1 © José Antonio Prades Villanueva [email protected] http://joseantonioprades.blogia.com www.3d3escritores.com Editado por la Asociación 3d3 LiterArt. Ésta es una edición digital. La edición impresa está realizada bajo demanda en la web www.bubok.es Todos los derechos reservados. No está permitida la distribución ni la reproducción íntegra de toda la obra o de relatos independientes sin permiso expreso del autor. La reproducción parcial debe incluir la referencia al autor. Se permite la descarga libre desde la web www.3d3escritores.com Diseño e ilustración de portada por Pilar Aguarón 2 José Antonio Prades Jugué al fútbol …historia de una ilusión En medio de la vida Compilación de obras (1961-2011) 3 Relación de obras compiladas Relatos Arañazos Cuentos de Luz Fábulas de Montemolín El juego de las sillas Novelas Arreglos para una oficina impúdica El embrujo de una rubia platino Olor a Varón Dandy Pronto serás mía Jugué al fútbol …historia de una ilusión (ir a pág.24) Otros géneros Poesía, Canciones, Teatro Reseñas, Artículos Literatura de la profesión ¡Qué cosas tienes, Ceferino! Hábiles o inútiles directivos EntrePersonas Desde Molintonia 4 En primer lugar, Pág. Preludio.............................................................. 6 Semblanza autobiográfica ............................... 10 5 Preludio A los 50, edad difusa, intermedia, oculta entre el pasado y el futuro, cuando el cuerpo se queja y el alma busca su misión, he recopilado la mayoría de mis escritos para reconocerme y darte conocimiento de mí. Empecé este trabajo en las navidades del 2010 impulsado por una fuerza que se parecía al embrujo de una rubia platino, con alguna intención que aún no he podido descubrir del todo y de la cual sólo veo el perfil tapado, como aquel sombrero de Saint—Exupéry (sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos) escondiendo un elefante. ¿Mi elefante es un portazo hacia el pasado? Me voy a contestar que sí y poco a poco me convenceré de ello, de que esta recopilación, esta investigación interna, esta obra tan gordota, es un cierre de etapa, una vuelta de postigo para guardar los retratos en sepia y buscar otros que rezumen más color. Estoy En medio de la vida, sea espacio o sea tiempo, que todo tiene que ver con un despertar todavía aturdido que llevo sintiendo desde hace siete años… siete años ya. 6 He buceado por cajones y carpetas y me he sorprendido al encontrar mis recuerdos relativamente bien ordenados. Gracias a semejante extrañeza he saboreado con nostalgia momentos que reposaban en el cementerio de las desmemorias…. estremecimientos, lágrimas, sonrisas, dolores, amores, admiraciones, vergüenzas… lo que fui para ser lo que soy, plasmado en folios desgastados, con letras a lápiz, a tinta de pluma, a tinta de bolígrafo, a tinta de máquina de escribir, de impresora de puntos, de tóner, de chorro de tinta… Han aparecido obras inacabadas, obras olvidadas, obras escondidas, obras apartadas, de las que ya no conservaba registro o creía perdidas en alguno de los innumerables traslados que he tenido en mi vida. He puesto orden en lo encontrado y en lo existente para transmitir cierta idea de afinidad con el universo. Quise darle una exposición totalmente cronológica, pero conforme preparaba los ficheros entendí que sería más saludable aunarlos por géneros, y dentro de esa unidad, darles cadencia por fecha de creación. Comienzo por una corta semblanza autobiográfica y entro de lleno en los relatos porque un relato, Rosa Roja, fue la primera obra que me atreví a lanzar hacia rutas literarias; luego viene lo demás, porque la mayoría de las veces sólo importa lo primero, o sólo eso es lo auténtico. Gozo de una realidad excepcional: soy la única persona que se ha leído íntegras las páginas que siguen. Sueño, tal como soñé y soñaré siempre, que habrá más personas que también las lean, y también disfruten, sonrían, lloren, se estremezcan, se aburran, se ilustren y se en- 7 cuentren. Aunque hace muchos años, en un mal ejercicio de introspección o egocentrismo dije que sólo escribía para mí y que los demás que arreen; si les gusta, bien; si no, ¡aire!, y hoy pido perdón a mi conciencia por ello, me arrepiento y presento mi acto de contrición en este volumen que, tal como leerás en la carta al lector que incluí en el Epistolario de un oficinista, está escrito pensando en ti. No voy a extenderme porque a modo de refuerzo para mi recuerdo, como un buscador de tesoros enterrados, en cada apartado de la recopilación, he contado los motivos y las anécdotas que rodearon la creación de las páginas siguientes. Apenas he querido dejar unos apuntes biográficos, pero también han sido recopilados porque no deseaba preparar líneas nuevas para algo que viene del pasado lejano. Igualmente, he transcrito mis intervenciones en las presentaciones de los libros que he publicado, lo que sirve para evidenciar por dónde andaban mis rumbos en aquellos momentos, y sobre los que hoy quizá tendría discrepancias varias. Con agradecimiento… 8 9 Semblanza autobiográfica En 2008, envié unos relatos a www.ficticia.com. Para publicarlos, me pidieron que les hiciera llegar una semblanza personal (de ahí el título) que los acompañara. La elaboré en aquel momento, la actualicé en enero de 2010 y la he corregido levemente para esta recopilación. Nací en marzo, todavía en invierno, aunque a tiro cercano de la primavera, el día 9, en el primer año de la década revolucionaria, 1961. Mi padre, Gregorio, trabajaba en una carnicería, y mi madre, Josefina, era modista retirada del oficio por su matrimonio, ambos huérfanos de padre casi a la misma edad, en la adolescencia, época en la que comenzaron su relación como novios. Soy el hijo mayor de tres y mis hermanos son María José, un año menor, y Andrés, cuatro años y medio menor. Ejerzo como español, aragonés y zaragozano, de los que vinimos al mundo en un macrohospital que se llama Miguel Servet en honor al famoso aragonés librepensador. Casualmente, mis padres vivían en la calle Miguel Servet –número 97– en esos momentos, aunque en la otra punta de la ciudad, en el barrio de Montemolín, en un bajo con un gran corral en la trasera y el local de la carnicería en la delantera. Luego, transitamos por esa misma calle en dos locales diferentes, números 89 y 85, y tres pisos ubicados en Francisco de Quevedo, 1, en Mon- 10 tearagón, 2, y en Hermano Adolfo, 2. Perdón por la multitud de datos, pero aunque rechace los límites y las fronteras, me gusta ubicarme. Cinco traslados en doce años… y los que vendrían a partir de una década después. El barrio de Montemolín se convirtió en ese idílico escenario que adorna las infancias de los niños sensibles a su crecimiento… Se transmutó en el Macondo privado que arropó a mis fantasmas y fantasías, las cuales se animaron a regir mis vuelos durante todos los instantes venideros. Mi tía Pili comenzó a nutrirme de historias fabulosas y mi yaya Edmunda me llevaba con ella a su trabajo, en el cine–teatro Argensola, donde viví la vida de muchos héroes en blanco y negro. Como en la primera sesión, de 5 a 7, no abrían el anfiteatro, mi amigo Paco, el acomodador, me subía para allá y así tenía todos los palcos para mí, qué lujo. Estudié maternales durante dos años con las hermanitas de Santa Ana en su colegio de la calle Numancia. Allí tuve mi primera novia y mi primera pelea por un amor que no quería compartir. Ella se llamaba Mariasun, y era morena. A mi rival se le conocía por su apellido: el Galisteo. Después de esas peleas, no me servía ser un chico listo en los estudios para librarme de los castigos de rodillas cara a la pared… aunque la hermana Teresa, llena de pecas, me apartaba algunas veces hacia el piso de arriba para enseñarme cuentos ilustrados. Empezaba a ser parte de mi territorio la plaza de Utrillas, configurada por una estación abandonada, dos largos edificios, un pretil de piedra y un hexágono repleto 11 de árboles y baldosas con hierbajos en los ribetes… Las gárgolas vigilantes de la entrada me impresionaban. Para cursar párvulos, me mudaron al colegio de La Salle Montemolín, situado en los principios del barrio, casi en la plaza de San Miguel, a tal distancia de mi domicilio que a veces tomábamos el tranvía para llegar hasta sus puertas, la línea 1, Bajo Aragón–Pza. San Miguel. Costaba el billete 1,30 pesetas y luego subió a 1,50. En aquel entonces comencé a disfrutar de cierta autonomía por la manzana limitada por las calles del Sol, Belchite, Higuera (Tomás) y Miguel Servet. Mis amigos José Julián y Juan Antonio compartían aquellas aventuras que culminaban en el kiosco de la Pilarín, comprando cromos, o caramelos, o algún tebeo de Bruguera (Tiovivo, Pulgarcito, DDT...), mientras nos miraba con ternura alguna señora que iba a cambiar las novelas de Marcial Lafuente Estefanía o de Corín Tellado. Juan Antonio me pasaba los tebeos de su colección del Jabato, que leí con interés… pero me decantaba por el Capitán Trueno, quizá porque me gustaba más su jerarquía castrense, la época de la Edad Media y Sigrid, la dama a rescatar. Mi tía Pili me regaló “Un capitán de quince años” cuando yo tenía nueve… y me trajo la afición por Julio Verne. Mi tía Paca trajo en su bolso dos libros: uno de los 12 ‘cinco pesquisidores’ y otro de los ‘siete secretos’, ambos de Enyd Blyton, suficientemente atractivos para luego comprar más y más con la misma firma. Añadí a mis aventuras grandes relatos que editaba también Bruguera con un página de tebeo, a modo de resumen, cada cuatro de letra algo pequeña… “Robinson