Testimonios - Maison des Sciences de l`Homme et de la Société

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Testimonios
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Enrique Molina:
César Moro*
Ahora de nuevo César Moro enciende fuego en el corazón del Perú, su país,
haciendo converger los rayos del sol en un punto incandescente, a través del
diamante de su poesía.
Entre la miseria verbal que invade la poesía americana César Moro abre una
brecha fulgurante, en cuyo fondo se destaca el perfil tenso, preciso, tierno, audaz,
feroz, dulcísimo, salvaje y en llamas de César Moro.
Desgraciadamente su obra, de una extraordinaria calidad poética, está poco
difundida entre nosotros. Es lo suficientemente auténtico y original como para
que su nombre escape a la adulación del coro de adeptos a los recitales y a las
referencias descriptivas sobre las variantes del folklorismo.
En París, Moro ha colaborado en las principales revistas surrealistas. En Lima
fundó con Westphalen la revista de poesía El Uso de la Palabra. En 1940, con Breton y Wolfgang Paalen, organiza la “Primera Exposición del Surrealismo en Méjico”. Ha publicado en francés Le château de grisou y Lettre d’amour. En castellano
aparecerá en breve La tortuga ecuestre, libro del cual ofrecemos poemas inéditos.
Alguna vez los grandes monumentos de la retórica y la mistificación permanente se hundirán en el suelo de América. Entonces sabremos que César Moro ha sido
uno de aquellos que han cavado las galerías más profundas bajo sus cimientos.
* En: A Partir de Cero, n° 52, Buenos Aires, noviembre de 1952, s.n.p.
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Testimonios
André Coyné:
Cayó la cortina de tinieblas...*
Cayó la cortina de tinieblas y nos separa.
César Moro ha muerto.
Ha muerto aquí –en Lima– en una Lima que lo desconociera y que él reconocía
un poco menos cada día.
César, perdóname, no puedo... No puedo hablar de ti como de un muerto.
César, vives en mí. Te has llevado el sol, la luz; me has dejado en la noche en que
escribo... Eras el sol, la luz; lo sigues siendo y lo seguirás siendo mientras te llore,
mientras te busque, a cada esquina de las calles, al norte y al levante de la ciudad
mortal de tu ausencia...
César, Aurora. La noche es para mí. Eres el día. Mis ojos están ciegos de tu
muerte, y no te ven, no te volverán a ver. La culpa es mía.
César ¡escucha! Me he quedado ciego, sordo. Pero tú ves y oyes... Perdóname
si hablo solo: tanto hemos hablado en siete años ¿te acuerdas? César, estamos
solos, como siempre. Los demás no entienden, ¡no importa! Empiezan a hablar de
ti porque has muerto; ya confunden las fechas y los hechos: no perdamos el tiempo –¡el tiempo pasa!– en discutir con ellos, ¿para qué? Ya te encuentran nombre,
categoría, escuela: es su costumbre, pero escapas de ellos y te ríes de los nombres,
de las categorías, de las escuelas. Eres libre, como siempre lo has sido en vida.
¡El hombre más libre de tu tierra!
¡Y el más puro!
Poesía en ti era pureza. Pureza: amor. Amor: libertad.
Poesía, fuego. Poesía, juego. Juego hasta la muerte, como el amor. Poesía, llama. “Llama de amor viva”. Siempreviva, y la muerte... ¡César! la muerte, muerta.
¡El poeta más poeta del Perú!
Muchos escriben y confunden la poesía con los poemas; creen que ser poeta es
escribir poemas, publicarlos, y luego escribir más, publicar más. ¡Hay una plétora
de poetas en el Perú! En las antologías, en las revistas, en los libros. En los ficheros, en los salones, en los congresos.
Odiabas la feria literaria, la habladuría literaria. Odiabas los poetas, esos poetas.
Eras Poeta, el Poeta. Has muerto de serlo; César, hay muy pocos poetas en el Perú.
Poetas porque sí, poetas en la vida y en la muerte, poetas en el alba y en el crepús-
* En: Suplemento Dominical de El Comercio, n° 151, Lima, 15 de enero de 1956, p. 2.
André Coyné
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culo, poetas en el cuerpo y en el alma, poetas en la sabiduría y en el dolor, poetas
en las rosas y en el cielo. ¡Tú! Los demás, no existen: sólo hablan...
César, lo has dicho, el 25 de diciembre de 1950 cuando murió en México “uno
de los más grandes poetas de la lengua española” y tu amigo, Xavier Villaurrutia:
“Su vida fue vertiginosa, limpia, cristalina. Su obra, marmórea, reflejó obsesionante el ala de obsidiana”. La vida de Xavier, y la tuya, César. La obra de Xavier,
y la tuya, casi inédita, dispersa...
“Difícil será volver a encontrar en el mundo tal elfo azul –eres tú quien hablas
siempre de Xavier, y proféticamente de ti mismo– tal elfo azul, color, alegría de
la vida, bondad y, reunido al elfo, el nocturno creador de la poesía impecable y
funeraria”.
Como Xavier, has muerto, y aquí estamos todos, tus amigos, tus poquísimos
amigos, los de Lima, los de París, los de México (en la mañana misma de tu muerte, dos cartas me llegaron de México, de Agustín y de Remedios), algunos otros.
Aquí estamos con tu madre, con tu hermano.
Aquí estoy, César. Tu amistad no siempre fue fácil ¡tanto mejor! Has sido el
amigo más amigo, porque has sido el que más exigías: no admitías que hubiera
amistad alguna sin pasión.
La pasión de toda tu vida, César. La pasión de todos tus actos, de todas tus palabras, de todos tus sueños, de todos tus deseos: ¡la pasión de todas tus pasiones!
Has muerto porque amabas la vida con pasión, has muerto de pasión, cuando los
otros viven sólo de interés, arribistas, traidores, prostitutos, todos paniaguados de
las letras.
Has muerto porque amabas la vida juventud, la vida sol, la vida mar, la vida
belleza, la vida Proust, la vida Baudelaire, la vida un rostro, la vida un amigo, la
vida un desconocido, la vida una taza china, la vida una pierna, la vida una isla
como tortuga adormilada en la niebla. Has muerto porque querías vivir en un
Perú de mitos y leyendas, en una playa de aves tutelares o en un parque de ficus
y palmeras, o en una casa de quincha, de rejas, de balcones. Pero los niños matan
a las aves en Barranco, los hombres arrancan los árboles y derrumban las viejas
casonas.
Solías repetir ¿recuerdas? una frase de un amigo tuyo, mexicano: “Somos los
últimos sobrevivientes del siglo XIX”. Añorabas el ocio, el silencio, un mundo con
remansos de paz, de hermosura y de pereza. Te tocó vivir en el mundo de los
altoparlantes y de la bulla, de Hollywood y de la bomba atómica, el mundo de
Sartre, de la fealdad y de la arquitectura funcional, el mundo de la prisa, de la
prensa amarilla, de las novelas radiales, entre criollos, vividores y rateros.
Has aguantado mucho, ya no podías. ¿Qué podían los médicos, César, contra
tu mal? ¿Qué podíamos nosotros, Margot, Dolores, yo, los demás, cuando la carga
del mundo te agobiaba? ¿Qué podíamos contra la vejez idiota de nuestra época?
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Testimonios
¡Con qué pasión, César! ¡Cuánto has sufrido! Día tras día te he acompañado en
tu pasión... ¡Con qué horror, noche tras noche! Siete años...
¡César, has muerto! Perdóname. Estamos solos, más solos que nunca, cada cual
solo: la pantalla de la muerte nos separa. César, me oyes, pero no me contestas...
Escribo, escribo... Es inútil... Trato de embriagarme de tu recuerdo, pero me falta
ahora tu presencia: tú me ves, pero yo no te veo; ha muerto tu mirada, ha muerto
tu voz, han muerto tus manos, todo tu cuerpo ha muerto... Perdóname. Pienso en
ti y pienso en nosotros, pienso en mí: hemos estado juntos tanto tiempo, aquí, en
todas partes ¿qué haré?
Me dejas solo, César. Perdóname.
César, tú, César, nuestro Rey Moro, en el reino inextinguible de la soledad y del
amor...
Enero de 1956
André Coyné:
César Moro*
Seguir hablándole –como ayer, en la noche...
Hablar de él: casi no puedo. Además ¿para qué? En siete años de trato cotidiano habíamos creado un lenguaje que nadie, o muy pocas personas, entendían
–amigas, amigos, dos o tres– lenguaje sin misterios aparentes, lenguaje con palabras de a diario, pero: lenguaje flor, lenguaje amor, lenguaje angustia, lenguaje
instante eternidad, lenguaje pierna piedra, lenguaje adiós, lenguaje nada, lenguaje
sugerencia silencio...
Lenguaje mudo, ahora, lenguaje perdido, menos cuando lo hablo todavía, y
nadie contesta… hablarlo, puedo: darlo de entender es diferente… Voy a juntar
palabras una vez más: ¿quién oye? ¿quién escucha?
Todos lo oyen todo, lo escuchan todo: les da lo mismo...
¡No! Para algunos hombres, algunos niños, hombres-niños, más hombres que
los hombres-grandes hombres, los hombres-sabios, tal vez no todo da lo mismo
aún. A ellos tan sólo a ellos, me dirijo y digo: que César Moro ha muerto y que
nadie ha vivido en Lima, en el Perú, últimamente (que nadie vivirá en mucho
tiempo), la vida que vivió, “la admirable, la pavorosa vida”.
* En: Cultura, año I, n° 1, Lima, enero, febrero y marzo de 1956, pp. 58-60.
André Coyné
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No cualquier poeta es Poeta, no cualquier hombre es Hombre, en los tres reinos de la sangre, de la ternura y del espíritu.
Ángel y demonio: Hombre.
¡Éllo ha sido!
Oculto entre los hombres que comen a dos carrillos, los hombres que adquieren poder, fama, fortuna: el Hombre Libertad... Cuando se conozca su obra
–poemas, cuadros– aquellos que la vean o la lean con ojos ingenuos, sin prejuicios, descubrirán que su obra también es Obra Libertad: nada respeta, a nadie
obedece, surge con la libertad de la pasión, la siempreviva.
No está bien vista la pasión; el mundo prefiere el raciocinio, el interés, las
terribles ideas, las malditas ideas, lo abstracto –poetas que disertan, pintores con
programas, el mundo no confía de los cinco sentidos, odia a la poesía, a la pintura.
Pintura: ojo; poesía: labio, saliva, mano, muslo.
Hay mundo y mundo.
Al escribir sobre la obra de Proust, en 1948, en Las Moradas, César Moro apuntaba: “Veinticinco años después de su muerte, los lectores de Huxley, de Stephan
Zweig o de Ludwig no han podido penetrar en el mundo de Guermantes...”
Y volviendo sobre el tema, en 1954, cuando celebramos juntos, un poco tarde,
los 30 años de la muerte del más grande novelista del siglo, declaraba en la única
conferencia que aceptó pronunciar en su vida: “Ahora, cinco años más tarde, sigo
creyendo que el «clan» Guermantes continúa cerrado, desafiante, inaccesible. Los
Guermantes no reciben ya...”
No todos los que leen, leen. La obra de Proust es ejemplar: “multitud de curiosos” la leen (si es que la leen) y quedan fuera, “murmurando o maldiciendo”;
han encontrado el libro interesante, pero también le han encontrado defectos,
fallas, “peros”, nuevos y viejos “peros”. Actitud crítica, que tan sólo juzga a quien
se imagina que juzga: de nada vale la inteligencia en ciertos casos. Forma vital
de la intuición: el amor... Entramos con amor en el “país de las maravillas” o no
entramos... a poco tiempo de andar por los corredores misteriosos, tras el conejo
blanco de ojos colorados, Alicia ya sospechaba que muy pocas cosas, en realidad,
son imposibles; depende de quién las viva o las desee.
En una carta abierta a Xavier Villaurrutia (Las Moradas, 1949), Moro preguntaba a su amigo, el gran poeta mexicano, también muerto hoy día y siempre vivo
en un sueño de olas y de ángeles: “¿Cómo no seguir en los sitios de peligro donde
no caben ni salvación ni regreso?” –y concluía: “Tanto peor si la realidad vence
una vez y otra y convence a los eternos convencidos trayendo entre los brazos
verdaderos despojos: el hierro y el cemento o la hoz y el martillo como argumentos definitivos para justificar la prodigiosa bestialización de la vida humana.
Ese mundo no es el nuestro”.
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Testimonios
Debemos escoger, no podemos amar esto y aquello, no podemos vivir la vida
pantano y la vida mar cielo hoguera.
En un mundo en proceso de cretinización, con medios cada vez más perfectos
para ello: radio, cinemascope, prensa, televisión –mundo de la técnica, del ruido,
de la propaganda, de la mentira– una sola bomba puede acabar con millones de
cuerpos humanos, y un solo slogan con un número tal vez mayor de espíritus. “Ese
mundo no es el nuestro”.
Hay mundo y mundo.
Debemos escoger. A quien “ha penetrado en el mundo de Guermantes”, Sartre
y Hemingway no tienen nada que decir. Y a quien Bonnard y Chirico han “iniciado” ¿qué le pueden parecer las superficies mentales de un Dewasne y tutti quanti?
(Hablo de arte, pero podría hablar igualmente de la sabiduría de un chofer de
taxi, la cual existe a veces todavía, a pesar de los medios modernos de información
y hunde en el mayor ridículo, para quien la aprecia, los despropósitos de muchos
periodistas y vociferadores de radio).
Debemos escoger entre dos mundos.
Negar uno de ellos en forma total, absoluta. Quienes pretenden medir el pro
y el contra, determinar lo bueno y lo malo en el mundo idiota de la cacofonía y
de los digests, no merecen crédito alguno; son también idiotas, o mienten por
dinero, por vanidad, por cobardía.
¿Cultura? No hay tal.
Y menos aún: progreso, porvenir.
Es normal, lógico, que aquellos que tienen a su cargo el “destino” de los hombres,
traten de salvar, de remediar lo que pueda ser salvado, remediado, con optimismo.
Pero realmente “¿qué tiene el mundo que hacer, en adelante, bajo el cielo?” Baudelaire lo advertía hace noventa años, ¿con qué mayor razón no lo diría hoy, si estuviera?...
Están de moda los testigos. Pues bien, los únicos testigos que creemos son
testigos del horror creciente del mundo, de “ese mundo”, al cual ellos se oponen
en el silencio. No testigos contritos sin embargo, testigos lúcidos, eso es todo…
No enemigos de la tierra, de la vida; al contrario... Testigos de dos mundos: los
dos, mundos terrestres, mundos vivos: tras el mundo del horror, el de la belleza
oculta y evidente, del goce y del deseo. El poeta sufre del primero, pero libera al
segundo con imágenes; el pintor, con manchas de color, es éste el otro mundo:
efímero, eterno, un mundo apariencia, un mundo esencia.
“La admirable, la pavorosa vida”: la vida de dos mundos, un mundo pavoroso,
un mundo admirable, en esta vida.
He conocido a César Moro: sufría, amaba. Luego, durante años hemos sufrido
juntos, amado juntos. Ahora afirmo que en el Perú, en América, el más puro testigo que había, era él. Alejado del circo y del tablado, de los histriones y de los
payasos, ignorado o confundido, a veces, entre la turba de la que huía: ejemplar,
único... Es tiempo de gritarlo, aunque el grito se pierda en el bullicio...
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André Coyné
El mundo del horror lo ha vencido: ha muerto.
Quedamos, sus amigos; es inútil decir la falta que nos hace: cosa nuestra. También queda su obra, trunca por la hostilidad del ambiente, pero con todo inmensa
y en su mayor parte inédita: cosa nuestra y de todos aquellos aún dispuestos a penetrar en un palacio de sueño y de verdad, de fantasía y de nostalgia, el “Castillo
de Grisú” de la Memoria, hija del Cielo, madre de las Musas. Como anticipo de
una publicación urgente, necesaria, ofrezco las páginas de Alfabeto de las Actitudes.
“El hombre está solo con el mar en medio de los hombres.”
Con el mar de los Baños de Barranco, el mar de Agua Dulce...
También nos hablas, César, del “fariseísmo, el filisteísmo”, y del “odio al mito,
a los mitos”. ¿Cómo podría olvidar que tú has sido para mí, entre las demás cosas
(¡cuántas cosas!), el maravilloso introductor a los mitos del Perú? Un Perú tuyo,
de aves fabulosas, de hombres fabulosos, de leyendas. Mitos antiguos, mitos de tu
ayer, de tu pasado –y mitos redivivos, mitos de hoy, mitos para nosotros y nadie
más, cuando en la noche del mundo, a la esquina, nuevamente surgía el ave tutelar, un rostro humano, un rostro amigo, un rostro desconocido, el Amor, tal vez la
Muerte...
Marzo de 1956
André Coyné:
César Moro*
Je n’ai pas de convictions, comme l’entendent
les gens de mon siècle, parce que je n’ai pas
d’ambition.
Il n’y a pas en moi de base pour une conviction...
Cependant, j’ai quelques convictions, dans un
sens plus élevé, et qui ne peut être compris par les
gens de mon temps.
Charles Baudelaire
* Charla en el Instituto de Arte Contemporáneo, Lima, 21 de agosto de 1956.
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Testimonios
Et... l’homme... continue à croire en l’homme en
tant qu’être réellement perfectible à l’infini... Il
feint en tout cas d’y croire. Moi, je le crois très
sincèrement imperfectible à l’infini...
Pierre Reverdy
“César Moro, esclavo universal”.
La amistad es como el amor: exclusiva.
