreviven? Las mentalidades menos compasivas responderán
que se las apañan haciendo fracasar a todos los estudiantes incapaces de
SAIEK REFLEXIONA! SOBRE UL PROPIA PIÍCIICA
com prender un curso inadecuado. Los más optimistas, en cambio, dirán
que «lo que se entiende bien se enuncia con claridad y las palabras para ex­
presarlo vienen con fluidez»; con sólo dominar su disciplina, los profesores
enseguida deberían ser capaces de exponerla de form a clara a los estu­
diantes correctamente seleccionados, a quienes se considera que poseen el
nivel exigido para tomar notas, leer tratados y estudiar con serenidad y re­
flexión la palabra magistral. Asimismo, se podría apuntar que los profeso­
res de universidad, igual que todo el mundo, aprenden de la experiencia,
mejoran con el transcurso de los años y terminan por crear un sistema di­
dáctico para desarrollar el saber hacer. Y lo logran, pese a su ignorancia y,
en ocasiones, su desprecio por las ciencias de la educación, puesto que su
form ación intelectual especializada los prepara para observar y analizar
con realismo lo que pasa y adaptar sus acciones en consecuencia.
Podemos plantear la misma hipótesis para los estudiantes procedentes
de los Instituís univemtaires deformation des maítres (Institutos universitarios de
formación de maestros -IU F M -) creados en Francia en 1989. Estos nuevos
profesores se forman con el nivel de estudios secundarios más cinco años
universitarios (com o m ínim o), pero sólo siguen un breve año de formación
estrictamente profesional: el último. Todo lo anterior (formación disciplinar
y preparación de oposiciones) conduce de Forma secundaria a la enseñanza y
al aprendizaje, y fundamentalmente al dominio de los contenidos que deben
transmitirse. N o obstante, según indican las primeras encuestas, se las arre­
glan con dignidad en su clase. ¿Por qué? Seguramente, porque su nivel de
formación los hace capaces de aprender de la experiencia analizando lo
que hacen y regulando su labor profesional de acuerdo con ello.
De todo ello, puede deducirse que, para saber reflexionar sobre la
propia práctica, basta con dominar los instrumentos generales de objetiva­
ción y de análisis y poseer un entrenamiento para el pensamiento abstrac­
to, el debate, el control de la subjetividad, el enunciado de las hipótesis y
la observación metódica. Este es el m otivo por el cual, una form ación para
la investigación puede, en cierta medida, preparar para una práctica refle­
xiva, y a la inversa (Perrenoud, 1994a).
Para los profesores de enseñanza secundaria, y todavía más para los
de primaria, dicho nivel de form ación dista mucho de ser la norm a vi­
gente y no se dispone en muchos lugares del mundo de estudios profon­
dos para desarrollar los medios de una práctica reflexiva espontánea.
Además, no es seguro que la inteligencia, el rigor y el buen criterio sean
suficientes para alimentar una reflexión que incremente la eficacia de la
enseñanza. Se podría lanzar de antemano la hipótesis, algo cínica, de que
buena parte de los profesores hacen evolucionar su práctica, desde un
punto de vista muy egocéntrico, hasta que hallan en ésta su felicidad o,
p o r lo menos, un mínimo de equilibrio y rendim iento económico. Inm e­
diatamente, conectan el «p iloto automático». Del mismo m odo que al­
D e s a r r o l l a r l a PRACTICA r e f l e x i v a e n e l o f i c i o d e e n s e r a r
guien que tiene frío reflexiona hasta que se resuelve su problema y des­
pués, ya n o piensa más en e llo ...
Este hecho subraya la importancia, en una form ación para la práctica
reflexiva, de un enfoque sistémico, de una concienciación de las necesida­
des de los alumnos y alumnas y de una preocupación por la democratización del acceso al saber. Una práctica reflexiva que permita al profesor
detectar a los alumnos y alumnas «menos dotados» para desentenderse de
ellos y a los alumnos y alumnas menos colaboradores para neutralizarlos rá­
pidamente, no mejoraría la calidad de la enseñanza, sino que únicamente
mejoraría la comodidad del docente... U na práctica reflexiva no es sola­
mente una competencia al servicio de los intereses legítimos del enseñan­
te, sino que también es una expresión de la conciencia profesional. Los
profesores que no reflexionan más que por necesidad y que dejan de plan­
tearse cuestiones desde el m om ento en que se sienten seguros no son
practicantes reflexivos.
¿Acaso no es paradójico esperar de una form ación profesional consi­
derada demasiado breve que, además, prepare a todos para que reflexio­
nen sobre la propia práctica? ¿No sería m ejor enriquecer, en el currículo,
la parte de las competencias profesionales, más que tratar de colmar las ca­
rencias mediante una práctica reflexiva?
N o podemos avalar las formaciones profesionales más superficiales,
sino que tenemos que defender lo contrario para elevar el lugar del cono­
cimiento y de las competencias para enseñar. D e otra forma, sería absurdo
esperar que una formación inicial, por más completa que sea, pueda anti­
cipar todas las situaciones con las que deberá enfrentarse un enseñante, un
día u otro, en su labor y dotarlo de todos los conocimientos y competen­
cias que algún día podrían ser adecuados. Todos los enseñantes son, en
grados diversos, autodidactas y están condenados a aprender, en parte, su
oficio «sobre el terreno».
Una postura y una práctica reflexivas conducen a vivir este aprendiza­
je de form a positiva, a organizado de form a activa y a llevarlo más allá de
la simple supervivencia. D e este m odo, se puede aplicar a la form ación
inicial esta máxima china:
Vale más enseñar a un hombre hambriento a pescar que regalarle pescado.
Favorecer la acumulación de saberes de experiencia
Toda experiencia no siempre genera el aprendizaje de form a automática.
Una rutina eficaz tiene precisamente la virtud de que evita el plantea­
miento de preguntas. El ser humano aspira a adquirir rutinas parecidas, a
funcionar sin devanarse los sesos. Su experiencia no constituye una fuente
de autoformación, o tan sólo lo hace en el sentido restringido de una con­
solidación de lo que funciona.
Incluso cuando la experiencia todavía no se parece a un tranquilo y
largo río o cuando surgen imprevistos inesperados, la reflexión que de ello
se desprende no desemboca necesariamente en conocimientos que se pue­
dan volver a utilizar en otras situaciones. Una parte de la reflexión sobre la
acción produce un ajuste pragmático. El profesor, por ejemplo, aprende a
proporcionar las consignas de forma más precisa para evitar los malenten­
didos, a controlar determinadas conversaciones para evitar el desorden en
clase, a formular los exámenes de form a distinta para facilitar su correc­
ción, a no introducir una actividad si falta tiempo para desarrollarla antes
del final del trimestre, etc. Estos aprendizajes se traducen en conductas
nuevas, acompañadas, sin lugar a dudas, por lo menos al principio, de un
razonamiento más o menos explícito. Una vez se ha solventado el proble­
ma, el profesor podrá volver a conectar el piloto automático.
¿Acaso se acumulan los saberes, en el sentido de conocimientos reduci­
dos a la mínima expresión y generalizables a situaciones similares? ¿Acaso
produce el ajuste una «teoría», un principio explicativo y una heurística sus­
ceptibles de aprovecharse de nuevo? ¿O tal vez se limita a una simple adap­
tación de la práctica, que arroja resultados más satisfactorios sin que sepamos
realmente por qué? Cuando los estudiantes en período de prácticas pregun­
tan a los formadores, a menudo reciben respuestas confusas y vagas a la pre­
gunta sobre por qué el educador experimentado hace lo que hace.
Seguramente, cualquier gesto profesional albergaba, en su origen, una jus­
tificación, pero ésta cae en el olvido. La memoria de los docentes suele ser
frágil.
Desarrollar una práctica reflexiva significa aprender a aprovecharse de
la reflexión gracias a:
♦ U n ajuste de los esquemas de acción, que permita una intervención
más rápida, más concreta o más segura.
♦ Un refuerzo de la imagen de uno mismo como profesional reflexi­
vo en proceso de evolución.
♦ Un saber integrado, que permitirá comprender y dominar otros
problemas profesionales.
¿Cuáles son los ingredientes necesarios para ir más allá del beneficio
inmediato? Probablemente, la curiosidad y la voluntad de saber más que
distinguen a aquellos que cierran un libro en cuanto han encontrado la in­
form ación que buscaban de los que se sumen profundamente en la labor
y siguen leyendo...
Sin lugar a dudas, la pereza intelectual inhibe la práctica reflexiva.
Esta última representa una labor de la mente, tanto en plena acción como
a posteiiori. Incluso si esta labor se escoge libremente y se vive de m odo
constructivo, exige energía y obstinación. Los enseñantes que desean dejar
sus preocupaciones profesionales para la escuela y a quienes no les gusta
DfSARüOUM U PRÁCIICA REFLEXIVA EH EL OFICIO DE ENSEflAR
buscarle tres pies al gato no se convertirán en practicantes reflexivos, ni
tampoco los que están agotados por cuestiones de salud o monetarias, por
las tareas familiares o las responsabilidades asociativas.
Sin embargo, el trabajo y la disponibilidad no bastan. Hay dos ingre­
dientes más que parecen necesarios:
♦ Una form a de método, de memoria organizada, de perseverancia.
♦
Los marcos conceptuales que sirven de estructuras de acogida.
El m étodo puede pasar por rituales, formas de escritura, conversacio­
nes regulares con los compañeros, el entorno familiar o el gato... Lógica­
mente, es favorable entrar en interacción con otros profesionales de la
enseñanza o con aficionados «iluminados».
Reflexionar o debatir sin fundamentarse en determinados conoci­
mientos no nos conducirá muy lejos. La experiencia singular n o produce
aprendizaje a menos que se conceptualice, vinculada a los conocimientos que
la convierten en algo inteligible y la inscriben en una u otra fo rm a de
regularidad. Sabemos que el conocimiento se desarrolla en red, que cons­
truimos campos conceptuales {Vergnaud, 1990,1994,1996) más que concep­
tos aislados y que el aprendizaje es un valor añadido que depende del
capital que ya se haya almacenado. Éste es el motivo por el que los estu­
diantes principiantes en prácticas se aburren con facilidad cuando hacen
un curso en una clase; ello se debe a la falta de estructuras conceptuales di­
ferenciadas, tienen la impresión de ver «siempre lo mismo»: un maestro,
los alumnos y alumnas, y los deberes.
Por el contrario, un practicante reflexivo nunca deja de sorprenderse, de
urdir la trama, puesto que lo que observa está en consonancia con sus mar­
cos conceptuales. Estos últimos pueden provenir de una larga práctica re­
flexiva personal y de los conocimientos personales que le ha permitido
acumular el transcurso de los años. En general, la reflexión resulta más
fructífera si también se nutre de lecturas, formaciones, saberes teóricos o
saberes profesionales creados por otros, investigadores o practicantes. Evi­
dentemente, es de desear que los conocimientos de la experiencia sean
«fecundados» por una verdadera cultura de ciencias de la educación. Cier­
tos puntos de vista sobre la gestión mental, los enseñantes eficaces, el aná­
lisis transaccional o la programación neurolingüística (P N L ) pueden
funcionar com o marcos conceptuales y puntos de referencia de la expe­
riencia, a pesar del juicio severo que emiten numerosos investigadores
sobre la validez de dichas teorías.
El capital de conocimientos acumulados siempre tiene una doble fun­
ción: guía y agudiza la mirada durante la interacción; a continuación, con­
tribuye a poner orden en las observaciones, a relacionarlas con otros
elementos del saber y a «teorizar la experiencia». Cumplirá con esta doble
función tanto m ejor cuanto que la formación haya entrenado al estudian­
te para familiarizarlo con los conocimientos teóricos generales en situacio­
nes singulares.
En contrapartida, es posible que el enseñante en formación se apro­
pie de los conocimientos didácticos y pedagógicos necesarios para pasar los
exámenes y, sin embargo, sea incapaz de movilizarlos en una clase y, por
tanto, de enriquecerlos en función de la experiencia. Esta expresión leve
de esquizofrenia no es imaginaria: determinados enseñantes han construi­
do determinados conocimientos durante sus estudios y otros lo han hecho
a través de la práctica, pero estas dos esferas no se comunican, puesto que
la articulación de los saberes académicos y los conocim ientos surgidos
de la experiencia cotidiana nunca se ha valorado ni utilizado.
Por consiguiente, en este punto, ya podemos adivinar lo absurdo de
convertir el aprendizaje de una práctica reflexiva en una formación «m e­
todológica» alejada de las formaciones didácticas, transversales y tecnoló­
gicas. Es acerca de las facetas importantes de la práctica cuando
aprendemos a reflexionar, y no en el vacío ni con ejemplos irrelevantes.
Acreditar una evolución hacia la profesionallzación
Afirm ar la profesionalización del oficio de enseñante suena como un eslogan vacío si los practicantes rechazan la autonomía y las responsabilidades
que van ligadas a ello. ¿Por qué tendrían que rechazarlas? En ocasiones, se
trata de una elección: determinados enseñantes no aspiran a ejercer una
profesión, puesto que les conviene funcionar respetando el programa, los
horarios y los procedimientos prescritos. A veces, no poseen la identidad ni
la relación con la existencia que les permitiría considerarse como actores
responsables y autónomos, tanto en el trabajo como en la ciudad o la vida
privada.
Se podría avanzar la hipótesis de que, para la mayoría de ellos, este re­
chazo no expresa ni una elección ideológica ni un malestar existencial.
Procede de un cálculo racional: cada uno presiente que, para asumir una
fuerte autonomía profesional sin correr riesgos imprudentes, es preciso con­
tar con una gran confianza en uno mismo, basada en competencias especiar
fizadas, conocimientos exhaustivos, capacidad de juicio, de anticipación, de
análisis y de innovación. Sin embargo, no todos tienen esta seguridad.
La formación de una práctica reflexiva no es el único objetivo, sino
que se trata de una condición necesaria. Para asumir su autonomía y a fortiori
reivindicarla, debe poder decirse: «En el futuro, tendré que tomar decisio­
nes difíciles y no podré ampararme en las autoridades o los expertos. Pero
sé que lo conseguiré, aunque en la actualidad no tenga ni la m enor idea de
lo que haré, porque pienso que cuento con los medios para analizar la si­
tuación y emprender el buen camino». Ningún profesional está libre de
dudas, del fantasma del error fatal; sabe que no es infalible, pero la con­
DESARROLLAR LA PRÍCLICA REFLEXIVA EN EL OFICIO DE ENSEÑAR
fianza en su criterio es suficiente para afrontar el riesgo con más satisfac­
ción que miedo. Ningún médico, ningún investigador, ningún ingeniero,
ningún periodista, ningún abogado consigue esta relativa tranquilidad sim­
plemente desarrollando un pensamiento positivo o una alta autoestima. Se
ha formado y entrenado en una práctica reflexiva, en condiciones de in­
certidumbre y tensión, a veces en soledad, a veces en la confrontación con
los iguales y el conflicto sociocognitivo.
La profesionalización se concibe en la mente de los practicantes y en
el mensaje que envían a los otros actores. Un enseñante que se aleja enor­
memente de la ortodoxia puede conservar toda la confianza de sus alum­
nos y alumnas, de sus padres, de sus compañeros y de sus superiores, si
todos consideran que «sabe lo que hace» y cuenta con los recursos necesa­
rios para su autonomía.
El hecho de que los practicantes reflexivos sean el fruto de felices tra­
yectorias profesionales, seguramente no molestará a nadie. Si queremos
que los mismos recursos lleguen al máximo número de personas, no po­
demos confiar en el azar y es importante formarlos conscientemente para
una práctica reflexiva y reforzar así la identidad correspondiente.
Preparar para asumir una responsabilidad política y ética
H oy en día, los objetivos de la escuela son confusos y las condiciones de
ejercicio del oficio son tan heterogéneas que ya no podemos recurrir a los
programas para tener la conciencia tranquila. ¿Acaso es necesario, bajo el
pretexto de que está en el programa, obstinarse en enseñar gramática a
niños que no saben leer? ¿Es necesario invertir horas y horas en presentar
autores y obras literarias a adolescentes en busca de un diálogo verdadero
con los adultos? ¿Es preciso enseñar los rudimentos de la genética a los j ó ­
venes que no comprenden cómo se contagia el SIDA? ¿Hablar con detalle
de la revolución de 1910 a alumnos que no saben dónde está China y que
sólo tienen una vaga idea de las grandes etapas de la historia humana?
Los profesores se ven enfrentados a dilemas cada vez más numerosos
que responden al desfase entre los programas y el nivel, los intereses y los
proyectos de los alumnos; a su vez, estos problemas se derivan de la sobre­
carga de los programas y a la ficción según la que se dispondrá de las horas
previstas en los programas para enseñar, mientras que una parte del tiem­
po de clase se pasa gestionando las transiciones, previniendo o combatien­
do el desorden, en definitiva, (re) creando las condiciones del trabajo
pedagógico. La heterogeneidad de las clases obliga a escoger con mayor o
m enor lucidez a los alumnos y alumnas para los que trabajamos priorita­
riamente, es decir, a sacrificar a unos en beneficio de otros.
Frente a estos dilemas, los enseñantes están bastante solos, puesto que
los programas son imprecisos, contradictorios o vacíos y simplemente acón-
S a b e r r e f l e x io n a r s o b e e la p r o p ia p r íc m c a
sejan «hacerlo lo m ejor posible» y, además, porque los compañeros viven
otras situaciones. De hecho, lo que debería estar bien definido por el sis­
tema educativo está únicamente reservado a las instituciones y a los ense­
ñantes, no por la voluntad positiva de. aumentar su autonomía, sino por la
impotencia de la clase política y de los poderes organizativos para em­
prender una política y una ética coherentes y duraderas.
El practicante se puede remitir a sus propios valores, si éstos le guían
sin vacilación a esforzarse por luchar contra el fracaso o el elitismo, la edu­
cación para la ciudadanía o la instrucción pura y dura, la negociación o la
sanción. Algunos tienen suerte o la desgracia de dudar. N o están seguros
de saber la línea de conducta que deben adoptar. Entonces, tienen necesi­
dad de disponer de medios intelectuales para reconstruir evidencias provi­
sionales. Tendrán más éxito si trabajan en equipo, si bien esto no les eximirá
de reflexionar, de sopesar los pros y los contras, de pensar en las contradic­
ciones y de buscar una línea de incentivos comprometida, un compromiso
frágil entre los diferentes valores y finalidades.
Contrariamente a lo que a veces nos imaginamos, una práctica refle­
xiva no se limita únicamente a la acción, también se centra en sus finalida­
des y en los valores que la sustentan. Reflexionamos sobre el cómo, pero
también sobre el porqué. Por otra parte, incluso la reflexión sobre el cómo
suscita cuestiones de ética: ¿es justo motivar a los alumnos ofreciéndoles
«golosinas»? ¿informar a los padres de que su hijo fuma hachís? ¿separar a
dos amigos con el pretexto de que hablan? ¿amenazar con un castigo co­
lectivo a un grupo solidario con un alumno rebelde? La preocupación de
educar y de instruir no justifica todos los métodos pero, ¿dónde están pre­
cisamente los límites, aquí y ahora? La acción pedagógica es una acción vio­
lenta, cambia al otro, invade su intimidad, intenta seducirlo o presionarlo.
Todo educador se sirve de la fórmula mágica estigmatizada por Miller
(1984): «Es por tu bien». ¿Justifica esto los plenos poderes?
N o nos enfrentamos a estos dilemas con un catecismo, ni siquiera con
un código de ética. Si bastara con aplicar un principio, no habría dilema.
La form ación no puede -n o más que los programas- dar una respuesta, ni
siquiera un consejo. Puede contribuir a que cada uno se haga su propio cri­
terio, en función de un entrenamiento que explique a la vez la situación,
las alternativas y los envites. La postura y la competencia reflexivas no ga­
rantizan nada, pero ayudan a analizar los dilemas, a crear elecciones y a
asumirlas.
Permitir hacer frente a la creciente complejidad de las tareas
La enseñanza ya no es lo que era:
♦ Los programas se renuevan cada vez más rápidamente.
* Las reformas se suceden sin interrupción.
DESARROLLA* U MCTICA REFLEXIVA LH El OFICIO OE ENSEÑAR
♦ Las tecnologías se convierten en indispensables.
♦ Los alumnos cada vez son menos dóciles.
♦ Los padres se convierten en consumidores de escuela muy atentos y
exigentes o, por el contrario, se desinteresan de lo que ocurre en dase.
♦ Las estructuras se hacen cada vez más complejas (ciclos, módulos,
itinerarios diversificados).
♦ la evaluación se convierte en un acto formativo, la pedagogía se di­
ferencia más.
♦ El trabajo en equipo, a partir de ahora, es un valor aportado por la
institución que, por otra parte, desea e incluso exige, que los cen­
tros anuncien y lleven a cabo sus proyectos.
¿Dónde están la quietud y la soledad de antaño? Se puede ironizar
sobre el mito de la edad de oro. Citar algunas valoraciones burdas. Darse
cuenta de que subsisten zonas preservadas, mientras que otras ya eran co­
nocidas por su «alto riesgo» desde hace treinta años. En general, el resul­
tado es que las condiciones del ejercicio de las tareas del enseñante se
hacen más complejas y a veces, empeoran, mientras que las ambiciones de
los sistemas educativos aumentan. Por ejemplo, en Francia se escolarizó a
principios de siglo al 4% de una franja de edad en los institutos. Un siglo
más tarde, se formará a cerca de tres cuartas partes de los jóvenes hasta el
nivel de los estudios secundarios.
La explosión demográfica, los movimientos migratorios, la democrati­
zación de los estudios, la urbanización, la terciarización y las reestructura­
ciones de la economía, sitúan a los enseñantes ante nuevos públicos. A l
mismo tiempo, cada vez es más difícil resolver los problemas librándose del
alumnado que los plantea, puesto que las condiciones del em pleo tienden
más bien a alargar la escolaridad de base y a disuadir a los jóvenes de arries­
garse en el mercado de trabajo, al mismo tiempo que la categoría de ex­
clusión cada vez es menos defendible.
N i siquiera en este punto, es suficiente con reflexionar para hacer des­
aparecer las verdaderas dificultades del oficio. La reflexión permite, en
cambio, transformar el malestar, los desórdenes y las decepciones en pro­
blemas, que pueden plantearse y aveces resolverse con método. Demonizar
la violencia como una fatalidad, desde el m iedo y la impotencia, no signi­
fica entenderla com o un fenóm eno explicable y que puede dar rienda suel­
ta a una acción colectiva (Pain, 1992; Pain, Grandin-Degois y L e Goff,
1998).
Una práctica reflexiva permite una relación activa más que plañidera
con respecto a la complejidad. Los centros en los que esta práctica se con­
vierte en una form a de existencia profesional se movilizan y adoptan medi­
das que, aunque no cambian la visión de las cosas, aportan un sentimiento
de coherencia y de control sobre los acontecimientos.
SASÍK REflEXIOMAt SOBRE I * PROPfA PRÁCTICA
N os unimos a lo que los anglosajones llaman empowerment, que sirve
para designar una relación activa y autónoma con el mundo, y se opone, por
tanto, a la dependencia y a la resignación (Hargreaves y Hopkins, 1991; GatherThurler, 2000).
La práctica reflexiva no es suficiente, pero es una condición necesaria
para hacer frente a la complejidad. Si ésta falla, la experiencia, decepcio­
nante, de un activismo ineficaz nos hará caer en la inercia. En este sentido,
concluiremos que:
♦ Una práctica reflexiva limitada al buen criterio y a la experiencia
personal de cada uno no nos conducirá muy lejos.
♦ El practicante tiene necesidad de conocimientos, que no puede
reinventar él solo.
♦ Su reflexión le aportará más poder si está anclada en una amplia
cultura en ciencias humanas.
Ayudar a sobrevivir en un oficio imposible
Junto con la política y la terapia, la enseñanza era, para Freud, uno de los
tres oficios imposibles. Sin duda, podemos añadir el trabajo social, la educa­
ción especializada y algunos otros oficios de lo humano que tienen en
común el hecho de que apuntan, al igual que Don Quijote, a objetivos
fuera del alcance de la acción ordinaria {Roumard, 1992; Cifali, 1986; Imbert, 2000).
En estos oficios, el fracaso es un resultado que nunca podemos excluir
de antemano. En ocasiones, es el más frecuente. Sin embargo, no es nunca
seguro. La competencia y la conciencia profesionales consisten en inten­
tarlo todo para aliarse contra el fracaso. Por lo tanto, no se puede renun­
ciar de antemano al éxito para protegerse definitivam ente de las
decepciones.
Vamos forzosamente de esperanzas a desilusiones. ¿Cómo salvaguar­
darse de los efectos devastadores de esta perjudicial alternancia? Segura­
mente, hay diversos métodos, entre los que hallamos el cinismo o la fe sin
límites en el ser humano. Entre estos extremos, los practicantes ordinarios
deben a la vez esperar el tiempo suficiente para actuar con determinación
y esperar lo peor, para no hundirse si se malogran sus esperanzas. Una
práctica reflexiva presenta entonces una doble utilidad:
♦ Por una parte, permite lanzar una mirada lúcida al propio funcio­
namiento y distanciarse en relación con sus fantasmas todopodero­
sos o de fracaso; com o pedagogo, Frankenstein será menos peligroso
si se convierte en un practicante reflexivo (Meirieu, 1996).
♦ Por otra parte, contribuye a tener en cuenta las circunstancias, caso
por caso, y a encontrar un camino entre el placer masoquista de la
autoflagelación y la tentación del fatalismo.
D esarrollar
la practica r eflex iva eh el oficio de ehseñar
Ejercer serenamente un oficio de lo humano significa saber con cier­
ta precisión, por lo menos, a posteriori, lo que depende de la acción pro­
fesional y lo que escapa a ella. N o se trata de cargar con todo el peso del
mundo, «responsabilizándose» de todo, sintiéndose constantemente cul­
pable; es, al mismo tiempo, no ponerse una venda en los ojos, percibir lo
que podríamos haber hecho si hubiéramos comprendido m ejor lo que
ocurría, si nos hubiéramos mostrado más rápidos, más perspicaces, más te­
naces o más convincentes. Aprendemos de la experiencia, ciñéndonos
cada vez más a ese margen estrecho en el que la competencia profesional
marca la diferencia. Para verlo más claro, a veces, se debe aceptar el recono­
cimiento de que podríamos haberlo hecho m ejor y comprender por qué
no lo hemos conseguido. El análisis no suspende el juicio moral, no vacuna
contra toda culpabilidad, sino que induce al practicante a aceptar que no
es una máquina infalible, a tener en cuenta sus preferencias, dudas, espa­
cios vacíos, lapsos de memoria, opiniones adoptadas, aversiones y predi­
lecciones, y otras debilidades inherentes a la condición humana.
Proporcionar los medios para trabajar sobre uno mismo
En un oficio de lo humano, es excepcional que el agente participante no
form e parte del problema. Esto no significa que sea la fuente principal,
aunque puede darse el caso. C om o mínimo, participa del sistema de acción
cuyo mal funcionamiento engendra el problema. Es raro que un enseñan­
te abucheado no tenga parte de culpa. En general, no es así porque ello
sea su deseo secreto, sino porque alimenta las tendencias de los alumnos,
por ejemplo, con una alternancia incomprensible entre seducción amiga­
ble y represión feroz. Pocas veces sucede que un problema irrumpa y se
agudice al instante. Suele haber indicios precursores, un proceso evolutivo
que, en cuanto supera determinado umbral, a menudo se hace insoporta­
ble. Por lo tanto, hay una génesis, cuyo resultado es el estado actual del
problema, Incluso si hay un «paciente designado», un actor que encarna
el problema, incluso si ha constituido el punto de partida de la historia, el
enfoque sistémico nos enseña que raramente es la única causa, que su
form a inicial de estar y actuar ha suscitado reacciones, que a su vez han mo­
dificado y, en ocasiones, agravado su conducta.
El enseñante no adopta de form a voluntaria este punto de vista, que
hace de él. a la vez una de las fuentes del problema y el agente privilegiado
de la solución. Para aceptar formar parte del problema, es necesario ser capaz de
reconocer en uno mismo las actitudes y las prácticas de las que no tenemos
espontáneamente conciencia, e incluso que nos esforzamos p o r pasar
por alto. N o resulta agradable admitir que no dominamos todas nuestras
acciones y actitudes, y todavía resulta más desagradable darse cuenta de
que lo que escapa no siempre es presentable...
SABEt REFLEXIONAR SOBRE LA fROPIA PRACTICA
Sucede que una reflexión sobre la práctica puede limitarse al ámbito
puramente técnico y' lleva al enseñante a «rectificar un error», de igual
m odo que un ingeniero ha reconocido que omitía un parámetro o que no
utilizaba el método de cálculo correcto. Incluso en ese caso, existe un con­
dicionante relacional y narcisistar el mundo laboral está lleno de gente que
no desea, por amor propio y por m iedo de perder su prestigio, admitir
que actúan incorrectamente. El enseñante actúa ante un público que no
siempre es fácil, sus alumnos y alumnas, y a través de las representaciones
que transmiten, sus padres y el resto de enseñantes de la escuela. Incluso un
fallo técnico puede ser interpretado como un error, una falta de humanidad,
una ligereza...
La mayor parte del tiempo, la reflexión n o aclara un error estricta­
mente técnico, sino una postura inadecuada, un prejuicio sin fundamen­
to, una indiferencia o una imprudencia culpables, una impaciencia
excesiva, una angustia paralizante, un pesimismo o un optimismo exage­
rados, un abuso de poder, una indiscreción injustificada, una falta de to­
lerancia o de justicia, un fallo de anticipación o de perspicacia, un exceso
o una falta de confianza, un acceso de pereza o de desenvoltura; en defi­
nitiva, actitudes y prácticas relacionadas con el alumnado, el saber, el traba­
jo , el sistema, además de las capacidades estrictamente didácticas o de
gestión del enseñante.
En otros oficios de lo humano, la reflexión sobre estas cuestiones se
inscribe en un diálogo con un supervisor, que ayuda al profesional a seguir
siendo lúcido sin menospreciarse. Pocos enseñantes tienen esta oportuni­
dad. Están condenados a trabajar sobre sí mismos en soledad o, si tienen
ocasión, en una relación de confianza con algunos colegas. Así que, es im­
portante que la formación prepare al enseñante para convertirlo, en cierto
modo, en «su propio supervisor» y en un interlocutor a la vez condescen­
diente y exigente.
Ayudar a afrontar la irreductible alteridad del aprendiz
En su oficio, el enseñante se enfrenta cada día a la alteridad de sus alum­
nos y de los padres. Algunos se le parecen, proceden del mismo entorno
social, comparten algunos de sus gustos y valores, mientras que otros ha­
blan un idioma que no comprende, proceden de un país en el que jamás
ha puesto un pie o son portadores de una cultura de la que no comparte
los valores ni domina los códigos, por ejemplo, sobre la higiene, el orden,
el trabajo, la picaresca, el hecho de compartir, la puntualidad o el ruido. A
estas diferencias culturales (Perrenoud, 19966,1996¿, 19976) se añade la al­
teridad que existe incluso con personas que pertenecen a la misma gene­
ración, al mismo sexo, a la misma familia, a causa de la diversidad de las
personalidades y las historias de vida.
D e s a r r o l l a r l a p r a c t ic a r e f l e x iv a e n e l o f ic io d e e n s e ñ a r
Tal como muestran los psicoanalistas (Cifali, 1994; Imbert, 1994,1996),
la relación de responsabilización siempre ha sido utilizada, sobredetermi­
nada, parasitada por la historia de nuestra relación con los demás, desde la
más tierna infancia. Los miedos, los amores y los odios, la voluntad de do­
minación y todo tipo de sentimientos ocultos, a veces violentos y molestos,
siempre son susceptibles de reactivarse en una relación presente, indepen­
dientemente de que ésta sea profesional. La rabia que puede suscitar un
capricho benigno o un ligero derroche, en ocasiones sólo se explica anali­
zando los acontecimientos pasados y sin relación con la escuela.
Reflexionar sobre la propia práctica también significa reflexionar
sobre la propia historia, los habitus, la familia, la cultura, los gustos y aver­
siones, la relación con los demás, las angustias y las obsesiones. Para estar
preparado para ello, no es suficiente con leer a Freud O a Bourdieu en un
libro de bolsillo, aunque ello no constituya una tarea inútil. La formación
debe dotar a la mirada sobre uno mismo de un poco de sociología, un
poco de psicoanálisis, y sobre todo, debe proporcionar un estatus profesio­
nal, claro y positivo. N i narcisismo, ni autodesvalorización, sino un intento
de comprender de dónde provienen nuestras relaciones con los demás.
Favorecer la cooperación con los compañeros
La cooperación profesional está al orden del día. Sus motivos son muy razo­
nables, incluido el rechazo a la soledad del practicante. Pero los mecanismos
que están enjuego son menos diáfanos: en la cooperación, hay transparencia
y secreto, se comparte y se compite, hay desinterés y cálculo, poder y depen­
dencia, confianza y miedo, euforia y cólera. Incluso entre dos técnicos que re­
paran una calefacción, entre dos programadores que conciben juntos un
programa de ordenador, entre dos mecánicos que desmontan un motor, exis­
te negociación y lugar para divergencias no siempre racionales. En cuanto
compartimos alumnos e intervenciones en los grupos, ¿por qué debería sor­
prendemos que la cooperación no sea siempre serena y esté desprovista de
estados de ánimo y que no sea nunca la simple conjugación eficaz entre
competencias y fuerzas?
Además, también se negocia con los alumnos, con otros compañeros,
con los padres, la administración, las autoridades locales, etc., dicho de
otro modo, con actores con quienes no compartimos todos los objetivos.
Cada uno defiende un punto de vista e intereses distintos, cuando no
opuestos. Entonces, la cooperación es más abiertamente conflictiva.
Esto sucede, en ocasiones, en el seno de un equipo compacto. Traba­
ja r en equipo, sobre todo en un oficio de lo humano supone «compartir la
parte de locura de cada uno» (Perrenoud, 1994f, 1996c). Significa también
enfrentarse al otro sobre grandes cuestiones filosóficas —¿tenemos derecho
a castigar?- y acerca de pequeños detalles -¿hay que dejar los zapatos en el
Saber
r eflex io n ar sobre u propia peíctic »
suelo uno al lado del otro?—, el desacuerdo sobre las cuestiones filosóficas
comporta, en general, menos consecuencias que las pequeñas divergen­
cias...
Ningún funcionamiento colectivo es simple, todo grupo, incluso
unido, está amenazado por diferencias, conflictos, abusos de poder o des­
equilibrios entre las retribuciones y las contribuciones de unos y otros.
Estas disfúnciones van acompañadas de sentimientos de injusticia, de ex­
clusión, de revuelta, de humillación, de «saciedad», etc. Los equipos expe­
rimentados no están libres de estas tribulaciones, simplemente saben
anticiparlas y contenerlas, evitando que degeneren en crisis. Evidentemen­
te, para asegurar esta regulación, es preciso comunicarse en un registro que
no agrave las tensiones, lo silenciado o las heridas, pero que, por el con­
trario, permita explicarse.
Solamente pueden comprometerse en este tipo de metacomunicación
los enseñantes que se abandonan a una form a de práctica reflexiva y de
metacognición. Posteriormente, solamente les queda compartir las impre­
siones y los análisis con sus compañeros, lo que no resulta fácil, pero es el
inicio de la regulación. El silencio, la escalada, el rechazo a form ar parte
del problema, la búsqueda de un chivo expiatorio, el psicodrama o el ata­
que de nervios expresan emociones, pero también demuestran una falta
de distanciamiento y análisis de lo que está en juego. La capacidad de re­
flexión de cada uno es un ingrediente del análisis colectivo del funciona­
miento y una baza fundamental en la regulación de las relaciones
profesionales y el trabajo en equipo (Gather Thurler, 1994,1996).
Aumentar la capacidad de innovación
Innovar, en última instancia, significa transformar la propia práctica, lo que
no exime del análisis de lo que hacemos y de las razones para contimiar o
cambiar. La innovación endógena se origina en la práctica reflexiva, motor
de la concienciación y de la form ación de proyectos alternativos. En cuan­
to a las innovaciones propuestas por terceros (compañeros, dirección del
centro, formadores o ministerio), no pueden acogerse y asimilarse más que
al precio del análisis de su congruencia con las prácticas en vigor. Para
saber si desea adoptar un enfoque comunicativo en la enseñanza de idio­
mas, un enseñante reflexivo examina el estado de la comunicación en su
práctica actual. Procede del mismo m odo si se le propone dialogar más con
los padres, introducir una evaluación formativa O instaurar un consejo de
clase. Entre «Ya lo hago, no hay nada de nuevo para m í» y «Está en las an­
típodas de mis valores, de mis costumbres y de lo que sé hacer», hay lugar
para mil apreciaciones mucho más matizadas.
En el funcionamiento colectivo ante la innovación, reencontramos las
posturas y las competencias reflexivas (Gather Thurler, 1992, 1993, 1998,
De s b u l l a s
la p í Uo i c a ie f ie x iv a en el oficio de eh s e Na i
2000). El análisis de las innovaciones propuestas es a la vez una form a de
juzgarlas y de percibir los puntos de acuerdo y de desacuerdo con los com­
pañeros. En todos los centros, en todos los equipos que innovan, encon­
tramos una enorme concentración de enseñantes cuya práctica reflexiva se
ha convertido en una fuerte identidad.
Sin embargo, constatamos que los verdaderos innovadores son mino­
ritarios y no bastan para movilizar el sistema. Ampliar las bases del cambio
constituye una razón de más para desarrollar la postura y las competencias
reflexivas en la formación inicial y continua.
En pocos palabras: saber crear sentido
Estas diez razones para form ar a los enseñantes en la reflexión sobre su
práctica podrían resumirse en una idea-fuerza: es una baza para crear senti­
do, el sentido del trabajo y de la escuela (Develay, 1996), pero también el
sentido de la vida, ya que difícilm ente pueden separarse en un oñcio de lo
humano y, en general, en una sociedad en la que el trabajo es una fuente
principal de identidad y de satisfacción, pero también de sufrimiento (Dejours, 1993). Se puede hallar sentido en la inmovilidad, la ausencia de de­
cisión o la rutina absoluta. O , más exactamente, una vida tranquila y
ordenada puede anestesiar la búsqueda de sentido, llevar a no preguntarse
nunca por qué hacemos lo que hacemos, con qué derecho, o en virtud de
qué sueños.
El oficio de enseñante y la escuela afrontan demasiados cambios y cri­
sis para que todavía puedan defender esta inmutabilidad. En consonancia
con el avance del ciclo de vida profesional, de la espera de determinados
objetivos, de la pérdida de determinadas ilusiones, de la usura mental y de
la dejadez de los practicantes, de las tomas de conciencia, de las reformas
de todo tipo, de la recomposición del público escolar, del empeoramiento de
las condiciones de trabajo o de los recursos, la cuestión del sentido de la
enseñanza y de la escuela se plantea cada vez con más fuerza. Aunque no
puede dar una respuesta satisfactoria inmediatamente. Incluso durante el
breve período de un año escolar, se suceden microacontecimientos, fases
de depresión, momentos de euforia, conflictos, llegadas y partidas, deci­
siones difíciles o satisfacciones que hacen fluctuar la moral y el clima e im­
pulsan a reconsiderar el sentido del oficio.
La formación de una práctica reflexiva no responde, en sí misma, a la
cuestión del sentido. Pero permite plantearla con algunos instrumentos y
favorece cierta sabiduría, que consiste en renunciar a las evidencias, a los
problemas definitivamente resueltos y a los juicios egocéntricos. El practi­
cante reflexivo nada en la complejidad «com o pez en el agua», o por lo
menos sin resistencia ni nostalgia incurable del tiempo en el que todo era
blanco o negro.
S aber
í e f i e i i o b m sobre u
eroria
m in ie *
Para un entrenamiento intensivo para el análisis
La práctica reflexiva, como su propio nom bre indica, es una práctica cuyo
dom inio se adquiere mediante la práctica. Sin duda, es importante explicitarla y suscitar la adhesión a esta form a particular de practicante. N o obs­
tante, el paso decisivo sólo se franquea cuando la reflexión se convierte en
un componente duradero del habitas, esta «segunda naturaleza» que hace
que a partir de determinado umbral, sea imposible no plantearse más pre­
guntas, salvo para seguir una cura de desintoxicación.
¿Cómo se transforma, durante la formación inicial, a un estudiante en
practicante reflexivo? Estamos lejos de saberlo, pese a las numerosas tentati­
vas (Tabaschnick y Zeichner, 1990; Holborn, 1992; Valli, 1992). Sin duda, es
necesaria la adhesión de los interesados y, por lo tanto, un programa clara­
mente orientado hacia la práctica reflexiva y un contrato de formación to­
talmente explícito. Formar a estudiantes para una práctica reflexiva mientras
esperan respuestas categóricas, fórmulas y rutinas, es una empresa vana.
Sin embargo, no es suficiente con dirigirse a los estudiantes que sien­
ten una simpatía inicial por esta figura del enseñante. Para empezar, por­
que desde esta perspectiva todos están llenos de ambivalencias. Además,
porque es difícil representarse la dimensión reflexiva de una práctica antes
de haber empezado la form ación profesional. En definitiva, porque los es­
tudiantes que quieren convertirse en enseñantes por motivos muy perso­
nales emprenden esta vía y viven sus estudios como un mal necesario, sin
adherirse al referente de competencias y a la figura del enseñante que fun­
damentan el programa de form ación y sin ni siquiera interesarse por ello.
Por consiguiente, nos encontramos ante un programa de formación, en­
frentados a unos estudiantes que ya son, desde diversas perspectivas, indi­
viduos reflexivos, y a otros para los que esto representa un cambio de
identidad al que se resistirán con todas sus fuerzas, a veces abiertamente, y
otras veces con disimulo...
Todas las formaciones de carácter profesional preparan para resolver
los problemas con ayuda de métodos fundamentados en conocimientos teó­
ricos o en la experiencia colectiva. Su puesta en marcha n o se produce sin
reflexión, puesto que cuanto más nos dirigimos hacia tareas complejas,
más necesario es juzgar la pertinencia de diversos métodos, así como de su
combinación, e incluso inventar nuevos métodos para hacer frente a la sin­
gularidad de la situación. Esta reflexión es sinónimo de competencia para
juzgar por uno mismo, sin aplicar automáticamente procedimientos ya ela­
borados. En este sentido, toda actividad un poco compleja posee un com­
ponente reflexivo.
U n practicante reflexivo se plantea, com o todo el mundo, preguntas
sobre su tarea, las estrategias más adecuadas, los medios que deben reu­
nirse y el programa de tiem po que debe respetarse. Sin embargo, tam­
D e s a e e d l u r 1A PRACTICA
r eflex iv a en el o f íeid de enseñar
bién se plantea otras, sobre la legitimidad de su acción, las prioridades, la
parte de negociación y el hecho de tener en cuenta la importancia de los
proyectos de otras personas implicadas, la naturaleza de los riesgos ex­
puestos, el sentido de la empresa y la relación entre la energía desplega­
da y los resultados esperados. Asimismo, cuestiona la organización y la
división del trabajo, las evidencias que vehiculan la cultura de la institu­
ción y de la profesión, las normativas del contexto, los saberes estableci­
dos y la ética cotidiana.
Entre la reflexión en el interior de la tarea y del sistema y la reflexión
sobre la tarea y el sistema no hay solución de continuidad. El practicante re­
flexivo no es un verdadero contestatario, que busca en todo momento el
fallo del sistema. Sobre todo, reflexiona a partir de los problemas profesio­
nales con que se topa, en su nivel, sin renunciar, poco a poco, a descubrir
fallos que un asalariado más «razonable» no percibirá o no perseguirá. Con
bastante frecuencia, la reflexión sobre los problemas pone en evidencia los
fallos en la división, la organización o la coordinación del trabajo, y es el
sentido común el que dirige las actuaciones en este nivel, más que los es­
fuerzos vanos por compensar una estructura mal concebida o mal dirigida.
Tal como se entiende aquí, la práctica reflexiva constituye una relación
con el mundo, activa, crítica y autónoma. Por lo tanto, se trata de una cues­
tión de actitud más que de estricta competencia metodológica. Una for­
mación para la resolución de problemas, incluso en sentido amplio, que
incluya su identificación y que renuncie a todo procedimiento estandari­
zado, no sería suficiente para form ar a un practicante reflexivo.
Sin proponer un programa, y todavía menos una unidad específica de
formación, nos arriesgaremos a desvelar algunas pistas.
Trabajar la historia de vida
N o hay nada menos anodino que reflexionar. Sobre todo si aceptamos re­
flexionar sobre problemas irresolubles, dilemas, la cuestión de la finalidad
y el sentido. Abrimos entonces la caja de Pandora, sin saber si podremos
cerrarla de nuevo.
Determinadas trayectorias personales inducen, desde la más temprana
edad, a una postura reflexiva, mientras que otras socializaciones habitúan
a un mundo «en orden»;
♦ Hay familias en las que se discute todo constantemente, en las que la
práctica reflexiva constituye una dimensión de la cultura, y otras en
las que todas las cuestiones legítimas tienen una única respuesta, y
en las que se guardan las demás para uno mismo, antes de olvidarlas.
♦ Determinados itinerarios escolares desarrollan una actitud reflexi­
va, pero no es precisamente una dimensión dominante en el oficio
de alumno que se desarrolla en nuestras escuelas.
S aber
r eflex io n a ! sobre la propia práctica
♦ Diversas experiencias de vida, aparte de la familia y la escuela, pue­
den predisponer a una práctica reflexiva: viajes, trabajos tempora­
les, compromisos con diversas causas; otras experiencias van en
sentido contrario. Por tanto, nos encontramos, en la form ación inicial, confrontados a
una diversidad de historias de vida, que engendra una diversidad de pos­
turas con múltiples perspectivas, pero especialmente en cuanto al lugar y
al valor de la reflexión en la acción y sobre la acción. Sería absurdo dejar­
lo de lado, aunque es bastante difícil, en un contexto universitario, impul­
sar la relación de cada uno con la reflexión, distinguir lo que le hace
reflexionar, las cuestiones que permite plantear(se), los límites que fija a la
propia curiosidad o a la perspicacia. Demasiadas explicaciones remueven
el pasado familiar, exponen al juicio de los demás y afectan a la intimidad
del funcionamiento intelectual y de la relación con la vida.
Así, lo más indicado n o reside necesariamente en atacar el problem a
abiertamente. Quizás sea más inteligente multiplicar los lugares en los que
nos tomamos el tiempo, ante de un debate o un problema, para recordar
la historia de vida y los condicionamientos de los que cada uno es pro­
ducto, sin centrarnos en la dimensión reflexiva. Hay tantas actitudes y for­
mas de hacer que nos remiten a la cultura familiar o al pasado escolar del
estudiante en prácticas, que no faltan ocasiones para fomentar en cada
uno la concienciación de su «habitus reflexivo», con m otivo de todo tipo
de retos distintos: conflictos, decepción, miedos, sobrecarga, enfado, re­
chazo de una disciplina o de determinadas actividades, etc. Además de
todo esto, es preciso que los formadores posean las competencias exigidas
(Dom inicé, 1990).
Una cuestión de ritmo
Para convertirse y seguir siendo un lector, hay que leer rápido y sin dema­
siado esfuerzo, sin esto la lectura se convierte en un castigo. Se puede decir
lo mismo con respecto a la práctica reflexiva. Si soñamos con un mes de va­
caciones porque nos hemos «com ido el co co » unas cuantas horas, evitare­
mos en la medida de lo posible experiencias igual de agotadoras y dolorosas.
Para escoger una metáfora: la práctica reflexiva puede, igual que eljogging,
convertirse en una costumbre o en un gasto de energía integrado en la
vida cotidiana.
Formar para una práctica reflexiva, paradójicamente, significa hacer
de la reflexión una rutina, si n o relia n te, p o r lo menos que se pueda ex­
perimentar sin agotamiento ni tensión. U n o de los factores, el más fácil de
trabajar, afecta al control de los medios intelectuales de la reflexión: habi­
to de dudar, de sorprenderse, de plantearse preguntas, de leer, de trans­
D es ar r o lu r
u
práctica r eflex iva en el dficio de enseñar
cribir determinadas reflexiones, de discutir, de reflexionar en voz alta, etc.
Métodos para clasificar los problemas, repartir las tareas, hallar informa­
ción y asegurarse la ayuda.
A todo esto, se añaden los conocimientos teóricos que contribuyen a
expresar con palabras los estados de ánimo, a dar form a a la experiencia,
a vislumbrar hipótesis, y a establecer modelos de lo real. Dichos conoci­
mientos no resultan útiles a menos que nos entrenemos para utilizarlos,
fuera del contexto de los cursos y los exámenes, para analizar situaciones
individuales. Formar para una práctica reflexiva significa aprender a fun­
cionar, incluso a «hacer malabarismos» con las ideas, estructurar las hipó­
tesis, seguir las intuiciones o arrinconar las contradicciones. La relación
escolar con el saber, severo, dependiente, sin distancia crítica ni espíritu lúdico, no es favorable para una práctica reflexiva, que exige pensar por sí
mismo y servirse de los conocimientos de form a pragmática y arriesgada.
El compromiso de todos los formadores
La práctica reflexiva puede entrenarse de form a específica, en los seminarios
de análisis de las prácticas, en los grupos de reflexión sobre los problemas
profesionales, en los talleres de escritura clínica, de estudios de caso o de
historias de vida, o incluso en las enseñanzas orientadas hacia la m etodo­
logía de la observación o de la investigación. El esfuerzo se concentra en la
postura, el método, la ética, el saber hacer en la observación, la animación
y el debate.
El desarrollo del saber analizar (Altet, 1994, 1996, 1998), no obstan­
te, no podría lograr sus objetivos si queda confinado en dichas unidades
especializadas. Trabajando en estas dimensiones de la form ación, disci­
plinares, didácticas, transversales o tecnológicas, los form adores podrán
contribuir a desarrollar una postura y unas competencias reflexivas.
Esta responsabilización del conjunto de las unidades de formación
por parte de todos los formadores no es posible a menos que éstos com­
partan una referencia común al practicante reflexivo com o figura emblemá­
tica del enseñante que desean formar. Esta figura no exige un acuerdo
preciso sobre la conceptualización de la metacognición, de la reflexión, de
la regulación, del papel de los saberes o de la experiencia. Basta con una
convergencia global La diversidad de enfoques aumentará las posibilidades
de los estudiantes de aferrarse a uno u otro y enriquecerá el abanico de po­
sibilidades: se puede estimular el desarrollo de la práctica reflexiva anali­
zando los protocolos, viendo secuencias de vídeo, desmenuzando una
secuencia didáctica, invitando a llevar un diario, trabajando en situaciones
o dilemas u organizando debates.
Es de desear que, por parte de los formadores, la «reflexión sobre la
reflexión » vaya más allá del sentido común, sin por ello uniformizar los en-
S aber
r eflex io r a r so b re la propia practica
foques. El propio debate sobre la práctica reflexiva podría convertirse en
terreno abonado para la confrontación de las epistemologías de los formadores y de sus visiones respectivas del oficio de enseñante y de la forma­
ción inicial.
Esto también afectará a los formadores de campo. Con una formación
de estas características, se Ies exige que sean practicantes reflexivos más
que enseñantes ejemplares y que acepten compartir sus interrogantes y sus
dudas con sus estudiantes en prácticas, al tiempo que sus convicciones y
sus opiniones firmes (Perrenoud, 1994c, 1998c, 2001d).
La alternancia, condición y motor del análisis
Se aprende a analizar analizando, igual que se aprende a caminar caminan­
do. Sin menoscabo de las indicaciones metodológicas, la formación pertene­
ce al ámbito del entrenamiento y el formador desempeña el papel de entrenador
que observa, sugiere pistas y hace notar los funcionamientos mentales o rela­
ciónales que impiden observar, escuchar, comprender o imaginar.
Además de la adhesión de los formadores y los estudiantes a este pa­
radigma, es importante que el programa de form ación les conceda un tiem­
po para analizar las situaciones concretas, en todo tipo de contextos y con
todo tipo de compañeros. Este tiempo, inevitablemente, se usurpa a otros
integrantes de la formación. Por consiguiente, es necesario matar dos pá­
jaros de un tiro: crear conocimientos y competencias específicas mediante
el entrenamiento para el análisis, lo que sólo es posible con un procedi­
miento clínico de formación (Imbert, 1992,1996; Perrenoud, 1994a) y con
un dispositivo definido de alternancia y articulación entre lo que ocurre in
situy una reflexión más distanciada (Perrenoud, 19964,1998a).
Los principios éticos
L a práctica reflexiva, como ya hemos visto, también afecta a las normas, a
los valores, a la justicia y al poder. Sus dimensiones axiológicas y éticas me­
recen, por tanto, trabajarse en diversos contextos más complejos, pero
también como tales.
N o estamos pensando en cursos de ética, sino en una form a de en­
trenamiento que identifique, explicite y trate dilemas. El propósito de di­
chas unidades de form ación no radica en dotar a los estudiantes de los
mismos valores, sino en desarrollar en todos una form a de sensibilidad,
de descentralización o de m étodo para tratar las dimensiones éticas de
su práctica.
Para poner un ejemplo, éste es el caso de un grupo de análisis de prác­
ticas que ha cambiado de rumbo con demasiada frecuencia, ya sea porque
los participantes tienen miedo de herir a los demás y renuncian a plantear
D e SARROUAR LA PR iC IIC A REFLEXIVA EH E l OFICIO DE ENSEÑAR
las preguntas correctas, o ya sea porque se embarcan en una empresa de­
masiado ambiciosa y provocan desastres por un planteamiento demasiado
audaz o por interpretaciones demasiado duras de oír.