Crusoe”, “Mujercitas”, “Las aventuras de Gulliver”, “La Flecha Negra”… Emilio Salgari y Sandokán, Karl May y Sitting Bull, Robert L. Stevenson y Tom Sawyer con Huckleberry Finn… Mis padres se hicieron socios del Círculo de Lectores y recibimos el rey y la reina de madera como sujetalibros que luego reconocí en tantas y tantas casas… Así recuerdo: “Maravillas de mundo I y II”, “Cien obras maestras de la pintura”, “Proyecto Apolo”, “Grandes acontecimientos de nuestra historia”… “Chacal”, “Los perros de la guerra”, “Nadie debería morir”, “La isla de las tres sirenas”, que contenía las primeras páginas eróticas que elevaron mis instintos y con las que me arreglé para que siempre el libro se abriera por ellas sin tener que perder tiempo acudiendo al índice. Mi primera obra con consciencia de crear algo diferente a las redacciones colegiales nació en la clase de literatura de sexto de la EGB, en el nuevo colegio de La Salle Montemolín, cuando escribí en versos pareados un comentario sobre el “Mío Cid” pedido por nuestro profesor de lengua. En los dos cursos siguientes, el hermano que nos impartía Literatura y Sociales, José María Bourdet, me provocó para conseguir la mejor nota en redacción, me dio el mejor sustento básico gramatical y me hizo 13 culminar esa etapa escribiendo una novela corta como trabajo fin de ciclo, que armé con influjos de los tebeos de Marvel, especialmente “Los 4 fantásticos”, con la base argumental de “Odessa”, y con un cierto toque romántico de los piratas de Salgari… extraña mezcla que dio contenido a mi primera publicación doméstica con tapas de cartulina, ilustraciones a lápices de colores (producto del arte de mi madre) y que por fin consiguió esa máxima calificación. Todo un acicate. Además, este hermano lasaliano creó una revista colegial que mantuvimos por dos años, de la cual me nombró miembro del comité de dirección y jefe de la sección de deportes. Se llamaba “La Tortuga”, por lo mucho que le costaba salir, y era de obligada compra por todos los chicos del curso al módico precio de cinco pesetas. Hace un par de años, Miguel Ángel Gracia, compañero de colegio y de trabajo, me hizo exclamar “¡no jodas”! cuando me reveló que guardaba todos aquellos números bien conservados gracias a una excelente encuadernación casera; ¡oh, dios!, un documento histórico. Me lo prestó y lo leí tal como mira el protagonista de “Cinema Paradiso” en su última escena aquellos trozos de celuloide con besos de películas que le dejó en herencia quien le había enseñado cuál era su destino. 14 Al año siguiente, ya en primero de BUP, en medio de un ligoteo de pub (la cacofonía por el palíndromo está puesta adrede, perdón), una de las chicas del grupo ‘a conquistar’, llamada Cristina, sacó de su bolso una cuartilla donde había escrito una linda redacción titulada “A él”. La leyó en voz alta y recogió admiración, lo que me sedujo. Aquella noche, ya en casa, recordé mis méritos en las clases de Literatura y, secretamente, escribí en otra cuartilla unas cuantas líneas que titulé A ella (luego cambié a Mi chica ideal, qué cursi). Cuando superé la vergüenza, la transcribí en un papel más pequeñito, me la metí en la cartera y la utilicé de arma de ligue con las chicas más sensibles, lo que siempre me sirvió de cierto reconocimiento entre ellas y de la mayor chirigota por parte de mis amigos. En segundo de BUP, fui galardonado con el primer premio de relato de La Salle Gran Vía por un relato anticipador de modernas tendencias entonces inexploradas y que hoy son inspiradoras de mi ocupación actual: el daño del ser humano al entorno natural. Nunca recibí las mil pesetas prometidas en libros y, además, perdí aquel original. Quizá por ello aún me creía más futbolista que escritor (ver Jugué al fútbol…) 15 En esos albores de la democracia, recibiendo información compleja desde los cientos de expertos políticos que brotaban como las setas, comencé a escribir en un cuaderno privado –con espiral de alambre, de tamaño folio y tapas de cartón semiduro–, mis reflexiones, cuentos y poesías, odas a mis amores y desamores tan profundos, cuaderno que aún guardo con ternura entre los papeles de mi intimidad adolescente como ese documento púber que se llena de súbitos enfrentamientos con la vida. Repleto de los suspiros ciegos por chicas atractivas y despertares filosóficos, inicié mi relación con el teatro, haciendo lecturas dramatizadas con obras cómicas varias. El hermano Ángel Oteiza me premió con la medalla de Declamación y Teatro, junto a mis camaradas de afición, Joaquín García Gil y César Casorrán. Con la inspiración de Ana, mi primera novia de verdad, a los diecinueve años, a las puertas del cierre sentimental que ella provocó, y anticipándolo en el argumento como intuición literaria, escribí mi primer relato largo, Rosa Roja, que se convirtió en inicio de una trilogía que titulé Un mundo feliz, sin saber que copiaba a Huxley, y que cambié más tarde por Vuelos en el jardín para finalmente llegar a Un amigo te guarda, tal como está publicado en esta recopilación. Quise haberlo prolongado hasta crear historias al modo de mi admirado “El principito”, pero las musas mandan, y mandaron parar ahí. Mi profesor de Literatura en tercero de BUP, el hermano César Pallarés, me hizo la primera disección crítica y fue amable, no lo dejó muy mal. Especialmente con él, y también 16 con Alicia en COU, aprendí a disfrutar de “El Quijote”, a pensar con Unamuno y su “San Manuel, bueno, mártir”, “Niebla”, “La tía Tula”… hasta saborear los versos de la generación del 27, sobre todo Lorca y Salinas. También empezaba a descubrir a Gabo. Desde aquel cuento, y desde aquella deriva sentimental, se inicia una época hasta los 28 años, con el matrimonio con Esmeralda, con dos hijos maravillosos, Raúl y David, y muchas pisadas literarias que no terminaban de hacer huella. Un veintena de cuentos (ver Arañazos), una novela fallida, varios poemas y unos cuantos sainetes de variedades surgían inopinadamente como fogonazos aquí y allá. Preparé la primera recopilación de relatos, que titulé Desenlaces de una partida, y se la pasé a mi jefe, un poco bruto: “¡Chico, pero todo eso has escrito tú!”, y a Juan Antonio, que me regaló su análisis crítico. Por lo demás, tuve relleno en esa década con un trabajo aburrido, universidad tardía, militancia y cargo sindical, fútbol, más fútbol… En 1989, una promesa incumplida para publicar una novela por entregas en una revista, gestó mi primera obra larga: El embrujo de una rubia platino, cuya culminación me confirmó que podría llamarme escritor algún día venidero. Antes, bajo la inspiración de Álvaro de la Iglesia (“Una larga y cálida meada”, “Yo soy Fulana de Tal”, “En el cielo no hay almejas”…), había comenzado una novela oficinesca que me animé a finalizar luego de desembrujarme de la rubia y que titulé La Marcha Nupcial, para 17 hacerla aparece aquí como Arreglos para una oficina impúdica. Detalle del análisis crítico de mi amigo Juan Antonio En la crisis de los treinta, ya mi matrimonio con final no deseado, sin pareja sentimental, acabados los sueños futbolísticos, y contactando con grupos de influencia espiritual, sucumbí a los deseos de trabajar en los Cuentos de Luz, obra publicada cuatro años después en el ‘nuevo mundo’ con una editorial despreocupada y una estafa del distribuidor (mi recuerdo y agradecimiento a Antonio Sempere, un enamorado de los libros, y a su mujer, Coca, por la ayuda y consejos prestados para atrapar al tramposo). Incluí en ellos mi primer relato, Rosa Roja, y la edición me costó un ojo de la cara. 18 Concretamente, el ‘nuevo mundo’ se localizó para mí en Buenos Aires, donde, a los treinta y dos años, comencé una nueva etapa profesional, fructífera, con cambio de especialidad y repleta de retos, ya acompañado por Esther, mi musa desde un tiempo antes de aceptar temerariamente aquella oferta para cruzar el océano. En el primer viaje intercontinental de mi vida, volé para residir en Buenos Aires durante tres meses, en los cuales se gestó el regreso literario a mis raíces con Fábulas de Montemolín –varios de sus relatos escritos sobre las mesas de mármol del Café Tortoni o en la habitación 619 del Hotel Continental–, que incluían mis recuerdos de chico en el barrio conjugándolos con gotas de fantasía y pinceladas de ternura (consecuencias de la añoranza, qué fructífero sentimiento). Después de esos meses, la aventura argentina se prolongó por más de cinco años, época de crecimientos, época de importantes responsabilidades, época de grandes sueños, con la venida de Eduardo, mi tercer hijo, que nació exactamente dos años después del primer día en que aterricé sobre las pistas de Ezeiza, un 13 de septiembre. Los aires argentinos me llenaron de aromas literarios y bebí de sus fuentes para hacerme fuerte en el relato corto y así, casi como ejercicios, surgieron varios relatos que he incluido en El juego de las sillas. Entre 1994 y 1995 publiqué los libros citados Epistolario de un oficinista (y aquí recibo un destello en mi memoria con un enorme resplandor de gratitud a Nelly Quintás y Alberto Prado, nuestros entrañables anfitriones) y Cuentos de Luz. También participé en tres antologías, una desde 19 Buenos Aires, Palabra y silencio, y dos desde Zaragoza, en El libro de los 500 y Los 500 enamorados. Cuando finalizaba …la rubia platino, leí “La muerte de Iván Ilich”, del gran Tolstoi, y me inspiré para preparar unas pinceladas de una supuesta próxima novela. Nueve años después de aquellas líneas iniciales, luego de haber