Subido por Maximiliano Chirino

Conversación con Peter Pal Pelbart

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Conversación con Peter Pal Pelbart: Políticas de la percepción
Participaron en este encuentro Diego Sztulwark, Silvia Duschatzky, Miguel Burkart Noe, Agustina Lejarraga, Bruno
Sayavedra, Gabriela Farrán, Clara Cardinal, María Emilia López y Elina Aguirre.
DS: Hoy nos visita Peter Pál Pelbart, profesor de filosofía en San Pablo, en la PUC, escritor de varios libros y artículos,
traductor de parte de la obra de Deleuze* al portugués y, además, activo experimentador con la compañía de teatro que
conformó junto con un grupo de “pacientes psiquiátricos”. Lo invitamos a conversar un poco con nosotros porque
posiblemente compartimos un punto de partida, lo que podríamos llamar “lo común estallado”. Nosotros hablamos del
agotamiento o la destitución de ciertas instituciones que fueron verdaderos modos de gestión, de valoración del común. Y
tratamos de participar de los nuevos modos en que este común existe.
SD– Nos interesa mucho compartir con vos nuestro recorrido de investigación. El punto de partida fue preguntarnos por
el estado de una escuela que venía en declive. Lo que se percibía es que las escuelas eran tomadas por una serie de
inconsistencias que no podían ser pensadas desde las viejas coordenadas disciplinarias. Cada cosa que acontecía era
nombrada rápidamente desde el déficit: los chicos ya no vienen como antes; se perdieron los valores; la violencia crece;
los padres no se ocupan; a la desatención no hay con que darle. Estas eran algunas de las imágenes que insistían en
muchos docentes. Nuestro primer acercamiento a una escuela del conurbano bonaerense nos confirmaba la hipótesis que,
ya desde el año 2000, Ignacio Lewkowicz había comenzado a trabajar, y más tarde retomamos con Cristina Corea* en
Chicos en Banda: la declinación de la sociedad disciplinaria se expresaba en una escuela que ya no podía hacer de sus
ingresantes un sujeto disciplinado. Esta hipótesis nos permitió preguntarnos qué puede una escuela sin garantías
ordenadoras. Esa fue la primera etapa que alcanzó su punto de “síntesis” en el libro Maestros errantes y el
documental Entrelíneas. A partir de allí continuamos trabajando en torno a una serie de intervenciones (situaciones de
ficción teatral, laboratorios de trabajo con los docentes) que funcionaban como puestas a prueba de nuestro poder
hacer algo juntos. Comenzamos a percibir que lo que llamamos “no escolar” tenía una enorme potencia para leer posibles
(los modos no convencionales de intercambio entre los pibes, sus lenguajes, sus gestos, sus ritmos, sus dinámicas
barriales), y comenzamos a tomarlos como materia de experimentación de otras formas de gestión grupal. En esta
dirección, hoy estamos trabajando con algunos chicos y docentes de la escuela de Catán junto a un colectivo
comunicacional (FM La Tribu) en la gestión de una radio. Pero lo que nos interesa explotar no es su faz mediática sino
los posibles de una experimentación social y si acaso la escuela puede, a partir de esta experiencia, pensarse en nuevas
formas de agenciamiento.
El proceso de la radio comenzó a alojar modos vitales de grupos de jóvenes del barrio que, como los raperos, nos
mostraban formas de percibir el mundo en las fronteras del código lingüístico convencional. Hay allí otra forma de decir,
otra forma de hablar en la que no se requieren los nexos gramaticales y sintácticos que arman ese común comunicacional
instituido. Mientras crecen las ideas y las formas de gestión de los chicos, van apareciendo obstáculos inherentes a los
múltiples planos que componen la escena escolar. Es notable la energía de los chicos en el armado de la radio. A su vez,
sus vidas cotidianas se complican cada vez con nuevos tropiezos; violencia barrial, abandonos, intemperie.
Llamativamente, la radio es sostenida sobre todo por los pibes que viven situaciones extremas.
Si bien se trata de una experiencia situada en una escuela, pensamos que la apuesta de este proyecto implica la puesta a
prueba de otros modos de hacer escuela. ¿Cuánto gana la escuela en la gestión de una experiencia de enunciación
colectiva? ¿Es posible pensar en una escuela-radio y no en una radio en la escuela? ¿Puede la radio convertirse en un
vector de enunciación alternativa a la saturación mediática de estos tiempos? Si estas preguntas son compartidas, el valor
de la radio como experimentación social pasa a ser asunto de muchos más que los habitantes de esta experiencia puntual.
Bueno, éste es, muy sintéticamente, el recorrido de la investigación. ¿Vemos ahora el video que hicimos con el equipo de
investigación sobre la radio?
Podrán ver el material audiovisual "La Batidora" en la Video-teca (disponible en acceso a materiales, nuestra
biblioteca)
DS: Hay una cosa que me llama mucho la atención, es el contraste entre los territorios en los que el uso de la palabra, el
uso de los atributos comunicativos de las personas tiene un valor fundamental, está exacerbado, entrenado, suscitado; y
otros territorios, como el de Catán, en el que esos mismos atributos están despreciados. Despreciados por la escuela. Hay
una especie de destrucción de esos mismos atributos (como la capacidad de hacer red, de comunicar, de armar lazo, etc.,
etc.) que en los sectores más integrados económicamente tienen un valor extraordinario. Existe un contraste entre un
común que puede quedarse al interior de redes de valorización y un común que queda como derruido, ese contraste de
imágenes es muy fuerte. Cuando aparece una radio en un lugar como Catán, tiene que imponerse sola. Es muy difícil que
sea percibida como lo sería en cualquier otra situación donde un emprendimiento ligado con los medios de comunicación
inmediatamente contaría con respaldo y aliento. Allí seguramente los recibirían diciendo: “bienvenidos a la producción
de valor en el mundo”. Mientras que en lugares como Catán, estos proyectos quedan en el mero voluntarismo, no se sabe
cómo y por cuánto tiempo van a poder sostenerse, son “contranatura”. Entonces, respecto de lo común, es interesante la
pregunta por cuándo y dónde se valora que los chicos perciban, hablen, que pongan en juego capacidades asociativas, y
cuándo y dónde no. En ese sentido, hay un estallido de lo común, una fuga de lo común. Vemos cómo en situaciones muy
diversas, lo común va tomando diferentes configuraciones.