Desarrollar una antropología de la práctica
Toda reflexión sobre la práctica pone en marcha una teoría de la práctica
y del actor. T eoría sabia o ingenua, explícita o im plícita, que nos rem ite
a los móviles de la acción, la conciencia y la inconsciencia, la parte de la
responsabilidad y de la dependencia, del determinism o y del libre albe­
drío.
Una formación para la práctica reflexiva debería comportar una ini­
ciación a las ciencias de la m ente y de la acción, psicología cognitiva, psi­
coanálisis, sociología de las prácticas y del habitus, hermenéutica,
pragmática lingüística y teorías de la actuación comunicacional, teoría de
las organizaciones y análisis estratégico, teoría de las decisiones y trabajos
sobre el conocimiento y las competencias.
Estas aportaciones teóricas también se justifican con otros motivos.
Están en la base de determinados enfoques didácticos y transversales del
oficio de enseñante, de programas y de aprendizajes escolares.
Sin embargo, resulta provechoso extraer de este conjunto de teorías los
conocimientos más útiles para el análisis de las prácticas y articularlos para
un entrenamiento metodológico. Los trabajos más recientes sobre las com­
petencias, el habitus y el conocimiento de la acción (Argyris, 1995; Barbier, 1996;
Le Boterf, 1994,1997, 2000; Paquay y otros, 1996; Perrenoud, 1996c; e) per­
miten, por ejemplo, integrar un gran número de conceptos y de perspecti­
vas disciplinares. Podem os llamar a este conjunto organizado de
perspectivas complementarias antropología de la práctica (Bourdieu, 1972,
1980, 1993).
Esto no es más que el principio.. .
El saber analizar no se aplica a menos que se utilice. Puesto que determi­
nados enseñantes lo han adquirido durante la formación inicial lo utiliza­
rán en cualquier situación que se les presente, ya que la práctica reflexiva
se ha convertido en una parte de su identidad profesional. Otros, si son
enviados a un lugar tranquilo, dejarán de reflexionar en cuanto hayan
controlado las dificultades de los comienzos. Sabemos que, a medida que
su carrera avanza, un gran número de enseñantes se orienta, en cuanto
puede, hacia las zonas residenciales y las clases acomodadas. Podem os in­
terpretar esta migración com o un escape, un sueño de tranquilidad. Sin
embargo, en estas zonas y estas categorías, también existen los alumnos
S A B ER R E FLE X IO N A R SOBR E LA PROPIA PÜÍCEIC A
que sufren, fracasan o abandonan, pero no lo suficiente como para poner
en crisis al sistema educativo y al oficio.
Por consiguiente, sería absurdo desarrollar la práctica reflexiva du­
rante la formación inicial para dejar de preocuparse por lo que sucederá a
continuación. Esta es una labor que deben llevar a cabo los inspectores, los
directivos de los centros, los responsables de la form ación continua, de
los sindicatos y de la institución educativa al completo. Presentarse en un
centro con una actitud reflexiva, y oír decir que molestamos a todo el
mundo con preguntas que nadie quiere escuchar, es suficiente para enfriar
a un buen número de jóvenes enseñantes.
Así, es nuestro deseo que la práctica reflexiva se convierta en la refe­
rencia de los innovadores, de los formadores, de los autores de medios y
métodos de enseñanza y de los directivos, y que no perdamos ninguna oca­
sión de estimularla, ofreciendo lugares y recursos tales como seminarios de
análisis de prácticas, grupos de intercambio sobre los problemas profesio­
nales, seguimiento de proyectos, supervisión y ayuda metodológica.
3
La postura reflexiva: ¿cuestión de saber
o de habitusT
La formación profesional de los enseñantes incumbe cada vez más a las
universidades o a las escuelas universitarias que ofrecen estudios de ense­
ñanza superior. Estas instituciones universitarias están fascinadas por el
saber, lógicamente, puesto que su vocación primera consiste en enriquecer­
lo y transmitirlo. Por tanto, es probable que tengan la tentación de pensar en
la formación de los enseñantes principalmente como transmisión de sabe­
res y, de entre estos saberes, en primer lugar, el saber llamado de referen­
cia: el saber que hay que transmitir. Posteriormente, se considera con
timidez el saber pedagógico y didáctico: el saber «que hay que enseñar», si
bien este último no es aceptado unánimemente. Algunos discuten pura y
simplemente su utilidad, y afirman que para enseñar, basta con dominar
una disciplina. Otros -los partidarios de las ciencias «duras»- niegan a las
ciencias humanas el estatus de saberes lo suficientemente válidos como
para servir de base para una acción racional. E incluso entre los que con­
ceden importancia al saber pedagógico y didáctico, no existe todavía un
consenso sobre la importancia y los fundamentos de los saberes enjuego.
A este debate clásico sobre los saberes surgidos de la investigación, se
añade un planteamiento más reciente sobre la articulación entre los sabe­
res «sabios» y aquellos que, en ocasiones, calificamos de «prácticos» o que
designamos, más recientemente, «saberes de acción» (Barbier, 1996). De­
signamos así a los saberes descriptivos o procedimentales que no provienen
de la investigación, sino que forman parte de la cultura profesional o cons­
tituyen «saberes de experiencia». Asimismo, consideramos los saberes «que
no lo son»: implícitos, e incluso inconscientes. Así, las tipologías de los sa­
beres de los enseñantes se multiplican: saberes descriptivos, saberes comu­
nes; saberes formales, teóricos, tácitos, praxeológicos, prácticos,
profesionales; saberes de acción, saberes de experiencia (Barbier, 1996;
Chartier, 1998; Elbaz, 1993; Favre, Genberg y Wirthner, 1991; Gauthier,
Mellouki y Tardif, 1993; Gauthier, 1997; Lani-Bayle, 1996; Martin, 1993; Pe-
1. Este capítulo recupera y reorganiza la esencia del artículo: «Savoir de réference, savoirs
pratiquos en formation des enseignants: une opposition discutable». Education et reckercfies, 2,
1996, pp. 234-250.
DESARKOLUR U PRACTICA REFLEXIVA f l l EL OFICIO DE ENSERAR
rrenoud, 1994d, 1996c, g\ Raymond, 1993a, b\ Tardif, M., 1993a, b, e, Tard if y Gauthier, 1996; Tardif, Lessard y Lahaye, 1991). Nuestra intención no
estriba en ampliar estas tipologías, sino más bien en asignar un lugar a los
saberes descriptivos, procedimentales y condicionales en relación con las ac­
tuaciones profesionales y las competencias de los enseñantes y, en especial,
a propósito de las dimensiones reflexivas de la prácdca.
Ya hemos comprendido que una práctica reflexiva no es una práctica
específica, ni un componente autónomo del oficio de enseñante, como
planificar una secuencia didáctica, moderar las reuniones trimestrales, tra­
bajar a partir de los errores de los aprendices o llevar a cabo propuestas de
proyecto con los alumnos y alumnas. La práctica reflexiva no se puede se­
parar de la totalidad de la práctica profesional. Se desprende de ello que
form ar a practicantes reflexivos no puede limitarse a añadir un «m ódulo
reflexivo» al programa de formación. Seguramente, no es inútil proponer
seminarios centrados en el análisis, cuya principal apuesta sería el desarro­
llo de un saber analizar. Sin embargo, no puede ser solamente el comple­
mento de una orientación hacia la práctica reflexiva común a todas las
unidades de formación.
¿Cómo disponer entonces la transposición didáctica y la formación
metódica de una postura reflexiva y de un saber analizar de manera que
abarquen todos los sectores de la práctica? A fin de cuentas, todo depen­
derá de la form a y del grado de adhesión al paradigma reflexivo de los formadores. Solamente un form ador reflexivo puede form ar a enseñantes
reflexivos, no solamente porque encarna globalmente lo que preconiza
sino porque aplica la reflexión «d e form a espontánea», en el curso de una
pregunta, una discusión, una tarea o un fragmento de saber.
N o obstante, puede ser útil situar este problema en el contexto más
amplio de la form ación de competencias y de un habitus profesionales.
Cuando la universidad pretende ofrecer form ación del profesorado, es im­
portante que, sin abandonar el idioma del saber, acabe con la ficción de
que el saber es por él mismo un m edio de acción. Tampoco debe mante­
ner la ilusión de que, para pasar a la acción, basta con los saberes procedi­
mentales, sino que debe reconocer que la utilización del saber en
situaciones complejas pasa por otros recursos cognitivos (Perrenoud,
2000a, b, 2001 d).
Sin embargo, este hecho no es tan evidente. En el m om ento en que
asumen la form ación de los profesores, a menudo las universidades se re­
sisten a integrar estos «saberes prácticos» en su currículo. Se delega la
transmisión a los responsables de los cursos y a los centros escolares. De
esta forma, mientras siga cargando esta labor en los formadores de campo
(asesores pedagógicos o directores de cursillos), el centro no necesita plan­
tearse seriamente la naturaleza de estos saberes. Puede elaborar un pro­
grama de form ación extremadamente explícito en cuanto a los saberes
U POSTURA RH IE XIVA
disciplinares, didácticos, pedagógicos y sociológicos, al tiempo que, por
otra parte, los saberes de acción -p o r ejemplo, sobre la gestión de la clasesiguen siendo y se designan no tanto por su contenido como por el tiem­
p o y el lugar dedicados a su aprendizaje, los cursos en prácticas y la clase.
Las universidades todavía tienen más dificultades para afrontar la for­
mación de los esquemas de pensamiento y decisión de los que depende la
aplicación de los saberes en una situación compleja. Gomo subraya Bourdieu (1980), el saber de principios o de reglas deja sin resolver la cuestión
de la form a y del momento oportunos para aplicar estos principios y estas re­
glas. ¿En qué nos fundamentamos para decidir si tal saber es pertinente en
tal situación? Esta decisión puede ser objeto de un saber m etodológico o
de una especie de «jurisprudencia», de un «saber sobre el saber», que de­
finiría cuándo se puede aplicar tal regla, con qué matices, qué excepciones
o qué precauciones. Además, es preciso saber la jurisprudencia que debe
aplicarse. Ahora bien, la solución a este conflicto no está escrita en ningún
lib ro... La competencia del abogado consiste en tomar la decisión correc­
ta, es decir, en relacionar la situación de su cliente con la legalidad perti­
nente. De igual modo, un médico podrá esforzarse en vano por conocer
todos los tratados de medicina, pero se sentirá impotente si no sabe utili­
zar estos saberes con criterio. Para reconocer los saberes pertinentes, po­
demos en parte recurrir a los saberes llamados «condicionales», que se
supone que describen el momento adecuado para aplicar los saberes procedimentales... N o obstante, en última instancia, no son los saberes los que
guían la movilización de otros saberes, sino lo que, rigiéndonos por los cri­
terios de Piaget y Bourdieu, llamaremos esquemas de pensamiento y de
acción, que forman conjuntamente el habitus del individuo.
Para ocuparse de la formación de un practicante reflexivo, en primer
lugar, es necesario profundizar en los retos de una formación basada en el
triángulo saberes-competencias-/¿atóre..
Una transposición didáctica compleja
La noción de cadena de transposición didáctica (Chevallard, 1991) desig­
na la serie de transformaciones que sufren los contenidos culturales en sus
procesos de escolarización, desde la escritura de los programas hasta las
elecciones del enseñante solo en su clase. Suponemos que, de etapa a
etapa, se producen descontextualizaciones, simplificaciones, pérdidas pro­
gresivas, esquematizaciones, a veces, traiciones, pero también nuevas situa­
ciones. Determinadas disciplinas escolares, como la geografía o la
gramática son, en origen, «inventos» internos de la escuela, que la socie­
dad ha adoptado y que se han convertido posteriormente en ámbitos del
saber sabio. También sabemos que en el seno de las disciplinas, por ejem-
Desarrollar
la práclica r eflexiva en el oficio de enserar
Cuadro 1
Saberes y prácticas válidos en la sociedad
I
Currículo formal, objetivo y programas
I
Currículo real, contenidos de la enseñanza
1
Aprendizajes efectivos y duraderos del alumnado
pío, en matemáticas, determinados conceptos han sido, si no inventados
totalmente por las escuelas, al menos se han modificado por completo a
partir de su sentido inicial.
La cadena clásica de transposición (véase el cuadro 1) también va acom­
pañada de desfases desiguales entre el momento en que un saber tiene
lugar en la sociedad —incluida la intelectual- y el momento en que éste se
transmite a uno u otro nivel del programa escolar. En determinados ámbi­
tos, los programas se revisan constantemente para tener en cuenta la in­
vestigación; en otros, por motivos diversos y a veces legítimos (por ejemplo,
para no agravar el carácter selectivo del currículo) se conservan en los pro­
gramas saberes un poco anticuados en relación con los progresos científi­
cos, pero que pueden transmitirse en el nivel adecuado.
En la cadena de transposición didáctica, los saberes se transforman,
no por mala fe o desconocimiento, sino porque es indispensable para
transmitirlos y evaluarlos, dividir el trabajo entre los profesores, organizar
programas e itinerarios de formación y gestionar los progresos anuales con
un determinado número de horas de curso por semana. Esta organización,
necesaria desde la perspectiva didáctica, acarrea operaciones de recorte,
de simplificación, de esquema tizad ón y de codificación de los saberes y las
prácticas de referencia.
En la formación del profesorado, este esquema debe ser más comple­
jo. La acepción habitual de la noción de transposición, por ejemplo, en di­
dáctica de las matemáticas, hace referencia a la escolarización de los
saberes académicos. Se puede hacer el mismo razonamiento en disciplinas
como historia, geografía, biología, física, química o economía; de un con­
junto identificable de saberes teóricos, se trata de extraer programas adap­
tados a una edad y a una etapa de la enseñanza. El problema se complica
con las lenguas. Todos sabemos que la lingüística no dicta más que una
parte limitada de los contenidos de la enseñanza de un idioma. N o se trata,
L * FOSTUSA REFLEXIVA
en esencia, de la transposición de saberes sabios, sino de normas y prácti­
cas sociales de la lengua, materializadas sobre todo en el coipus de escritos
sociales y de prácticas orales.
En la form ación del profesorado, nos encontramos enfrentados a
un problem a mucho más difícil. Sin duda, hay una serie de saberes en
ju ego, los saberes académicos, científicos y técnicos, pero también los sa­
beres propios del oficio, que no provienen de la ciencia ni de la técnica
pero que, sin embargo, son indispensables. El hecho de que posea una
form ación universitaria especializada no im pide a un practicante que
también utilice los saberes profesionales constituidos, que no son sabios
en el sentido clásico del término, aunque estén codificados. Igualmente,
recurre a los saberes surgidos de su experiencia personal, que todavía
están menos organizados, form alizados y verbalizados que los saberes
profesionales.
Por consiguiente, durante la formación inicial, es importante propor­
cionar saberes profesionales, en el sentido más amplio, extendiendo los sa­
beres teóricos surgidos de las ciencias de la educación a los saberes
procedimentales que se derivan de éstos, se transmiten mediante la cultu­
ra profesional o pueden establecerse mediante la formalización de saberes
de la experiencia, hasta entonces implícitos. Estos últimos constituyen ac­
tualmente el núcleo de los trabajos sobre la experiencia de los profesiona­
les que permiten localizar saberes que n o poseen nom bre o estatus
científico, pero cuya validez parece fundarse en su eficacia durante la acción.
En la creación de un currículo de formación inicial de los enseñantes, este
tipo de saberes debería ser m erecedor de una mayor consideración. La
tarea no es fácil. Mientras que las teorías sabias se exponen en los libros y
las defienden los grupos de presión, los saberes de los practicantes no
cuentan con la misma legitimidad ni la misma visibilidad,
La transposición de saberes académicos pretende estar lo más cerca
posible del estado de la investigación, tal como lo definen las instituciones
científicas más consagradas. La referencia es fácil, puesto que, en nuestra
sociedad, la ciencia está organizada. Existen instituciones y medios de co­
municación autorizados para convertirse en sus portavoces: las universida­
des, los centros de investigación, las sociedades científicas, las revistas y las
publicaciones científicas reconocidas.
En cuanto a los múltiples saberes movilizados en una práctica profe­
sional, la referencia es mucho más difícil de establecer, puesto que las prác­
ticas de un mismo oficio forman una nebulosa en cuyo seno la diversidad es
la regla. La opacidad de los actos y los saberes profesionales es, con fre­
cuencia, muy intensa, tanto que'su observación directa no resulta fácil.
Además, nadie se erige en portavoz autorizado de todos los profesionales,
nadie puede decir cuál es la práctica pedagógica de referencia en la actua­
lidad. N i de derecho, ni de hecho, nadie posee el m onopolio de la palabra
DESARROLLAR
u
PRACTICA
r e f l e x iv a eh el o f ic io oe enserar
en este ámbito. En este caso, se enfrentan diversas concepciones de la prác­
tica. Incluso si la legitimidad y la influencia de unas y otras es desigual, no
se oye ninguna voz lo suficientemente potente como para «acallar» a las
demás, por ejemplo, las que afirman que la práctica enseñante es un don de
la persona y que la formación es inútil.
De hecho, la práctica enseñante no existe. Se ofrece un amplio abani­
co de prácticas distintas que, a veces, son irreconciliables. Para crear un
programa de formación, ¿acaso debemos primar la importancia de unas
ante las otras? En caso afirmativo, ¿de cuáles se trata?
Suponiendo que se resuelva este problema, nos topamos con otro:
¿puede limitarse la transposición didáctica a aislar los saberes necesarios
para una práctica determinada, a codificarlos y a transmitirlos sin pregun­
tarse acerca de qué es lo que permite su movilización e integración en el
ámbito de trabajo? Un médico no es la suma de la erudición de un farma­
cólogo, un biólogo, un patólogo, etc. Es un clínico, a quien compete recu­
rrir a los saberes pertinentes con buen criterio, con el fin de establecer los
diagnósticos y los procesos terapéuticos más adecuados.
¿Se puede transponer, durante la formación, directamente una prác­
tica? Podemos compartir las dudas de Joshua (1996) sobre este punto, sin
sumarnos por ello a su respuesta. N o cabe duda de que se pueden «ex­
traer» saberes de una práctica, como un diamante de su ganga, y después
enseñarlos com o tales, tras proceder a la transposición correspondiente. Si
hiciéramos seriamente este trabajo con el oficio de enseñante, ello nos fa­
cilitaría sin duda un interesante inventario de lo que Gauthier, Mellouki y
Tardif (1993) denominan la «base de saberes» de los enseñantes (Gauthier,
1993a, b, Gauthier, 1997; Reynolds, 1989).
¿Habríamos resuelto de este m odo el problema de la form ación prác­
tica? En absoluto. A menos que asimiláramos una formación «práctica»
con la asimilación puramente intelectual de saberes «prácticos» codifica­
dos, en cuyo caso podríamos incluso plantearnos el imaginar al practicante
como un «sistema experto», como los que se crean mediante la inteligen­
cia artificial, dotado de una base de conocimientos extensa y de un «m otor
de inferencia» que permitiera, ante un problema, investigar y aplicar los
conocimientos y las reglas adecuadas. Una vez facilitado el m otor de inves­
tigación (la mente humana), correspondería a la formación engrosar la
base de conocimientos...
En la actualidad, no es ésta la form a de funcionar del ser humano en
el trabajo. Es en algunos casos más eficaz que un ordenador y en otros lo
es menos. L o es menos porque n o es capaz de almacenar todos los saberes
de la humanidad sobre un tema, de recorrer metódicamente su «base de
saberes» en una fracción de segundo y de combinar, todavía más rápido,
los saberes y las reglas identificadas para elaborar una decisión. Pero el ser
humano sabe discernir las configuraciones ( GestaU, pattem) y adoptar las
U POSÍUSA REFLEXIVA
estrategias analógicas o heurísticas que le permitan hacer transferencias e
inventar soluciones originales mejores que cualquier ordenador. Esto es lo
que la inteligencia artificial se esfuerza por comprender para poder pro­
gramarlo. Así pues, nos alejamos de la imagen de la mente com o yuxtapo­
sición de informaciones y de mecanismos de inferencia. Por otro lado, hay
una parte de la acción humana que no utiliza saberes identíficables, ni ra­
zonamientos, sino que funciona con una especie de inconsciente práctico
cuyos mecanismos exactos resultan difíciles de reconstruir.
En la formación profesional, no podemos encasillar las prácticas de re­
ferencia (Martinand, 1986, 1994, 1995) ni de los saberes sobre estas prác­
ticas, ni de los saberes que éstas activan, sean los que sean. N o podemos de
ningún m odo transmitir directamente la práctica, excepto, quizás, en los
oficios en los que el aprendiz se form a imitando al maestro, con la media­
ción de la mirada, aveces, de una orientación mediante acciones y algunas
palabras. ¿Acaso se trata de una transposición didáctica? Seguramente,
pero estamos todavía muy lejos de la reformulación y de la simplificación
de los saberes sabios que la didáctica de las matemáticas asoda a la nodón de
transposidón (Chevallard, 1991).
En otra obra (Perrenoud, 1998«), se trata el debate sobre los proble­
mas teóricos generales que plantea la transposición a partir de la práctica.
En la presente obra, nos limitaremos a considerar que la form adón de los
enseñantes conjuga necesariamente varias modalidades:
♦ Una transmisión de saberes y su apropiación.
♦ Una «imitación inteligente» de los gestos profesionales.
♦ La construcción de competencias y de actitudes en función de un
entrenamiento más o menos reflexivo.
♦ La creación del habitus profesional a través de la interiorización de
disciplinas y la estabilización de esquemas de acción.
Si la formación inicial no quiere dejar al azar ninguno de estos procesos,
deberá inventar una form a específica de transposición para cada uno de ellos.
La transmisión de saberes supone la form a más simple, puesto que
nos mantenemos en el universo de los contenidos. Sin embargo, no de­
bemos olvidar que el estudiante sólo se apropia de los saberes a través
de una actividad, suscitada por condiciones y situaciones de aprendizaje.
Esta perspectiva constructivista nos invita a considerar que la transposi­
ción de saberes académicos no se limita a una operación sobre sus con­
tenidos, sino que también se ocupa de «colocarlos en su contexto», por
ejem plo, en un proyecto, en una situación-problema, e incluso en un ejer­
cicio convencional.
El dominio de las otras tres modalidades de formación no deja ninguna
escapatoria: la formación ya no es dansmisión de contenidos, sino construcción
de experiencias /armadoras, mediante la creación y el fomento de situaciones de
OfsmoiiAK
i a p r íc iic a r e f l e x iv a e n el o f ic io de e n s e ñ a r
aprendizaje. ¿Por qué hablamos todavía de transposición? Porque estas ex­
periencias y situaciones siguen siendo como eslabones en una cadena de
transformaciones que se inician en las prácticas profesionales de los expertos.
Por tanto, es posible complicar a la vez la noción de transposición y el es­
quema de la cadena de transposición, para dejar espacio a la noción de compe­
tencia, concebida como capacidad de movilizar diversos recursos cognitivos para
actuar en una situación compleja (Bosman, Gerard y Roegiers, 2000; Le Boterf,
1994,1997,2000; Perrenoud, 1996c, 1997o, 1999o, 2000o, b; Roegiers, 2000).
El cuadro 2 (Perrenoud, 1998c) muestra que la cadena de transposi­
ción se alarga, puesto que las etapas intermedias se multiplican: pasamos de
la práctica a su descripción precisa (etapa n.° 1), de ésta a la identificación
Cuadro 2
Prácticas válidas en la sociedad
1. Percepción y descripción precisa de las prácticas.
2. Identificación de las competencias que funcionan en la práctica.
3.
Análisis de los recursos cognitivos movilizados (saberes, etc.) y de los
esquemas de movilización.
f
4. Hipótesis sobre el modelo de génesis de las competencias en situación de
formación.
\
5. Dispositivos, situaciones, contenidos planificados de la formación =
currículo formal.
6. Dispositivos, situaciones, contenidos efectivos de la formación = currículo real.
I
7. Experiencia inmediata de los formados.
{
8. Aprendizajes duraderos de los formados,
La
postuüa reflexiva
de las competencias subyacentes (etapa n ° 2), después al análisis de los re­
cursos cognitivos movilizados (etapa n." 3). A continuación, se integra una
fase que a menudo se mantiene en el ámbito de lo implícito: la apropiación
de un m odelo de la génesis de los saberes y de las competencias y, por
tanto, del tipo de dispositivos que podrían guiarla de form a voluntaria
(etapa n.° 4). Posteriormente, pasamos a la concretización de estos disposi­
tivos, en form a de un currículo formal que se basa en las estructuras de for­
mación (etapa n.° 5). La transformación posterior es más clásica: es el paso
del currículo formal al currículo real como funcionamiento efectivo de la
formación (etapa n.° 6). El currículo real genera experiencias subjetivas
(etapa n.° 7), algunas de las cuales favorecen el aprendizaje (etapa n.° 8).
Tomar en serio los fenómenos de transposición debería conducir,
antes de renovar un programa de formación, a plantearse si dicha modifi­
cación se ha efectuado de verdad. Las carencias de una formación pueden
provenir, no de la inadecuación del programa de formación, sino de un
error durante su aplicación. La huida hacia delante en dirección a un nuevo
programa de formación no es, entonces, una respuesta adecuada. Sería
más recomendable analizar los motivos por los que las intenciones muy
loables y satisfactorias -sobre el papel- en realidad, se traducen en otra
cosa, a veces en lo contrario.
En especial, este hecho resulta esencial para la coherencia de una
form ación. La transposición didáctica hace pasar de un universo del
programa, cuya coherencia es d el orden lógico y discursivo, a un con­
ju n to de actividades y de aprendizajes cuya integración en la m ente del
estudiante no es tan fácil. Sin embargo, a m enudo los form adores tra­
bajan con el tiem po y los m edios de que disponen, la demanda de los es­
tudiantes y sus propias convicciones; en cuyo caso, el resultado final, a
m enudo no tiene más que una relación rem ota con lo que realmente
están obligados a hacer.
La realidad de un currículo está hecha de «cambios» con respecto al
currículo prescrito, derivaciones, empobrecimientos, añadidos salvajes o
interpretaciones bastante personales de uno u otro fragmento del progra­
ma de formación (p o r ejemplo, cursos, memorias, unidades de integración
o seminarios de análisis de la práctica).
Incluso si no hubiera ninguna distancia entre el currículo prescrito y
los contenidos efectivos de la formación, nada aseguraría que los estu­
diantes crearían los aprendizajes que el programa de formación pretende
fomentar, tanto en una universidad como en cualquier otra parte, los
«aprendices» no siempre están decididos a aprender; de hecho, poseen,
más que en otras partes, estrategias de orientación, de elección de opcio­
nes, de lectura, de trabajo y de preparación susceptibles de malograr los
mejores programas de formación. Un programa bien hecho también es
una trampa de la que los estudiantes intentan escapar mediante toda suer­
D es ar r o p a s
u
práctica r eflex iv a eh e l ofic io oe enseñar
te de medios, legítimos o ilegítimos, porque ellos no pueden o no quieren
hacer todo lo que les pedimos; a menudo, buscan las formas de actuar
menos agotadoras, en vez de las más formadoras.
Postura reflexiva y formación del hábitos
Estos cambios de sentido son especialm ente sensibles en el tratamien­
to de las dim ensiones reflexivas, que son más difíciles de «p rogram ar»
que las enseñanzas temáticas. N o hay ningún program a de form ación
inicial que no haga referen cia al practicante reflexivo en el estadio de
las intenciones. Entonces, ¿qué queda de ello al fin al de la cadena de
transposición?
Se pueden identificar, por lo menos, cuatro causas principales de pér­
dida:
1.
En los debates y las luchas por los horarios y espacios de form a­
ción, los saberes se adjudican siempre la m ejor parte, porque son
defendidos por grupos de presión cuya influencia es determinante.
Los defensores de la práctica reflexiva son menos marginales en
estos úldmos años, pero no dan la talla para los grupos de presión
de las disciplinas.
2.
Una parte de los formadores universitarios no invierte nada en la
formación para una práctica reflexiva por diversos motivos:
♦ N o la comparten desde el punto de vista intelectual e ideológico.
♦ N o son ellos mismos practicantes reflexivos.
♦ A l estar obligados a transmitir el máximo de saberes, no se
toman el tiempo para estimular la reflexión.
♦ Imaginan que la reflexividad se proporciona , que está conteni­
da indirectamente en la capacidad de abstracción o en una for­
mación para la investigación,
3.
N o todos los formadores de campo se identifican con la figura del
practicante reflexivo, aunque colaboren con un programa de for­
mación que ofrezca claramente esta orientación. Algunos se nie­
gan a «complicarse la vida» o piensan que la verdadera formación
consiste en observar a un practicante experimentado y en actuar
como él.
4.
A una parte de los estudiantes no le gusta reflexionar, prefieren
absorber y reproducir los saberes, eso que el oficio de alumno
-q u e les ha conducido a la universidad—les ha acostumbrado a
hacer, sin plantearse demasiadas preguntas. Se resisten a una re­
flexión que les exige más im plicación personal (y de presencia)
y les hace correr más riesgos, a su ju icio, en el m om ento de la
evaluación.
La
postura reflexiva
El problema se complica por el hecho de que la postura reflexiva, aun­
que movilice los saberes teóricos y metodológicos, no se limita a ello. N o es
algo que se enseñe.. Pertenece al ámbito de las disposiciones interiorizadas,
entre las que están las competencias, pero también una relación reflexiva
con el mundo y el saber, una curiosidad, una perspectiva distanciada, las ac­
titudes y la necesidad de comprender.
Desarrollar una postura reflexiva significa form ar el habitus, fomentar
la instauración de esquemas reflexivos. Para Bourdieu (1972,1980), el habitus
es nuestro sistema de estructuras de pensamiento, de percepción, de eva­
luación y de acción, la de nuestras prácticas. Nuestras acciones tienen «m e­
m oria», que no existe en form a de representaciones o de saberes, sino de
estructuras relativamente estables que nos perm iten tratar un conjunto
de objetos, de situaciones o de problemas. Beber un vaso de agua no cons­
tituye una acción inscrita en el patrimonio genético. Un recién nacido no
sabe hacerlo. A medida que crece, construye y después estabiliza, un es­
quema que le permite, progresivamente, beber en todo tipo de vasos. El
esquema no es específico de un vaso en particular, lo cual le permitirá
beber, con una buena adaptación, en una cantimplora, una botella, una
botella de soda, o en cualquier otro recipiente con una form a peculiar. Se
puede adaptar un esquema a un abanico más amplio de situaciones. Si esta
adaptación se repite, se estabilizará y se producirá una diferenciación del es­
quema. Durante nuestra vida, nuestros esquemas no dejan de desarrollarse,
diferenciarse y coordinarse.
Determinados esquemas activan nuestros saberes declarativos o procedimentales, en particular cuando tenemos tiempo de tomar un poco de
distancia, de analizar y de razonar. Sustentan las interrelaciones, las infe­
rencias, los ajustes a una situación singular, las transposiciones, etc., en
definitiva, todas las operaciones de contextualización y de razonamiento
sin las que un saber n o podría guiar la acción. Por este único motivo, es im­
portante form ar el habitus, mediación esencial entre los saberes y las situar
ciones que exigen una acción.
Es importante form ar el habitus por otro motivo: una parte de la acción
pedagógica se hace con urgencia e improvisación, de form a intuitiva, sin
recurrir realmente a los saberes, a falta de tiem po o de pertinencia. Fren­
te a un alumno que charla constantemente, el maestro no puede dudar de­
masiado en decidir si va a llamarle al orden o si fingirá que no ha notado
nada. Con objeto de tomar una decisión en plena acción, el practicante ex­
perimentado no puede movilizar los saberes y llegar a una decisión docu­
mentada y razonada mediante una larga digresión reflexiva. En cambio,
pondrá en marcha un esquema de acción creado en función de la expe­
riencia, que se ajusta deforma marginal a la situación.
Es probable que, en el transcurso de su formación, se le haya impues­
to una regla: «Cuando un alumno habla, siempre hay que llamarlo al
79
D esarrollar
la practica r eflex iv a en l l ofecio o í enseñar
orden, y si es necesario, suspender la clase». La experiencia, sin duda le ha
enseñado que dicha regla es inadecuada una de cada dos veces. Por
tanto, el enseñante decidirá intervenir o n o sirviéndose de su intuición y
teniendo en cuenta diversos parámetros. Su competencia no consiste en
seguir una fórmula, sino en disponer de esquemas relativamente dife­
renciados para apreciar el sentido y el alcance del desorden y poner in­
mediatamente en la balanza, teniendo en cuenta el mom ento, el clima,
la actividad en curso, todo lo que puede ganar y perder durante la inter­
vención. Esto no proviene de los saberes, ni siquiera los procedimentales,
sino de los esquemas, concretamente aquellos que marcan la diferencia
entre el n eófito y el experto, el enseñante m edio y el practicante muy
eficaz. El enseñante experim entado adopta con mayor frecuencia la so­
lución correcta, «siente» cuándo es preferible proseguir el curso sin hacer
caso del desorden y cuándo es m ejor detenerse y restablecer una relación
pedagógica amenazada.
O tro ejemplo: ¿cómo organiza un enseñante el tiempo restante, en el
transcurso de una clase, sobre todo cuando sabe que no es suficiente para
llegar al final de la actividad proyectada? N o hay ningún saber establecido
en relación con este asunto, sino que cada enseñante desarrolla esquemas
más o menos eficaces, que no son ni procedimientos explícitos, ni esquemas,
ni fórmulas, sino funcionamientos interiorizados, de los que el interesado
desconoce con mucha frecuencia la trama exacta, puesto que los pone en
marcha inconscientemente.
Una de las funciones de una práctica reflexiva consiste en permitir
que el practicante se conciencie de sus esquemas y, en caso de que sean in­
adecuados, los actualice. Podemos montar inútilmente en cólera, mover­
nos con exageración en clase, hacer caso omiso de algunos alumnos
involuntariamente o crear conflictos sin comprender por qué. Entonces,
no se pueden poner en práctica los saberes, hacemos funcionar un habitas
que surte efecto sin que haya forzosamente intención, ni siquiera una re­
presentación clara de lo que ocurre.
N o todas las conductas de los enseñantes son tan «automáticas», algunas
recurren a los saberes que impulsan un desarrollo, el aprendizaje, la relación,
el grupo, etc. Pero, el habitas es lo que permite activarlas en la situación. Co­
nocer el análisis transaccional es útil para comprender si jugamos al padre o
al hijo en una u otra situación. Todavía hacen falta esquemas para identificar
y aplicar los saberes pertinentes a una situación en particular.
También es preciso que el razonamiento basado en los saberes no
sufra un «cortocircuito» con las reacciones espontáneas del habitas. Pode­
mos tener una idea precisa de lo que sería conveniente hacer y, no obstan­
te, hacer lo contrario, empujados por el habitus. El comportamiento de los
enseñantes, cuando se analiza en frío, normalmente se justifica con res­
puestas del tipo: «L a situación m e superaba, no podía hacer otra cosa, no
lA POSTURA IfHEXIVA
tenía otra opción». El habitus interviene, no solamente en los momentos de
gran emoción, sino también para guiar nuestra conducta ante los peque­
ños sucesos, por ejemplo, cuando un alumno Va al lavabo en un momento
importante del curso. Este comportamiento puede enojar al enseñante, he­
rirlo, hacerle reaccionar de form a desproporcionada, lo que puede , hacer
perder el hilo, hacer más mal que bien. Todo enseñante un poco experi­
mentado lo «sabe». Posteriormente, lo reconoce: «M e he equivocado al in­
tervenir de form a tan brusca por un comportamiento tan absurdo, pero
estaba desesperado por tanta indiferencia ante mi explicación».
Para formar el habitus, conviene:
♦ Preguntarse para qué sirven los saberes en la acción, cuáles son las
mediaciones entre ellos y las situaciones.
♦ Aceptar la idea de que dicha mediación no está asegurada por otros
saberes, sino por esquemas, que forman conjuntamente un habitus.
♦ Adm itir que dicho habitus permite a menudo actuar «sin saberes»,
lo que no significa «sin form ación».
Si no tenemos en cuenta la distancia entre los saberes y los esquemas
de reacción, de apreciación, de percepción y de decisión del enseñante,
haremos desaparecer la mitad de la formación. Si admitimos que las com­
petencias no están hechas solamente de saberes sino también de esquemas
que permiten su movilización, igual que de esquemas de acción que no re­
curren a ningún saber, entonces, es necesario preguntarse cómo formamos
competencias durante la form ación inicial. Las instituciones de formación
de enseñantes harían bien en definir las modalidades, los dispositivos y las
prácticas de formación del habitus. ¿Cómo formamos el habitus profesional
de los ingenieros, los gerentes o los médicos? Mediante trabajos prácticos,
simulaciones y práctica clínica. L a adquisición de saberes puede descontextualizarse en parte y desconectarse de cualquier puesta en marcha in­
mediata, salvo de los ejercicios y los exámenes tradicionales; esta
disociación es imposible para la form ación del habitus, puesto que adopta
forzosamente la form a de un entrenamiento.
La form ación del habitus debería constituir el proyecto de la institu­
ción de form ación completa, la cuestión principal de todos los formadores. En realidad, no hay ninguna razón para pensar que basta con enviar
a los estudiantes a las clases durante algunas semanas para garantizar la
adquisición de competencias. El habitus form ado «sobre la marcha» con
actuaciones como: «¡Tírate a la piscina y nadal» es más bien regresivo y de­
fensivo. Es lo contrario del habitus del practicante reflexivo. L o observa­
mos en los enseñantes que hacen sustituciones antes de cualquier
formación: aprenden a sobrevivir imitando los modelos pedagógicos a los
que estuvieron sometidos cuando eran alumnos, adoptando estrategias
autoritarias, atajos, formas de manipulación más viejas que el mundo, sim­
Des a r r o lla
ll
psAaic* r eflex iv a
eh ee oeicio be enseñar
plem ente porque hay que «d ar la clase». Esta form ación «im provisada» es
bastante eficaz a corto plazo, pero se paga muy cara a largo plazo, puesto
que instaura estructuras muy estrictas y rígidas que, posteriormente, hay que
«desarmar» durante la formación.
Para form ar un habitus de practicante, es preciso que lo deseemos
abiertamente, que lo distingamos, que digamos claramente a quién co­
rresponde, que aceptemos que no incumbe únicamente a los asesores pe­
dagógicos o a otros formadores de campo, sino que también afecta a los
formadores:
♦ Que impulsan a los grupos de análisis de la práctica.
♦ Que representan el aporte de las ciencias humanas (psicología, psi­
coanálisis, antropología, sociología).
Incluso si los especialistas en didáctica trabajan más sobre los saberes
de referencia y las metodologías de la enseñanza, también les afecta: un
profesor de lengua emplea en su enseñanza los componentes lingüísticos y
comunicativos de su habitus personal, así como su relación con la lengua.
Estas disposiciones no constituyen saberes en sí mismas.
Todos los formadores deberían preocuparse por la articulación de sa­
beres y por el kabitus, a sabiendas de que, si los enseñantes utilizan muy
poco los saberes didácticos, psicopedagógicos o psicosociológicos que han
adquirido, es básicamente porque no logran conectarlos con las situacio­
nes y, por lo tanto, emplearlos con buen criterio para actuar. Podem os in­
tentar dotarlos de métodos y otros saberes procedimentales para ayudarles
a hacer las conexiones. U na lista de verificación, un espacio multirreferencial, un paradigma esquemático pueden contribuir a observar y a hacer
hipótesis, a preguntarse un poco sistemáticamente, por ejemplo: ¿se trata
de una cuestión de saber?, ¿de lugar en el grupo?, ¿de poder?, ¿de competi­
ción?, ¿de comunicación?, ¿de clima?
La entrevista de explicitación (Vermersch, 1984) es un m étodo de in­
vestigación que podem os utilizar en la form ación para explicitar lo no
reflexionado, pero se constatan ciertos límites ante este intento:
♦ El m étodo precisa de tiempo y solamente puede cubrir una parte de
los esquemas de acción.
♦ La concienciación no desemboca ipso fad o en una transformación
del habitus, simplemente genera una justificación del habitus (si se
corresponde con los principios teóricos) o, en el caso contrario,
una tensión entre lo que el practicante hace con el piloto automá­
tico y lo que él considera.
Las justificaciones y las tensiones pueden hacer evolucionar el habitus,
pero no de form a rápida y voluntaria. Sin olvidarnos de el procedimiento
reflexivo en la form ación del habitus {Perrenoud, 1996c), la postura más in­
h POSTURA REFLEXIVA
teligente radicaría en velar lo suficiente como para crear «condiciones ob­
jetivas» de desarrollo de un habitus profesional. La naturaleza de los cursos,
las tareas confiadas al estudiante en prácticas cuando se encuentra en clase
y el contrato pactado con el form ador de campo modulan las exigencias y
las ocasiones que desarrollan uno u otro tipo de habitus profesional.
Tratemos de esbozar las consecuencias de estas orientaciones para la
dimensión reflexiva de la práctica.
Saber analizar y relación reflexiva con la acción
Contrariamente a lo que sugiere esta palabra compuesta, un «saber hacer»
no es un saber. De hecho, la noción de «saber hacer» nos remite a dos fun­
cionamientos cognitivos distintos:
♦ Podemos considerar un «saber hacer» como un saber procedimental que nuestra inteligencia nos permite aplicar; lo compararemos
con un «saber lo que hacer», hecho de reglas, técnicas, fórmulas y
pasos a seguir.
♦ Podemos comparar el «saber hacer» con un esquema de acción in­
corporado, a lo que Vergnaud denomina un « saber-en-acción», que
a veces asociamos con la expresión «saber hacer allí».
Para disipar esta ambigüedad, optarem os por la segunda acepción:
un saber hacer n o es un saber sobre el hacer, es una disposición interio­
rizada, construida, a menudo, laboriosamente, que proporciona el con­
trol práctico de la acción. Todos sabemos la diferencia que hay entre
alguien que ha leíd o todos los manuales que explican cóm o ju gar al
tenis y un ju gador de tenis... N o es que leer los manuales sea una tarea
inútil pero no contribuye a la form ación de las competencias o del
«saber hacer» (en el sentido de «saber hacer a llí»), si n o es pagando
el elevado precio de un largo entrenamiento, que perm itirá que los es­
quemas sustituyan a las reglas y las incorporen. Ciertamente, una parte
de las reglas se puede aplicar sin incorporarlas, a condición de tenerlas
en m ente en el m om ento correcto. Éste es el caso de las reglas de ju eg o
y de determinados principios tácticos generales, p o r ejem plo. Pero todas
las reglas que describen el m ovim iento justo, codificado a partir de una
práctica experta, n o pueden más que acompañar al entrenam iento y
ofrecer un m odelo para im itar y guiar la regulación reflexiva. U n «saber
hacer» resulta de un entrenam iento, incluso cuando adopta parcial­
m ente la form a de una aplicación de reglas o principios teóricos, a sa­
biendas de que no es la única génesis posible.
El saber analizar es un «saber hacer», entendido en este sentido. El
hecho de que se trate de operaciones mentales complejas más que de mo­
D esarrollar
la practica reflexiva en el oficio de enseñas
vimientos observables no cambia nada en el arraigo de las operaciones en
los esquemas que no son plenamente conscientes.
Este «saber hacer» ¿se fundamenta en las implicaciones lógicas de sa­
beres declarativos? ¿Resulta de la interiorización de saberes procedimentales? ¿O proviene del ejercicio práctico del análisis?
El saber analizar se basa en saberes teóricos, puesto que el análisis con­
duce a lo real y, por tanto, moviliza conceptos y teorías. Pero, aquí se trata
de saberes sobre y para el análisis. ¿Acaso existen saberes sobre el análisis,
que podrían guiarlo? La lógica es un saber teórico que puede guiar nues­
tro pensamiento. A decir verdad, son pocas las personas que poseen una
cultura especializada en lógica formal. Su coherencia responde a lo que
Piaget ha denom inado la lógica natural del individuo, no formalizada,
que funciona como un conjunto de esquemas prácticos de inferencia o de
percepción de contradicciones. Sin embargo, no podemos excluir el hecho
de que una formación lógica, matemática o estadística pueda contribuir a
evitar errores de razonamiento, generalizaciones o deducciones abusivas,
la confusión entre la parte y el todo, o a clasificar los problemas, desgranar
las paradojas y encontrar los fallos de una normativa o una argumentación.
Estos saberes son más eficaces en las ciencias o en las operaciones de in­
vestigación, pero también pueden utilizarse en la vida cotidiana. Para
convertirse en una «segunda naturaleza», sobre todo en situaciones en las
que no tenemos tiempo de investigar con tranquilidad, deberán, igual que
en el tenis, ser objeto de un entrenamiento intensivo.
A los saberes lógico-matemáticos, se pueden añadir los saberes relati­
vos a la heurística, la hermenéutica y el pensamiento complejo, surgidos,
ya sea de la tradición filosófica o de las ciencias humanas. Todas las cien­
cias de la mente iluminan una parte de su funcionamiento y pueden, en úl­
tima instancia, guiarlo o, por lo menos, permitir expresar con palabras los
funcionamientos espontáneos y estabilizarlos. Los trabajos sobre la metacognición, la decisión o la memoria pueden ayudarnos a adquirir conciencia
de nuestra form a de pensar y, por consiguiente, a disciplinarla.
¿Acaso existen saberes procedimentales susceptibles de guiar el análi­
sis? Evidentemente, existen algunos para el tratamiento de datos de inves­
tigación o en diversos sectores en los que utilizamos a profesionales del
análisis de sustancias bioquímicas, rocas, radiografías, poblaciones, movi­
mientos financieros, funcionamientos organizativos, etc. Con objeto de
analizar las prácticas y las situaciones educativas, ya no disponemos de pro­
cedimientos tan sofisticados, y todavía menos de tecnologías. Como
mucho, podríamos, aunque está pendiente de hacer, elaborar una lista de
consejos o principios generales inspirados en metodologías de investiga­
ción cualitativa tanto como en saberes de experiencia.
El saber analizar no se desarrolla fundamentalmente en función de la
puesta en práctica de saberes teóricos o procedimentales. Más bien se trata
t i POSTOR» RÍFLESIYA
de un «aprendizaje sobre la marcha», mediante ensayos y errores, de fun­
cionamientos que, a fuerza de «utilizarlos en la práctica» se convierten en
más seguros, más rápidos, más potentes y, al mismo tiempo, más flexibles y
que pueden compararse con la form a en que uno se perfecciona en un de­
porte o un oficio manual.
La reflexión sobre la reflexión y el análisis del análisis, ¿acaso ju e­
gan un papel importante? En el estadio en que se encuentra la investi­
gación, es difícil de decir. Podem os adelantar la hipótesis de que el
practicante que se convierte en reflexivo posee determinada conciencia
de dicha evolución, cualesquiera que sean las palabras que utilice para
referirse a ésta, pero que esto responde más a una transformación de la
im agen de uno mismo que a una regulación precisa del aprendizaje. Es
probable que un psicoanalista o un radiólogo sean capaces de analizar
su form a de analizar y de hacerla progresar, percibiendo los defectos, los
errores, la apatía, la ofuscación y las predisposiciones. Son capaces de
ello porque el análisis se sitúa en el centro de su identidad profesional y
porque poseen una form ación m etodológica sobre este retorno reflexi­
vo al análisis.
Trabajando con los estudiantes sus propias representaciones de la
form a cómo reflexionan y aprenden a reflexionar, observamos que algu­
nos se sienten cómodos con este registro metacognitivo y que podrían con­
tinuar observándose de form a autónoma, mientras que para otros, el
análisis de las situaciones educativas ya es un ju eg o abstracto y gratuito, y el
análisis del análisis, un ejercicio surrealista.
Quizás podamos extraer como consecuencia que la práctica reflexiva
se aprende en función del entrenamiento regular e intensivo, sin ser ella
misma objeto de intensas regulaciones metacognitivas. El estudiante sabe
que aprende a analizar y que se espera de él que se convierta en un prac­
ticante reflexivo, pero no sabe exactamente cómo aprende a reflexionar y
no dene el control de este aprendizaje, excepto aun nivel bastante global,
por ejemplo, aquel medíante el que elige implicarse o no en tareas de
fuerte «densidad analíüca».
Finalmente, llegamos a esta paradoja: el habitus intelectual del que de­
penden nuestra concienciación y nuestros análisis puede presentarse como
algo muy opaco ante nosotros y funcionar en un inconsciente práctico de la
misma manera que no sabemos exactamente cómo nos atamos los zapatos
o rompemos un huevo...
Esta opacidad es cada vez mayor a medida que nos alejamos de ope­
raciones intelectuales precisas tales como observar, describir, escribir,
dudar, plantearse preguntas, emitir hipótesis, comparar, anticipar, tratar de
explicar, interrogar, experimentar, etc. Un practicante reflexivo no es úni­
camente alguien que sabe analizar y reflexionar, y dispone para ello de
competencias, herramientas metodológicas y bases teóricas.
DESARKOIIAR IA PRACTICA REFLEXIVA EH E l OFICIO DE ENSEÑAR
Estas operaciones no tienen sentido ni m otor si no existe una deter­
minada relación con el mundo, la acción, el pensamiento y el saber. Esta
relación es una form a de identidad y también de necesidad de compren­
der, de buscarle tres pies al gato, de no encerrarse en la rutina y las con­
vicciones propias,
¿Podemos form ar a los estudiantes en este sentido? La paradoja es que
la postura reflexiva exige a la vez una gran autonomía intelectual y una
form a de socialización que establece modelos sobre la relación con el
mundo y el saber.
¿Hay que limitarse a seleccionar a los estudiantes que deben a su so­
cialización familiar y escolar un habitus reflexivo? ¿O debemos hacer de
ello un envite o un objetivo de la formación profesional? En este último
caso, es evidente que se debe inscribir la actitud reflexiva en la categoría de
ejercicio del oficio de estudiante y en los criterios de evaluación. N o basta
con presentar la figura del practicante reflexivo como una figura ideal, hay
que transformarla en una «figura impuesta», lo que no se produce preci­
samente sin contradicciones.
4
¿Es posible formar para la práctica reflexiva
mediante a investigación? 2
La universidad parece el marco privilegiado de una formación para la prác­
tica reflexiva. Ahora bien, veremos que no es tan seguro que lo sea, que la
conjugación de una formación teórica y de una iniciación a las m etodolo­
gías de investigación no engendra de form a automática un practicante re­
flexivo. Con el fin de que este objetivo sea el eje del programa, la
universidad debe evolucionar.
El modelo norteamericano de formación de enseñantes de primaria se
está extendiendo a Europa: dentro de cinco, quince o veinticinco años, todos
los sistemas educativos que no lo hayan hecho ya, proporcionarán muy pro­
bablemente una formación universitaria a los enseñantes de primaria, en una
facultad o un instituto ad hoc (Bourdoncle y Louvet, 1991; Tschoumy, 1991).
Dicha evolución se encamina hacia la ampliación del territorio que abarcan
las formaciones universitarias, lo que satisfará sumamente a los que aspiran a
que se produzca este tipo de desarrollo. N o obstante, la cuestión importante
reside en saber si se trata de un verdadero progreso desde el punto de vista de
la eficacia del sistema educativo, de su modernización, del funcionamien­
to de los centros y de la lucha contra el fracaso escolar y las desigualdades.
Es probable que la universitarización de la form ación de los ense­
ñantes se viva como un progreso para la profesión. Frente a la desvalori­
zación del estatus de los enseñantes com o personalidades notables en la
comunidad local, frente a la disminución de la distancia cultural entre
ellos y los padres de los alumnos y alumnas, y frente a la evolución de las
profesiones comparables, el acceso a una formación universitaria ofrece
una compensación interesante, tanto desde el punto de vista simbólico
com o desde el punto de vista salarial. De este modo, se acerca el colectivo
de formadores al de profesores de secundaria, lo que puede consolidar la
unidad sindical del cuerpo de enseñantes. Asimismo, tal com o expone Labaree (1992), constituye un progreso para los formadores de enseñantes
2- Este capítulo se basa en los aspectos esenciales de un artículo titulado «Former les maítres
primaires á l’Université: modcrnisation anodine au pas décisif vcrs la profcssionalisation», en
HENSLER, H. (ed.) (1993): L a recherche en form aiion des maítres. D éíour ou passage obligé sur la
vote de la professiomtisaticm? Sherbrooke (Canadá). Édidons du CRT, pp. 111-132.
D esarrollar
la practica reflexiva en el oficio de ensenar
y, probablemente, para las instituciones de formación que vinculamos con
la universidad.
Sin embargo, todos estos progresos no garantizan una acción pedagó­
gica más eficaz en las clases. El reto no consiste únicamente en mantener
o mejorar ligeramente el nivel de form ación de los enseñantes de prima­
ria. Se trata de form ar para el nuevo oficio que tanto ha defendido Meirieu
(19906), de hacer que los sistemas educativos sean capaces de preparar al
máximo número de profesionales para la complejidad de este mundo mo­
derno. Ahora bien, en la tendencia general que fomenta la armonización
europea o mundial de los diplomas y la elevación de los niveles formales
de cualificación, el acceso al escalafón universitario no garantiza, com o tal,
un aumento decisivo de cualificación profesional. Todo depende del m odo
de concebir y llevar a cabo en la práctica la formación de los enseñantes.