cerrado con ilusión las Fábulas… de mi ángel extraviado y de haberme ilustrado con teoría literaria argentina, aquella idea tomó vida tras unos meses de creación compulsiva. Primero se tituló La muerte del abuelo, y más tarde, le adjudiqué a la totalidad el título de la tercera parte: Olor a Varón Dandy. Estamos allá por 1998. Siguiendo con el empuje compulsivo, tras dar por cerrada la susodicha novela, algún duende me sugirió escribir una novela erótica… y le hice caso. Antes de terminar el año, nació Pronto serás mía, que envié a la que debió ser la última (o de las últimas) convocatorias del Premio La Sonrisa Vertical. No gané. Regresé a España (aunque a Madrid, no a mi Zaragoza natal) al año siguiente, con el deseo de publicar en mi tierra las Fábulas… que a ella pertenecían. Lo hice en 2001, habiendo agregado a mi currículum en el año anterior el primer premio de artículo profesional convocado por AEDIPE, la Asociación de mis colegas de oficio como experto en Recursos Humanos. Gracias a este éxito, comencé a colaborar en revistas especializadas y a ser invitado a congresos y seminarios. De estas actividades, conjugadas con mis experiencias profesionales, han surgido 20 dos libros de relatos que unieron mi profesión y mi afición: cuentos sobre gestión de personas dentro de la gestión empresarial, agrupados en los títulos “Qué cosas tienes, Ceferino” y “Hábiles o inútiles directivos”, el primero publicado en 2008 por el Grupo RHM de mi amigo Raúl Píriz. También incluyo aquí con el título “EntrePersonas” la recopilación de los artículos profesionales. Entretanto, otros cuentos infantiles, escritos en Buenos Aires, me dieron nuevas satisfacciones: el primer premio de La Salle (nuevamente, y ahora como padre de alumno), y la selección como finalista en el concurso de la Fundación Cabana y en el concurso internacional de cuento breve Ciudad de México. En 2008, recién regresado a Zaragoza, un buen amigo me involucró en la Asociación del Deporte Solidario (ASDES, www.asdes.es), y publicó mi novela autobiográfica Jugué al fútbol, historia de una ilusión, en la que se unen tres de mis pasiones: fútbol, literatura y desarrollo de las personas. Cedí a ASDES los derechos de autor y con los beneficios obtenidos unos cuantos niños sin recursos disfrutaron de un campamento deportivo en el Pirineo. A los dos meses de mi vuelta, me asocié con los escritores aragoneses para vivir de cerca sus ilusiones, que son parecidas a la mías. He participado en algunas tertulias literarias, ¡cuánto enriquece la conversación, sobre todo escuchando!, y de una de ellas surgió la creación del colectivo de narrativa mediante la Asociación Cultural 3d3 LiterArt, con Anabel y Pilar, con quienes he compartido 21 dos libros de relatos, Tres de Tres y Tintas distintas, además de realizar lecturas públicas de cuentos para reivindicar el relato corto como género con gran futuro. Habrá más, seguro, pero en el otro medio de la vida. Hasta hoy, ça y est. 22 Uno de mis escritos extraído del cuaderno privado en espiral 23 Jugué al fútbol …historia de una ilusión Quinta novela (1995 y 2004) Índice Pág. Introducción .......................................................... 26 Dedicatorias .......................................................... 34 PRÓLOGO, por Javier Vázquez .............................35 PREÁMBULO .........................................................37 I. – Comienzos dubitativos .................................. 45 II. – Seguir creciendo............................................. 78 III. – Por fin, la confirmación ..............................102 IV. – De vuelta al aprendizaje .............................. 128 V. – Una consolidación buscada .......................... 150 VI. – El año clave ................................................. 170 EPÍLOGO .............................................................. 194 Para introducir esta novela, qué mejor que incluir las palabras de la presentación. Hay párrafos que volverás a leer en el Prólogo, pero no los elimino para ser fiel al momento, en el Restaurante Bahía de Zaragoza, el día 1º de abril de 2008. Ahí van. Empezaré por los agradecimientos. En primer lugar, el agradecimiento es a Salvador, que se empecinó en que esta novela viera la luz… y la luz ha visto. También a Xavi (Aguado), porque creyó en esto desde el principio y hoy está aquí, que es la mejor manera de demostrarlo. A José Antonio Parra, de Gráficas Parra, por su dedicación en la confección del libro. A Sandra y a Breaking Time, por esta portada tan maravillosa. Por cierto, que muchas personas me han preguntado si soy yo el chiquillo que aparece ahí, y no, no lo soy, pero ya empiezo a decir que sí, porque casi nadie se cree que no sea yo. Sigo agradeciendo… a mis compañeros del fútbol, entrenadores y directivos, porque con ellos he crecido y me han dado las experiencias para contar lo de la novela y mucho más. Especialmente, quiero destacar entre ellos 26 a los componentes de los últimos equipos de Madrid en los que jugué, que fueron leyendo la novela conforme la escribía y me dieron sabios consejos que mejoraron el relato. A mi familia, que me apoya en este oficio/afición de escribir que tanto tiempo les roba… Y seguro que de alguien me olvido, por lo que pido disculpas y alargo mi agradecimiento a todas aquellas personas que me han ayudado a ser como soy. … Esta novela ve la luz gracias a una de esas casualidades que parece improbable que sucedan. Conocí a Salvador (Macías) en los años en los que transcurre el argumento, allá por 1975-76, más o menos, cuando su padre era presidente del C.D. Santo Domingo de Silos, y él se apuntaba como entrenador de alevines. Ya él se marchó de Zaragoza para iniciar sus estudios, yo seguí otros caminos, y perdimos el contacto hasta que hace tres años recibí un mail en el trabajo, entonces en Madrid, en el que me contaba cómo me había localizado. Los avatares de la vida nos habían hecho desembocar casi en el mismo camino profesional y estaba suscrito a la revista en lo que yo colaboro con artículos sobre recursos humanos y desarrollo directivo. Inmediatamente, le llamé al teléfono que me ponía a pie de texto, y ya seguimos en contacto intermitente hasta que me invitó a una cena solidaria primero, y luego a reuniones en las que empezaba a gestarse ASDES. En una de ellas, en el restaurante Trier, con su habitual habilidad para invo- 27 lucrar en proyectos humanitarios a cualquiera que se le cruce por la acera, propuso una ronda de intervenciones para que cada uno expusiéramos lo que podríamos hacer por esa causa. A mí no se me ocurría nada, hasta que recordé que el último cajón del último armario de mi estudio guardaba el ejemplar de una novela que tenía que ver con lo que Salvador había expuesto que le gustaría que ASDES impulsara: el deporte como escuela de valores. Así que ahí que lo lancé, Salvador lo cogió al vuelo, y Xavi Aguado, que también andaba por allí, remató la jugada como alguno de los cabezazos suyos que terminaban en la red, ofreciéndose para presentarla, como así hizo en abril pasado. Pero quiero irme un poquito para atrás en el tiempo y compartir con vosotros la génesis de esta novela. Hace ya varios años, viviendo en Buenos Aires, veía en televisión una serie titulada “Ricardo Rojas, D.T. (Director Técnico)”, que narraba las peripecias de un jugador de alto nivel convertido en entrenador de un equipo base. Hubo una escena en la cual un representante de futbolistas hablaba con un muchacho adolescente. Después de alabarle sus virtudes, el hombre le comunicaba: –Mirá lo que te conseguí, ché…. que te acepten para una prueba en las inferiores de River. Recordando mis tiempos en los que pude vivir una conversación parecida, estuve a punto de soltar una lágrima que acompañara al escalofrío de la espalda. … Este fue el punto de partida de la novela. 28 También coincidía en ese momento que mi hijo Raúl comenzaba sus andanzas futbolísticas, y se mezclaron la nostalgia del recuerdo con el amor de padre para provocarme una sensación agridulce entre lo que fue, pudo ser y podría suceder. El fútbol, su práctica, ha formado parte importante de mi vida, pero no sólo como afición y entretenimiento, sino como crecimiento y evolución en este mundo de cuerdos y locos. No sé si me llevó hacia la cordura o hacia la locura, pero sí estoy seguro que me trajo hacia el lado donde hoy me encuentro. Después de aquella emoción frente a la pantalla, comencé a escribir unas líneas para dejar constancia a mis hijos de aquellas peripecias, logros y fracasos, que me dio la pelota, su gente y su entorno. Lo titulo “Jugué al fútbol”, porque así fue, y le añado “... historia de una ilusión” porque así lo sentí. En la mayoría de las ocasiones, cuando vivimos el crecimiento de un sueño, es difícil percibirlo tal como se produce porque no tenemos perspectiva. Con el paso del tiempo, se haya cumplido o no, su recuerdo se acerca más a las sensaciones que a los hechos y entonces sí es una ilusión. Dice García Márquez, en el prólogo de su autobiografía, que la propia historia no se escribe tal como ha sido sino tal como la recordamos, que quizá no tenga nada que ver con los hechos verdaderos sino con esos sentimientos y sensaciones que hemos guardado, tan tergiversados a veces que testigos de nuestra vida serían incapaces de reconocerlas si las leen tal como las contamos. 