PP: Es difícil reaccionar después de ver el video, es fuerte y enigmático. Voy a decir algunas cosas indirectas, que si bien
no tienen que ver directamente, me parece que podrían dialogar con esta experiencia. Pienso en esta disolución de las
formas instituidas o reconocidas de lo común, en este estado de precariedad donde los lazos parecen desechos, pero
parecen desechos según nuestros códigos. Esos códigos que sólo pueden reconocer lazos en ciertas formas del lazo. Les
doy un ejemplo. Yo trabajo con psicóticos hace muchos años. Los psicóticos están y no están. Estás hablando con un
psicótico y él está y no está. En una radio que hay en un psiquiátrico, hay un tipo a cinco metros acostado, y cuando uno
lo llama para que venga a participar, allí se produce un absurdo, porque para él, está participando, pero de otra manera,
acostado a cinco metros de distancia. Está acompañando a su ritmo. Puede que algún día reaccione y diga algo o puede
que no diga nada, puede que se acerque o puede que no se acerque. Pero para nuestros códigos, no está participando,
¡¿cómo va estar participando a cinco metros de distancia acostado en el piso?! Y sí, él está participando pero de otro
modo.
Creo que allí hay un problema, que advierto muy fuertemente en esta época, una especie de despotismo de la grupalidad,
de la socialidad, lo que llamo un socialitarismo. Podríamos pensarlo como un despotismo del lazo. Por eso creo que es
necesario repensar los regimenes del lazo. Existen distintos niveles y parámetros de percepción del lazo. Está en juego
aquí una política de la percepción. ¿Cuántas cosas ocurren que no percibimos? Y no las percibimos porque nuestra
sensibilidad es mediática, nuestro código es mediático.
Voy a tomar otro ejemplo para pensar el problema de la percepción. Hubo en Brasil un encuentro de grupos que realizan
prácticas de resonancia colectiva, pero no todos son necesariamente colectivos. Vino a ese encuentro un individuo, un
chico que hace las veces de periodista, y relató una experiencia muy interesante. Hubo un accidente de avión en San
Pablo, un avión de la TAM, que chocó y murieron muchos pasajeros. Este chico estaba, quince minutos después de
ocurrido el accidente, en la pista de aterrizaje del aeropuerto, en medio de los bomberos, la policía, la gente
desesperada… Él tiene en su cuerpo muchos aparatos conectados; tiene varias conexiones, con la Web, con la radio…
Entonces, en medio de la pista, agarra el teléfono celular y habla con el Jefe de la Inteligencia de Brasil, y en voz muy
alta dice: “el helicóptero puede bajar”. Mientras por el otro oído escucha las noticias en la radio –una radio común que
tiene metida en el oído. Escucha que el Gobernador de San Pablo va a aterrizar el helicóptero, entonces él da la
autorización “simulada” de aterrizaje. La gente a su alrededor no entiende muy bien quién es, pero creen que seguramente
es un enviado del Jefe de la Inteligencia brasileña que está monitoreando los aterrizajes y despegues en esa situación de
emergencia. Los policías lo respetan, los bomberos también… y él sólo escucha las noticias y las reproduce como si fuera
él mismo el agente de esas noticias, en vez del espectador. Y al mismo tiempo, va mandando esa información directo a la
Web, como un reportaje, un falso reportaje –o un reportaje verdadero porque está sucediendo de algún modo. Él es un
factor caos en medio del caos.
Entonces, uno se pregunta qué personaje es éste, qué está haciendo este personaje. Un personaje que se conecta con los
medios, con lo que los medios transmiten como central, como aquello más importante que está ocurriendo en ese
momento en Brasil. Un tipo que llega a ese lugar fantaseando un personaje absolutamente ficticio, pero que utiliza los
instrumentos de comunicación reconocidos, valorados, los signos de la autoridad, del poder, para hacer su pequeño
desvío caótico y, al mismo tiempo, poner en ridículo toda esa solemnidad de la emergencia.
Mientras lo veía, pensaba, este personaje está inventando un tipo de intervención, de expresión; está robando todos estos
aparatos de comunicación y difusión; y haciendo su… no es un juego, es otra cosa; se trata de algo muy minúsculo, casi
caricaturesco. Él se considera una especie de “hombre-bomba” en la esfera de la comunicación.
Éste es sólo un ejemplo, si se quiere, más cómico. Vuelvo ahora a la idea, que me es tan querida, acerca de la percepción.
Creo que uno de los problemas político –entre mil comillas– más urgente es el problema de la percepción: el problema de
lo que percibimos, lo que no nos dejan percibir, lo que nos imponen como percepción, lo que no nos dejan ver, lo que no
queremos ver, lo que no podemos ver, lo que no soportamos ver… En este punto, se constituye un conjunto de clichés de
percepción. El cliché de la violencia, por ejemplo, es un cliché que nos atraviesa por entero y no nos deja ver nada más
(ni nada menos). Allí hay una especie de monitoreamiento perceptivo-afectivo. Porque junto con lo que percibimos viene
lo que sentimos. Es decir, ¿cómo hay que reaccionar frente a la violencia? Con el cliché de la violencia viene la reacción
ante la violencia: indignarse, compadecerse, rezar, intervenir en Ong’s… Existe un espectro muy codificado acerca de
cómo reaccionar frente a la violencia. Cuando nos dicen “acá está la violencia” también nos dicen cómo tenemos que
reaccionar frente a ella. Se trata de clichés de conducta, de afectividad.