L a universidad sólo es virtualmente un marco privilegiado para form ar a
enseñantes de nivel alto. L a consecución de esta virtualidad no es en abso­
luto fácil, sino que debe vencer el combate contra las tendencias domi­
nantes desde el punto de vista histórico en la institución universitaria. En la
actualidad, este combate no está perdido de antemano: las mentalidades han
evolucionado y la relación de la universidad con la sociedad intelectual, la
formación profesional y el saber praxeológico está a punto de cambiar. Pero,
el futuro todavía es incierto, y la apuesta no se ganará más que al precio de
un aumento de lucidez en el mismo seno de las facultades de ciencias de la
educación. Para tener éxito en la formación de los enseñantes, éstas no de­
berían alimentar ninguna ilusión sobre el estado de los conocimientos teó­
ricos y, todavía menos, sobre su pertinencia de fundar una práctica
profesional. Lo que supone exigir mucho a las ciencias humanas que toda­
vía están buscando un estatus y signos externos de respetabilidad académica.
Para avanzar en esta dirección, es preciso orientar de forma explícita la for­
mación de los enseñantes hacia una práctica reflexiva, valorar los conocimien­
tos de experiencia y de acción de los profesionales, desarrollar una intensa
articulación teoría-práctica y una verdadera profesionalización. Estas transfor­
maciones ponen en tela de juicio el estatus epistemológico de las ciencias
de la educación y la vocación de las unidades que se consideran como tales.
Examinaremos cuatro ilusiones que sería mejor abandonar si deseamos
desarrollar una formación a la vez universitaria y profesional: la ilusión cientificista, la ilusión disciplinaria, la ilusión objetivista y la ilusión metodológica.
Puede ocurrir que, un día, las ciencias humanas y sociales logren construir
teorías tan formalizadas, precisas y operativas como las ciencias físicas, pero
todavía no hemos llegado a este punto. En la actualidad:
¿ E S POSIBLE FORMAR RAIA U f R Í C I lU REFLEXIVA MEDIANLE LA INVESÍIGACIÓH?
♦ Los saberes teóricos de las ciencias humanas son frágiles, están so­
metidos a terribles revisiones y a eternas discusiones ideológicas o
epistemológicas; razón por la que sería imprudente basar una acción
pedagógica o los programas escolares exclusivamente en el estado de
los conocimientos teóricos en ciencias humanas y sociales.
♦ Pese a que están relativamente fundamentadas, estas teorías no cu­
bren más que una parte de los procesos de aprendizaje y de ense­
ñanza; quedan agujeros negros y amplias zonas de claroscuros en
las que contamos con intuiciones fructíferas, algunos resultados
empíricos, pero pocas evidencias de que se puedan utilizar en la
práctica.
Esta constatación no es en absoluto desesperante. Las distintas disci­
plinas científicas no se desarrollan al mismo ritmo; los fenómenos psíqui­
cos y sociales se resisten, por numerosas razones, a una explicación tan
rigurosa y formalizada como la que existe en el ámbito de las ciencias na­
turales. Este diferencia brinda la oportunidad a los científicos «puros y
duros», por lo menos a los que no han reflexionado demasiado sobre la his­
toria de las ciencias, de tratar las ciencias humanas como la medicina de
Moliére. Seguramente, podemos ironizar sobre los ensayos ingenuos o pre­
maturos de medida y de establecimiento de modelos, tanto sobre la im­
precisión de las terminologías, como sobre los conflictos que deben más a
las preferencias ideológicas que a las divergencias metodológicas o teóri­
cas. Ningún sociólogo podrá sorprenderse de que los físicos, los astróno­
mos, los químicos, incluso los biólogos, a veces se burlen de las ciencias
humanas; esta ironía sirve a sus intereses en la división de los recursos en
materia de investigación y desarrollo universitarios... Es más sorprendente
ver a los investigadores de las ciencias humanas y sociales «im itar» deses­
peradamente a sus hermanos mayores, por despecho, amor propio o bús­
queda de reconocimiento. Sería grave que estos juegos y estrategias de
distinción y de defensa del territorio terminen por empañar el debate epis­
temológico de fondo.
En los albores del siglo, Claparéde (1912) todavía podía esperar de
buena fe que, ofreciendo una formación científica a los educadores, se les
proporcionarían los recursos necesarios y esenciales para gestionar una ac­
ción eficaz. Actualmente, esta tesis ya no puede sostenerse. Parece que los
formadores que la suscriben todavía no se han enfrentado nunca a la com­
plejidad de una situación pedagógica real y ni siquiera se han preguntado
sobre la importancia de la cuestión del saber hacer y el saber ser proce­
dentes de otras partes y sin relación con sus conocimientos teóricos, en el
éxito de su propia enseñanza.
El problema nace de la coexistencia, en los propios centros, de lógicas
diferentes: por una parte, la lógica universitaria clásica, que otorga privilegio
89
DESARROLLAR IA PÜÍCIICA REFLEXIVA EK EL OFICIO OE ENSEÑAR
a los conocimientos fundamentales y a la investigación, y que solamente
prepara de form a infcidental para las profesiones, sin importar lo presti­
giosas que sean; por otra parte, la lógica de las formaciones profesionales
de alto nivel, orientadas hacia la preocupación de una acción eficaz, basa­
da en conocimientos cuya pertinencia práctica importa más que e l estado
epistemológico. Las escuelas politécnicas y las facultades de medicina han
conseguido reducir estas lógicas a una síntesis que se puede explicar por
los motivos siguientes:
♦ Un elevado estatus de la práctica profesional del m édico o del in­
geniero que asegura cierto equilibrio entre las formaciones prácti­
cas y la investigación.
♦ Escuelas o facultades muy antiguas que ocupan el prim er puesto en
la universidad y, por tanto, disponen de medios considerables para
hacer al mismo tiempo investigación fundamental y formación pro­
fesional.
♦ Modelos de formación técnica o clínica que han hecho sus pruebas
mediante la articulación de conocimientos teóricos y la resolución
de problemas concretos.
♦ Una contratación muy selectiva, al principio y en el transcurso de
los años propedéuticos, que garantiza un nivel óptimo de los estu­
diantes, que los capacita al mismo tiempo para llevar a cabo investi­
gaciones fundamentales y exhibir un excelente ingenio técnico o
clínico.
Estos recursos brillan por su ausencia en los oficios de lo humano cuya
form ación está en vías de universitarización, com o el trabajo social, los cui­
dados sanitarios, la psicología clínica, la orientación escolar, el apoyo peda­
gógico y la enseñanza. Se trata de sectores poco prestigiosos en el seno de
la universidad, que disponen de pocos medios y deben elegir constante­
mente entre la investigación y la form ación profesional. Muchos de estos
estudiantes escogieron este camino porque les parecía menos exigente que
la medicina o las ciencias físicas. Incluso cuando se benefician de una for­
mación universitaria reglada, los oficios de lo humano no ostentan el
mismo nivel de prestigio que las profesiones de ingeniero politécnico o
médico.
Por ello, las facultades de ciencias humanas tropiezan con dificultades
para hácer coexistir de form a pacífica estas dos lógicas. Los que reclaman
una buena formación de los profesionales amenazan, a nuestro juicio, la
respetabilidad o los recursos de los que defienden una investigación fun­
damental de alto nivel y la formación de investigadores superiores, y a la in­
versa. De ahí proviene la aparición de organizaciones estructurales que
estabilizan y protegen los territorios de unos y otros. Las fórmulas posibles
no son ilimitadas. Podemos clasificar cuatro:
¿ES POSIBLE FORMAR PARA LA PRACTICA REFLEXIVA MEDIARTE U INVESTIGACIÓN?
1.
La formación de los enseñantes puede correr a cargo de un de­
partamento especializado en el interior de una facultad de ciencias
de la educación, en el marco de un programa reglado, lo que no
impedirá disponer de un espacio m enor con respecto a las forma­
ciones teóricas ofrecidas por los departamentos de estudios básicos.
2.
Se puede certificar la formación de los enseñantes mediante diplo­
mas profesionales distintos de los títulos académicos clásicos y peor
situados en la jerarquía, gestionados aparte de los programas re­
glados, como complementos bastardos de la estructura académica.
3.
4.
Se puede restringir la formación de los enseñantes al prim er ciclo
universitario, puesto que los sectores más básicos ofrecen un se­
gundo ciclo más especializado y teórico a los mejores estudiantes.
Este fue el caso del sistema canadiense hasta la extensión reciente
de la formación al nivel de enseñanza especializada.
Podemos confiar la formación de los enseñantes a los institutos
universitarios independientes de las facultades, inspirados ya sea
en el m odelo de las escuelas politécnicas o en otras escuelas pro­
fesionales de alto nivel. Éste es el sistema de los institutos univer­
sitarios de form ación de los maestros en Francia.
A su manera, cada una de estas fórmulas intenta hacer coexistir dis­
tintas tendencias en la institución universitaria. Dicha coexistencia permi­
te funcionar y formar a investigadores y enseñantes de form a escalonada,
con una relativa serenidad. Sin embargo, el riesgo de este método radica
en que se introduce el debate de fondo sobre el estado teórico y pragmáti­
co de las ciencias de la educación o que se convierte en una form a de jus­
tificar una u otra estructura institucional.
Es difícil definir la fórmula ideal. Depende de las relaciones de fuerza
entre las instituciones, las representaciones dominantes, los acontecimien­
tos históricos y las obligaciones presupuestarias. N o obstante, nos parece
que es preferible la primera fórmula si queremos evitar constituir un gueto
y permitir la circulación constante de las ideas y las personas entre la esfe­
ra de la formación de los enseñantes y otros sectores de las ciencias de la
educación. Corresponde a los departamentos responsables de la form a­
ción de los enseñantes hacer la prueba de que no son solamente lugares de
divulgación sino también de producción de saberes sabios y praxeológicos.
La ilusión disciplinar
Ninguna universidad se ha organizado nunca según una estructura episte­
mológica totalmente coherente. Desde el principio, al lado de las verdaderas
ciencias, han estado las «ciencias morales» (letras, filosofía, arte, derecho,
DESARROLLAR LA PRACTICA REFLEXIVA EN EL OFICIO DE ENSEÑAR
teología), también llamadas de todo menos ciencias. ¿Dónde clasificamos la
medicina, la farmacia, la arquitectura y la informática? La división en disci­
plinas responde a diversas claves:
♦ Una división de lo real en niveles de complejidad (física, química,
biológica, psicológica, sociológica, etc.); son las disciplinas científi­
cas menos discutidas, pese a que resultan de las acotaciones provi­
sionales que son objeto de disputas fronterizas, de imperialismos,
de guerras civiles y de cismas.
♦ La evidencia, en la realidad, de relativas «delimitaciones sistémicas»
(por ejemplo, el movimiento de los astros, el idioma o los cambios
económicos) que abre las puertas a una teorización autónoma; en­
tonces, la identidad disciplinar es más frágil, puesto que los sistemas
estudiados combinan varios niveles de realidad y, por tanto, se con­
vierten en objetos interdisciplinarios en todo rigor, por ejemplo, en
este sentido, la lingüística no es una disciplina al mismo nivel que
la física, sino que sobre todo, es una confluencia interdisciplinaria
en la que la biología, la etnología, la psicología, las neurociencias,
la historia y la sociología se reúnen para arrojar luz sobre un objeto
que se presenta com o un sistema relativamente cerrado; por otra
parte, cada vez más se habla de «ciencias del lenguaje».
♦ Una oposición entre la historia, que gira en to m o a la singularidad,
y las ciencias nomotéticas, que investigan sobre las leyes.
♦ Una distinción entre las ciencias, las tecnologías y las disciplinas ba­
sadas en valores (éticos y estéticos) o en prácticas sociales y profe­
sionales.
Grosso modo, desde hace decenios, e incluso siglos, estas líneas divisorias
cimientan la estructuración de la sociedad intelectual y de las universidades
en disciplinas, a pesar de que, analizadas con detalle, las estructuras institu­
cionales varían de un país o d e u n centro a otro, en función de las tradicio­
nes nacionales y los avatares del desarrollo de las instituciones académicas.
Todo nuevo ámbito del saber puede sentir la tentación, por motivos de
distinción, estatus o estrategia, de reivindicar un lugar en el panteón de
las disciplinas consagradas. Este hecho que se justifica mediante el idioma
o los cambios económicos, ¿es igualmente válido para la educación? ¿Po­
demos esperar constituir la educación com o objeto relativamente cerrado
en sí mismo, que sería objeto de una ciencia, y no de una yuxtaposición de
discursos surgidos de la psicología, la sociología, la antropología y la histo­
ria? Según la respuesta que demos a esta cuestión, no pensaremos en la
form ación de los enseñantes del mismo modo, y todavía menos en su pre­
sencia y su importancia en una facultad de ciencias de la educación.
Si pensamos que la educación es un objeto alrededor del que pode­
mos construir una ciencia unificada, y en cierta medida, autosufíciente, la
¿ E S POSIBLE FORMAR PARA LA PRÁCTICA REFLEXIVA MEDIANTE LA IN V E S T IG A !^ ?
ciencia de la educación, damos privilegio a una dinámica de desarrollo en­
dógeno: el m otor de la investigación estriba en convertir la teoría cada vez
en más coherente y más completa, y siempre en un acuerdo más estrecho
con las observaciones. Los usos prácticos se conciben entonces como sub­
productos de los conocimientos fundamentales, mediante la investigación
aplicada o la divulgación. Desde este punto de vista, form ar a los enseñan­
tes es una tarea secundaria, de la que nos liberamos para prestar servicio a
la ciudad, posiblemente por motivos oportunistas y pecuniarios. Ciertas fa­
cultades de ciencias de la educación parecen form ar a los enseñantes bási­
camente para ampliar su público y asegurar la financiación de la
investigación fundamental, de igual manera que una facultad de matemá­
ticas puede realizar trabajos de investigación operativa o de matemáticas
aplicadas. La cuestión no es, en principio, ética, aunque este aspecto revis­
ta cierta importancia, sino que es epistemológica. Desde esta perspectiva, la
form ación de los enseñantes no parece un m otor esencial del conoci­
miento en ciencias de la educación, sino que es un lugar de divulgación; su
desarrollo y validación de la teoría no dependen de ello.
Si, por el contrario, consideramos que la educación es definitivamen­
te un objeto interdisciplinar, podemos traspasar a las disciplinas contributi­
vas (psicología, sociología, etnología de la educación y otras) la
preocupación de desarrollar conocimientos fundamentales procedentes
de sus ámbitos respectivos. Esta opción no implica que tenga que recha­
zarse cualquier investigación básica externa a las facultades de ciencias de
la educación, pero hace hincapié en la cooperación interdisciplinar más
que en fomentar las investigaciones monodisciplinares específicas que bien
podrían llevarse a cabo, por ejemplo, en un departamento de sociología o
psicología pertenecientes a otra facultad. L o que favorece la unidad en una
facultad de ciencias de la educación es la referencia a un campo social identificable, el sistema de enseñanza y el conjunto de prácticas educativas que
transcurren en la escuela, en las familias y en cualquier otra parte. Enton­
ces, este campo ya no es un simple objeto de observación, un mercado, un
«segm ento» o un público. Es la propia razón de la reunión y la interacción
de varias disciplinas en una facultad.
N o existe ningún interés en yuxtaponer en la misma institución disci­
plinas que no se comuniquen en absoluto. L o que da sentido propio a una
facultad de educación es el intercambio disciplinar, el análisis de articulación
de los lenguajes, los conceptos y las teorías que se remontan a tradiciones
disciplinares distintas. Con todo, esta tarea presenta riesgos evidentes:
♦ Obliga a los investigadores a aventurarse en diversos campos discipli­
nares, algunos de los cuales no corresponden a su formación de base.
♦ Conduce a investigaciones y publicaciones cuyos criterios de legiti­
midad no están claros, puesto que escapan a la división disciplinar
clásica.
D esarrollar
la practica reflexiva eh el oficio de enserar
♦. Las reglas de coherencia y de validación externas, válidas para las
disciplinas, no se aplican sin más a los conocimientos interdiscipli­
nares.
♦ La identidad de los estudiantes no se construye en función del
saber, sino en función de los proyectos profesionales o los compro­
misos militantes.
En este sentido, la labor interdisciplinar es una form a de equilibrio
inestable e improbable. Para un investigador del campo de la educación
procedente de una disciplina, resulta mucho más «razonable» encerrarse
en su ámbito, del que conoce las reglas, incluso si pertenece a una facultad
de ciencias de la educación. La existencia de una institución interdiscipli­
nar no prohibe, en realidad, que se (re) construyan compartimentos res­
tringidos y autosuficientes, de m odo que puedan existir igualmente dentro
de las facultades disciplinares.
La única form a duradera de proporcionar unidad al trabajo interdis­
ciplinar consiste en referirlo constantemente al sistema de acción cuya
com plejidad pretende desenmarañar y, posiblem ente, m ejorar su fun­
cionamiento. En este sentido, la referencia a la labor de enseñante, como
a otras prácticas educativas, es un punto esencial en la construcción de un
lenguaje común, de problemáticas compartidas y de conocimientos inter­
disciplinares. Ser capaz de form ar a enseñantes cualificados ya no consti­
tuye una labor de supervivencia, sino la piedra de toque de una coherencia
interdisciplinar. Las ciencias de la educación habrán cumplido parte de su
proyecto -d a r cuenta del carácter com plejo y sistémico de la educación-,
en tanto que serán capaces de producir conocimientos eficaces en el seno
de este sistema y ante dicha complejidad. Este mecanismo también está
presente en los ámbitos disciplinares clásicos: el control de la acción téc­
nica es indudablem ente a la vez un m otor y un sostén para las ciencias
físicas. Pero cuentan con otros motores. Para la confluencia interdiscipli­
nar que constituye la educación, es, si n o el único, p o r lo menos, el más
importante.
¿Quién sería tan ingenuo com o para creer que, en torno a esta
cuestión, existe el inicio de un consenso? Este es uno de los problemas:
actualmente, coexisten en la propia institución concepciones totalmen­
te contradictorias sobre la identidad profunda y de la vocación de una
facultad de ciencias de la educación. L o que se puede observar en el
mismo lenguaje: ¿facultad de educación o de ciencias de la educación?
Conservarem os la term in ología europea, que destaca la vocación cien­
tífica. En Canadá y en Estados Unidos, se insiste con mayor frecuencia
en el ám bito social. ¿Acaso es una casualidad que sea precisam ente allí
donde la universitarización d e la form ación de los enseñantes está más
avanzada?
¿ E s PO S IIIE FORMAR PARA U PÜÁCElCi HEELEKIYA MEDIANTE U IN YE STIG ttIÓ N ?
La ilusión objetivista
El conductismo puro y duro ha errado el tiro. Pero quizás todavía quedan
rescoldos bajo las cenizas. Algunos investigadores siempre soñarán en des­
poseer al individuo de su propio sentido de la realidad. De ello se extrae
que, hoy en día, los enfoques constructivistas y comprehensivos ya no sor­
prenden tanto e incluso avanzan hacia los puestos preponderantes. Ya no
encontraremos a ningún investigador que afirm e que se puede explicar
lo que ocurre en una clase sin tener en cuenta las representaciones, la de­
finición de la situación, la epistemología, las teorías subjetivas, los conoci­
mientos de la experiencia de los actores, etc. (Haramein, 1990; Tardif,
Lessard y Lahaye, 1991).
Por consiguiente, el debate se desplaza y, a partir de ahora, se con­
centra en la form a de tener en cuenta estas representaciones como objetos
o com o fuentes de un saber teórico. Reconocer que el actor actúa según su
definición de la realidad no obliga a sumarse a sus representaciones ni a
sus teorías llamadas «espontáneas», «ingenuas» o «subjetivas». Determina­
das sociologías o psicologías comprehensivas, en el sentido weberiano del
término, están plenamente de acuerdo con el derecho de considerar las
teorías subjetivas de los actores como construcciones mentales que, cierta­
mente, fundamentan sus conductas individuales y colectivas, pero que sin
embargo, no por ello gozan de validez «científica». Incluso se puede forzar
la sospecha de falsa conciencia, de ideología, de ingenuidad o de angelism o hasta el punto de sugerir que los actores viven constantemente en la
ilusión y la ceguera, en un teatro de sombras, un mundo en el que creen
mover los hilos, pero que, en realidad, está regido por causalidades, fuer­
zas o móviles que escapan a su entendimiento y que solamente las ciencias
humanas pueden «desvelar». De paso, nos daremos cuenta de que esta
form a de vivir trata a los investigadores como actores muy distintos de los
demás, capaces de percibir lo que el sentido común quiere dejar de lado o
no sabe discernir. Desde esta perspectiva, la empresa científica es forzosa­
mente esotérica, puesto que los actores ordinarios se supone que no tienen
la voluntad ni la capacidad de percibir, en su «verdad» y su complejidad, el
funcionamiento de la mente y de la sociedad.
Por el contrario, podemos decirnos que la propia naturaleza de las re­
laciones humanas y del mundo social obliga a los actores menos sabios a
convertirse en honestos psicólogos, sociólogos y lingüistas, p or motivos pu­
ramente pragmáticos, dicho de otro modo, para desenvolverse en la vida,
en el sentido más amplio del término. Esto no quiere decir que los actores
sean siempre conscientes del engranaje que ponen en marcha; desde el in­
consciente freudiano, inhibido, hasta el inconsciente práctico de Piaget o
Bourdieu (según la teoría de los esquemas y los habitus), deben asignarse
las conductas complejas y coordinadas cuyos actores no dominan ni las ra­
D esarrollar
la p iíc iic a reflexiva en el oficio de enseñar
zones ni la orquestación (Perrenoud, 1983, 1994a, 1996c). Igualmente,
sería absurdo pretender que la lucidez de los actores es desinteresada. Es
de «geom etría variable», y no la investigan a menos que sirva a sus intere­
ses, proteja sus privilegios o refuerce sus poderes. En definitiva, incluso
cuando es en su interés, la perspicacia del actor no es constante, con m o­
tivo tanto de sus ambivalencias como de sus límites perceptivos, concep­
tuales, lógicos y argumentativos.
Incluso admitiendo estos límites, al mismo tiempo reconoceremos que
las ciencias humanas entierran profundamente sus raíces en el saber
común. L o que no invita a tomarlo como si fuera dinero contante y so­
nante, y limitarnos a adornarlo con palabras sabias. Más que querer edifi­
car las ciencias humanas junto con el sentido común, el proyecto consiste
en construirlas a partir de éste, sin someterse o limitarse a él; al contrario,
intentando descubrir las carencias, los atajos, los sofismas, así com o las
zonas confusas u oscuras. La famosa «ruptura epistemológica» descrita por
Bachelard (1938) no es un acto fundador, se produce allí donde el sentido
común ya no explica nada o incluso ensombrece las cosas por diversos m o­
tivos: por ejemplo, la voluntad de no saber, la falta de imaginación o tra­
bajo, o el peso de una dominación.
L o que vale para los enfoques disciplinares vale, incluso más, para la
confluencia interdisciplinaria que forman las ciencias de la educación. Si
los actores poseen una relación pragmáüca con el conocimiento, privile­
giarán la perspectiva global, la Gestalt, la coherencia sistémica y aceptarán
los errores o las imprecisiones locales. U n enseñante, si no posee global­
mente una intuición justa de la form a de funcionar de las relaciones de
poder y los márgenes de maniobra que le confieren, en la mente de los
alumnos, su estatus, su edad o su saber, n o tendrá ninguna posibilidad
de sobrevivir en su oficio. Ante la duda, ¿acaso no restablece cada actor por
separado, únicamente una parte de una teoría general del poder, la que le
resulta más útil, organizando la imagen de sí mismo y protegiendo sus ilu­
siones sobre el ser humano? En cambio, si nos tomamos en serio las prác­
ticas y las teorías subjetivas del poder de un gran número de enseñantes,
apenas encontraremos todo lo que las ciencias humanas creen haber des­
cubierto. Es probable que Galileo, Newton o Einstein hayan revelado y te­
orizado fenómenos naturales que nadie percibió ni comprendió antes que
ellos. N o está tan claro que podamos decir lo mismo sobre las ciencias hu­
manas. Incluso Marx o Freud han dado form a a sus intuiciones implícitas
en los cuentos, las religiones, la literatura, etc. o, en la práctica, con las
prácticas sociales.
Tomemos el ejemplo de la presencia en clase. Todos los educadores
están de acuerdo en decir lo importante que es la presencia en la relación
pedagógica. A menudo, parece una condición necesaria para la comunica­
ción y la eficacia didáctica. Las ciencias de la educación, hasta la fecha, no
¿ES POSIBLE FORMAR PARA IA PíiC TIC A REFLEXIVA MEDIAME LA IKVESTIGACI6H?
tienen muchos fundamentos para exhibir en su defensa. Es cierto que en­
contramos trabajos relacionados sobre el poder, la seducción o la relación,
pero la cuestión de la presencia en sí es un terreno baldío, puesto que las
ciencias humanas parecen haber relegado este concepto al sentido común.
Cuando trabajamos sobre este tema con un grupo de estudiantes de
segundo ciclo, en el marco de una investigación común, nos damos cuen­
ta de que estos estudiantes obtienen, en sus prácticas de alumnos o ense­
ñantes, elementos extremadamente ricos en definición y construcción
conceptual, a los que se añade todo tipo de teorías interesantes, que son bien
plausibles, sobre el papel de la presencia del enseñante en la acción peda­
gógica, sobre las diversas maneras cómo los enseñantes intentan estar pre­
sentes, sobre sus móviles ocultos o aparentes y sobre los efectos que una u
otra form a de' presencia provocan en uno u otro alumno. En su fase de
construcción, la investigación se aferra al sentido común pero lo supera rá­
pidamente. N o lo hace dejando de lado o rechazando de antemano sus de­
finiciones y sus construcciones conceptuales, sino organizando la
complejidad y la diversidad, uniendo los fragmentos de las teorías, explicitando las intuiciones, devolviendo a los actores una parte del sentido y sir­
viéndose de la otra parte para crear conceptos que ya no provienen de
teorías subjetivas, sino de una teoría de las teorías subjetivas. Este ejem plo
muestra que, incluso en el caso de que las tradiciones de investigación sean
demasiado pobres, ni mucho menos se parte de cero, lo que constituye una
inmensa ventaja, pero también obliga a invertir esfuerzos en una intensa
tarea comparativa y crítica, con miras a superar el sentido común sin negar la
pertinencia cotidiana.
Según la postura que adoptemos en un debate de estas características, no
defenderemos la misma concepción del papel de la universidad en la forma­
ción de los enseñantes y, más generalmente, en el ámbito de los educadores.
Algunos opinan que los educadores tienen teorías ingenuas (psicoanalíticas,
psicológicas, lingüísticas y sociológicas) que no merecen ser descritas ni ex­
plicadas más que para dar cuenta de su acción. Entonces, se estudian las re­
presentaciones de los enseñantes como se estudian los fundamentos
culturales de la magia negra o de los ritos de determinadas religiones: sa­
biendo que las prácticas se basan en una visión del mundo que contradice o
ignora el pensamiento científico y, en ningún caso, lo puede alimentar.
Por el contrario, podemos considerar que los enseñantes eficaces
ponen en práctica teorías lo bastante potentes, incluso si se basan en la ex­
periencia personal más que en la investigación empírica o si se mantienen
durante mucho tiempo implícitas y mezcladas con juicios de valor. Si nos
sumamos a esta segunda visión de las cosas, llegaremos de form a muy na­
tural a considerar la form ación de los enseñantes como una fuente inagota­
ble de conceptos e hipótesis, puesto que esta formación, para ser eficaz, sólo
puede partir de representaciones más o menos ingenuas de los enseñantes
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Desarrolui m
práuica REFLEXIVA eh el oficio oe ehserar
en formación, y tratar de desvelar la parte de lo verificable, lo pertinente,
y la parte del mito y de la ideología.
En esta mina, hay de todo, diamantes y escorias, lo verdadero y lo falso,
lo nuevo y lo banal. En el prim er nivel, es decir, en nivel de la form ación
del profesorado, hay que tenerlo en cuenta todo y tratarlo todo, con obje­
to de consolidar y diferenciar las representaciones justas y debilitar y neu­
tralizar las otras. En el segundo nivel, el de la génesis de los conocimientos
en ciencias de la educación, los diamantes y las intuiciones nuevas son más
interesantes que las escorias y los lugares comunes. Dentro de un grupo de
enseñantes en formación, nueve de cada diez propósitos intercambiados
no tendrán, en general, ningún valor para la construcción de conocimien­
tos nuevos, aunque sean importantes para la concienciación y el proceso
de form ación de las personas implicadas. Queda un décimo propósito que,
prolongado, consolidado y explicitado puede hacer progresar las teorías
del desarrollo, del aprendizaje, y de las interacciones didácticas o las orga­
nizaciones educativas.
Esta parte de perspicacia, de lucidez, de inventiva teórica de los acto­
res es crucial para la idenddad propiamente científica de los formadores.
Si un investigador en educación la reconoce y piensa que presenta cierta
regularidad y que él posee los medios para hacer algo al respecto, no se
sentirá nunca extraño en la form ación de los enseñantes, condenado por
motivos puramente altruistas o pecuniarios. Formando a los enseñantes,
por lo menos en el marco de un m odelo fuertemente interactivo, llevará a
cabo al mismo tiempo su trabajo de investigador. A partir de entonces,
podrá renunciar a vivir en la esquizofrenia, a «sacrificar» tres cuartas par­
tes de su tiempo en tareas pedagógicas, con la esperanza de salvaguardar
una pequeña cuarta parte para la investigación fundamental.
La ilusión metodológica
Cuando sueñan en formar a los enseñantes a través de la investigación, los
especialistas en ciencias de la educación adoptan muy a menudo un punto
de vista etnocéntrico: les gustaría transformar a los enseñantes en investi­
gadores aficionados, proporcionarles un mínimo de habitus científico, de
rigor m etodológico en la definición de los conceptos, la elaboración de las
hipótesis y la verificación de las teorías. Sin duda, se trata de una preocu­
pación muy loable: en un campo cubierto por las ciencias del hombre, es
importante que los profesionales sepan cómo estas ciencias formulan y va­
lidan sus teorías, cuáles son sus métodos y, en los marcos institucionales, las,
estructuras de poder y las redes de comunicación en que se elabora y di­
funde la investigación sobre educación. Ello permitirá a los enseñantes
convertirse en consumidores críneos y conscientes de la producción de
¿ E S m i B l i FORMAR PARA LA PRACTICA IFFIEXIVA MEDIARTE IA INVESTIGACION?
ciencias humanas e incluso en colaboradores de la investigación o socios
de investigación-acción o de la investigación implicada. Dicha iniciación
m etodológica es útil.
Pero la práctica enseñante no es ni jamás será una práctica de inves­
tigación, porque se ejerce en condiciones en que la decisión es urgente
(Perrenoud, 1996c) y en que el valor del saber se mide según su eficacia
pragmática más que según su coherencia teórica o las reglas del método
que han permitido su elaboración controlada.
L o que los enseñantes tienen que aprender mejor, en contacto con la
investigación y la educación, proviene de la mirada, de las preguntas que se
plantea, más que los métodos y las técnicas. L o propio de la investigación
consiste en invertir la percepción, desvelar lo oculto, sospechar lo inconfe­
sable, establecer las conexiones que no saltan a la vista y reconstruir las co­
herencias sistemáticas en el desorden aparente. En la práctica, el principal
aporte de la investigación en educación estriba en su teoría, o más modes­
tamente, en el conjunto de paradigmas interpretativos que proponen las cien­
cias humanas en relación con los hechos didácticos y educativos (Altet,
1992; Peyronie, 1992; Perrenoud, 1994a).
Desde esta perspectiva, la form ación mediante la investigación nos pa­
rece una maniobra ú til para una form ación teórica, viva, activa y personaliza­
da. Esta elección postula que la principal regulación de la práctica
enseñante procede de la reflexión del propio practicante, a condición de
que sea capaz de plantearse preguntas, de aprender a partir de la expe­
riencia, de innovar, de observar y de adaptar de form a progresiva su acción
a las reacciones previsibles de los demás. Las teorías de las ciencias huma­
nas, en este sentido, no podrían aspirar a sustituir a la práctica reflexiva del
enseñante en situación. En el m ejor de los casos, pueden fecundarla, im­
pulsarla, proponerle algunas herramientas, algunos conceptos, algunas hi­
pótesis que refuerzan su poder y legitimidad (Schón, 1983,1987; Maheu y
Robitaille, 1991; Lessard, Tardif y Lahaye, 1991; Gather Thurler, 1992).
Con esta intención, form ar a los enseñantes mediante la investigación
es, en principio, un método activo de formación teórica. Pero, sobre todo, es
un punto de acceso a un terreno común, en el que la postura científica y la
postura práctica pueden reunirse, con la voluntad de dilucidar ciertos fe­
nómenos para comprenderlos o dominarlos mejor, en la unión del saber
local y el m étodo científico.
Esta opción tiene consecuencias considerables para la concepción y la
organización de la formación: más que asociar a los futuros enseñantes, a
menudo como mano de obra poco cualificada, a los trabajos de selección,
disección y tratamiento de datos, nos parece más formativo asociarlos a las
fases de construcción teórica, a las fases más subjetivas, las menos codificadas
y las más creativas del trabajo del investigador. Formarse para la investiga­
ción significa aprender a plantearse buenas preguntas, construir objetos con­
D esarrollar la
p i Ac iif a r eflex iva en
a
ofic io de enserar
ceptuales e hipótesis que siguen vigentes, que dan cuenta potencialmente
de una parte de las observaciones, que presentan una coherencia interna
y que estimulan la imaginación y la reflexión.
Esta concepción lucha por emprender el trabajo común ante proble­
mas bastante complejos, que permiten a los practicantes permanecer en su
terreno, en el sistema de la clase y del centro. Cuando los orientamos hacia
una división muy sutil de lo real, cuando les obligamos a interesarse en un
microproceso, los iniciamos en la investigación de los investigadores. N o
los preparamos para plantearse preguntas en el marco de una práctica re­
flexiva, puesto que el oficio de enseñante obliga a velar por todas las di­
mensiones del sistema de clase, sin perm itir el enfoque en un único
aspecto poniendo al resto del mundo entre paréntesis. También es una
form a de favorecer determinada igualdad entre investigadores y practican­
tes: ante la complejidad de los sistemas, todo el mundo está desbordado,
cada uno busca, experimenta, reflexiona, se equivoca... Ya no se sigue una
lógica de transmisión de saberes construidos, sino de exploración, investi­
gación del sentido e identificación de regularidades.
Otra forma de poner al mismo nivel a investigadores y practicantes con­
siste en no elegir materias consagradas y situarse, ante todo, en una lógica de
validación de hipótesis surgidas de la literatura. Mejor, elegir ámbitos en los
que todo esté por hacer. Cuando trabajamos sobre el currículo oculto, la pre­
sencia, la memoria didáctica u otras problemáticas cuya construcción está poco
esbozada, la norma metodológica todavía no está lo suficientemente arraigada
como para imponerse. Es necesario reflexionar y observar con todos los medios
al alcance, puesto que nos hallamos en una fase inductiva, en una lógica de des­
cubrimiento, por oposición a una lógica de verificación. Una parte de los practi­
cantes se deja atrapar por este juego y puede utilizar recursos que no deben
nada a una formación metodológica específica, pero que reflejan sobre todo
ciertas capacidades generales de observación, análisis, síntesis y argumentación.
N o se trata de alejar a los enseñantes en formación de las grandes in­
vestigaciones clásicas, cuantitativas, siguiendo los cánones del método.
Basta simplemente con diversificar las formas de investigación y primar lo
más cercano a una práctica reflexiva, dando cada vez menos importancia a
los productos y cada vez más a los modos de producción, liberándose de las
exigencias propias del campo científico, para mantenerse en los confines
de la racionalidad estricta de una óptima formación profesional.
Universitarización y práctica reflexiva
Contrariamente a lo que podríamos imaginar, el carácter universitario de
una form ación del profesorado no garantiza ipso fado su orientación hacia
la práctica reflexiva. Insistiendo en los saberes teóricos e iniciándose en
¿ES POSIBLC FORMAR RARA U fRÁCTICA REFLEXIVA MEI1ANFE LA IKVESIICACIÚH?
una m etodología de investigación, la form ación universitaria podría espe­
rar form ar a un practicante reflexivo «p o r añadidura». Puesto que desem­
peñan la profesión de buscar, la mayoría de profesores de universidad
están convencidos de ser practicantes reflexivos y de formarlos. N o es una
cuestión absurda. El practicante reflexivo es, desde determinados puntos
de vista, un intelectual y un investigador, pese a que ello no lo pone a salvo de
las urgencias y las tensiones de lo cotidiano. Estamos equivocados si pen­
samos que todos los universitarios tienen la cabeza en las nubes. Muchos
de ellos son muy pragmáticos. Gestionan importantes subvenciones, pro­
gramas de estudios, institutos, programas de investigación y personal. En
cambio, en materia de investigación y de enseñanza, han adquirido el de­
recho de no terminar, no decidir, proceder de form a metódica, en defini­
tiva, de protegerse de los imperativos de la acción inmediata. En cierta
medida, el habitus académico está en las antípodas del habitus reflexivo del
m odo en que Schón lo ha conceptualizado. En todos los casos, existe un
proceso de reflexión, pero en el trabajo universitario, éste regula la acción
y la relación. N o obstante, si la teoría puede esperar, los seres humanos exi­
gen una acción inmediata. Los oficios comprometidos con la acción obli­
gan a correr riesgos, a proceder a una reflexión insatisfactoria porque no
va hasta el fondo de todas las preguntas. El funcionamiento de los formadores universitarios es sólo en parte un ejem plo de una práctica reflexiva,
ya que se desarrolla en condiciones protegidas. Además, en caso de que su­
pongamos que sean verdaderos practicantes reflexivos, nada asegura que
sus estudiantes se conviertan en ello por imitación u osmosis.
En el núcleo del oficio de enseñante, desde la perspectiva de la profesionalización, hallamos una capacidad de capitalizar la experiencia, de refle­
xionar sobre su práctica para reestructurarla. De ahí proviene la
importancia de la construcción voluntaria, en formación inicial, de un ha­
bitus profesional capaz de una autotransformación continua. Convertirse en
un practicante reflexivo no se improvisa. Proporcionar una cultura teórica
no es suficiente, si bien es una condición necesaria. Preparar a los futuros
enseñantes para participar en la investigación o para asimilar sus resulta­
dos (Hensler, 1993; Huberman, 1983; Huberman y Gather Thurler, 1991;
INRP, 1992; Perrenoud, 1992a, b, c) está bien, pero esta iniciación no crea
inmediatamente los habitus y las competencias de regulación de la prácti­
ca mediante la reflexión sobre la acción y en la acción.
Formar a los practicantes reflexivos debe convertirse en un objetivo
explícito y prioritario en un currículo de formación de los enseñantes: muy
lejos de ser únicamente una familiarización con una práctica futura, la ex­
periencia podría, desde la formación inicial, adoptar la form a de una prác­
tica a la vez real y reflexiva.
¡Qué fácil es decirloI Sin embargo, no saldremos adelante mediante la
microenseñanza y los cursos de formación largos, sustanciales y variados.
D ESAM O LE** U rttACTICA REFLEXIVA EN EL OFICIO ÍE ENSEÑAR
L o importante es construir una trayectoria de varios años que permita la
creación de las competencias profesionales esenciales. En este proyecto, los
cursos de form ación no tienen sentido, a menos que se enmarquen y se
desarrollen en un modelo reflexivo. N o tiene que ocurrir forzosamente fuera
de la escuela: las experiencias canadienses de formación conjunta en Ottawa (Bélair, 1991 a, b) y de escuelas asociadas a Montreal (Carbonneau y
otros, 1991, 1992) muestran que, incluso en el marco universitario, se
puede confiar a los practicantes en ejercicio una parte de la formación,
con la condición de que el pacto esté claro y de que su responsabilización
se inscriba en una continuidad.
La medicina y las escuelas politécnicas han desarrollado modelos dis­
tintos de currículos, pasando por la clínica o el laboratorio. Las facultades
de ciencias de la educación, que están en camino de inventar su propio mé­
todo, no pueden atraer la práctica hacia el interior del mundo universita­
rio. U na «escuela de aplicación» no desempeñará nunca el papel de un
hospital universitario. Por tanto, debe desarrollarse un acuerdo de colabora­
ción con el conjunto del sistema educativo. Más allá de los problemas con­
tractuales, nos encontramos ante una paradoja considerable: la
profesionalizadón, entendida no en sentido estatutario sino como capaci­
dad de construir su propia práctica y sus propios métodos, en el marco de
una ética y de objetivos generales, únicamente se podrá desarrollar sobre
el terreno, es decir, en contacto con los alumnos y alumnas y los enseñan­
tes más experimentados. N o obstante, estos últimos no siempre son la viva
imagen de la profesionalizadón y de la práctica reflexiva. N o podríamos re­
prochárselo, al constatar que ello crea un desfase entre el ofirio nuevo, pre­
ferible, pero abstracto, y el oficio antiguo, discutible, pero tangible... Es lo
característico de una situación de transición. N o podemos hacerle frente
negándola. Por el contrario, es importante teorizarla: la continuidad del
funcionamiento de la escuela impone la coexistencia de generaciones de
practicantes formados según estándares distintos. La formación continua y
el desarrollo de dinámicas institucionales pueden reducir estas diferencias,
no anularlas.
Por ello, la institución universitaria no puede delegar en la profesión
y en los cursos de formación el asegurar la formación de un practicante re­
flexivo. Esto es asunto de todos los formadores, con una intención firme,
pagando el precio en todos los contextos de formación, o dicho de otro
modo, renunciando a la mera transmisión de saberes académicos hetero­
géneos y renunciando a fiarse de los intríngulis del oficio y de la imitación
de los practicantes experimentados.
5
La construcción de una postura reflexiva
a través de un procedimiento clínico
¿Cómo tiene que ser la formación para una práctica reflexiva? ¿A través de la
investigación como paradigma de reflexión metódica sobre lo real? ¿A través
de un entrenamiento técnico para el análisis de situaciones complejas? Segu­
ramente, lo que hace felta es una iniciación a la metodología de la investiga­
ción y, al mismo tiempo, un ejercicio intensivo del saber analizar. Con todo,
no basta para el desarrollo de una actitud y de una identidad reflexivas.
En esta obra, defenderemos la idea de que sólo se pueden formar
practicantes reflexivos a través de un procedimiento clínico global que
afecte al conjunto del programa de formación. Sin duda, lo m ejor es pro­
poner seminarios de análisis de prácticas o grupos de discusión de proble­
mas profesionales. Pero la influencia de tales dispositivos será mínima si se
convierten en «islas de práctica reflexiva» en un centro de formación ini­
cial que, en lo esencial, siga funcionando según una lógica de enseñanza
que prime la transmisión de saberes constituidos.
El procedimiento clínico no da en absoluto la espalda a la teoría y a la
adquisición de saberes constituidos. Incluso ve con buenos ojos que una
parte de los saberes de base, disciplinarios pero también didácticos y pe­
dagógicos, psicológicos y sociológicos, se transmitan com o elementos es­
tructurados según su propia lógica, fuera de todo contexto de acción y de
toda implicación del individuo en una práctica. Por el contrario, rechaza
que todo el conocimiento teórico se adquiera de esta form a y que se con­
fíe en las prácticas en los centros para dar una «form ación práctica», de
form a que el capital del practicante sea la suma de un saber universitario
acreditado en los exámenes y de una habilidad práctica acreditada duran­
te un período de prácticas con responsabilidades. La evolución de nume­
rosas facultades de medicina hacia un aprendizaje mediante la resolución
de problemas indica, por otro lado, que en este ámbito se está rechazando
la idea de que hace falta, en primer lugar, acumular una suma de saberes
teóricos antes de empezar con el tratamiento del primer caso clínico.
Esta evolución no es un hecho pasajero: se funda en la constatación de
que los saberes teóricos asimilados fuera de un contexto de acción no son
ipso fado movilizables y movilizados en el tratamiento de situaciones parti­
culares. Gillet (1987) y j. Tardif (1996) han defendido que los programas
de formación proporcionen a las competencias el «derecho de gestión»
DESARROLLAR 1A PRÁCTICA REFLEXIVA EN EL OFICIO DE EHSEflAR
sobre los saberes disciplinares, para que la integración y la movilización de
los saberes constituyan la columna vertebral de la formación profesional,
más que un complemento posterior confiado al ámbito de las prácticas o
al laboratorio.
En un procedimiento clínico, la práctica -a l pie del lecho del enferm o
o donde corresponda en los otros oficios de lo humano- no es un simple
ejercicio de aplicación de los conocimientos adquiridos. Es a la vez:
* Un trabajo de construcción de conceptos y de saberes teóricos
nuevos (por lo menos para el estudiante) a partir de situaciones
específicas.
♦ Un trabajo de integración y de movilización de los recursos adqui­
ridos, creador de competencias (L e Boterf, 1994; Roegiers, 2000).
En realidad, estas dos funciones están estrechamente imbricadas. Di­
fieren, sin embargo, en sus retos y en sus condicionantes epistemológicos.
Por lo tanto, merecen que las tratemos por separado.
El enfoque clínico, momento de construcción de saberes nuevos
La capacidad de un practicante de teorizar su propia práctica implica, en pri­
mer lugar, la de verse en funcionamiento y también en dtsfunción, la de pre­
guntarse, por ejemplo, por qué se irrita e interrumpe a un alumno o una
conversación prometedora, o bien por qué no se siente cómodo en una de­
terminada actividad y pierde su sangre fria sin motivo aparente, o incluso por
qué se siente molesto con alguien más allá de lo razonable o habla más a me­
nudo a unos alumnos que a otros. La respuesta a tales cuestiones puede
incluirse en un sistema de regulación breve y específico, que modifica la con­
ducta considerada o en un sistema de regulación más largo y global, que afecta
a la relación pedagógica, a la concepción didáctica y a la identidad. Los fru­
tos de algunas reflexiones en la acción y sobre la acción se utilizan en ese
mismo instante, otras en el mismo día, la semana, el mes, el año escolar o
incluso más tarde. La reconstrucción de un estilo de autoridad, de un sistema
de evaluación, de un modo de gestión de clase o de una planificación didác­
tica no es una operación comparable a la regulación de un acuerdo didáctico
establecido con un solo alumno para una tarea precisa.
Un procedimiento clínico desarrolla saberes previamente situados y
contextualizados y luego conectados a las teorías académicas y a los saberes
profesionales acumulados. A su vez, desarrolla en paralelo capacidades de
aprendizaje, de autobservación, de autodiagnóstico y de auto transforma­
ción. En el mejor de los casos, form a a practicantes capaces de aprender y
de cambiar por sí mismos, solos o en el seno de un grupo, en una dinámi­
ca de equipo o del propio centro.
Lí COHSTRUCCIÚH j)E U N I POSTURA REFLEXIVA A TRAVÉS DE UN PROCEDIMIENTO CLÍNICO
Este saber analizar (Altet, 1994, 1996) puede alimentarse de una ini­
ciación a la investigación, pero procede sobre todo de un entrenamiento
para el análisis de situaciones educativas complejas. Este análisis exige, sin duda,
saber hacer intelectual, pero también saberes, que construyen la mirada
del estudiante y luego del practicante:
♦ Sobre uno mismo y los propios implícitos, cultura, teorías subjetivas
(del niño, del adulto, de la comunicación, del orden, de la propie­
dad, de la corrección), habitas, relación con los otros, formas de ac­
tuar y de reaccionar.
♦ Sobre lo que está en curso en la clase y en el centro, en los registros
pedagógico, didáctico, sociológico, antropológico, psicológico y psicoanalítico.
Un procedimiento clínico de formación, fundado en una práctica re­
flexiva y orientada hacia ésta, acepta esta complejidad y el carácter multireferencial de las teorías que permiten dominarlo. Así, en la medida de lo
posible trabaja con casos reales. Entonces, se plantea inmediatamente la
cuestión de saber cómo organizar, en formación, el vaivén entre la expe­
riencia y la reflexión sobre la experiencia. Aparentemente es más sencillo
en form ación continua, ya que los practicantes tienen una larga experien­
cia y mantienen una clase en paralelo. Pero al mismo tiempo se les impli­
ca, manifiestan poca disponibilidad y experimentan fuertes temores a ser
juzgados por sus iguales.
Los condicionantes son menores en formación inicial, pero es más di­
fícil fundamentar el procedimiento en una experiencia sustancial. Ello
exige sistemas sofisticados de formación en alternancia. N o basta con in­
tentar nadar y luego volver a la orilla de la piscina con el fin de elaborar una
teoría de la natación. En una alternancia entre períodos de trabajo de
campo y períodos de reflexión a distancia del trabajo de campo, es impor­
tante considerar irnos y otros como momentos de formación en su totali­
dad. Únicamente cambian las modalidades. Hay momentos en los que se
observa a verdaderos alumnos o a verdaderos enseñantes y luego, más o
menos rápidamente, momentos en los que se trabaja con ellos, con una res­
ponsabilidad parcial o total. Hay momentos más aislados en los que se
puede analizar con una mirada retrospectiva lo que está pasando y prepa­
rarse para hacerlo mejor. Com o en la formación de los médicos o de los psi­
cólogos clínicos, se trabaja sobre la relectura y el análisis de situaciones y de
prácticas, a partir de señales (p o r ejemplo, expresión oral, escritura o
vídeo) tanto como sobre bases teóricas previas, adquiridas ya sea a través de
recursos clásicos (cursos, lecturas) como a través del procedimiento clínico.
En medicina, esta articulación entre fundamentos teóricos y forma­
ción clínica está evolucionando. Tradicionalmente, durante ios dos o tres
primeros años, los estudiantes asimilan saberes académicos, es decir cono­
D fS U IO U tt U PRÁCTICA IEF1EXIVA EN EL OFICIO DE ENSERAR
cimientos anatómicos, psicológicos, farmacológicos, etc. Entonces, una vez
adquiridos estos saberes, se colocan «al pie del lecho del enferm o», obser­
van, emiten diagnósticos, proponen terapias, etc. Pero en un cierto núme­
ro de facultades de medicina (p o r ejemplo, desde hace ya varios años, las
de Ginebra y de Lausana en Suiza, las de Laval y Sherbrooke en Canadá),
se intenta rom per con la acumulación de saberes propedéuticos antes de
la confrontación con los casos. El estudio mediante la resolución de pro­
blemas empieza a partir del prim er año. E incluso en casos extremos, ya no
existen los cursos teóricos ex cathedra\ a partir de la primera semana del pri­
mer año, se pone a los estudiantes ante un caso simple y se les da un plazo
de varias horas o incluso días para tratarlo, mientras que un médico expe­
rimentado resolvería el mismo problema de form a mucho más rápida. Este
período más largo en los principiantes sin duda responde a su lentitud
para emitir un diagnóstico o para tomar una decisión terapéutica, pero
sobre todo responde a la inclusión del tiem po necesario para identificar y
asimilar los conceptos y los saberes necesarios con el fin de proveerse de
los mejores dispositivos para resolver el problema. Pero el tiempo no es su­
ficiente y el trabajo tiene que estar en manos de un cierto número de per­
sonas, fuentes de recursos, de programas informáticos, de herramientas de
documentación, etc. La form ación se rige por una lógica de resolución
de problemas concebidos y propuestos por los profesores. Los estudiantes
construyen poco a poco los recursos teóricos y metodológicos que necesi­
tan para resolver el problema del momento.
Encontramos propuestas análogas en las escuelas de negocios. Los formadores - o unos programas de simulación- proponen situaciones realistas
y piden a los estudiantes que estudien los informes de la empresa y que
tomen las decisiones que debería tomar el consejo de administración o el
gerente de la empresa ese mismo día, semana o año, según convenga. En
todos los casos, los estudiantes se enfrentan a un problema complejo, que
se asemeja a un «verdadero problem a», tan sólo un poco esquematizado,
simplificado y escolarizado para que se pueda tratar en el período y en el
espacio destinado a la formación.
Para que el encadenamiento de los problemas y su complementariedad desarrollen poco a poco las competencias y los saberes contemplados,
los formadores deben disponer de una gran experiencia, tanto en el
campo de la práctica como en el de la form ación clínica. Construir un pro­
grama así es mucho más difícil que yuxtaponer una serie de capítulos teó­
ricos en un curso ex cathedra. Todavía estamos muy lejos de saber
exactamente cóm o se construyen los conocimientos profesionales. Por lo
tanto, nos basamos todavía en gran parte en la intuición y la experiencia
de los formadores. Éstos deben tener una gran práctica en la resolución de
problemas y en el análisis de situaciones. El cometido de los businessmen,
más que actuar como teóricos de la economía, es el de crear ejemplos for-
La CONSTRUCCIÓN O I IJNA POSTURA REFLEXIVA A TRAVÉS DE OH PROCEDIMIENTO CLINICO
madores. Los médicos clínicos son quienes van a crear buenos casos clíni­
cos y no los especialistas en anatomía o los biólogos. Esto quiere decir que
los formadores implicados en un procedimiento clínico tienen que aunar
la formación teórica y la experiencia práctica en la creación de problemas
y de situaciones.
Esta exigencia tiene su equivalente en la escuela primaria y en el pri­
m er ciclo de la secundaria, para los que trabajan a partir de situaciones-pro­
blemas, en la línea de Meirieu (1989, 1990a) y de los especialistas en
didáctica. H oy en día, el sistema educativo tiene necesidad de enseñantes
que sepan fabricar situaciones-problemas pertinentes más que dar cursos y
proponer ejercicios.