29 El fútbol, como práctica, se convierte no sólo en un deporte, es también un estilo de vida que genera formas de relacionarse, pautas de comportamiento, metas personales, valores de actuación... que marcan la evolución de una existencia. Así, como futbolista, he vivido esas influencias que sólo son perceptibles con el paso y el poso del tiempo. Mientras he escrito estas páginas me he preguntado: ¿sería yo de otra manera si no hubiera jugado al fútbol?, ¿cómo respondería ahora a las situaciones de mi vida si en mi época de crecimiento no hubiera jugado al fútbol?... ¿sería mejor, peor o distinta persona? Son preguntas retóricas, no hay respuesta posible, pero gracias a ellas he sido capaz de entender esa gran influencia que hoy siento sobre mi realidad. He aprendido del fútbol, no sólo técnicas de dominio de balón, estrategias, tácticas, reglamentos o normas. He aprendido a situarme dentro de un equipo, a reconocer la autoridad, otorgada o no, a relacionarme con los demás en momentos de presión, a conocerme más en el esfuerzo o en la pereza, a saber discernir maneras de actuación según el momento, a ser líder ante iguales, a negociar, a dirigir. He aprendido las sensaciones de logro, de triunfo y fracaso, de envidia, de orgullo, de pertenencia, de equidad o inequidad, de recompensa. Fueron años que coincidieron con el despertar de una sociedad que no quería estar dormida, el salto a la democracia, a la esperanza… Momentos en los que se gestaban logros que sólo somos capaces de ver treinta años 30 después. José Antonio Marina, un filósofo reconocido, dice que para educar a un niño hace falta toda la tribu. Mi tribu se configuró, entre otras influencias, con las carreras burlando a los “grises”, con los coletazos de la gente del régimen que se resistía a desaparecer, con las lecciones de democracia de los que volvían de la clandestinidad… y con mis amigos del fútbol. Una época con campos de tierra y piedras, con equipajes de algodón y números en skay, con vestuarios precarios, con redes que había que quitar después de los partidos porque si no te las robaban, con las botas y los árbitros todos de negro… con el Zaragoza Deportiva en lunes para saber qué había pasado el domingo en la liga, porque Estudio Estadio se transmitía los lunes por la noche (no daba tiempo antes)… En fin, es una novela que tiene un poso nostálgico como cualquiera que se adentra en los años de atrás. Además, todas las generaciones creemos que la nuestra es la mejor, siempre decimos cuando ya no somos jóvenes “es que estos chicos de ahora…”, y no es verdad, cada época es diferente, ni mejor ni peor… pero la mía me sirve a mí y es la que defiendo, la que viví y la única que puedo enseñar a la generación siguiente. No es una novela de hazañas deportivas ni de cotilleos de vestuario. Leído como si no la hubiera escrito yo, encuentro una reflexión de un hombre maduro con la crisis de los cuarenta, en la que ve que pierde aptitudes físicas, se va a buscarlas en la nostalgia de su juventud y encuentra a unos cuantos maestros que le han ayudado 31 a ser quien es… así que se lo toma como un antidepresivo para superar ese salto hacia años de menos músculo y más corazón. Quise profundizar más en esas enseñanzas que aquella práctica del fútbol en esa época determinada me proporcionó. Como decía antes, los años te dan una perspectiva diferente de las cosas. Debido a mi experiencia profesional, aprendí a entresacar enseñanzas de los hechos que la vida te va presentando para que se conviertan como en un libro de texto que te hace reflexionar y acelerar tu crecimiento. La intención de la novela fue contar a mis hijos mis andanzas futbolísticas, pero mientras la iba escribiendo, un compañero de trabajo que iba leyendo los capítulos, me aconsejó extraer “píldoras de conocimiento” que llaman los consultores para ir colocándolas conforme cada hecho de los que contaba me reportaba. Lo cierto es que vivimos muchas experiencias que sin querer nos van dejando una huella indeleble. En mi rol de tutor de futuros directivos, siempre intentaba que los pupilos fueran buscando experiencias que les dieran enseñanzas, y trataba después de hacerles reflexionar sobre ellas, porque la verdadera experiencia, la que sirve para la vida, no se nutre de las cosas que vivimos, sino de las que reflexionamos. Ahora tenemos un ejemplo muy reciente en Pep Guardiola, con el que dicen que ha demostrado que la experiencia no es imprescindible para ser tan excelente entrenador. No estoy de acuerdo con quienes afirman 32 esto, porque Guardiola es joven, pero tiene mucha experiencia, más que personas que le doblan la edad, porque estoy seguro que cada uno de los hechos que ha sabido vivir lo ha desmenuzado para aprender a sufrir y para aprender a crecer… además de otras cualidades muy deseables para ser líder, como la humildad, la constancia, y la exigencia. Para terminar, os quiero leer otra opinión sobre este libro. Además, me sirve para agradecer y homenajear a su autor, Javier Vázquez, que no ha podido estar hoy por aquí. Javier ha escrito el prólogo de la novela, con un ejercicio de ternura que será calificado con Matrícula de Honor. 33 Mi agradecimiento a todos y cada uno de mis compañeros, entrenadores y directivos que formaron parte del sueño que los canteranos del fútbol creamos mirando al futuro. Desde los años jóvenes nada tiene que ser imposible, el camino está por construir y cada señal puede ser el augurio del éxito... que ya será palpable si con esas miras conseguir mejores personas. Entre todos los participantes nos influimos y conformamos así una “casta” reconocible por el espíritu de superación, de colaboración y compañerismo. Gracias, amigos. Mi agradecimiento especial a Salvador Macías por dos razones principales: 1ª ) Por haberse empecinado en que esta novela viera la luz en las mejores condiciones de publicación y divulgación. 2ª) Por haber empujado y empujado y empujado para que su proyecto del Deporte Solidario se cimente cada día un poco más, dando un gran amor a quienes más lo necesitan en la mejor forma posible: ayudando a su subsistencia, educación y desarrollo. 34 Prólogo Siempre he pensado que uno de los mayores tesoros del ser humano es la ilusión, especialmente si esa ilusión la comparte con los demás. Y es que sin ilusión no existirían los sueños y, sin sueños, no habría metas que alcanzar ni serían posibles esos pequeños logros cotidianos, esos escalones invisibles que conducen hacia la cima de un sueño. A veces se alcanza, a veces no; pero en uno y otro caso es la ilusión la que mueve, la que da vida a la vida de cada uno. Por eso este libro rezuma vida; porque es la historia de una ilusión, la de un sueño que se toca con los dedos. Pero además es la historia de un sueño cercano, la aventura vital escrita en primera persona que podría cambiar de nombre y ser la de uno mismo; con sus esfuerzos, sus reveses, sus logros, sus sacrificios... Esta es una historia de fútbol, pero también una historia cotidiana; de sueños y de ilusiones. De cómo el deporte se convierte en una escuela de valores para la vida y de cómo el auténtico fenómeno social del balón está lejos de las grandes estrellas mediáticas internacionales para hacerse mucho más reales en la base, en la dedicación desinteresada y la superación anónima. Es la historia de Prades, de José Antonio; de un escritor valiente que se atreve a pensar a dónde pudo haber 35 llegado y a dónde quiso llegar; de una ilusión que continúa treinta años después. Una ilusión con el aroma a chocolate del primer balón de tiras de cuero; del color sepia de las primeras fotos junto a un patinete y con un balón de caucho bajo el brazo. De los primeros fichajes; de los campos de tierra, la primera camiseta, la primera vez en la Romareda... Una historia que habla de la pasión por divertirse con todas las caras del fútbol; de cómo un jugador puede ser entrenador, del valor del jugador en el banquillo, con su interés, con su ilusión, con el sufrimiento de la banda... Del valor de la amistad y del trabajo en equipo, del deporte que construye sueños, sentimientos, superación, esfuerzo, coraje, iniciativa y compromiso. En definitiva, ésta es la historia de todos los que alguna vez jugamos al fútbol. Pero más que eso. Es la voz que reivindica el deporte como una escuela; como una enseñanza para la vida; como un revulsivo para volver a creer en la ilusión. Javier Vázquez, periodista 36 PREÁMBULO Hace varios años, viviendo en Buenos Aires, con el ambiente futbolístico caldeado ante el enésimo enfrentamiento entre Boca y River, veía en televisión una serie titulada “Ricardo Rojas, D.T. (Director Técnico)”, que narraba las peripecias de un jugador de alto nivel convertido en entrenador de un equipo base. Prestaba atención a una escena en la cual un representante de futbolistas hablaba con un muchacho adolescente. Después de alabarle sus virtudes, el hombre mayor, con silencio de suspense al efecto, le comunicaba: –Mirá lo que te conseguí…. Silencio muy largo y toma de la cara expectante del muchacho… –Que te acepten para una prueba en las inferiores de River. Quiero entender que el deseo del guionista, director y actores era darle realce de ilusión y sueño a esta escena. Quiero entenderlo así porque en mí lo lograron y a punto estuve a punto de soltar una lágrima que acompañara al escalofrío de la espalda. … Este es el punto de partida de la novela. También coincidía en ese momento que mi hijo Raúl comenzaba sus pinitos futbolísticos, y se mezclaron la nostalgia del recuerdo con el amor de padre para dar co- 37 mo producto una sensación agridulce entre lo que fue, pudo ser y podría suceder. En un momento de mi