Por eso creo que uno de los desafíos más difíciles de hoy en día es trabajar lo que yo llamaría la afectibilidad. ¿Cómo
trabajar el poder de ser afectado por lo que se ve pero no se ve, lo que está pero no está (no está según los parámetros
mediáticos)? El 90% de las cosas que ocurren no se ven, o no nos las dejan ver, o no las queremos ver; y esas cosas son
justamente lo más interesante. Esos movimientos tan -entre comillas- invisibles, moleculares, precarios, según criterios de
solidez, se nos vuelven ajenos. Entonces, ¿cómo problematizar esta “percepción clichetada” junto con la “afectividad
clichetada” que la acompaña? Y, ¿cómo desarrollar esa potencia de ser afectado incluso antes –no en un sentido
cronológico– del deseo de intervención?
Vemos cómo un concepto filosófico, que puede parecernos un tanto abstracto o académico, se nos vuelve de una urgencia
tremenda. Yo trabajo con psicóticos hace veinte años, los primeros quince años trabajé en un Hospital de Día. En un
Hospital de Día, los psicóticos están ahí durante el día y a la noche se van a sus casas. El Hospital donde trabajaba es una
institución bastante abierta, donde se lee Deleuze, Guattari*, Lacan, Winnicott… y al mismo tiempo, es una institución más
o menos chica, fundada por una argentina, con todo ese bagaje que los argentinos tienen, etc., etc., pero sin embargo es
una institución. Bueno, allí, un día estábamos en un espacio de taller de proyectos y un paciente dijo: “por qué no
hacemos teatro, pero no teatro de locos para locos”. Fue una de las consignas más claras que tuvimos. Ahí fue cuando
invitamos a dos directores de teatro de la ciudad, que no tenían nada que ver con locos ni con clínica, directores
conocidos, conocidos por su trabajo, uno más ligado a la performance y otro, al teatro. A ellos les encantó la idea,
vinieron y en tres meses montaron una obra. Con la idea inédita de que esa obra fuera presentada, no en el hospital ni en
un hospital más grande y mucho menos para los locos, sino en el circuito teatral de la ciudad, en un gran teatro. Con
mucha incertidumbre, la obra fue presentada, vinieron trecientas personas y fue un éxito.
A partir de allí, este dispositivo de teatro se consolidó, pero bajo una idea clave: una cierta exterioridad respecto de la
institución. Es decir, estos directores de teatro veían a los locos, no como pacientes sino como actores, con sus gestos,
con sus posturas, con su tartamudez, con sus disociaciones, con sus desvanecimientos… Todo eso les parecía una
potencia escénica. Pero no se trataba de explotar el cliché del loco, sino que todo aquello que una percepción más cliché
veía como impotencia, defecto, enfermedad, deficiencia, para ellos eran rasgos escénicos singularísimos que,
extrañamente, entraban en diálogo con una búsqueda del teatro contemporáneo: cómo deconstruir el gesto, el cuerpo, la
voz, la narrativa, el tiempo, el espacio. Eso, para estos actores ya estaba dado, estaban deconstruidos. No era necesario
deconstruir nada, sólo había que darle un entorno mínimo, que no se transformara en una exposición de lo caricaturesco,
sólo había que darle un grado de consistencia básico, que podía ser estético o paraestético… Eso a mí no me importaba, si
era o no arte, pero a los directores sí les importaba, a los actores más o menos, y después vimos que para los críticos eso
era un problema, pero que sin embargo les interesaba: ¿cómo es que estos actores actúan así, mientras que gente con
treinta años de esfuerzo teatral no consigue ese gesto, no consigue esa presencia escénica como de plomo pero al mismo
tiempo impalpable?, ¿qué presencia escénica es ésa? Están ahí bien pesados y al mismo no están, están en escena pero al
mismo tiempo parece que estuvieran en casa, pueden venir en pijama, pueden irse en medio de la situación, hacer su parte
e irse sin esperar el final ni los aplausos, pueden querer desistir en medio de la obra. Uno de ellos decía: “hoy me voy a
morir en escena”. Bueno, hay que incluir eso. El tipo se va a morir, está seguro que se va a morir en medio del
espectáculo. ¿Cómo se acoge eso?
Todos esos pequeños signos no corresponden con nuestra idea de “común”. “¡¿Cómo vamos a hacer una obra con gente
que dice que se va a morir en escena, con gente que desiste y se va en medio de la obra, o que cada tanto no está porque
está internado?!” Sin embargo, si uno moleculariza su percepción, ve que allí hay un mundo de una riqueza
extraordinaria; y que este mundo sí tiene su consistencia propia, y tiene su productividad (entre comillas, porque no está
subordinada a lo que se entiende por productividad) y tiene su quantum de desterritorialización de la escena, del teatro,
del espectáculo y, sobre todo, de la locura. Porque uno allí ya no reconoce al loco, no puede advertir quién está loco y
quién no lo está. Yo trabajo con ellos, soy también actor, es decir que estamos juntos en escena, y puedo asegurar que allí
se borran las fronteras, porque uno no sabe quién es el loco, quién es el psiquiatra, quién es el terapeuta. La gente que
viene a ver la obra sabe que está relacionada con locos y quiere saber quién es quién, juega todo el tiempo a ver si adivina
quién es el loco, quién el psiquiatra. Y siempre se equivoca, nunca adivina, siempre me ve como el paciente más antiguo,
y al paciente más antiguo como el director de la clínica. Allí, esa frontera imaginaria entre locura y no-locura se borra un
poco.
No sólo eso se borra, también hay otra cosa. Durante unos años, con este grupo de teatro estuvimos adentro de la
institución, dentro de la grilla de actividades del Hospital de Día. Pero desde el inicio, a la dirección, a los psiquiatras y
psicólogos les pareció raro el proyecto. Poco a poco, comenzamos a ensayar afuera del hospital, y eso ya fue un salto.
Además, las presentaciones siempre fueron afuera del hospital, y no sólo del hospital sino de todo el circuito hospitalario
y psiquiátrico (aunque invitábamos a mucha gente de la salud mental; pero invitábamos a aquellos que, como nosotros,
buscaban hacer “explotar” la institución psiquiátrica). Después de un tiempo nos dimos cuenta que había un conflicto
insoluble, porque la institución nos veía con muchísima desconfianza. Ellos no entendían por qué los excitábamos tanto a
los actores, por qué volvían de esa experiencia tan vivos, por qué llegaban no-pacientes, sin la paciencia de los pacientes.