En la formación profesional, el procedimiento clínico lleva a cabo una
inversión en relación con el m odelo clásico, según el cual la teoría precede
a la acción que se supone que la pone en práctica, tan sólo con una poca
intuición, conocimientos técnicos e imaginación. En el procedimiento clí­
nico, la teoría se desarrolla a partir déla acción, según una espiral: una pri­
mera construcción conceptual suministra un marco de interpretación de
lo que sucede o ha sucedido, al mismo tiempo que la realidad enriquece y
diferencia el modelo. Un procedimiento clínico no sustituye intuiciones
vagas por saberes establecidos, ni tampoco rechaza la investigación funda­
mental y aplicada. Se trata de un método de formación, de apropiación ac­
tiva de los saberes según su confrontación con la realidad. Esta propuesta
también permite articular de entrada saberes teóricos, fundados sobre una
m etodología rigurosa, pero que no abarcan toda la realidad, y saberes pro­
fesionales, que «avanzan» sin que sepamos siempre por qué. El estudiante
descubre rápidamente que no existen muchas situaciones complejas en las
que una teoría no ofrezca algunas claves para su inteligibilidad, pero a su
vez advierte de que no hay ninguna situación que con las teorías estableci­
das se pueda superar y todavía menos afrontar de form a infalible.
Pongamos como ejemplo: en una clase, un alumno muy aislado preo­
cupa al enseñante; todos sus compañeros se burlan de él, lo excluyen de
sus juegos e incluso a veces se movilizan contra él. El niño no se siente
querido, tiene m iedo de ir a la escuela, sus padres se preocupan y nadie
sabe qué hacer. El enseñante, para comprender lo que pasa e imaginar lo
que se podría intentar, puede valerse de diferentes ciencias humanas, al­
gunos saberes de experiencia, o incluso algunos «m étodos» de pacificación
que ya han demostrado su eficacia. Algunos enseñantes experimentados
tienen las claves para este tipo de situaciones sin aplicar teorías explícitas.
Razonan más por analogía y captan las configuraciones de indicios, de at­
mósferas y de dinámicas sutiles. También existen los especialistas del con­
flicto, de la exclusión, de la segregación y de la agresividad que, si no pueden
dar una respuesta, por lo menos podrán plantear buenas preguntas, ayudar
a comprender lo que está sucediendo. Los trabajos de los psicoanalistas
D e s a b o ll a r
u
príchca r eflex iva en el oficio de enseñar
(Cifali, 1982, 1994; Gifali e Imbert, 1998; Dolto, 1989; Filloux, 1974; Imbert, 1992,1993,1996, 2000; Lévine y Molí, 2001; Miller, 1984; Molí, 1989)
ilustran, por ejem plo, la fecundidad de un marco de interpretación psicoanalítica sobre lo que está en ju e go en la relación educativa. Un proce­
dimiento clínico tendría que favorecer una alianza entre los saberes
establecidos, procedentes especialmente de las ciencias sociales y humanas,
los saberes de experiencia y de acción construidos por los profesionales
y los saberes intermedios, que podríamos denominar como «pedagógicos»,
es decir, saberes establecidos arraigados en la experiencia personal de quie­
nes los construyen.
Otro ejemplo: casi todos los enseñantes del mundo han maldecido
una y otra vez los textos de alumnos sin puntuación alguna o con una pun­
tuación sui generis. Pero no fue hasta los trabajos de los especialistas en di­
dáctica sobre la puntuación cuando se empezó a comprender por qué no
era tan fácil puntuar o estructurar un texto y por qué algunos alumnos co­
metían errores sistemáticamente (Fayol, 1984). La teoría permite com­
prender el problema m ejor que la letanía de buenos propósitos que no
hacen más que estigmatizar sin explicar nada. Inversamente, en otras cir­
cunstancias, la teoría es menos útil que la experiencia, por ejemplo, para
saber en qué momento no hay que hacer caso de un conflicto en clase o
un problema de comportamiento para que se resuelva por sí mismo y, al
contrario, en qué momento hay que suspender la actividad en curso y abrir
un momento de metacomunicación para evitar que las cosas empeoren. A
menudo, todo ello se decide según lo que uno siente. Ninguna teoría
puede dictar los pasos que hay que seguir, pero algunas investigaciones pue­
den ayudar a delimitar, por ejemplo, las condiciones y las funciones de la
metacomunicación en una dinámica de grupo.
En una clase difícil, un principiante puede, sin quererlo, desorganizar
a todo el grupo para llamar al orden a un alumno que le molesta. Necesi­
ta entre cinco y diez minutos para las explicaciones con el alumno rebelde.
Inmediatamente, la actividad colectiva se interrumpe, los otros alumnos
asisten a la escena como espectadores más o menos interesados, pregun­
tándose quién ganará. Cuando el enseñante quiere retomar la secuencia
didáctica todo el mundo se ha perdido, la concentración se ha disipado y
el ritmo de la clase se ha interrumpido. Una de las virtudes del saber hacer
de un enseñante experimentado radica en no hacer caso de los incidentes
que alteran el orden puesto que ello provocará menos problemas que es­
tigmatizarlos.
N o hay ninguna teoría psicosociológica que proporcione las bases pre­
cisas para saber cóm o actuar ante tales situaciones. Una cultura en ciencias
humanas puede, en cambio, proporcionar la'1costumbre del autoanálisis,
incitar al enseñante a preguntarse lo que estos incidentes provocan en él,
ayudarle a descubrir que, a veces, interviene no tanto porque la actitud de
L a (OHSTRUCCIÓH DE UNA POSTURA REFLEXIVA A IR A V tS DE UN PROCEDIMIENTO CLÍNICO
un alumno impide a la clase trabajar sino más bien porque le hiere pro­
fundamente en su amor propio o en su sentido de la justicia. Un alumno
que desprecie abiertamente lo que el enseñante ha preparado, que apa­
rentemente no tenga ningún interés por el saber o que rechace una oca­
sión de aprender, puede suscitar una agresividad sin medida con la
alteración que ello provoca.
Algunas alteraciones -p o r ejemplo, las preguntas y las iniciativas ince­
santes de un alum no- molestan a los otros alumnos y les impiden apren­
der, pero no afectan tan directamente al enseñante como el desprecio por
su propio trabajo. Un enseñante reflexivo aprende, especialmente a través
del procedimiento clínico, a analizar lo simbólico de una alteración tanto
com o sus incidencias prácticas; aprende también a comprender por qué y
ante qué reacciona, dónde le afecta y en qué medida, y si lo que hace es
proteger su planificación, preservar la imagen de sí mismo o defenderse
contra el malestar que provocan algunos individuos o algunos alumnos. Es
capaz de revisar las hipótesis más evidentes, compararlas con la situación y,
si todavía no queda satisfecho, crear otras, aunque sea pidiendo ayuda o
documentándose. Las ciencias humanas pueden sugerirle hipótesis o cier­
tos métodos para mejorarlos o comprobarlos en la práctica (Blin y GallaisDeulofeu, 2001).
También pueden sensibilizar al estudiante o al practicante de sus pro­
pias ambivalencias. Saint-Amaud (1992) demuestra que a veces podemos
hacer comprender a un practicante que su estrategia efectiva no corres­
ponde con sus intenciones declaradas. Basta con grabar una escena, aun­
que sea corta, y a continuación analizarla con el interesado. Entonces se da
cuenta de que, por ejemplo, cree querer una cosa -hacer aprender-, mien­
tras que inconscientemente persigue otra, por ejemplo, sentirse querido...
De esta forma, el análisis proporciona una form a de poner el dedo en la
llaga de toda una serie de fenómenos e identificar lo que el practicante po­
dría cambiar en las dinámicas de aprendizaje y en los funcionamientos co­
lectivos, al haber comprendido m ejor por qué las cosas no van como él
quiere que vayan y dejar claro lo que realmente quiere.
Un procedimiento clínico insiste también en lo que podemos deno­
minar el trabajo sobre uno mismo. El instrumento principal de la práctica pe­
dagógica no son los manuales, el programa o las tecnologías sino el propio
enseñante, su capacidad de comunicar, de dar sentido, de hacer trabajar,
de crear sinergias entre los alumnos, de relacionar los conocimientos o de
regular los aprendizajes individualizados. Todo ello lo cuestiona como per­
sona que tiene saberes y competencias, pero también una voluntad, unos
estados anímicos, una experiencia vital, una cultura, unos prejuicios,
unos temores y múltiples disposiciones en las que es necesario trabajar
paira dominar su influencia en las relaciones y las actividades profesionales.
En oficios como la enfermería o el trabajo social, se tiene conciencia de
DESARROLLAR U TR iC IlC A REFLEXIVA EH EL OFICIO SE ENSEÑAR
ello desde hace ya mucho tiempo. La form ación insiste, por ejemplo, en la
angustia por la muerte, la responsabilidad, el tem or de no saber, la relación
con el otro, la norma, el poder, la diferencia, etc. En la enseñanza, todavía
queda mucho por hacer para que estos temas se conviertan en legítimos y
se trabaje con lo silenciado {Perrenoud, 1995,1996c) al mismo nivel que la
didáctica, la evaluación o la gestión de clase.
En un programa de form ación clásico, con el predom inio de lo disci­
plinar y una fuerte dosis de saberes descontextualizados, las teorías que co­
rresponden a los temas evocados anteriormente no surgen de casualidad
entre las materias optativas. Por el contrario, en un procedimiento clínico
de formación, estas teorías irrumpen de form a muy espontánea, porque
las situaciones analizadas mezclan constantemente lo cognitivo y lo afecti­
vo, lo psicológico y lo sociológico, lo didáctico y lo transversal, los hechos y
los valores, las prácticas y las representaciones. Sin duda la principal virtud
del procedimiento clínico es la de respetar la complejidad y las dimensio­
nes sistémicas de lo real.
Especialmente, observamos cómo el ir y venir entre lo real y su teori­
zación, que privilegia el procedimiento clínico, establece modelos de un
componente central de una práctica reflexiva;, la capacidad de ir y venir de lo
particular a lo general, de encontrar marcos de interpretación teóricos para
dar cuenta de una situación singular, así como de identificar rápidamente
incidentes críticos o prácticas que permitan desarrollar o cuestionar una
hipótesis.
En sí mismo, el procedimiento clínico, cuando pretende construir o
consolidar saberes, no puede identificarse con una práctica reflexiva que
se supone que optimiza la acción en curso o el sistema de acción. En cam­
bio, ofrece, en cierto m odo «p o r añadidura», un entrenamiento intensivo
para el análisis de lo real con ayuda de las bases teóricas.
El enfoque clínico, momento de desarrollo de las competencias
El enfoque clínico es también un momento intenso de «p on er en práctica»
las adquisiciones teóricas y metodológicas. Se trabaja ahí la movilización, la
orquestación, la sinergia y la contextualización de saberes ya construidos
pero que el estudiante no ha tenido ocasión de utilizar para enfrentarse a
situaciones complejas.
En medicina, el enfoque clínico siempre tiene una doble función:
form ación teórica a partir de lo singular y entrenam iento enmarcado en
los actos terapéuticos. Esta segunda función, obliga a los estudiantes a ac­
tuar com o profesionales, a sopesar los pros y los contras, a seguir adelan­
te con un diagnóstico o a contrastarlo, a proponer otros exámenes o una
primera acción terapéutica. Se trata entonces, para el residente, de refle­
La (ONSTSUCCIÓN DE UNA POSTURA REFLEXIVA A TRAVÉS DE UN PROCEDIMIENTO CLÍNICO
xionar en la situación y en la acción, tan rápido y bien com o sea posible,
bajo la mirada del paciente, pero también de sus colegas y del responsa­
ble m édico...
Este entrenamiento dista mucho de limitarse a la aplicación de cono­
cimientos y de principios. Schón (1994, p. 92) cita a un especialista en of­
talmología que afirma que un gran número de síntomas que muestran sus
pacientes no figuran en los libros:
Entre el 80 y el 85% de los casos, sus problemas no están incluidos m ía s ca­
tegorías más comunes de diagnósticos y de tratamientos.
Ello se debe principalmente a la imbricación original de patologías
múltiples.
L o mismo sucede con un practicante principiante. Sin duda está ex­
puesto a casos menos complejos, pero «los libros» se convierten entonces
para él en cursos básicos, mientras que el practicante experimentado ha al­
macenado a partir de diferentes fuentes, numerosas informaciones suple­
mentarias sobre las patologías y sus signos clínicos, a la vez que, por otro
lado, ha olvidado algunos de los conocimientos de química o de física exi­
gidos en los exámenes propedéuticos.
Esto no significa que la mayoría de los casos no puedan relacionarse
con algo conocido, pero sí resulta difícil encuadrarlos inmediatamente en
una categoría estándar:
En el mundo concreto de la práctica, los problemas no ¡legan totalmente espe­
cificados a manos del practicante. Tienen que construirse a partir de los mate­
riales obtenidos de situaciones problemáticas que resultan intrigantes, difíciles
e inciertas. Para transformar una situación problemática sencillamente en un
problema, un practicante debe llevar a cabo una labor muy concreta. Tiene que
descubrir el sentido de una situación que, al principio, no tiene ninguno.
(Schón, 1994, p. 65)
Y el mismo Schón añade:
Plantear un problema significa escoger los « elementos» de la situación que
vamos a estudiar, establecer los límites de la atención que vamos a dedicarle y
dotarlo de una coherencia que permita decir lo que no funciona y qué dirección
hay que seguir para corregir la situación. (Schón, 1994, p. 66)
Por lo tanto, el ejercicio de la competencia clínica dista de ser un
m ero ejercicio de reconocimiento de casos de escuela y de aplicación de la
respuesta ortodoxa. Es necesario construir tanto el problema como la so­
lución, es decir reflexionar, invertir todos los datos en todos los sentidos,
ampliarlos, esbozar hipótesis y ponerlas a prueba con el pensamiento, en
un «m undo virtual» en el que todo es reversible. Este proceso ilustra lo que
Schón denomina una conversación reflexiva con la situación.
DiSAEEO LlAR 1A PRÁCTICA 1EFIEXIYA EN EL OFICIO DE ENSEÑA!
Nos encontramos entonces en la esencia del desarrollo de una parte
de la práctica reflexiva, la que afecta al control de la acción en curso. Efec­
tivamente, el ejercicio de reflexión posterior a la acción se incorpora a la
propia práctica clínica y, lejos de ser una etapa complementaria, es la pro­
pia esencia de la movilización de las fuentes y, por lo tanto, de la aplicación
de la competencia. Solamente una concepción empobrecida de la compe­
tencia, que la reduciría a la aplicación fie l de las reglas, podría dar a
entender que la reflexión en la acción es algo distinto a la manifestación
de la propia competencia en sus componentes reflexivos.
En una formación clínica, el paso a una reflexión más distante, fuera
del propio momento de la acción, tampoco se deja al azar. La función de
los formadores consiste también en estimular la reflexión de los estudian­
tes a postmori, tanto como la anticipación ante situaciones parecidas. En la
medida en que la observación arroja luz sobre las bases teóricas o m etodo­
lógicas frágiles o sobre las actitudes mal dominadas, lleva con bastante na­
turalidad a una reflexión sobre el sistema de acáón, tanto en su componente
consciente y racional (saberes declarativos y procedimentales y razona­
mientos explícitos) como en sus dimensiones menos reflexionadas, que
proceden del habitus y del inconsciente práctico.
Por consiguiente, gracias al ejercicio del ju icio profesional bajo la mi­
rada de un observador, el procedimiento clínico es un entrenamiento inten­
sivo para la práctica reflexiva en diferentes niveles. Ello no significa que sea
inútil trabajarla por sí misma en seminarios metodológicos centrados en el
análisis o en condiciones privilegiadas desde el punto de vista de la ética
del intercambio. N o obstante, estas aportaciones tendrían que ser secun­
darias. Si la esencia de la form ación no enraíza en la clínica, no van a ser
unos pocos ejercicios los que vayan a construir un habitus reflexivo.
N o obstante, todavía queda por organizar una form ación clínica. D ifí­
cilmente podríamos abarcarla en un único tipo de dispositivo. De form a es­
quemática, podríamos distinguir cinco tipos:
1.
Enseñanzas planificadas, siguiendo un currículo que desarrolla
un texto del saber, pero expuestas de tal form a que la pregunta y
la duda se inscriban constantemente en la relación con el saber
(Beillerot, Blanchard-Laville y Mosconi, 1996; Charlot, 1997; Mosconi, B eillerot y Blanchard-Laville, 2000) y que el profesor no
pierda ninguna ocasión para establecer modelos de una postura
reflexiva.
2.
Un trabajo por situaciones-problemas que requiera un dispositivo
más preciso, pero que se distinga del análisis de prácticas por el
proyecto de inculcar saberes definidos.
3.
El trabajo en el seno de grupos o seminarios de análisis de prácti­
cas, que propicia la postura reflexiva a propósito de casos concre­
tos expuestos por los participantes.
U CONSTRUCCIÓN DE U N Í POSTURA K íü X IV A A TRAVÉS OE UN PROCEDIMIENTO CllNICO
4.
Un trabajo más en profundidad sobre el habitus profesional y el
inconsciente práctico.
5.
Grupos de desarrollo profesional, de análisis de las dimensiones
psicoanalíticas del deseo de enseñar, de la relación educativa, de
la relación con el poder y con el saber, en la línea de los trabajos
de Cifali (1994, 1996o, b, c) o Im bert (1992,1994,1996, 2000).
Los dispositivos del tercer y cuarto tipo se estudiarán a fondo en los
dos capítulos siguientes.
113
El análisis colectivo de la práctica
como iniciación a la práctica reflexiva 3
Una práctica reflexiva no implica necesariamente la pertenencia a un grupo
de análisis de la práctica. Se puede reflexionar solo, en equipo o con colegas,
e incluso dialogando con la familia y los amigos.
Una concepción coherente de la formación de practicantes reflexivos
no podría dejar de lado el análisis de la práctica como m odelo y como marco
posible de la reflexión profesional. Se puede percibir una doble conexión:
♦ La participación en un grupo de análisis de la práctica puede fun­
cionar com o iniáaáón a una práctica reflexiva personal; ésta no es
la única vía que se puede contemplar, pero a veces es la única oca­
sión que se ofrece a los estudiantes en un plan de formación orien­
tado en lo esencial hacia la transmisión de saberes.
♦ En algunas fases del ciclo de vida, la reflexión, tanto si es solitaria
como si se encuentra dentro de las estructuras ordinarias de traba­
jo , no permite avanzar; en cambio, la participación en un grupo de
intercambios o de análisis puede ofrecer un apoyo o un método.
'
1
J
Por lo tanto, es importante examinar la propuesta que se está desa­
rrollan do en el ámbito francófono de la form ación de adultos bajo la
denominación «análisis de la práctica» (Altet, 1992,1996,1998; BlanchardLaville y Fablet, 1996; Bussienne y Tozzi, 1996; Lamy, 1996; Maillebouis y
Vasconcellos, 1997; Perrenoud, 1996e, f i. A lo largo de estos últimos años,
la expresión se ha convertido en bastante común, incluso en el ámbito de la
form ación de los enseñantes, si bien todo el mundo la utiliza sin tomarse
siempre la molestia de precisar de qué se trata. Los «iniciados» se incorpo­
ran inmediatamente al m eollo de la cuestión: método, ética, dispositivos,
relación con la escritura o con el vídeo, conexiones con la explicitación
o la m etacognición y usos en la form ación, la innovación, la terapia, la
investigación o la intervención, mientras que los demás intentan averiguar
en qué consiste, a pesar de que jamás hayan participado en persona en una
3. Este capítulo se basa en los aspectos esenciales de un texto aparecido en LAMY, M. y otros
(ed.) (1996): L'analyse de pratiqttes en vue du transferí des reuní tes. París. Ministére de l ’Éducation naüonale, de renseignement supérieur et de la recherche, pp. 17-34.
D esarrollar
la práctica reflexiva en t i oficio de enseñar
propuesta como ésta y de que tan sólo tengan una idea muy vaga de lo que
ahí se hace e incluso no lo vean con muy buenos ojos.
Nos parece útil, en contra de estas falsas evidencias, detenernos un ins­
tante en la expresión en sí, para plantearnos una pregunta: ¿quién analiza
la práctica y con qué finalidad? N o existe una respuesta ortodoxa a esta
pregunta, puesto que la expresión «análisis de la práctica» no es una de­
nominación delimitada.
El análisis de la práctica no siempre es un m étodo de form ación.
Podem os hacer de él otros usos, dentro de las relaciones sociales y de
distintos compromisos. El análisis de la práctica también puede ser,
por ejem plo:
1. Una dimensión de la vida cotidiana y de la conversación.
2.
3.
4.
5.
Un procedimiento de investigación fundamental o aplicada a las
ciencias humanas y sociales (por ejemplo, antropología, sociología
o psicología cognitivas).
Una fuente de transposición didáctica en la formación profesional
(Perrenoud, 1998¿).
Una herramienta de identificación de prácticas consideradas inte­
resantes y dignas de dar a conocer a otros practicantes (Lamy y
otros, 1996).
Una modalidad de explicitación de los esquemas y de los conoci­
mientos que sostienen las competencias de un experto.
6.
7.
Un m odo sofisticado de evaluación de las competencias.
Un componente de una estrategia de innovación.
8.
Una herramienta de intervención psicosociológica en las organi­
9.
zaciones.
Un punto de partida de una reflexión sobre los valores y la ética
de la acción.
En la presente obra, sólo trataremos el análisis de la práctica como mé­
todo de formación, dicho de otra forma, de (trans) formación de las per­
sonas. Ello no excluye, sino al contrario, los préstamos m etodológicos o
éticos a las propuestas parálelas orientadas hacia otras finalidades. Incluso
limitándonos a los métodos de formación, nos encontramos ante una gran
diversidad de dispositivos, de referencias teóricas o éticas y de integracio­
nes institucionales. Asimismo, nos mantendremos en las propuestas volun­
tarias que persiguen, a través del análisis, la transformación de la práctica
- o la de los practicantes- por inducción de un proceso de aprendizaje o de
desarrollo personal.
Este proceso puede inscribirse en un contexto de formación strido
sensu (inicial o continuo), pero también de supervisión, de consejo, de in­
vestigación-acción o de apoyo f ie un proceso de innovación. Daremos
privilegio a las propuestas específicas, metódicas, parcialmente instrumen­
E l ANALISIS COLECTIVO SE LA PÚ C IIC A COMO m iCIAClOH A LA PRÁCTICA IETLEXIVA
tadas, éticamente controladas y, finalmente, realizadas en el marco de un
grupo por un monitor form ado para esta función.
El análisis de la práctica como ayuda para el cambio personal
Cuando el anáfisis de la práctica tiene como objetivo la transformación de las
personas, de sus actitudes y de sus actos, éste exige de cada uno un verdade­
ro trabajo sobre sí mismo; exige tiempo y esfuerzo, nos expone a la mirada de
otros, nos invita a cuestionarnos todo y puede ir acompañado de una crisis o
de un cambio de identidad.
Por lo tanto, nadie emprenderá un procedimiento de este tipo si no
espera algún beneficio y confía en que le va a ayudar a ser más perspicaz,
eficaz y coherente, a estar en paz consigo mismo o a «encontrar su cami­
n o» y asentar su identidad o su equilibrio.
Las finalidades de unos y otros varían, pero en ningún caso se consi­
dera el análisis de la práctica como un fin en sí mismo. Se trata de un rodeo
para dominar mejor la vida personal o profesional, para ser más idóneo, sen­
tirse más cóm odo, lúcido o abierto; un rod eo que se fundamenta en la
esperanza de que la transformación deseada o la recuperación del equili­
brio serán facilitadas o aceleradas por la explicitación de la práctica y la elu­
cidación de quienes la llevan a cabo.
Un trabajo de grupo
Se puede considerar un análisis de la práctica en el marco de una relación
dual, sobre el modelo de la supervisión e incluso del trabajo psicoanalítico.
En este libro, asociaremos esta propuesta a un trabajo de grupo, dentro de
una configuración intersubjetiva particular: un conjunto de personas que
llevan a cabo una práctica o que se están formando para ésta en un dispo­
sitivo de alternancia, que se reúnen alrededor de un monitor. Este ofrece
algunas garandas, tanto en lo que respecta a la ética como al saber hacer.
En un primer momento, ya sea formador, supervisor, terapeuta, consejero,
investigador o supervisor de proyectos, el m onitor de un grupo de análisis
de prácticas se ha ido construyendo progresivamente competencias especí­
ficas, según la experiencia pero también según las formaciones.
En principio, el grupo sólo es un marco de trabajo analítico, sin otro
proyecto que ayudar a cada uno a progresar. Sin embargo, no podemos im­
pedir que se produzcan interferencias con otras funciones, en especial si
existe una red de interconocimiento o de interdependencia más allá del
grupo, en razón, por ejemplo, de una pertenencia común de los miembros
del grupo a un cuerpo profesional, a un centro o a un grupo de estudian­
tes. Guando se trabaja en un «m undo pequeño», en un territorio exiguo
117
D e s a b o ll a r
u
p ú c h c a r eflex iv a eh e l oficio de fiise M
en el que cada uno se conoce por lo menos de lejos, resulta difícil desligar
totalmente el análisis de la práctica de un análisis de las instituciones y de
las relaciones sociales. En última instancia, nos devuelve siempre, indirec­
tamente, a un sistema de acción más amplio. Por lo tanto, es imposible ser
completamente purista.
N o obstante, resulta m ejor limitar el análisis de la práctica, en el sen­
tido clásico, a una reunión de personas que no tienen vocación de consti­
tuirse como actores colectivos.
Entonces, el grupo tan sólo es el contexto y el mediador del trabajo de
análisis, y sirve ante todo de marco estructurador para los intercambios,
de centro de recursos y de salvavidas. Cada practicante ofrece a los otros un
apoyo y un punto de comparación en un ejercicio de análisis que se sitúa
en una no man’s land en relación con los contextos profesionales de unos y
otros. Estas condiciones permiten una libertad de expresión y una con­
fianza difícilmente compatibles con las relaciones profesionales ordinarias
en las organizaciones.
El análisis de la práctica sólo puede funcionar sobre la base de cierto
voluntariado. Existe, aveces, una cierta ambigüedad, especialmente en for­
mación inicial, puesto que sucede que el estudiante se encuentra, según el
programa de formación, sin haberlo pedido específicamente, inscrito en
un seminario de análisis de prácticas. Ciertamente, la entrada en un plan
de estudios es voluntaria, pero al hacerlo, los estudiantes se exponen con
conocimiento de causa a ciertos métodos de form ación de tipo clínico, que
exigen una fuerte implicación. Sin embargo, hay una diferencia de magni­
tud entre adherirse específicamente a un grupo de análisis de la práctica y
verse allí dentro según el plan de estudios. Sería m ejor que la participación
en un grupo de análisis de la práctica fuera una unidad de form ación fa ­
cultativa más que una asignatura obligatoria.
N o obstante, la cuestión no resulta sencilla, ya que si la construcción
de un saber analizare s uno de los objetivos de la formación inicial, no se en­
tendería muy bien que se eximiera a algunos estudiantes de este entrena­
miento intensivo para el análisis. Tal vez habría que ofrecerles diferentes
dispositivos que no exigieran el mismo nivel de implicación personal.
Otra diferencia que hay que mencionar afecta evidentemente al esta­
tus de la práctica. En form ación continua, los miembros del grupo son
verdaderos practicantes, con una trayectoria profesional y una estabilidad.
En la form ación inicial, la práctica se lleva a cabo durante períodos de
prácticas más o menos largos y frecuentes, que no siempre dan la plena
responsabilidad de la clase y no implican la soledad del practicante autó­
nomo. Por ello, sería una sabia decisión dirigir el análisis de la práctica
hacia el análisis de situaciones educativas complejas que un estudiante en
prácticas puede vivir u observar en clase sin cargar con toda la responsa­
bilidad del asunto.
El
análisis colectivo de la práctica como iniciación a la
PÍÁCIICA
reflexiva
¿Quién analiza la práctica?
¿Acaso el análisis de la práctica atañe a cada participante, con la ayuda de
los otros practicantes y del monitor? ¿Al grupo? ¿Al monitor? L o ideal sería
que éste último se limitara a fomentar y a proporcionar las herramientas
necesarias para un trabajo de autoanálisis, y ayudara a los practicantes a explicitar y a interpretar sus prácticas. Pero ¿cómo se puede hacer esto sin su­
gerir por lo menos una parte del análisis? ¿Existe otra form a aparte de ir
abriendo pistas a través de las preguntas, de los silencios, de la llamada a la
participación del grupo, del establecimiento de conexiones, de las refor­
mulaciones. ..? ¿Cómo se puede ayudar a un practicante a analizar la prác­
tica reflexiva sin sentir la tentación de precederle y guiarlo hacia éste o ese
camino, sin ofrecerle hipótesis, sin atraer su atención sobre lo dicho y lo si­
lenciado? El psicoanálisis no se centra en las prácticas, pero sí podemos ins­
pirarnos en ellas para teorizar las ambigüedades de la postura analítica. Un
psicoanalista ya lo destacaba: «U n a buena interpretación, pero ya no sabe­
mos quién la ha dicho». Es el producto de una cooperación, incluso si el
analista ortodoxo contribuye a ella mediante su form a de guardar silencio,
de escuchar activamente, de relanzar la conversación más que de hablar
«en lugar» del paciente, a quien, por otro lado, se denomina más como
analizante que com o analizado.
Pero hay algo que sí parece cierto: el análisis de la práctica sólo puede
tener efectos reales de transformación si el practicante se implica fuerte­
mente en él. Conocer las conclusiones de un análisis llevado a cabo por un
tercero difícilmente ayudará a cambiar. Cada uno tiene que representar
un papel activo en el análisis de su propia práctica; incluso si no es la fuen­
te única del establecimiento de conexiones, de las hipótesis, de las «intui­
ciones analíticas» o de las interpretaciones, tan sólo podrá hacer algo con
éstas si se las apropia, si las hace suyas, in fine, como si vinieran de él. El aná­
lisis de la práctica com o propuesta de transformación se concibe aquí
com o un autoanálisis. E incluso si cuenta con la presencia imperante de un
profesional-guía y se incluye en el marco de un grupo y de un pacto o
contrato, ello no dispensa a nadie de ser analizante más que analizado.
Este contrato rige sobre todo la intervención de los participantes a pro­
pósito de la práctica de los otros. Es inútil constituir un grupo si la red de
comunicación se estructura en líneas divergentes alrededor del monitor. El
interés del análisis de la práctica en grupo es que cada uno pueda contri­
buir a interrogar al otro, a sugerir pistas y a matizar las interpretaciones.
Contrariamente al monitor, de quien no se espera que ponga en ju ego una
práctica análoga a la de los participantes, éstos últimos mantienen una re­
lación de reciprocidad que les autoriza a «mezclarse» en la práctica de los
otros. ¿Acaso los diferentes participantes podrían dejar de relacionar lo
que oyen con su propia experiencia, para evidenciar los parecidos o los
contrastes? La identificación proyectiva funciona tanto como la curiosidad
120
DESARROLLAR LA PR ÍEIICA REFLEXIVA Elf EL OFICIO DE ENSEÑAR
desinteresada o el deseo de ayudar. Es difícil evitar los juicios de valor. Las
miradas mutuas de los participantes son simultáneamente un recurso irremplazable y un factor de riesgo que el monitor tiene que dominar, especial­
mente instaurando reglas e interviniendo cuando éstas no se respeten.
Cualquier juicio, cualquier enunciado de un m odelo puede poner a la de­
fensiva e impedir la comprensión de por qué hacemos lo que hacemos.
El análisis de la práctica funda todas sus esperanzas en las virtudes de
la lucidez y de la autorregulación más que en las del «buen ejem plo» o del
pensamiento normativo. Aún así, resulta difícil no medirse con los otros,
no intervenir más que con la intención de ayudarles a com prender(se), sin
ánimo de distinción o de usurpar el poder. En un grupo de análisis de las
prácticas, se gestionan inevitablemente intercambios que, encubiertos por
el tono de pregunta o de explicitación, llegan a dimensiones menos confesables de las relaciones intersubjetivas.
Transformación de la práctica, formación y terapia
La forma de actuar y de ser en el mundo de una persona no puede cambiar
sin transformaciones subyacentes de sus actitudes, representaciones, saberes,
competencias o esquemas de pensamiento y de acción. Éstas son las condi­
ciones necesarias para una transformación duradera de la práctica. Por lo
tanto, el análisis de la práctica tiene en realidad como objetivo una transfor­
mación -libremente asumida- de los practicantes, incluso si ello no siempre
es explícito. Por otro lado, esta transformación puede convertirse en algo muy
modesto y limitarse a modificar un poco la mirada sobre las cosas, la imagen
de uno mismo o el deseo de comprender.
Aumentar las competencias, los conocimientos o el saber hacer no es
la principal función del análisis de la práctica. Sin duda, ésta contribuye con
su ejercicio a construir o a consolidar competencias, empezando por el
saber analizar y las capacidades de comunicación. Cada miembro de un
grupo de anáfisis de la práctica interioriza, en el transcurso de las reunio­
nes, posturas y métodos de anáfisis movilizables fuera del procedimiento co­
lectivo y de todo dispositivo para enmarcar, en su clase, su centro o su vida.
Un seminario de análisis de la práctica puede inducir otros efectos de
formación, pero a no ser que se tergiverse, no podrá ponerse al servicio
de un currículo bien definido. En cambio, un form ador que intervenga en
el ámbito transversal, didáctico o tecnológico, puede organizar en su
campo temático unos momentos de anáfisis de la práctica con objetivos
más determinados, para conectar los saberes que aporta a la práctica de los
participantes, en particular en formación continua. Asimismo, no está pro­
hibido reflexionar sobre los posibles nexos de unión entre el anáfisis de la
práctica y la construcción de los saberes, especialmente en un trabajo por
situaciones-problemas.
El
ahülisis colectivo de la fr Ac i i u como ihieiacióh a la practica r eflex iva
Por lo tanto, no se trata de encerrarse en una ortodoxia sino de dis­
tinguir los géneros y los acuerdos, Un grupo de análisis de la práctica, en
el sentido estricto que aquí contemplamos, no tiene otro objetivo que con­
tribuir a desarrollar en cada uno una capacidad de análisis y, posiblemen­
te, un proyecto y estrategias de cambio personal. Pero ¿acaso esto significa
que podemos prescindir de un marco teórico? En absoluto. N o podemos
analizar e interpretar las prácticas sin apoyarnos en saberes centrados en la
acción y en lo que la sostiene, lo que puede, incluso si no es el objetivo
principal, contribuir a precisarlas, relativizarlas o enriquecerlas. Este
«beneficio secundario» significativo, jamás tendría que convertirse, en este
marco, en la apuesta principal de los cambios.
Sin cargar a un grupo de análisis de la práctica con un programa de­
fin ido de form ación, se puede sentir la tentación de dar privilegio a un
registro definido de la práctica, por ejemplo, el conflicto, la relación con
el saber, la dinámica de los grupos limitados, el poder... ¿ Y p o r qué no?
Pero entonces se corre el riesgo de em pobrecer la complejidad, ya que los
participantes escogerán o censurarán las situaciones relacionadas para que
cuadren con el hilo conductor. En una situación ideal, el análisis de la prác­
tica parte de lo que los participantes decidan poner sobre la mesa, sin li­
mitación de género ni jerarquización en términos de importancia. Si con
ello se crea saber, m ejor que mejor, si bien esta circunstancia es imprevisi­
ble, puesto que depende del azar de lo que los miembros del grupo cuen­
ten y de lo que hagan con lo explicado.
Sigue siendo necesario articular el análisis de la práctica con otros pro­
cedimientos de form ación con objetivos más concretos. El análisis de si­
tuaciones complejas y de las conductas que favorecen, a menudo provoca
que salgan a flote ciertas necesidades de form ación y requiere nuevos sa­
beres o competencias más especializados. Empuja a los practicantes impli­
cados a construir su propio balance de competencias, lo que puede
llevarlos, si se da el caso, a la decisión de formarse mejor. Pero esta forma­
ción tendría que desarrollarse fuera del grupo de análisis de la práctica, en
otro momento y en otro lugar. En otro trabajo (Perrenoud, 1998d), ya con­
templamos la posibilidad, en la form ación inicial de enseñantes, de pasar
del análisis de la experiencia al trabajo por situaciones-problemas cons­
truidas sobre la base de las situaciones vividas y previamente analizadas. Es
importante tender puentes entre los procedimientos complementarios, sin
por ello confundirlos.
De la misma forma, el análisis de la práctica no es una terapia indivi­
dual o colectiva, aunque puede conducir a reconocer y a designar los su­
frimientos o las contradicciones que requieren ser tratadas clínicamente.
Resumiendo, el análisis de la práctica puede hacer salir a flote o pre­
cisar un proyecto de formación, de terapia o de innovación. Este proyec­
to, legítim o, debería encontrar su realización en otro marco más
121
122
DESACKOLUR IA PRACTICA REFLEXIVA EN E l OFICIO DE ENSEÑAR
apropiado. Sería preferible que personas cuyas necesidades de form ación
o de apoyo terapéutico saltan a la vista no se pierdan en un grupo de aná­
lisis de la práctica que no pueda responder a sus expectativas. N o cabe
duda de que la situación dista de ser siempre clara y las verdaderas nece­
sidades a veces sólo se revelan a partir de la experiencia. Participar du­
rante un tiempo en un grupo de análisis de la práctica resulta a veces un
rodeo innecesario, que lleva al interesado a darse cuenta de que busca
algo distinto...
En tal caso, el monitor tiene que saber que el grupo de análisis de la
práctica sólo es un paso para estas personas, que no puede responder a sus
necesidades pero sí puede favorecer, llegado el caso, una orientación hacia
otro tipo de formación o hacia un tratamiento desde la perspectiva tera­
péutica. A veces sucede que las personas implicadas tardan en reconocer
que lo que buscan es algo distinto. A menudo, un grupo de análisis d e la
práctica tiene que «soportar» -e n el doble sentido de la palabra- a una o
dos personas que han perdido el hilo del grupo, pero que no quieren ad­
mitirlo. Esto es un problema para los otros participantes, y sobre todo para
el monitor, y pone en evidencia la ausencia de diálogo o de recuperación
de principios en numerosas instituciones. Por lo tanto, es necesario al for­
mar a los monitores de grupos de análisis de la práctica, prepararles para
tratar la diversidad de circunstancias y el posible «g iro » del análisis de la
práctica por parte de algunos participantes que buscan algo distinto incluso
en formación inicial.
La cuestión de la eficacia
Un m étodo de análisis de la práctica ofrece siempre algunos beneficios se­
cundarios: sitúa provisionalmente a algunos erráticos; asegura a algunos in­
quietos y ofrece una válvula de escape a algunos idealistas o activistas. Pero
no es éste su objetivo principal ni, por lo tanto, la recompensa de su efica­
cia en términos de (trans)formación de las personas.
¿Por qué un enseñante se embarcaría en el análisis de sus prácticas si
estuviera completamente satisfecho de lo que hace y no deseara cambiar
en absoluto? Tal vez por curiosidad, para rom per con su aislamiento, inte­
grarse en un grupo, encontrar una ocasión de hablar de sí mismo u obte­
ner ayuda para otros problemas profesionales o personales; o también
porque está inscrito en un programa de formación que no le deja mucho
para elegir. Para aquellos que escogen esta propuesta libremente y con co­
nocimiento de causa, la razón más defendible es sin duda la voluntad de
afrontar una form a de duda, de malestar o de búsqueda que lleva a pre­
guntarse sobre la práctica y sobre lo que la sostiene.
El análisis de la práctica puede constituir una respuesta a un proble­
ma puntual, que se produce en un mom ento concreto de la existencia y
E l ANALISIS COLECTIVO DE LA PRACTICA COMO INICIACION A LA PRÁCTICA REFLEXIVA
que arreglamos de una vez por todas. Todos conocemos la diferencia entre
la extirpación del apéndice y una terapia psicoanalítica: la primera es una
operación que podemos olvidar tan pronto la hayamos superado mientras
que la segunda puede convertirse en un m odo de vida. Si el análisis de las
prácticas es un m edio de aumentar el dom inio de uno mismo y del mundo,
¿por qué debería tener un fin?
En este sentido, la participación en un grupo, un seminario, una
sesión de análisis de la práctica, a m enudo sólo es un m om ento que des­
ata un proceso, una form a de iniciación a un m étodo que unos y otros
podrán proseguir, en adelante, en diferentes contextos. El análisis de la
práctica, en calidad de procedim iento colectivo, puede p o r otro lado
concebirse ante todo com o una «in iciación » a una práctica reflexiva au­
tónoma.
Para algunos participantes, sólo se halla su eficacia más allá de este pe­
ríodo de iniciación; su pertenencia a un grupo tiene como principal efec­
to la construcción de una relación con la práctica y con el análisis que cada
uno puede llevarse consigo, com o el caracol carga con su concha. Por lo
tanto, sería injusto juzgar la eficacia del análisis de la práctica exclusiva­
mente sobre la base de las transformaciones que induce en lo inmediato,
sin tener en cuenta el aprendizaje m etodológico como un «arranque» que
no producirá efectos hasta más adelante, com o si se tratara de un río sub­
terráneo que finalmente em erge a la superficie.
Y, ¿en qué condiciones puede el análisis contribuir a cambiar la prác­
tica? La pregunta es comprensible. De hecho, sólo parecerá provocadora
para aquellos que se adentren en el análisis de la práctica como en una re­
ligión, íntimamente persuadidos de que ésta es fatalmente la causa de pro­
fundas transformaciones.
Sin negar a priori los testimonios entusiastas, estamos en el derecho de
preguntarnos por medio de qué mecanismos el análisis de la práctica puede
transformar a las personas, cómo la concienciación puede desatar un ver­
dadero cambio.
En principio existen tres condiciones sine qua non para que el análisis
provoque cambios: tiene que ser pertinente, aceptado e integrado. Anali­
cemos a estos tres aspectos que, de hecho, son complementarios.
Un análisis pertinente o cómo poner el dedo en la llaga de los
verdaderos problemas
L a pertinencia del análisis de la práctica se evalúa por su capacidad de dar en
el davo, de poner el dedo en la llaga del problema; de hecho, la única opor­
tunidad para la persona involucrada de ponerse en marcha. Pero no es tan
fácil como parece.
DESARtOlLAR
la
PSÍETICA REFLEXIVA EN EL OFICIO DE E U S íflA t
El equilibrio de los intercambios en un grupo
En primer lugar están los obstáculos ligados al ejercicio del análisis de la
práctica en un grupo. Para ir más allá de la anécdota es preciso tomarse un
buen tiempo para centrarse en la práctica de una sola persona. Ahora bien,
incluso con reglas de reciprocidad, este enfoque tiene sus límites: los otros
participantes intervienen necesariamente en función de sus propias preo­
cupaciones. Unicamente el m onitor se encuentra -e n el m ejor de los
casos- totalmente disponible para interesarse por la práctica de los demás
sin pretender en prim er lugar dar con los puntos de comparación con su
propia experiencia. Hasta tal punto es así que, en un grupo de análisis de
la práctica, la conversación es la resultante de una transacáón entre priori­
dades diferentes. Se buscan puntos en común, se reconocen problemas
que afectan aparentemente a varias personas, a veces en detrimento de la
singularidad de cada una. La no pertinencia puede ser resultado de este
compromiso. Todo pasa como si nos detuviéramos a menudo en el umbral
de la puerta en el momento en que las cosas se ponen realmente intere­
santes porque ha llegado el mom ento de dejar sitio a los siguientes. Y to­
davía es más fácil puesto que el interesado, en un prim er momento, parece
sentirse aliviado porque el interés se desvía de él, si bien luego se arrepen­
tirá... A veces es necesario llegar varias veces hasta el umbral de una puer­
ta antes de atreverse a entrar. El arte del m onitor reside especialmente en
saber cuándo acelerar el paso es una decisión sensata.
Algunas formas de análisis de las prácticas introducen reglas muy es­
trictas que funcionan como verdaderos rituales cuya transgresión paraliza
el proceso y puede ocasionar una llamada al orden e incluso la expulsión
del grupo. Estos rituales protegen a las personas, les garantizan a la vez el
espacio en el que podrán expresarse -sin sacrificarse prematuramente a la
norma de reciprocidad—y los límites de los demás en cuestionarse e inter­
pretar su práctica.
Buscando el punto nodal
La interferencia entre participantes no es el único obstáculo para la
pertinencia, ya que la cuestión se plantea también en una relación
dual. Puesto que ésta se sitúa en una perspectiva pragmática, con un
proyecto de transformación de los practicantes y de las prácticas, el aná­
lisis debe desarrollarse alrededor de un punto nodal: problema, bloqueo,
resistencia, m iedo, deseo de cam bio... A hora bien, la identificación de
este punto nodal no es fácil. D e lo contrario ¿por qué deberíamos seguir
un largo camino para el análisis de la práctica si el problem a se pudiera
plantear y resolver de form a sencilla? Quienes desean gastar el m ínim o
de energía posible para calentar su casa no se apuntan a un grupo de
análisis de la práctica de calefacción; se informan sobre las diferentes so-
E l ANALISIS COLECTIVO OE LA PRACTICA COMO INICIACIÓN A LA PRACTICA REFLEXIVA
Iliciones, escogen la que más se adapta a su circunstancia y a sus medios y
la aplican según convenga y teniendo en cuenta los conceptos y los pro­
cesos necesarios. Pero el análisis de la práctica no es una búsqueda de
procesos. Y sin embargo, se puede crear un malentendido: algunos ense­
ñantes buscan un «m ercado» donde intercambiar «fórm ulas» y los medios
de enseñanza asociados a éstas. Perdidos en un grupo de análisis de la
práctica, huyen de él cuando comprenden que el intercambio pasa por
una explicitación de sus gestos profesionales y, en consecuencia, por una
form a de desvelar sus valores y sus razonamientos.
En el m ejor de los casos, el practicante que se orienta con conoci­
miento de causa hacia el análisis de la práctica sabe hada qué desearía
orientarse, pero no lo consigue porque choca con obstáculos interiores. De
igual form a alguien puede desear llevar una dieta equilibrada, saber bas­
tante bien como podría ser y, sin embargo, no conseguir dar el paso, pagar
el precio exigido o respetar la disciplina necesaria. Entonces, una form a de
análisis de la práctica no sería inútil ya que le permitiría comprender mejor
por qué hacemos lo que hacemos, por qué, por ejemplo, comemos, bebe­
mos o fumamos demasiado o por qué nos acostamos demasiado tarde in­
cluso cuando nos hemos hecho un buen propósito. El análisis de las
prácticas demostraría cómo estos gestos se integran en «estructuras de ac­
ción» que resisten al cambio voluntario. Y lo mismo sucede en el campo de
las prácticas pedagógicas.
A menudo, un enseñante atraído por el análisis de las prácticas se
mueve por un sentimiento de insatisfacción difuso, más que por la repre­
sentación ciara de uña verdadera alternativa. La insatisfacción nace de una
impresión de fracaso, de inseguridad, de ineficacia, de no plenitud, de vo­
lubilidad o de preocupación. «N o consigo dominar a mis alumnos, comu­
nicarme con ellos o despertar su interés», nos dirá, por ejemplo, un
enseñante. O bien: «Ya no me llena dar clase y mis alumnos se dan cuenta
de ello». El análisis de la práctica ayudará al practicante a precisar sus sen­
timientos pero, sobre todo, a conectarlos con las circunstancias precisas
tanto como con sus propias ambivalencias. El proyecto de transformación
en este estadio todavía es indefinido, la esperanza reside sencillamente en
llegar a superar la impotencia que se experimenta y dominar con más se­
guridad la situación.
Nos encontramos entonces ante la paradoja del análisis: el practicante
inmerso en una situación necesita a los otros participantes para distanciarse
de ella. Si fuera capaz de comprender él solo lo que pasa no tendría necesi­
dad de unirse a un grupo de análisis de la práctica.
Elige presentar a los otros y al monitor un material que él solo no es
capaz de interpretar. Se obstina en abrir una cerradura cuya llave no posee
y espera que el grupo le ayude a encontrarla y, al mismo tiempo, teme tener
que franquear el umbral.
126
D esarrollar
la practica reflexiva en el oficio de enseñar
El reto de la explícitación
Los trabajos de Vermersch (1994) se han centrado en los riesgos de una inter­
pretación prematura. La observación de una secuencia de análisis muestra que
todos los participantes tienen demasiada prisa por dar sentido a sus conductas.
Las preguntas espontáneas nos llevan al contexto, a los móviles, a los efectos
de una práctica, a las conclusiones a las que el practicante ha llegado retros-pectivamente y a su propia interpretación. Es necesario todo el ascetismo de
los adeptos a la entrevista de explicitación para decirse que el primer relato
de un practicante sólo es un adelanto para establecer los hechos, porque las
acciones complejas se «prerreflexionan» (Vermersch, 1994), para aceptar que
el individuo no sabe ni el cómo ni a veces el porqué hace lo que hace. O mejor
dicho, lo sabe de forma confusa, en un nivel de prerreflexión que no permite
ninguna elaboración. De este estado sólo se puede pasar al estadio del cono­
cimiento y de la verbalización pagando el precio de un trabajo lo suficiente­
mente obstinado y paciente para superar el hecho de que la concienciación
tropiece con mecanismos de defensa o sencillamente con la falta de tiempo.
El esfuerzo de descripción precisa no es un ascetismo gratuito. Sin una
voluntad de interpretación, de comprensión de la acción, la explicitación
no es más que un ejercicio de estilo o una propuesta de investigación. Los
participantes quieren comprender y, a menudo tienen prisa por llegar a al­
guna conclusión o incluso a la enunciación de un consejo o de una norma.
El monitor debe resistir esta presión. Es cierto que nadie puede orientar
una serie de preguntas sin formular por lo menos implícitamente una hi­
pótesis. N o obstante, el análisis de la práctica pierde su interés cuando la
serie de preguntas tiene como único objetivo confirmar una interpretación
inicial que parece dar sentido global a la situación y a la acción. El análisis
de las prácticas es una form a de investigación, sin víctimas ni sospechosos,
que se esfuerza como cualquier investigación en no acabar sin establecer
los hechos y sin explorar y contrastar las diferentes interpretaciones.
Por lo tanto, hay una form a de epistemología en lo más íntimo del aná­
lisis que prohíbe contentarse con la primera explicación y prima la diso­
nancia y el desasosiego cognitivo más que la buena Gestalt.
El reto de la interpretación
Ningún practicante puede entregar su práctica como si se tratara de un dia­
mante en bruto; en primer lugar, porque le resulta imposible describir pura
y simplemente lo que hace sin proponer una interpretación y, en segundo
lugar, porque existe la presencia de apuestas personales fuertes en un grupo
de análisis de las prácticas. Cada uno «cuenta» su práctica en función de la in­
terpretación que más o menos conscientemente quiere atribuirle; entonces,
el desafío consiste en, inconscientemente, controlar la representación que del
relato construirán el monitor y los otros miembros del grupo.
E l ANALISIS COLECTIVO SE U PRACTICA CONO INICIAClOH i LA PRÁCTICA REFLEXIVA
Y entonces nos preguntaremos, ¿por qué integrarse a un grupo de
análisis de la práctica y no seguir el juego? Pues porque resulta difícil des­
nudarse sin intentar justificarse o, al contrario, sin reb larse, es decir, sin
«adelantarse a los acontecimientos». Según la bonita fórmula de Maulini
(1998a), la regla del ju ego es «explicarse implicándose». Ahora bien, ex­
plicarse es dar a la propia conducta razones, en un doble sentido, del orden
de la explicación, pero también del de la racionalización y Injustificación.
La inteligibilidad de una práctica se construye, por lo tanto, a menudo a
pesar de la cordna de humo que levanta el practicante en cuestión.
La pertinencia es también un problem a de interacción e interven­
ción. ¿De qué manera, sin ponernos «e n su lugar», podrem os llevar al
practicante im plicado a seguir otras pistas y, progresivamente a construir
una representación más lúcida de sus móviles y de sus prácticas, dando
por sentado que se le da un m ejor apoyo para su transformación? La pre­
gunta nos lleva evidentemente al dispositivo y a las competencias del m o­
nitor, pero también de los demás participantes. El «talento» de un grupo
de análisis de prácticas depende de su composición y de las sinergias que
se establecen entre las series de preguntas y las interpretaciones de unos
y otros.
¿Se trata entonces principalmente de competencias teóricas? Entre un
«gen io del psicoanálisis» y un «currante» del diván, la diferencia no está
tanto en el conocimiento más o menos exhaustivo de las obras completas
de Freud o de Lacan, sino en la capacidad de escuchar, de reformular, de
controlar la relación, de distanciarse y, todavía más, en la parte de intui­
ción, de perspicacia, de creatividad del analista o de estimulación de las
mismas cualidades en el analizado. Entonces podemos hablar, en general,
de «competencias clínicas». En el análisis de la práctica, encontramos el
equivalente. Estas competencias proceden en parte de una «inteligencia de
lo vivo» (Gifali, 1994,1996a), de una capacidad de establecer una relación,
de entender, de decir y de hacer decir. Se apoyan en las cualidades huma­
nas, en el saber hacer del oficio m etodológico, en una ética, pero también
en una formación teórica que alimenta las hipótesis o las intuiciones in­
terpretativas.