vida, me encontré en una situación similar, con un futuro prometedor ante una propuesta de jugar en un club cantera del Real Zaragoza, mi ciudad y mi equipo, club que dio incluso un internacional a la selección española. Así, rememoraba ante aquella escena televisiva una situación olvidada que me causó un gran impacto en su día. El fútbol, su práctica, ha formado parte importante de mi vida, pero no sólo como afición y entretenimiento, que también, sino como palanca de crecimiento y evolución en este mundo de cuerdos y locos. No sé si me llevó hacia la cordura o hacia la locura, pero sí estoy seguro que me trajo hacia el lado donde hoy me encuentro. Cada momento encierra una enseñanza, que puede ser distinta para cada uno de los protagonistas. A lo largo de los párrafos, he reflexionado sobre qué he aprendido y voy a compartir con usted lo que he extraído de momentos especiales. Cuando ocurría no lo percibí así, pero al cabo de los años todo tiene un tamiz diferente. Después de aquel golpe emocional frente a la pantalla, comencé a escribir unas líneas para dejar constancia a mis hijos de aquellas peripecias, logros y fracasos, que me dio la pelota, su gente y su entorno. Fue el primer proyecto, más íntimo y personal, que quedó varado en el tiempo por falta de dedicación necesaria... pero no se borró de mis intenciones… 38 En estas páginas recobra vida esa historia de un futbolista anónimo, nacida en la intrahistoria de un ámbito deportivo que miles de personas aman, odian, disfrutan, sufren... viven... como un sentimiento tan difícil de explicar siquiera con imágenes y menos con palabras, reglamentos, normas o argumentaciones pseudo–psicológicas. Lo titulo “Jugué al fútbol”, porque así fue, y le añado “... historia de una ilusión” porque así lo sentí. En la mayoría de las ocasiones, cuando vivimos el crecimiento de un sueño, es difícil percibirlo como tal en toda su dimensión porque se inmiscuyen hechos que lo desvirtúan. Con el paso del tiempo, háyase cumplido o no, su recuerdo se acerca más a las sensaciones que a los hechos y entonces sí es una ilusión. Dice García Márquez que la propia historia no se escribe tal cómo ha sido sino tal como la recordamos, que quizá no tenga nada que ver con los hechos verdaderos sino con esos sentimientos y sensaciones que hemos guardado, tan tergiversados a veces que testigos de nuestra vida serían incapaces de reconocerlas si las leen tal como las contamos. Por eso, quizá usted lea hechos que puedan parecer más o menos documentados, más o menos creíbles... y no niego que lo sean, pero no he consultado ningún fichero, sólo el esfuerzo de mi memoria ha ido soltando del fondo de sus baúles todas las vivencias que han dejado huella por alguna rendija de mi alma. Querría haber tenido en mi recuerdo otros datos, pero al terminar el relato no me siento frustrado, porque todo lo que cuento es suficiente para mi deseo: mostrar cómo 39 un deporte de equipo, transformado en fenómeno social, es capaz de involucrarse en una historia personal hasta el punto de condicionar su futuro. Pero, por favor, no piense en esos grandes titulares que acompañan la parafernalia mediática del fútbol. El fútbol se conforma con esos miles (¿millones?) de clubs y de muchachos (ahora también muchachas y ¡qué bien) entregados a una práctica, a una afición o a un sueño que van creciendo en el amparo de ese ambiente oculto a los rótulos destacados, en un barrio, en un pueblo, en campos de tierra y piedras. El fútbol en su más amplia dimensión se compone de partidillos en los potreros (me permito asumir el término argentino), en los patios de los colegios, en los campos sin vallas ni redes, en las competiciones locales, donde toma incluso más significado que en los grandes estadios y campeonatos mundiales. El fútbol, como práctica, se convierte en un estilo de vida que genera formas de relacionarse, pautas de comportamiento, metas personales, valores de actuación... que marcan la evolución de una existencia. Así, como futbolista practicante, he vivido esas influencias que sólo son perceptibles con el paso y el poso del tiempo. Mientras he escrito estas páginas me he preguntado: ¿sería yo de otra manera si no hubiera jugado al fútbol?, ¿cómo respondería ahora a situaciones de entornos sociales y laborales si mi crecimiento se hubiera producido alejado de esa actividad deportiva?... ¿sería mejor, peor o distinta persona? Son preguntas retóricas, no hay respuesta posible, pero gracias a ellas he sido capaz de 40 entender esa gran influencia que hoy siento sobre mi realidad. He aprendido del fútbol, no sólo técnicas de dominio de balón, estrategias, tácticas, reglamentos o normas. He aprendido a situarme dentro de un equipo, a reconocer la autoridad, otorgada o no, a relacionarme con los demás en momentos de presión, a conocerme más en el esfuerzo o en la pereza, a saber discernir maneras de actuación según el momento, a ser líder ante iguales, a negociar, a dirigir. He aprendido las sensaciones de logro, de triunfo y fracaso, de envidia, de orgullo, de pertenencia, de equidad o inequidad, de recompensa. Jugué al fútbol durante más de treinta años, desde la infancia hasta la madurez, con ese paso que marca los cauces de cada época: aprendizaje, superación, autoestima, confirmación, integración social, autorrealización... y finalmente, divertimento, juego, mantenimiento físico... A usted le presento los primeros años, de benjamines a juveniles, las categorías inferiores, donde el influjo se ampara en la ignorancia inconsciente. Mientras transcurre, ni siquiera percibes que lo tienes ahí, y precisamente es cuando más huella deja. Ahora puedo observar, con esa perspectiva que proporciona el paso de los años, aunque teñida por el velo de los espejismos, con el reflejo de lo que fue, lo que no fue y de lo que pudo ser y no fue, los hechos que condicionaron cada una de las etapas de mi desarrollo, desde el tímido acercamiento a la competición hasta el apogeo del crecimiento en el último año como futbolista de cantera. Esas temporadas se fundamentan 41 en la “ilusión“ del título de la novela, que fue creciendo en intensidad conforme los pequeños triunfos se acumulaban. Después de seis años de evolución futbolística, mi propuesta del destino se ciñó a una conversación entre dos chavales de dieciocho y diecinueve años, en un restaurante de la Avenida de Goya, en Zaragoza. Jordi había jugado conmigo desde mis inicios como alevín, primero en el C.F. Europa y después, en el C.D. Santo Domingo de Silos. Destacaba con cualidades innatas y los especialistas le auguraban un futuro prometedor. En su segundo año de juveniles, el C.F. Endesa de Andorra (Teruel), el segundo club en importancia en Aragón después del Real Zaragoza lo había fichado como joven promesa para incluirlo en su equipo, con aspiraciones hacia la Segunda División. Más adelante, de ese club salieron Pascual Sanz y Belsué hacia el estrellato futbolístico de Primera con la camiseta del Zaragoza, e incluso con la internacionalidad consolidada para Belsué. Desde hacía casi dos años, había perdido el contacto personal con Jordi, pero seguía sus progresos a través de la prensa deportiva. Recibí una llamada telefónica suya: –José Antonio, te parece que quedemos para charlar un momento. Tengo que hablarte del Endesa. Intuí que detrás de esa cita se ocultaba una propuesta importante que no me quiso concretar. Aún siento ahora, al escribirlo, la misma sensación de vértigo que me dominó por unos minutos después de colgar el teléfono. No se lo dije a nadie, lo guardé en lo más profundo de mis sue- 42 ños... y al día siguiente me dirigí al restaurante donde habíamos quedado, a la una de la tarde. Jordi trabajaba con su familia en una carnicería del mercado Hernán Cortés desde tempranas horas de la mañana para cumplir con su horario laboral y tener las tardes dedicadas a entrenar en Andorra, con el Endesa. Cuando lo vi sentado en una mesa del fondo, ya había terminado el segundo plato. –Salgo en media hora para el entrenamiento. Siéntate, anda, y pídete algo. Llevando el refresco a mis labios, noté cómo me temblaban las manos. Jordi seguía comiendo y no soltaba la prenda que debía entregarme. –¿Qué tal el Silos? Sé que este año vais mucho mejor. ¿Subiréis a la Nacional? Supongo que le contesté con las trivialidades propias de las entrevistas a futbolistas. No me atrevía ni a mirarle a los ojos porque los nervios me hacían sumergirme en un mar de expectación. Por fin... –Hablo en nombre de Pedro Lasheras, ya sabes, mi entrenador. –Sí, lo conozco de oídas. –Ya estamos preparando la plantilla del año que viene y Pedro nos ha pedido a los que vivimos en Zaragoza que le recomendemos jugadores de primer año para ir haciendo cantera. –Es lo normal. Ojalá todos empezaran con esta anticipación. 43 –Bien, pensé en ti, se lo comenté, me dijo que algo sabía de ti y... vengo a proponerte una reunión con la directiva para que fiches con nosotros. ¿Qué te parece? –... En un segundo eterno, con el aire contenido, pasaron por mi mente los años de escalada hasta llegar a ese momento... 44 I.