Algo pasó en el rol del paciente psiquiátrico. Y digo “rol” porque el paciente es un rol teatral, ser paciente es un papel de
teatro. En el hospital, uno está impelido a hacer ese teatro: ser paciente psiquiátrico delante de otro que también hace su
papel, el psiquiatra. Y esos papeles están congelados. Y eso es una mierda. Cuando uno trata de hacer allí algún
movimiento se encuentra con que es muy complicado. Todos se aferran a esos papeles, incluso los pacientes, porque ser
un enfermo mental tiene sus ventajas, es un lugar en la vida, es una manera de estar, de recibir, etc. Ahora, en el teatro
uno recibe otro papel, que es el de actor, y a partir de ese rol de actor uno puede experimentar lo que quiera, incluso el rol
de médico, de paciente, de Napoleón, de Jesús… Cualquier delirio puede ser asumido desde un lugar escénico. Todo
aquello que en el hospital es considerado delirio y catalogado según la nosografía, en el teatro es pura potencia, potencia
de asociación, de viaje, potencia poética. Esta migración de una materia de un dispositivo a otro hace toda la diferencia.
Da legitimidad a lo que antes no la tenía, a aquello que más bien era visto como un síntoma. Y permite una movilidad que
no había en la institución.
Cuando la institución nos vio crecer tanto, en un principio trató de controlar nuestra autonomía, y luego quiso capitalizar
nuestra visibilidad. Cuando íbamos de teatro en teatro, después de las funciones, ellos siempre aparecían y querían
organizar una pequeña charla con los directores del hospital mostrando lo que hacíamos. Eso hizo que nos fuéramos del
hospital. Y conseguimos desertar de la institución manteniendo el grupo como grupo de teatro, una especie de “nave de
los locos”, sin ninguna pertenencia institucional, sólo nosotros como pseudo-institución, con autonomía jurídica,
económica, etc., que nos permitió hacer viajes y asociaciones con otra gente.
De esta experiencia se pueden concluir cosas muy distintas. Lo que yo veo es un dispositivo que se inventó
colectivamente, con los actores, de hecho la idea fue de ellos. Y acá, entre nosotros, cuando pienso en aquellos años, me
digo: “qué pobre que es una institución”. Parado delante de las fuerzas de lo que pasó, el resto queda dinosáurico. Voy a
usar una categoría que quizá les resulte un tanto simple pero puede ser útil. Estos locos, cuando están en la institución,
por más que la institución sea psicoanalítica, deleuziana, intersubjetivista, están en un lugar de desvalimiento. Si uno mira
desde afuera a los locos en esa escena institucional, ve lo que Agamben llamó nuda vida, vida desnuda, vida reducida a
su mínimo, a su mínimo biológico, al hecho de la mera supervivencia, a objetos de un cierto biopoder (claro que esto en
lo micro de la institución no es exactamente así, pero visto desde afuera…). Cuando eso está catalizado por un otro
dispositivo muy distinto, uno dice: “esto no es nuda vida, por qué va a ser vida desnuda si hay tantas cosas pasando ahí,
tantas alianzas, tantos micro-acontecimientos, tanta complicidad”. Hay allí, y estoy seguro de eso, la constitución de un
común pero sobre otra base, que no está dado por un lenguaje común (eso es muy difícil). No es un lenguaje común, es
otra cosa. Lo común, yo diría, es como un fondo, es un juego de singularidades que son muy disparatadas. Como ese tipo
tirado a cinco metros de distancia de lo que estamos haciendo, que de vez en cuando grita algo, y que sin embargo está
participando. Allí no hay lenguaje común, pero hay un plano de consistencia, a condición de pensar la consistencia en
términos muy abiertos. Porque a veces la consistencia es casi una inconsistencia. La inconsistencia tiene que ser parte de
la consistencia. Un plano de consistencia es aquello que acoge las inconsistencias, los desvanecimientos, las muertes, los
tartamudeos, las excitaciones. Pero todas esas inconsistencias aparecen de otra manera cuando están en este plano. Y yo
diría que hay allí, cuando la palabra está opacada, una biopotencia, una potencia de vida; no una vida desnuda, no una
vida reducida al bios, sino una potencia de vida. Ahora bien, no hay que virilizar demasiado esta palabra. La biopotencia
no es algo gigante: es también esta vida que inventa silencios, que inventa otros tipos de lazo.
El lazo es algo casi peligroso. La idea de lazo está muy bien pero, ¿qué hacemos con la desconexión? Les doy un ejemplo
personal. A mí me encanta llegar al grupo de teatro y acostarme en el suelo y no hablar con nadie. Diría que ése es el
único lugar donde puedo hacer eso en grupo. Si yo vengo a esta reunión y me acuesto en el suelo y me quedo en silencio,
ustedes me “crucifican”; es decir, eso no corresponde con el mínimo de productividad que se espera de mí. Y esto es
igual en todos los lugares adonde voy. Estoy sobreexigido a tener algo interesante que decir. En el grupo de teatro nadie
me exige nada, me acuesto y quedó ahí, y a veces algo pasa, con uno o con otro. Hace seis meses llegó un director nuevo
al grupo, que lee mi estado como una descalificación de su trabajo. El director quiere que la gente se mueva, que pasen
cosas, y lee lo que hago como un boicot. Entonces le tuve que aclarar que no es un boicot, que por favor me deje hacer
algo de eso, estar ahí flotando. Él quiere que todo el tiempo estén pasando cosas. Y yo digo, la desconexión es parte del
lazo. Yo necesito de esa desconexión para que haya un lazo. Si no, eso es otra cosa, no es lazo, es socialitarismo, un
socialitarismo que nos agota a todos. Hace poco salió un libro en Francia que tiene un título muy bueno –aunque el libro
no es tan bueno–: La fatiga de uno mismo.