Los modelos teóricos de la práctica
Es imposible que un psicoanálisis no tenga en cuenta una teoría del psiquismo y del inconsciente. La teoría psicoanalítica no es un campo unifi­
cado y los investigadores más positivistas no dejan de cuestionarse los
fundamentos de teorías tan difíciles de invalidar com o de validar median­
te un método experimental clásico. En todo caso, cada analista dispone de
una teoría lo suficientemente sustancial del individuo y del inconsciente,
que estructura sus observaciones y sus intuiciones.
128
D esarrollar
ea
«
íctica r eflex iv a en e l ofic io oe enseñan
Todo análisis de la práctica se apoya también, por lo menos de form a
implícita, en una form a u otra de teoría de la acción humana. Un m onitor
no puede basarse exclusivamente en la propia intuición; es importante que
pueda referirse a uno o a varios modelos teóricos, tomados tanto de las
ciencias humanas como de los saberes de experiencia. El alcance de las com­
petencias clínicas sólo compensa en parte la debilidad o la simplicidad de
los modelos teóricos.
Pero ¿de qué disponemos hoy día, en este ámbito, para organizar las
prácticas y concretamente las prácticas pedagógicas? ¿Qué es enseñar, fun­
damentalmente? ¿Cuál es la naturaleza de la razón pedagógica, la parte de
bricolaje, de improvisación, de negociación, de planificación y de incons­
ciente en la práctica enseñante? Las respuestas a estas preguntas representan
marcos de análisis de la práctica, fuentes de hipótesis y de interpretaciones
pertinentes. En general, emanan en gran medida del saber de experiencia
del monitor tanto como del de los practicantes. Efectivamente, un monitor
no deja, a lo largo del análisis, de matizar y de completar su propia com­
prensión de las prácticas pedagógicas y, en general, de las acciones humanas.
Sin menospreciar estas fuentes, recordemos que responder a estas cues­
tiones es también el cometido de las ciencias humanas y sociales. N o es po­
sible ni tampoco deseable que todos los monitores se sumen a una teoría
«ortodoxa» de las prácticas pedagógicas. La investigación en ciencias huma­
nas no está lo suficientemente avanzada para proponer una concepción uni­
ficada. L o importante es que el monitor de un grupo de análisis de la
práctica fo q e su propia teoría. Si la quiere bastante rica, precisa y realista
como para sustentar su método y favorecer, cuando no garantizar, la perti­
nencia de sus interpretaciones, es necesario que tenga en cuenta el estado de
la investigación tanto como el saber de los practicantes y su experiencia
como monitor. Las ciencias humanas y sociales proponen hoy en día algunos
marcos de análisis de las prácticas pedagógicas que son enriquecedores no
sólo con finalidades teóricas sino también según una perspectiva de trans­
formación de los practicantes y de la práctica. Los elementos recogidos más
allá no constituyen una teoría coherente y completa de la práctica pedagó­
gica. Nadie puede aspirar a ello solo, ni hoy ni mañana. L o que hacen estos
elementos es más bien trazar algunos rasgos constitutivos de un paradigma.
Esbozo de un paradigma
Entendemos aquí por paradigma una visión de la práctica que no pretende
abarcarlo todo pero sí enunciar algunas dimensiones esenciales que representan
las respectivas miradas sobre la complejidad de la acción humana y concreta­
mente de la acción educativa.
Para el sociólogo interaccionista o para el antropólogo, una práctica
pedagógica:
E l ANALISIS COLECTIVO DE [A PRACIICJ COMO IHICIACIÚH A IA rRACTICA REFLEXIVA
Se inscribe en una red de comunicación y de relaciones en una
interacción social discontinua, pero densa y de larga duración, es
decir, en una historia intersubjetiva.
Confronta siempre al otro, que persigue sus propios fines y perma­
nece, en parte, imprevisible.
Se parece fundamentalmente a una praxis que sólo puede conseguir
su objetivo asegurándose la cooperación activa del otro, poniéndolo
en movimiento según su propia voluntad.
Procede de un oficio imposible, en el que el fracaso siempre es
posible y a veces probable.
Tiene como marco una institución y se ejerce a favor de una dele­
gación de poder constitutiva de la autoridad pedagógica.
Participa siempre en un encuentro entre las culturas (según la clase
social, la edad, el sexo y la comunidad de pertenencia) que portan
consigo los individuos, en parte sin saberlo.
Se confronta a la diversidad irreductible de los aprendices, de sus
familias y de su cultura.
Moviliza todos los sentimientos humanos (amor, solicitud, solidari­
dad, valentía y sacrificio, así como miedo, sadismo, narcisismo,
gusto de poder, celos, etc.).
N o puede evitar una parte de seducción y de violencia simbólica
para conseguir sus fines.
Tiene una relación con el saber construida desde la infancia del en­
señante, según sus propias experiencias escolares, que desempeña
un papel esencial en la transposición didáctica y la elección de las
actividades.
Se caracteriza a menudo (sobre todo en el segundo grado) por una
sobreestimación del peso de los saberes y una subestimación de las
otras lógicas de los actores en las interacciones en clase.
Se incrusta en un conjunto articulado de mitos que justifican la
«violencia educativa» perpetrada en los niños y niñas por parte de
la sociedad adulta «p o r su bien».
Permite más que otras prácticas profesionales la expresión de la
parte de locura y de los valores que cada uno lleva consigo.
Está condenada a una racionalidad limitada y, por lo tanto, a un
cierto desfase entre un ideal de coherencia y la obligación de
«hacer lo que se pueda con los medios al alcance».
Participa al mismo tiempo de una ilusión y de un deseo desmesura­
do de dominar -y más todavía de apariencia de dom inio- ante los
ojos de quienes están a su alrededor.
Está estrechamente vigilada y, al mismo tiempo, es sumamente invisible.
Se ejerce en una cultura profesional muy individualista y muy dada al
juicio de valor sobre lo poco que se percibe de las prácticas de los otros.
Desarrollar la piíctica reflexiva en el
oficio de ensenar
♦ N o ofrece muchas referencias externas al practicante para que
pueda juzgar «objetivam ente» el valor de lo que hace.
♦ Puede alimentar la duda sin ofrecer los medios para superarla.
♦ Obliga cada vez más a cooperar con otros adultos, padres, profesio­
nales del trabajo social y de la responsabilidad médico pedagógica
u otros enseñantes.
♦ Es inseparable de una parte de rutina y de aburrimiento.
♦ Maneja constantemente valores y normas, administra la justicia,
interpreta la política de la educación.
♦ Está cargada de contradicciones insuperables de la sociedad en ma­
teria de instrucción y de educación.
♦ N o deja de evaluar las prestaciones y a través de éstas, las compe­
tencias y el carácter de las personas, de form a a menudo unilateral.
♦ Fabrica jerarquías de excelencia y desigualdades; concede o quita
oportunidades.
Seguramente existe algún riesgo en una enunciación de este tipo de
las características generales de las prácticas pedagógicas. Este inventario no
hace justicia a su diversidad. Cada elem ento de esta lista llama la atención
exclusivamente sobre una dimensión de la práctica y, por lo tanto, sobre
una posible visión. Todos estos rasgos reflejan la complejidad del oficio de
enseñante, de un oficio de lo humano, atrapado por contradicciones insu­
perables con las que el practicante se ve obligado a vivir. Estos rasgos for­
man sistema y constituyen núcleos de resistencia al cambio e incluso al
análisis.
El arte de hurgar en las heridas sin producir demasiados daños
Es posible imaginar a un enseñante totalmente sereno ante la complejidad,
poseído por una especie de sabiduría, de taoísmo, liberado de sus sueños
de sentirse todopoderoso, de su angustia y de su sentimiento de culpa. La
mayoría de profesionales no ha llegado a este estado deseado y se debate
en sus contradicciones. Si participan en un grupo de análisis de la prácti­
ca, es precisamente porque saben o presienten que no lo superarán ellos
solos, pero también porque están dispuestos a dar algunos pasos para
afrontar sus contradicciones. N o siempre adivinan que el m étodo puede
arrastrarles mucho más lejos de lo que esperaban y dejarlos, por lo menos
en un primer momento, más perplejos e inseguros.
Una vez tomada la decisión inicial, hay que asumirla concretamente,
en el transcurso de los encuentros, en función de unas experiencias a veces
decepcionantes, a veces desestabilizantes. La comparación con el psicoa­
nálisis tiene sus límites, pero nos puede ayudar por lo menos a compren­
El análisis colectivo de la príctica como iniciación a la pkáciica reflexiva
der que si el análisis de la práctica hurga en las heridas, sin duda topará
con la ambivalencia de los participantes, divididos entre su deseo de pro­
gresar y su rechazo a ser lúcidos o a cambiar.
Las resistencias son en parte similares a las que provoca una terapia
analítica, en la medida en que la práctica pedagógica involucra a toda la
persona en su relación con los otros y, por lo tanto, también a sus neurosis,
complejos y otros funcionamientos inconscientes. Los mismos mecanismos
de defensa, de racionalización, de negación y de justificación se movilizan
cuando el análisis de la práctica se acerca demasiado a las zonas «peligro­
sas». Cuando un enseñante dice «Tengo la impresión de que mis alumnos
me odian, de que no me tratan como a una persona», nos encontramos
ante el narcisismo, ante el deseo infantil de sentirnos queridos por todo el
mundo, hagamos lo que hagamos. Si preguntamos al practicante sobre su
form a de tratar a los alumnos descubriremos rápidamente que tiene miedo
de ellos, que los desprecia o que ejerce en ellos una form a de ironía sádi­
ca; más aún, que lee en sus ojos la ínfima estima que siente por sí mismo,
la misma que le han transmitido sus padres o sus maestros. Abordamos
entonces ámbitos muy cercanos al psicoanálisis y no será de extrañar que en­
contremos los mismos silencios, las mismas huidas y las mismas negaciones.
N o todas las resistencias son de este orden, incluso si no existe sepa­
ración estanca entre lo que procede de un psicoanálisis de la persona y lo
que procede de los problemas profesionales. N o todas las dudas profesio­
nales tienen su origen en los episodios más agitados de la más tierna in­
fancia. La resistencia común que encontramos en análisis de las prácticas
es un rechazo de la complejidad, un rechazo de verse y de ver el oficio tal como
es, plagado de contradicciones. En otro trabajo (Perrenoud, 1995, 1996c)
encontraremos el análisis de lo silenciado en el oficio de enseñante, por
ejemplo, el temor, la seducción, el gusto por el poder, la sensación de omni­
potencia de la evaluación o el aburrimiento. Estos aspectos se silencian o
se minimizan porque contradicen los sueños de dom inio tanto como un
form idable deseo de creer que actuamos constantemente por el respeto
del niño y por su bien. En resumen, el análisis de la práctica puede acabar
con una ilusión de competencia, de racionalidad y de eficacia así como de
probidad o de transparencia.
Nadie acepta de buena gana «form ar parte del problem a». Ahora
bien, un análisis de la práctica bien conducido supera rápidamente la bús­
queda de un chivo expiatorio y la atribución de todas las dificultades pro­
fesionales a los alumnos, a los padres, a los colegas o a la institución. De ahí
a considerar que uno mismo hace lo que denuncia hay un paso difícil de
dar en plena acción de un caso concreto. Sin embargo, se trata de un es­
quema elemental de un enfoque sistémico.
Guando un enseñante no está satisfecho con su práctica es, en gene­
ral, es porque sus alumnos no reaccionan com o él desearía. N o escuchan,
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132
DESARROLLAR LA P IÁ C IK A REFLEXIVA EN E l OFICIO DE ENSERAR
no participan, no trabajan, se inquietan, no se interesan por casi nada y
con nada se distraen. El practicante puede recorrer una parte del camino
y admitir que sus alumnos «son lo que son» y que m ejor será trabajar con
las «variables cambiables», es decir, su propia actitud, el dispositivo y el con­
trato didácticos, la gestión de clase, los contenidos, las tareas, etc. En cam­
bio, es mucho más difícil aceptar que uno mismo es la causa de una parte
de los comportamientos que tanto se lamentan, contemplarlos com o la res­
puesta correspondiente a la estrategia que se aplica, conscientemente o no.
En Faites vous-meme votsre malheur, Watzlawick (1984) explica con humor
hasta qué punto nos las ingeniamos para fabricar nuestros problemas. Ser
consciente in abstracto por desgracia no ayuda mucho a reconocerlo en un
caso particular, cuando el enseñante quiere ante todo «salvaguardar su
prestigio», conservar una imagen de sí mismo como una persona coheren­
te, racional y lúcida. N o hay peor obstáculo para la lucidez que la certi­
dumbre de ser siempre lúcido...
El practicante que empieza un análisis de su práctica preferirá, en un
primer momento -salvo si tiene una formación sistémica intensiva o una
fuerte inclinación a la autocrítica- no form ar parte del problema. Se ve in­
vestigando sobre prácticas más eficaces y se imagina que estaría dispuesto
a adoptarlas si le propusieran una que le pareciera «realista», es decir com­
patible con su personalidad tanto como con el tiempo y los medios de que
dispone en su centro. N o es raro que uno adopte el sistema de análisis de
la práctica a partir de un m odelo más bien racionalista de la acción huma­
na, de la misma form a que un artesano perfeccionista diría a un experto:
«Demuéstreme que hay otra form a de trabajar mejor y que no me resulte
más cara ¡y la adoptaré inmediatamente!». Es posible que en algunos ofi­
cios técnicos, los practicantes estén tan poco implicados afectivamente en
su práctica que estén dispuestos a cambiarla con tan sólo argumentos ra­
cionales. Incluso entonces, el cambio entraña un coste: hay que hacer un
esfuerzo por aprender y, durante un período de transición, aceptar ser
menos eficaz hasta que hayamos encontrado los automatismos y recons­
truido los saberes de experiencia que permiten plantar cara a todo lo que
las instrucciones de uso no permiten anticipar. Si trabajamos bajo la mira­
da de otro, si tememos ser juzgados por nuestra capacidad de aprender o
nuestro rendimiento o, sencillamente, si nos angustiamos fácilmente por
una tarea nueva, ello puede ser suficiente para bloquear el cambio. Es una
de las razones por las que nos aferramos con ganas a una tecnología que
sabemos obsoleta pero que dominamos, y cuyos límites y caprichos domi­
namos. La resistencia puede también asentarse en el deseo de salvaguardar
una competencia específica, una form a de excelencia y de distinción que
se perderían con el cambio. Estos fenómenos, ampliamente estudiados en
sociología del trabajo y en las investigaciones sobre la innovación tecnoló­
gica, también tienen su influencia en la enseñanza. Sin embargo, sólo cons­
El ANÁLISIS c o n n i v o DE LA PRÁCTICA COMO INICIACIÓN A LA PRÁCTICA REFLEXIVA
tituyen la punta del iceberg. Lo más difícil no es el cambio de gestos sino
la renuncia de algunas formas de satisfacción, de identidad o de seguridad
ligadas a algunas prácticas.
Hemos intentado elucidar algunas de estas renuncias a propósito de la
diferenciación de la enseñanza (Perrenoud, 19966): renuncia al fatalismo
del fracaso, a encontrar un chivo expiatorio, al placer de darse placer, a la
propia libertad en la relación pedagógica, a las rutinas tranquilizadoras, a
los dogmas didácticos, al aislamiento total, al poder magistral... Sin prose­
guir con los detalles de este análisis, insistamos aquí en un punto: estas re­
nuncias no afectan exclusivamente a costumbres y, si así fuera, serían
superables con tan sólo el tiempo necesario para encontrar nuevas rutinas.
N o, estos sacrificios son profundos, implican la renuncia a satisfacciones
más o menos confesables, la ruptura de las barreras psíquicas que albergan
las dudas y las angustias, estabilizan la identidad y la imagen de uno mismo
y permiten vivir el propio oficio con una cierta serenidad.
¿Acaso todos los practicantes que se lanzan al análisis de su práctica
están dispuestos a enfrentarse a estas renuncias? El deseo de cambiar y el
de no cambiar coexisten íntimamente en todos nosotros. Aceptar entrar en
el ju ego del análisis es un combate contra uno mismo y no contra una re­
sistencia «irracional» a la lucidez y al cambio sino, al contrario, contra una
búsqueda legítima y comprensible de identidad, de estima de uno mismo,
de tranquilidad y de inserción en un m edio profesional. Además, no es
fácil anticipar estas renuncias, aunque el contrato esté particularmente
claro. Nadie sabe con antelación a qué lo llevará un análisis. Cada uno
puede albergar durante largo tiempo la ilusión de que saldrá indemne y
simplemente m ejor preparado para plantar cara a la vida, sin sufrir verda­
deramente el cambio o la desestabilización.
N o sería absurdo esperar que aquellos que dirigen a los grupos de aná­
lisis de la práctica elaboraran una cultura teórica suficiente para dominar
las interpretaciones salvajes, las que surgen en el grupo, pero tal vez tam­
bién y en prim er lugar en el pensamiento del monitor. En la m edida en
que, por lo menos en los oficios de lo humano, la práctica nos lleve siem­
pre a relaciones intersubjetivas, es decir, a la identidad, a la alteridad, al
m iedo al otro, a la dependencia, al poder o a la seducción, sería m ejor que
el monitor de un seminario de análisis de la práctica tuviera algunas no­
ciones de psicoanálisis, no para improvisar como terapeuta sino, al contra­
rio, para identificar claramente los límites de su función.
Un análisis acompañado de un trabajo de integración
Abandonar las antiguas prácticas puede llevar a romper con un medio, a re­
nunciar a una reputación ante los padres, los colegas, la jerarquía, etc. En
D esarrollar
la practica w i e w a eh el oficio de enseñar
pocas palabras, puede llevar a enfrentarse a una forma de desaprobación o de
soledad, que puede dificultar el cambio en soledad. Ésta es otra paradoja del
análisis de las prácticas: si se ejerce fuera del marco de un centro, en una
no marís land donde nadie está en su espacio ni encuentra a sus colegas de
cada día, la libertad de expresión aumenta. A l mismo tiempo, cada uno,
una vez salido del grupo, se encuentra con que en su escuela, es el único
que ha recorrido el camino y, por tanto, se siente prisionero en parte de las
expectativas y de las imágenes en las que los otros le encasillan y de las re­
laciones sociales en juego, de cuyas reglas nadie puede liberarse o cambiar
de form a unilateral.
Si quiere ser eficaz, al análisis de la práctica debe ayudar a cada uno a
articular su evolución personal con las estructuras en las que vive, que no
evolucionan en el mismo sentido ni al mismo ritmo. Muchos terapeutas se
encuentran con el mismo problema. Saben que envían a sus pacientes «al
frente», como los médicos militares, en un entorno que, si a lo m ejor no es
propiamente patógeno, sí será poco favorable a la evolución iniciada en el
espacio terapéutico. Para tener en cuenta estos aspectos sistémicos nos
hemos orientado hacia las terapias de pareja, de familia e incluso de co­
munidades mayores.
Para permitir el cambio, el análisis de la práctica puede conducirse de
tal form a que tenga en cuenta abiertamente las tensiones, reales o imagi­
narias, que los participantes viven con su m edio de trabajo y sus compañe­
ros habituales. N o se trata de una intervención sobre un grupo, sino de
tener en cuenta el contexto sistémico en el que vive cada uno. Ello
puede concretarse de dos formas en un grupo de análisis de la práctica:
1.
Empujando a los participantes a la explicitación de los dilemas del
tipo «si avanzo solo por este camino, voy a alejarme de los que me
rodean; por lo tanto, dudo de si cambiar porque entonces tendré
que construir de nuevo una red, una reputación y un capital so­
cial»; a partir del m om ento en que un actor ha comprendido que
n o se cambia impunemente ni solo y que lo que se resiste al cam­
bio en él es lo que teme leer en la mirada o en las reacciones de
los otros, entonces aumenta su autonomía y puede comenzar a so­
pesar los pros y los contras y a buscar una «estrategia vencedora».
2.
Considerando abiertamente con los participantes posibles argucias
que permitan cambiar sin que se les venga abajo el mundo, es decir
entrando por lo menos un poco en el análisis del sistema en el que
trabajan unos y otros; otra form a de decir que el análisis de la prác­
tica se une siempre, a fin de cuentas, por lo menos en parte, a un
análisis institucional, un análisis del funcionamiento de los grupos
o de las organizaciones de las que los participantes forman parte y
una preparación para transformar o adecuar este funcionamiento,
para que haga posible el cambio de, por lo menos, una persona.
E l ANALISIS (DLEC1IVÚ DE U PRACTICA
c o m o in ic ia c ió n a l a p i A c iic a r e f l e x iv a
Evidentemente, todo ello depende de la naturaleza de los problemas
y de las transformaciones en ju ego. Apartarse de los modos tradicionales
de evaluación es un cambio más visible que reorganizar la relación peda­
gógica. Pero nos equivocaríamos si creyéramos que un enseñante puede
operar él solo cambios importantes, sin ser consciente de ello o mientras
busca su entorno. Incluso en el marco de las formaciones iniciales o conti­
nuas más clásicas, deberíamos preocuparnos más abiertamente de las con­
diciones de implantación de nuevos saberes y de nuevas prácticas en un
m edio de trabajo.
El estado de la situación
Incluso si consideramos el análisis de la práctica como un método de forma­
ción, todavía subsisten numerosas cuestiones apenas planteadas: inserción en
dispositivos de formación o de innovación, formación de los monitores, prin­
cipios éticos, métodos, contratos, etc. ¿Acaso la finalidad del ejercicio es siem­
pre transparente? ¿Acaso podemos siempre decir quién analiza las prácticas
de quién? ¿Con qué relación de poder? ¿Para conseguir qué? Mientras estas
preguntas permanezcan en segundo plano no tiene mucho sentido centrarse
en los aspectos más «técnicos». El análisis de la práctica es una forma com­
pleja de interacción social que requiere en primer lugar situarse en registros
teóricos, ideológicos, pragmáticos y metodológicos. L o más urgente es que
cada uno explique lo que hace, por qué y en nombre de qué, y que a través
de su relato se constituya una forma de cultura común y de sabiduría de los
monitores. Todavía es demasiado pronto para recluir el análisis de las prácti­
cas en la ortodoxia. Es preferible que coexistan todos los tipos de concepcio­
nes y de maneras de hacer. Pero, en ningún caso el silencio ni la ausencia de
confrontación.
Más allá de las diferencias o de las divergencias sobre los dispositivos,
las reglas del juego, los contratos, los límites y las finalidades precisas de las
diferentes propuestas qué se desarrollan, podemos obtener un beneficio
secundario pero que no se puede pasar por alto: estas experiencias contri­
buyen a la construcción y a la difusión de una cultura reflexiva en los cen­
tros escolares. En cualquier equipo pedagógico, en cualquier grupo de
enseñantes, cualquiera que tenga una experiencia en el análisis de la práctica
puede considerarse com o un recurso precioso para desarrollar la coopera­
ción profesional y las propuestas de proyectos.
Esta experiencia contribuye a forjar una postura reflexiva. N o obstan­
te, no basta con asistir asiduamente a un grupo de análisis de la práctica
para desarrollar ipso facto una postura reflexiva. Si no existe confusión, sí
existe por el contrario una alianza evidente: los estudiantes y los practican­
tes que entran a form ar parte de form a duradera en un grupo o un semi-
135
D esar r o p a r
la p r íc iic a r eflex iva en e l ofic io d e enserar
nano de análisis de la práctica interiorizan inevitablemente una parte de la
propuesta, que a continuación puede guiar un análisis más solitario de
su práctica. En contrapartida, cualquier form ación que dé prioridad al desa­
rrollo de una postura reflexiva favorecerá no sólo períodos y propuestas de
análisis de la práctica, sino también una relación con lo real que permitirá
improvisar fragmentos de análisis en diferentes contextos, en solitario o en
equipo.
7
De la práctica reflexiva al trabajo
sobre el habitoS1
L a práctica reflexiva postula de form a implícita que la acción es objeto de
una representación. Se da por supuesto que el actor sabe lo que hace y que,
p o r tanto, puede cuestionarse los móviles, las modalidades y los efectos
de su acción.
¿En qué se convierte la reflexión cuando su objeto desaparece, cuan­
do su propia acción escapa al control del actor? N o es porque esté bajo
efectos hipnóticos o en un estado de inconsciencia. Tam poco es porque no
tenga la menor idea de lo que hace. Es porque no sabe exactamente cómo
lo hace y, en el día a día, lo hace y no se somete a razones imperativas para
concienciarse de ello.
Desde el punto de vista histórico, el paradigma reflexivo se remonta a
los oficios técnicos o científicos. Ahora bien, cuando un ingeniero calcula,
cuando un arquitecto diseña los planos, cuando un m édico prescribe un
tratamiento, el carácter eminentemente racional de los procedimientos en­
mascara el carácter parcialmente inconsciente de la actividad. La dimensión
reflexiva no le confiere forzosamente la cualidad de sensible, puesto que se
centra en primera instancia en los distanciamientos deliberados del proce­
dimiento, basados en la experiencia y en una especie de intuición (Petitmengin, 2001). En realidad, si intentamos analizar, por ejemplo, con el
enfoque de Vermersch, lo que entendemos por el «sexto sentido», know
how, insight, vista, Gestalty otras formas de designar a un pensamiento que
no se ciña a las reglas del arte, probablemente encontraremos el pensa­
miento prerreflexionado y el inconsciente práctico.
Cabe la posibilidad de que la insistencia en el componente reflexivo,
asociada a la lucidez y al pensamiento consciente, haya impedido a Schón y
a sus congéneres reconocer abiertamente que toda acción compleja aun­
que, en apariencia, sea fundamentalmente lógica o técnica, únicamente es
posible a base de funcionamientos inconscientes. En los oficios de lo hu­
mano, los profesionales no rechazan radicalmente esta idea, pero quizás sea
por una razón poco acertada: la dimensión intersubjetiva evoca los meca-4
4. Este capítulo se basa en los aspectos esenciales de un artículo aparecido en Reckerche et
Form aiion, con el mismo título (Perrenoud, 2001 d).
DESARROLLAR LA PRÍCTICA REFLEXIVA EN EL OFICIO DE ENSEÑAR
nismos de negación y de rechazo y, por lo tanto, el inconsciente freudiano.
Es decir que, se trata del inconsciente práctico, el que han acotado durante va­
rios años los trabajos sobre la acción prerreflexionada basados en la entre­
vista de explicitación (Vermersch, 1994; Vermersch y Maurel, 1997) y los
trabajos de ergonomía, psicología y sociología del trabajo dirigidos a un
análisis preciso de la acdvidad (Clot, 1995, 1999; Guillevic, 1991; de Montmollin, 1996;Jobert, 1998,1999; de Terssac, 1992, 1996). Inevitablemente,
suscribimos la teoría piagetiana del inconsciente práctico y los esquemas (Piaget, 1973,1974; Vergnaud, 1990,1994,1995,1996) y su correspondiente so­
ciológica, la teoría del habitus, vinculada a la obra de Bourdieu (1972,1980),
recientemente reanudada por Lahire (1998, 1999) y Kaufinann (2001), o
incluso ampliada por filósofos (Bouveresse, 1996; Taylor, 1996).
Igualmente, se vislumbra una confluencia con los trabajos sobre la trans­
ferencia y las competencias, que hacen hincapié en los procesos de rnawUzaáón
de recursos cognitivos que permanecen mucho tiempo en el inconsciente, si
no en su existencia, por lo menos en su funcionamiento. Esta «extraña alqui­
mia», de la que habla Le Boterf (1994), no es otra cosa que el funcionamien­
to del habitus que, enfrentado a una situación, lleva a cabo una serie de
operaciones mentales que garantizará la identificación de los recursos perti­
nentes, su transposición eventual y su movilización orquestada para producir
una acción adecuada. La alquimia es extraña porque la «gramática generativa
de las prácticas» no es una gramática formalizada (Perrenoud, 2000#).
La conjugación entre estas distintas corrientes permitirá plantear y, pro­
bablemente, empezar a resolver la cuestión que aquí nos ocupa: ¿cómo se
puede articular el paradigma reflexivo y el reconocimiento de un inconscien­
te práctico? El problema se plantea desde un punto de vista teórico (Perre­
noud, 1976,1987,1994o, 1996c; 19996) igual que en el marco de formación de
los enseñantes (Faingold, 1993,1996; Perrenoud, 1994o, 1996e).
¿Acaso podemos reflexionar sobre nuestro propio habitus? ¿Qué pre­
cio tendremos que pagar por la labor de concienciación? Y, ¿adonde nos
llevará esta reflexión? ¿Acaso da rienda suelta a los esquemas o se limita a
alimentar situaciones de sorpresa, de vergüenza y de malestar?
La ilusión de la improvisación y la lucidez
Toda reflexión sobre la acción propia o de los demás lleva consigo una re­
flexión sobre el habitus que la sustenta, sin que el concepto, y todavía
menos la palabra, se utilicen de form a general. Todos sabemos que se
ponen en ju ego facultades estables, que designarán el carácter, los valores,
las actitudes, la personalidad y la identidad. De ahí a aceptar que lo que sos­
tiene su acción se le escapa en parte, dista sólo un paso que normalmente
nadie franquea de buen grado.
D f U PtAUIM REFLEXIVA Al IRABAJO SOBRE El tUílWS
Nuestra cultura individualista favorece lo que Bourdieu ha denomina­
do «la ilusión de la improvisación». Cada uno se imagina que «inventa» sus
actos, sin percibir la trama constante de sus decisiones conscientes y toda­
vía más, sus reacciones en casos de urgencia o rutinarios. Resulta difícil
m edir el carácter repetitivo de las propias acciones y reacciones, y todavía
resulta más difícil percibir de form a reiterada los efectos negativos de no
hacer caso, asustar o ridiculizar a tal alumno o alumna, de formular con­
signas, de im pedir que los aprendices reflexionen por sí mismos antici­
pando sus preguntas, etc.
Todo el mundo se resiste a la idea de que se mueve por habitus sin
tener candencia de elloy, todavía más, sin llegar a identificar los esquemas en
juego. Nuestro deseo de control nos lleva a sobrestimar la parte conscien­
te y racional en nuestros móviles y nuestros actos. Si bien es cierto que, a
veces, admitiremos que es más eficaz o expeditivo actuar sin demasiada re­
flexión y dejar que se desaten los «automatismos». Pero nos gustaría creer
que se trata de una renuncia deliberada, que podríamos recuperar el con­
trol con la condición de quererlo así.
Sin embargo, nada de esto es cierto. La concienciación choca ense­
guida con la opacidad de la propia acción y, todavía más, con los esquemas
que la sostienen. Exige una labor intelectual y solamente es posible con la
condición de invertir tiempo en ésta y de adoptar un m étodo y los medios
apropiados (vídeo, escritura o entrevista de explicitación, por ejem plo).
Este intento puede fracasar porque, a menudo, debe enfrentarse a los po­
tentes mecanismos de negación y defensa.
En la reflexión sobre la acción, poner en entredicho la parte de nos­
otros que conocemos y asumimos no resulta una tarea fácil. Todavía es más
difícil e incóm odo ampliar la reflexión a la parte de pensamiento prerreflexionado o inconsciente de nuestra acción. N adie desconoce que lo que
hace es, en última instancia, la expresión de lo que es. Nadie está totalmen­
te ciego a la importancia que revestiría poder acceder a la gramática gene­
rativa de sus prácticas menos reflexionadas. Sin embargo, incluso el
practicante más lúcido prefiere cuestionarse sus saberes, su ideología y sus
intenciones, más que sus esquemas inconscientes.
Nuestra vida está hecha de repeticiones parciales. Las situaciones
n o varían hasta el punto de obligarnos, cada día, a inventar respuestas
nuevas. La acción suele ser una repetición, con variaciones menores,
de una conducta que ya se ha adoptado en una situación similar. L a re­
petición, aunque sea menos apasionante que la invención perm anente
de la vida, está en e l centro del trabajo y de toda práctica, pese a que
las m icrovariaciones exigen microajustes de los esquemas.
Si una postura y una práctica reflexivas tienen com o objetivo re­
gular la acción, n o existe ninguna razón para que se detengan en el
umbral de la parte m enos consciente del habitus. Q ueda p o r saber si
139
D lS ÍB R O lU Ü U PRÁCTICA S EFlEílV i EN E l OFICIO DE PHStílAR
una concienciación ju n to con una reflexión puede dar rienda suelta a
esta parte de uno mismo.
Aprender de la experiencia
El ser humano es capaz a la vez de improvisar ante situaciones insólitas y de
aprender de la experiencia (Dubet, 1994) para actuar de form a más eficaz
cuando se presenten situaciones similares. Este aprendizaje resulta, en su
form a más trivial, de una form a de entrenamiento: la reacción será tanto más
rápida, más segura y más eficaz cuanto que el actor evite repetir los errores
y las dudas desde las primeras ocasiones. Este entrenamiento puede ser in­
voluntario, limitarse a un ajuste progresivo, mediante pruebas y errores;
puede, en el otro extremo, pasar por un trabajo reflexivo intencionado e
intensivo, permitido para que, la próxima vez, el practicante esté mejor
«preparado», puesto que, entretanto, se habrá ejercitado por anticipación, del
mismo m odo que un piloto de rallys o un esquiador recorren mentalmen­
te la ruta o la pista antes de la salida. Entonces, «trabajar el gesto» insiste
en afinar, diferenciar o coordinar mejor los esquemas perceptivos y m oto­
res cuyo gesto constituye la aplicación.
En cuanto nos interesamos por una práctica en la que «decir significa
hacer», en la que el alcance de los gestos es, ante todo, simbólico, parece in­
útil aumentar hasta el infinito la perfección de los gestos, en el sentido es­
tricto de la palabra. Su eficacia depende del sentido que los demás le
otorguen. En realidad, la claridad, la seguridad, la precisión, la elegancia de
los gestos del enseñante no son, más que su voz, su postura o su vestimenta,
ajenos a su presencia en clase, y a la form a de establecer la relación peda­
gógica. Pero las «gesticulaciones» del pedagogo no agotan su práctica.
¿Podemos extender el razonamiento a las acciones que no podríamos
reducir a los movimientos bien controlados y coordinados? Si el concepto
de gesto profesional, central en algunos enfoques de la formación de los en­
señantes, es una metáfora perfectamente admisible, es justamente gracias
a la unidad de lo que sostiene la acción humana: esquemas que no cam­
bian de form a radical de naturaleza, de m odo de génesis y de m odo de
conservación según si se trata de una acción visible o de una conducta más
compleja, simbólica o en parte inaccesible por la observación directa.
Por otra parte, cuanto más nos alejemos de las situaciones estereoti­
padas, más ridicula parecerá la repetición obsesiva del gesto, ya sea físico o
simbólico. L a práctica pedagógica es una intervención singular, en una si­
tuación compleja que nunca se reproducirá de form a exactamente idénti­
ca. Indudablemente, hallamos puntos comunes pero nunca los suficientes
para que sea pertinente perfeccionar los automatismos, excepto en cuanto
a pequeños detalles como, por ejemplo, el uso de una pizarra negra o de
D e U P R iü L C A R EFLEXIV A A l TRABAJO SOBR E E L H t llIU S
un retroproyector. En el ámbito de la acción simbólica, el enseñante debe­
rá adaptarse a situaciones parcialmente nuevas, aunque siempre presenten
algunas analogías y, por tanto, ofrezcan la posibilidad de volver a utilizar o
transponer elementos de respuesta creados con anterioridad.
Seguramente, la paradoja radica en que, para adaptar la acción a lo
que tiene de singular la situación, es importante concienciarse de lo que
tiene de trivia l En realidad, esta familiaridad, es lo que pone en marcha los
esquemas creados y disuade al actor de plantearse preguntas y deliberar.
Podríamos decir que la práctica reflexiva, no contenta con chocar con
la opacidad de nuestro habitus, se em pobrece por la rapidez y la eficacia
con las que resolvemos las situaciones cotidianas.
Sin lugar a dudas, aprender de la experiencia consiste en servirse de
momentos excepcionales para comprender lo que somos y lo que valemos.
Pero también supone distanciarse de los esquemas, del listo-para-pensar,
del listo-para-reaccionar que evita, en un período de tiem po normal, plan­
tearse demasiadas preguntas antes de actuar.
Este ahorro de energía y de duda es considerable, pero puede retener al
practicante en una experiencia que no le enseña nada, que no se ha elabora­
do, cuestionado ni expresado con palabras. N o hay práctica reflexiva com­
pleta sin diálogo con su inconsciente práctico, es decir, sin concienciación.
Pasar de una reflexión sobre la acción a un trabajo sobre la parte
menos consciente de su propio habitus no es en absoluto fácil. Un practi­
cante reflexivo puede encerrarse en una visión muy racionalista de la
acción o, si posee una cultura psicoanalítica, atenerse a un inconsciente
freudiano y considerar que no se aplica más que en situaciones con fuertes
componentes relaciónales y emocionales. Incluso si el practicante acepta
que está hecho de mil rutinas que, sin ser rechazadas, funcionan en parte
por su inconsciente, no le resulta fácil concienciarse de ello.
Por lo tanto, resulta de sumo interés explorar las relaciones entre la re­
flexión sobre la acción y el trabajo sobre el habitus.
Detrás de la práctica.. . el habitus
La reflexión en la acción (Schón, 1994,1996) puede contribuir a modificar el
proceso en curso. La reflexión sobre la acción se desarrolla más bien en el pe­
ríodo posterior, inmediato o más tardío. Mediante el pensamiento hace refe­
rencia a una acción cumplida. ¿Qué puede hacer de ella?
La acción es, por naturaleza, fugitiva, nace, se desarrolla y concluye.
Sólo quedan restos, unos en la memoria del actor, otros en su entorno, in­
cluido el pensamiento de sus compañeros o adversarios del momento.
Poco importa que todo suceda en una fracción de segundo o en varias se­
manas: una vez concluida, la acción pertenece al pasado, únicamente po­
D e s a r r o l u s IA PRACTICA
r e f l e x iv a en e l o f ic io d e e n s e ñ a r
demos reconstituirla, a la luz de los testimonios que aportan las personas, los
escritos y los restos materiales, igual que un ju ez de instrucción se traslada
al lugar del crimen, o un historiador o un periodista reconstruyen los he­
chos a partir de testimonios e indicios.
Siempre hay un desfase entre la acción y su representación posterior,
parcial y fragmentaria, producto de una reconstrucción que nunca es defi­
nitiva. Una experiencia nueva, una prueba nueva, un conocimiento nuevo
o un contexto nuevo pueden esclarecer con efectos retroactivos una acción
pasada, cambiar su sentido o colocarla en otra perspectiva. Su representa­
ción se puede enriquecer en función de una labor voluntaria de investigación,
análisis, reconstrucción, o de form a más inconsciente, en consonancia con
el proceso de racionalización y de esquematización característicos de nues­
tra memoria. La representación de la acción se empobrece según el olvido
o el rechazo, que borran y desvanecen las huellas y los recuerdos. Además,
una acción localizada, a menudo se basa en un conjunto de acciones pare­
cidas y pierde sus características singulares.
Si la memoria de la acción puede evolucionar, su «realidad objetiva»,
por el contrario, queda fijada para siempre. Este es el motivo por el cual
nadie puede, en sentido estricto, retomar una acción, igual que un escul­
tor, un pintor, un músico o un autor «reanudan» una obra en gestación,
hasta que se cansan o quedan satisfechos. L o que se haga al día siguiente
constituirá una acción nueva.
Lo que sostiene lo acción
Trabajar sobre la propia práctica es, en realidad, trabajar sobre un conjun­
to de acciones comparables y sobre lo que las sustenta y les asegura cierta
invariabilidad. Significa, igual que el bailarín, el atleta, el comediante o el
amante, prepararse para hacerlo mejor o de otra form a «la próxima vez», y
significa, al mismo tiempo, acordarse e intentar anticipar, reflexionar sobre
la acción que ha de llegar en función de la acción terminada.
Un artesano, un artista o un deportista dicen que trabajan cada uno
sus gestos, así com o con su coordinación. Este trabajo sobre la perfección
del gesto, mil veces repetido, podría hacer pensar que se «esculpe» direc­
tamente la acción. En realidad, se trabaja lo siguiente:
♦ Saberes procedimentales (técnicas, métodos).
♦ Actitudes y los rasgos de la personalidad (deseo de superarse, auto­
control, motivación, desapego o im plicación).
♦ Diferentes componentes de la condición física y mental (fuerza y tono
muscular, respiración, agudeza perceptiva, relajación, concentración).
♦ Esquemas de acáón incorporados, que fundamentan las dimensiones es­
tructurales de la acción, ya sea «concreta» (perceptiva, motriz), simbó­
lica (actos de palabra) o puramente cognitiva (operaciones mentales).
De
u
rsAnicn reflexiva
»e
trabajo s o b u e i
m m
Entre estas disposiciones relativamente estables, nos detendremos en
la última categoría, utilizando la noción de habilus para designar el con­
ju nto de esquemas de los que dispone un individuo en un momento de­
terminado de su vida.
Bourdieu (1972, 1980), siguiendo a Aristóteles y a Santo Tomás
(Héran, 1987; Rist, 1984), define el habitas com o la «gramática generativa»
de las prácticas de un actor, dicho de otro modo, un:
[. . . ] sistema de disposiciones duraderas y que se pueden transponer que integra
todas las experiencias pasadas yJunciana en cada momento como una matriz de
percepciones, apreciaciones y acciones, y posibilita el cumplimiento de tareas enor­
memente diferenciadas, gracias a las transferencias analógicas de esquemas queper­
miten resolver losproblemas dd mismo modo. (Bourdieu, 1972, pp. 178-179)
Vergnaud llama esquema a «la organización invariable de la conducta
para un tipo de situación concreta» (1990, p. 136). L o que está muy cerca
de la clásica definición piagetiana:
Llamaremos esquemas de acción a lo que, en una acción, se puede transponer,
generalizar o diferenciar de una situación a la siguiente, es decir, lo que tiene
en común con las diferentes repeticiones o aplicaciones de la misma acción.
(Piaget, 1973, p. 23-24)
La noción de habitas subraya la integración de los esquemas en un siste­
ma y en una «gramática generativa» de nuestros pensamientos y nuestros
actos. Puesto que el habitus es un conjunto de disposiciones interiorizadas, cap­
tamos exclusivamente sus manifestaciones, a través de los actos y de las formas
de ser en el mundo. U n observador es el único que puede inferir la existen­
cia de los esquemas, a partir de la relativa estabilidad de las conductas de un
individuo en situaciones similares. Asimismo, tras constatar en numerosas
ocasiones que un enseñante duda en el momento de sancionar a sus alumnos
y alumnas rebeldes y aplaza al máximo cualquier acto de represión, el obser­
vador llega a la conclusión de que existe una estructura estable (esquema o con­
figuración de esquemas y actitudes) que permite prever con bastante
precisión la conducta del individuo en una situación del mismo estilo.
Hay que destacar que un esquema en sí mismo no constituye un conoci­
miento, en el sentido de una representación de lo real. Vergnaud lo considera
como un «conocimiento-en-acto», y afirma de este modo, paradójicamente,
que no se trata de un conocimiento, en el sentido corriente de la palabra. Se
trata de la estructura oculta de la acción, su valor permanente, cuya forma de
conservación es bastante misteriosa, una forma de memoria diferente de la
memoria de evocación, una «memoria del cuerpo» o, de hecho, un conjunto
de huellas en el sistema nervioso central y el cerebro que funciona sin que el
individuo tenga que «recordarlo». Esto explica el hecho de que muchos de
nuestros esquemas de pensamiento y de acción escapen a nuestra conciencia.
ÜESARROEUR 1A PRlCEICA REFLEXIVA EN E l OFICIO DE ENSERAR
El inconsciente práctico
El habitus procede por una parte de un inconsciente que Piaget (1964) ha ca­
lificado de práctica. Según Vermersch:
Uno de los puntos importantes que debe subrayarse consiste en que este enfoque;
en términos de condendadón, define un inconsciente espeáal que no precisa,
para ser concebido, de la hipótesis del rechazo propia de la propuesta freudiana. Este inconsciente o, de forma más descriptiva, este no consciente se define
por él hecho de que corresponde a los conodmientos prerreflexionados, es dedr,
a los conodmientos que el individuo ya posee deforma no conceptualizada, no
simbolizada y, parlo tanto, anterior a la transfarmaáón que caracteriza la con­
dendadón.
En este sentido, la teoría de la condendadón de Piaget es, al mismo tiempo,
una teoría del no consciente cognitivo normal
L o que es esencial es que hayamos definido así una categoría de no consáente que se puede hacer consdente. Es decir, mediante la que sabemos cómo
llegar a la concienda, mediante una conducta espedal que constituye un
verdadero trabajo cognitivo (y no una terapia).
(Vermersch, 1994, pp. 76-77)
¿Acaso hay dos inconscientes? U no sería accesible para la concienciación a base de una labor paciente, pero que no amenazaría al individuo. El
otro, del que trata el psicoanálisis, sería de acceso mucho más difícil, pues­
to que el individuo que, no obstante, sufre y elige de form a voluntaria la te­
rapia, invierte al mismo tiempo toda su energía para no saber.
Nos parece más útil sostener que el habitus es único, pero que la concienciación de uno u otro esquema o conjunto de esquemas supone una
labor mental que se distingue según la naturaleza de la acción, por una
parte, y los envites de la concienciación, por la otra.
Podemos imaginar:
♦ En uno de los polos del ámbito profesional, los esquemas cuya re­
sistencia a la concienciación obedece únicamente a la opacidad
«funcional» de la práctica y a la dificultad de la explicitación, de la
expresión con palabras.
♦ En el polo opuesto, los esquemas -d e agresión, seducción, culpabilización y angustia-, cuya concienciación se topa con los mecanis­
mos activos de rechazo, con el presentimiento de que podrían
desencadenar cambios irreversibles y sorprendentes. Incluso en
este caso, subsiste una dimensión cognitiva:
Lo que hace d ifíd l el acceso a estos contenidos inconsdentes neuróticos es a
lo que conducen. Lo que, por otra parte, no impide que el inconsciente del
neurótico también tenga que recorrer el camino cognitivo de una elaboradón
conceptual, por lo que ambos terminan por ser necesarios.
(Vermersch, 1994, p. 85)
Df LA f¡ícrici R E FLE X IV A
A L 1RASALO S O B R E E L H i B i m
Entre estos extremos, situaremos el conjunto de los esquemas cuya
concienciación, sin quebrantar los fundamentos de la identidad y la perso­
nalidad, podría hacer vacilar un instante la imagen de uno mismo, herir el
amor propio o alterar la comodidad moral del individuo. Cuando éste se
conciencia de un esquema de acción que le permite excluir o humillar
constantemente a los demás sin asumir la responsabilidad, el actor impli­
cado no se siente muy orgulloso de sí mismo. Incluso un esquema aparen­
temente inocente que, por ejemplo, sostiene un error repetitivo de cálculo
o de anticipación, puede ocasionar un momento de incomodidad en cuanto se
hace consciente.
Quizás sería preciso distinguir entre la resistencia a la conciencia­
ción de un simple esquema de pensam iento o de acción, de la resis­
tencia a la concienciación del sistema de pensam iento o de acción en el
que se ensambla este esquema y, sobre todo, de la econom ía psíquica y
de los m óviles de los que es testigo, así com o las experiencias inacep­
tables o molestas a las que rem ite su génesis, ya sea en la prim era in­
fancia (enfoques psicoanalíticos clásicos) o en las condiciones de vida
actuales (enfoques sistémicos de la escuela de Palo A lto, por e je m p lo ).
T en er en cuenta el sistema del que participa un esquema seguramente
sería pertinente incluso en los ámbitos en que las apuestas «psicodinám icas» están m enos vigentes. Por ejem plo, seguro que determ inados
esquemas que generan errores crean sistema y, por tanto, desafían una
intervención didáctica puntual. Es su coherencia lo que asegura su es­
tabilidad y el deseo de preservar lo que constituye la resistencia a la
concienciación.
Otra complejidad: la misma acción a menudo procede a la vez de la con­
ciencia y del inconsciente, ya sea puramente cognitivo o no:
♦ Los esquemas inconscientes funcionan en numerosas ocasiones,
por lo menos en el estado de vigilia, según informaciones y repre­
sentaciones plenamente conscientes; nuestras visiones del futuro,
nuestros recuerdos, nuestras intenciones, nuestros saberes explíci­
tos y nuestras hipótesis son los modos de operar o los productos de
los esquemas mentales de los que no tenemos conciencia, aunque
produzcan «estados de conciencia».
♦ La conciencia no es un estado simple, estable, irreversible; no de­
jamos de entrever y olvidar algunos de nuestros funcionamientos,
o de captar sus aspectos y momentos, sin percibir claramente el
todo; lo que ayer era inconsciente puede ser consciente hoy, y a
la inversa.
♦ El grado de concienciación varía; cuando trabaja sobre lo «pre­
consciente» o lo «prerreflexionado», Vermersch (1994) da priori­
dad a las acciones cuyo esquema «aflora» en la conciencia del
individuo; los psicoterapeutas intentan facilitar el paso a la plena
145
D esarrollar
la practica r eflex iva en el oficio de enserar
conciencia de funcionamientos profundamente arraigados e inhi­
bidos; la ergonomía se dirige hacia un inconsciente no rechazado,
pero difícil de acceder mediante la introspección.
Por consiguiente, no hay un ámbito en el que la práctica reflexiva re­
mita pura y simplemente a informaciones, representaciones, saberes y téc­
nicas explícitas, y otro en el que prevalga el no consciente. La combinación
es permanente. Las operaciones mentales conducen a los estados de con­
ciencia, pero ellas mismas los producen y los hacen evolucionar, en gran
medida, poniendo en ju e g o esquemas inconsáenles. Ninguna acción mate­
rial se desarrolla sin recurrir a regulaciones precisas que provienen del in­
consciente práctico.
En definitiva, una práctica reflexiva que se extienda al habitus se
enfrenta a una terrible complejidad.
La concienciación y sus motores
El individuo no accede directamente a los esquemas en sí, sino que se cons­
truye una representación de ellos que pasa por una labor de concienciación.
La cuestión fundamental radica en saber si la concienciación consiste
en un epifenóm eno o si, en determinadas condiciones, permite al indivi­
duo controlar su propio habitus. Podríamos llamar schéma al resultado d e la
labor de concienciación de un esquema (Perrenoud, 1976). Por supuesto,
el concepto de schéma no admite ninguna definición estable. Algunos au­
tores hablan indistintamente de esquema y de schéma. Otros hablan de un
esquema de acción como de una planificación, un guión o una secuencia
inconsciente (Raynal y Rieunier, 1997). Alterar el significado de vocablos de
la vida cotidiana (planificación, guión, schéma o secuencia) que evocan una
planificación consciente d e la acción, para designar los procesos que pue­
den ser inconscientes, me parece una importante fuente de confusión (las
nociones de habitus o de esquema evitan esta im perfección).
M e parece más claro conservar el sentido común de estos conceptos,
vinculado a la intencionalidad de la acción. Con esta mentalidad, definiría
un esquema com o una representación simplificada de lo real, tanto de una
acción como de una serie de acciones. Cuando un schéma de acción se ela­
bora mediante la concienciación de la estructura invariable de una acción,
y por tanto, del esquema que la fundamenta, no suprime de form a inme­
diata el esquema, que puede seguir funcionando en la práctica, y no lo sus­
tituye forzosamente en el control de la acción.
Sin embargo, una elaboración reflexiva y metacognitiva únicamente
tiene sentido si proporciona al actor un cierto control de su inconsciente
práctico. ¿De qué sirve saber cómo funcionamos si no logramos cambiar?
De
la practica reeiexiv a a i trabajo sobre el
m m
La esperanza de controlar el inconsciente práctico es el m otor principal de
la concienciación. Si esta esperanza se frustra, el actor no tiene ningún
motivo para continuar.
Este es el motivo por el que es im portante identificar las condicio­
nes de la concienciación y sus posibilidades de proporcionar cierto con­
trol del cambip. Parece que la concienciación puede producirse en
función de:
♦ El m odo de génesis de los esquemas.
♦ L o que está en ju ego al expresarlo con palabras.
Los procedimientos incorporados resisten menos que los esquemas
construidos en función de la experiencia.
Los procedimientos incorporados
Determinados esquemas se desarrollan en consonancia cory la práctica regu­
lar de un procedimiento o, de forma más general, de la adopción de un ha­
bitas. soáal (Kaufmann, 2001). Un procedimiento o una costumbre pueden
guiar una acción precisa y adecuada, pero ésta únicamente será eficaz, rápida
y segura después de un entrenamiento que, en cierto modo, transforme el co­
nocimiento procedimental en esquema.
La incorporación y la rutinización de un procedimiento evitan de form a
progresiva el hecho de recordarlo. La regla no vuelve a la memoria hasta que
se debe hacer frente a un incidente crítico que hace fracasar el esquema, a
una divergencia de puntos de vista o a una simple sorpresa, por ejemplo, en
cuanto una tercera persona exclama: «Ah, tú lo haces así. % no.» Del mismo
modo, cuando un esquema surge de la rutinización progresiva de un proce­
dimiento, el trabajo reflexivo puede desencadenar su recuerdo.
Este recuerdo parece facilitar la concienciación, pero también puede
impedir una percepción lúcida del esquema. En realidad, incluso si es el
origen de un procedimiento, un esquema «vive su vida», en fu ndón de la
experiencia.
Se diferencia, se enriquece, se hace más complejo o, por el contrario,
se debilita, se degrada, se envilece en función de las exigencias de la ac­
ción. Se aleja del procedimiento inicial, sin que dicho alejamiento sea cons­
ciente. Por ello, el esquema actual no se capta de verdad, mediante la
reconstitución del procedimiento inicial.