– Comienzos dubitativos (...hasta 1974) La primera prueba documental de mi relación con un balón de fútbol aparece en una fotografía de cuando tenía dos años, en blanco y negro, en el corral de mi casa, mi hermana al lado sobre un triciclo y yo subido en un patinete con el esférico bajo el brazo, un balón de caucho, gordo y feo, pero con grandes posibilidades de ser pateado en cualquier parque de la ciudad. Corría el año 1963, empezaba a gestarse el mejor equipo del Real Zaragoza y el Real Madrid glorioso aún vivía su resaca de tantas Copas en Europa. Con esa edad poco se puede adivinar de aficiones, habilidades y futuros más o menos venturosos, pero... ¿aquella fotografía era un augurio? Creo que no, porque igual podía haberme aficionado a los toros, sobre lo cual, dos años después, aún recuerdo una muleta cosida por mi madre y un estoque de madera fabricado por 45 mi padre como juguetes de importante aplicación, que pulularon por la casa con grave riesgo de que mi hermana, un año menor, pudiera ser lesionada en un arranque con espada para entrar a matar, actividad muy proclive entre ella y yo en aquella época de celos entre sexos. Todo tiene que ver con mi padre. A caballo entre los 40 y 50, con el racionamiento y la España negra, aquel joven pretendía salir del reparto de morcillas apelando a las ocupaciones entonces de fama: o futbolista o torero. Él siempre me dice que no tuvo tiempo ni padrino para llegar a algún sitio, porque siempre, siempre, y en aquel tiempo de corruptelas y amiguismos todavía con más razón, era necesario que una persona importante hablase bien por ti ante quien debía tomar decisiones sobre tu futuro. Quizá tenga razón, aunque sólo sea porque es mi padre, pero lo cierto es que le brillan los ojos cuando me cuenta que llegó a ser probado por el Celta, un Tercera División de aquella época en Zaragoza, y que llegó a matar algún novillo. Al fútbol jugaba de portero, en el Atlético San José, especializado en parar penaltis por aguante al tirador. Se entrenaban en el sótano de una casa, con las porterías dibujadas en una pared comida por el moho. Sobre los toros cuenta que su mayor habilidad era entrar a matar, porque de repartidor de morcillas pasó a carnicero y trocear la ternera en el tajador le daba miras del camino por el que debía meter el estoque. Si no el éxito, sí le quedó la afición y en su rol de padre quiso transmitirla a su primogénito (yo). Así que como espectáculo multitudinario, ya en entorno real, mi primer 46 recuerdo se enmarca en el Coso zaragozano de la Misericordia, en un vomitorio de andanada. Habíamos bajado de nuestra localidad por culpa de mi insistencia pesada cuando toda la grada estaba concentrada mirando a ese señor vestido tan raro que llevaba una manta para enredarse con un toro negro y gordo. Al dejar la grada, antes de colarnos por el pasillo, se oyó un enorme “oléeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee” que hizo a mi padre irse hacia el otro lado para ver una serie de naturales. Y yo, tirando del pantalón de mi progenitor porque me hacía pis, y él, bastante enfadado por mi inoportunidad, apurando esos muletazos de El Cordobés antes de llevarme al mingitorio. Probablemente, habría intentado yo suerte en el arriesgado arte de la tauromaquia, pues decía mi padre que tenía maneras y temple cuando el vecino Melendo me embestía con su toro de cartón con ruedas en la Plaza Utrillas. Debo decir que ese arte me gustaba, no sé si por el morbo de la cogida o por la elegancia de los movimientos, pie sujeto al suelo, giro de hombros y cintura, gallardía frente a la muerte. Pero quiso alguien que el gobernador civil emitiera una orden taxativa para prohibir el acceso al espectáculo taurino a los menores de catorce años, edad para la que me faltaban casi nueve. Así, siendo obedientes a tan alta autoridad (no cabía otro remedio, salvo “enchufe” con el poder), abandonamos las visitas a la arena circular para cambiarla por el rectángulo de césped. Bonito trueque... la muleta por el cuero... Don Gregorio, Goyo familiarmente, a la sazón mi padre, también era socio del Real Zaragoza, y acababa de 47 vivir la euforia de Los Magníficos (¿quién le iba a decir entonces que, quince años más tarde, su hijo iba a jugar contra algunos de ellos y nada menos que marcando a Isasi y persiguiendo a Violeta?), aquel gran equipo irrepetible que se creció sobre todos los obstáculos, salvo los equipos de la capital, Real y Atlético de Madrid, protegidos del Caudillo, según los aficionados "enterados". Era tan grande aquella pasión de mi padre que me enseñaba enorgullecido una profunda marca en su pelvis por la herida que se hizo al volver desde La Romareda a casa en el descanso de un partido, pues estaba lloviendo, se vino a buscar un impermeable y, por acortar camino para no perderse ni un minuto de la segunda parte, quizá algún gol de cabeza de Marcelino, se metió por las vías del tren, se enredó con ellas, se cayó y se clavó el manillar de la Lambretta en el muslo. En la reverberación de aquellos éxitos, aún sin pagar un duro porque con seis años entrábamos gratis, me llevó, ya en coche, primero un Renault 4–4, luego un Seat 600, al flamante campo del equipo de sus amores. Eliminatoria de Copa, rival: Europa (también premonitorio el nombre, como luego se verá), de Tercera División. Porteros del Zaragoza: Alarcia y Rodri, sustitutos del gran Yarza. Resultado: ¡perdimos en casa, 1 a 2!, igualdad en la eliminatoria, desempate en Valencia, tierra de mis tíos, qué risa se llevaron, y apeado el Zaragoza de la Copa. Gran tragedia, jugando como campeones vigentes de aquel trofeo del Generalísimo. 48 Pudo ser por aquel fracaso en mi primera aventura futbolística o por mi carácter eternamente volador... Ante la falta de mi atención a las jugadas (me despistaba persiguiendo cualquier hormiga o lagartija) a pesar de colocarnos en primera fila, al lado del césped, y ante la obligada vigilancia que debía ejercer mi padre con la consiguiente pérdida de algún ¡uy!, me "desapuntó" como abonado infantil después de un susto en el camino a un partido. Lloviendo a mares, mi padre calculó mal la frenada del 600 y nos dimos nada menos que contra un Dodge Dart, ocupado por una alterada señora gorda que tuvo la desfachatez de increparnos con sorna: “Pero si casi nos tiran ustedes al canal”. El lastimado Dodge se llevó a casa un ligero arañazo en su paragolpes cromado... y nosotros una aleta tan hundida que su roce con el neumático nos impidió seguir el camino hacia La Romareda. Mi padre se asustó por mí, que acabé algo mareado por el golpe, pero aún nos fuimos caminando para el campo a ver el partido contra el Sevilla, dejando el coche magullado encima de la acera. Ya no volví como abonado a La Romareda hasta muchos años más tarde, aunque algunos antes, como ya contaré, pude hacerlo como jugador. Y se veía que lo mío no era mirar fútbol sino practicar. Mientras los espectadores seguían con emoción los avatares del partido, yo deambulaba por las inmediaciones de la valla blanqueada, buscando en el suelo una hormiga o una lagartija para entretenerme mientras “esos señores gritaban”. Debo agradecer los esfuerzos de mi padre por 49 inculcarme algo de pasión hacia su deporte favorito. Quizá consiguió algo por mi subconsciente, pero su hijo no era un adelantado de luces para la observación de habilidades futbolísticas. Ahora bien, aunque en el campo seguía despistado cuando toda la grada vociferaba un gol, si lo marcaba yo, la repercusión era muy diferente... pero que muy diferente. Había comenzado ese curso en La Salle Montemolín, en párvulos, con don Antonio como profesor, un hombre espigado con demostrada afición por el balompié. En los recreos, nos preparaba partidillos de veinte contra veinte en un pasillo de cemento que debía tener cinco metros por treinta. Allí corríamos toda la clase como una marabunta de enanitos corriendo detrás de algo que se suponía un balón. Disfrutaba él más que nosotros, apartándonos en su carrera, chocando con hombros y cabezas, agitando los brazos para llegar hasta la portería contraria, pero su gozo no era nada comparado con el mío cuando había penalti. En cuanto se oía su voz: “¡Penalti, eso es penalti!”, decenas de manos se levantaban pidiendo: “¡Yo lo tiro! ¡Lo tiro yo! ¡Me lo pido! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!”, y entre ellas las mías, buscando el protagonismo sobre los cuarenta y uno del campo. Algo bien le caía yo a don Antonio porque varias veces era el elegido. Todos los chicos se echaban hacia atrás, en el pasillo sólo yo con las paredes y el portero, pitido del profe, carrera corta y... ¡golllllll! ¡Qué sensación de triunfo, gritarlo, agarrarme a los compañeros, correr golpeando manos...! Un dios, vamos... 