No hablo de una amistad mundana –tampoco de una amistad puramente intelectual, que apenas difiere de la otra, pues vive de ideas, y las ideas viven del
mundo, debatidas en cualquier columna de cualquier periódico, por cualquiera:
de nadie huyen, a todos se entregan, con todos coquetean, poco o mucho, a todos
se entregan, mal o bien, como rameras.
Amistad-pasión, la que recuerdo: la de los goces y los dolores, las alegrías y las
angustias. César Moro tenía la pasión de la amistad –una amistad difícil, exigente
(así es la pasión) pero también única, maravillosa. Tenía la pasión de la amistad y
no hubiera admitido que lo juzgaran sin pasión, que dieran de él un testimonio
frío, calculado, y en buena cuenta indiferente. Tenía razón: hasta sus injusticias
eran justas, había que conocerlo y, después de conocerlo, amarlo, para comprender que, en el fondo, él podía a veces engañarse, pero nunca se equivocaba.
¿Ideas? Pobres ideas... Lo que de nosotros vale, no son ideas. ¿Qué ideas hay
nuestras? y, a la hora de las horas ¿qué nos importan nuestras ideas? Podemos
cambiarlas: moda, antojo –un día esto, otro día aquello– o mejor no tenerlas ya
que, pasadas las modas y los antojos, un solo hecho queda, inalterable: nuestra
sensibilidad. No digo sentimiento, sensiblería: sensibilidad, la aptitud para comunicarnos, inmediatamente, con el mundo, para tejer la red sin fin de relaciones
entre nosotros y cada cosa, nosotros y cada ser del universo, la tierra, el cielo, el
mar, un rostro, un objeto, una mirada, hoy, siempre hoy, ayer hoy, mañana hoy, de
día o de noche, en la vigilia o en el sueño.
Amistad exclusiva, cuando arraiga en una sensibilidad común, la que va creando, día tras día, un lenguaje común, exclusivo; con las palabras de todos, un lenguaje de pronto extraño a los demás, y luego, cada día que pasa, más extraño.
Dos hombres, dos mujeres, un hombre y una mujer descubren una tarde que un
espectáculo dado de la vida les inspira la misma reacción de burla, de escarnio, de
rechazo, o de placer, de entusiasmo: han descubierto la amistad como el amor; comunican; para ello disponen de palabras aprendidas, “passe-partout” –palabras del lenguaje cotidiano; empiezan a escoger entre ellas; descartan muchas, y las que guardan,
se las apropian; es como si éstas nunca hubiesen existido para nadie hasta la fecha:
las reinventan, para uso común –exclusivo–. Voces idénticas, materialmente idénticas
a las del diccionario y voces nuevas por el sinnúmero de resonancias íntimas que
adquieren. Aventuras del lenguaje, que acreditan todas las aventuras del alma...
André Coyné
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Cualquier lenguaje es signo; signo que a todos dice algo, lo mismo: el lenguaje
de a diario; signo que a todos puede decir algo, lo mismo: el lenguaje de las ciencias. O signo para los iniciados: el lenguaje de la poesía, el del amor, de la amistad.
Lenguaje exclusivo, porque nada define: alude, y la palabra es llave que abre las
puertas de un mundo oculto, reservado; hay que merecerlo.
Quienes lo han experimentado como yo, o antes que yo, no me van a desmentir, estoy seguro, no me pueden desmentir: el lenguaje que hablábamos con César
Moro sus amigos, sabemos que con nadie más lo hablaremos; quisiéramos callar,
y tal vez oír retumbar en plena noche el eco de la voz familiar, la voz viva que no
aceptamos que haya muerto.
Héme aquí hablando sin embargo –hablando: ¿para presentar una retrospectiva de pintura? No... La pintura también es lenguaje y los cuadros nos hablan por sí
solos. En otras circunstancias –Moro en vida– hubiera bastado como introducción
la página de aforismos que él mismo escribiera –las últimas líneas que escribiera– para posible prefacio a una muestra de sus obras y que hemos reproducido
en el catálogo. Pero, mientras tanto, él ha muerto, sin llevar a cabo la exposición
proyectada; no está presente para deslumbramos con su presencia: sus cuadros
hablan, él ya no habla.
Por otra parte, han pasado cerca de 20 años desde que se realizara, en la Peña
Pancho Fierro de Alicia Bustamante, una exposición de obras anteriores al viaje
a México; y a partir de 1948, fecha de su regreso, hasta su muerte, Moro había
escogido, en la mayoría de los casos, el silencio; contados eran los amigos que
sabían que, después de años sin pintar, había vuelto a coger los pasteles y tenía
listos unos quince cuadros que destinaba a una exposición próxima, casi confidencial, cuando murió. Para muchos la pintura de Moro quedaba pues totalmente
desconocida u olvidada, más aún que su poesía, y casi tanto como su persona.
No me cabe emprender ahora una exégesis de la producción plástica o escrita,
tampoco puedo –ya lo dije– de buenas a primeras, hablar en público, el lenguaje
de fulgores y matices que hablaba con él, sólo con él; al menos desearía esbozar
un retrato en el cual quienes lo conocieron lo reconozcan y los otros sospechen
lo incongruente y lo inconfundible de su vivir de hombre, de artista.
Nos hace falta, hoy día, su presencia: aparecía él, y algo cambiaba alrededor; era
suficiente que estuviera para que se alterara el orden, un orden falso de adulación
y de mentira; eso lo sabemos no sólo quienes lo frecuentábamos diariamente,
sino también todos aquellos que lo encontraban de vez en cuando, acá o acullá,
al azar de los meses, o de los años. Aparentemente nada: alguien apenas más
sutil, físicamente más sutil, más cortés, y más determinado que cualquiera a pasar
inadvertido: de una cortesía perfecta; en realidad, un fuego ardía, imposible, en
adelante, de apagar –dulzura, suavidad de la voz, pero para decir cosas terribles,
o simplemente acertadas, con una gracia incontenible y destructora, sin dejar
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Testimonios
de parecer “gracia” a oídos de los sordos– suavidad también de la mirada, pero
suavidad de la llama que lo penetra todo y todo lo abrasa, y, a fin de purificarlo,
lo deshace.
Mirada de ángel que hubiera estado entre demonios y que mirara al mundo, a
los hombres, con las dos luces juntas, inapelables, del cielo y del infierno.
Mirada de pasión –insisto– que no dejaba que se quedaran indiferentes hasta
los indiferentes o los ciegos. Pasión –vida más intensa que la vida: desde el primer
momento, Moro daba la impresión de vivir la vida con intensidad, de Vivir con V
mayúscula, la vida pura, la vida viva, la vida sin ningún descanso, la vida de día y
la vida de noche, 24 horas de día y de noche ya que son 24 horas – apenas necesito precisar que, en general, vivimos casi todos muy poco cada día, muy poco en
toda nuestra vida; nuestra vida nos vive: es distinto.
Sólo viviendo la vida a cada hora, se la puede subyugar y, literalmente encantar: Moro la encantaba; y esa facultad de “encantamiento”, en el sentido primitivo
de la palabra, es la que nos permitirá fijar, casi siempre, cuáles son los poetas
auténticos, poetas por que sí, como el sol es sol, la noche, noche, y separarlos
de los más, poetas literatos, poetas porque escriben versos, y los publican o los
declaman, y eso es todo. En el Perú, Eguren fue poeta entre los primeros; Moro
también lo fue, lejos de los tablados, de los corrillos donde se vende y prostituye
la poesía rastrera, alicaída, cuando no alirrota, o alifingida.
Sólo viviendo la vida a cada hora, vale la pena vivirla, y valía la pena vivirla
al lado de él. No bien llegaba entre otra gente, se establecía, se imponía una jerarquía, que muchos no le perdonaban, no le han perdonado. Ningún prestigio
resistía cuando entraba: prestigio del nombre, el rango, el dinero, o simplemente
prestigio del prestigio; nadie lo engañaba con oropeles, o las virtudes postizas del
poder, de la habladuría o de la fama. Más que nadie sensible a las ilusiones de la
belleza (pero no las hubiera llamado ilusiones), estaba completamente insensible
a las ilusiones frustradas de los noticiarios, de la actualidad falaz, fugaz de las
agencias de noticias. La actualidad donde él vivía era otra; actualidad igualmente
fugaz pero eterna, y luego verdadera, actualidad sin tiempo en el tiempo, tan
pronto revelada como aceptada por los cinco sentidos del hombre, por su espíritu
y por su alma: “La primera revelación agobiadora de la vida eterna resplandeció
en una pierna”.
Desde uno de los tantos asilos donde lo intentaron, torturaron y finalmente
arruinaron y mataron, Antonin Artaud, al recordar su viaje al país de los Tarahumaras, en México, lamentaba que la conciencia europea, digamos mejor la
conciencia moderna occidental, conciencia técnica, en busca de eficacia inmediata, haya perdido el sentimiento de lo sagrado –de ahí “su desgracia, pues entre
nosotros el hombre ya no respeta nada”. La “civilización” lleva al fracaso, o es el
fracaso mismo, instituido, al menos que el arte –el arte responsable– nos mantenga despiertos, dé la alarma y restituya, a hombres igualmente responsables, el
André Coyné
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sentimiento perdido de lo sagrado, es decir del valor propio, eterno, irrebatible
de cada ser que pasa, de cada objeto.
La propaganda lo envilece todo, porque todo lo confunde y nivela; en su afán
de terminar con nosotros, y más rápidamente aún con nuestra dignidad, dispone
de medios aterradores, de día en día multiplicados. Una inquisición universal
que borra las diferencias, hasta las divergencias, de los sistemas políticos y económicos, y que los inquisidores medievales nunca osaron siquiera imaginar, está
cubriendo paulatinamente nuestra vida –y, lo que resulta más pavoroso, con la
complicidad, la complacencia de muchas víctimas: la bulla absurda del mundo
moderno las ha anestesiado, cuando ellas creían que sólo las divertía–. En 1953,
Moro notaba: “No se explica que el hombre pretenda llenar su soledad con ruido: la radio, la televisión, la arquitectura moderna son abyectas, abominables. El
periodismo ya era suficiente como mecanismo eficaz de cretinización”. En poco
tiempo la cretinización ha progresado, enormemente: lo único que progresa todavía. Moro amaba la vida más que todo, pero, en los últimos meses, tan fuerte fue
el horror que la vejez idiota del mundo le inspiraba, que esta sola idea lo reconciliaba con la muerte, o se la enseñaba menos horrible. El horror lo ha muerto, el
cansancio, enfermedad que los médicos generalmente ignoran.
No encuentro adjetivo que lo califique mejor que: disconforme. Desconformidad total, sin arrebatos ni arrepentimientos, desconformidad con lo sabido, lo
trillado, lo establecido, e igualmente con las pintarrajeadas novedades de tantos
rimbombantes innovadores, que nada tienen que expresar, menos aún que renovar –con las convenciones vigentes y con esas otras convenciones que los revolucionarios de mala laya, apenas triunfan, instauran– con todos los academismos,
los de ayer, los de hoy, los de mañana ¿por qué los de mañana habrían de resultar
más amigos de lo auténtico que los pasados?
Desconformidad absoluta con la “realidad” que “vence una vez y otra y convence a los eternos convencidos”, según escribía en 1948 a Xavier Villaurrutia,
desconformidad en la cual se afianza toda su obra y la persecución de otra cosa
que la obra revela. Algunos pensarán que el disentir con la opinión de un mundo
chocho y agresivo fue el resultado de los años, o se acentuó acaso con los años; no
es cierto. Lo que sí tal vez se haya acentuado es el sentimiento de la propia impotencia frente a “la fatuidad, la inepcia, cuando no la sangrienta bestialidad de los
hombres de acción” y de sus secuaces, que nos hablan de construir el mundo y lo
destruyen, nos lo destruyen: no necesitamos haber vivido mucho para caer en la
cuenta; verdad que el tiempo (nuestro tiempo) se vuelve a la larga más propicio,
más cínicamente halagador.
La desconformidad es sensible desde las primeras experiencias, las primeras
manifestaciones de César Moro. Pero es desconformidad de poeta, adorador vehemente de la vida, y no de filósofo gruñón, o amargado. Ya hablé del amor a la
vida. Disconforme con los artificios de cualquier índole, con los filisteísmos y los
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Testimonios
vocablos huecos, afectados, Moro lo era porque abrigaba una conformidad más
honda que explicaba su desconformidad al mismo tiempo que la exacerbaba:
conformidad con el hecho bruto de la vida, conformidad con la naturaleza de la
vida y con lo que hay de natural, antes de que ellos mismos lo profanen, en los
hombres, conformidad con los siete signos de la belleza deletreados por el viento,
la tierra, el océano, los árboles, y por labios humanos cuando no mienten, en el
runrún felino del amor.
No es la vida misma la que tiene la culpa del horror, sino nosotros por lo que
hemos hecho con ella; el poeta que el mundo horroriza, da testimonio de otro
mundo maravilloso, un mundo al alcance de los sentidos, otro mundo en el mundo, pero que el mundo niega y odia: el amor, corregido por Hollywood o por una
Junta de Censura, ya no mata, ni siquiera deslumbra o deleita; resulta, cuando
más, una forma entre las muchas de un “confort” moderno, sin riesgo alguno.
El poeta es hombre de riesgo, no de “confort”. En la carta a Villaurrutia publicada en Las Moradas, Moro igualmente advertía: “¿Cómo no seguir en los sitios
de peligro donde no caben ni salvación ni regreso?”. Peligro-belleza, peligro-vida:
no arredraba ante el peligro, y creo que siempre flirteó con la locura o el delirio
como medios últimos para arrebatar a la vida, a la belleza, su razón. Era entonces
cuando la vulgaridad del mundo real lo ofendía y lo hería en carne como en espíritu, lo agobiaba: mundo real opuesto al mundo verdadero, presentido, sentido
también en carne y en espíritu –“poseer la verdad en un alma y un cuerpo” anhelaba Rimbaud– el mundo verdadero de las hadas y de los ángeles, “castillo de
grisú” donde nos acechan los peligros, pero a un tiempo las maravillas.
El poeta sufre del conflicto entre los mundos, sufrir es poco: muere, y Moro ha
muerto: el mundo que “siempre prefiere con el instinto más seguro la convención
a la creación” (Pierre-Jean Jouve), el mundo simplemente mundo lo ha rendido...
Termina rindiéndonos a todos; sólo que el poeta es el último en rendirse; los fariseos, los filisteos, ellos, ya se han rendido a la hora de nacer y después se burlan,
toda la vida, del que resiste, y lucha hasta morir. Resistencia activa, a pesar de
todo, la del poeta: cuando el mundo, ese mundo, al fin lo rinde, él lo ha rendido
tantas veces, todas las veces que “cierto ulular del viento en las encrucijadas o
el graznido de alguna ave propicia a la melancolía” pasaba por sus versos, y el
incendio de un palacio de aire iluminaba su mirada.
Paradoja máxima de la poesía: cada una de las palabras del poeta (sigo hablando del poeta auténtico) resuelve el misterio de la vida y el poeta muere. Moro ha
muerto –no sin haber vivido con una vehemencia, una insolencia que raramente
se ha dado: vehemencia en el goce y vehemencia en el tormento– perseguidor de
algo, de alguien, y perseguido con la misma pasión con la que él perseguía.
Él, todo –lo manifesté– era pasión. “Pocos son los hombres que tienen el derecho de reinar, decía Baudelaire, pues a pocos les cabe una gran pasión.” Moro reinó
en vida, ya que se confundió con su pasión. El horror por el mundo circundante lo
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justifica, en primer término, el horror de éste por la pasión –horror por cuanto pierde y salva al hombre– complacencia, en cambio, por cuanto lo aboba y lo degrada.
Un mundo que no permite la pasión se juzga a sí mismo; no condena la pasión,
se condena. Mundo absurdo en el cual la única pasión tolerada viene a ser, por
una increíble aberración, el odio a la pasión misma, la pasión contra la pasión; una
vez más me permito citar a Baudelaire, poeta por antonomasia: “Este mundo ha
llegado a tal espesor de vulgaridad que el desprecio por el hombre espiritual ha
adquirido la violencia de una pasión” –curiosa pasión que aspira a matar la fuente
de toda pasión: el espíritu.
Es cierto que mucho se habla, hoy como nunca, de pasión, pero la palabra casi
siempre se usa en plural: pasiones; no: pasión –y nuestras pasiones, pasiones de
periódicos pasionales, apenas si son manías, caprichos que cambiamos o repetimos (en la repetición, en el cambio también, está el gusto)– pasiones parciales
que enceguecen, pasiones que matan ¿cómo no? pero por antojo, por interés: para
nada. En Moro la pasión fue la esencia misma de la vida: una sola pasión, pasión
de vida que no dejaba que nadie descansara y, menos que todos, el que la vivía.
Pasión para él significaba exactamente lo contrario del interés o del antojo. Vivir
apasionado era vivir entregado a la vida, entregándose todo en todo momento, y
no vivir interesado o antojadizo...
Cuando arraiga en una fidelidad ejemplar a lo que es, la pasión no ciega sino
que más bien da la luz –una luz implacable proyectada en las sombras del mundo
y que todo lo destapa–. En vano nuestra vanidad viste de oropeles y juega con los
abalorios de moda, la pasión la desnuda, nos desnuda; en vano tratamos de ocultarnos la muerte, la pasión la descubre, nos descubre; en vano nos envanecemos
de favores humanos, la pasión los deshincha, nos deshincha: el hombre está solo
con su pasión, solo con la vida que hay que vivir, sin ayuda de nadie, de nada: tal
como es, “pavorosa” y, sin embargo, tan “admirable”, tan admirablemente admirable como pavorosamente pavorosa.