Los esquemas construidos según la experiencia
Según la experiencia, se construyen otros esquemas, sin que nunca hayan
sido la traducción de un procedimiento explícito. Entonces, propiamente ha­
blando, el individuo no sabe cómo lo hace.
DESAKKOLIAR i i PRÁCTICA REFLEXIVA EN I I OFICIO DE ENSEÑAR
Puede vivir con este «m isterio» porque, en gran medida, estos esque­
mas se introducen en una acción consciente y racional que garantiza el
éxito en el inconsciente del actor:
Decir que un operador de control de una central nuclear o que un informático
ponen en marcha acciones no consciente, no conceptualizado parece un ab­
surdo, Pero esta objeción confundiría los saberes teóricos que fundamentan la
acción, los saberes procedimenlales sistematizados y formalizados que necesar
ñámente se conceptualizan (o en todos los casos lo han hecho en el momento de
su adquisición), con lo que Malgktive (1990) Uama los saberes de utilización
que se han construido a partir de la acción, en la acción y que no se han for­
malizado o lo han hecho poco.
Dicho de otro modo, en toda acción, incluso la más abstracta, la más conceptualizada a partir de los conocimientos y los objetivos que se supone que con­
trola, hay una parte de conocimientos, de pensamiento privado, que no está
formalizada ni se ha hecho consciente. (Vermersch, 1994, pp. 72-75)
■ El grado de experiencia depende de esta parte poco formalizada, que
es variable de un actor al otro, mientras que todo el mundo tiene acceso a
los mismos procedimientos. Así que, no basta con reafirmar o volver a ex­
plicar las reglas, puesto que el problema se sitúa a uno y otro lado de las re­
glas. Lo cual nos lleva a la concepción de competencia desarrollada en
ergonomía, entendida como «dom inio del desfase entre el trabajo prescri­
to y lo que realmente debe hacerse para asegurar el resultado» (Jobert,
1998,1999).
En otras obras, hemos hecho la distinción (Perrenoud, 1996e) entre
diversas modalidades según las que se combinan esquemas sumamente o
totalmente inconscientes con la acción racional o la reemplazan:
♦ La identificación del momento oportuno de aplicar los saberes o los
principios no está totalmente guiada por estos saberes y principios;
dicha identificación, esencial en todas las tareas complejas, incluido
el ámbito tecnológico, proviene de esquemas que no son totalmen­
te codificables en form a de conocimientos llamados «condiciona­
les»; proviene de lo que a veces llamamos intuición, «impresión
visual», «sexto sentido» o «sentido clínico» del practicante.
♦ La parte menos consciente del habitus interviene en la microrregulación de toda acción racional, de toda conducción del proyecto, en
la medida en que ninguna teoría permite prever cada detalle de la
situación y deja una parte a la apreciación del actor.
♦ En la gestión de la urgencia, incluso cuando disponemos de una teo­
ría y de un m étodo que podrían guiar la acción en circunstancias
más tranquilas, el tiem po y la presión obligan a recurrir a esquemas
que movilizan de form a superficial el pensamiento racional y los sa­
beres explícitos del actor.
D E LA P R ÍC EIC A R EFLEX IV A AL ERABALO
SOBRE EL
HÁBIW S
Por tanto, sería una falacia representar el actor ordinario como la co­
existencia de Dr. Jekyll y Mr. Hide. El inconsciente práctico no es una fa­
ceta oculta de nuestra existencia, se aloja en gran medida en los recovecos
de nuestras acciones conscientes. Salvo en un estado de inconsciencia,
siempre sabemos lo que hacemos y por qué. Igual que Dios, por lo que se
dice, el inconsciente práctico está en los detalles. Cuando una enseñante
exige que cada alumno le diga adiós con un apretón de manos y mirándo­
le a los ojos, sabe lo que hace y cree saber por qué. L o que ella desconoce,
es cómo transforma insidiosamente este ritual en inquisición o en domi­
nación y la satisfacción que halla en imponerse e im poner cada día lo que
muchos considerarían un castigo.
El fracaso como motor de la concienciación
De hecho, al practicante no le importa no saber exactamente cómo actúa,
siempre y cuando consiga su objetivo:
En psicología de la cognición ha sido probablemente Piaget, después de Claparéde, el que ha estudiado de forma más sistemática el desfase que existía entre
el éxito práctico y la comprensión de lo que provocaba el éxito de dicha acción,
más tardía desde el punto de vista genético. Este desfase refleja claramente que
se puede tener éxito sin conceptualización. (Vermersch, 1994, p. 76)
Vermersch nos recuerda una vez más, apoyándose en Piaget, lo si­
guiente:
La conciendadón solamente se desencadena bajo la presión de losfracasos y los
obstáculos con que tropieza el individuo cuando desea lograr los objetivos que
lo motivan. La causa de la conducta de conciendadón es esenáalmenle ex­
trínseca al individuo. Si, en su confrontación con el entorno, no se encontrara
con obstáculos que pudiera superar, la máquina cognitiva estaría estropeada.
(Vermersch, 1994, pp. 84-85)
Desde el fracaso total de la acción hasta su éxito aproximado, la concienriación viene impulsada por un deseo de mayor control. El saltador de
pértiga a punto de lograr el récord mundial, cuando se esfuerza desespe­
radamente por ganar un centímetro, no es muy distinto del que intenta
conseguir un resultado m ínim o. Am bos tienen los mismos motivos
para concienciarse de su form a de saltar: hacerlo mejor.
Por lo tanto, el trabajo sobre el habitus es, casi siempre, un trabajo ori­
ginado por la diferencia entre lo que hace el autor y lo que le gustaría
hacer, independientemente de si se siente totalmente fracasado o simple­
mente alejado de sus ambiciones.
Cuando el objetivo es fácil, valorizado, im posible de abandonar, y
cuando el fracaso se hace patente y no se puede imputar a la fatalidad
D E S A R R O IU E U P R ÍC IIC A R E FLE X IV A E K E l O FIC IO DE EN S EÑ A R
o a los demás, el proceso de concienciación se pone en marcha. Des­
graciadamente, no siempre es fácil medir los resultados en un «oficio im­
posible», y todavía menos hallar la distancia justa entre la autosatisfacción
beata y la autodenigración destructora. Además, un enseñante enlaza un
número impresionante de pequeñas decisiones. Más que al saltador de pér­
tiga obsesionado por un resultado único, debe enfrentarse a multitud de
retos grandes y pequeños, sin saber siempre lo que resulta de su acción, ya
sea porque sólo hace efecto a m edio plazo, o porque la evaluación se ve
obstaculizada por el curso de los acontecimientos.
Por consiguiente, el enseñante no está en la misma situación que el atle­
ta que paga el precio de la concienciación porque su progresión y sus m e­
dallas dependen de ello. En un oficio de lo humano, cada uno se ocupa de
varios usuarios y persigue numerosos objetivos, sin tener criterios seguros
para saber si se consiguen. Cuando no lo hacen, el practicante puede refu­
giarse en mil excusas: la falta de tiempo, de medios, de apoyo de la jerarquía,
de cooperación de los colegas o de los usuarios. Con todo lo serio que pueda
ser, un enseñante puede vivir en cierta confusión y no siempre tendrá la
energía y la fuerza deseadas para «salir adelante» (Fernagu Oudet, 1999).
Las resistencias a la concienciación
Solamente los filósofos valoran incondicionalmente la lucidez. Los seres hu­
manos normales combinan la voluntad de saber y la de no saber.
La concienciación presenta riesgos. El más fácil consiste en una espe­
cie de desorganización de la acción. L o que era simple con el «p iloto au­
tomático» puede hacerse más difícil cuando hay que hacerlo a conciencia.
Un colega interesado por la explicitación cuenta, por ejemplo, que un día,
en un restaurante, fascinado por una camarera capaz de acordarse de mul­
titud de pedidos sin tomar nota y de llevar a cada comensal exactamente lo
que había solicitado, le preguntó: «¿Cóm o se lo hace?». Y ella le respondió:
«Pues... no lo sé». Unos minutos más tarde, tomando la nota de otra mesa,
había perdido su maestría... La historia n o dice si la recuperó al día si­
guiente o si se sintió definitivamente inquietada por una cuestión aparen­
temente inocente. De esta anécdota, podemos sacar la conclusión de que
no es necesario remitirnos a la infancia y a Freud para desestabilizar a un
practicante, e incluso para sumirlo en una crisis.
El riesgo inherente a la concienciación de un esquema aislado o de un
aspecto del habitus no está únicamente ligado al trabajo de explicitación, a
la carga cognitiva que lo acompaña y a la pérdida de una form a de ino­
cencia cognitiva. El riesgo también afecta al impacto de los descubrimien­
tos sobre uno mismo que puede suscitar todo ejercicio de lucidez. Es
normal experimentar una ambivalencia. El «conócete a ti mismo» no es la
aspiración de todos.
De
u
práctica r eflex iv a
te
trabajo sobre el
m nn
Por tanto, nada asegura que el desajuste entre el éxito pretendido y la
acción efectiva sea un m otor suficiente de la concienciáción. Sobre todo,
es cierto en el caso de un oficio que, como el deporte o determinadas artes,
no se vertebra únicamente en la superación de uno mismo y en el rendi­
miento. En un oficio uno debe perseverar, ya sea en un año bueno o malo,
y poder seguir trabajando y mirándose en el espejo.
El coste de la concienciáción aumenta en los oficios de lo humano,
puesto que no se trata únicam ente de falta de habilidad, rapidez, vista
o coordinación de los movimientos, sino que también de poder, crueldad,
tolerancia, paciencia, preocupación por uno mismo y los demás, relación
con el saber y un montón de cosas más cuya concienciáción no dejará a
nadie indemne, incluso si ello no procede del psicoanálisis. Por otra parte,
esta última terapia no se escoge más que para responder a un sufrimiento.
N o basta con el deseo de producir mejores resultados.
Este es el motivo por el que es importante que una postura reflexiva tome el
relevo cuando la resistencia de la realidad no basta para provocar la concienciación y equilibrar el coste y los riesgos. Esta postura supone probablemente
una intensa necesidad de cumplir con su «misión» y un nivel elevado de exi­
gencia hacia uno mismo y, por tanto, la voluntad de comprender y superar
lo que impide tener éxito, incluso cuando nadie puede reprocharnos nada.
La noción de conciencia profesional adquiere en este punto un sentido
nuevo: también pasa por un esfuerzo constante de concienciáción de la
form a en que afrontamos los obstáculos, tanto tiempo com o quede y que
pensemos poder hacerlo m ejor comprendiendo m ejor cómo se hace y
transformando en consecuencia las prácticas.
Pero la concienciáción y el trabajo sobre el habitus también suponen
sin duda una relación especial con la vida, el gusto por el ju ego o por el
riesgo, una form a de identidad y de búsqueda de uno mismo...
De la concienciáción al cambio
¿Por qué asumimos el trabajo y los riesgos, aunque sean pocos, de toda concíenciación? ¿Por juego, por curiosidad, por narcisismo, por exigencia de lu­
cidez. ..? Aveces. Pero sobre todo para ejercer control sobre el propio habitus,
disciplinarlo, reforzarlo, transformarlo, por ejemplo, para ser menos impulsi­
vo, menos agresivo, menos inhábil, menos desconfiado, menos egocéntrico,
más imaginativo, más audaz, más reflexivo, estar más distanciado, menos an­
gustiado, etc.
Si no podemos cambiar nada de nuestra form a de ser y de hacer, ¿por
qué deberíamos molestarnos en reflexionar? ¿Por qué deberíamos poner
al desnudo mecanismos inconscientes que a partir de entonces tendremos
que asumir si esta lucidez desemboca en la impotencia?
O es a r k o lu k
u
míAciica r eflex iv a eh e l ofic io s e enseñar
El deseo de cambiar nace de la decepción, del descontento de lo que
hacemos. L o que una persona quiere hacer evolucionar, es en primer lugar
su práctica, entendida como la repetición de actos similares en circunstan­
cias análogas. Cuando la repetición persiste a pesar de sus buenas resolu­
ciones y de su intento de controlarse, dominarse y disciplinarse, termina
por decirse que está impulsada por un esquema o varios esquemas de pen­
samiento y de acción que escapan a su conciencia y a su voluntad más de
lo que desearía.
Es entonces, pero solamente entonces, cuando se hace necesario lle­
var a cabo un trabajo sobre el habitus, independientemente de que lo lla­
memos form a de ser, costumbre, rutina, automatismo, conducta neurótica,
obligación, carácter, personalidad, e incluso «reflejo».
Los desafíos del cambio son múltiples, desde el éxito de la acción más
técnica hasta la relación con el mundo. Puede ocurrir que pasemos de
form a insensible de uno a otro.
De la rutinización de un procedimiento...
El sentido de un trabajo sobre el habitus no parece de entrada necesario
cuando la acción se declara racional y se afirma como la aplicación de sabe­
res y de principios explícitos. En este caso, la regulación racional puede pa­
recer no exigir ninguna concienciación de los esquemas del practicante, en
todo caso, un nuevo examen crítico de la teoría o del método, dicho de otro
modo, de los conocimientos procedimentales que se supone fundamentan su
acción. El actor se une a un nuevo procedimiento, más prometedor, que en
ocasiones le ha sido propuesto como tal o que deduce en otros ejemplos de
nuevos conocimientos teóricos.
Quedará incorporarlo y transformarlo en un esquema eficaz. A l
mismo tiempo, será necesario desactivar los esquemas vigentes para tratar
el mismo tipo de situaciones, lo que puede resultar laborioso. Una perso­
na no cambia de un día para otro su form a de atarse los zapatos, de sonar­
se o de andar, aunque apruebe este cambio, lo desee de form a racional y
no oponga ninguna resistencia inconsciente. Si bien en la memoria de un
ordenador, podemos sustituir un programa por otro, en la mente humana,
este proceso funciona de form a distinta: la eliminación de viejas rutinas
lleva su tiempo; los esquemas no desaparecen de nuestra «m em oria in­
consciente», sino que los negamos, censuramos o inhibimos, debido a que
pueden resurgir en situaciones de emergencia o de tensión y entrar en
conflicto con los aprendizajes más recientes.
Enfrentado a un aprendizaje práctico, cada uno vuelve a descubrir que
en cada acción rutinaria interviene una parte del inconsciente práctico,
que asegura rapidez y eficacia y procura un sentimiento de control, que se
perderá provisionalmente tan pronto se incorporen nuevos procedimientos.
Además, incluso un cambio de procedimiento técnico, sin desafíos re­
laciónales, afectivos o ideológicos aparentes, supone determinadas pérdi­
das importantes y la renuncia a rutinas que han acabado por formar una
parte de identidad, que contribuyen a dar sentido a nuestra existencia y
que, en ocasiones, han desarrollado una dependencia.
En este punto, nos encontramos ante una paradoja: el inconsciente
práctico en cuestión es el más anodino, el más alejado del inconsciente que
interesa al psicoanálisis, en el orden de lo cognitivo y de lo sensorial y motor.
Pero, precisamente porque pretende optimizar un procedimiento racional,
el actor se resistirá a la idea de que también se trata del inconsciente. Quizás
los deportistas de alto nivel y sus entrenadores lo admitan a partir de ahora,
mientras que otros practicantes desean creer que la razón y el método de en­
trenamiento voluntario controlan sus más mínimos gestos.
... a la búsqueda de la identidad
Si la transformación de los gestos más técnicos pone en ju ego el habitas, evi­
dentemente esto todavía sucede con mayor frecuencia en relación con las
prácticas de los oficios de lo humano, en los que los juegos con la alteridad,
el poder, la seducción, la incertidumbre y la dependencia colocan en todo
momento al profesional en los límites de lo que solamente la razón permite
comprender y captar.
La transformación del habitas todavía es más fácil cuando no se trata
de traducir saberes nuevos en acción, sino de hacer evolucionar la imagen de
uno mismo, la confianza en uno mismo, su relación con el mundo y los
demás, todo lo que se traduce de form a subjetiva en carencias, angustia,
malestar, descontento, falta de estima por lo que somos, dudas sobre la pro­
pia identidad o sobre el sentido del trabajo e incluso de la vida.
En este caso, el deseo de cambio no se dirige necesariamente, por
lo menos al principio, hacia una acción identificada. Puede alimentarse
por una relación desgraciada con el m undo, por experiencias de las que
salimos heridos, frustrados, avergonzados o molestos. Com o resultado
de un prim er análisis, la persona adivinará que su form a de ser en el
m undo es un conjunto de esquemas de acción y de reacción, que con­
ducen constantemente a huir de las propias responsabilidades, a buscar
un chivo expiatorio, a ver peligros por todas partes, a mostrarse agresi­
vo o suspicaz, etc.
Una vez más, el trabajo sobre el habitas, comoquiera que lo llamemos,
no es el primer proyecto. En un primer momento, lógicamente imagina­
mos que todos los problemas provienen de una carencia o de un defecto
global, falta de paciencia o de tolerancia, alergia a la injusticia, gusto por
controlarlo todo o amor por el orden. Será necesario llevar a cabo un gran
trabajo para imaginar que hablamos de esquemas de acción relacionados
D esarrollar
u practica r eflex iva eh e l oficio de enseñar
con determinadas situaciones y no de rasgos caracteriológicos, cualidades
o defectos que caracterizan a la persona en todos los contextos.
Trabajar sobre uno mismo
En cualquier circunstancia, trabajar sobre la diferencia entre lo que ha­
cemos y lo que desearíamos hacer significa, a fin de cuentas, trabajar
sobre uno mismo, ya sea para aumentar el prop io rendim iento o para
transformar una relación desgraciada o poco hábil con el m undo y los
demás.
Trabajar sobre uno mismo puede entenderse en el sentido psicoanalítico, lo que invitaría a buscar en la infancia y el inconsciente cosas profun­
das y activamente inhibidas. Este m odelo se pone en evidencia de form a
pertinente en determinados aspectos de los oficios de lo humano. Por otra
parte, por ejemplo, es así en el caso del deportista de alto nivel que se en­
trena intensamente. En el éxito en la competición, el narcisismo, la agresi­
vidad, el imaginario, las angustias o el gusto por el riesgo importan tanto
como la forma. Trabajar sobre uno mismo también se puede entender en
un sentido menos «freudiano», para designar una actividad de concienciación y de transformación del habitus que, sin ser anodina, no pone en mar­
cha obligatoriamente mecanismos de defensa tan potentes com o el análisis
freudiano del inconsciente.
A menudo, empezamos este trabajo para aumentar el control de las
situaciones con que nos topamos o sus resultados en un registro bien de­
finido: ir más rápido, más arriba, más lejos, con menos vacilaciones, cam­
bios o errores. La preocupación de una acción eficaz puede ceder
progresivamente el lugar a la búsqueda de sentido y de evidencias: vivir
m ejor con uno mismo, luchar contra las propias dudas, las angustias o los
momentos de depresión. Se trata siempre de desarrollarse, en el sentido
más amplio de la palabra, dicho de otro modo, de afirmar la identidad, de
concebir y de llevar a buen fin los proyectos, de aumentar la propia capa­
cidad de afrontar la complejidad del mundo y de vencer los obstáculos de
nuestros proyectos.
Esta intención, pocas veces carece de ambivalencia, ya que, para con­
trolar m ejor la práctica, afirmar la propia identidad, ampliar los conoci­
mientos y aumentar las capacidades de uno mismo, tiene un precio. Sí,
requiere tiem po, dinero, esfuerzos, renuncia a otras actividades, pacien­
cia, inseguridad, fracaso, humillaciones y a veces tensiones con el entor­
no. Este coste intelectual, em ocional y relacional sólo se admite si las
satisfacciones esperadas son suficientes, en el marco de la autoestima o
de otros registros.
N o obstante, el propio cambio es lo que cuesta más, aunque lo desee­
mos: trabajar sobre uno mismo a veces obliga a convertirse en otro. La danza
De
la
riíc n c í
r eflex iva al trabajo sobre el
m im
o el deporte de competición cambian a los practicantes mediante una dis­
ciplina de hierro y los sufrimientos que se imponen. En los oficios de lo hu­
mano, el cambio de uno mismo reviste otra naturaleza, no es el fruto de un
ejercicio intensivo, sino el resultado de un retorno reflexivo sobre las pro­
pias formas de hacer, acompañado de la voluntad obstinada de modelarlas.
Más que sobre su peso o su musculatura, se trata de actuar sobre la propia
agresividad, la relación con el saber, la form a de hablar o de moverse en
clase, los prejuicios, las atracciones y los rechazos, las capacidades y las ac­
titudes. Estas transformaciones de las prácticas pueden llevar consigo un
cambio de identidad.
Los jóvenes prodigios del deporte o las artes, sometidos a un entrena­
miento severo, lo viven en ocasiones como una form a de violencia, que
niega su identidad, su necesidad de autonomía, su deseo de fórm ente. Aun­
que se trate de adultos, los deportistas y los artistas tienen necesidad de un
coach, que encarne a una especie de superego. Pueden llegar a odiar a aquel
que les insta a «volver a empezar, volver a intentarlo, esforzarse más...».
En un oficio de lo humano, resulta difícil delegar este papel de super­
ego a los demás. Los asesores y los formadores de adultos pueden funcio­
nar com o entrenadores, pero se negarán a ejercer una violencia simbólica
comparable con la que se permite en otros ámbitos. El practicante que tra­
baja sobre uno mismo, aunque sea con ayuda, debe ser a la vez víctima y
verdugo; como víctima, la persona quiere ser fiel a sí misma, a veces su­
mergida en su mediocridad, impúdica; com o verdugo, se «esfuerza» por
convertirse en otra persona.
En algunos oficios, el éxito pasa por una transformación voluntaria de
la apariencia física o corporal: vestirse, maquillarse, hacer ejercicio diaria­
mente o privarse de comer para desempeñar su papel. La ambivalencia del
individuo es visible, puesto que la privación, el trabajo y el dolor son tan­
gibles, incluso si los sufrimos por una buena causa. La ambivalencia no es
m enor en los oficios de lo humano; es incluso tan dolorosa y ascética como
para transformar los esquemas de pensamiento y de acción más arraigados,
desbaratar las representaciones inocentes pero cómodas, o poner en en­
tredicho los saberes que pensábamos que eran seguros, por ejemplo, en el
ámbito de la educabilidad.
Trabajo visible, trabajo invisible
La competencia de un experto consiste en hacer las cosas bien incluso cuan­
do las condiciones de la práctica no son las mejores. El velocista aprende a co­
rrer contra el viento, el solista a tocar con un piano desafinado y el agricultor
o el navegante a enfrentarse a los caprichos de la meteorología. A su vez, el
enseñante aprende a dar la clase con los ruidos de la ciudad, a 30° C a la som­
bra o el viernes a última hora...
D esarrollar
u
prAc iic í r eflex iva en el oficio de enseran
El experto intenta, si puede, optimizar las condiciones de trabajo y
prepararse para la propia acción, lo que es difícil incluso en condiciones
favorables que, por otra parte, no están nunca garantizadas ni son durade­
ras. Así, en el día a día, un enseñante elige las actividades y las prepara para
optimizar su acción, teniendo en cuenta la historia y lo que sabe de sus
alumnos y sus familias, de la escuela, de los espacios de trabajo, de lo que
esperan sus colegas y de los recursos disponibles.
A pesar de estos preparativos, el análisis retrospectivo de una acción
indica con bastante frecuencia que, si no van bien las cosas, se debe a una
preparación insuficiente: falta de información, de anticipación, de contac­
tos previos, de comprobación del material, etc. Esto no implica necesaria­
mente una falta de conciencia profesional o de competencia. La enseñanza
es un desafío que exige una preparación perfecta.
Los pilotos de fórmula 1, como las estrellas del mundo del espectácu­
lo o los cirujanos, saben perfectamente que durante el impulso de la acción,
sus oportunidades se verán disminuidas por una preparación incompleta.
Por lo tanto, se esforzarán mucho por el ascenso, rodeados de un equipo
de asesores y especialistas. En una clase, los retos parecen menos im por­
tantes y las decisiones y actividades son tan numerosas y van tan seguidas
que no podem os prepararlas todas com o si cada vez se tratara de un
acontecimiento excepcional. Los enseñantes no disponen de tantos re­
cursos materiales y humanos com o los profesionales de la com petición y
algunos otros. Afortunados son los profesores que se benefician de la co­
laboración de un preparador de experiencias o de trabajos de laboratorio
en las disciplinas científicas. Los demás deben conform arse con sus
propios medios. Sin embargo, la preparación de la clase representa en
principio poco más o menos la mitad de su tiem po de trabajo. ¿Y qué
hacen durante este tiempo?
Este trabajo de preparación no se hace en el impulso de la acción, sino
durante la fase previa. ¿Proviene por ello de la acción puramente racional?
Hay diversos motivos para dudar de ello:
♦ La preparación de secuencias didácticas es un pozo sin fondo, el en­
señante pone fin a ello con una actitud pragmática, al buen tuntún,
cuando considera que «funcionará», a sabiendas de que lo podría
hacer mejor, pero que le esperan otras tareas, sin contar la vida
fuera del trabajo...
♦ Para luchar contra el aburrimiento y la rutina, el profesor se embar­
ca en grandes preparaciones y deja de lado otras tareas importantes.
♦ Sigue su inspiración, sus gustos y sus disgustos, en función de los
descubrimientos, los m om entos de cansancio y la acogida que
los alumnos reservan a sus propuestas.
♦ Una parte del esfuerzo se hace en la incertidumbre, a falta de poder
comprobar una idea, evaluar el nivel de los alumnos o prever el clima.
De
la practica r eflex iva al trabajo sobre el
mmis
♦ Determinadas preparaciones exigirían una forma de lucidez costosa,
un retorno doloroso a lo que ha sucedido o sucede habitualmente.
♦ La parte del bricolaje didáctico (Perrenoud, 1983,1994a) exige una
planificación rigurosa; el enseñante se lanza al ruedo, sin lograr
siempre dosificar su esfuerzo.
♦ Detrás de los aspectos técnicos, hay angustias, sueños, irritación, en
definitiva, personas y relaciones.
♦ Hay cosas eficaces que no hacemos porque no sabemos o no nos
gusta hacer. Las sustituimos por otras, menos adecuadas. Así, un
profesor a quien no le gusta escribir o se siente incapaz de hacerlo,
se pasará horas consultando «textos de autor» para ilustrar un con­
cepto, mientras que otro podrá redactar en pocos minutos un texto
adecuado.
Por consiguiente, nos equivocaremos si limitamos el análisis de las
prácticas y la labor sobre el habitus a lo que ocurre en clase. La práctica tam­
bién consiste en el trabajo entre bastidores, solitario o en equipo, en el
aula, la sala de profesores, el centro de documentación o en casa, e incluso
en el bar o en el autobús.
Es un trabajo poco conocido, difícil de descifrar y de descomponer.
Conocemos un poco m ejor la vertiente «corrección de los deberes», por­
que procede de la evaluación. Otras correcciones, más triviales, escapan a
la mirada «docim ológica»: las de los cuadernos y otros trabajos no pun­
tuados. A esto, se añade la preparación de cursos o actividades, que pro­
viene de una «ergonom ía didáctica» todavía poco desarrollada. Sin
olvidar todo lo que participa de los pensamientos dispersos, de la relectu­
ra de los acontecimientos, los sueños y los miedos y de la reflexión sobre
la acción y sus condiciones.
U n profesor tiene la ventaja de que puede practicar su oficio con las
manos libres y la mirada en el vacío. Se plantea algunas preguntas sobre sus
alumnos o el sentido de su trabajo, se prepara para determinados conflic­
tos, anticipa ciertas reacciones e intenta explicar lo que ha pasado. Duran­
te todas estas operaciones mentales, desde el pensamiento más meditado
hasta el sueño, su habitus está en funcionamiento, en sus componentes
conscientes e inconscientes.
L o que está en ju e g o fuera de la clase influye en lo que pasa y form a
parte de la práctica. Por lo tanto, no hay ningún motivo para excluir a este
continente oscuro del análisis. N o obstante, tendemos a dar privilegio a los
momentos más interactivos y, entre los períodos de preparación, si se habla
de ello, las tareas más objetivables. Los trabajos sobre explicitación propo­
nen herramientas para analizar también la inacción aparente y los tiempos
de latencia, que no están vacíos de pensamientos ni de emociones, incluso
si, en apariencia, el enseñante no está «en acción».
D E $ M R O lL n LA P tiC IlC A REFLEXIVA ER EL OFICIO DE EHSEÜAE
La orquestación de los habitus
Los actores dicen lógicamente que actúan m ejor cuando sus compañeros tie­
nen talento y les «sacan» lo mejor de ellos mismos. Los enseñantes podrían
decir lo mismo, pero no cuentan con la elección de los alumnos, ni de sus
padres, ni tampoco de sujerarquía o de sus colegas. Deben, como se dice po­
pularmente, «apañárselas» con lo que tienen, por lo menos, a corto plazo.
A m edio plazo, igual que un músico virtuoso se esfuerza por no tocar
en una orquesta mediocre, un enseñante experimentado intenta controlar en
parte su entorno profesional, por ejemplo, escogiendo un determinado
centro o un nivel, integrándose en un equipo o haciendo elecciones tácti­
cas que preserven su autonomía.
La elección de sus compañeros procede del habitus, tanto consciente
com o inconsciente, igual que la organización de las condiciones de traba­
jo . N o obstante, hay una importante diferencia: los compañeros de un en­
señante son igualmente individuos y actores, que funcionan com o él,
anticipan, reflexionan y aprenden de la experiencia, pero que también
están sumergidos en las rutinas y en la construcción singular, limitada y a
veces rígida, de la realidad.
En la medida en que la acción es interacción y cooperación, el sistema
de acción entra en crisis si uno de sus actores evoluciona de form a unila­
teral. En realidad, ya no responde a las expectativas de sus colegas y a la in­
versa. En las situaciones más absurdas, en el nivel más técnico, basta con
una regulación explícita para que el ajuste se realice. Cuando los cambios
son más profundos, es difícil com prender por qué la orquestación de los
habitus se deforma, a falta de disponer de dicho concepto. Se genera ma­
lestar, sentimiento de discordancia, ineficacia, confusión, pero la regula­
ción no es fácil. Supongamos, por ejemplo, que un enseñante sigue una
larga formación {Gordon, 1979) y se entrena de form a intensiva para la es­
cucha activa y para el «mensaje-yo », hasta el punto de orientar su habitus
en este sentido. Cuando vuelve a su clase, su equipo, su institución, su fa­
milia y su círculo de amigos, ha cambiado y reacciona de form a distinta en
caso de conflicto, duda, angustia o cansancio. Si es lo suficientemente cons­
ciente de ello, podrá explicar este cambio y hacerlo comprender, e incluso
convencer a sus colegas. Si no se da cuenta de su evolución, si cree que es
el mismo o no quiere comprender que no se le comprende, los grupos afec­
tados pueden dejar de funcionar correctamente o incluso entrar en crisis.
El hecho de tener en cuenta la orquestación de los habitus puede con­
ducir a estrategias de form ación o de cambio dirigidas a los grupos. U n pa­
radigma similar esta en la base de las terapias de grupo o de familia
(Watzlawick, 1978a, b; Watzlawick y Weakland, 1981; Watzlawick, Helmick
Beavin yjackson, 1972; Watzlawick, Weakland y Fish, 1975).
Si no es posible, si no queremos bloquear o limitar el cambio median­
te la rigidez de las expectativas y los modelos de interacción establecidos,
De
u practica r eflex iva a l trabajo sobre el
muas
será importante que el actor que cambia se responsabilice de su diferencia
y pase por un período de transición, de form a abierta, explicándose, dando
las claves, o dando prueba de paciencia y renunciando a poner en marcha
de form a inmediata e integral sus nuevos conocimientos o convicciones.
Una práctica reflexiva, ya sea en solitario, en equipo o en el marco de
un grupo de análisis de prácticas, debería ayudarnos a todos a adquirir con­
ciencia de la dificultad de cambiar solo. Para un enseñante, puede suceder
que los alumnos y alumnas y sus padres ejerzan una influencia estabilizadora, incluso conservadora, más fuerte que sus colegas o su jerarquía. D e ahí
la importancia de una formación y de un recurso a la metacomunicación.
La orquestación de los habitus obliga al que cambia, no solamente a un
trabajo sobre sí mismo, lo que no resulta fácil, sino también a mía nueva
negociación de los compromisos y las costumbres que rigen sus relaciones
con los demás. Los terapeutas que tratan a individuos asumen esta dimen­
sión. Saben que su paciente está atrapado entre una invitación a cambiar,
surgida de la terapia, y una prohibición de cambiar, surgida del m edio de
vida. La contradicción todavía es más fuerte si el paciente es un «paciente
designado», en quien recae el peso del mal funcionamiento de un grupo.
En el análisis de prácticas y, más globalmente, en la form ación de adultos,
la consideración del ecosistema de los formados y de la orquesta de la que
form an parte todavía es incipiente, debido, en parte a que no está lo sufi­
cientemente teorizada.
Del análisis del sentido común a un trabajo controlado
Si toda práctica reflexiva afecta inevitablemente a las disposiciones estables
que fundamentan la acción, puede hacer que éstas existan indirectarnentey de
form a implícita, o que conduzcan de form a explícita hacia el habitus.
En la mayoría de casos, a falta de una conceptualización fuerte y com­
partida de lo que fundamenta la práctica de una persona, nos limitamos a
tratarla en el ámbito del sentido común, hablando sin orden ni concierto de
rasgos de personalidad, actitudes, normas, valores, obsesiones, pulsiones,
fantasmas, etc. Ello tiene tres consecuencias:
1.
Una acentuación de los aspectos conscientes, que pueden enume­
rarse, mientras que resulta muy difícil hallar las palabras para des­
cribir las estructuras de la acción.
2.
Una concentración sobre los aconteámimtos (observables y explica­
bles) por oposición a las estructuras (ocultas y abstractas).
3.
Una tendencia, ya que se trata del inconsciente, a recurrir a inter­
pretaciones psicoanalíticas salvajes más que a la explicación de un
inconsciente práctico; entonces, pasaremos muy rápido a una
«teoría» de los deseos, móviles, pulsiones, complejos y otros as­
pectos muy generales de la economía psíquica de una persona.
D esarrollar
la fr Actica r eflex iva en el oficio de enseñar
Podremos deducir algunas condiciones para que el trabajo reflexivo
sobre el habitus supere al sentido común:
♦ Una cultura teórica mínima en ciencias cognitivas, en psicoanálisis
y en antropología de las prácticas.
♦ Una intención común y deliberada de trabajar en este nivel, y por
tanto, de atribuir la prioridad a las estructuras invariables de la ac­
ción, sin detenerse en lo anecdótico (incluso si se trata de un punto
de partida obligado).
♦ Una aplicación para describir la acción más que buscar inmediata­
mente los móviles, una gran prudencia en las interpretaciones que la
cargan de intencionalidad y sentido excesivos.
♦ Una ética coherente y una gran claridad conceptual, que permita
saber dónde está el límite entre un análisis del habitus invertido en
la acción profesional y otros métodos como un psicoanálisis colecti­
vo o una dinámica de grupo.
Estamos sobrados de análisis disparatados, puesto que es difícil anali­
zar las prácticas sin referirse, por lo menos de form a implícita, al habitus,
sea cual sea la form a de designarlo. Quedan por desarrollar los métodos
más rigurosos.
Análisis de la práctica y trabajo sobre el habitus
En un grupo de análisis de la práctica, no dejamos de fijamos en el habitus,
pero este enfoque suele estar implícito, por motivos a la vez deontológicos,
teóricos y metodológicos:
♦ El análisis de la práctica solamente es posible con la condición de
mantener la ficción según la que, hablando de la práctica, no se habla
del practicante y de su habitus. Un practicante no puede contar sin­
ceramente lo que hace al precio de determinado desconocimiento de
las interpretaciones que su relato podría suscitar. Por ello, segura­
mente es imposible dirigir un grupo de análisis compuesto por psi­
coanalistas o sociólogos. Los primeros no perderán de vista ni un
segundo el sentido psicoanalítico de lo que entregan al grupo, en tér­
minos del inconsciente y de la estructura psíquica profunda, los se­
gundos harán lo mismo en el registro de los condicionamientos de la
cultura, la posición y la trayectoria sociales. Por consiguiente, los más
prudentes no dirán nada mientras que los más presuntuosos entre­
garán un relato construido de suerte que sugiera sutilmente la «in­
terpretación correcta». Los practicantes «ordinarios» no funcionan
de form a diferente, pero sus mecanismos de defensa están menos
rodados. Puede ser que el análisis de prácticas tenga como condición de .
posibilidad una form a de inocencia, puesto que en un grupo que des-
De
la practica reflexiva ai trabajo sobre ei
mims
codifique y nombre demasiado bien lo que fundamenta las prácticas,
cada uno se sentirá desnudo más allá de lo razonable.
♦ N o siempre disponemos de las palabras y los conceptos que permiten
hablar del habitus. El vocabulario psicoanalítico es el más popular,
pero está repleto de sobreentendidos; el vocabulario de la psicolo­
gía, la antropología o la ergonom ía cognitivas no es conocido. Este
obstáculo podría atenuarse al precio de la adquisición de una cul­
tura y un idiom a comunes bastante precisos para describir el habi­
tus. Pero quizás sea saludable que n o encontremos fácilmente las
palabras para denominar las disposiciones estables de un practican­
te. U na vez designadas, podrían confinarlo en una especie de
«caracterología»: impulsivo, inquieto, activista, versátil, etc.
♦ Hay que captar la repetición de determinados «escenarios» para
identificar los esquemas con cierta fiabilidad. Ahora bien, un grupo
de análisis de la práctica reflexiona en general a partir de una si­
tuación única. Por tanto, sólo puede «flirtear» con el trabajo sobre
el habitus, desvelar pistas o formular hipótesis. Corresponde a un
practicante proseguir solo la labor a partir de un conocimiento más
íntimo del conjunto de sus reacciones en situaciones parecidas.
Un grupo de análisis de la práctica no es el lugar por excelencia para
un trabajo sobre el habitus, aunque «prepare el terreno». En ese punto, nos
aferramos a uno de los lazos fructíferos entre los intercambios sobre las
prácticas y la reflexión solitaria. Escuchar preguntas que nunca nos hemos
planteado e hipótesis que rom pen ciertos tabúes puede iniciar una refle­
xión que no se habría desencadenado de form a espontánea.
Sin menospreciar el papel incitador de los grupos de análisis de la prác­
tica, es importante considerar que no se trata de dispositivos concebidos
para trabajar sobre el habitus de los participantes. El trabajo en equipo es un
contexto todavía menos adecuado para este ejercicio de alto riesgo.
Un acuerdo de asesoramiento se presta m ejor a ello, pero no es una
fórmula muy habitual en el ámbito de la educación. Si esta dimensión de
la práctica reflexiva no debe convertirse en una aventura solitaria y excep­
cional, no es inútil reflexionar sobre las estrategias que se utilizarán.
Quizás sea necesario, como paso previo, hacer hincapié en el reconoci­
miento de un inconsciente práctico en el ámbito profesional y en el inte­
rés de ampliar la práctica reflexiva en este sentido.
Hacia el análisis del trábelo
Las estrategias que permiten trabajar el inconsciente práctico pueden apo­
yarse, con una leve modificación, en los trabajos sobre la videoformación
pero, sobre todo, en la explicación y sus vínculos con la fenomenología, que
161
16 2
D e s a r r o l l a r i a r e í c n c * r e f l e x i v a e h a o fic io d e e n s e r a r
remite por sí misma a las uniones posibles entre la etnometodología (Coulon,
1993; de Fornel, Ogien y Qjuéré, 2001) y la teoría del habitus.
También podríamos inspirarnos en métodos de análisis de la actividad
en ergonomía y psicosociología del trabajo, por ejemplo, el m étodo del
doble (Oddone, 1981) o el m étodo de autoconffontación (Clot, Falta, Fer­
nandez y Scheller, 2001).
Antes de buscar métodos precisos, quizás la ría más efectiva consistiría
en desarrollar una teoría del trabajo en general y del trabajo enseñante en
particular, en sus dimensiones conscientes e inconscientes.
Los enfoques ergonómicos del trabajo enseñante todavía son bastante
raros y dispersos. Durand (1996) se inspira directamente en la ergonomía
cognitiva. El enfoque sociológico de Tardif y Lessard (1999) se centra en las
tareas más que en lo que las fundamenta. Por mi parte, he intentado hacer
un enfoque en términos de habitus y de competencias (Perrenoud, 1996c, e).
Evidentemente, podemos inspirarnos, intentando transponer a la en­
señanza trabíyos de ergonom ía (Leplat, 1997; de Montmollin, 1996; Theureau, 2000), de psicología de trabajo (Clot, 1995, 1999; Guillevic, 1991) o
de sociología de trabajo (de Terssac, 1992,1996; Jobert, 1999). O también
en los trabajos sobre los saberes de acción (Barbier, 1996) y el aprendizaje
mediante el análisis del trabajo (Barbier y otros, 1996; Clot, 2000; Samurgay y Pastré, 1995; Werthe, 1997).
Si bien en la actualidad disponemos de m odelos provisionales para
conceptualizar el inconsciente práctico, carecemos de herramientas para des­
cribir esta parte del habitus y, todavía más para acompañar la concienciación
y la transformación. Desde este punto de vista, la ampliación de la práctica
reflexiva a las dimensiones inconscientes de la acción queda pendiente de
pensar y realizar. El hecho de tenerla presente permite, no obstante, supe­
rar determinados límites de los trabajos de Schón y Argyris.
Diez desafíos para los formadores de enseñantes
N o se puede pretender formar a practicantes reflexivos sin incluir este pro­
pósito en los planes de formación y sin movilizar a formadores de enseñantes
con las competencias necesarias.
Es importante que una parte de estos formadores se especialice en
análisis de la práctica, en estudios de casos, en supervisión de períodos de
prácticas, y en seguimiento de equipos y de proyectos, para así llevar a cabo
su trabajo de form ador a partir de la práctica.
H oy en día, los formadores que demuestran poseer tales competen­
cias, identidad y proyecto, todavía no son muy numerosos y su estatus, a
menudo es marginal porque no disponen de la respetabilidad que confie­
ren los saberes disciplinarios ni tampoco de la que proporciona, aunque
no tan importante, una esperialización didáctica o tecnológica puntera.
P o r lo tanto, queda todavía mucho por hacer para que los form adores
más comprometidos en el desarrollo de la práctica reflexiva sean conside­
rados como los demás.
Sin embargo, esto no es lo único que está en juego. La formación de
un practicante reflexivo es algo que concierne a todos los formadores in­
cluidos los formadores de campo.
Pero ahora no vamos a centrarnos en estos últimos (Perrenoud,
1994c, 1998<z, c) , en su lugar, vamos a interesarnos por los form adores per­
manentes que pertenecen a los centros de form ación inicial o permanen­
te, ya sean universitarios o no. En su mayoría, estos form adores son
todavía hoy enseñantes que tan sólo llevan la etiqueta de formadores, a
m enudo sustituida por la de profesor que resulta más prestigiosa para
todos aquellos que se identifican con los saberes transmitidos más que
con los dispositivos de enseñanza-aprendizaje. Algunos son profesores en
la enseñanza superior, otros en la secundaria y, menos comúnmente, en
la primaria; profesores que se dedican a la form ación inicial o perma­
nente a veces sólo durante una parte de su horario laboral y, en general,
de form a reversible.
Tal vez pueda parecer un tanto provocador p on er en entredicho la
capacidad de los form adores del profesorado para form ar a practican­
tes reflexivos. Es cierto que algunos d e ellos son investigadores, que
todos reflexion an sobre lo que hacen, que tienen en general un nivel
alto de form ación y que son todos capaces de p on er en práctica el aná­
lisis y la síntesis. A hora bien, de ahí a concluir que son y form an sin
D e s a r r o l l a s l a p r á c t ic a r e f l e x iv a e n e l o f ic io d e e n s e ñ a r
más a practicantes reflexivos hay un salto im portante que nosotros no
daremos:
♦ N o basta con tener una formación de alto nivel y excelentes recur­
sos intelectuales para ser un practicante reflexivo, concretamente,
como enseñante o form ador; las universidades están pobladas de
eruditos que n o saben enseñar y que no se plantean nada sobre el
tema; también podemos encontrarlos, en m enor medida, en la en­
señanza secundaria.
♦ Un «form ador reflexivo» no form a ipsofactor enseñantes reflexivos
con sólo encarnar él mismo una postura reflexiva. Hace falta una in ­
tención y unos dispositivos, unos centrados en el entrenamiento para
la reflexión y el análisis y los otros centrados en diferentes ámbitos
de conocimientos y de competencias.
Para que el cuerpo de formadores, en su conjunto, contribuya a for­
mar a enseñantes reflexivos, es importante que se planteen algunos desafíos.
Nosotros consideraremos aquí diez desafíos, formulados como contradic­
ciones que no resulta fácil superar:
1. Trabajar sobre el sentido y las finalidades de la escuela sin hacer
2.
3.
de ello una misión.
Trabajar sobre la identidad sin encarnar un m odelo de excelencia.
Trabajar sobre las dimensiones no reflexionadas de la acción y
4.
sobre las rutinas sin descalificarlas.
Trabajar sobre la persona y su relación con los demás sin conver­
5.
tirse en terapeuta.
Trabajar sobre lo silenciado y las contradicciones del oficio y de la
6.
escuela sin decepcionar a todo el mundo.
Partir de la práctica y de la experiencia sin limitarse a ellas, para
comparar, explicar y teorizar.
7.
Ayudar a construir competencias e impulsar la movilización de los
8.
saberes.
Combatir las resistencias al cambio y a la formación sin menos­
9.
preciarlas.
Trabajar sobre las dinámicas colectivas y las instituciones sin olvi­
dar a las personas.
10. Articular enfoques transversales y didácticos y mantener de una
mirada sistémica.
El inventario no es exhaustivo, pero este listado nos parece suficiente
para dar cuenta de una imagen del oficio de form ador que podría ir en
el sentido de su propia profesionalización y facilitar la profesionalización
del oficio de enseñante (Perrenoud, 1994o, b) y el desarrollo de una pos­
tura reflexiva a través de todos los componentes de la formación.
D ie z d e s a fío s papa lo s f o r m a d o r es d e e h s e ím n ie s
Ninguna formación de enseñantes puede dejar de lado el problema de los ob­
jetivos de la escuela y de su sentido. Tampoco puede resolverlo, puesto que
está en el centro de las contradicciones del sistema educativo y de la intención
de educar y de instruir. Contradicciones entre lo deseable y lo posible, entre
las promesas y los actos, entre las nobles ideas y las resistencias a lo real, y entre
las aspiraciones democráticas y los mecanismos de exclusión.
Los formadores pueden sentir la tentación de encarnar el superego o
la conciencia moral del sistema educativo y, a su vez, los formados esperan
a veces que desaparezcan las incertidumbres que pesan sobre la escuela.
Ahora bien, sin esconder sus convicciones, la tarea de los formadores no
consiste en hacer «una misión»; entonces, lo más sencillo sería no abordar
el problema de las finalidades, de los valores y del sentido de la escuela y
de la sociedad que la encomienda. Sin embargo, sí es importante, en for­
mación, tratar este asunto sin abandonar a todo el mundo en su soledad.
Para ello, los formadores podrían:
♦ Acondicionar en el espacio de form ación que animan un lugar para
un debate sobre el sentido y las finalidades de la escuela, sin po­
nerse inmediatamente al frente de este debate ni ofrecer respuestas
tranquilizadoras; lo importante es comprender que no está en sus
manos superar las contradicciones y que hay que aprender a vivir
con ellas.
♦ Remitir a los enseñantes en form ación (inicial o continua) a su his­
toria de vida, a sus orígenes, sus filiaciones, sus rebeldías, su pro­
yecto y sus compromisos éticos e ideológicos, e incitarlos a
reflexionar sobre la articulación entre su (futura) tarea y lo que
quieren hacer con ella.
♦ Hacer trabajar a los enseñantes en su deseo de enseñar y reflexio­
nar sobre los dilemas que encuentra el Frankenstdn pedagogo (Meirieu, 1996), entre la voluntad de cambiar al otro por su bien (Miller,
1984) y el riesgo de desposeerlo de su identidad y de su libertad,
♦ Concienciar de la distancia entre las intenciones y los actos, mostrar
que un discurso generoso y coherente puede coexistir con unas
prácticas que lo contradicen en el día a día; hacer comprender que
los grandes principios son papel mojado sí no se plasman en la eva­
luación, los manuales, en los funcionamientos colectivos, en las
prácticas en clase y en las relaciones con los alumnos.
♦ Trabajar sobre la autonomía y, por lo tanto, también sobre la asun­
ción de riesgos, el tem or de la autoridad y del ju icio de los demás,
sobre la tentación del conformismo y sobre el deseo de integrarse,
de ser aceptado y de ser como todo el mundo.
165
D e s a r r o l l a r l a f r A c u í a r e f l e x i v a e n e l o f i c i o D E ENS ER AR
♦ Desarrollar una reflexión ética, pero no desde una perspectiva abs­
tracta sino basada en casos concretos y dilemas vividos por los par­
ticipantes.
♦ Insistir en las dimensiones colectivas de la responsabilidad y en ios
límites de la acción individual.
♦ Hacer comprender que el esclarecimiento de las finalidades —siem­
pre de form a relativa- deja sin resolver la cuestión de la eficacia de
la escuela y de la realización desigual de su proyecto en función de la
clase social de los aprendices.
En pocas palabras, sobre la cuestión de los valores, de las finalidades y
del sentido, el formador debería recordar a cada uno a sus responsabilidades,
fidelidades, solidaridades personales, y proceder a la deoaluáón del proble­
ma a los actores.
Trabajar sobre la identidad sin encarnar un modelo de excelencia
Los profesores entrevistados por Huberman (1989) se preguntaban lo si­
guiente: «¿Moriré de pie, con la tiza en la mano y ante una pizarra negra?».
O también: «¿Quién soy? ¿Qué hago en este oficio? ¿Acaso vale la pena?
¿Soy capaz de enseñar? ¿Sin renunciar a mis principios en el empeño?».
En un oficio de lo humano que obliga a asumir riesgos a quien lo ejer­
ce y a aquellos a quien se dirige, el hecho de cuestionarse la identidad es
legítimo. La pregunta adquiere una fuerza y una actualidad variables según
las personas y, en cada caso, según los períodos.
En este ámbito, el form ador se encuentra a veces atrapado por una
pregunta explícita, a menudo confrontado a la dificultad de ser inconfesa­
ble, y ello se traduce en lo no-verbal o en intervenciones que reflejan duda
y sufrimiento.
La tentación de encarnar un m odelo identificador está entonces
muy presente. Se supone que el form ador ha resuelto sus propias crisis
de identidad y que ocupa esa función o ejerce ese oficio porque ha cons­
truido competencias valorizadas. Es normal que se le considere un punto
de referencia e incluso una norma. N adie controla totalmente los fen ó­
menos de proyección o de identificación que suscita, pero un m ínim o
de lucidez nunca va mal. Rostand describió con excelencia el desafío del
form ador:
F orm a r mentalidades sin conform arlas, enriquecerlas sin adoctrinarlas, ar­
m arlas sin alistarlas, com unicarles u n a fu erza , seducirlas con la verdad pa ra
conducirlas a su prop ia verdad, darles lo m ejor de un o mismo sin esperar esa
recompensa llam ada descendencia. (Citado por Jacques Merlán en una uni­
versidad de verano)
D i e z í e s a e Io s p a r a i o s f o r i u o o r e s d e e n s e ñ a n t e s
Para conseguirlo es sin duda mejor no darlo por sentado: a un formador de enseñantes le cuesta deshacerse de la idea de que encarna cierta
imagen del dominio, de la maestría o, por lo menos, una figura aceptable
de la profesión. Si pensara lo contrario, ¿cómo podría sentir suficiente es­
tima por sí mismo para pretender form ar a los demás? Ello todavía es más
evidente en un oficio en el que se suele afirmar que «uno enseña lo que
uno es» y en el que la legitimidad del form ador del profesorado está an­
clada a la misma práctica de la enseñanza.
Por lo tanto, hace falta un esfuerzo tenaz para atreverse a pensar y
decir de form a creíble que, si bien uno encarna una form a de excelencia
o de coherencia, ésta no constituye un m odelo. Sin por ello excluir la iden­
tificación con el formador, hay que empeñarse en presentar las formas ca­
paces de superarla, de comprender que no es más que una etapa y que
instalarse en ella impediría a los actores acceder a lo que Rostand deno­
mina «su propia verdad».
Una tematización de la construcción de identidad según la historia de vida
y las pertenencias sucesivas podría ayudar al enseñante en formación a distan­
ciarse, a comprender la parte de singularidad de su búsqueda, pero también la
parte inscrita en la historia de su generación, en su cultura y en su trayectoria
sorial. Al contrario de lo que pueda parecer y, especialmente en formación ini­
cial, reviste un gran interés ser sensible al hecho de que la construcción de la
identidad jamás se da por terminada y que factores de la vida como los acon­
tecimientos, las experiencias o los encuentros la remodelan continuamente.