50 Así, uno y otro día, entre partido y partido empezaban a gestarse semillas de mi futuro como lanzador de penaltis. Aquello fue en párvulos, que luego, en primero y segundo, ya sin el apoyo del profesor, porque nuestro curita, el Hermano Vicente, no mostraba ninguna afición por la pelota, me convertí en capitán de uno de los equipos de la clase. A la hora de elegir lugar en el campo, se llevaba con mucha importancia jugar de portero y, con el antecedente de mi padre, me coloqué en esa posición durante varios recreos... pero los resultados enseguida me dijeron que lo mío no eran los palos sino los remates. No puedo concretar en qué posición jugaba, porque aquello era tanta revolución como la del pasillo de párvulos, pero mi querencia iba hacia la delantera, a meter goles como un poseso, abusando del regate y del disparo. Todavía tengo un recuerdo marcado, y bien marcado, de aquel exceso de celo, producido por un largo deslizamiento por el cemento después de un remate de cabeza en plancha, que acabó en gol... y “cuquera” tras frenar contra una pared estucada con piedrecitas... precisamente con el apéndice rematador... o sea, como consecuencia, sanación por el Hermano Adolfo, hoy beato, y dos grapas en la Casa de Socorro, para mayor susto de mi madre y cierto orgullo contenido de mi padre. ¡Qué famosas fueron las rivalidades entre aquellos dos equipos de segundo A, con Michel López Moliner de capitán enemigo! Y no me podía imaginar que, siete años más tarde, aun habiéndose ido del colegio de La Salle aquel año y perderle la pista, ese mu- 51 chacho iba a ser compañero de mi primer éxito futbolístico. Mientras tanto, con la economía dura, donde los productos avanzados no te llegaban si no tenías un gran poder adquisitivo o un familiar más allá de los Pirineos, suspirábamos por conseguir enseres futbolísticos similares a los de “alto nivel". Tuve suerte respecto a mis compañeros y amigos, porque pude obtenerlos gracias a los desvelos de toda la familia... Hubo que ir a buscar el paquete a Correos, allí remitido por el hacedor de sueños llamado "Chocolates Zahor", previo envío de los cupones de sus tabletas. En mi casa debieron comer chocolate hasta mis dos abuelos, que en paz descansaban, ante la insistencia mía para obtener la cantidad necesaria. Fue un balón de cuero, con tiras, aún no se habían inventado los hexa–pentágonos, lo que con el tiempo le dio una tendencia más hacia la cuadratura que hacia la esfera. ¡Cuánto me duró ese balón!... a pesar de sus descosidos, siempre reparados por zapateros especializados en el remiendo de aquellas tiras de cuero. En el segundo envío, llegaron unas botas de plástico, negras (todas las botas eran negras), de punta muy redondeada y con travesaños en la suela en lugar de los tacos, y que a mí, supongo que por eso del proveedor, me olían a puro chocolate. Sudaba mucho el pie con esas botas, pero ¿quién no se las calzaba para emular a los grandes de la Liga? Y cuando mis padres percibieron mi gran ilusión por esos objetos, decidieron completarla. Mi madre compró un jersey blanco de piqué, símil camiseta del Real 52 Zaragoza, un escudo al efecto, y un número 9 de skay para coserlo en el dorso, por elección de mi padre: "mira, como Bustillo, a ver si marcas tantos goles". Bustillo era el “ariete” del Real Zaragoza, palabra que no conocía y que, al estar el chico haciendo la mili, identifiqué como algún cargo militar. Cuando salía a la calle equipado, con el balón de cuero bajo el brazo, envidiado por todos, comenzaba la fantasía: ¿y si esa salida la hiciera algún día en uno de esos estadios que aparecían en la tele repletos de gente? Así llegaba imaginando mi triunfo a la plaza de la estación de Utrillas, terminal de un tren carbonero que llegaba desde dicho pueblo turolense. Rodeando a una estructura hexagonal embaldosada que albergaba una fuente, bancos y parterres mal cuidados, se extendía un terreno de grava que se convertía en el sucedáneo del mayor estadio del mundo. “Echando pies”, formábamos los equipos para corretear detrás de mi balón (así quedó de pelado) entre porterías formadas por árboles o por líneas de tiza en los muros. Nos arriesgábamos a romper los cristales de la estación, pero sabíamos correr muy bien para escaparnos de don Benito, el cuidador de las instalaciones. Más de una vez el partido se dio por terminado con los gritos de este hombre, que nos mandaba con energía a jugar a La Granja, otro terreno cercano que no tenía cristales, pero tampoco paredes, y sí muchos baches que nos destrozaban los tobillos. En cuanto se calmaba, volvíamos a sus dominios desafiándole con la valentía de fornidos jugadores. 53 En el colegio seguíamos organizando nuestros retos en los recreos, entre clases de tercero y cuarto, con un ambiente competitivo que los Hermanos observaban con distancia. Aunque, a pesar de ese recelo, prepararon unos partidos de fútbol para inaugurar el cubrimiento de brea del patio más grande del colegio; el primero de ellos, entre alumnos de Bachiller Superior contra los profesores –pude comprobar qué malo era el mío, entonces de tercero, a pesar de lo fanfarrón que se ponía en clase–, y arbitrado por Ocampos, delantero del Zaragoza de aquella época. Mi primer y único autógrafo fue el de este futbolista paraguayo, que me firmó en la entrada al partido, de cinco pesetas, cantidad para ayudar a alguna causa justa de los Hermanos en las misiones. Extrañamente, nunca he tenido un ídolo ni me ha gustado ir a pedir autógrafos ni fotografías a las personas famosas. Tampoco tuve una referencia clara a modo apasionado. Sí, admiraba a Violeta, a Beckenbauer, luego a Pereira, y más tarde a Baressi y a Hierro, jugadores todos de mi posición final en el campo, defensa libre, pero nunca he suspirado por llevar su número, o su nombre, o conocer su historia particular. Bueno, un poco con el 14 de Cruyff y el 10 de Maradona. El segundo partido de la sesión estuvo protagonizado por el equipo alevín del colegio... el equipo oficial, el representativo en la Liga escolar. Desde aquel momento, me quedó clavado el deseo de formar parte de él, de vestirme su camiseta, de salir al campo entre los aplausos de mis compañeros... Pero en los tres años que duró aquel equipo, no conseguí que los profesores García y Yus, se- 54 leccionadores al efecto, se fijaran en mí. Me esforcé en cada recreo, sobre todo cuando ellos pululaban cerca, corría más de la cuenta, gritaba para que me pasaran, regateaba hasta hacerme un lío con las rayas del suelo... y nada, no contaron conmigo. A pesar de mi pinta externa de "niño bueno", por dentro empezaba a bullir un competidor nato que deseaba demostrar sus cualidades. ¡Cuánta frustración y coraje sentía al verlos entrenar con su chándal azul y amarillo, todos conjuntados, y jugar partidos con árbitro, vestidos con un equipaje tan original, de camiseta negra, con raya diagonal blanca muy brillante y la L, de La, arriba a la izquierda, y la S, de Salle, abajo a la derecha! Cierto desquite tuve poco tiempo después, pero hoy debo reconocer que los seleccionadores acertaron, a pesar de aquella rabia tan interna que nadie supo. No tenía sitio en ese equipo. Los obstáculos no están puestos para impedirnos el paso, sino para que busquemos cómo superarlos. Muchas veces esperamos como observadores que alguien decida por nosotros, que nos elijan para algo porque creemos merecerlo. Y como no nos eligen nos rebelamos contra esa arbitrariedad del destino. Entonces, la rebelión sólo es buena si nos sirve como acicate para demostrarles que no tienen razón, que se han equivocado, que a la próxima no tendrán más remedio que contar con nosotros. Ahora bien, si la convertimos en una queja perpetua hacia el infinito y nos quedamos parados esperando que salga el genio de la lámpara, sólo provocaremos odio por nosotros mismos y rechazo en los demás. 55 Algo de poso me dejó ese imperioso deseo no conseguido. Hay un colegio de Marianistas en mi barrio, con un palacio al lado que se llama Larrinaga por el apellido del señor que lo construyó a principios del siglo XX. Mis tíos participaban bastante en las actividades porque mis primos estaban matriculados allí, así que, conociendo mi afición futbolística, y sobre todo, mi tía, intuyendo esa frustración de no ser seleccionado en el equipo alevín, hablaron con Juan Carlos, el cura entrenador y me consiguieron una prueba para el equipo. Acudí cargado de nervios y de ilusión por salir a un campo auténtico de fútbol, con entrenador en la banda, once jugadores por equipo... La primera convocatoria fue para jugar un partidillo donde Juan Carlos pudiera observar las cualidades de los chicos. Nos reunió en el centro del campo y preguntaba: ¿Tú de qué juegas? Yo no tenía ni idea de qué responder. Cuando me tocó el turno, se me ocurrió decir: "De 8", que entonces era interior derecho, cuando aún se jugaba con tres defensas, dos medios y cinco delanteros. Que nadie me pregunte por qué dije de 8. Comenzó el partido con mi toque hacia delante para el saque inicial. Creo que ser protagonista en el primer lance me agarrotó todos los músculos. Y pronto me tocó la primera bronca, un fuerte grito, porque en un pase adelantado envié el balón unos metros más atrás de donde corría mi compañero. Chillando, recibí la primera lección directa de fútbol sobre cómo calcular la velocidad de carrera para ejecutar el pase al lugar correcto sin que el receptor tuviera que pararse. No debí aprender ni eso ni nada, porque 56 después del primer partido ya no me llamaron más. Al menos, tengo la sensación de haber olido la camiseta roja con letras en skay blanco cosidas a la altura del pecho. Allí, en los patios del colegio de Marianistas, aun esperando que Juan Carlos se volviera a acordar de mí, me llegó mi primer contacto con algo que sonaba a fama. Pude ver al hijo de Canario, aquel extremo brasileño que ya de veterano llegó del Madrid al Zaragoza para formar parte de los Cinco Magníficos, junto con Santos, Marcelino, Villa y Lapetra. Y claro, su hijo para nosotros portaba la misma aureola que el padre. Lo trajo por aquellos lares Pascualín, otro gran jugador, que entonces rondaría los catorce años, igual que su acompañante, y ambos jugaban en los infantiles del Real Zaragoza. Canario junior sólo vino una vez, pero me atreví a acercarme a jugar con ellos, que peloteaban en el campo de baloncesto. Aquel día volví a casa sin acordarme de que el cura entrenador seguía sin llamarme. A pesar de su silencio, seguí acercándome por sus dominios, no tanto por la posible convocatoria (me sentía avergonzado), sino por esperar a esos dos jugadores que se convirtieron por unas semanas en mis ídolos. Me fui soltando con Pascualín –su compañero no volvió a aparecer–, y