Moro sufrió su pasión hasta el límite, con una conciencia siempre viva de aquellos dos aspectos esenciales y contradictorios de la vida. Inadaptable al mundo de
la realidad, porque adaptado a la verdad del mundo –verdad terrible, apasionante– odiaba lo que nos distrae de ella (el tiempo es breve y la vida, mortal, inagotable); odiaba lo que nos hace perder tiempo en fruslerías (ganar dinero, etc.), lo
que aburre. Mucho padeció en vida de la vida, pero la vida nunca lo aburrió, y no
permitía que alguien se aburriese, malgastase la vida en el hastío, que no hay que
confundir con la melancolía, propia, al contrario del poeta –propia del solitario y
del niño.
La pasión que llevaba a todas partes le impedía, a él aburrirse. La esclavitud
aburre, pero la pasión es libertad. “Todo hombre libre tiene derecho a 24 horas
de libertad al día.” Entre los aforismos que Moro copiaba, a veces, en sus cuadernos, figura esta frase del holandés Geert van Bruaene y, a renglón seguido, la de
210
Testimonios
Baudelaire: “Ser un hombre útil me ha parecido siempre algo horrible”, y de JeanJacques Rousseau: “La ociosidad me basta, y con tal de no hacer nada, prefiero
aún soñar despierto que en sueños”.
Los filósofos gastan muchos esfuerzos primero en plantear, y luego agitar el
problema de la libertad; pero, mientras ellos discuten, los poetas viven la libertad
de lleno, sin pensarlo: una libertad que no limitan a poder circular por las calles
libremente, ir al cinema o leer un periódico de oposición –libertad, aventura y
como antes observé, libertad riesgo, libertad de desafiar la vida, en cualquier
trance, aún para destruirse con ella–. “24 horas de libertad al día” ¿cuál de nosotros se atrevería a sostener que hace lo posible para merecerlas? En todo caso, no
conozco a nadie que las haya merecido como Moro.
Para huir de ser útil..., murmuran ciertas voces. La idea de lo útil es una de
las tantas ideas falsas creadas y mantenidas por la conciencia occidental. ¿Acaso
censuramos a Marcel Proust (tomo un ejemplo admirado de Moro) el no haber
hecho nada útil y haber vivido sin tener que levantarse a hora fija, coger la pluma
a hora fija, hablar a hora fija, con gente fija, como un ministro, un banquero o un
oficinista? Y si Baudelaire nos habla de lo horrible que le parece ser útil ¿olvidaremos cuánto pagó él mismo para no serlo y dejarnos, en cambio, los versos de
“La chevelure” y “L’invitation au voyage”?
Aceptado un cargo, cualquiera que fuese, Moro cumplía escrupulosamente con
todas las imposiciones que éste envolvía (el hombre más ocioso resultaba al final
el más cumplidor); tenía la religión de la palabra dada, pero, no por ello, iba a
pensar que de su trabajo dependía la marcha de las cosas: lo realizaba en la mejor
forma posible; nadie le exigía que, de añadidura, se tomara en serio a sí mismo o
se sintiera indispensable cuando obraba.
Lo que sí conocía perfectamente era el tiempo que perdía mientras tanto, tiempo perdido para la otra cosa de que hablamos antes, tiempo robado al ocio –no a la
ociosidad vulgar, “madre de los vicios” (todo es vulgar para la gente vulgar, hasta
los vicios), sino al ocio creador, la fecunda pereza, la de los inmortales y de los
poetas. No es posible interpretar al mundo sin haberlo sufrido, tampoco sin haberlo gozado, voluptuosamente gozado con la piel, con los ojos, al sol de mediodía
y al sol, tal vez más embrigador aún, de medianoche. Llega un momento en que el
poeta más poeta de nuestros días, Pierre Reverdy, escribe “ad usum selectorum”:
“Tengo tal necesidad de tiempo para no hacer nada que no me queda ya bastante
tiempo para trabajar”.
He sido testigo, en los últimos años, de la lucha de Moro con el tiempo, lucha
diaria con el tiempo que lo obligaban a medir para hacer algo, en vez de aprovecharlo para ser alguien –lucha inútil que había de terminar sólo a la hora de
la muerte–. Empezó a morir cuando volvió a Lima, en 1948; luchó y fue el más
fuerte hasta que le llegó la noticia de la caída fulminante, en México, el 25 de
diciembre de 1950, del poeta de Nostalgia de la Muerte, su amigo, Xavier Villau-
André Coyné
211
rrutia; después siguió luchando, pero no tenía el ímpetu de antes; la obligación
de ganarse la vida mezquinamente lo extenuaba, lo agotaba; la vida lo seguía
entusiasmando pero, por ratos, anhelaba descanso, quietud entre las aventuras:
cosa nueva en él: hasta la fecha, nunca había escatimado los esfuerzos y, con tal
de estar libre, sin compromiso, no vacilaba en sufrir, callada, heroicamente, las
consecuencias más draconianas de la libertad.
Pienso en París, en los trabajos que le costó no trabajar, no ser “útil”, vivir de
vida y no de ganarse la vida, sin exigir tampoco auxilio o ayuda de nadie: la vida
que escogiera la asumía con total dignidad, no como tantos “bohemios” pedigüeños que confunden la desidia con el ocio y pretenden costearla con lo ajeno.
Cuando no pudo más, y le fue necesario trabajar, trabajó tan bien como cualquiera, pero buscando siempre un trabajo que le dejara tiempo: tiempo de libertad;
nunca tuvo dinero porque nunca se rebajó ni se prostituyó por el dinero; aun así,
murió cansado de tanto trabajar por tan poca cosa.
No que admitiera el snobismo de la pobreza: había nacido pobre, pero también había nacido para el lujo, para una vida suntuosa, principesca –“César Moro,
el Magnífico”– la riqueza prodigiosa de su imaginación se alimentaba en sueños
de fortuna heredada, imposible. Nunca se hubiera humillado, esclavizado tras el
dinero –era cuestión de raza, no de situación; pues, de nacer en otro estado, hubiera sido rico tan naturalmente, tan espléndidamente y con la misma liberalidad,
la misma generosidad que le conocíamos en la pobreza –la generosidad, rasgo
permanente de su carácter.
Pobre, atendía a sus amigos con suntuosidad y el regalo de menos cuantía,
escogido por él, parecía un regalo de príncipe, una cosa única y, por algún detalle,
inestimable. A los príncipes se les conoce por lo que existen, no por lo que poseen o adquieren. Según las circunstancias, entre 1925 y 1933, Moro pudo vivir
en París en un cuartucho de hotel, pasando hambre, o sentarse en la mesa del
Vizconde de Noailles, bailar en “Le Bœuf sur le Toit” –variaciones de la suerte, no
del genio– a todas partes podía ir, brillar, y luego recogerse en la soledad de “la
noche oscura del alma”, “sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía”.
Místico sin religión definida, o de mil religiones personales, fugitivas, encarnadas, era como si él lo hubiera merecido todo desde siempre, como por “encanto”:
parte del encanto, aquella cortesía, a veces extremada, casi exagerada (él sabía por
qué), pero nunca adulona o de mal gusto, con que pasaba por el “mundo”, “un
mundo” al que sólo pertenecía en cuanto le daba la gana: “ya ves que sí, pues no”,
como tantas veces lo hemos oído advertir en forma inapelable.
Ya sé que cortesía tan poco estudiada, parecerá reñida, a gente prevenida, con
el espíritu de rebeldía y de absoluta libertad que acabo de recordar: los poetas viven entre nosotros para asumir las contradicciones, muchas de las cuales resultan
a la postre más aparentes que reales. En Moro coexistían un ser violento porque
puro, violento porque libre ante cualquier prejuicio, de mayoría o de minoría, un
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Testimonios
ser que no huía del escándalo, y hasta lo buscaba en ocasiones, escandalizando al
que más, y luego al que menos –y otro ser, todo pudor y modestia, a quien no le
importaba lo que pensaran, ni que pensaran, con tal de poder “gozar” de ciertos
gozos y de cumplir, no con los hombres en abstracto, sino con algunos que él
eligiera, separara.
En ambos casos, lo llevaba su pasión, sea que repudiara las mentiras con que
nos ocultan la “vida” o la estorban, sea que buscara cómo vivir la vida plenamente,
lejos del ruido, del público –en ambos casos, lo llevaba la fidelidad a la vida–.
Nada contradictorio finalmente: Moro no renunció, nunca se resignó, pero nunca
tampoco había gustado de la ostentación barata y gritona de los papagayos de la
fama. El título de uno de los poemas de La tortuga ecuestre, “La vida escandalosa
de César Moro” apenas si necesita comentario: hay hombres que provocan escándalos gratuitos, gratuitos no: interesados, para que hablen de ellos, por jactancia;
Moro había escogido vivir escandalosamente –no es igual– y vivía escandalosamente toda la vida, en secreto como en público: vivir escandalosamente o sea vivir
al margen de la vida ordenada y de antemano concertada, vivir “en los sitios de
peligro”, no por un momento: para siempre, no por darse a conocer: para quedar
bien consigo mismo –la vida del que prefiere la vida tal cual a la opinión ajena
es siempre escandalosa, no importa que el escándalo se evidencie o permanezca
oscuro, ignorado.
Por cierto, en la vida de Moro, podríamos distinguir una época más abiertamente “escandalosa”, y otra más retraída, más silenciosa –en ningún momento, el
deseo vulgar de escandalizar por escandalizar, y cuando se apartó de las manifestaciones públicas, somos testigos que su silencio no significó renuncia alguna ni
acomodamiento: tal vez simplemente la voluntad de no desperdiciar una energía
inútil en tratar de convencer, como poeta, a un mundo cada día más convencido
de la inutilidad de la poesía, la voluntad de aislar al menos algo de la vida, algo
que poder salvar, amar, en lugar de prostituirlo todo para nada, en el bullicio
del tablado, entre cómicos fútiles y quisquillosos; al contrario, entre amigos o en
grupos pequeños, cuando no tenía por qué gritar para que lo oyeran, se mostraba
tan apasionado como nunca y ¿quién le resistía siendo así?
Por lo demás, había días en que, por más escarmentado que estuviera del mundo, no podía guardar su protesta y, aún sabiendo que había de caer en el vado, ya
no la contenía; prueba de ello, la carta abierta que, unas semanas antes de postrarse en cama para siempre, escribía a un redactor de El Comercio, para censurar un
espectáculo vergonzoso que presenciara en el zoológico de Barranco. Tal vez dos
o tres personas la hayan leído y la recuerden –en ella denunciaba un hecho particular de “barbarie”–. Así como nunca aceptó colaborar en revista alguna sino por
motivos personales, amistosos –en París, los folletos de sus amigos surrealistas;
en México, El Hijo Pródigo, donde figuraba su amigo Villaurrutia, Dyn, que publicaba su amigo Paalen; en Lima, Las Moradas, de su amigo Westphalen– soñaba
André Coyné
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últimamente con que lanzáramos una hoja impresa sin otro propósito que el de
expresar a nuestro antojo algunas paradojas, o lo que muchos llamarían paradojas, verdades a contratiempo o a contracorriente, y a un tiempo denunciar hechos
particulares (no hubieran faltado), sin tener que acudir a los grandes periódicos
anónimos, menos aún a revistillas literarias tendenciosas o confusionistas.
De llevarse a cabo tal designio, es probable que Moro hubiera demostrado las
dotes elevadas de moralista, que revelan algunas notas suyas, y revelaba tanto más
su plática diaria con nosotros: moralista peleado con las morales al uso, o en desuso, en la medida en que se apartan de lo que hace la vida inobjetable y se avienen
a la hipocresía o al engaño –moralista como puede serlo, en Francia, Jouhandeau
y lo es asimismo Reverdy–; moralista de una moral exigente, más exigente que
cualquiera, cuando se rige, no por preceptos recibidos anteladamente, sino por el
afán de ver la vida así como es y de no perdonarle nada –lo que requiere, en primer lugar, no perdonarse nada a sí mismo– moral de pocas reglas pero rigurosas:
no permitirse ruindad alguna, no tratar con nadie para envilecerlo, al contrario
para exaltarlo o enaltecerlo –moral noble en todos los significados del vocablo y
que no admite prédica, sino ejemplo: el ejemplo–. Moro nos lo dio, hasta callar si
la confusión era muy grande y la jerarquía de los valores miserablemente trastornada.
Moral de poeta también la suya, al igual que el no conformismo –moral de
poeta y es cierto que los poetas más excelsos son por lo mismo excelsos moralistas: Baudelaire, Mallarmé, y Reverdy, el último citado. Moral de poeta, la ejercida
mediante el “humour” y, en especial, mediante la forma moderna del “humour”
(moderna en cuanto a su definición): el “humour” negro, el que resuelve en una
fórmula única el horror y la belleza persistente del mundo –el horror a pesar de
la belleza, belleza a pesar del horror.
Ya existen recetas para el “humour” negro y escritores de poca monta,
Prévert, Queneau, y otros, saben como aplicarlas halagando a un público más
ansioso de agudezas inconsecuentes que de mirar al mundo con la debida crueldad, generadora de maravillas al tiempo que de muerte. En Moro,
el “humour” no obedecía a ninguna prescripción literaria; era algo innato,
espontáneo, que brotaba de modo incontenible y lograba efectos también
incontenibles, sea que, de pronto, repitiera un lema conocido, que él renovara
y apropiara en cada caso: “no te lo podríía cre-y-er”; sea que, en un arranque
creativo –pues el humor niega lo serio de la vida para mejor poner de manifiesto lo trágico de ella–, se le ocurriera abrir un “Instituto de Belleza para
envejecer rápidamente” o designar en los colegios “profesores de malas costumbres”, como los hay de civismo o de lógica.
El “humour” termina creando figuras míticas –para nosotros que fuimos amigos de Moro, nos resultan míticas esas mujeres que, sin embargo, existen o han
existido: Australia Tonel, Ninfa del Templo, Aspasia Mosquito y, por encima de
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Testimonios
todas, en atención no a su nombre, sino a sus hechos y dichos fabulosos, la extraordinaria María Carreño, la que fue, es y quedará como un ejemplo genial de
humanidad “corriente” exacerbada.
Hablando de Moro, siempre tenemos que volver a la poesía: a ella vuelvo. La
poesía definida por Baudelaire, como lo más real que existe y “totalmente verdadero solo en otro mundo” –no el otro mundo: otro mundo, ya lo anuncié, que el
poeta descubre no en el más allá, sino en el más acá, cuando su mirada penetra
el mundo en que estamos y, tras los intereses creados, las ideas también creadas,
nos revela la esencia misma de las cosas –otra cosa en las cosas, otro mundo en el
mundo–, el mundo necesario de lo “surreal” en el mundo arbitrario de lo “real”.
He dicho: “surreal”; ya es tiempo de examinar las relaciones de Moro con el
movimiento superrealista, o surrealista, conforme se lo quiera llamar. No sé si
afirmar que se ha hablado demasiado de surrealismo con respecto a César o, al
contrario, que no se ha hablado ni se hablará lo suficiente. Demasiado, cuando
tratan de encerrarlo en una escuela, de limitarlo a una doctrina, señalándolo para
siempre con un mote despectivo o ingenuamente admirativo –en ambos casos
desconociendo a la persona, esencialmente libre, por una cualquiera razón social,
falta de contenido verdadero; lo dicho hasta ahora, creo que basta para descalificar de antemano toda interpretación formalista, viniera de los amantes o de los
adversarios del surrealismo.1
Pero también es cierto que, en otro sentido, no se ha estimado debidamente el
surrealismo de Moro: él era naturalmente surrealista, en el sentido vital, existencial dirían algunos, de la palabra –algo que deslumbraba cuando se le empezaba
a conocer y más aún cuando se le iba conociendo mejor día a día; sospecho que
pocos hombres ha habido y pocos habrá tan sin quererlo surrealistas, así como
lo fueron Gérard de Nerval o Lewis Carrol varios decenios antes de que se ha-
1. A los periodistas les resulta más fácil catalogar a los creadores auténticos que tratar de entenderlos, o por lo menos conocerlos. La prensa llamada de información sigue constante en su propósito
de no informar, o de informar de modo erróneo, suscitando aún más confusiones de las que ya existen
en la mente del público. Después de un silencio casi total sobre la exposición misma de las obras
de Moro, La Prensa del 24 de agosto publica una nota de carácter aparentemente objetivo, titulada
“¿Quién fue... César Moro?”.
En breves líneas se acumulan las inexactitudes materiales y los juicios precipitados; por supuesto,
el articulista anónimo opina que lo ha dicho todo al calificar a Moro de “surrealista”, en el sentido que
aquí denuncio, y agrega que “muerto a los cincuenta años, pasó la mayor parte de su vida en Paris” (en
realidad: ocho años), también habla, sin temor al ridículo, de los “discutidos intelectuales surrealistas”
–discutidos ¿hasta cuándo? personalmente, sin adherir nunca al “movimiento surrealista”, creía (y el
colaborador de La Prensa no me hará cambiar de parecer) que hasta los críticos más reacios, pero algo
“leídos”, admitían que Breton y sus amigos ocupan un lugar prominente, indiscutible, en la historia de
la sensibilidad contemporánea.
El peor analfabetismo es de aquellos que han aprendido a leer y escribir –el acto material de leer
y escribir– y piensan que ello basta para tener el derecho de ensartar disparates impunemente.
André Coyné
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blara de surrealismo, y como lo serán, tal vez, algunos de nuestros nietos, si es
que llegamos a tenerlos, cuando el vocablo haya degenerado o sólo se encuentre
en manuales de historia literaria –surrealista (Nerval decía supernaturalista) a la
hora de levantarse, a la hora de amar, o de soñar, o de caminar por la calle, no
simplemente a la hora de coger la pluma o el pincel, como tantos falsarios en pos
de renombre.