MEL– Pensaba que esa pseudo-desconexión, de cuando vos llegás y te acostás, en ese lugar, es un leguaje común.
PP– Sí, sí.
EA– La tensión está entre esa intención, que casi siempre tenemos, de llegar a un lugar, querer armar algo y que pasen
cosas, y su contraposición, que implica sumarse a lo que está pasando, ser capaces de leer y nadar en lo que pasa ahí.
PP- Leer, nadar y… por supuesto que también hay allí un sostener. Pero el sostener tiene que ver con el nadar; el sostener
no es extrínseco a lo que sucede, no viene de afuera.
EA– Me preguntaba, mientras te escuchaba, qué es lo que le sumó a ese “grupo de locos” el teatro, qué le sumó el teatro a
eso que ya estaba en ellos, que ya estaba en la locura, a esa lógica que ya estaba de algún modo ahí.
PP– No estoy seguro de que esa lógica sea parte de su identidad, más bien creo que depende del contexto. Si están en el
hospital, si están en la institución o si están en el teatro, el sentido de esa lógica cambia completamente. Por eso cuando
me preguntás qué es lo que agregó, pienso que no es tanto que agregó sino más bien que validó todo eso desde otro
campo.
GF– Antes hablabas de una especie de legitimación que les daba el poder ser un personaje más, y no sólo “el paciente
condenable”.
PP– Exacto. Hay movilidad, experimentación… Pero ojo, todo esto es muy delicado, casi invisible, por eso es que tiene
que ver con la percepción. ¿Cómo poder sostener este grado de invisibilidad en estos movimientos que son tan frágiles?
Por eso necesitan una sustentación, que es un arte.
GF– Vos planteaste que existen distintas líneas la percepción, como estratos de percepción, desde los más codificados
hasta los más lábiles. Y también dijiste que si estás acá, en esta reunión, no se espera de vos que te acuestes en el piso y te
quedes callado sino que hables y digas cosas interesantes. ¿No será entonces que uno tiene que estar todo el tiempo
subiendo y bajando por esos estratos de percepción? Es decir, ¿tener una agilidad para subir y bajar? Pienso esto en
función también de la escuela porque hay algo del ordenamiento institucional que no podemos soslayar. Entonces, ¿cómo
se sube y se baja ahí?
PP– Si bien yo trabajo dando clases en la Universidad, doy muchas clases por semana a alumnos universitarios,
personalmente tengo un bloqueo con la escuela. Pasé años en la escuela con un sufrimiento bárbaro, porque no entendía
nada, no entendía lo que la gente decía, lo que enseñaba, lo que yo estaba haciendo ahí, lo que querían de mí, lo que
podía con los amigos... Fue atroz. Por eso no te puedo responder a tu pregunta, pero sí te puedo decir algo que asocio con
lo que planteás. Lo que a mí me encantó de lo que conocí de Guattari, cuando él hacía intervenciones colectivas, es su
capacidad de pensar al mismo tiempo desde distintos planos, ninguno era excluyente, ninguno era exclusivo; y también el
poder manejar distintos niveles de negociación, macro y micro. ¿Cómo desarrollar esa capacidad “milhojada”,
“hojaldrada”, esa lectura que consigue hacer coexistir distintas cosas? Guattari es eso. Él podía hablar del capitalismo
mundial integrado en una frase, y en la siguiente estar hablando de su trabajo en La Borde. ¿Cómo hacer coexistir todos
esos planos sin privilegiar uno en detrimento del otro? No digo articularlos porque eso es muy difícil, pero sí poder
conseguir esa agilidad que te permite subir y bajar.
SD– Creo que hay una energía deseante que no está en todos los planos. Uno puede estratégicamente intercambiar con los
niveles más burocráticos porque quiere conseguir algo de ahí, pero sabiendo que la energía más fuerte y vital no está allí.
Por eso creo que también es bueno hacer un ahorro, pensar dónde ponemos toda nuestra disponibilidad, y dónde nos
ponemos un poco autómatas. No todos los niveles de percepción son iguales ni tampoco uno se dispone del mismo modo
a todos ellos. También es interesante pensar dónde ponemos la energía y dónde simplemente representamos un papel para
no llegar a una confrontación absurda. Es decir, también es necesaria una afinación de una percepción que requiere
retirarse, sustraerse de los lugares que te empobrecen.
PP– Cuento algo anecdótico. La ciudad de Santos tenía la primera alcaldesa del PT, y con la comitiva que acompañaba a
Guattari fuimos hasta allí a visitarla. Era un encuentro absurdo, debo admitirlo. La señora había leído los libros de
Guattari, y muy efusivamente le decía: “Profesor Guattari, ¿por dónde anda su búsqueda en este momento?” Y él se tomó
unos minutos para contestarle. Salimos de ahí y no había pasado nada. Había sido una pavada. Pero cuando alguien le
preguntó: “¿Qué le gustó?” Él respondió: “un cuadrito que había en una pared”. Él tenía esa capacidad de dislocarse, sin
luchar contra y gastar energía en eso, tenía ese arte.
Me pregunto, ¿cómo es que esa energía se distribuye, se disemina, hace formas?
MB– Se me ocurre algo en relación con esto. ¿Existe una especie de apertura desde donde interpelamos al otro? El año
pasado tuvimos una reunión en la que charlamos sobre cómo trabajamos con los chicos de Catán y Diego decía algo muy
interesante sobre la diferencia que produce el humor, en el modo de pararnos frente a los chicos. Es decir, cuando uno
interpela o convoca al otro sin predeterminar el lugar que quiere que el otro ocupe, cuando lo convoca para ver cuáles son
esas “milhojas” que lo componen, qué tiene para traer en ese momento, es muy distinto a interpelarlo ya fijándolo en el
lugar desde el que tiene que responder. Lo que la estructura pedagógica institucional tiene de violento para con los chicos
es justamente eso, que todo el tiempo los interpela desde un lugar donde están obligados a responder. Cuando uno se
corre un poco de ese lugar que los fija y les empieza a hablar más para escuchar lo que tienen para decir que para pedirles
puntualmente que respondan algo en particular, empiezan a surgir cosas inesperadas, incalculables para lo que ese
intercambio en principio podía esperar.