Es importante ejercitarse en no juzgan Un enseñante precipitado, al prin­
cipio de su carrera, en una escuela donde se le deja totalmente desampa­
rado ante clases muy difíciles, puede sentir legítimamente la tentación, tan
pronto pueda elegir, de replegarse en la transmisión de saberes a los alum­
nos en un determinado proyecto, lo que le inducirá a buscar un puesto en
los barrios residenciales, en los niveles de estudios de larga duración y
en los últimos cursos, no por esnobismo o elitismo sino para evitar que se
reproduzca una experiencia destructiva que ha engendrado un sufrimien­
to jamás buscado. El análisis de dicho recorrido -q u e afecta a numerosos
enseñantes principiantes- tendría que permitir comprender que la bús­
queda de la identidad no siempre es asimilable a la consecución de un
ideal, que en algunos oficios difíciles puede presentarse como un meca­
nismo de defensa o como una form a de asumir renuncias para sobrevivir.
Trabajar sobre las dimensiones no reflexionadas de la acción
y sobre las rutinas sin descalificarlas
Para actuar nos resultaría francamente difícil pensar constantemente en todo.
Esto podría resultar paralizante, igual como sucedería a un ciempiés que de
DESARROLLAR IA PRACTICA REFLEXIVA EN EL OFICIO DE ENSEÑA!
repente pensara detenidamente de todo lo que hace para moverse. A menu­
do, un enseñante vuela con el piloto automático como, de hecho, nos sucede a
todos en nuestro entorno habitual de trabajo y de vida. Este «inconsciente
práctico» resulta funcional siempre que las condiciones de una acción eficaz
sean estables. La rutina libera al pensamiento. El ser humano sólo es verda­
deramente consciente de lo que hace cuando la realidad se le resiste o bien
cuando le pone en jaque. Incluso entonces, esta concienciación es fugaz y par­
cial y, una vez superada la dificultad, vuelve a sus automatismos.
Y ¿acaso no está bien así? ¿Por qué entonces, en formación, tendría­
mos que ser conscientes más allá de estos momentos de control? ¿Para sa­
tisfacer un ideal de lucidez y de racionalidad? En absoluto. N o se trata de
una cuestión de principios. En un oficio complejo no es necesario ni posi­
ble hacer todo explícito.
Entonces, ¿por qué? Pues porque la concienciación espontánea es in­
tensamente egocéntrica y está ligada a los obstáculos detectados. Es proba­
ble que una parte de las prácticas no reflexionadas jamás se vivan como
obstáculos, cuando de hecho son constantemente fuentes de fracaso o de
sufrimiento para algunos alumnos. U n enseñante puede, por ejemplo, ges­
tionar las preguntas de los alumnos sin darse cuenta de que sólo acepta
aquellas que no interfieren en el currículum, no le obligan a repetirse y
son el testimonio de una atención total y de un buen nivel de compren­
sión. Es decir que se trata de preguntas pertinentes, «inteligentes», rela­
cionadas con el tema y que ayudan a que la clase avance.
Sin entrar en un debate didáctico puntilloso, podríamos lanzar la idea
de que dichas cuestiones sólo pueden plantearlas los alumnos capaces con
tan sólo una pequeña reflexión y encontrando las respuestas ellos mismos.
Estas preguntas permiten a los alumnos que las plantean distinguirse y sen­
tirse tan «inteligentes» como sus preguntas. Además, dan al profesor la im­
presión de practicar un diálogo socrático y de estar abierto a preguntas. Pero
la realidad no es tan bonita: esta concepción de las preguntas disuade a quie­
nes realmente deberían plantearlas porque lo necesitan, ya sea porque no
han escuchado bien, porque no han ubicado bien el contexto o porque no han
entendido bien la explicación o el fondo de la cuestión. Las verdaderas pre­
guntas son peticiones de ayuda y, por lo tanto, reflejan dificultades.
Y ¿acaso sabe el enseñante cómo tratar las preguntas de sus alumnos?
N o siempre, porque desde su punto de vista, las cosas funcionan correcta­
mente. U n alumno que no hace preguntas no representa ningún proble­
ma excepto en una pedagogía que más que permitir las preguntas las
requiere activamente. Por lo tanto, un enseñante puede a lo largo de su ca­
rrera desmotivar la acción de preguntar sin darse cuenta, a menudo según
las propias costumbres que ha adquirido. Si le preguntamos superficial­
mente sobre su form a de tratar las cuestiones de los alumnos, dará Algunas
justificaciones del tipo «Jamás respondo a upa pregunta cuando ya he dado
D i e z d e s a f í o s r a ía l o s f o i h a o o i e s d e e h s e Da h t e s
la información necesaria. Los alumnos sólo tienen que escuchar»; o bien
«N o acepto preguntas que no estén relacionadas con el tema de la clase»;
o incluso «Jamás respondo a preguntas cuya respuesta se puede encontrar
fácilmente en una obra de referencia o tan sólo reflexionando un par de
minutos». Estas explicaciones n o son absurdas, pero no sirven para con­
cienciar sobre cóm o —verbal o no verbalmente—los enseñantes tratan efec­
tivamente las preguntas (Maulini, 1998). Un estudio quebequés (Weidler
Kubanek y Waller, 1994} muestra que muchos alumnos pronto aprenden
en la escuela a no pregun tar para no sentirse ridículos y no tener que escu­
char comentarios irónicos sin recibir respuesta alguna. Los profesores se
sienten consternados cuando descubren esta realidad y su primera reacción
es decir que no es esto lo que querían. Por lo tanto, en este ámbito, signi­
fica que realmente no saben lo que hacen.
Este ejemplo parece anodino y, por lo menos en un primer análisis, no
nos remite a mecanismos de defensa y de represión como los que afrontan
los psicoanalistas y sus pacientes. Existe ahí un inconsciente práctico, di­
dáctico, gestionador, trivial a fin de cuentas. Sin duda, plantear preguntas
o responderlas nos remite a una relación con el poder, con el saber y la ig­
norancia, con el riesgo y con el secreto. Antes de enfrentarnos a tan com­
plejos mecanismos, podemos buscar explicaciones más sencillas. La fría y
disuasiva acogida que a menudo se reserva a las preguntas de los alumnos
es a veces testimonio del deseo del profesor de avanzar con su clase sin per­
der el tiempo, de la irritación ante la falta de iniciativa o de seriedad por
parte de algunos alumnos, de una voluntad de no perder el hilo de su ex­
posición, de la sospecha que los alumnos intentan ganar tiempo y desviar­
le del camino, etc.
Para dominar los efectos perjudiciales de tales rutinas, un profesor debe
evidentemente admitirlas, concienciarse de sus actitudes y de sus formas de
reaccionar, comprender sus «razones» y tener ganas de cambiar. L a forma­
ción puede por lo menos ayudar a concienciarse, a expresar con palabras las
prácticas o a elucidar los móviles. A continuación, corresponde a cada uno
escoger si quiere caer de nuevo en sus rutinas o intentar modificarlas.
Trabajar sobre la persona del enseñante y su relación
con los demás sin convertirse en terapeuta
La propuesta que acabamos de evocar a propósito de las preguntas puede
afectar a las capas más profundas de la personalidad. La formación puede
chocar aquí con ambivalencias inmensas, con mecanismos de defensa tanto
más fuertes cuanto que el inconsciente práctico comunica, sin solución de
continuidad, con el inconsciente «freudiano». ¿Quién sabe si detrás de una
aparente torpeza didáctica en el tratamiento de las preguntas de los alumnos
170
DESM tOlUK U PtiílICA 1EFLEXIYA EN EL OFICIO DE ENSEftAt
no se esconde a veces una form a de miedo o de desprecio, de gusto por el
poder, a veces de sadismo y de negación del otro? Tales actitudes se arraigan
en las capas inconscientes de la personalidad y se manifiestan en otros con­
textos relaciónales. La principal herramienta de trabajo del enseñante es su
propia persona, es decir, su cultura y la relación que instaura con sus alum­
nos, individualmente y en grupo. A pesar de que la formación esté centrada
en los saberes, en la didáctica, en la evaluación, en la gestión de dase y en las
tecnologías, nunca debería hacer abstracción de la persona del enseñante.
Pero todavía hace falta que los formadores tengan las competencias requeri­
das para aventurarse con buen criterio en este registro. Si no disponen de
ellas, preferirán creer que con la mayoría de enseñantes se puede trabajar «radonalm ente» sobre problemas «estrictamente profesionales», consideran­
do que los que tienen «problemas personales» y necesitan una «ayuda
psicológica» no son competencia de los formadores.
Ante esta separación se puede objetar que en un oficio de lo humano,
la dimensión personal no se puede asimilar a una dimensión patológica,
incluso si cada uno tiene su parte de neurosis. La dimensión personal e in­
terpersonal muestra normalidad y no parece necesitar terapia alguna. Pero
ello no es una razón para negarla. Esta dimensión interviene especialmen­
te en la relación:
♦ Con el saber, el error y la ignorancia.
♦ Con el riesgo y la incertidumbre.
♦ Con el orden (y el desorden), lo imprevisto, la regla (y la desviación
de la regla).
♦ Con el tiempo, la planificación, su respeto y la improvisación.
♦ Con la ausencia o e l retraso de los otros, sus emociones y estados de
ánimo y sus expectativas.
♦ Con las diferencias entre las personas, la distancia intercultural o la
interpersonal.
♦ Con la escritura, la palabra, el silencio, la comunicación.
♦ Con el poder, la autoridad y la institución.
♦ Con el conflicto, la negociación y las relaciones de fuerza.
♦ Con los objetos y los procedimientos técnicos.
♦ Con el trabajo, el ju ego, la actividad y el tiem po de ocio.
♦ Con las jerarquías de excelencia, las clasificaciones y la evaluación.
♦ Con las desigualdades y las injusticias.
♦ Con el sufrimiento, la frustración y el placer.
Se podrían enumerar todavía otros componentes del habitus, produc­
to a la vez de la historia personal del enseñante, de la cultura de los grupos
de los que procede -fam ilia, región, clase social de origen - y de sus afiliar
ciones actuales. Estas diferentes «relaciones con » son disposiciones cons­
truidas, hechas de conocimientos, de valores, de normas, de actitudes, de
D ie z d e s a f ío s par a lo s fo r m a d o r e s d e e n s e ñ a n t e s
recuerdos, de intenciones y de gustos. Orientan con una cierta estabilidad
nuestras reacciones en las situaciones de la existencia. El habitus y la per­
sonalidad sostienen las dimensiones no reflexionadas de la acción, pero
también nuestro raciocinio, incluso si la conciencia de lo que las determi­
na permite al individuo liberarse de ellas, por lo menos en parte.
El análisis de las prácticas (Altet, 1996; Blanchard-Laville y Fablet,
1996) hace em erger estos aspectos del habitus y de la personalidad, tanto
como cualquier discurso. El form ador debería tener las competencias y la
identidad requeridas para no temerlos ni sentir la tentación de jugar a te­
rapeutas o juzgarlos, pero sí permitir y facilitar una conexión entre estos as­
pectos y los problemas profesionales.
Trabajar sobre lo silenciado y las contradicciones del oficio
y de la escuela sin decepcionar a todo el mundo
Ninguna organización ni ninguna práctica funcionan de form a totalmen­
te transparente en lo que respecta a las razones y las consecuencias de la
acción. El dibujante Reiser decía más o menos que; «Cuando uno ve lo que
ve y oye lo que oye, es imposible evitar pensar lo que uno piensa y hacer lo
que uno hace». Pero el actor social corriente no puede confesarlo y no se
arriesga a reconocer abiertamente que no siempre tiene los objetivos cla­
ros, que cambia a veces de táctica sin razón, que hace cosas que sería com­
pletamente incapaz de justificar seriamente, que no sabe todo lo que se
supone que sabe, que no prepara todas las clases con el cuidado que que­
rría, que siente indiferencia por los problemas que deberían afectarle,
que olvida informaciones básicas, que contraviene algunas reglas por el
placer de la comodidad, y que no aplica todos sus principios y a veces cierra
los ojos ante conductas que debería sancionar. ¿Cómo confesar que uno no
es totalmente serio, honesto, coherente, lúcido, riguroso, desinteresado y
profesional?
De entre todos aquellos que se encuentran bajo la misma insignia,
quien más quien menos pone en duda la conducta absolutamente irrepro­
chable que los demás hacen ver que siguen. Pero salvo en el caso de que
haya una fuerte complicidad, todos representan el papel de laprofesionalidad
intachable en su propio entorno.
En form ación, el reto no consiste en denunciar los fallos, despresti­
giar a los actores y sacar a relucir los trapos sucios. A l mismo tiem po que
se echan por tierra todos los mitos se evita hablar de una parte im por­
tante de los gestos profesionales.
Por ejem plo, es difícil hablar abiertamente de:
♦ El tiempo de trabajo, las ausencias, los retrasos, la importancia real
del trabajo de preparación.
Dtsmoiuut U
PKiC TIU «E flE X IW EH EL OFICIO DE EHSFÑHl
♦ Los momentos de improvisación, las clases no preparadas, las situa­
ciones didácticas que n o se dominan.
♦ Las evaluaciones apresuradas cuyo único objetivo es poner una nota
para obtener una media.
♦ Los alumnos que no gustan y de los que de buena gana nos desha­
ríamos.
♦ Las ocasiones en que se pierde la sangre fría, se grita y se imponen
castigos injustos.
♦ Las actividades en las que se flaquea y no se sabe más que los alumnos.
♦ Los momentos de pánico en los que uno se ve superado sin saber
qué hacer.
♦ Las fases depresivas en las que uno funciona al ralentí, «entre brumas».
♦ Los «trucos» no siempre confesables que se utilizan para mantener
el orden y conservar el poder.
♦ Las relaciones de seducción que se mantienen con algunos alumnos.
Si estos aspectos permanecen en el ámbito de lo silenciado (Perrenoud,
1996c), ¿cómo se podría hacer de ello objeto de formación? En primer
lugar, porque estos componentes inconfesables están, a pesar de todo, en
función de las representaciones y de las competencias del enseñante más
que de una falta de seriedad o de coherencia.
Partir de la práctica y de la experiencia sin limitarse a ellas,
para comparar, explicar y teorizar
Una formación que permanezca obligatoria o se contente de impartir sabe­
res «objetivos» sólo puede transformar la práctica de forma aleatoria. A veces,
puede suceder que algunas prescripciones se tomen en serio y que algunos sa­
beres tengan eco y cambien las conductas. Una formación de este tipo es
como una botella lanzada al mar, ya que no sabemos en absoluto a quién nos
dirigimos y, por lo tanto, cuál es su forma de razonar y lo que constituye para
él estar abierto al cambio: experiencias, preguntas, angustias, proyectos,
dudas, enfados, lamentaciones, revueltas, curiosidades...
Partir de la práctica no significa necesariamente conducir un semina­
rio de análisis de prácticas en el sentido canónico. Es sencillamente saber de
dóndepartimos, invitar a cada uno a verbalizar sus representaciones y sus for­
mas de hacer. Nos acercamos al razonamiento de la didáctica de las cien­
cias cuando ésta afirma que hay que partir de los conocimientos previos del
aprendiz, ya sean fundados o no, para construir nuevos saberes. También
tenemos en cuenta los trabajos sobre la transferencia de conocimientos,
que intentan elucidar las condiciones en las que los saberes pueden movi­
lizarse en nuevos contextos.
D ie z d e s a f ío s p a r a l o s e o r m a d o s e s d e e n s e n a n t e s
Pero para partir de la práctica hace falta tomarse el tiem po necesario
para escuchar los relatos, las justificaciones y los itinerarios. Esta irrupción
de lo «vivido» puede acarrear una fascinación, fenómenos de identifica­
ción y de proyección, o una «estupefacción narcisista» (Imbert, 1994),
puesto que el otro nos tiende siempre un espejo. El riesgo de quedar ma­
ravillado por los relatos de prácticas es tanto mayor cuanto que éstos se han
mantenido en silencio durante demasiado tiempo: la creación de un espa­
cio para la palabra derriba una barrera y en un prim er mom ento da lugar
a un flujo narrativo con fuertes tintes de emoción. Incluso en análisis de
prácticas, hay que salir de esta fascinación para introducir rupturas con el
sentido común y construir series de preguntas e interpretaciones que permi­
tan a cada uno ir más allá de su comprensión primera.
Si el form ador tiene que transmitir un contenido específico, todavía
tendrá más razones para no encerrarse en el relato de las prácticas y abre­
viar un intercambio que no desembocaría en ninguna construcción
nueva. El arte consiste en partir de la experiencia para salir de ella y ale­
jarse progresivamente del «m uro de las lamentaciones» o de la simpatía
recíproca para construir conceptos y saber a partir de situaciones y de
prácticas relacionadas.
Ayudar a construir competencias e impulsar la movilización
de los saberes
Actualmente, en el ámbito del trabajo y de la formación, se hace uso y abuso
de la palabra competencia, sin que por ello tenga un significado estable ni com­
partido por todos; hasta tal punto que a menudo se oponen inútilmente sa­
beres y competencias. Pero con L e Boterf (1994, 1997, 2000), podemos
concebir la competencia como una capacidad de movilizar todo tipo de re­
cursos cognitivos, entre los que se encuentran informaciones y saberes: saberes
personales y privados o saberes públicos y compartidos; saberes estableci­
dos, saberes profesionales, saberes de sentido común; saberes procedentes de
la experiencia, saberes procedentes de un intercambio o de compartir o sa­
beres adquiridos en form ación; saberes de acción, apenas form alizados
y saberes teóricos, basados en la investigación.
En todos estos casos, si el individuo no es capaz de invertir sus saberes de
la m ejor form a, de relacionarlos con las situaciones, de transponerlos y
de enriquecerlos, jamás le serán de gran ayuda para actuar. Esta moviliza­
ción debe hacerse a menudo ante la urgencia de una situación, ya que el
practicante no tiene tiempo de consultar un manual, y también en la incertidumbre, a falta de datos completos o completamente fiables (Perrenoud, 1996a). Un enseñante dispone raramente de una «teoría» bastante
completa y pertinente para actuar «con conocimiento de causa». Para de­
D e s a r r o ll a r la p r á c t ic a r e f l e x iv a f h e l o f ic io d e e n s e ñ a r
cidir en tiem po real, utiliza fragmentos de saber, si dispone de ellos en
su m em oria o los tiene a mano, y se aventura más allá, de form a im­
provisada o reflexionada, según los casos, sirviéndose de su razón y de
su intuición.
Una competencia no es un saber procedimental codificado que basta­
ría con aplicar al pie de la letra. Una competencia moviliza saberes decla­
rativos (que describen lo real), procedimentales (que prescriben la vía que
hay que seguir) y condicionales (que dicen en qué mom ento hay que em­
pezar una determinada acción).
Sin embargo, el ejercicio de una competencia es siempre más que una
sencilla aplicación de saberes; contiene una parte de razonamiento, de an­
ticipación, de juicio, de creación, de aproximación, de síntesis y de asun­
ción de riesgo. El ejercicio de la competencia pone en funcionamiento
nuestro habitus y sobre todo nuestros esquemas de percepción, de pensa­
miento y de movilización de los conocimientos y de las informaciones que
hemos memorizado.
La formación hace hincapié en el dom inio de los saberes y deja al azar
el aprendizaje de su transferencia y de su movilización. Desarrollar seria­
mente competencias representa mucho tiempo, pasa por otro compromi­
so didáctico y otra evaluación y exige situaciones de formación creativas,
complejas y diferentes a las sucesiones de cursos y de ejercicios. En otras
obras, hemos descrito lo que la escuela obligatoria tendría que asumir si
quisiera construir competencias de verdad (Perrenoud, 1997o; 20006). In­
cluso en form ación del profesorado, las competencias no siempre se en­
cuentran en el centro de los planes de formación. Se les niega lo que Gillet
(1987) denomina un «derecho de gerencia» sobre los conocimientos dis­
ciplinares. Entonces se deja para la práctica la integración de los saberes y
el ejercicio de su movilización, ya que los formadores sólo tienen tiempo
de transmitir, de form a condensada y a veces muy poco interactiva, los
saberes que consideran indispensables.
Cuando uno deja de ser enseñante y se convierte en form ador de ense­
ñantes, la construcción de competencias profesionales tendría que con­
vertirse en la verdadera apuesta. Un form ador de adultos no es un
enseñante que se dirige a adultos. Deja de pasar a toda velocidad las pági­
nas del texto del saber, crea situaciones en las que se aprende «a hacer ha­
ciendo lo que no se sabe hacer» (Meirieu, 1996) y a analizar su práctica y
los problemas profesionales detectados.
U n adulto puede aprender solo, probando, con la reflexión personal
y la lectura. En formación, no se trata de hacerle dependiente del form a­
dor sino de acelerar su proceso de autoformación a través de una práctica
reflexiva enmarcada, un conjunto teórico y conceptual y unas propuestas
más metódicas. Desarrollar las competencias es la esencia del oficio de forma­
dor que de alguna form a imita la figura del entrenador más que la d e un
«transmisor» de saberes o de modelos. El entrenador observa, llama la
atención, sugiere, perfecciona e ilustra a veces un movimiento dificil. Está
centrado en el aprendiz y su proceso de desarrollo y busca no tanto con­
trolarlo como estimularlo.
Los formadores de enseñantes están todavía lejos de adquirir esta pos­
tura y todavía más de poder adoptarla en la práctica. Esto es uno de los
principales retos de la form ación de formadores. Es una cuestión de iden­
tidad, tanto más viva cuanto que muchos formadores del profesorado eran
o siguen siendo enseñantes...
Combatir las resistencias al cambio y a la formación
sin menospreciarlas
Toda formación invita al cambio de representaciones e incluso de prácticas.
Por lo tanto, suscita muy a menudo resistencias, tanto más fuertes cuanto que
inciden en el núcleo duro de la identidad, de las creencias y de las compe­
tencias de los formados. Estas resistencias no son irracionales. Es importante
reconocerlas, hacerlas inteligibles, legítimas y pertinentes antes de combatir­
las y para superarlas mejor.
Los innovadores, los form adores, los entrenadores y los profesores
tienen en común la lamentable tendencia de «n o lograr com prender
por qué no les com prenden». L o que a m enudo les pasa es que n o ven
más allá de sus recuerdos más recientes y han olvidado los temores y los
obstáculos que tuvieron que superar para llegar a su actual nivel d e ofi­
cio. N o hay nada más desesperante que un form ador que te diga: «P ero
si es muy fácil; ¡fíjate cóm o lo hago y o !», cuando de hecho no hemos
com prendido cóm o lo ha hecho y, por lo tanto, nos resulta im posible
im itarlo. En ningún caso, un form ador puede esperar de sus aprendices
que en tan sólo unos días recorran el cam ino que él ha recorrido en
diez años.
Una vez se es consciente de la distancia que todavía debe recorrer el
aprendiz, base de toda didáctica, hay que añadir factores específicos en
form ación de adultos. Así es com o a los adultos no les gusta confesar que
no saben, especialmente cuando se les da a entender que deberían saber.
Además, les resulta difícil encontrar una relación adecuada con el forma­
dor. Algunos vuelven dócilmente al oficio de alumno, lo que ha llevado a
Beillerot (1977) a comparar un cursillo de formación con una «regresión
instituida» mientras que otros rechazan la asimetría presente en la situa­
ción y quieren estar de igual a igual con el form ador sin tener los medios.
Además, existe una cierta confusión entre la negociación del acuerdo y de
las modalidades de formación y la equivalencia de las funciones y de las
competencias.
D e s a r r o ll a r l a p r á c iic a r e f l e x iv a e h e l o f ie e d d e e h s e h a r
Trabajar sobre las dinámicas colectivas y las instituciones
sin olvidar a las personas
En un entorno de trabajo que controla sus veleidades de cambio, los ense­
ñantes no consiguen «cambiar solos» - o , m ejor dicho, n o se sienten auto­
rizados para hacerlo-. Paradójicamente, cuanto más eficaz es una
form ación más puede causar un conflicto a aquellos que la siguen con sus
colegas. Los conocimientos y las competencias adquiridas, sobre todo si in­
tentamos desplegarlas en una dase o en un centro, no gustarán a aquellos
que no las han adquirido. Las pruebas innovadoras provocarán sarcasmos
e incluso represalias.
Los profesores que siguen cursillos de formación intuyen estos pro­
blemas y, para evitarlos, se cierran a las innovaciones o las consideran como
simples informaciones que no afectan a la práctica personal. Así, sabrán,
por ejemplo, lo que es una evaluación formativa, pero no contemplarán en
lo más m ínimo su aplicación. D e esta form a saldrán ganando por partida
doble: estarán al día de las novedades y además protegidos de los reproches
de los colegas.
En algunos casos, los modelos didácticos o pedagógicos descubiertos
en formación son sencillamente imposibles de poner en funcionamiento
fuera de un equipo o de una red de cooperación. U no solo es incapaz de
organizar nuevas segmentaciones, guiar las actividades del centro, crear ci­
clos de aprendizaje plurianuales, aplicar dispositivos de individualización o
negociar las reglas de la vida común válidas para toda la escuela. El des­
arrollo de las nuevas tecnologías, el nuevo concepto de la enseñanza, las
propuestas de proyectos y la educación para formar ciudadanos también
pasan cada vez más por acciones colectivas.
La solución no está fuera del alcance: basta con que las acciones de
form ación se dirijan a grupos, equipos y centros enteros. Incluso hoy ha­
blamos - a veces con cierta precipitación- de «competencias colectivas».
Esta preocupación da fe de por lo menos una sensibilidad ante el tema
de la orquestación de los habitus y de la sinergia de las prácticas y las
competencias individuales. El tema de la organización que aprende está
en boga. Más allá de los efectos de la moda, la expresión destaca la inci­
dencia real de las interdependencias y de los efectos sistémicos sobre las
formaciones. ¿Acaso basta con transportar la formación al centro y reunir
a todos los interesados para resolver este problema? Por lo menos hay cua­
tro obstáculos que se interponen en el camino:
1.
Todos los miembros del cuerpo docente de un centro tienen que
llegar a la decisión de comprometerse en una formación común.
La referencia al proyecto educativo de centro puede ayudar si re­
almente es el de todos. La insistencia del director puede llevar a
los enseñantes a incorporarse, pero entonces sucede que a menudo
se sienten obligados y vienen sin un verdadero deseo de formarse.
Un liderazgo informal puede tener los mismos efectos: embarcar
a todo el mundo sin que la necesidad se sienta de igual form a ni
los riesgos se asuman en la misma medida. Incluso en el seno de
un equipo pedagógico restringido, un proyecto de formación
común no resulta fácil de crear y concluir.
2.
El form ador se encuentra en presencia de un entorno de trabajo
estructurado, con sus conflictos, sus zonas oscuras, sus cuestiones
silenciadas, las disputas que afloran, las propuestas que a duras
penas consiguen esconder reivindicaciones dirigidas a la dirección
y las relaciones de fuerza entre disciplinas, departamentos u otras
divisiones. El form ador no está necesariamente preparado para
este trabajo y puede ser capturado, tomado com o rehén y utiliza­
do contra su voluntad por el sistema de acción.
3.
Formar como centro sin tener en cuenta la situación y las prácticas
en vigor sería absurdo. Por lo tanto, el form ador tiene que acep­
tar entrar en la intimidad de las personas a quienes forma; entonces,
se convierte en el depositario de secretos y actúa sobre los ambien­
tes, las dinámicas relaciónales y las apuestas internas, pero sin que ne­
cesariamente sea de su agrado ni tenga las competencias para ello.
4.
El método de formación cambia de naturaleza. Incluso cuando se
trata en su origen de centrarse en contenidos, puede evolucionar
hacia una intervención, un seguimiento del proyecto, una audito­
ría severa y a veces una supervisión o una meditación.
Este desplazamiento de la formación hacia los centros, los riesgos deri­
vados y las nuevas competencias que exigen a los formadores mucho más que
su propia especialización, requieren cambios de identidad en los que nos es
imposible entrar en profundidad en la presente obra. N o obstante, entende­
mos fácilmente que la intervención en el centro afecta prioritariamente a las
propuestas menos tecnológicas y a las menos didácticas, las que se centran en
el grupo, la relación, la comunicación y la cooperación profesionales. Ello se
debe posiblemente a que a los formadores implicados les gusta más y dispo­
nen de los medios para verse proyectados en la vida de un centro sin perder
su identidad ni encontrarse rápidamente en los límites de su especialización.
Articular enfoques transversales y didácticos y mantener
una mirada sistémica
En primaria, los profesores son polivalentes: gestionan totalmente una clase
con todas las disciplinas. Incluso en secundaria, donde los profesores están
especializados, gestionan mucho más que una disciplina, ya que se ven con­
178
D ES M ÍO IU I i * P lftlIM RtflEXIVA EH El OFICIO DE ENSERAR
frontados a problemas no directamente relacionados con su disciplina. Sólo
alguien que trabajara en el centro más apartado y tranquilo de la región po­
dría tal vez desinteresarse por las condiciones elementales de la relación
pedagógica, de todo lo que tiene una fuerte influencia en los saberes y en
la relación con los saberes: la dinámica de la clase, el mantenimiento del
orden, la heterogeneidad del público, el clima del centro, etc.
Los formadores que trabajan en el marco de una disciplina o de mía tec­
nología pueden sentir la tentación de desatender estos aspectos transversales
y sistémicos, para centrarse en su ámbito de especialización. Es comprensible
que los formadores se especialicen, pero ello no debería conducirles a divi­
dir en compartimentos la práctica pedagógica para calcarla en la división de
las materias de especialización. Sólo se pueden formar profesionales tenien­
do en cuenta el carácter sistémico de su tarea y de su entorno.
Sin embargo, muchos formadores se prohíben sistemáticamente exce­
der su campo de especialización. Esto, que aparentemente es una virtud,
esconde a veces un m iedo a exponerse y puede constituir una form a de re­
nuncia, sobre todo cuando el form ador sabe positivamente que ningún
otro colega competente podrá relevarlo a su debido tiempo. En el ámbito
de la medicina, los especialistas form an una red. Cuando uno llega a los lí­
mites de su competencia, envía a sus pacientes a un colega que sigue el tra­
bajo. N o existe nada parecido en la form ación del profesorado. Pero si
damos la palabra a los enseñantes, aparecen numerosos problemas profe­
sionales de dimensión sistémica. Demasiado a menudo el form ador sólo
acepta a aquellos enseñantes que son de su estricta competencia y renun­
cia a tratar a los demás. En el m ejor de los casos, reconoce que existen, que
son importantes y desea a los enseñantes que encuentren un interlocutor
competente para el tratamiento...
¿Acaso existen soluciones? Tal vez, pero ninguna milagrosa. N o obs­
tante podemos abrir tres pistas:
♦ Intervenciones en tándem, por ejemplo, un especialista en didáctica
y otro en las propuestas transversales; ésta es la fórmula adoptada,
por ejemplo, en el grupo de referencia del IU FM (Instituto U ni­
versitario para la Formación de Maestros) de la región del Loira
(Altet, 1998).
♦ Una formación común de los formadores e intercambios regulares
de tal forma que cada uno se apropie progresivamente de una parte de
las competencias de sus colegas.
♦ La constitución de verdaderas redes y circuitos en el seno de los or­
ganismos de formación continua y la construcción de unidades de
integración en formación inicial.
Deberíamos añadir a estos enfoques un trabajo epistemológico relacio­
nado con el conjunto de las ciencias de la educación: si admitimos que los
D ie z d e s a f ío s p a s a l o s e o im a d o b e s d e en s e ñ a n t e s
enfoques didácticos, así como los enfoques transversales (evaluación, ges­
tión de clase, diferenciación, interculturalidad y violencia, por ejem plo),
son 7rdradas convergentes en la misma realidad, compleja y sistémica, pode­
mos esperar un debilitamiento progresivo de la división en compartimen­
tos y de los desconocimientos mutuos. Los enfoques «transversales» que
trabajan en la regulación de los procesos de aprendizaje, en la relación con
el saber, en las situaciones-problemas o en la evolución del proyecto edu­
cativo, están a menudo muy próximos a los didácticos, con la diferencia de
que no se encierran en ninguna disciplina e intentan extraer mecanismos
comunes. Inversamente, los especialistas en didáctica que integran la cul­
tura, el sentido de los saberes, la relación con el poder, las relaciones in­
tersubjetivas, las prácticas sociales o la problemática de la transferencia en
su campo de análisis, se encuentran a menudo con la articulación de lo
transversal y de lo disciplinario. Si, lejos de ser territorios separados, los ob­
jetos de saber son miradas construidas sobre las mismas realidades, sería
extraño que pudiéramos mantenerlos completamente disociados cuando
la imbricación de los fenómenos exige su movilización conjunta...
Complejidad y postura reflexiva
Los diez desafíos analizados no afectan a los contenidos de las formaciones
ofrecidas a los enseñantes. Todos ellos conducen a los dispositivos deforma­
ción y a las prácticas que allí se llevan a cabo. Nadie puede retirarse y confi­
narse en un campo de alta especialización. Se trata, de alguna forma, de
asumir la complejidad del oficio, es decir, renunciar a un dom inio total, a
tur dom inio construido definitivamente, a un dom inio fundado en saberes
sin fallo alguno.
Para desarrollar una actitud reflexiva en los enseñantes no basta con
que los formadores la adopten «intuitivamente» para su propio trabajo
(véase cuadro 3 en la página siguiente). Es imprescindible que conecten
esta intuición con un análisis del oficio de enseñante, de los retos de profesionalización y de la función de la form ación inicial y permanente en la
evolución del sistema educativo.
Tam bién es im portante que los form adores del profesorado cons­
truyan una identidad de form adores. N os basaremos en el libro de
Braun (1989) para un análisis en profundidad de las diferencias entre
identidad de enseñante e identidad de form ador. El cuadro propuesto
aquí sólo es una herram ienta de referencia de polos bien contrastados.
Existen enseñantes que en varios puntos trabajan com o form adores. A
su vez, encontram os form adores de adultos que funcionan siempre
com o enseñantes. A los seres de carne y hueso difícilm ente se les
puede encasillar. Por lo tanto, n o se trata de op on er a dos poblaciones
D ES M O LIA S LA PRACTICA REFLEXIVA EH EL OFICIO DE ENSEÑAR
Cuadro 3
D if e r e n c ia s e n t r e u n e n s e ñ a n t e y u n f o r m a d ó r
Partir de un programa.
Partir de las necesidades, de las prácti­
cas y de los problemas detectados.
Marcos y propuestas impuestos.
!
Contenido normalizado.
Marcos y propuestas negociados.
,
....... .
—
Contenido individualizado.
(
Focalización en los saberes que hay
,Focalización en los procesos de apren­
que transmitir y su organización en un dizaje y su regulación.
programa coherente.
i_-------_■---------------------Evaluación acumulativa.
Evaluación formativa,
¡_________ .
-
Personas entre paréntesis.
[Personas en el centro.
Aprendizaje = asimilación de conoci­
mientos.
Aprendizaje = transformación de la
persona.
Prioridad de los conocimientos.
Prioridad de las competencias.
Planificación intensa.
Navegación sobre la marcha.
Grupo = obstáculo.
Grupo = recurso.
Ficción de homogeneidad al principio. |Balance de competencias a! principio.
Se dirige a un alumno.
Se dirige a un individuo «en forma­
ción».
Trabajo según flujos impulsados por el
propio programa.
Trabajo según flujos establecidos en
función del tiempo que falta para lle­
gar al objetivo.
Postura de sabio que comparte su
saber.
Postura de entrenador que colabora in­
tensamente en la autoformación.
sino de proponer una tabla que ayude a cada uno a situarse y a arrojar
luz a su proyecto.
A fin de cuentas, sea cual sea su público, podemos desear que todos
los profesores se conviertan también en formadores, tanto si se dirigen a
jóvenes como a mayores. Luchar contra la exclusión, el fracaso escolar, la
violencia, desarrollar el espíritu ciudadano, la autonomía y una relación
D ie z DESAFIOS M U IOS fOAMADODES DE ENSEÑANTES
crítica con el saber: todo ello exige profesores de escuela o de instituto que
se conviertan en formadores. Ésta es seguramente la razón fundamental de
privilegiar la postura reflexiva. Thn sólo ella garantiza, durante un largo pe­
ríodo, una regulación en función del objetivo más que del program a y
de las reglas que hay que respetar para ser irreprochable desde el punto de
vista de la institución.
Cuando se produzca esta mutación, los profesores convertidos en for­
madores de niños o de adolescentes no tendrán ningún inconveniente en
transponer a sus colegas lo que han puesto en práctica en su clase. A la es­
pera de ello, es útil distinguir posturas e invitar a los formadores de ense­
ñantes a desplazarse hacia la columna de la derecha de la tabla
considerando que este desplazamiento no se produce solo, sino que úni­
camente funciona a partir de una concienciación y que pasa por un cam­
bio de identidad, por otro proyecto y por nuevas competencias y
representaciones.
Los enseñantes que se conviertan en formadores seguirán este camino
tanto más a gusto cuanto que hablen entre ellos, trabajen juntos y rein­
venten colectivamente la formación a partir de los límites de sus prácticas
personales, en lugar de perseguir un m odelo. Moyne (1998) da cuenta de
un itinerario de formadores constituidos en grupo de análisis de la prácti­
ca. Este trabajo reflexivo, individual o colectivo no exime de las lecturas en
el ámbito de la formación de adultos, en la empresa o en otros sectores de
la función pública... Pero lo esencial no procede del método.
181
9
Práctica reflexiva e implicación crítica5
Las sociedades se transforman, se hacen y se deshacen. Las tecnologías mo­
difican el trabajo, la comunicación, la vida cotidiana e incluso el pensamien­
to. Las desigualdades cambian, se hacen más profundas o se reinventan en
nuevos ámbitos. Los actores proceden de ámbitos sociales múltiples; la m o­
dernidad ya no permite a nadie protegerse de las contradicciones del mundo.
Y, de todo ello, ¿qué lección podemos aprender para la Formación del
profesorado? Sin duda, es necesario intensificar su preparación para una
práctica reflexiva, para la innovación y la cooperación. Tal vez lo importan­
te sea favorecer una relación menos temerosa y menos individual con la so­
ciedad. Los enseñantes, si no son intelectuales de pleno derecho, sí son por
lo menos mediadores e intérpretes activos de culturas, de valores y del saber
en proceso de transformación. Tanto si los consideramos depositarios de la
tradición o adivinos del futuro, no pueden jugar esos roles en solitario.
En la presente obra, consideramos la práctica reflexiva y la implica­
ción crítica com o orientaciones prioritarias de la form ación del.profesora­
do. Pero antes de desarrollar esta doble tesis, planteémonos la cuestión de
si las transformaciones de la sociedad provocan automáticamente la evolu­
ción de la escuela y, por lo tanto, de la form ación de sus profesionales.
¿Es posible que la escuela perpianezca inmóvil
en contextos sociales en transformación?
El sentido común nos hace pensar que si la sociedad cambia, la escuela no
puede evitar evolucionar con ésta, anticiparse e incluso inspirar las transfor­
maciones culturales. N o obstante, si así fuera, olvidaríamos que el sistema
educativo dispone de una autonomía relativa (Bourdieu y Passeron, 1970) y
que la forma escolar (Vincent, 1994) se ha creado en parte para proteger a
maestros y alumnos de la fuerza desatada del mundo.
Sin duda, los enseñantes, los alumnos y sus padres form an parte del
mundo laboral y, claro está, de la sociedad civil. D e tal form a que, a través
5. Este capítulo se basa en los aspectos esenciales de un artículo aparecido en portugués:
«Form ar professores em contextos sociais era mudanza. Plática reflexiva e participafáo críti­
ca». Revista brasileira de Educacao, 12,1999, pp. 5-21.
D r j p í o i u í i i n í c n c i h e f i e x i m eh e l o f ic io d e e n s e b a r
de ellos, según la fórmula de M ollo (1970), la sociedad está en la escuela, así
como la escuela está en la sociedad. Sin embargo, sería imposible para la
escuela cumplir con su misión si adoptara nuevos objetivos con cada cam­
bio de gobierno y temblaran sus cimientos cada vez que la sociedad estu­
viera acechada por una crisis o por graves conflictos. Es importante que la
escuela sea en parte un oasis, que continúe funcionando en las circuns­
tancias más inestables, incluso en caso de guerra o de crisis económica
grave. Pero si bien no puede ser exactamente un santuario, sí permanece
como un lugar en el que se reconoce el estatus de «protección». Cuando
la violencia urbana o la represión policial irrumpen en las escuelas, surge
un sentimiento de desasosiego.
La escuela no tiene vocación de ser el instrumento de una facción ni si­
quiera de los partidos en el poder. Pertenece a todos. Incluso los regímenes to­
talitarios intentan preservar esta apariencia de neutralidad y de paz.
Corresponde al sistema educativo encontrar un justo equilibrio entre una aper­
tura destructiva a los conflictos y a las convulsiones de la sociedad y una cerra­
zón mortífera que crearía un abismo entre ella y el resto de la vida colectiva.
Existe otro factor que interviene: a pesar de las nuevas tecnologías, de
la modernización de los currículos y de la renovación de las ideas pedagó­
gicas, el trabajo de los enseñantes evoluciona lentamente, porque depende
en menor medida del progreso técnico, porque la relación educativa obe­
dece a una trama bastante estable y porque sus condiciones de trabajo y su
cultura profesional acomodan a los enseñantes en sus rutinas. Por este mo­
tivo, la evolución de los problemas y de los contextos sociales no se tradu­
ce ipso jacto en una evolución de las prácticas pedagógicas.
Un observador que resucitara después de un siglo de hibernación
vería la ciudad, la industria, los transportes, la alimentación, la agricultura,
las comunicaciones de masas, las costumbres, la medicina y las actividades
domésticas considerablemente cambiadas. Pero al entrar en una escuela
cualquiera, se encontraría con un aula, una pizarra negra, un profesor o
un maestro dirigiéndose a un grupo de alumnos. Claro está que el profe­
sor ya no iría con levita, el maestro de escuela no vestiría una bata y tam­
poco los alumnos irían uniformados. Tal vez le sorprendería no ver al
profesor en lo alto de su cátedra y los alumnos le parecerían más bien im­
pertinentes. Luego, una vez encajada la sorpresa, detectaría tal vez los ras­
gos de una pedagogía más interactiva y constructivista y una relación algo
más cercana o igualitaria que en su época. Pero lo que sí es seguro es que
en ningún momento dudaría de que se encuentra en una escuela.
Puede que hubiera un ordenador en la clase conectado a Internet, pero
el visitante observaría que se utiliza para proponer ejercicios en la pantalla y
para preparar ponencias «navegando» por la red. El triángulo didáctico se­
guiría inmutable y los saberes establecidos apenas se habrían modernizado,
con excepción de la matemática de conjuntos y la nueva gramática.
P r a c t ic a r e f l e x i v a e i m p l i c a c i ó n c r it ic a
La escuela existe tanto en sociedades agrarias como en las grandes raegalópolis, en regímenes totalitarios como en la democracia, en los barrios
ricos como en los barrios de chabolas y, a pesar de las desigualdades en los
recursos, en los maestros más o menos formados, y en los alumnos más o
menos cooperantes, los parecidos saltan a la vista.
Y ¿por qué entonces debería formarse a los enseñantes de form a dis­
tinta si su trabajo parece casi inmutable? ¿Acaso cambia el oficio de sacer­
dote con el devenir de los cambios en la sociedad? Las matemáticas, la
lengua, las otras disciplinas, los apuntes, los deberes y los castigos sobrevi­
ven a todos los regímenes y superan todas las crisis. ¿No sería tal vez sufi­
ciente form ar a enseñantes que sepan algo más que sus alumnos y den
prueba de un m ínim o m étodo para transmitir sus conocimientos? Sin des­
cartar cualquier transformación curricular o tecnológica, ¿por qué diablos
deberíamos cambiar de paradigma? El que tenemos ahora nos sirve para
escolarizar a las masas sin tener que pagar unos profesores demasiado
caros. ¿Acaso no está bien así?
Pero, entonces, el hecho de que muchos jóvenes salgan de la escuela
primaria con un nivel de instrucción mediocre, cuando no rayan el anal­
fabetismo, ¿representa acaso motivo de desasosiego para alguien entre las
clases pudientes? Con la ignorancia de los demás pasa com o con el ham­
bre en el mundo: quien más quien menos se lamenta de esta plaga bíblica
y lu ego... vuelve a lo suyo. La «miseria del m undo» (Bourdieu, 1993) no
im pide al planeta seguir girando y tan sólo hace sufrir a cuatro sensibleros
y a las víctimas directas de la desgracia. Algunos de nuestros coetáneos
piensan, a pesar de no atreverse a decirlo en voz alta, que si todo el mundo
tuviera estudios, ¿quién barrería entonces las calles? Otros son del parecer
de que no tiene sentido dar a todo el mundo estudios de alto nivel cuando
la mayoría de los trabajos disponibles no los exigen.
Nuestra intención no es ser cínicos. L o que queremos es demostrar
que no todo el mundo comparte la voluntad de cambiar la escuela para
adaptarla a los contextos sociales en transformación o para democratizar el
acceso al saber y que, a menudo, esta frágil voluntad se limita a discursos
de buena fe pero anclados en el inmovilismo.
H oy en día, está incluso bien visto preocuparse por la eficacia, la efi­
ciencia y la calidad de la educación escolar. Pero no nos engañemos: la
apuesta consiste en mantener lo conseguido gastando menos, ya que los es­
tados ya no tienen los medios para desarrollar la educación como en la
época del crecimiento económico. «H acerlo mejor con menos», éste pare­
ce ser el lema de los gobiernos desde hace algunos años.
Y ¿quiénes son los que desean absolutamente que el sistema educativo
cumpla con sus promesas para todos? Cuando la sociedad se preocupa re­
almente por elevar el nivel cultural de las generaciones es, en general, para
responder a la demanda de educación escolar de los padres de clase media.
18 5
DESARROLLAR l i PJÜ U ICA REFLEXIVA EN E l OFICIO DE «S E Ñ A R
Una vez han conseguido lo que quieren, es decir, el acceso al escalafón que
permite a sus hijos plantearse los estudios superiores, puede parecer que la
escuela ha cumplido ya con su misión. La democratización de los estudios
ha llegado hoy a un ámbito que, en muchos países, sitúa a las clases medias
entre los que disfrutan de ventajas en la sociedad. Los desfavorecidos son
menos pero todavía están más desprotegidos que antes. Su capacidad de in­
fluencia en la sociedad tiene una fuerza limitada, no sólo porque sean
inmigrantes sin derechos políticos, sino en general porque su pobreza y su
bajo nivel de instrucción no Ies brindan muchas oportunidades para hacer
oír su voz y ni siquiera para comprender los mecanismos que producen el
fracaso escolar de sus hijos e hijas. El colm o de la alienación, como todos
sabemos, es sentirse el único responsable de la propia condición desafor­
tunada, verla como la consecuencia «lógica» y, por lo tanto, «justa» de la pro­
pia incapacidad de tener éxito.
N o hay muchas fuerzas sociales importantes que exijan una escuela
más eficaz. Paradójicam ente, quienes consideran los riesgos de una es­
cuela inmóvil y parcialmente ineficaz son algunos gobiernos y los ámbitos
económicos con visión de futuro. Pueden contar con el apoyo activo de
algunas organizaciones internacionales, los movimientos pedagógicos, la
investigación en educación y aquellas «fuerzas de izquierdas» menos atra­
padas en el conservadurismo sindical.
Por lo tanto, no es cierto que el contexto variable de la escuela pro­
duzca cambios automáticos. Esta variabilidad tiene que leerse y descodifi­
carse para incitar a la escuela al cambio. Ahora bien, los enseñantes y los
padres y madres que se aferran al statu quo n o tienen ningún interés en
darle esta interpretación. Por otras razones, todos aquellos que piensan
que la escuela es demasiado cara y que los impuestos son una carga dema­
siado pesada se encuentran entre las filas de los conservadores. Las fuerzas
que quieren adaptar la escuela a la evolución de la sociedad son, por lo
tanto, poco numerosas y constituyen una alianza inestable. En otras pala­
bras, la idea de que la escuela tiene que form ar al mayor número posible
de personas teniendo en cuenta la evolución de la sociedad no se cuestio­
na abiertamente, pero tan sólo es un principio m otor para aquellos que se
la toman realmente en serio y la convierten en una prioridad.
Entonces, sería absurdo confiar en la evidencia de que, puesto que la so­
ciedad cambia, la escuela pondrá todo de su parte para seguir o incluso para
anticiparse a estos cambios. Seguramente, la evolución demográfica, econó­
mica, política y cultural transforma al público escolar y a las condiciones de
la escolarización y acaba por obligara, la escuela a cambiar. Entonces, se adap­
ta, pero lo más tarde posible y con una actitud defensiva. Ante la ausencia de
una adhesión masiva de los miembros de la escuela a una política de educa­
ción innovadora y con visión de futuro, el cambio social se presenta como
una imposición a la que hay que dar la espalda mientras sea posible.
Los numerosos actores y grupos sociales que no tienen en considera­
ción ninguna nueva ambición para la escuela y que, eñ principio, n o tie­
nen la impresión de que ésta no cumpla con su cometido tradicional,
tampoco tienen ninguna razón para querer que se form e mejor, se consi­
dere m ejor y se pague m ejor a los enseñantes.
De hecho, incluso aquellos que están convencidos de que la escuela
tiene que adaptarse a la «vida m oderna» y «ser más eficaz» no están dis­
puestos a elevar el nivel de form ación y de profesionalización de los ense­
ñantes. Hablan de nuevas expectativas para el sistema educativo, pero
rechazan en todo m om ento que este hecho suponga gastar ni un solo cén­
timo más. Su ambivalencia se basa en un doble fundamento:
♦ Saben que no se puede form ar a enseñantes con un nivel más alto
y darles más responsabilidades sin pagarles mejor; y es que los por­
tavoces de la econom ía sueñan siempre con una eficacia mayor sin
necesidad de nuevos recursos.
♦ Tem en que los enseñantes formados en la práctica reflexiva, con la
implicación crítica y la cooperación, se conviertan en contestatarios
en potencia o, por lo menos, en interlocutores algo incómodos.
Para los idealistas, el progreso de la escuela es inseparable de una
mayor profesionalización de los enseñantes. Pero tenemos que rendirnos
ante la evidencia de que este paradigma y sus corolarios en términos de es­
tatus, ingresos, nivel de formación, postura reflexiva, empotoerment, movili­
zación colectiva, gestión de centros y pensamiento crítico, está lejos de ser
un pensamiento unánime, incluso entre aquellos a quienes el statu quo no
satisface.
También tenemos que ser lo bastante lúcidos como para saber que
este paradigma (profesionalización, práctica reflexiva e implicación críti­
ca) no corresponde a:
♦ La identidad o el ideal de la mayor parte de los enseñantes en activo.
♦ N i tampoco al proyecto o a la vocación de la mayoría de aquellos
que se orientan hacia la enseñanza.
Sin duda, nadie es indiferente a los beneficios simbólicos y materiales
de una mayor profesionalización ni tampoco ningún enseñante se opone a
reivindicar más autonomía con la condición de que no tenga que pagar un
precio por ello: más responsabilidades, más cooperación, más transparen­
cia y seguramente más trabajo...
Pero ello no es razón para renunciar al paradigma de la enseñanza
reflexiva. Incluso si las posibilidades de que se lleve a cabo íntegramente
son pocas a corto, o incluso a m edio, plazo, puede contribuir a orien ­
tar las reformas de la form ación inicial y continua en el sentido de pre­
parar el futuro.
DESARROLLAS LA PR ÍtE IC A REFLEXIVA EN EL OFICIO DE ENSENAR
Este paradigma puede parecer todavía menos realista en los países
donde incluso no tienen los recursos suficientes para contratar o formar
adecuadamente a enseñantes simplemente calificados. Es cierto que los de­
bates internacionales se centran en modelos que corresponden más bien a
los países industrializados. Pero nos equivocaríamos si creyéramos que el
desarrollo económico asegura la profesionalización; los principales países
del mundo juegan con esta idea, pero los progresos son muy lentos. U no de
los inconvenientes de las sociedades desarrolladas es que están hiperescolarizadas. El sistema educativo es una inmensa burocracia y una parte del cuer­
po enseñante se ha instalado en una visión bastante conservadora del oficio.
Paradójicamente, es posible que los países que tienen que formar a un
gran número de nuevos enseñantes, por razones demográficas o para lle­
var a cabo la escolarización en masa, cuenten con más posibilidades de
rom per con las tradiciones y consigan incluir de entrada la profesionaliza­
ción en la concepción de base del oficio de enseñante. Los desafíos a los
que se enfrentan los países en vías de desarrollo reclaman una form a de
práctica reflexiva y de implicación crítica, mientras que los países más desa­
rrollados parecen no esperar gran cosa de sus enseñantes aparte de que
den clase. Sin embargo, tampoco podemos soñar; la profesionalización, la
práctica reflexiva y la implicación crítica van más allá del saber profesional
de base, pero, a su vez, lo dan por adquirido. Si los países en transforma­
ción están a punto de movilizar a sus enseñantes en la aventura del desa­
rrollo, no siempre disponen de los medios para form arlos...
Pero está claro que ninguna idea mágica va a resolver este problema. Si
un país no tiene los medios para formar a todos sus maestros, puede pare­
cer surrealista defender una práctica reflexiva. Ahora bien, ello es mucho
menos absurdo de lo que parece y, a continuación veremos por qué.
En primer lugar, las competencias de base
Cualquier persona que se vea proyectada en una situación difícil y no dis­
ponga de formación desarrolla una postura reflexiva por necesidad. Los
enseñantes cuyas competencias disciplinares, didácücas y transversales son
insuficientes sufren diariamente ante la posibilidad de perder el dominio
de su clase e intentan entonces desarrollar estrategias más eficaces, y
aprender de la experiencia.