Cuando Moro llegó a París, en 1925, el surrealismo como movimiento se encontraba en la edad de oro. 26 adherentes acababan de firmar la declaración de
enero: “El Surrealismo es un medio para la liberación total del espíritu”, y los
redactores de La Revolución Surrealista escribían al Papa y al Dalaï Lama mientras
se inauguraba, en la Galería Pierre, la primera exposición colectiva de pintores
surrealistas. Integraban el grupo de hombres jóvenes y entusiastas que se proclamaban “especialistas de la Rebeldía” para demostrar lo frágil y lo inepto de
la sociedad establecida y suscitar un “misticismo de nueva índole” o “una nueva
declaración de los derechos del hombre”. Adherir al surrealismo no exigía que se
adoptaran unos dogmas o un cuerpo doctrinal; significaba más bien un “acto de
acusación” al mismo tiempo que “un acto de fe”: acto de acusación arrojado a la
cara de un mundo decrépito, acto de fe en el poder renovador del espíritu; acto
de fe todavía posible por aquellos años: mucha agua ha corrido desde entonces,
la fe se ha perdido a medida que se deshonraban las revoluciones y menos creemos cada día que sociedad alguna pueda reconocer los derechos profundos del
espíritu.
Pero no pasemos por ahora de 1925-1926: el Surrealismo no se presentaba
como una organización doctrinaria, sino que encerraba una exigencia moral inmediata. Escuchemos a Artaud, surrealista hasta la locura y la muerte, a pesar de
que él también abandonara, y pronto, el grupo que había animado de su presencia fulgurante –escuchemos a Artaud, en 1936, recordar su estado de ánimo del
decenio anterior: “Mucho más que un movimiento literario, [el surrealismo] ha
constituido una rebelión moral, el grito orgánico del hombre y, en nosotros, las
patadas del ser contra toda clase de coerción... En la revuelta, comprometíamos
el alma y la comprometíamos materialmente...”. “El más puro, el más desesperado
de nosotros, así nombrábamos a tal o cual surrealista, pues para nosotros sólo era
puro realmente lo que era también desesperado”: Artaud insiste en la obsesión de
nobleza y de pureza común a los miembros del grupo; tal vez exagere a posteriori
la desesperación de todos ellos; pronto Breton y sus amigos, si no Artaud, habían
de errar en busca de soluciones políticas y muchos se acomodarían, tarde o temprano, provistos de prebendas, en apariencias contradictorias, en realidad similares: Aragon, Dalí, hasta Soupault... Apenas me aventuro, en cambio, si sostengo
que, no bien ingresó al movimiento, Moro figuró entre los más puros y asimismo
los más desesperados: entre los más desesperados de la vida y a un tiempo los
más exasperados por vivir, constantemente al borde del suicidio simbólico, tam-
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Testimonios
bién físico, sin dejar de perseguir, al “desmoralizar las apariencias”, algo concreto,
más concreto que lo “útilmente” perceptible.
“El mundo surrealista es concreto –cito de nuevo a A. Artaud– concreto para
que resulte inconfundible... Lo abstracto, lo que no inquieta por trágico o bufonesco, lo que no manifiesta un estado orgánico y no es como una exudación
física de la inquietud del espíritu no procede de ese movimiento...”. Moro se dio
al surrealismo como a un vicio espiritual, el vicio para él que estaba, desde un
comienzo, predestinado.
Más tarde no siguió tanto tiempo los destinos del grupo sino porque las posiciones ideológicas sucesivas le importaban menos que una comunidad de carácter
mágico y no afectaban la adhesión oculta, esencial. Llevado por un instinto –casi
infalible– no por ideas, se permitía además algunas herejías que mantenían al
margen del grupo la autonomía de la vida privada y, de ser reveladas, tal vez hubiesen escandalizado hasta a sus amigos.
Desde Lima donde regresara a fines de 1933 y sostuviera una polémica con el
chileno Vicente Huidobro, en una época especialmente confusa, el surrealismo,
que acababa de renunciar a todo equívoco político, había de parecerle como
nunca el manantial de luz llamado a disipar “las aves negras del oscurantismo, los
cuervos sombríos del imperialismo fascista de sesos descolgados en descomposición, de los imperialismos democráticos de lengua de hormiguero y cola de ratón,
de la burocracia stalinista con una colmena de moscas en cada ojo”, según escribió, junto con Emilio Adolfo Westphalen, al fundar, en 1939, la revista netamente
polémica El Uso de la Palabra. De ahí también que, cuando volviera a encontrar
en México a André Breton, organizara con él y con Wolfgang Paalen, la Exposición
Internacional del Surrealismo de enero-febrero de 1940.
Sin embargo, no dejaba de extrañarle la actitud conciliadora de Breton con
personajes tan odiosos y ridículos como Diego Rivera, o la atención que el mismo
Breton parecía prestar a surrealistas improvisados de tal o cual país de América,
jóvenes más aprovechadores que aprovechados, que “tomaban el viento” y engrosaban las filas del movimiento tan sólo en busca de la fama inmediata. Más sensible al valor humano de cualquiera que a la palabra doctrinal, Moro no admitía
esas debilidades.
Por otra parte se había ligado de una amistad entrañable total, totalitaria con
hombres y artistas como Xavier Villaurrutia o Agustín Lazo que, si bien simpatizaban con algunos aspectos del Surrealismo, conservan toda la libertad frente al
movimiento. Ya mencioné también el horror, la mentira creciente del mundo, y la
lucidez implacable, la convicción de que hay que salvar algo a toda costa, pero sin
compromiso alguno –solitario entre solitarios.
En 1944, después de la publicación en Nueva York de un nuevo número de
VVV, revista surrealista de aquel tiempo, Moro escribió una nota aclaratoria en
que denunciaba cierta pérdida de lucidez de los surrealistas, “errores” de Breton,
André Coyné
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el oportunismo de algunos artículos y, no obstante recuerdos comunes, ratificaba
su desacuerdo y su ruptura; desde entonces apartado de todo movimiento definido, se guiaría únicamente por el impulso natural que lo llevaba, en toda circunstancia, hacia lo más noble, lo más auténtico, libre de consignas o fórmulas.
Se daba cuenta de que el surrealismo ha marcado la época porque recogía
y exaltaba valores milenarios postergados, cuando no olvidados, por la llamada “civilización” –pero no exclusivos del grupo, sobre todo cuando la calidad
de quienes se incorporaban a éste había bajado sensiblemente–. Aceptar a los
escritores o pintores que Breton aceptaba y rechazar a los demás era absurdo:
Moro descubría la belleza, a su modo, aunque libremente, “surrealista” de la
obra de Proust, de ciertos libros de Jouhandeau, hasta de Bernanos, escritores
malditos por el surrealismo; también se rendía ante la magia pictórica de Renoir
o de Bonnard, inexistentes para los amigos de Breton; organizaba un homenaje a
Chirico en un momento en que los surrealistas lo abandonaban, otro homenaje a
Pierre Reverdy, tan solitario entonces como Chirico; muerto Bonnard, saludaba al
“Maestro”, y a los 25 y los 30 años de la muerte de Proust, proclamaba su amor,
su admiración apasionada.
Seguía recibiendo cada libro de Breton pero disentía con frecuencia; lo que
explica que por un lado el fundador del surrealismo le pidiera el año pasado,2
que dirigiera en Lima una encuesta sobre “Arte Mágico” organizaba en París y,
por otra, en las “Efemérides surrealistas” que acompañan la reedición de los Manifiestos, omitiera de mencionar a Moro entre los organizadores de la Exposición
Internacional de México.
Pero Moro podía lamentar las inconsecuencias y los exclusivismos de Breton,
no le negaba crédito y ocasionalmente ante ciertos ataques estultos o mezquinos,
lo defendía. Lo que él no perdonaba era la traición deliberada: no hablemos
siquiera de Aragon, cuando murió Paul Éluard y la revista A Partir de Cero, que
en número anterior publicara varios poemas de La tortuga ecuestre, tributó un homenaje al poeta francés, Moro protestó inmediatamente y escribimos juntos una
“Objeción a todos los homenajes a Paul Éluard”, fundándonos en los “dos períodos antagonistas” que el mismo Éluard precisó de una vez por todas en su vida y
en su obra, el período del poeta fulgurante y, después de 1938, el del burócrata a
las órdenes de Moscú.
Cierro el paréntesis Éluard: he querido evitar posibles confusiones. Trataré
ahora de explicar mi afirmación de que fuera de las escuelas, y hasta de los grupos,
Moro era naturalmente surrealista en la acepción vital de la palabra, como todos lo
podemos ser, sin adherir a ningún movimiento, con tal de admitir la equivalencia
perfecta, en un plano mítico, de los tres substantivos: Poesía, Amor, Libertad.
2. 1955.
218
Testimonios
Recuerdo la definición de Baudelaire: “La poesía es lo más real que existe” y el
primer comentario que iniciamos. En “Alfabeto de las actitudes”, Moro apuntaba:
“Me despierto en medio de la noche y espero la llamada discreta. Pero es el viento
y nada más”. Olvidemos la decepción y la angustia, la alusión a un hecho preciso,
aunque tantas veces repetido. “El hombre está solo... en medio de los hombres”:
el poeta, más que nadie consciente de estar solo, no se deja engañar por los engaños fáciles del mundo que tratan de ocultarnos la soledad, sino que, por detrás
de la “realidad” de los llamados “realistas”, descubre que las cosas y los seres nos
hablan un lenguaje segundo, muchas veces ignorado, y en apariencia indescifrable,
pero cuyo único objeto de la vida es descifrarlo; estamos solos pero las cosas y los
seres nos lanzan signos misteriosos y, aún quienes nunca lo advierten, andamos
por entre “bosques de símbolos que nos observan con sus miradas familiares”.
He usado dos o tres veces los adjetivos: místico, mágico; me atengo más bien
al último. Surrealismo = realismo mágico. El surrealismo “ortodoxo” no ha hecho
sino sistematizar la atención a “las llamadas discretas” de un universo despojado de los vanos artificios del utilitarismo siempre politiquero. Realismo mágico,
garantía de un humanismo mágico que Artaud iba a buscar en el país de los Tarahuamaras, depositarios de una cultura ancestral, pero que, con menos ambición
y heroísmo, podemos, debemos, “practicar”, aun así de modo fragmentario, en
cualquier ocasión y en cualquier lugar.
Con los ojos abiertos hacia todas las manifestaciones de lo insólito y lo extraño y prefiriendo a los objetos que se confunden en un “plural” anónimo porque
reducidos al valor mercante, utilitario, los objetos singulares que se integran en
una mitología personal, tan necesaria como insubstituible.
No es indiferente que uno de los últimos textos de Moro verse sobre “arte
mágico”, arte tan antiguo como el hombre mismo, con su complemento, el arte,
también la literatura “fantástica”: cuentos de hadas, Ucello, el Bosco, Piranesi, el
mito del Graal, la novela negra, William Blake, Odilon Redon, Gustave Moreau,
etc. Arte mágico: objetos mágicos. “Objeto revelador, corte de amor de los juegos
de luces, foco de los reflejos, belleza inalienable, pura como el cristal”, escribía
Moro a propósito de un objeto señalado en la encuesta de Breton. Hay objetos
que nos dicen algo, nos revelan algo, nos inspiran algo: a nosotros nos corresponde desentrañar, para uso concreto, espiritual, lo que nos dicen, nos revelan, nos
inspiran. Hay objetos que nos hacen algo: en vez de que nos sirvamos de ellos (es
lo propio de los objetos útiles, de compra y venta), se sirven de nosotros, actúan
en nosotros, sobre nosotros.
No sólo los objetos, también los elementos: el mar, el sol, las islas. En una playa
de Barranco, frente a las islas como grandes animales durmientes que chispean de
sol al mediodía, Moro soñaba con un verso misterioso de Ovidio: “Todo era mar
y el mar ya no tenía orillas”..., “el bello, el inmóvil, el misterioso mar, padre de la
vida” (Moro, Conferencia sobre Proust). El poeta percibe influencias que otros
André Coyné
219
desconocen: “naturalismo mágico” que arroba al alma, pero ocasionalmente con
peligro del cuerpo y nunca sabemos cuándo nos llega la ocasión. El sol quema la
sangre y cae “la voz que madura”, como en los poemas de Villaurrutia; “[sentimos]
caer fuera de [nosotros] la red de [nuestros] nervios”: la invitación a la vida no es
distinta de la “invitación a la muerte”: “nocturno miedo”, “nocturno amor”.
Moro reivindicaba “los sitios de peligro” donde vivir: de que vivía al acecho y
provocaba realmente ciertas fuerzas ocultas a que se manifestaron, tengo muchas
pruebas de ello –poder peligroso, ya que reñido con las simples apariencias, y a
menudo él jugaba con la muerte: también tengo pruebas de ello–. Citaré una.
Apenas llegado al Perú, acababa de conocer casualmente a César Moro; el verano
empezaba y él me invitó a bajar a la playa de Miraflores, que yo ignoraba todavía.
Me acuerdo del día –8 de diciembre– fiesta de la Inmaculada (la fecha tampoco,
por varios motivos, es indiferente): mientras bajábamos, conversábamos sobre la
belleza “fantástica” del litoral peruano, de la bahía de Lima que Moro adoraba –el
mar, el sol, las islas–. Yo no estaba entonces totalmente restablecido de una larga
enfermedad anterior e, “instruido” por los médicos, desconfiaba un poco de los
efectos llamados saludables del sol; él se indignaba y defendía al sol como a un
ser legendario a la vez que próximo con el cual mantuviera relaciones de cómplice o de amante. Lo escuchaba entre despierto y sonámbulo cuando de pronto
oí un fragor terrible como de algo que se desprende de una altura infinita; por
un segundo tuve la sensación de que el sol se me caía encima; el universo iba a
estallar en mi cabeza; luego no vi nada, no sentí nada hasta sentir un gran dolor;
mis anteojos habían volado, tenía la frente chorreada de sangre –la causa de todo:
una piedra, supongo que una piedrecita, venida de lo alto de los acantilados que
bordean el camino, pero yo estaba seguro de que la naturaleza entera me había
tomado como blanco para matarme o probarme; salí vivo de la prueba– con los
ojos turbados, la cara ensangrentada. Aquel día se selló mi amistad con César, nos
tuteamos, y supe también que el Perú antiguo, inmemorial me había aceptado,
digo para siempre: era natural que hubiese tenido que pagar a precio de sangre
ambas cosas.
Atento a las llamadas de afuera, Moro ansiaba más que todo las llamadas humanas. Cada uno de nosotros vale lo que valen sus mitos y, en la elaboración de
la mitología personal, las personas son aún más decisivas que los objetos. Entre
las novelas, él prefería las netamente, genialmente “románticas”: La Chartreuse de
Parme de Stendhal, Pierre de Melville, Wuthering Heights de Emily Brontë o el libro
olvidado y extraordinario del conde de Gobineau Les Pléiades. En La Cartuja de
Parma, los personajes se separan en dos categorías según el grado de nobleza o
de vulgaridad de sus almas respectivas. Y, en Las Pléyades, el inglés Nore explica
al francés Laudon, que se resiste a admitirla por un vestigio de racionalismo, su
teoría de los “hijos de rey”, tuertos del ojo derecho, y tal vez completamente ciegos para la realidad, pobres o ricos de dinero, no importa, pues lo que tienen en
220
Testimonios
común no consiste en bienes materiales sino en el alma, libre, independiente, y de
origen noble, sin que la desgracia o el infortunio puedan cambiarla. “La independencia de mi espíritu, la libertad más absoluta en mis opiniones son privilegios
inquebrantables de mi noble origen: el cielo me las ha otorgado en la cuna... y
mientras viva las conservaré...”.
Pocos son los “hijos de rey” legítimos y conscientes de serlo, determinados a
no rebajarse nunca ni a traicionar la estirpe real; en cambio, los reyes suelen tener
muchos bastardos que se pierden en la masa del pueblo y ostentan, quienes más,
quienes menos, virtudes heredadas, de las cuales, muchas veces, ni ellos mismos
se percatan. La belleza, un género definido de belleza, delata de por sí cierta
alcurnia, cierta ascendencia. “De pronto –cito el Nocturno de los Ángeles de Xavier
Villaurrutia– de pronto el río de la calle se puebla de sedientos seres, caminan,
se detienen, prosiguen”; “las cinco letras del DESEO (forman)... una constelación
más antigua, más viva aún que las otras”: es el amor, la “pérdida momentánea de
la lucidez”, la lucidez suprema, inevitable –o son dos voces que se reconocen en la
noche: la amistad– más simplemente el acuerdo instantáneo ¿quién sabe por qué
y para qué? Moro se mantenía aparte de los círculos literarios, artísticos (el grupo
surrealista no fue un círculo) sino porque en ellos el hombre desaparece tras el
actor, y los “hijos de rey” “figuran” al lado de los hijos de lacayos. Entre artistas,
entre escritores, escogía a sus amigos, los separaba; he mencionado algunos, podría mencionar a otros, varios están aquí; podría mencionar a sus amigas, varias
están aquí también, otras esparcidas por el mundo: en nombre de ellas, de ellos,
estoy hablando; pero creo que a él le hubiera gustado que asociara igualmente a
este homenaje a todos los seres anónimos que encontrara alguna vez en la vida,
con los cuales hablara, o simpatizara, o que amara, seres brillantes o seres humildes, de cualquier país y de cualquier raza, en los que descubriera, aunque fuese
por espacio de un minuto, la nobleza de la raza: hijos, hijas de rey, nietos y nietas,
casi siempre bastardos, pero con algo que subsiste del linaje, y es lo que vale.