PP– Hay un texto muy lindo de Roland Barthes* que se llama La clase. Él allí dice que enseñar –pero creo que esto se
podría aplicar a muchas otras cosas– o hablar o discursar es querer agarrar al otro, y por lo tanto es un ejercicio de poder.
Pero no sólo de poder sobre el otro, uno también queda atrapado en eso. Para Barthes, la libertad sería discursear sin
querer agarrar al otro –libertad para el otro pero también para uno–, hablar impedido de querer agarra al otro. En general,
lo que veo cuando doy clases, por ejemplo, es que está todo dado de antemano, lo que se puede decir, lo que se puede
preguntar, lo que se puede saber. ¿Cómo demoler todos esos estereotipos? Es muy difícil, porque hasta el acto de
demolición está estimulado: el anti-profesor es también una farsa.
DS- Mientras hablabas, recordaba, por un lado, una frase de Nietszche, de Ecce Homo, que dice “la espontaneidad es lo
más difícil”, porque no es lo primero que uno tiene a mano sino el resultado de un trabajo de la libertad de cada uno. Esto
me hace pensar que esa libertad de la que hablaba Barthes es un trabajo gigante. Por otro lado, se me vino a la cabeza la
idea de prudencia, que para Spinoza era vital. La prudencia refiere al cómo hacer para que este trabajo de la
espontaneidad o de la libertad no choque con los modos mayoritarios, con las percepciones normalizadas. En casi todas
las instituciones en las que nosotros trabajamos existe una demanda de lazo social gigante, fuertísima. En la escuela, por
ejemplo, la demanda es que los chicos aprendan, en el sentido de que se preparen para lo social, para lo económico, etc.
Pero al mismo tiempo, la promesa de inclusión en la sociedad está quebrada, está frustrada, y esa frustración aumenta
cuando choca con la demanda de lazo social. ¿Sobre qué enlaces sostener, entonces, otro tipo de experiencias? En la
película En la esquina, Bruno decía que él sentía que cuando se armaba un espacio con los chicos como el que se ve allí,
era mucho más lo que los chicos podían aprender del mundo que cuando él les daba sus clases de literatura. Y esto viene
de la experiencia de teatro del año anterior. Para los chicos este tipo de experiencias de la escuela parece ser muy
interesante. Entonces, me quedo pensando cómo se arma esta articulación “guattariniana” entre un poder de constituir
estos espacios de creación y, a la vez, desplegar cierta prudencia, que quizás consiste en no despreciar la demanda (es
cierto que frustrante…) tan fuerte del entorno. Digamos que tal vez se trate de que las cosas que ahora estamos armando
tengan algún tipo de traducción bajo el modo de un poder colectivo tangible. Estoy planteando esto más como un
problema común que como una pregunta específica. Y es que esto es un problema en las experiencias que transitamos, en
donde los espacios vitales se generan a veces a costa de una gran soledad. Y esto tanto para los grandes como para los
chicos. Porque tengo la sensación de que los chicos también de algún modo precisan adquirir la potencia de la traducción.
Me refiero a los chicos que participan con nosotros de estas aventuras. Ellos también andan a la búsqueda de un modo u
otro de adquirir “la potencia de la milhojas”, de la traducción, del pasaje, del matiz, de saber que esto que están
conociendo sobre la vida también tiene que ser para ellos una posibilidad de jugar en y con los “varios niveles”. Es decir,
que las experiencias que hacemos juntos siempre se refieren al aprendizaje de una “pragmática”, de un saber “usar”, saber
“recorrer” los espacios que podamos abrir en ese bloque macizo -otras veces etéreo- que llamamos sociedad, conservando
la potencia propia.
SD– Tal vez ya se da esa traducción en los chicos, en su vida concreta, y nosotros no nos damos cuenta o no sabemos
cómo registrarlo. Me parece que ésa es una posibilidad, porque aunque nosotros nos arropamos de ese discurso que tiene
cierta flexibilidad y que ya rompió con ciertas coordenadas, también es cierto que hay cosas que no sabemos cómo leer.
Tal vez tenemos sólo una intuición o quizá sea un deseo. No estoy segura de que esa traducción no esté, hay que ver cuán
subterránea o clandestina es, cuánto nos muestran los chicos de eso, o cuánto queremos ver –como decía antes Peter–. Por
otro lado pienso que los chicos viven esas experiencias mientras que los adultos nos preguntamos, casi desde afuera:
“¿para qué hacemos esto?, ¿qué es esta experiencia?, ¿qué implica?, ¿qué queremos conseguir?”. Y nos pasamos mucho
tiempo dándole vueltas a esas interrogaciones. En cambio, los chicos se arrojan ahí y viven eso. Y tal vez también ellos se
están preguntando cosas pero desde otra gramática, desde otra dinámica, probablemente en el límite de la obsesión por las
explicaciones. Creo que allí hay que registrar más señales, de esa traducción que quizá en algún punto esté operando, y
no podemos ver.