Pero ¡qué derroche de energía! Efectivamente, porque:
♦ Por una parte, descubren con intentos y fracasos, no sin sufrimien­
to, conocimientos elementales que habrían podido construir en su
formación profesional; por ejemplo, que los niños no son adultos,
que son algo completamente distinto, que necesitan confianza y que
construyen ellos mismos sus saberes.
P íí.O IC A REFLEXIVA £ IMPLICACIÓN CRÍTICA
♦ Y por la otra, para sobrevivir, desarrollan prácticas defensivas que a
falta de enseñar, les perm iten por lo menos m antener el control
de la situación; así, de entrada, algunos se cierran, durante
mucho tiempo, en los métodos activos y en el diálogo con otros
profesionales.
Por lo tanto, hay que enclavar la práctica reflexiva en una base mínima
de competencias profesionales. ¿Qué competencias? En otra obra, hemos in­
tentado describir diez grupos de competencias nuevas ligadas a las trans­
formaciones del oficio de enseñante:
1. Organizar y animar situaciones de aprendizaje;
2. Gestionar la progresión de los aprendizajes;
3. Concebir y promover la evolución de dispositivos de diferenciación;
4. Implicar a los alumnos en sus aprendizajes y su trabajo;
5. Trabajar en equipo;
6. Participar en la gestión de la escuela;
7. Informar e implicar a los padres;
8. Utilizar nuevas tecnologías;
9. Afrontar los deberes y los dilemas éticos de la profesión;
10. Gestionar la propia formación continua. (Perrenoud, 1999a)
Podríamos discutir eternamente este listado, así com o cualquier otro,
pero lo importante es lo siguiente:
1.
Que exista un sistema de referencias que suscite un amplio con­
senso, al final de un verdadero debate, y se convierta en una ver­
dadera herram ienta de trabajo para los estudiantes, los
form adores y otros miembros del sector (dirección y profesora­
do asociado).
2.
Que tenga en cuenta las competencias y trate los conocimientos, ya
sean disciplinarios, profesionales o que procedan de las ciencias
humanas, como recursos al servicio de estas competencias más que
como fines en sí mismos.
3.
Que las competencias profesionales se sitúen claramente más allá
del dom inio académico de los saberes que hay que enseñar y que
tengan en cuenta su transposición didáctica en clase, la organiza­
ción del trabajo de apropiación, la planificación, la evaluación y la
diferenciación de la enseñanza.
4.
Que se dé un trato justo a las dimensiones transversales del oficio
más allá de algunas horas de «formación troncal», de «pedagogía
general» o de sensibilización sobre los aspectos relaciónales; que
los componentes transversales sean objeto de aportaciones teóri­
cas y de profundización en períodos de prácticas, en la misma ca­
tegoría que las didácticas de las disciplinas.
DESARROLLA* LA F liC T K A REFLEXIVA EN El OFICIO DE ENSEÑAR
5.
Que la form ación y las competencias de base tengan en cuenta
toda la realidad del oficio, en su diversidad, a partir de un análisis
riguroso de la práctica sin olvidar lo que jamás se dice claramente
pero que se tiene muy en cuenta en la vida cotidiana de los profe­
sores y de los alumnos: el desasosiego, el miedo, la seducción, el
6.
desorden, el poder, etc. (Perrenoud, 1996c).
Que el conjunto de competencias de base vaya por delante del es­
tado de la práctica; es importante no convertir a los nuevos ense­
ñantes en pobres kamikazes condenados a sufrir las maldades o el
ostracismo de los enseñantes que ya tienen su plaza, se les faciliten
los medios para explorar las nuevas vías abiertas por la investiga­
7.
ción en educación o en el marco de la form ación continua.
Que estas competencias sean susceptibles de ser desarrolladas
desde la form ación inicial, gracias a una verdadera estrategia de al­
ternancia y de articulación teórico-práctica, pero que también
guíen el desarrollo profesional, ya sea en el seno de los centros o
en el marco de la formación continua.
8.
Que el conjunto de competencias de base sea una herramienta lo
bastante clara com o para sostener la concepción y la gestión de los
planes y de los dispositivos de form ación tanto como la evaluación
de las competencias efectivas de los estudiantes o de los enseñan­
9.
tes situados.
Que la dimensión reflexiva se incluya de entrada en la concepción
de las competencias; que se renuncie a las prescripciones cerradas
o a las fórmulas, para proponer en cambio conocimientos especia­
lizados sobre los procesos de enseñanza-aprendizaje, herramientas
de inteligibilidad de las situaciones educativas complejas y un pe­
queño número de principios que orienten la acción pedagógica
(constructivismo, interaccionismo, atención sobre el sentido de los
saberes, negociación y regulación del contrato didáctico, etc.).
10. Que la implicación crítica y el planteamiento sobre aspectos de ética
se lleven a cabo constantemente y en paralelo, a partir de las mismas
situaciones y desarrollando un juicio profesional siempre situado en
la confluencia de la inteligencia de las situaciones y de la inquietud
del otro e incluso de la solicitud de la que habla Meirieu.
Con estas últimas tesis vemos todavía más claro que la práctica reflexi­
va y la implicación crítica no pueden presentarse como simples piezas que
encajan ni tampoco como diferentes niveles añadidos al edificio de las
competencias. A l contrario, se trata de hilos conductores del conjunto de la
formación, de posturas que deberían adoptar, considerar y desarrollar el
conjunto de los formadores y de las unidades de formadón según modalidades
múltiples.
P r á c t ic a r e f l e x i v a e i m p l i c a c i ó n CRITICA
Nuestra intención en la presente obra no estriba en desarrollar las es­
trategias de form ación (Perrenoud, 1996£, 1998c). Basta con decir que las
competencias profesionales sólo pueden construirse verdaderamente gra­
cias a una práctica reflexiva y comprometida que se instale desde el princi­
pio de los estudios. Dicho de otra forma, estos dos componentes, que se
han presentado hasta aquí com o objetivos de form ación, son también sus
principales resortes: valiéndose de una postura reflexiva y una implica­
ción crítica, los estudiantes sacarán el máximo partido de una form ación
en alternancia.
La práctica reflexiva como dominio de la complejidad
Desde las obras de Schón (1983, 1987, 1991), ya tenemos conocimiento de
este concepto; sin embargo, a pesar de que existen otros trabajos más
centrados en la formación de los enseñantes, todavía persiste una confusión
entre dos cuestiones:
♦ Por un parte, la práctica reflexiva espontánea de todo ser humano
enfrentado a un obstáculo, un problema, una decisión que hay que
tomar, un fracaso o cualquier resistencia de lo real a su pensamien­
to o a su acción.
♦ Por la otra, la práctica reflexiva metódica y colectiva que despliegan los
profesionales durante el tiempo en que los objetivos no se consi­
guen.
U n sentimiento de fracaso, impotencia, incomodidad o sufrimiento
desencadena una reflexión espontánea en todo ser humano, por lo tanto,
también en el profesional. Pero este último reflexiona también cuando se
siente bien, puesto que salir de las situaciones incómodas no es su único
motor; su reflexión se alimenta también de su deseo de hacer su trabajo a
la vez eficazmente y lo más cerca posible de su ética.
En un «oficio imposible», es prácticamente imposible lograr los obje­
tivos. Sucede pocas veces que todos los alumnos y aluminas de una clase o
de un centro dominen perfectamente los conocimientos y las competen­
cias ambicionadas. H e aquí porque en la enseñanza, la práctica reflexiva,
sin ser permanente, no podría limitarse a la resolución de crisis, problemas
o dilemas peliagudos. Es m ejor imaginarla cóm o un funcionamiento esta­
ble, necesario en velocidad de crucero y vital en caso de turbulencias.
Otra diferencia d e magnitud: un practicante reflexivo acepta form ar
parte del problema. Reflexiona sobre su propia relación con el saber, las per­
sonas, e l poder, las instituciones, las tecnologías, el tiempo que pasa y la co­
operación tanto com o sobre la form a de superar contratiempos o de hacer
sus gestos técnicos más eficaces.
D e s a r r o ll a r l a p r a c t ic a r e f l e x iv a e n e l o f ic io d e e n s e ñ a r
En definitiva, una práctica reflexiva metódica se inscribe en el tiempo
de trabajo como una rutina. Pero no como una rutina somnífera sino como
una rutina paradójica o un estado de alerta permanente. Para ello, necesita
una disciplina y métodos para observar, memorizar, escribir, analizar a pos­
terior}, comprender y escoger nuevas opciones.
Podemos añadir que una práctica reflexiva profesional jamás es com­
pletamente solitaria. Se apoya en conversaciones informales, en momentos
organizados de profesionalización interactiva (Gather Thurler, 1996, 2000)
en prácticas de feedbach metódico, de débriefing, de análisis del trabajo, de
intercambios sobre los problemas profesionales, de reflexión sobre la ca­
lidad y de evaluación de lo que se hace. La práctica reflexiva puede ser so­
litaria, pero también pasa por grupos, solicita opiniones especializadas
externas, se inserta en redes e incluso se apoya en formaciones que dan
herramientas o bases teóricas para com prender m ejor los procesos en
ju ego y a uno mismo.
Entonces, ¿por qué habría que inscribir la postura reflexiva en la iden­
tidad profesional de los enseñantes? En prim er lugar, para liberar a los
practicantes del trabajo prescrito, para invitarlos a construir sus propias pro­
puestas, en función de los alumnos, el entorno, los colaboradores y posi­
bles cooperaciones, los recursos y las coerciones propias del centro y los
obstáculos encontrados o previsibles.
En un proceso de profesionalización, por definición, la parte del traba­
jo prescrito va decreciendo. Queda por comprender por qué debería dis­
minuir en el oficio de enseñante y justifica así su profesionalización. Pero
no es, en absoluto, tan sencillo. Una parte de los sistemas educativos están
todavía convencidos de una form a de proletarización del oficio de ense­
ñante (Perrenoud, 1996c), y relegan a los enseñantes a lo que la OCDE ha
denominado «suministro de servicios» (Vonk, 1992).
Pero podemos avanzar tres argumentos a favor de la profesionalización:
1.
Las condiciones y los contextos de la enseñanza evolucionan
cada vez más rápido, hasta el punto de que es imposible vivir
con la base de lo adquirido en una form ación inicial que pron­
to quedará obsoleta y que tampoco resulta realista imaginar que
una form ación continua bien concebida ofrecerá nuevas fórm u­
las cuando las viejas «ya no fu ncionen». El enseñante tiene que
convertirse en el cerebro de su propia práctica para plantar cara
eficazmente a la variedad y a la transformación de sus condiciones
de trabajo.
2.
Si queremos que todos consigan los objetivos, no basta con ense­
ñar; hay que hacer aprender a cada uno, encontrando la propuesta
apropiada. Esta enseñanza «a m edida» está más allá de toda pres­
cripción.
3.
Las competencias profesionales son cada vez más colectivas, a es-
P r a c t ic a r e f l e x i v a e i m p l i c a c i ó n c r it ic a
cala de un equipo o de un centro, lo que requiere fuertes compe­
tencias de comunicación y de concertación y, por lo tanto, de re­
gulación reflexiva.
La postura y la competencia reflexivas presentan varias facetas:
♦ En la acción, la reflexión permite desprenderse de la planificación
inicial, reorganizarla constantemente, comprender cuál es el pro­
blema, cambiar de punto de vista y regular la propuesta en curso sin
sentirse atado a procesos ya elaborados, por ejemplo, para apreciar
un error o sancionar una indisciplina.
♦ A postmiori, la reflexión permite analizar con más tranquilidad los
acontecimientos, construir saberes cubriendo las situaciones com­
parables que podrían sobrevenir.
♦ En un oficio en el que los mismos problemas son recurrentes, la re­
flexión se desarrolla también antes de la acción, no sólo para pla­
nificar y montar escenarios sino para preparar al enseñante a
enfrentarse a los imprevistos (Perrenoud, 19996) y para conservar
la mayor lucidez posible.
Tal vez hace falta subrayar la fuerte independencia de estos diferentes
momentos. La «reflexión en la acción» (Schón, 1983) tiene especialmente
como función:
1.
«Cargar en m em oria» las observaciones, las preguntas y los pro­
blemas que es imposible tratar sobre el terreno.
2.
Preparar una reflexión más distanciada del practicante sobre su
sistema de acción y su habitus.
Sin entrar aquí en la cuestión de los métodos de formación para la
práctica reflexiva (estudios de caso, análisis de prácticas, entrevistas de explicitación y escritura clínica, por ejem plo), destacaremos que ésta exige
varios tipos de capital:
♦ Saberes metodológicos y teóricos.
♦ Actitudes y una cierta relación con el oficio real.
♦ Competencias que se apoyen en estos saberes y estas actitudes, de
form a que permitan movilizarlas en situación de trabajo y aliarlas a
una parte de intuición y de improvisación, como en la propia prác­
tica pedagógica.
Los saberes m etodológicos afectan a la observación, la interpreta­
ción, el análisis y la anticipación, p ero también a la m em orización y la
comunicación oral y escrita, incluso al vídeo, a partir del m om ento en
que la reflexión sólo se desencadena a posteriori. Insistamos en los sabe­
res teóricos: el sentido común con la ayuda de la capacidad de observa­
D esar ro llar
u p r á c t ic a r e f l e x iv a í h e l o f ic io o e e n s e r a r
ción y de razonam iento perm ite un prim er nivel de reflexión . Si quere­
mos ir más lejos, es siem pre im portante disponer de una cultura en
ciencias humanas. En algunos casos, e l dom in io de los saberes que hay
que enseñar es crucial; si falla, algunos problem as n o se pueden plan­
tear. P o r ejem plo, la interpretación d e algunos errores d e com prensión
se descubre a través de la historia y d e la epistem ología d e la disciplina
enseñada.
La implicación crítica como responsabilidad ciudadana
En la perspectiva de la profesionalización, el hecho de que un enseñante re­
flexivo mantenga una relación implicada con su propia práctica es de lo más
normal. Pero aquí se trata de otra forma de implicación, de una implicación
crítica en el debate soáal sobre las finalidades de la escuela y de su papel en la so­
ciedad.
Hoy en día, un enseñante relativamente competente y eficaz en clase
puede estar ausente de alguna de estas escenas:
♦ N o trabaja en equipo o en red.
♦ N o participa en la vida y en el proyecto del centro.
♦ Se mantiene apartado de las actividades sindicales y corporativas en
el ámbito de la profesión.
♦ Invierte muy poco tiempo en la vida social, cultural, política y eco­
nómica, ya sea en el ámbito local, regional o nacional.
Todos los enseñantes adoptan, según estos cuatro criterios, un perfil
propio. Entre los que se implican en todos los niveles y los que se mantie­
nen distanciados de todo, encontramos diferentes prácticas. Así, se puede
trabajar en equipo sin preocuparse de la política de educación o ser mili­
tante sindical o político sin implicarse en el propio centro. La implicación
activa y crítica para la que convendría preparar a los enseñantes podría
enumerarse en los cuatro niveles siguientes.
Aprender a cooperar y a funcionar en red
Actualmente, la lista de atribuciones de los enseñantes n o les obliga a tra­
bajar conjuntamente, incluso si coexisten en la misma planta y toman café
todos los días sentados alrededor de la misma mesa (Dutercq, 1993). L a
form ación debe emplearse a fondo con el individualismo de los enseñan­
tes y con el deseo enraizado casi en todos los seres humanos de ser «e l que
manda a bordo». También es importante fom entar las representaciones
de la cooperación y forjar herramientas para evitar sus escollos y utilizar­
las correctamente.
P r a c t ic a
r e f l ix iv a
t
im p l ic a c ió n c r ít ic a
Aprender a vivir el centro como una comunidad educativa
El centro escolar tiende a convertirse en una persona moral dotada de una
cierta autonomía. Pero esta autonomía no tiene ningún sentido si el di­
rector del centro es el único que se beneficia, y asume en solitario los ries­
gos y las responsabilidades del poder. Si queremos que el centro se
convierta en una comunidad educativa relativamente democrática, hay que
form ar a los enseñantes en este sentido, prepararles para negociar y con­
ducir proyectos, facilitarles las competencias de una concentración relati­
vamente serena con otros adultos incluidos los padres (D erou ety Dutercq,
1997; Gather Thurler, 1998, 2000).
Aprender a sentirse miembro y garante de una verdadera profesión
En este nivel, la implicación no debería limitarse a una actividad sindical sino
que debería extenderse a la política de una profesión emergente. Cuando un
oficio se profesionaliza, en el sentido anglosajón de la palabra, que contrapo­
ne oficio y profesión, los indicios más seguros de esta evolución son un con­
trol colectivo mayor por parte de los practicantes sobre la formación inicial y
continua y una influencia más fuerte sobre las políticas públicas que estruc­
turan su ámbito de trabajo.
Aprender a dialogar con la sociedad
Esta es otra cuestión sobre la que todavía debe trabajarse mucho. Una
parte de los enseñantes se compromete en la vida política en calidad de
ciudadanos. Sin embargo, se trata de que se impliquen como enseñantes,
no sólo como miembros de un grupo profesional que defiende los intere­
ses del colectivo sino como profesionales que ponen su conocim iento es­
pecializado al servicio del debate sobre las políticas de la educación.
En estos cuatro niveles, es imposible implicarse salvaguardando una
estricta neutralidad ideológica. Pero lo que defendemos no es una politi­
zación extrema del profesorado tal como ha existido en algunos momen­
tos de la historia en algunas sociedades. Seguramente, en caso de guerra,
ocupación o toma del poder por un gobierno autoritario, sería deseable
que los enseñantes defendieran los derechos humanos, suscribieran la di­
sidencia y se apostaran en las trincheras de la resistencia. Sin embargo, en
tiempos de paz, una implicación crítica no pasa necesariamente por una
implicación militante, en el sentido político de la expresión, ni por una crí­
tica sistemática de las opciones gubernamentales. Implicarse significa, en
prim er lugar, interesarse, informarse, participar en el debate, explicarse y
dar a conocer. Pero no es tan fácil como parece.
Incluso podemos hacer un experimento. Tenemos que escoger un pe­
ríodo de intenso debate sobre la escuela e intentar, en un centro escolar de
D e s a e r o l ia r l a p r Ac t ic * r e f l e x iv a e n e l o f i c io d e e ils e ü a r
una cierta envergadura, evaluar la proporción de los profesores que siguen
el debate o participan en él activamente. El hecho de que los enseñantes
se constituyeran en un grupo de presión sería, en definitiva, mucho m ejor
que la profunda indiferencia instalada entre muchos de ellos en referencia
a las decisiones que remodelan el sistema educativo. Tal vez la defensa de
los intereses corporativos constituye un prim er paso hacia una implicación
crítica más desinteresada.
Esta implicación es tanto más necesaria cuanto que las sociedades con­
temporáneas ya no saben muy bien las finalidades que deben asignarse a la
educación escolar. Se oyen a menudo discursos muy contradictorios sobre
la escuela. Unos confían en lo que no es más que un espejismo y en espe­
ranzas imposibles: restablecer los vínculos sociales y luchar contra la vio­
lencia y la pobreza. Otros han perdido toda confianza y critican con
vehemencia el sistema educativo: escuela ineficaz, anticuada, burocracia,
anarquía, cerrazón... Y ¿dónde están los enseñantes en estos debates? A
veces descubrimos a algunos de ellos en los partidos o los medios de co­
municación, otros hacen carrera y son elegidos sobre todo en el ámbito
municipal. Pero no deja de ser una influencia marginal e individual. Mien­
tras que los médicos ejercen una fuerte influencia en la concepción de la
sanidad pública y las políticas sanitarias, no sucede nada parecido con los
enseñantes.
Se trata sin duda de una cuestión de estatus, poder y relaciones de
fuerza. Pero también tienen que ver:
♦ La identidad individual y colectiva.
♦ Las competencias.
Sobre estos dos últimos puntos, la form ación podría actuar e incitar a
los futuros enseñantes a salir de su «pasividad cívica» como profesionales
de la educación.
¿Cómo hacerlo? La operación es delicada, ya que no se trata de indu­
cir a los futuros enseñantes a adoptar una visión única de la educación. Hay
que buscar una vía equivalente al mensaje «cívico» dirigido a los electores
y que reza: «Votad lo que queráis, pero ¡votad!».
Pero más que adoctrinar, de lo que se trata es de analizar y compren­
der lo que está en juego. En este sentido, una formación mínima en filo­
sofía de la educación, economía, historia y ciencias sociales no es en
absoluto un lujo, incluso si estos saberes no se imparten directamente
en clase. ¿Cuántos enseñantes no supieron ver nada cuando el fascismo se
instaló en su país? Muchos no tienen ni idea del coste efectivo de la edu­
cación, ni siquiera del presupuesto estatal en educación. La mayoría tan
sólo tienen conocimientos rudimentarios de historia del sistema educativo
o no tienen una visión muy clara de las desigualdades sociales y de los me­
canismos que las perpetúan.
P r í c i k a r e f l e x i v a e i m p l i c a c i ó n c r ít ic a
Formar para la comprensión de los mecanismos sociales no es en ab­
soluto una labor imparcial, incluso si se evita el adoctrinamiento. Podemos
esperar una formación equivalente a propósito de la cooperación, de las
organizaciones y de las profesiones, temas todavía más legítimos para futu­
ros enseñantes.
L o que planteamos aquí es que las condiciones necesarias de la impli­
cación crítica residen en los conocimientos y las competencias de análisis,
pero también en la intervención en los sistemas.
En cuanto a la apuesta de identidad, todavía es una cuestión más de­
licada. ¿Acaso los centros de form ación inicial deben defender una con­
cepción precisa de la función social del enseñante? ¿Acaso la función de
estos centros radica en socializar la profesión? Por lo menos podemos abo­
gar por los debates y la concienciación. Según la fórm ula de Hameline, es
de esperar que la formación por lo menos despierte a los futuros ense­
ñantes y les quite de la cabeza la idea simple de que la form ación no es
más que transmitir conocimientos, más allá de cualquier preocupación, a
niños ávidos de asimilarlos independientemente de su origen social. T o­
davía recordamos la resistencia que los trabajos de Bourdieu y Passeron
provocaron entre los enseñantes francófonos durante la década los seten­
ta, trabajos que ponían en evidencia el papel de la escuela en la prolifera­
ción de las desigualdades, En la actualidad, la expresión parece tan trivial
que podríamos decir que se ha integrado. Nada más lejos de la verdad: la
mayoría de los futuros enseñantes abordan su form ación con una visión
angelical e individualista del oficio y nada augura que vayan a despren­
derse de ella en el transcurso de sus estudios, a menos que se aboquen al
rechazo y la negación...
Formadores reflexivos y críticos para formar a profesores reflexivos
y críticos
La universidad parece el lugar por excelencia de la reflexión y del pensa­
miento crítico, lo que podría inducirnos a afirmar que formar a enseñantes
según este paradigma es una tarea «natural» de las universidades.
N o obstante, salvo en los casos de medicina, ingeniería, derecho o
gestión de empresas, la universidad no está realmente organizada para
desarrollar competencias profesionales de alto nivel. E incluso en estos
ámbitos, los saberes disciplinarios se sobreponen al desarrollo de las com­
petencias. Esto ha llevado a algunas facultades de medicina a operar una
«revolu ción» introduciendo el aprendizaje por problemas, poniendo la
aportación teórica al servicio de la resolución de problemas clínicos
desde el primer año. Gillet (1987), propone con el mismo espíritu, dar a
las competencias un «derecho de gerencia» sobre los conocimientos,
D e s a r r o l l a r l a p r a c t ic a r e f l e x iv a e n e l o f i c io d e e n s e ñ a s
pero este punto de vista va contra la tendencia principal de las institu­
ciones escolares: crear cursos, multiplicar los saberes considerados indis­
pensables y dejar a las prácticas, a los trabajos académicos de final de
carrera o a algunos trabajos prácticos, la tarea de llevar a cabo su inte­
gración y su movilización.
Por lo tanto, no podemos, sin un examen previo, elegir a la universi­
dad com o lugar ideal para la formación de los enseñantes, puesto que, in­
cluso en lo que atañe a la práctica reflexiva y la implicación crítica, se
impone la duda metódica.
La práctica reflexiva no es una metodología de investigación
La formación en la investigación, propia del ámbito universitario de segundo
y tercer ciclo, no prepara ipso facto para la práctica reflexiva. Tenemos que
rendirnos ante la evidencia: cuando enseñan, los investigadores pueden, du­
rante mucho tiempo, aburrir a sus estudiantes, perderse en monólogos oscu­
ros, ir demasiado deprisa, mostrar transparencias ilegibles, organizar
evaluaciones anticuadas y asustar a los estudiantes con su nivel de abstracción
o su poca empatia o sentido del diálogo. Con esta actitud, no hacen más que
fomentar un gran desprecio por la enseñanza o bien una ínfima capacidad re­
flexiva aplicada a este trabajo.
Observándolo con más detenimiento, incluso si existen puntos en
común (Perrenoud, 1994a), investigación y práctica reflexiva presentan
también grandes diferencias:
♦ N o tienen el mismo objetivo; la investigación en educación se inte­
resa por todos los hechos, procesos y sistemas educativos y por todos
los aspectos de las prácticas pedagógicas. El enseñante reflexivo ob­
serva prioritariamente su propio trabajo y su contexto inmediato,
diariamente, en las condiciones concretas y locales de su ejercicio.
Hay, pues, una limitación y idealización del ámbito de investigación.
♦ Investigación y práctica reflexiva no exigen la misma postura. La inves­
tigación pretende describir y explicar, jactándose de su imagen exte­
rior. La práctica reflexiva quiere comprender para regular, optimizar,
disponer, hacer evolucionar una práctica particular, del interior.
♦ Investigación y práctica reflexiva no tienen la misma función. L a in­
vestigación contempla saberes de alcance general, duraderos, inte­
grables a teorías, mientras que la práctica reflexiva se conform a con
concienciaciones y saberes de experiencia útiles en el ámbito local.
♦ Tampoco tienen los mismos criterios de validez. La investigación in­
voca un m étodo y control intersubjetivo, mientras que el valor de la
práctica reflexiva se juzga según la calidad de las regulaciones que
permite realizar y según su eficacia en la identificación y la resolu­
ción de problemas profesionales.
P ü i ü l t l REFLEXIVA E IM PIiaO Ú H ( R llI U
Por lo tanto, la universidad no puede, por el simple hecho de que se
inicia en la investigación, pretender form ar a los practicantes reflexivos, de
alguna form a «p or añadidura». Si quiere hacerlo, debe desarrollar dispo­
sitivos específicos: análisis de prácticas, estudios de casos, videoformación,
escritura clínica, técnicas de autobservación y de explicitación y entrena­
miento para el trabajo sobre el propio hábitos y el «inconsciente profesio­
nal» (Paquay y otros, 1996).
Claro está que, el espirito científico, el rigor y la multiplicidad de pun­
tos de vista son bazas que la universidad puede poner al servicio de la for­
mación de los enseñantes. Asimismo, según la concepción que se da a la
investigación y al método, las divergencias y convergencias con la práctica
reflexiva pueden modularse. Veamos dos ejemplos:
1.
Si la universidad se preocupara más por form ar a «investigadores
reflexivos», encontraríamos numerosas convergencias, pero la pre­
paración metodológica, por desgracia, está en general más centra­
da en el tratamiento de los datos que en la negociación con el
terreno de actuación y la regulación de las actividades y del traba­
jo . En la representación que se da a los estudiantes, la actividad
concreta de investigación está fuertemente mitificada y reducida
al método. Se habla poco de las relaciones de poder, de las di­
mensiones narcisistas, de la competencia, de la parte del azar y del
inconsciente o de la vida concreta de los laboratorios (Latour,
1996; Latour y Woolgar, 1998). Se depura entonces la realidad del
trabajo de tpdo lo que exige una reflexión de identidad, táctica,
ética, financiera y práctica, haciendo com o si los investigadores vi­
vieran en m i mundo de ideas puras, sin contingencias materiales
ni pasiones humanas. Tener en cuenta el trabajo real revelaría un
parentesco entre el oficio de enseñante reflexivo y el de investiga­
2.
dor reflexivo...
Si la universidad diera más importancia al contexto de la conceptualización y del descubrimiento, a la construcción de la teoría, en
lugar de centrarse en los métodos de tratamiento de datos y la vali­
dación, desarrollaría más la postura reflexiva. Estimularía la imaginadón sociológica (Mills, 1967) pero también didáctica, pedagógica y
psicoanalítica que el enseñante reflexivo necesita para «ver las cosas
triviales y conocidas de otra form a», enmarcar de nuevo los proble­
mas, trasladarse mentalmente o realizar «rupturas epistemológicas».
Dicho de otra forma, un seminario de investigación, tal como está con­
cebido y conducido, puede situar a los estudiantes en lo esencial de una
práctica o formarlos como simples sirvientes de la ciencia. Mientras se con­
tinúe form ando a los estudiantes en la investigación haciéndoles recoger y
tratar datos en función de hipótesis de investigación que no han contri­
D is a r r o i u r IA Pü/klICA REFLEXIVA
e n e l o f ic io de
ENSENAR
buido a definir, mantendremos la ilusión de que formamos a investigado­
res mientras que, de hecho, estamos entrenando a técnicos.
Por lo tanto, se plantea una doble apuesta:
1.
Am pliar la concepción de la investigación y de la form ación en la
investigación, especialmente en las ciencias humanas. La distancia
entre esta form ación y el desarrollo de una postura reflexiva de­
pende de esta ampliación.
2.
Crear en los programas universitarios estrategias para desarrollar
específicamente la práctica reflexiva, independientemente de la
investigación. Estas estrategias también podrían contribuir a for­
mar a investigadores, p ero primero estarían al servicio de un prac­
ticante en una acción compleja.
Pero estas dos condiciones no bastan. La práctica reflexiva sólo puede
convertirse en una «característica innata», es decir, incorporarse al habitúa
profesional, si se sitúa en el centro del programa de formación y si está rela­
cionada con todas las competencias profesionales contempladas y se con­
vierte en el m otor de la articulación teórica y práctica. Ello entraña
importantes consecuencias para:
♦ La organización y la naturaleza de los períodos de prácticas.
♦ Las relaciones y la colaboración con los enseñantes en ejercicio
com o formadores de campo.
♦ El sentido y las modalidades de la alternancia entre prácticas y for­
mación más teórica.
♦ La propia función de form ador de campo, definida en prim er lugar
como un practicante reflexivo preparado para asociar a un alumno
en prácticas con sus propios interrogantes.
Por lo tanto, no se trata solamente de modificar la orientación de los
itinerarios de form ación que llevan a especializaciones en ciencias de la
educación, sino de crear desde los cimientos nuevos itinerarios deformación, que
fácilmente podemos imaginar en el marco de las facultades, sin convertir­
los en guetos o en «escuelas dentro de la universidad», sin renunciar a for­
mar para la investigación, y preparando la transición hacia el tercer ciclo y
el doctorado, como en cualquier categoría académica que se precie (Perrenoud, 19966,1998c).
De la crítica radical a la implicación crítica
L a universidad parece a p riori el entorno privilegiado para una mirada
crítica sobre la sociedad, a favor de la autonomía y de la exterritorialidad
(¡relativas!) reconocidas en las universidades desde la Edad Media. Sobre
este punto, también deben hacerse algunas matizaciones:
P r a c t ic a r e f l e x i v a t i m p l i c a c i ó n c r it ic a
♦ Podemos observar que en numerosos ámbitos, este estatus ha ali­
mentado un gran desinterés del mundo universitario ante los pro­
blemas del presente. Una parte de los profesores viven en ese
«pequeño m undo» tan bien descrito por David Lodge en el que
están absortos en investigaciones de alto nivel sin preguntarse de­
masiado por qué gozan de ese privilegio. Si concebimos la univer­
sidad com o una «torre de cristal» protegida del mundanal ruido
para que cada uno se consagre a la búsqueda serena del saber,
m ejor no esperar que los estudiantes se vean empujados hacia la
implicación crítica.
* Y al revés, la universidad, en la tradición ilustrada por Marcuse,
acoge a intelectuales comprometidos con la crítica radical de la so­
ciedad en la que viven. Entonces, no se sienten responsables de las
políticas y de las prácticas sociales, sino que únicamente tienen que
identificar y, más todavía, denunciar las incoherencias, los compro­
misos, la ineficacia o la hipocresía.
Estas dos imágenes de la universidad no se corresponden con la con­
cepción de la implicación crítica desarrollada anteriormente. N o basta con
que la universidad esté politizada para pretender desarrollar una implica­
ción crítica.
Además, la postura de los profesores n o se transmite por arte de magia
a los estudiantes. Para que la implicación crítica sea un componente del habitus profesional de los enseñantes, con la misma importancia que la prác­
tica reflexiva, no basta con confiar en la esencia de la institución sino que
hay que aplicar dispositivos de form ación precisos y desarrollar competen­
cias fundadas en saberes procedentes de las ciencias humanas.
Las ciencias de la educación y las prácticas
En lo esencial del debate, encontramos la concepción de las relaciones entre
las ciencias humanas y las prácticas educativas. Si formar a los enseñantes es
un simple servicio para la comunidad, es decir, un medio de ampliar el pre­
supuesto académico para reinvertir los excedentes en el tercer ciclo y en la in­
vestigación, no parece muy creíble que la universidad sea el lugar ideal para
formar a los enseñantes.
Por el contrario, si hacer las prácticas inteligibles está en el centro del
programa teórico de las ciencias de la educación, ya se trate de políticas de la
educación, la gestión de los centros escolares o el trabajo en clase, enton­
ces, form ar a los enseñantes y a los cargos directivos escolares constituye
una enorme ventaja para la investigación fundamental, ya que la form a­
ción profesional obliga a validar y a profundizar en las teorías hasta que
éstas se conviertan en creíbles y utilizables. Si los trabajos de los investiga­
DESARROLLAR IA PRÁCTICA REFLEXIVA EN EL OFICIO DE ENSEÑAR
dores en educación logran dibujar una sonrisa en una parte de los ense­
ñantes, a menudo es porque dan testimonio de un desconocimiento de la
realidad escolar del día a día, lo que hace insoportable su discurso tanto si
es crítico, prescriptivo, idealista o teórico...
Además, com o encrucijada interdisciplinaria, las ciencias de la educa­
ción sólo se mantienen unidas por su referencia común a un campo social,
un sistema y las prácticas complejas. Más allá del punto de vista interdisci­
plinario, el compromiso con las formaciones profesionales es la form a más
segura de hacer no sólo coexistir sino también trabajar conjuntamente a psi­
cólogos, historiadores, sociólogos, antropólogos y psicoanalistas de la edu­
cación, ya sea en el marco de las didácticas de las disciplinas o de enfoques
transversales.
La ciencias de la educación tienen mucho que ganar en la form ación
de profesionales de la educación. Pueden conseguirlo sin hacer concesio. nes teóricas o epistemológicas. Es una condición necesaria para que la in­
serción de la form ación de los enseñantes en la universidad tenga sentido.
Si los universitarios viven la form ación profesional como un mal necesario,
un precio que pagar, una form a de desviarlos de sus investigaciones, la for­
mación será mediocre, se confiará a enseñantes que no tengan otra elec­
ción, dirigidos por algunos militantes.
Por lo tanto, es muy importante saber por qué la universidad quiere
form ar a los enseñantes (Perrenoud, 1993,1999/ 19946, 2000d, 2001c). Si
se trata de razones fuertemente ligadas a su identidad y conectadas con la
construcción de saberes y si está dispuesta a concebir itinerarios de form a­
ción profesional, dejando de lado muchas de sus costumbres y tradiciones
didácticas, entonces constituye, sin duda, el marco más apropiado.
Si, por el contrario, la universidad sólo quiere encargarse de la for­
mación de los enseñantes para no tener que abandonarla a otras institu­
ciones o para ampliar su público, obtener subvenciones o prestar un
servicio, entonces es m ejor confiar la formación a instituciones que no se
sientan avergonzados de form ar a profesionales.
Una vez se haya entendido todo correctamente, sólo faltará que las
universidades den el paso. Algunas llevan ya decenas de años haciéndolo,
a pesar de que tienen que luchar contra el «retorno de lo rechazado», es
decir, del peso de los saberes, de las formas académicas de su transmisión
y el desprecio por la práctica.
L o que sería indefendible es pretender form ar a los enseñantes sin
proporcionar los medios necesarios. H e aquí porque el desarrollo de los
programas de form ación de los enseñantes tendría que ser objeto de colar
boraciones estrechas y equitativas con el sistema educativo.
N o es extraño que, para reconocer las formaciones, los ministerios
pongan condiciones en cuanto al perfil profesional de los formadores y a
la calidad de las form aciones. En contrapartida, deben comprom eterse
a facilitar la articulación entre teoría y práctica. N o basta, sin embargo, con
poner de acuerdo a las instituciones. Es importante que la colaboración se
extienda a las asociaciones representativas de la profesión. Si bien los po­
deres organizadores pueden encontrar plazas para los estudiantes en prác­
ticas, o incluso designar autoritariamente consejeros pedagógicos o
maestros de prácticas, una form ación de calidad sólo puede funcionar
sobre la base del voluntariado de los enseñantes formadores de campo, de
un acuerdo sobre la concepción de la form ación y de un compromiso co­
lectivo a favor de la profesionalización del oficio en el sentido de la impli­
cación crítica y de la práctica reflexiva.
La universidad teme estas colaboraciones que pueden someterla a la
servidumbre de la «demanda social» y lacerar su independencia. En for­
mación profesional, sin embargo, la colaboración es ineluctable y ofrece
además una oportunidad única de construir itinerarios de form ación de­
fendibles y, al mismo tiempo, académicos y profesionales.
Incluso si la universidad es, en potencia, el mejor lugar para form ar a
los enseñantes en el sentido de la práctica reflexiva y de la implicación crí­
tica, para materializar este potencial y dar prueba de su competencia, debe
evitar cualquier indicio de arrogancia y ponerse a trabajar con los actores
que trabajan sobre el terreno. En contrapartida, los ministerios, las asocia^
ciones, los consejos escolares, los centros y otros poderes organizadores
tendrían que esforzarse, por su lado, en abrir y mantener un diálogo que
no niegue las diferencias.
Desde este punto de vista, la realidad actual ofrece un amplio calei­
doscopio en el propio seno de un mismo país. Mientras que algunas uni­
versidades están muy próximas a un m odelo centrado en la práctica
reflexiva y la implicación crítica, en el centro de las ciencias de la educa­
ción, otras están en las antípodas. Por lo tanto, sería erróneo simplificar la
situación. D e hecho, todos los dilemas y todas las contradicciones de la en­
señanza superior se reflejan en la cuestión de la función de las universida­
des en la form ación de enseñantes (Lessard, 1998«).
10
La práctica reflexiva entre la razón pedagógica
y el análisis del trabajo: vías de comprensión
Todos los grandes pedagogos han encam ado e ilustrado una actitud y una
práctica reflexivas mucho antes de que la obra de Schón pusiera de moda
este paradigma. Toda razón práctica acompañada de un ligero distanciam iento y de un trabajo de explicitación y de formalización de la experien­
cia procede del paradigma reflexivo. Por tanto, constituye la esencia de
toda profesión y de las prácticas de aquellos que, en cada oficio, prefiguran
una posible profesionalización.
A l mismo tiempo, la simple reflexión sobre la acción y en la acción
alcanza sus límites, los de la concienciación y los de las herramientas teó­
ricas y metodológicas. Si queremos ir más allá de una intención reflexiva
basada en el sentido común y en la inteligencia profesional, es preciso
pasar a una form a más sofisticada de análisis, por un parte, del trabajo, y por
la otra, de los habitus y competencias que sostienen toda actividad.
Por consiguiente, concluiremos este libro con una apertura doble y
breve: en primer lugar, hacia la tradición pedagógica y, posteriormente,
hacia las corrientes más recientes que todavía son muy ajenas al ámbito
educativo. Con ello, simplemente pretendemos sugerir ciertas conexiones
y proponer líneas de trabajo.
La razón pedagógica
En algunos oficios técnicos, la dimensión reflexiva se limita al «¿Cómo ha­
cerlo para hacerlo mejor?», sobre todo cuando el trabajo no se encuentra
con más resistencias que las de los objetos y no suscita ninguna polémica
en cuanto a sus fundamentos éticos o a sus implicaciones para la naturale­
za o los seres humanos. En la actualidad, es fácil que un médico que tra­
baja en el Tercer Mundo o una burocracia hospitalaria, un ingeniero que
construye autopistas o centrales nucleares, un biólogo comprom etido con
la industria agroalimentaria o los métodos de investigación y experimenta­
ción sobre genética reflexionen sobre los medios para que su acción resul­
te más eficaz o eficiente.
En un oficio imposible, un oficio de lo humano, todavía es más difícil
funcionar como un simple ejecutante, sin cuestionarse nada. El fracaso de
DESARROLLAR LA PIÍC TIC A REFLEXIVA EN EL OFICIO DE ENSEÑAR
la acción pedagógica se plantea lógicamente los fundamentos didácticos y
psicosociológicos, pero también su legitimidad, que reaviva la cuestión de las
finalidades de la acción educativa.
En cierto modo, esta ampliación ha contribuido a complicar las cosas:
una parte de los que defienden el paradigma reflexivo en formación de los
enseñantes, al mismo tiempo se distancia de la pedagogía. Si bien es cier­
to que ésta no se puede «fusionar con las ciencias de la educación» (Meirieu, 1995a), tampoco se considera una «disciplina científica» ni se
organiza como una disciplina ética, filosófica, axiológica, ni siquiera litera­
ria, que reivindique un estatus universitario. Esta débil institucionalización
nace en parte del hecho de que los que consideran que form an parte de la
pedagogía son «francotiradores», seres marginales, rebeldes, individualis­
tas, aventureros que no sueñan con títulos ni con carreras académicas, ni
con créditos de investigación, ni con publicaciones que se adapten a los es­
tándares universitarios (Vellas, 2001). Otra parte de la explicación respon­
de al deseo de respetabilidad de las ciencias de la educación: arraigadas
históricamente en una relación pragmática con la acción, buscan desligar­
se de ésta, para hallar un reconocimiento en la unión de las ciencias hu­
manas y sociales. En consecuencia, tratan la pedagogía com o aquel prim o
lejano que los nuevos ricos acogen en su casa pero que no invitan a sus re­
cepciones.
N o obstante, si nos preguntamos a quién corresponde, hoy en día, or­
ganizar las prácticas educativas (Perrenoud, 1999e), nos parece imposible
prescindir de la tradición pedagógica com o uno de los modelos posibles de
la práctica reflexiva. Seguramente, no es en este ámbito donde debemos
buscar las herramientas reflexivas formalizadas, puesto que los pedagogos
de campo no se preocupan en absoluto por explicitar su propia práctica re­
flexiva. Les parece más urgente organizar la educación que el proyecto de
educación. Son los historiadores y los filósofos de la educación (Hameline,
1986, 2001; Prost, 1985; Soétard, 1997, 2001) los que configuran el «pen­
samiento pedagógico», igual que determinados investigadores sobre edu­
cación son los que reivindican la doble identidad (Gillet, 1987; Houssaye,
1993,1994; Imbert, 1992,2000; Meirieu, 19951997,1999; Vellas, 2001) u
otros que analizan la razón pedagógica (Gauthier, 1993a, b, 1997).
Por el contrario, hallaremos en los escritos de grandes pedagogos, por
ejemplo, Dewey, Ferriére, Freinet, Marakenko, Montessori, Oury, Pestalozzi
o Neil, la encarnación de la postura reflexiva, de la pasión de comprender,
del ir y venir obstinado e incesante entre la teoría y la práctica, de la obse­
sión de regular, de recuperar el oficio a base de observaciones e hipótesis.
En calidad de sociólogo, n o he llegado al mundo de la educación me­
diante la frecuentación de los pedagogos y tengo mis reservas acerca de la
mezcla constante de géneros, del lirismo y del optimismo de los pioneros,
y acerca de la escenificación de toda «experiencia» desde el m om ento en
U FIÁCIICA REFLEXIVA ENTRE RATÓN FEDACÓBICA V ANÁUSIS DEL TRABAJO
que se convierte en un escrito (auto)biográfico. La «literatura pedagógica»
puede irritar a los que piensan que resulta más esclarecedor separar el aná­
lisis de los hechos y las opciones ideológicas o dudan de que la teoría
pueda casar bien con la defensa o la denuncia.
Sin embargo, parece pertinente familiarizarse con estos escritos, si
queremos captar la postura reflexiva «e n actos» y sobre todo, disociarla de
una suerte de regulación racionalista de la acción profesional.
Asimismo, además de los autores, un buen núm ero de militantes o
de innovadores menos ilustres, que escriben exclusivamente bajo amena­
zas o en un círculo confidencial, también adoptan una postura reflexiva
que no debe nada a Schón y que es el resultado de una relación con el
mundo y de un compromiso más que de una formación profesional.
Por lo tanto, iniciar para la práctica reflexiva también significa, en es­
pecial en la formación inicial, hacer que los estudiantes entren en contac­
to con el sector más activo del oficio, si bien estos enseñantes consideran
que la etiqueta de «practicantes reflexivos» resulta algo pesada de cargar o
simplemente demasiado «tecnocrática» o restrictiva.
Así que, resulta francamente interesante conocer las ideas de los peda­
gogos, ilustres o desconocidos, ya que siguen vigentes por el hecho de que
los dilemas educativos han sobrevivido durante decenios y siglos. Pero aún
es más interesante conocer el m odo de vivir de los «pedagogos», su form a
de articular el dicho y el hecho (Meirieu, 1995/;), de aprender de los otros
y de la experiencia, de seguir las intuiciones, de recuperar en el oficio lo
que, a pesar de todo, parece «funcionar». También vale la pena inspirarse
en ello porque todos ellos profesan una fe sin tachas en la educabilidad de
los seres humanos. Y, seguramente, esta fe es el m otor principal de una
práctica reflexiva duradera en el oficio de enseñante. ¿De qué sirve plan­
tearse preguntas si el fracaso es una fatalidad?
El análisis del trabajo y de las competencias
Relacionar la práctica reflexiva con la tradición pedagógica no bastará para
que avance más en este sentido. Ciertos movimientos pedagógicos lo han en­
tendido y se esfuerzan por tender puentes con el análisis del trabajo (Werthe,
1997). Las obras de Schón abundan en intuiciones y metáforas esclarecedoras. N o tienen ninguna relación con la ergonom ía ni la psicología de tra­
bajo, seguramente porque estas disciplinas gozaban en los Estados Unidos
de una orientación muy pragmática y conductista.
La ergonomía de la lengua, en concreto la ergonomía cognitiva, como
la psicología del trabajo francófona dejan mucho más espacio a la subjeti­
vidad y al pensamiento de los trabajadores. Estas disciplinas estudian una
práctica reflexiva aplicada, sin decirlo de form a explícita, con motivo de la
207
DESARROLLAR U HRÁCHCA REFLEXIVA EN EL OFICIO DE ENSERAR
división en compartimentos epistemológicos que hacen que los investiga­
dores contemporáneos puedan trabajar en problemáticas cercanas igno­
rándose durante mucho tiempo. Podemos estar agradecidos a algunos
investigadores por haber abordado en las mismas obras, en torno al tema
de los saberes de acción (Barbier, 1996) o de la singularidad de la acción
(Seminario del CNAM , 2000), los artículos de Schón, las contribuciones de
los ergónomos, de los sociólogos del trabajo, de los filósofos de la acción y
de los psicólogos cognitivistas.
Empezamos a ver que se producirán diversas uniones interesantes,
pero que, hasta la fecha, atañen más a los teóricos de la acción, del traba­
jo o de las competencias que a los formadores de practicantes reflexivos.
Se constata una evidencia paradójica: en el ámbito de la educación, el
paradigma del practicante reflexivo parece albergar una adhesión bastan­
te extensa de principio (con miles de matices acerca de la form a de com­
prenderlo), pero se refleja sobre todo en las estrategias deformación: grupos
de trabajo sobre problemas profesionales, seminarios de análisis de prácti­
cas, estudios de caso, escritura profesional y supervisión. La misma natura­
leza del proceso reflexivo parece el punto oscuro del movimiento. Los
trabajos sobre el teacher thinking (Day, Calderhead y Denicolo, 1990; Day,
Pope y Denicolo, 1990) o la razón pedagógica (Gauthier, 1993fl> b-, Tardif y
Gauthier, 1996) se interesan más por las decisiones tomadas en clase, el cri­
terio profesional aplicado o la planificación, que p o r la reflexión más
distanciada sobre la acción y el sistema de acción.
Para dominar los dispositivos de formación o de innovación que pre­
tenden desarrollar la práctica reflexiva o apoyarse en ésta, debe imponerse
un análisis más preciso de los funcionamientos reflexivos.
En este punto, la ergonom ía cognitiva, las ciencias de la acción, la
psicología y la sociología clínica del trabajo, así como los trabajos sobre las
competencias o la didáctica profesional representan aportaciones de interés.
Ya se han mencionado gran parte de las obras a propósito del trabajo
sobre el habitas, sin duda porque la práctica reflexiva «ordinaria» topa con
sus límites cuando se critica al inconsciente práctico. Pero los trabajos de
Barbier, Clot, Dejours, de Terssac, Jobert, L e Boterf, Leplat, Pastré, Pharo,
Quéré, Schwartz, Vergnaud, Vermersch y muchos otros, que distan de for­
mar un conjunto integrado y armónico (Clot, 1999) también permiten or­
ganizar las dimensiones conscientes de la reflexión sobre la acción, sobre
sus presupuestos y sus recursos.
A base de mestizajes interdisciplinarios y de un trabajo teórico especí­
fico, el paradigma reflexivo evitará caer en los tópicos y confundirse con al­
gunos dispositivos siempre amenazados de usura o de confinamiento en
una tradición. N o es que haga falta esperar a disponer de una teoría satis­
factoria del trabajo y del espíritu para poner en marcha dispositivos de for­
mación. N o obstante, estos últimos deberían concebirse como ensayos y
U PRACTICA REFLEXIVA ENTRE RATÓN PEDAGÓGICA Y ANALISIS DEL TRABAJO
contribuir al esclarecimiento de conceptos básicos, así com o al desarrollo
de una postura y una práctica reflexiva en los (futuros) enseñantes.
Profesionalización y práctica reflexiva
Más allá de las evoluciones de la teoría de la acción, por una parte, los dis­
positivos de formación de los enseñantes y, por la otra, la apuesta crucial ra­
dican en la evolución del oficio hacia una profesión de pleno derecho.
Desde este punto de vista, el desarrollo de una postura y de prácticas
reflexivas más extendidas, constantes e instrumentadas es la clave de la profesionalización del oficio y, por tanto, una condición para salir, de form a
progresiva, de la situación de punto muerto a la que nos conducen la ma­
yoría de reformas escolares.
Si, para recuperar una fórmula de Meirieu, la escuela hace reformas allí
donde la medicina progresa, lógicamente, ello se debe a que los motores de
la evolución no son tan numerosos ni están tan descentralizados como de­
berían y a que esperamos de la institución decisiones y prescripciones, aun­
que sólo sea para combatirlas en nombre de la autonomía.
En el momento de concluir este libro, en junio de 2001, el Ministerio
de Educación de Quebec acaba de restablecer las valoraciones codificadas del
éxito escolar (notas, porcentajes o letras) y de retirar de los centros el dere­
cho de crear su propio boletín. ¿Acaso los enseñantes se rebelan contra
este retroceso, tanto en el ámbito de la evaluación como de la autonomía
profesional? Muy poco. Sus organizaciones exigen más bien que el minis­
terio les conceda más herramientas y modelos para evaluar según el talante
de los nuevos programas,
Este episodio, que halla su equivalente en todos los sistemas educativos,
sugiere un balance algo sombrío: la profesionalización no gana terreno, por
el contrario, gracias a la cultura empresarial de la evaluación, asistimos a la
crisis de las finanzas públicas, así como a las ambivalencias de los actores, a
un riesgo de burocratización mayor de los sistemas educativos, de desarro­
llo del trabajo prescrito y de proletarización de los enseñantes.
Este estancamiento de la profesionalización se debe a múltiples cau­
sas. Por lo menos, hay dos que merecen recordarse:
1. Los enseñantes no disponen, todavía menos en secundaria que en
primaria, de una cultura en ciencias y ciencias humanas que les
confiera una verdadera experiencia de concepción, en didáctica,
en la organización del trabajo y en la dirección de proyectos
(Perrenoud, 2001 b, c).
2.
L a postura y la práctica reflexivas no están en el núcleo de la iden­
tidad enseñante y de la formación, pese a la universitarización cre­
ciente de los ciclos superiores.
Desar ro llar
la
PRÍCHCA REFLEXIVA
en el o f ic io de e n s e ñ a r
L o que significa que no basta con elevar el nivel de formación acadé­
mica para que se desarrolle la profesionalización del oficio de enseñante.
L o esencial nos conduce hasta la relación con el saber, la acción, la opi­
nión, la libertad, el riesgo y la responsabilidad.
El paradigma reflexivo es en este sentido un emblema de la profesio­
nalización, entendida como un poder de los enseñantes sobre su trabajo y
su organización, un poder que no se ha obtenido para favorecer la opaci­
dad de las prácticas, sino que se asume abiertamente con sus responsabilidades
correspondientes. Por supuesto, esta form a de profesionalidad no puede
desplegarse contra las instítuciones, que únicamente se movilizarán si un
número creciente de enseñantes se declaran practicantes reflexivos y reac­
cionan ante el m odo de tratarlos de la burocracia. N o con resentimiento,
ni siquiera com o una protesta sindical, sino com o una construcción nego­
ciada del sistema educativo.
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