Solo, pero en un universo lleno de signos “confusos” por revelar, Moro no
perdió un momento la facultad de adorar y de maravillarse como poeta de las mil
maravillas que ese mismo universo, inagotable, le ofrecía cada mañana, pese al horror creciente que lo agobiaba (facultad de maravillarse que los poetas comparten
con los niños, si bien los niños no tienen conciencia clara del horror).
Visión embriagadora del mundo, la de él, en buena cuenta –visión embrujada
de la vida a un tiempo que transtornadora o aterradora–. Señalando las relaciones
del arte y de la magia, decía hace poco más de un año: “Supongo que el mago y
el artista se lanzan a una aventura similar, más consciente en el caso del mago: la
página blanca, lugar de encuentros, donde van a nacer los hechizos –hechizar al
mundo y provocar a las apariencias, a la realidad, de la cual tanto el artista como
el mago son dueños...”. El poeta acierta a “hechizar” según la mayor o menor calidad de su imaginación. Cuando se publiquen todos los poemas de Moro y se los
André Coyné
221
empiece a estudiar habrá que aplicarles varias claves: la poesía como juego del
lenguaje, de un lenguaje sensible con recursos insospechados –la poesía como
acto concreto a partir de intuiciones concretas (podríamos decir qué, y sobre todo
quién inspiró muchos de los versos), pero lo fundamental será admitir la calidad
“ingenua” de una imaginación sin par, que atropella el orden aparente de las cosas
en busca de un edén donde todo “correspondiera” con todo.
Imaginación, es decir: potencia creadora de imágenes. Contra la poesía discurso, la poesía sentimiento, lugar común, prédica, los surrealistas han reafirmado,
con fórmulas de Reverdy, que la poesía es imagen y la imagen poética no nace
de una comparación sino de la aproximación de dos realidades más o menos separadas; la aproximación no puede ser premeditada; surge con evidencia poética
“en la noche de los relámpagos”, cuando el poeta es solamente poeta, totalmente
poeta –o falla, al menor descuido del “inconsciente poético”; “pasa” o “no pasa”,
eso es todo. En sus buenos tiempos, Aragon definía el surrealismo como el uso y
abuso de un estupefaciente llamado imagen.
Moro no admitía trabas a la imaginación: de ahí el carácter desgarrado, implacable, nostálgico, alado, suntuoso, arbitrario, puro, necesario, embriagador,
terrible de su poesía. “La Bella que debemos libertar es la imaginación, la gran
reina del mundo. Es ella la aventura genial, y la Razón su cuerpo muerto. Haced
madurar a los cerebros, haced que ellos estallen, y la nueva Minerva surgirá...”,
escribía a Breton, en 1923, el poeta “magnífico” Saint-Pol-Roux. Moro lo admiraba y de conocer su carta, recientemente publicada, la hubiera recibido con
entusiasmo: desde niño, él soñaba con la Dama cautiva y contribuyó más que
nadie a libertarla.
Poesía, pintura: resultaría absurdo separar dos actividades paralelas y en su principio, si no en sus medios, idénticas. Muchos pintores disentirán, y con razón,
por cierto, desde un punto de vista determinado, pero nadie puede negar que,
en lo que va del siglo, en muchos casos, y de los mejores, la aventura poética y la
pictórica han corrido parejas. La autonomía de la pintura queda a salvo; la pintura
es también materia, práctica material –aspecto “cocina” de la pintura, como Moro
acostumbraba llamarlo–; y el ser poeta en versos no implica que uno pueda impunemente agarrar los pinceles y el lápiz; pero existen algunos creadores privilegiados que se expresan tan ingenua, espontáneamente pintando como escribiendo;
la misma facultad los lleva en ambas ocasiones: la facultad de imaginar, en el
sentido propio de la palabra que recordamos: crear imágenes –imágenes sensibles
que traducen “un misterio de vida” y se dejan leer “con las fibras afectivas del
alma” al mismo tiempo que por la ciencia excelsa del espíritu (Artaud).
Encantadora y reveladora, la pintura como la poesía escrita, con tal que no
deje de ser pintura. “La poesía constituye el fin inmediato que procura el pintor;
si se encuentra unida con la pintura, tanto mejor para la obra, pero ella no puede
222
Testimonios
ocultar las debilidades propiamente pictóricas” (Baudelaire). El pintor se enfrenta con problemas específicos, los cuales lo apartan, o deberían apartarlo pronto
de cualquier influencia literaria. Al provocar en las revistas, en las exposiciones,
una colaboración íntima de los poetas y de los pintores, el surrealismo no ejercía
originalmente influencia literaria alguna (el movimiento no era un movimiento
literario); se limitaba a afirmar la existencia de una imaginación poética que se
expresa ora en poemas, ora en cuadros y en dibujos.
Chirico, uno de los pintores máximos del siglo XX, es igualmente autor de una
maravillosa novela poética, Hebdomeros, y para Ernst, Duchamp, Miró, Masson, Remedios, Dalí, Paalen, también Picasso, cuyos nombres figuran o han figurado en
las exposiciones surrealistas, su adhesión más o menos prolongada al movimiento,
no creo que en nada haya alterado sus admirables dotes pictóricas. La imaginación poética a nadie perjudica, menos que todo a un pintor auténtico: al contrario,
libera posibilidades ocultas, devuelve al arte su sentido mágico primitivo. El daño
empieza con los “segundones” carentes de originalidad y que, para remediar esa
carencia, aplican recetas, convienen en “poncifs” los aciertos creadores de los
grandes, de los maestros: retórica surrealista en poesía; pintura “surrealista”,3 tan
pobre de imaginación como de técnica. De ahí que tuviéramos, hace dos años,4
en este mismo local, una exposición llamada “surrealista”, la cual, menos contadas
excepciones, de pintores generalmente consagrados, perdía la causa de la pintura
y asimismo de la poesía.
Volviendo a Moro, observamos una evolución que tal vez se manifiesta más
en sus opiniones sobre pintura que en su pintura misma. Él “sentía” admirablemente la pintura y había nacido pintor como poeta: sus cuadros más antiguos
dan libre curso a la fantasía sin descuidar nunca, como de instinto, los elementos
propiamente plásticos. Los mismos tonos vehementes que esplenden en los pasteles últimos, se encuentran en los dibujos coloreados de México –los morados,
los anaranjados, de uso tan difícil, se combinan, sugiriendo una luz cegadora, con
profundos remansos de sueño–. Pero la actitud consciente ante la pintura, lo que
es la pintura, ha ido modificándose con la evasión del “surrealismo” de otrora.
El prólogo al catálogo de la muestra limeña de 1935 llevaba como epígrafe
una cita de Picabia: “El arte es un producto farmacéutico para imbéciles” y ahí
se denunciaba el amor a la pintura por la pintura. 1940 –catálogo de la Exposición de México: el acento lleva más bien sobre el lado positivo, “descubridor” al
tiempo que destructor de la pintura surrealista: “La pintura surrealista es la pintura concreta por excelencia”; trae un mensaje “totalmente legible”; “ha dejado
la sangre preciosa del «arte» para lanzarse a la conquista de la poesía en la que el
3. Referencia a una exposición celebrada a mediados de 1954 con cuadros procedentes de la
Galería Parisina “L’Étoile Scellée”, dirigida por Sophie Babet.
4. 1954.
André Coyné
223
hombre ha de encontrar su clima ideal”. Por arte se entiende artificio, juego puramente técnico. Lo que queda definitivamente eliminado es la pintura “anecdótica,
decorativa o simplemente sucia”.
Unos meses antes, Moro había dedicado un artículo de revista a algunos pintores indigenistas, con programa localista, provinciano y antieuropeo: el indio como
simple tema pintoresco, la renuncia a “la expresión esencialmente poética, por
ende universal, del lenguaje pictórico”. Sobre este punto fue invariable; hasta el
final encontró absurdas las tentativas, periódicamente renacientes en los periódicos, de circunscribir el Arte (el Arte Mayúsculo, no el minúsculo que denunciara)
con un adjetivo geográfico cualquiera, y se elevó contra los promotores de todo
arte nacionalista, oportunista –lacayos de intereses apenas disfrazados.
Hay una fórmula suya de 1939 que en cualquier época hubiera suscrito: “El
arte empieza donde termina la tranquilidad. Por el arte quita sueño, contra el arte
adormidera”. Sin embargo, en los años de México, su “sensibilidad pictórica”
tanto como su absoluta probidad intelectual, el cisma con el surrealismo donde
empezaban a prosperar como “pintores” algunos histriones sin talento, el trato
cotidiano con un auténtico pintor mexicano, gran maestro por lo demás, Agustín
Lazo, lo llevaron a rectificar ciertos conceptos, admitir la pintura pintura y ampliar
el campo de lo “feérico” a toda pintura que planteara su problema y lo resolviera
“con la agilidad de los dedos proverbiales del hada” o del “genio feliz”, milagroso.
“Alice Paalen se limita a pintar admirablemente en una época en que tantas
preocupaciones, verdaderamente ajenas a la pintura, habían logrado introducir el
malestar indiscutible que aflige a los pintores en la crisis de revisión por la que
atravesamos...”, escribe Moro en 1944 y, dos años después, en otro artículo dedicado a la misma artista: “La pintura de Alice Rahon Paalen nos parece mucho más
próxima, guardando todas sus diferencias, de la pintura de Bonnard, por ejemplo,
que de especulaciones, tan sabias y cerebrales sean ellas, de un Wasili Kandinsky
o de sus secuaces”. El nombre de Bonnard aparece por primera vez –Bonnard que
trabaja “su cocina sublime de naturalezas muertas, ventanas abiertas, o retratos”–.
Al año siguiente moría el pintor octogenario y Moro veía en su pintura como “el
presente magnífico / la dádiva rea / la embriaguez que nos consuela / de toda
la pintura / diabólica / académica / continental /combustible / y costumbrista /
que sufrimos” –pintura inquietante, voluptuosa, animal, entrañable, que despierta
toda la “experiencia infantil del hombre” y nos acerca al cosmos– “diálogo de luz
y sombra”–con amor, y simultáneamente con preocupación cromática.
Arte: descifrar un mundo cifrado. Existen distintos modos de hacerlo, son
modos generalmente solitarios: la poesía estalla de pronto donde menos la esperábamos, cuando “el hombre trata de dilucidar su posición frente a la vida en todo
su inmenso misterio”; sepamos reconocerla de donde viniera, de acuerdo con los
llamados o las vocaciones particulares: sobran escuelas y programas, faltan “verdaderos buscadores”.
224
Testimonios
En su amigo Wolfgang Paalen, Moro señaló, con motivo de una exposición
en México, las cualidades que, reunidas, determinan los pintores privilegiados:
la lucidez con la capacidad mágica, el oficio de primer orden con la gran riqueza
imaginativa. Él, nunca se empleó exclusivamente a pintar; durante años no tuvo
tiempo, ni humor; demasiadas cosas lo abrumaban; pero, cuando pintaba, unía en
lo posible las cualidades contradictorias que esperaba de los demás.
Las ventanas se abren sobre el mar: son cabezas; las aves nocturnas pasan por
el cielo-muralla de la locura: son peatones.
Después de largo período de tinieblas, el estallido incontenible de la luz: a
partir de agosto de 1954, esa nueva serie de pinturas presentadas hoy por primera
vez. Ellas nos miran, nos requieren, nos aterran y nos alegran: nos exaltan. ¡Quién
sabe! –se interrogaba Moro– ¡Quién sabe lo único que se debe exigir a la pintura
como a la literatura, etc. es que sea exaltante!”.
No caeré en el disparate de explicar los cuadros. Quisiera hacer tan sólo una
última advertencia: al mostrarme, apenas terminados, hace dos años, los primeros
entre los pasteles hoy expuestos, Moro me preguntó de improviso: “¿No crees
que van a decir que son abstractos?... y sin embargo no lo son”. Efectivamente,
en el sentido que él daba a la palabra “abstracto”, no lo son. Ni me refiero a esa
cabeza sorprendente que fulmina como “vitrail”, tampoco a los elementos figurativos subsistentes en otras de las obras, sino que me atengo a la fuente misma
de su inspiración, esencialmente concreta. Abstracto se opone aquí a concreto,
no a figurativo o lo que sea. Recordemos la fórmula: “La pintura surrealista es la
aventura concreta por excelencia”, que corrobora otra fórmula de Moro: “El mundo surrealista es concreto”. Años más tarde, Moro definiría la visión de Bonnard
como “táctil visión” que “arrebata los ojos y el corazón”.
Es concreto cuando arrebata y conmueve al hombre todo: abstracto, lo puramente mental –concreta, la poesía, como la pasión; abstractas, las elucubraciones
del cerebro y que no pasan del cerebro–. Hay color concreto de por sí, aunque no
represente objeto alguno, un color con resonancias afectivas, anímicas, un color
sueño, simulacro.
Abstracta la pintura, si es que pintura la podemos llamar, de un Dewasne, célebre en Lima y en su casa. Pero concreta la pintura que entraña misterio, hondura,
poesía. Existen pintores, algunos dotados, que carecen, casi por completo, de ese
elemento poético, que sólo puede hacerle alcanzar a la pintura el paroxismo.
Recordemos los grandes años del cubismo –1910-1912– uno de los momentos cumbres de la pintura de todos los tiempos y evoquemos cuadros de Braque,
Picasso, Juan Gris, Léger, para no bajar de las alturas; es evidente, al menos para
mí, y Moro hubiera coincidido, que en Braque o Picasso el rigor constructivo nada
resta nunca al impacto eminentemente poético de las obras, mientras que en los
últimos la poesía queda más de una vez sacrificada.
Estoy mirando uno de los pasteles más hermosos de Moro: en el centro unas
Fernando de Szyszlo
225
cuantas líneas, unas cuantas figuras semigeométricas entremezcladas, y, a partir
de ellas, el cuadro irradia, la construcción iniciada se pierde en grandes manchas
de color, verde, amarillo, azul cálido, discreto, palpable, giratorio, comestible, a la
Bonnard –margen dejado al sueño, a la poesía– escapatoria.
La pintura es pintura; tiene que ser pintura antes que todo, y resulta que es
también más que pintura –¿más allá? ¿más acá? no importa.
Privilegio de la pintura. Alucinación, necesidad de la pintura. Estoy mirando al
cuadro, él me mira, nos mira... Alguien nos mira desde el otro lado de los cuadros:
César Moro. Con una sola de sus miradas descalifica todos los calificativos que
algunos quisieran aplicarle. Maravillado, desesperado –transtornando los viejos
conceptos de vanguardia y tradición, juventud y vejez.
La verdadera vanguardia no es la que cree en el progreso, en el porvenir, sino
la que vive la vida intensamente. La verdadera juventud: no la del calendario, del
estado civil, sino la que conserva la doble facultad contradictoria, complementaria
de maravillarse, de desesperarse.
Más joven que los más jóvenes entre nosotros: César Moro. No envejeció en
la eternidad fugitiva de la vida; no envejece ahora, en la eternidad sin prisa de la
muerte.
Se derrumban los muros de la realidad. En un Perú de humo y de cenizas
fulge el sol desafiante de la Poesía. Alguien grita que la juventud no tiene edad.
Fernando de Szyszlo:
Pocas vidas como la de César Moro*
Conozco pocas vidas que como la de César Moro testimonien a cada instante al
poeta. Fue poeta en la más noble y conmovedora acepción de la palabra. Realizó
esa acrobacia inaudita en nuestra época que es vivir como tal y quizás fue ello lo
que le costó la vida.
En un mundo que considera que el tiempo es oro, él fue el que se detiene y
contempla. Al destino supo imponerle, a todo costo, una manera determinada y
consciente de vivir, y encontró a lo largo de toda su vida, una palabra o un color
para testimoniar de esa lucha.
Utilizó para expresarse de las herramientas que su época había conquistado
(el surrealismo, hacia el final la pintura no-figurativa) pero siempre tales herra-
* En: Homenaje a César Moro, Lima, Instituto de Arte Contemporáneo, 16 de agosto-11 de septiembre de 1956, p. 2.
226
Testimonios
mientas estuvieron a su servicio y no a la inversa; por ello nunca en la obra de
Moro se encuentra el ejercicio banal de una consigna o de una receta. Escribir o
pintar eran para él sinónimos de crear, no de imitar o relatar. Todos los trabajos de
Moro sean literarios o plásticos prueban la unidad indestructible del artista con su
obra y del artista con su tiempo.
“No sé si la poesía –escribía César Moro– deba situarse en el presente, en el
futuro o en el pasado. Sola, se sitúa en el tiempo barriendo con las pueriles antinomias que quieren separarla de la vida como si precisamente en Ella no estuvieran
contenidas y resueltas de antemano todas las reivindicaciones humanas, desde
las más elementales hasta las más elaboradas y complejas. Fuera de Ella –hijo de
Ariadna–, la desesperación, el fragor estéril de las simulaciones, la ceguera que
inmoviliza dentro del Laberinto.”
Tan importante como el valor puramente estético de los poemas que César
Moro escribió, de los cuadros que pintó –y que hoy hemos reunido en el Instituto
de Arte Contemporáneo en su homenaje– es su significado: representa la obra, la
vida entera, de una persona poco común, de un poeta.
Álvaro Mutis:
Encuentro con César Moro*
Después de cierta edad, muy escasa es la lectura que nos maravilla. Las coordenadas y abscisas de nuestras personales preferencias y necesidades van midiendo y
ordenando nuestros encuentros con los libros y sus autores, cada uno de los cuales
va cayendo en un casillero en donde le espera, seguramente, no poca compañía.