PP– Esto me hace pensar en algunos grupos con los que tuve contacto, de los que me impresionó su movilidad, su
capacidad de negociación. Siempre me impresiona mucho la claridad que tienen estos grupos sobre la crueldad social, es
decir, con qué sabiduría la manejan. Sabiduría de enfrentamiento, de no enfrentamiento: cuándo negociar, cuándo no y
cómo negociar. Esto me recuerda una anécdota un poco loca. Una vez fui con un grupo de jóvenes a Xingu, en el
Amazonas. Era un grupo de jóvenes que querían hacer un film sobre la tribu Xavante. Me invitaron porque yo soy una
especie de especialista en cosas raras. El Jefe de la tribu que íbamos a visitar se llama Payakan, es un líder muy conocido
que lideró las Tribus del Xingu para impedir la construcción de una hidroeléctrica. Cuando llegamos, el Jefe nos dejó ahí
durante cuatro días sin hablarnos, al quinto día organizó una reunión con todos los guerreros de la tribu, pintados de
negro con sus lanzas, y nosotros, los cuatro estudiantes y yo. Y nos hizo tres preguntas –yo casi caigo muerto–. Primera
pregunta: ¿adónde está el contrato? Y nosotros decíamos: ¿qué contrato?, nosotros somos estudiantes y estamos acá para
llevarles su mensaje a los blancos. Segunda pregunta: ¿cuánto pagan? Y nosotros le decíamos: pero si nosotros somos
pobres. Tercera pregunta: ¿con quién quedan las imágenes? Y nosotros le explicábamos que había que editar las
imágenes en San Pablo. Se dio toda una discusión y al final algunos guerreros se levantaron y se fueron muy enojados, y
ahí nos dimos cuenta que éramos “personas no gratas”. Finalmente nos echaron. Los cuatro jóvenes decían “este cacique
es un hijo de puta, un autoritario”, y yo pensaba “qué sabiduría, este hombre entiendo todo”.
El Ministerio de Cultura de Brasil, con Gilberto Gil a la cabeza, organizó una serie de mesas redondas, donde se reunían
lo que ellos llaman “puntos de cultura”. Esas experiencias fueron muy interesantes. Allí vi gente con una radicalidad pero
al mismo tiempo con una sabiduría sobre el límite, increíbles. Es cierto que si uno lo mira desde afuera parece poco, pero
cuando nos acercamos, vemos una contracultura que tiene mucho valor, aunque desde otro código parezca débil. Por
supuesto que también hay problemas, porque la autonomía tiene un límite. Pienso en nuestro grupo de teatro, si los
dejamos solos, la consistencia se deshace. Sí podemos ir negociando y navegando grupalmente, pero hay que hacer un
acompañamiento, al menos por ahora.
GF– Me quedé pensando en algo que se relaciona con lo que dijeron Silvia y Diego. Hay en Emmanuel, el chico
de Entrelíneas, una potencia, una capacidad de gestión. Desde la escuela se lee la potencia de un chico de gestionar una
banda de chorros como capacidad para gestionar otra cosa. Yo veo que existe como un salto entre esas formas de
traducción, que sí vemos en muchos chicos, y otras formas de traducción más ligadas con entrar en contacto con “el
mundo blanco”, es decir, con el mundo codificado, o, si se quiere, con “el mundo adulto”. Creo que en estos dos modos
de traducción se ponen en juego habilidades diferentes. Me parece que es interesante cuando hay un
aprendizaje entre mundos, entre distintos planos. Hay algo del atravesar fronteras que requiere de ciertas habilidades, y
en ese punto no estoy segura de que los chicos las tengan. Creo que sí pueden desplegar una potencialidad cuando se
encuentran en estos “otros” espacios, pero cuando entran en el mundo más codificado, muchas veces se endurecen y
repliegan. Si miro a los chicos como docente, en la escuela, veo como una especie de franja vacía, de obstáculo en la
movilidad para cruzar fronteras, para cruzar a un mundo que también existe.
SD– Sin embargo, yo veo que estas dificultades en la movilidad entre planos se ven también en personas adultas muy
instruidas. Por eso creo que no conviene partir del preconcepto de que existen ciertas personas que no tienen esa
capacidad. Por ejemplo, a los indígenas de la tribu de la que hablabas, nadie les enseñó nada y sin embargo tienen
una sabiduría increíble para discernir lo que les conviene de lo que no. Entonces, es un problema si nosotros partimos de
ese preconcepto y lo tornamos objetivo. Creo que nos podemos encontrar con sorpresas. Hay chicos que tienen una gran
capacidad de negociación, una gran capacidad para detectar aliados, y pueden expresarlo con mucha más sencillez que
una persona que tiene una formación académica enorme. Me parece que no podemos decir que los chicos tienen recursos
muy potentes, y acto seguido decir que hay ciertas habilidades que tienen que aprender, y que nosotros se las podemos
enseñar.
DS– Yo no me refería tanto a la polaridad imaginaria de negro-banco (que es una simplificación que no nos ayuda), sino
a la multiplicidad de niveles que podemos reconocer en la experiencia que hacemos y que puede indicarse de un modo
muy sencillo al modo: “esto es una escuela”, “esto es una radio”, etc. Es decir, me refería a los modos de pasaje entre la
escuela y la radio. Ustedes, Peter, con el grupo de teatro, hicieron un éxodo respecto de la institución, y eso parece, por lo
que contás, que funcionó, que era necesario. Ahora, cuando pienso en la escuela con la que estamos trabajando, hay
momentos en que siento que es la escuela misma la que de algún modo produce un éxodo. Es ella misma la que termina
siendo utilizada por los chicos de modos insospechados. Todo esto es muy complejo pero para resumir, hay toda una vida
no-escolar en la escuela, que des-institucionaliza, que boicotea todos los intentos de institucionalizar lo que sucede allí. Y
la radio opera en estas tensiones. Dando la posibilidad de leer este campo de tensiones y de apoyar experiencias de
relación y hasta de estímulo de iniciativas como éstas, que no pretenden acomodarse a la institución, sino tener un
diálogo complejo con ella. ¿Puede la escuela leer la propia “milhojas” sobre la que se asienta? ¿Puede interesarse por la
experiencia de la radio, que transita por un nivel diferente?
Entonces, ¿cómo se pasa de “esto es una escuela” a “esto es una radio”, conservando la tensión y las oscilaciones entre
ambos polos? La escuela no sabe bien, ya de por sí, como conservarse como escuela. Y en este punto paradojal tal vez la
radio, que aún no transmite hacia afuera, le acerca a la escuela algunas preguntas que pueden venirle muy bien: ¿cómo
relacionarse con los raperos, que andan en torno a la escuela y que tienen un trato muy sensible con el lenguaje, con el
barrio, etc.? Entonces: ¿Cómo concebir estos pasajes por entre los diferentes niveles (que también son perceptivos)?