Sin embargo, a veces, sucede el milagro. Tal fue para mí el encuentro con César
Moro. Un “claro azar” y la generosa providencia de un amigo me pusieron el año
pasado en contacto con las obras de Moro, sus tres tomos de poemas y su colección de ensayos. Aún persiste en mí el temblor interno de una inagotable maravilla.
La poesía de Moro, escrita en buena parte en lengua francesa, permanece ya
definitivamente como uno de los verdaderos y perdurables aportes del surrealismo a la lírica de nuestro tiempo. Con ciertos poemas de Desnos, con la obra de
Péret y algunos libros de Breton, los poemas de Moro permanecen para probar la
indudable eficacia de una aventura no siempre todo lo limpia y definitiva que los
citados poetas hubieran querido. No siendo su idioma propio, el francés de Moro
tiene una densa riqueza sugerente a tiempo que una inquietante precisión que lo
* En: Amaru, n° 9, Lima, marzo de 1969, p. 52.
Emilio Adolfo Westphalen
227
hace prácticamente intraducible.
La prosa de Moro es, sin duda, junto con la de Octavio Paz, el más lúcido instrumento de examen y crítica de que yo tenga noticia en nuestra América presente. Hay en ella una inflexibilidad, una severidad entusiasta y una ausencia total del
menor compromiso que no sea con el rigor de una conciencia siempre a flor de
piel, cosas muy raras, casi inencontrables en nuestro continente del alegre compadrazgo y del ferviente entusiasmo invertebrado. Sus páginas sobre Proust, sobre
Bonnard, sobre su patria peruana tan conocida y sufrida por él, son un ejemplo
inagotable cuya frecuentación debería ser obligatoria para todo escritor novel y,
sobre todo, para todo crítico espontáneo y fugaz de los que tanto padecemos en
nuestras tierras “de siete colores”.
Como un homenaje a Moro y, de paso, al amigo que me hiciera posible su
lectura, he intentado una versión, harto aproximada por cierto, de un poema suyo
casi desconocido, que apareció en el número X de la revista Le Surréalisme au
service de la Révolution que publicaba Breton allá por los primeros años treinta y,
que tuvo muy efímera duración. Este poema es una muestra hermosísima de una
poesía que, por su rigor y sus vastos dominios de sombra luminosa y transparente
delirio, no tiene igual ni antecedente en la lírica de nuestra América.
Quiero insistir en el carácter puramente provisional y aproximativo de esta
versión, de cuya ineficacia soy el primero en darme cuenta. Otros días vendrán,
espero, cuando con mayor calma, intentemos tal vez con mejor suerte dar en español una versión más justa de esta poesía admirable.
Emilio Adolfo Westphalen:
Correspondencia desde México*
Revisando unos papeles encontré hace un tiempo un sobre con cartas de César
Moro. Había más de una docena correspondientes al período que pasó en México
y una tarjeta postal y cinco cartas fechadas en Lima, entre ellas las últimas, escritas
el 27 de octubre y el 3 de noviembre de 1955 pocas semanas antes de su muerte.
No sé por qué azar de viajes y mudanzas quedó ese reducido testimonio de nuestra larga amistad. Me he decidido a hacer conocer a amigos viejos y nuevos de
Moro casi todas las cartas escritas en la Ciudad de México pues podrán reconocer
en ellas el tono singular y turbador de su voz de todos los días y algunas opiniones y reacciones suyas, diversas en general de la leyenda que inevitablemente
* En: Exposición: César Moro pintor (Lima, México, París), Lima, 1989.
228
Testimonios
se tiende a crear alrededor de su vida, esa vida que denominó escandalosa en un
poema, pero cuyo secreto siempre supo guardar.
Las cartas fueron escritas en francés salvo las del 1° de octubre de 1946, 6 de
mayo de 1947, 9 de febrero (marzo) y 30 de marzo de 1948; éstas se reproducen
con la ortografía y la puntuación originales.
Agradezco a los amigos: Álvaro Mutis por su ayuda en la traducción, Américo
Ferrari por su aporte que ha permitido la publicación, y Paulo da Costa Domingos
por haber asumido la dirección gráfica de la edición.
EAW.
Querido Westphalen,
29 de agosto de 1943
Me ha desilusionado no haber recibido carta el día de mi aniversario, en todo
caso puedes decir que yo tampoco te escribí para el tuyo, pero he pensado mucho
en ti el 14 de julio. En fin, ya pasó. Es un día triste para mí porque tiene algo de
mágico y no logro llenarlo. Pero ¿qué no es triste para mí? ¡Ay!, todo me aísla más
y más en mi tristeza.
Me siento tan afligido esta noche que no sabría qué decirte, y no deseo hablar
de nada. No deseo ya nada, me he adormecido sobre mi pena y mi cansancio es
largo en la noche interminable. Todos los rumores de la noche llegan hasta mí.
Una noche ciudadana con ruidos estúpidos pero cargados de vida: trenes, autobuses que pasan. Y estoy solo, no voy a ninguna parte, nada es para mí.
Tú tienes el mar cerca tuyo y ese olor nocturno que a veces envuelve a Lima.
Estaremos juntos para vencer esta tristeza, me hago a esa idea.
Te voy a encargar una misión desagradable; es necesario que digas a Carlos1
que debo internarme de nuevo en una clínica para operarme. El médico no puede
operarme sino en una clínica y no en el hospital como yo creía. No cobrará nada
por la operación pero habrá que pagar por lo menos diez días de clínica. Quisiera
saber lo más pronto posible si puedo contar con algo para dar mi respuesta al
médico. Si no puede, tanto peor. Esperaré y eso será todo. Ya no me acuerdo de
la salud. Hará un año en octubre que no estoy bien.
¿Recibiste Aurelia?2 Espero que sí. Te encantará leer esa pura maravilla.
No respondes nunca a mis cartas. ¿Recuerdas esa experiencia que tuve cuando
estaba muy enfermo? No me has dicho nada al respecto.
1. Carlos Quízpez Asín, hermano mayor de Moro.
2. Gérard de Nerval, El sueño y la vida - Aurelia, traducción de Agustín Lazo, México, 1942.
Emilio Adolfo Westphalen
229
¿Crees tú que se podrían vender algunos ejemplares de mi libro3 en Lima?
Nadie ha escrito una línea sobre ese famoso libro. Al autor desde luego le
importa un comino. Aunque siempre se desee encontrar un eco y nada como la
poesía para suscitar un eco. En la espera, soy un empleado cien por ciento.
Escríbeme. ¿Qué hay de nuevo en Lima? Me rehúso a pensar que entre los
jóvenes no haya algo que valga la pena. Contaré los días hasta que llegue tu carta.
Alguien se ríe en la calle. Todo es posible, lo que hace que la vida esté llena de
una esperanza sin cesar desengañada pero renaciente. Te abrazo con todo afecto.
Gracias si llevas su carta a mi madre.
Mi querido Westphalen:
MORO
28 de diciembre de 1944
No sé si he contestado ya a tu carta. Creo que no, pero estoy tan sumergido en
el trabajo y atrapado por tantas pequeñas circunstancias y arrastrado por una voluntad tan extraña a mis fuerzas que mil veces deseo y una vez realizo mi deseo.
Necesito que me envíes los libros de Eguren. Sólo la poesía y la mayor cantidad
posible de notas biográficas y bibliográficas. Me parece inútil que te des el trabajo
de buscar en la biblioteca otros textos pues creo que todo lo que valía verdaderamente la pena, Eguren lo reunió en esos libros. ¿No crees lo mismo? Estoy muy
curioso de conocer tu opinión sobre la política y tus divergencias conmigo. Para
mí la cosa es simple: la política no me interesa en absoluto. Encuentro que se ha
perdido mucho tiempo haciendo predicciones y haciendo el apóstol y posando
de salvador de esa gran abstracción: la masa. Rara vez he visto pasar como algo
muy concreto a la más grande de las abstracciones: la masa. Quiero que me dejen
en paz. Quisiera tener dinero, tú también desde luego, y hacer lo que me plazca.
En el fondo es la aspiración de todos los pretendidos revolucionarios. Todo esto
no quiere decir que esté en lo menos de acuerdo con este mundo podrido de
prejuicios, de crueldad y de avidez. Yo creo en el individuo y no puedo creer sino
en el individuo repetido formando una masa por venir. Si me engaño, tanto mejor; no pido sino mantenerme en mis posiciones, reaccionarias según el evangelio
pero más cercanas de la realidad según yo mismo que sigo mi evangelio para mi
propio y particular uso. No se trata de adoptar la fraseología revolucionaria para
ocultar una ceguera parcial ante la realidad. A veces esta ceguera es casi total. Para
muchos militantes revolucionarios es un buen refugio en reemplazo exacto del
3. Le château de grisou, México, 1943.
230
Testimonios
cielo. Ello da un aplomo, cómico en verdad, para resolver todo problema con el
cuchillo dialéctico. Y veo y he visto a tales pendejos y a tales canallas ataviarse y
enmascararse con la dialéctica que no me siento por nada dispuesto a ser de su
laya. La Torre de Marfil es de la más grande actualidad. Tanto peor si no es sino
de simple tierra. Ya no se pueden aceptar dogmas con la excomunión al extremo
de la madeja por cualquier pequeño descarrío. No hablo de mí, que los he hecho
y grandes, de pensamiento desde luego pues no interesándome por definición en
la acción, sería difícil suscitar otros saltos que los complemente ideales. Espero
pues tu respuesta y no la simple promesa de escribirme al propósito. Te hablaré
ahora de otras cosas menos sublimes pero, para mi pequeñísimo ser egoísta, de
importancia mucho mayor. Estoy en proceso de curarme, creo. Me siento indudablemente mejor que en esos últimos dos años en que estaba realmente moribundo y más cerca de la muerte que de la vida. Cuando reveo 1941, 1942, 1943
y parte de este año, no comprendo cómo he podido soportar el golpe y zafarme
del aprieto. Debía ver pronto a mi médico, pero desgraciadamente él mismo está
ahora enfermo y he tenido que quedarme un largo tiempo sin verlo. Parece que
estará visible a principios del año; entonces podré saber con toda certeza cuál es
el estado real de mi salud. Escríbeme, te ruego. No estés horas, quiero decir meses
en un silencio que me entristece. Mil deseos de felicidad para ti y tu mujer en el
año que empieza. Acaba de nacer un hijo de Antonio. No lo conozco todavía pero
tiene la obligación de ser bello, misterioso y potente. En el fondo ¿no es acaso
todo ello profundamente triste? ¿Cómo podría ser de otra manera para mí? No
veo apenas en toda vida noble sino un fracaso profundo. El mío viene de tan lejos
que data antes de mi nacimiento. Te abrazo dejando así las cosas.
MORO
15 de noviembre [de 1945]
Mi querido Westphalen:
Eres inaudito al decirme que no comprendes mi última carta; sin embargo yo la
creía muy clara; no quisiera pero tengo que volver allá. Es muy posible que yo
haya conservado el recuerdo de una época terminada, pero al lado de eso hay
para mí el imperativo de mi madre. No me resigno a abandonarla. Estoy obligado
moralmente a reverla, a hacer algo por ella; aunque no fuera sino para hacer más
llevadera su vejez con mi presencia, con mi horrible presencia. Al mismo tiempo
no se trata en mi caso de desear cambiar de ambiente: me encuentro tan bien
o tan mal como en cualquier parte. Mejor que en toda otra parte y peor puesto
que, sabes, ¿o no te lo he nunca dicho?, amo, toda mi vida está aquí sobre un solo
Emilio Adolfo Westphalen
231
ser desde pronto hará ocho años. Pero me doy cuenta ahora que cuando escribo
debo guardar para mí por lo menos la mitad de lo que deseo decir. ¡Estoy tan
atormentado, tan trastornado, tan perseguido siempre! Cómo explicarte por carta mi situación; es imposible. Ahora tú me dices que no te quedarás en el Perú;
para mí es horrible ya que contaba infinitamente con tu presencia para hacerme
menos doloroso el regreso. No tengo ni la fuerza ni el corazón para decirte que
te quedes. Me vuelvo, me he vuelto un ser desencantado; ¿qué puedo yo ofrecer
a alguien incluso tan querido tan próximo como tú? Conmigo es el miedo, el pesimismo, el dolor, la nada. Una lucidez que se ejerce en sentido negativo, porque
si hay lucidez no puede ser sino negativa en este momento.
Voy a ocuparme de lo que me dices con Villaurrutia y Lazo. Haré todo ello
aunque no sea sino por el placer egoísta de servirte. No te hagas muchas ilusiones
ya que no tienen influencia y nunca se han ocupado en política y son tan tímidos
u orgullosos como nosotros para rebajarse a esa actividad. Tu carta me trastorna
hasta un grado inimaginable. ¿Es eso la vida? ¿Ver deshacerse todo y no contar
con un refugio por pequeño y pobre que sea? Me será difícil explicarte mi situación. Me veo como juguete de la más atroz persecución, una que viene de mí
mismo sin duda alguna, quizás la peor de las persecuciones. Tal vez estoy más enfermo de lo que creo, más perdido de lo que pienso, más solo de lo que sabía. Esta
noche, como otras, sufro horriblemente. Cómo decírtelo, sería demasiado largo
o incomprensible, y sin embargo existe y no depende únicamente de mí. ¡Ah, no!
Esperar unas horas se ha vuelto lo peor; esperar es mi ocupación constante, idiota,
cobarde; lo sé. Pero no puedo hacer nada. Espero aún una carta tuya, pero bien
larga y más precisa, más clara.
Estoy demasiado triste, demasiado inquieto, perdido para prolongar esta carta.
¿Podrás leer algo a través de lo que te digo y todo lo que me guardo?
Hasta pronto, recuerdos afectuosos a tu mujer. Te abraza.
MORO
P. S. ¿Recibiste “Hijo Pródigo”? Trataré de enviarte el libro de Breton;4 no lo tengo. ¿Leíste mi nota sobre él, la otra sobre Baudelaire?5 No me dices nada.
4. Arcane 17.
5. Sobre Journaux intimes.
232
Mi querido De West:
Testimonios
4 de octubre de 1946
Acabo de leer tu artículo sobre el Sartre en cuestión. Después de lo que dices
allí es preferible no ocuparse del asunto. Tantas afirmaciones pendejas y, además,
viniendo de alguien que bizquea como culo de rata. Con qué derecho este aborto
puede hablar de Proust que era bello y, además, gran señor, vamos, y no profesor
de filosofía y burócrata. Ni el menor peligro que a nuestro Sartre se lo boleen en
sus exámenes. ¿Con esa cabeza! Sin embargo los pederastas enloquecen con él.
Sartre por aquí, Sartre por allí; y La náusea y, piensa, qué talento, querida.
Mandemos una vez por todas a la mierda al Sr. Jean Paul y que no nos joda
la paciencia con sus “hago responsable” y sus baños de maría existencialistas o
“miserabilistas”, como la Sra. Simone de Beauvoir nos cuenta que se llaman las
experiencias o las pamplinas de estos señores. En todo caso hallo harto innoble
el artículo o la reseña “Muerte de Laval”. Es bien difícil ir más lejos en el tolla
canalla, periodístico y patán.
La única cosa que había leído en esta revista6 fue el texto de Beauvoir, que es,
creo, de lejos la única persona de ese existencialismo.
Tu artículo me gusta. Tendría algunos reproches que hacerle. Mejor que reproches, diferencias de convicción. En el fondo sé que éstas se deben más bien a la
distancia que a una oposición. Trataré de explicarme, de formular de memoria, sin
apoyo en el texto y, si es posible. en orden, mis divergencias de opinión.
a) Cuando hablas de los intelectuales que tomaron las armas para ir a España,
tú sabes tan bien como yo que para la mayoría se trataba de una operación publicitaria y que al fin de cuentas y de cuentos se trató de un fraude terrible en donde
el único sacrificado ha sido el pueblo español.
b) En cuanto a la resistencia, tampoco se la puede aceptar en bloque. Todos
sabemos qué horrible espíritu de antiguo combatiente despide todo eso y qué poesía atroz ha resultado de tal resistencia: Aragon, Loys Masson, Éluard, ¡ay!, y tantos
otros.
c) ¿Por qué precisas de manera enfática, a propósito de Proust, tus divergencias
sicológicas, filosóficas y estéticas con el autor? Te olvidas también de señalar, punto capital, que el estudio más imparcial, preciso y objetivo sobre la homosexualidad ha sido llevado a cabo por Proust. No conozco observación más profunda y
sutil que la de Proust sobre este punto. En cuanto a su crítica de arte, es sencillamente maravillosa ya hable de pintura o de literatura. ¿No es acaso su filosofía la
más antideísta, la menos idealista en su pesimismo o, mejor, en su verdad sobre
los motivos, sobre los orígenes de las reacciones humanas, sobre el más allá? No
6. Les Temps Modernes.
Emilio Adolfo Westphalen
233
tienes todavía suficiente amor para juzgar equitativamente a Proust. Creo que la
obra literaria de Proust no es una de las más importantes, de las más grandes de
nuestra época sino sencillamente la más importante, la más lúcida, la más bella y
la más grande.
En cuanto al resto, estoy por entero de acuerdo contigo. Es increíble que un
profesor puede tener el cuajo de decir, con qué autoridad, al hablar de Flaubert
y de los Goncourt, que los tiene por responsables de lo que pasó en la Comuna.
Estoy en contra cuando hablas de San Juan de la Cruz y lo llamas Juan de
la Cruz. Nada de eso; él era santo y no un señor cualquiera. No es nada fácil ser
santo en un mundo de cerdos y, sobre todo y contra todo, fue un santo. Yo mismo
he tenido la tendencia a subestimar la importancia de la santidad en Santa Teresa
y San Juan de la Cruz. Pues bien, estaba errado. No querer reconocer que fueron
santos supone un espíritu oscurantista indigno de nosotros.
El resto me gusta muchísimo y citas muy bien, demasiado bien, Marx y Engels.
¿No están ellos acaso en el origen de toda esta confusión marxista? No olvido,
querido, entre otros el infame juicio a María Antonieta, el asesinato de Nicolás II
y su familia, la masacre de los marinos de Cronstadt. ¿Lo has olvidado tú acaso?
Tengo prisa de acabar con todas mis dificultades de regreso. porque ya no estoy del todo en México y en absoluto aún en Lima. Al respecto debo aclarar que
México es un país que adoro y, a pesar de todos los defectos irritantes, un país
muy avanzado en relación con todo el resto de América Latina.
Te abrazo cordialmente y con toda amistad. Mis recuerdos a Judith.
MORO
30 de marzo de 1948
Westphalen, dear
Esta mañana recibí tu carta. No sé qué decirte ni hasta qué punto puedo aceptar
tu pesimismo. Tú y yo somos diferentes de los demás que beben o se encierran
en un manicomio. ¿Es en la realidad tan horrible, tan abrumadora Lima? Sé que
es un páramo, que lo cursi, lo mediocre, lo falso imperan sin recurso. Pero, ¿y los
seres humanos? ¿O no hay un solo ser humano, no existe un solo rostro que valga el exilio? El problema tremendo de la mayoría de la gente es su ceguera para
el mundo exterior, cierran las narices para no respirar ni oler el paisaje; cierran
los ojos y no ven nada alrededor suyo. ¿El sol, el aire, el mar, no siguen siendo
la maravilla de las maravillas? ¿No hay perros, pájaros, plantas? Ahora, después
de tantos años de haber pensado en el suicidio, sé que amo la vida por la vida
misma, por el olor de la vida. No olvido todo lo que nos acecha y nos persigue
234
Testimonios
y nos hace odiosa la vida. Pero eso no es la vida, son como tú dices, ahora los
rusos y los yankees los que envenenan la vida, los que turban el sueño e impiden
las imágenes del amor formarse ante los ojos aterrorizados del mundo. Pero sólo
el odio que se siente por el abyecto sistema ruso o por la imbecilidad nacional,
racial, americana vale la pena de seguir viviendo. El desprecio cargado de odio es
también una fuente de vida. El oponerse de todos los días, de todos los instantes
a la sórdida invasión de lo yankee, a todas las banales expresiones de su estúpido
sistema que va desde la Coca-Cola hasta el cretinizante cine americano con los
monstruos bien conocidos: Rita Hayworth la acaramelada y americana 100 x 100
Ginger Rogers; el pendejo genial Orson Welles, todos monstruosos, fabricados,
inhumanos.
Mientras te escribía vino a verme Sologuren y le dije que había recibido carta
tuya. Sologuren te aprecia mucho y me dijo que iba a escribirte. Te puedo anunciar que, si los elementos no se oponen, Pacho7 y yo llegaremos a la triste ciudad
de los Reyes hacia el 16 del mes de abril. Voy, ¡hélas! en avión. No he dicho nada a
mi madre para evitarle la angustia y ella cree que voy en barco. No sé cómo podré
anunciar la hora exacta de la llegada del avión. En La Habana hay que hacer un
cambio. Cable no podré enviar dado el estado misérrimo de mis finanzas. Estoy
aterrado por las maletas, las despedidas, el pavor del avión. Me bellergalizaré
sistemáticamente aunque nunca he tomado más de uno o dos comprimidos y no
conozco bien la posología. Esta carta, como ves, ha sido muy accidentada. No creo
que tu facultad de poeta esté agotada. Yo mismo atravieso un silencio total desde
hace años. Te envié la nota sobre Proust. Deseo tu opinión sincera sobre ella. La
envié por avión así que hoy, a más tardar, debes de haberla recibido. Xavier y
Agustín8 han tenido mucho trabajo porque pusieron Antígona de Anouilh y me
prometieron hacer sus notas apenas libres del trabajo.
Espero que nos ayudemos mutuamente para defendernos del agobio de la
vida en Lima. Aunque en todas partes tiene momentos angustiosos y sórdidos.
La mayoría de mis cartas son testimonios. Te volveré a escribir pronto y la fecha
exacta de mi viaje. Saludos a Judith. Te agradeceré me escribas pronto aunque
estés deprimido. Muchos abrazos de
MORO
7. Nombre del perro de Moro.
8. Xavier Villaurrutia y Agustí, Lazo.
235
Emilio Adolfo Westphalen
Sábado 8 de abril de 1948
Querido West
Recibí esta mañana tu carta. Me alegra que te guste mi nota sobre Proust. Habrá
que adoptar “restaurante” en todas partes, creo. En cuanto al estilo, eso es diferente. No creo, tal vez no me acuerde que hay oscuridades. Tú verás. Las citas de
Reyes fueron tomadas de su libro Grata compañía. Llegaré, salvo contratiempo, el
16 a las 14 horas. No sé si el aeródromo está lejos de la ciudad. PIA es el nombre
de la compañía de aviación. ¿Vendrás a recibirme? ¡Lo espero porque estaré tan
desamparado con mi perro! Me siento más bien nervioso y perseguido por esos
viajes en avión, pero qué quieres. Entonces, quizás nos veremos pronto. Mis saludos y mi afecto a los amigos queridos que se regocijan de verme. Recuerdos míos
para Judith y para ti, mi amigo, un apretón de manos.
Emilio Adolfo Westphalen:
Noticias sobre las actividades pictóricas
de César Moro*
Debo disculparme ante todo de no poder ofrecerles una semblanza más o menos
amplia de la obra pictórica de César Moro –conforme a mi deseo. Ocurre que
no he logrado ponerme en trance de escritura. Es un inconveniente que no es
exclusivo mío si me atengo a lo expresado una vez muy gráficamente por Brancusi– uno de los más extraordinarios escultores de este siglo. Para él lo difícil no
es hacer cosas sino más bien ponerse en situación de hacerlas. Desde hace un tiempo
no he escrito nada si no alcanzaba esa disposición, que no me atrevo a comparar
a un estado de gracia pero sí a un sine qua non indispensable. Se trata de una
sumisión a las exigencias perentorias y misteriosas del impulso creador en uno e
igualmente (en el caso de escritos no poéticos) a un rigor puntilloso del espíritu
crítico de uno.
En los últimos tiempos tal estado me es cada vez menos accesible –se ha vuelto huraño y huidizo en exceso. Tal vez sea consecuencia de los ambientes hostiles
* En: Exposición: César Moro pintor (Lima, México, París), Catálogo de la exposición, s/p, México,
Galería Metropolitana, del 8 al 20 de mayo de 1989, Universidad Autónoma Metropolitana, Dirección
de Difusión Cultural, 1989.
236
Testimonios
que he estado viviendo –más probablemente a las deficiencias derivadas de una
salud claudicante.
Mas si me es vedada la semblanza –tengo de todas maneras la obligación de
manifestar mi complacencia y alborozo por la organización de este homenaje
que incluye por primera vez la presentación de especímenes de pinturas, dibujos
y collages correspondientes a los diversos períodos de la actividad artística de
Moro –aun del correspondiente al de la precoz iniciación en Lima y en el cual
ya se notan sus dotes y su originalidad en el ejercicio de las artes visuales. No ha
habido antes una exhibición como ésta que permite seguir –casi paso a paso– el
desarrollo de una personalidad incomparable –siempre al acecho de invenciones
imprevisibles y a la renovación constante del acervo de su fantasía. Se ha juzgado
además –con mucho tino– en la conveniencia de dar importancia especial al catálogo de la exposición –el cual reúne diversos textos que presentan sitúan desde
ángulos distintos la vida y la obra de Moro– y de ofrecer abundante material gráfico excelentemente reproducido. Por otra parte –los nombres de los destacados
escritores y críticos de arte (de diversas nacionalidades generaciones y tendencias) que aceptaron participar en la serie de mesas redondas prevista –testimonian
del interés en ciertos casos– del entusiasmo con que el proyecto fue acogido.
Como he estado en contacto casi constante con las personas que se han hecho
cargo de la exposición y he sido yo el que ha proporcionado los cuadros que se
exponen –estimo pertinente dar en esta ocasión algunas informaciones que permitan valorar mejor el esfuerzo cumplido– el carácter insólito del homenaje y la
trascendencia que le adjudico como primer episodio de otros que han de seguir
para el reconocimiento cabal de la obra artística de Moro y para lograr que algún
día se obtengan los medios indispensables para la difusión y conservación tanto
de pinturas y dibujos (y desde luego manuscritos) como de todas las publicaciones y documentos con ellos relacionados.
Conocí a César Moro en 1934 –a su vuelta a Lima después de ocho años
transcurridos en Francia– y hasta su muerte 22 años después estuve ligado a él por
lazos de amistad-camaradería-solidaridad –incluso complicidad en ocasiones. Colaboré con él en la publicación del catálogo de la exposición del 35 en la Academia
Alcedo, en la redacción del panfleto “Vicente Huidobro o el Obispo embotellado”
y juntos sacamos en 1939 el número único de El Uso de la Palabra, revista de poesía y crítica. (Me halagó mucho comprobar –cuando residí unos años en México
a fines de los años sesenta– que Efraín Huerta –admirado poeta –guardaba un
ejemplar de esa publicación –desde hace tiempo rareza de bibliógrafos).
No voy a repetir las noticias sobre Moro comprendidas en el catálogo –solamente las ampliaré en algunos puntos. Por ejemplo, para señalar que Moro ha
adquirido los caracteres de figura legendaria en ciertos medios poéticos de lengua
española. Ello es sorprendente si se tiene en cuenta la escasa divulgación de sus
libros y la casi nula de su producción artística.
Emilio Adolfo Westphalen
237
En México –por ejemplo– fuera de sus colaboraciones en revistas y periódicos sólo aparecieron –estando él vivo– una colección de poemas en francés (Le
château de grisou) y un poema también en francés (Lettre d’amour) pero las ediciones fueron limitadas (de Lettre d’amour se tiraron no más que 50 ejemplares)
y su circulación restringida. Cuando Moro trató de conseguir subscritores para
el único libro de poemas en español que se propuso editar aquí, no se logró el
número necesario. Habría que señalar también que aunque parece que su muerte
no fue mayormente remarcada aquí, con todo el poeta Elías Nandino le rindió homenaje a la revista que por entonces dirigía. Posteriormente, la única publicación
en México dedicada exclusivamente a Moro ha sido la breve antología realizada
por Julio Ortega y que estuvo incluida en la “Serie poesía moderna” del Material
de Lectura que edita la UNAM. En cambio, se ha dado lugar preferente a Moro en
la Antología de la poesía surrealista latinoamericana, que preparó para Mortiz Stefan
Baciu.
Es curioso comprobar que se conoce la poesía de Moro –en forma desde
luego parcial– gracias a las antologías. Ya en 1942 se encontraban poemas de La
tortuga ecuestre en la antología bilingüe de poesía latinoamericana contemporánea
que dirigió Dudley Fitts para New Directions. En cuanto a la obra pictórica, en
México figuraron cuatro o cinco cuadros de Moro en la Exposición Internacional
del Surrealismo (1940) y (muchos años más tarde) dos de sus pinturas al pastel
en el homenaje a Wolfgang Paalen organizado en el Museo Carrillo Gil con la
colaboración del Grupo Phases. (Este mismo grupo fue gestor de un homenaje a
César Moro que se llevó a cabo en Lima a mediados de los setenta.) En el Perú
la situación es –desde luego– hasta cierto punto diversa. Es sin embargo triste
comprobar que a pesar de los esfuerzos de André Coyné, Julio Ortega, Ricardo
Silva-Santisteban, Américo Ferrari y otros, no existe todavía una edición que reúna la totalidad de los escritos de Moro en español ni en francés.
Por lo que respecta a la obra plástica, el panorama es deplorable. Después del
homenaje del Instituto de Arte Contemporáneo unos meses después de la muerte
de Moro, no se ha vuelto a mostrar en el Perú cuadro alguno de Moro –aunque
de vez en cuando artículos o notas en diarios o revistas estuvieron acompañados
por algún dibujo.
He tratado de remediar en lo que estaba a mi alcance tal estado de cosas.
Cuando dirigía la revista Amaru, publiqué un breve artículo (en el n° 9, marzo de
1969) ilustrado con unos 20 fotograbados y –por primera vez– con dos reproducciones en color. A mi regreso a Lima en 1984 –después de prolongada ausencia–
noté con agrado no solamente que el renombre de Moro estaba floreciente, sino
que su obra plástica despertaba interés –aún más– admiración. El joven redactor
de una revista universitaria proyectaba por entonces insertar reproducciones de
dibujos y pinturas. Tenía ya las fotografías y me solicitó el texto que las acompañaría. Por problemas de distinta índole –el plan no se hizo realidad. (Más bien
238
Testimonios
–poco después– pude escribir y publicar con abundancia de ilustraciones dos
artículos sobre las actividades artísticas de Moro –aparecieron en Debate– publicación periódica limeña.)
El material para Amaru me había sido proporcionado por una amiga de Moro a
quien había confiado Carlos Quíspez Asín (hermano de Moro) parte de las obras
que se hallaron en su casa de Barranco. Para los artículos en Debate conté además
con el material que me proporcionó la viuda de Quíspez Asín y que comprendía
–además de dibujos y pinturas– recortes, fotografías y otros documentos inéditos.
A pesar de algunas gestiones mías y de la propuesta del director de una de
las más importantes galerías de artes limeñas, sin embargo nunca se consiguió
exhibir ni siquiera parte de las 120 piezas reunidas. Había un inconveniente que
hubiera podido subsanarse con un mínimo de buena voluntad. Tenía en mi poder desde hacía muchos años una media docena de piezas adquiridas por mí o
recibidas en obsequio. Pero nunca se hizo el inventario de los dos lotes antes
mencionados. Era imposible cualquier préstamo sin esta tarea previa.
Entre las varias personas que manifestaron el deseo de conocer las obras de
Moro se hallaron el año pasado dos mexicanos –Marcos Limenes pintor y Rafael
Vargas, poeta. Su entusiasmo logró contagiar a José M. Espinasa y a Edgar Montiel
–quienes prometieron facilidades para montar la exhibición en esta ciudad y para
rendir el homenaje en curso.
Con Marcos Limenes se confeccionó el inventario requerido y con él hicimos
una selección de 60 piezas entre pinturas, dibujos y collages. De este último género son pocos los ejemplares existentes en la colección –lo cual deploro, pues
en ellos era patente el humor y la chispa agresiva de la invención imaginativa
de Moro–. Me hubiera gustado tener aquí ese collage intitulado “El arte de leer
el porvenir” –que figuró en la Exposición Surrealista en México y que despertó
deseos de denigración en el cronista de un semanario de la Capital–. Igualmente
aquel otro que –para asombro y deleitación mía– me describió detalladamente el
otro día mi amigo el dibujante y escritor peruano Joel Marroquín –radicado hace
más de 40 años en esta ciudad. Me hizo gran impresión que su notable memoria
visual le hubiera permitido retener hasta el último detalle de ese collage fuera de
lo común.
Otra cosa que me ha sorprendido es que para ilustrar el catálogo se hayan escogido –en proporción predominante respecto a los otros períodos– obras de la
iniciación artística de Moro. Me imagino que ello se explique por la facilidad para
encontrarles antecedentes en los movimientos innovadores de principios de siglo.
Más adelante –la individualidad que me aparecía incipiente en esas obras dominó
por completo– ya no se pusieron en evidencia, sino las características propias.
Aunque siempre suele asociarse a Moro con el surrealismo –como el tema ha
sido tratado por mí en otras ocasiones– no haré sino una breve acotación. Moro
fue atraído por el movimiento porque ya existían en él prácticas y actitudes en
Emilio Adolfo Westphalen
239
completa afinidad con las que expresaron y practicaron los surrealistas de la primera hornada. En cuanto a sus pinturas, es difícil saber qué es lo que cambió con
la adhesión –por algunos años incondicional– al grupo surrealista. Ha habido exhibiciones surrealistas de pintores –pero no se distinguió nunca un denominador
común que los involucrara a todos. Eran surrealistas –digamos exagerando un
poco o bastante– porque así lo había decidido André Breton, quien era maestro
en atraer y acaparar figuras consagradas. Aun Pablo Picasso –tan hosco a mezclarse con nadie– dejó que sus cuadros y esculturas aparecieran en las exhibiciones
surrealistas y fue amigo y colaborador de muchos miembros del grupo –el cual
incluso hasta habría restado importancia a su ingreso al partido estalinista y no
habría censurado con particular acrimonia sus clasicistas y sentimentales “palomas de la paz” y sus retratos del “Padrecito de los pueblos”.
Por lo que atañe a Moro –podría admitirse– en lo que concierne su obra plástica, que fue en sus collages donde la inspiración surrealista se hizo pasablemente
visible. Mas es reducido el número de collages de Moro que han llegado hasta
nosotros.
Dije al comienzo que me hubiera gustado hacer una semblanza de Moro pintor, añado que igualmente hubiera querido hablar de su actitud ante el Arte y ante
la vida. Algunos de los textos escogidos para el catálogo o para llenar algunos espacios en la exposición pueden orientar en ese sentido. He dado los motivos que
han frustrado tales propósitos. Al menos señalaré un rasgo captado agudamente
por Fernando Szyszlo. Moro –ha escrito– es la persona que se detiene y que contempla. Tal actitud es completamente insólita en nuestro mundo de la agitación
–el barullo, la violencia. Todos y todo nos empujan y nos trituran. ¿Quién acierta a
tomar conciencia del horror cotidiano, pero también de la maravilla cotidiana –de
los vislumbres de encanto y belleza que todavía nos sería dable disfrutar?