BS– La imagen “¿qué pasa con la escuela?” no es sólo algo metafórico, es real. Se está definiendo si vamos a ser una
secundaria, si vamos a ser una primaria…
SD- ¿Pero eso no se resuelve en otro nivel?
BS- Más o menos, puede ser que la comunidad tenga alguna posibilidad de participar. Hay una reforma provincial que
todavía no está definida. Todavía no sabemos si vamos a ser una escuela secundaria pura, por ejemplo. Entonces, todo
esto también suma a la sensación de no-lugar, de no-territorio, o de desterritorio. Es probable que la radio se acentúe
como proyecto independiente de la escuela, es muy probable. Pero también es probable que la escuela tenga una política
para la radio. Y al mismo tiempo es probable que no haya escuela.
PP– Voy a decir un absurdo. En cierto modo, es verdad, vivimos en un mundo. Pero no hay un mundo, hay millones de
mundos, incluso muchos mundos paralelos. Por ejemplo, yo veo en el grupo de teatro con los locos un mundo
asumidamente paralelo, aunque también hay que hacer conexiones, presentaciones, conseguir dinero, etc. Ahora, estos
puentes entre mundos son puentes pero también son abismos. Entonces, a veces me pregunto, ¿cómo sostener la
posibilidad de estos mundos paralelos? Por ejemplo, en la periferia de Brasilia, la gente dice: “Nosotros no somos la
periferia, somos nuestro propio viaje, no queremos trabajar ni tener un empleo, para nosotros el centro es acá.” Hay que
hacer explotar esa especie de imperativo de socialización homogénea mínima. Sé que esto es muy difícil, sobre todo a
nivel concreto. No me refiero a que “otro mundo es posible”, eso es otra cosa, me refiero a que otros mundos coexisten
en este mundo que algunos consideran hegemónico, pero ese mundo hegemónico es sólo el cliché. Si uno anda por la
calle, ve que cada persona es un mundo. Entonces, pienso cómo trabajar también institucionalmente esta idea de los
mundos paralelos.
GF– Lo que decís sobre el abismo me alerta sobre algo, estamos siempre pensando en el puente, y no en que abajo del
puente está el abismo. ¿Cómo armar posibles tránsitos sabiendo de ese peligro? Para la escuela, pensar este problema es
clave. No sólo porque éste sea un problema para los chicos, sino que, por el sólo hecho de ser chicos, ya hay algo que nos
pone en un mundo distinto.
PP– Sí, hay un abismo con las nuevas generaciones. En los últimos tiempos, me reúno con grupos de gente muy joven, y
ellos son tan animados, sensibles, saludables, inteligentes; ante eso, me siento un dinosaurio. Hay un abismo. Y al mismo
tiempo, ellos quieren escuchar lo que yo digo, porque algo resuena; entonces me llaman, y yo estoy sediento de ver qué
pasa ahí, qué está surgiendo, qué sensibilidades… No está claro qué es eso nuevo que está surgiendo. Por eso no hay
respuestas generales, hay experimentaciones, que son siempre locales. Las respuestas muy generales no convienen.
DS– Se me ocurre que, como dice Deleuze, hay dos ideas distintas de institución para tener en cuenta. La institución
como un modo de formatear lo que pasa a nivel de los mundos, que se presenta como productora de clichés y consignas.
Y otra imagen de institución más ligada al artificio, que no tiene nada a priori que decir. A estas últimas las podríamos
pensar como instituciones ligadas al “humor”, como decía Miguel. Todo esto resuena con algo que nos decía hace un
tiempo Paolo Virno*, en una reunión parecida a ésta: “bueno, basta con las instituciones del estado, empecemos a ensayar
instituciones post-estatales”, instituciones que ya no tienen nada que decir a priori, y por tanto tampoco “obligan” a
priori. Me quedo pensando entonces si la radio no es un modo de sugerirle a la escuela que su frustración como
institución trascendente no le permite ensayar modos de este otro tipo de institución.
EA– Peter, si no entendí mal, ¿vos planteabas la necesidad de la preservación de los abismos? Algo así como que el
despotismo del lazo es igual que el despotismo del puente. Siempre queremos hacer lazo, siempre queremos hacer
puentes. Pero, ¿cómo preservamos el abismo y nos concentramos en armar eso que estamos armando?
PP– Sí, yo comparto eso, porque es casi como un derecho a la existencia, un derecho a las múltiples formas de vida. No
sé si se enteraron de ese caso que ocurrió hace poco en Francia, donde fueron presos un grupo de jóvenes que hacían una
revista, por estar acusados de sabotaje. El punto es que el sensacionalismo periodístico fue utilizando todos los signos de
vida alternativos que estos jóvenes tenían para inculparlos. El hecho de que vivieran en el interior, aislados de lo urbano,
sin celulares (eso es en sí mismo ya una prueba de clandestinidad), haciendo cosas relacionadas con la naturaleza,
leyendo mucha literatura revolucionaria y rechazando el trabajo, eran pruebas de criminalidad. La forma de vida fue
criminalizada, antes que el supuesto atentado.
Ellos desarrollaron la idea de que vivimos una especie de guerra civil entre formas de vida. Esta idea me es muy querida.
Yo creo que existen formas de vida que coexisten de manera agonística, es decir, existen muchas formas de vida y una
que se impone sobre todas ellas, que es la que propone el mercado. El mercado, antes de vender la mercadería, propone
un universo. Estás en el universo, lo habitás, si comprás esas mercancías.
Creo que hay una relación entre formas de vida múltiples y mundos en creación incierta. Vamos experimentando, la
forma de vida es una experimentación, aunque luego pueda institucionalizarse (en el buen sentido), porque esa institución
satisface a los instintos.
Entonces, ¿cómo pensar estas múltiples formas de vida?, ¿cómo tener ojos para eso? Ojos para lo múltiple, aunque haya
una forma más hegemónica que formatea nuestra percepción, e incluso nuestro juicio sobre qué es una forma de vida
legítima. Hay gente que dice “¡pero eso no es una forma de vida!, ¡eso no es vida!” En fin, ¿cómo desarrollar la
percepción de lo múltiple?
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