Podría citar varias frases o párrafos de Moro en que se evidencia esta convicción. Es el gesto primordial que se entrevé tras sus poemas y sus pinturas o
dibujos.
Casualmente –en una lectura reciente de Robert Graves– me he topado con
una posición semejante. También para Graves –como para Moro– el mal de nuestra llamada civilización estriba en que hacemos caso omiso de nuestros sentidos, por
ello limitamos nuestras mentes. Nos regimos exclusivamente por la razón y no vemos,
oímos, gustamos, olemos ni sentimos con la agudeza de nuestros antepasados primitivos
o como lo hace la alegría de los niños antes que la educación los eche a perder.
Otra de las ventajas que para mí ha tenido esta muestra –aparte de permitirme
recorrer todos los cambios por que pasó en pintura (reteniendo siempre su idiosincrasia)– es que me ha hecho sentir que no era una humorada cuando escribía
que para él pintar era tan divertido como podía ser –a veces– barrer. Sí; Moro se
divertía pintando. Concretamente vemos a Moro como ese pintor a quien se ve
entregado de lleno, plenamente gozoso (subrayó este “plenamente gozoso”) a su
240
Testimonios
tarea de hacer tangibles, vivientes, concretos, los volúmenes, las formas, la transparencia,
la distancia y el color de su deseo.
¿Qué podría agregar a estas palabras de Moro? Dejemos que ellas sean la impresión que les quede después de esta incierta divagación mía.
André Coyné:
Moro, César (Perú; 1903-1956)*
Moro, born in Lima, was painter and poet who wrote primarily in French. His
only book of poems in Spanish, La tortuga ecuestre,1 was published posthumously.
It became one of the emblematic texts of the latter generations of Spanish-Americans, representing the culmination of the strictly surrealist phase in Moro’s creation. It remains one of the most beautiful works of passionate love written in any
language. The poems illuminate the various dimensions of human love, amour fou
(passionate love) and sublime love, all of which may be considered among the
few things, along with poetry and freedom, that save man from despair.
There is no narration by the poetic I, nor is there any development of feelings
in the poems. Instead, they reveal me torment and surprise that repeatedly produce a presence/absence of the subject/object of secret love and the endless
metamorphosis that this entails. Even the least adept reader is able to ascertain
that the «you» to whom the discourse is directed is undoubtedly masculine.
In 1925 Moro left Peru to live in Paris. He was an established artist, having
produced paintings and sketches, but his driving ambition was to become a great
ballet dancer. At the time, he had written very few poems. In 1926 and 1927, he
participated in two expositions, one in Paris and the other in Brussels. Soon financial difficulties forced him to reduce his art activities and to give up his dreams of
the ballet.
In 1929, Moro met the famous surrealists Paul Éluard and André Breton, and
he became attracted to the surrealist movement, convinced that this was the only
effort of the day attempted to bring human existence to its maximum level of incandescence. Soon thereafter, he began to write poetry at a frenzied pace. At the
same time, he chose French as his poetic language, a choice to which he remained
* En: David William Foster, ed., Latin American Writers on Gay and Lesbian Themes: A Bio-Critical
Sourcebook, Westport (Connecticut), Greenwood Press, 1994, pp. 263-266.
1. La tortuga ecuestre y otros poemas, 1924-1949, ed. André Coyné, Lima, Tigrondine, 1957. Also as
La tortuga ecuestre y otros textos, ed. Julio Ortega, Caracas, Monte Ávila, 1976.
André Coyné
241
loyal even after he returned to South America, with the single exception of La
tortuga ecuestre.
In its most prestigious period the Paris group generally condemned homosexuality, as well as onanism, coprophagia, zoofilia and exhibicionism. Moro attended the gatherings presided over by Breton and participated in experimental
sessions (which later served as the underpinnings of the periodical Le Surréalisme
au service de la Révolution [Surrealism in the Service of Revolution], but he always
maintained a reserved front, refusing to accept dogma or doctrines. During that
time, Moro had many relationships with White Russians, who were numerous in
the French capital; his great love during those years was a former cadet at the
Czarist Academy of St. Petersburg named Lev (or León). Moro always kept his
photo of Lev; even in his last house in Peru, Lev’s photo was at the head of his
bed, next to those of Antonio, the inspiration for La tortuga ecuestre, as well as
those of Antonio’s son, Jorgito, and of his great friends from Paris and Mexico:
Simon and Henry Janot, Xavier Villaurrutia., Agustín Lazo, Remedios Varo, Alice
Rahon, Wolfgang Paalen, Leonora Carrington.
Issue 5 of Le Surréalisme au Service de la Révolution (May 1933) includes a
poem by Moro, «Renommée de l’amour» (The Fame of Love), dedicated to «the
only love without pain without fortune without return». At the end of 1936, Moro
gathered a collection of his French poems since 1930, with the idea of publishing
them, but the project was never realized. In 1987, André Coyné edited a collection
of Moro’s poetry dating back to 1930 with the ironic title À l’occasion du nouvel an
(On the Occasion of the New Year), the irony being that the poems were published in March, and their contents offer nothing celebratory. These poems make
evident the convolutions that love always produced in Moro, for whom love could
quickly burst into hatred, changing in a moment and demonstrating a desire to
destroy itself as something classifiable as abominable.
Among the poems written after «Renommée de l’amour» that were not included in Ces Poèmes...,2 a poem that begins «Garde-moi vite dans ton coeur» (Keep
Me Alive in Your Heart) constitutes the only example of erotic poetry; it evokes
the lover as the father, with his hairy chest, his quivering testicles, his legs like the
columns of a church, his stream of sperm, rubbing one’s eyes, rubbing one’s body,
and filling one’s mouth.
Upon returning to Lima in 1934, Moro resolved to shake up his «sad and provincial» hometown by staging a series of happenings that would simultaneously
express the two feelings that surrealism instilled in him: existential despair and
hope. In 1935, the first Surrealist Exposition in South America embroiled Moro
in a bitter debate with the Chilean poet Vicente Huidobro (who also wrote in
2. Ces Poèmes..., trans. A. Rojas, Madrid, André Coyné, 1987.
242
Testimonios
French); his attacks on the latter’s poetry earned him Huidobro’s explicit homophobic scorn. In April or May of 1938 Moro, who had moved to Mexico, where
he would live for ten years, met Antonio, a boy who was about to enroll in the
Military College of Tacuba. At the end of May, Moro wrote the first verses of
what became La tortuga ecuestre. Immediately he realized that his new love went
beyond those he had previously experienced and that, in one way or another, this
love was going to mark the rest of his life. He promptly abandoned French and
began to write in Spanish. It took him until July 1939 to complete the book. Filled with gods and beasts, the poems find their unity in the intensity of a passion
both carnal and cosmic, a passion that brings with in relevations and cataclysms.
In January 1939, Moro started a book of letters that did not get beyond the
seventh letter, written in November. These letters, which were left unpublished
when he died, help one to understand the stages of his passion, from its most
fervent moment to the time it began slowly to dissipate. In 1940, Moro prepared
an edition of La tortuga ecuestre for which a subscription notice was sent out. The
edition ultimately failed, and the only thing that came of it were three poems
published in 1944, in number 15 of El Hijo Pródigo (Prodigal Son), dedicated to
A. A. M., Antonio’s initials. Lettre d’amour (Love Letter), a long French poem published in December 1942, constitutes the conclusion of what may be termed the
«Antonio cycle» in Moro’s work. He and Antonio never broke off their relationship completely. They continued to exchange letters until mid-1955, but Antonio
was no longer the star «that darkened the day and lit up the night».
Moro resumed writing poetry in French in 1940. Love continued to be the
principal source of his inspiration, although his expression became increasingly
baroque. His last book of poems, written after his return to Lima (1949-1959), is
titled Amour à mort (Love Until Death).3
When he turned away from surrealism, Moro began to read Marcel Proust,
for whom he soon formed an unceasing admiration. He wrote two rather lengthy texts defending Proust against André Gide, whom he considered igneous
and falsely objective. Moro never stopped emphasizing that it was impossible
to deny Proust’s homosexuality. What fascinated Moro in Proust’s work was that
everything was said, better than any work before or after it, without the appearance of proselytizing and without sacrificing the magic of dreams to the often
implacable rigor of his analysis of passion.
3. Amour à mort et autres poèmes, Paris, Ed. André Coyné, 1990.
Carlos Germán Belli
243
Carlos Germán Belli:
Moro extremo*
Si Rubén Darío volviera a asomarse por el mundo visible, y si acaso tuviera que
ampliar Los raros, naturalmente existirían muchos escritores contemporáneos
como para incorporarlos, pero a lo mejor César Moro tendría más posibilidades
de ingresar al sombrío cenáculo por su vida y obra inusitadas, que hacen que
pueda hallarse allí como el pez en el agua, e incluso llevarse las palmas como un
raro entre los raros. Sí, pues, pasa sus días en ocupaciones subalternas, oculto
para siempre bajo un seudónimo, volviéndose las espaldas al idioma que recibe;
sin embargo, su obra ilustra con exactitud cómo es el espíritu de las vanguardias
artísticas, hasta hacérnoslas familiares.
El síndrome de la última Thule es lo que me impulsa a leer a Moro. Digámoslo no con circunloquio, sino al grano: la admiración por un escritor peruano que participa en las actividades del set surrealista, justo como militante de
una corriente internacional. No ya el hombre de letras que, en el pasado, se
resignaba en París sólo a observar de lejos, por ejemplo, a los simbolistas, quizás con temor reverencial, quizás sintiéndose irremediablemente un bárbaro,
un meteco.
Por entonces hospitalizaron a Moro en el Instituto de Enfermedades Neoplásicas, donde mi madre era jefe de la farmacia. Seguramente ella se había percatado
de que Le château de grisou estaba en la biblioteca hogareña, y seguramente que a
la par había tomado contacto con quienes acompañaban al poeta y con él mismo;
fue así que concertó la entrevista en que por primera y única vez lo veo. De la
corta reunión me quedaron dos cosas: el obsequio de su librito Trafalgar Square y
el recuerdo imborrable de una frase: “Estoy en arenas movedizas”, probablemente
al preguntarle yo cómo se sentía.
El sepelio de Moro resultará a la medida de su linaje de raro rubendariano:
y, al parecer, sería como para probar que el acto de morir es algo absurdo para
los pobres mortales. En efecto, antes de que lo llevaran al cementerio irrumpe
violentamente en el velorio el capellán del hospital, increpando a los familiares y
amigos que, según él no habían dejado que el poeta se confesara; pero al descomedido capellán le salieron al frente, con igual ira, la musicóloga Rosa Alarco y
André Coyné. Luego sobreviene un hecho asimismo curioso, cuando una media
docena de jóvenes cadetes carga el ataúd en representación de la Escuela Militar
de Chorrillos, en la que Moro era profesor de francés, y de la cual procedían los
donantes de sangre durante su enfermedad.
* En: Identidades, suplemento del diario El Peruano, Lima, 3 de junio de 2002, p. 11.
244
Testimonios
Moro también enseñaba francés en el Colegio Militar Leoncio Prado –centro
de estudios secundarios con un régimen castrense–, donde él queda sumido más
que en una odisea, en un verdadero infierno terrenal. No sabíamos lo que había
padecido en dicho plantel hasta cuando Mario Vargas Llosa –alumno del poeta
allí, primero en un artículo y posteriormente en La ciudad y los perros, narra sin
reticencia la ferocidad de los estudiantes con Moro. Sin duda, fue mayúsculo el
estupor al enterarnos por el testimonio de Vargas Llosa, equiparable al estupor
que suscitan los filmes sobre la vida en los campos de concentración nazis.
Felizmente, el recuerdo de este inhumano crepúsculo limeño se nos disipa
al releer La tortuga ecuestre, su único poemario en español. En estas páginas se
aprecia que el extraño itinerario vital tiene una estricta correspondencia con la
inspiración, que semeja una sonda que se hunde en los fondos del alma, de donde el escritor saca su materia prima verbal, por añadidura extraña como su vida.
Es la libérrima fantasía –ese misterioso sol de la medianoche, del cual habla
M. Carrouges–, que con la fuerza del apetito bestial se concreta en el lenguaje
automático.
Desde luego, la sintaxis y las palabras pertenecen a todos, pero las imágenes
son del mismísimo Moro. Esa expresión automática es la suya: él suprime los
nexos de la lógica, de él es la disimilitud de los términos, calibra la imagen de
acuerdo con su real gana, incluso convirtiendo el verso en un micropoema; en
suma, aproxima dos realidades alejadas, poniéndolas en relación –conforme preceptúa Pierre Reverdy–. En consecuencia, bien lo revela en un llamativo verso,
que es como una mínima aunque fundamental arte poética.
La palabra designando el objeto propuesto por su contrario
[...]
La escritura de La tortuga ecuestre muchas veces se sustenta en el procedimiento de la enumeración, que se convierte en uno de los resortes para acercar las
cosas más dispares. Es la retahíla de vocablos o frases cuya continuidad permite
configurar más el significado laberíntico y, naturalmente, constituye una socorrida
manera para fortalecer el sonido del poema carente de metro y rima:
Con el humo fabuloso de tu cabellera
Con las bestias nocturnas en los ojos
y tu cuerpo de rescoldo
Con la noche que riegas a pedazos
Con los bloques de noche que caen de tus manos (p. 34).
En Le château de grisou las cosas cambiarán en cuanto a la escritura automática.
A ojos vista, el título es de veras inaudito: nada menos que un castillo de grisú,
nada menos que hecho de un gas que se inflama con el aire y que produce violentas explosiones. Pero en estas páginas la inspiración está más concentrada, las
Carlos Germán Belli
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perspectivas irracionales son más dosificadas; y he aquí pues que el pensamiento
se hace reflexivo y llega a replegarse en una sola dirección, como en «Pierre
mère»:
Toi comme moi avons l’œil terne, pierre
Comme moi tu rêves d’un cataclysme
Parmi l’humidité la sécheresse ou le temps indifférent
Une même soif nous accable
Pareil destin : la terre l’ennui (p. 166).
El amor aviva la inspiración de Moro. El amor y la poesía tienen una estrechísima ligazón como la que hay entre la música y los oídos; más bien, uno y
otro parecen consubstanciales, al igual que la sangre en el interior del cuerpo
viviente. Esta fusión refleja los diversos grados de intensidad de su fantasía,
según ocurre en La tortuga ecuestre, en que el significado se arremolina de modo
incontenible:
Tu olor de cabellera bajo el agua azul con peces negros y estrellas de mar y
estrellas de cielo bajo la nieve incalculable de tu mirada (p. 24).
O, en otro momento de la inspiración, el automatismo se revela ponderado, y
es cuando el sujeto hablante quiere expresar su amor con menos rodeos, como
si pusiera orden en la materia prima inconsciente, morigerándola, conforme lo
revela el poema “Lettre d’amour”, que se desarrolla en un tono más meditado:
Je pense aux holoturies angoissantes qui souvent nous entouraient à l’approche
de l’aube
quand tes pieds plus chauds que des nids
flambaient dans la nuit
d’une lumière bleue el pailletée (p. 181).
Finalmente llegamos a una particular paradoja. Quien se la pasó ocultamente,
casi siempre cultivando un estilo como para iniciados, sin embargo una frase de
él terminó siendo popular en la ciudad donde nace. “Lima la horrible” son esas
palabras que de fijo acuña en las tenebrosas catacumbas cotidianas, y que más
adelante fueron empleadas por Sebastián Salazar Bondy para bautizar un libro
suyo. La frase encabeza una composición basada de cabo a cabo en el recurso de
la enumeración, en que hay además la figura retórica del asíndeton; y todo esto
con el propósito de exteriorizar el infinito disgusto de vivir allí. Pero el lapidario
epíteto contrasta con el texto en prosa “Biografía peruana”, en que confiesa una
infinita y conmovedora devoción por el país milenario, el escenario geográfico, la
cocina local; si bien a la vez denuesta implacablemente la ascendencia hispánica
y occidental, que, de acuerdo con él, hace que el Perú pierda a Oriente.
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Testimonios
En el exclusivo santoral surrealista –las figuras señeras del set–, sospechamos
que Moro colocó por todo lo alto a José María Eguren, limeño y de una generación anterior. Lo asume plenamente, como la parte del Perú contemporáneo con
la que sí se identifica, en quien sí cree a pie juntillas, en oposición al aborrecimiento que le provoca el contexto cultural que le tocó a Eguren, y que es el suyo
también. Moro nos enseña a estar colgados de la mano de Eguren, por ser éste
etéreo, inocente, obsesionado por la poesía.
Una biografía, una escritura, que encarnan un sinónimo al reflejar situaciones
extremas. He aquí un exiliado interno humillado hasta en el propio lugar en el
cual debe ganarse el pan; viviendo furtivamente bajo un nombre ficticio, abjurando de su lengua materna; y helo cebándose en el automatismo, atizando una
multitud de imágenes inusuales; y, además, postulando unas intransigentes ideas
estéticas. Y en vez de una torre de marfil, donde los escritos pusilánimes habitan
hasta la muerte, llegó a figurarse un inflamable castillo de grisú. El arte de escribir
le viene como anillo al dedo al arte de vivir, digamos mejor: son correlativos. Porque en la enigmática corteza cerebral, la palabra designa el objeto propuesto por
su contrario –según decía el poeta–; y sobre la corteza rugosa del mundo visible
Moro igualmente opta por elegir lo contrario a aquello que recibe en vida: otro
nombre, otra lengua. En lo uno y en lo otro, la unidad de los extremos.
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