le confesé uno de mis defectos: no sabía centrar a la cabeza del delantero. Él sonrió como un padre, se apartó unos metros y largó un centro suave que me golpeó en la cara. "Pero dale con la frente, hombre". Me pidió que fuera hasta él y me explicó detalladamente cómo había que poner el pie para lograr la altura del centro. Lo intenté varias veces... y nada. "Es- 57 pera... Piensa... piensa en que vas a poner el balón en mi frente. Imagínate que mandas el balón ahí. Vamos, hazlo". Se colocó en mi posición anterior... y lo intenté, muy avergonzado. Fallé. Salió raso. "Vamos, suelta el pie suave. Piensa en mi frente. Mírame". Volví a fallar... pero a la cuarta o a la quinta, salió más elevado. A la sexta o a la séptima, Pascualín remató contra la ventana del colegio. Me aplaudió. Y yo me sentí como el mejor extremo del mundo, quizá Gento. Siempre me acordaré de aquellas palabras que tanto me sirvieron. "Si no sabes dónde quieres enviar la pelota, nunca lo harás. Imagina donde la quieres poner, y tu pie será la prolongación de tu mente. Practica, practica, practica.... y lograrás lo que te parecía imposible". Algunos años después, y en muchas ocasiones, aquel consejo, que nunca nadie volvió a repetirme, me dio grandes satisfacciones. Mi profesor Pascualín... En aquellos años dorados de la infancia, la pasión era algo habitual en nosotros por todo lo que tuviera que ver con el balón. Nacieron los cromos de la Liga, nos aprendíamos el nombre, el historial, la fecha de nacimiento y las veces que había sido internacional cualquier jugador de cualquier equipo, sobre todo del Real Zaragoza, por supuesto, con Violeta como estandarte y representante de la furia aragonesa en la selección española. La mejor manera de educar se forja con la fijación de modelos de comportamiento. Somos animales de imitación... por eso solemos admirar, incluso venerar, a quien se considera que ha alcanzado el éxito. Si esas re- 58 ferencias son consistentes y coherentes con valores universales, nuestro crecimiento se asegura en unos cauces correctos. Es necesario admirar a los modelos, comprenderlos, entender cuáles de sus comportamientos y esfuerzos son equiparables a los que podemos llevar a cabo, elegirlos y aplicarlos. Como había sido lo habitual hasta entonces con los cromos de plantas, animales y mariposas, comenzamos el comercio entre nosotros, dando valor superior a los internacionales, a los del Zaragoza y a los máximos goleadores. Casi todos éramos incapaces de memorizar los ríos de la vertiente cantábrica, pero aprendíamos sin error posible la relación entre número de cromo, nombre de jugador y equipo asociado. También teníamos lista virtual de cuáles nos faltaban y cuáles no, de los que le faltaban al amigo y al enemigo, para negociar con avaricia sabiendo las debilidades de la contraparte. Aquellas imágenes eran para mí de héroes... pero de una heroicidad terrena, nada de idealismos, al fin y al cabo los había visto en La Romareda, a dos metros, y tenían ojos y carne como todos. El ambiente generado por la colección, para pegar con cola, no autoadhesiva como ahora, generaba un ambiente que se trasladaba hacia los avatares de la Liga. Mis compañeros hablaban el lunes y el martes del partido pasado, el miércoles descansaban, y el jueves y el viernes, de la jornada del próximo domingo. Y ya no digo cuando salía la lista para la Selección. La primera vez que faltó Violeta, después de aquel fallo con el gol en propia portería colaborando con Reina, tuvimos período de luto y ca59 breo. Luego, tras alguna jornada disputada, nos enfadábamos por cualquier discrepancia con sesudas discusiones sobre los árbitros, los penaltis, los jugadores malos y buenos, los robos de partidos... Hasta dónde me llegó aquella influencia que empecé a juzgar a mis compañeros por lo bien o mal que jugaban al fútbol, porque además de delegado algún año, siempre era el encargado de preparar la selección de la clase para el campeonato interno. Y como La Salle era colegio masculino, no teníamos contrapunto. Con tanto trajín acumulado, me llegó una nueva oportunidad. Nos habíamos cambiado de domicilio, a la primera casa en propiedad de la familia, y dos vecinos, Miguel Castro y Gonzalo, jugaban en el Juventud, un equipo de solera en la ciudad, quizá entonces el más importante en el ámbito de la cantera. Las buenas relaciones de vecindad desembocaron en una golosa propuesta: "¿Te quieres venir a probar a nuestro equipo?". No lo dudé ni una décima de segundo: "Claro que sí. ¿Cuándo?". Primeramente, fuimos un sábado por la tarde al club, un piso en una casa vieja lleno de fotografías y copas, donde pululaban un montón de chicos entrando y saliendo. Me presentaron al entrenador, que me cogió del hombro para acompañarme a la primera y única clase de Reglamento que tuve en mi vida. El hombre se puso a modo de profesor y nos contó algunas reglas del fútbol. Me sorprendió comprobar cómo el fútbol podía ser materia de enseñanza, con maestro incluido, pizarra con tiza y borrador... hasta con examen. Después de su disertación, tan amena 60 que logré la mayor concentración tenida hasta entonces en una clase, nos pasó unas hojas para que contestáramos a modo de test algunas cuestiones sobre lo que acababa de explicar. Una maravilla para aquella época en la que los clubs sólo tenían un campo prestado con unos vestuarios pobres y eran dirigidos por personas que se movían más por el entusiasmo que por el conocimiento. Al martes siguiente, metí en una bolsa la ropa de gimnasia del colegio y marchamos juntos al Picarral, un campo federativo de las afueras, por lo que llegar allí ya fue una gran novedad en mi vida. Nada más entrar me llamó la atención un chico que corría con una camiseta igual a la mía, o sea que era del colegio La Salle, y pregunté por él a mis vecinos. "Es Baeta, muy bueno, va para Primera". Ya no le perdí la pista nunca más, en el patio del colegio lo miraba de lejos, con admiración, y no llegó a Primera, pero sí al Endesa, equipo que después marcaría mi destino, en Segunda B. Y por primera vez vi entrenar a un portero, Sáez, años más tarde compañero mío en partidillos del Gremio de Carniceros en representación de mi padre, al cual recordé cuando vi esos ejercicios en el suelo, el jersey lleno de tierra y la respiración jadeante. Pues bien, casi no me tomé tiempo para cambiarme. Gonzalo, sentado a mi vera, sonreía al observar mi nerviosismo contenido. Antes de entrar al campo estuvimos peloteando un buen rato, y me hicieron tantos túneles que me convertí en el objeto de burlas y cachondeos de ambos vecinos. Nos llamó el entrenador desde el centro del campo para organizar un partidillo que le diera opinión sobre los novatos. 61 Nuevamente, la pregunta sobre dónde me gustaba jugar... Nuevamente dije que de 8, porque ni siquiera había pensado en ese punto, así que en esa posición me plantaron, nunca mejor dicho. El que se acogió al número 9 me llamó para hacer el saque de centro. Con el pitido prolongado, me largó el balón hacia delante, como corresponde, fui a por él... y me quedé obnubilado ante tamaña responsabilidad, tardé en pasarlo atrás, lo hice muy corto, y un adversario rápido nos quitó el balón. Supongo que me puse tan rojo que con la camiseta amarilla parecía la bandera española. Por culpa de la vergüenza sentida, casi ni me moví del círculo central en un buen rato. Consecuencia: el entrenador me gritó "¡chico, anda, vete con aquéllos a correr!", y me sacó del campo. Deambulé un buen rato haciendo tonterías por una explanada anexa, y de vez en cuando iba mirando de reojo hacia el partidito, con más turbación que envidia. Mis vecinos se rieron ampliamente de mí en el trayecto de vuelta a casa. No abrí la boca ni levanté la vista del suelo. Antes del domingo me dijeron que no había superado la prueba. Tercer fracaso, del que nadie me consoló. Para crecer hay que sufrir, y el sufrimiento más duro es el fracaso. Pero un fracaso es una oportunidad. No hay que bajar los brazos porque las cosas nos salgan mal. Solamente se equivoca, solamente fracasa quien lo ha intentado (quien se queda quieto seguro que no va a meter la pata). Y ningún fracaso es definitivo si extraemos de él esas reflexiones que nos ayudarán a mejorar. La perseverancia está íntimamente unida al éxi- 62 to. Pero mantenerse constante después de los fracasos es mucho más difícil. Así que démonos un tiempo de lágrimas, lamentaciones y quejas, los desahogos son muy necesarios... Ahora bien, adelante después... y si caemos de nuevo, nos lamemos las heridas, sí... pero adelante de nuevo. Después del período de pena correspondiente, me entró esa furia por demostrar que yo podía jugar al fútbol. En aquel año de sexto comenzaron a nombrarme capitán de la clase, supongo que por mis ganas de organizar partidos en el terreno que fuera, ya entre las porterías de balonmano (anticipación preclara del fútbol–sala), ya en los eriales cercanos, ya en las cercanías de la residencia de los Hermanos, con la sabida bronca a los pocos minutos de comenzar. Preparaba los típicos enfrentamientos entre las clases, entre mayores y pequeños, no más de un curso. En las horas de ocio también jugaba al fútbol, por supuesto, en la mayoría de las ocasiones en la Plaza Utrillas, ya conjugando el balón con la bicicleta. Uno de aquellos días coincidí, lo que no era muy habitual, con Mariano Luis, vecino de acera y el único chico de nuestra edad alumno del nuevo colegio de Marianistas, allá en el Parque Grande. Aquel colegio, hermano recién nacido del que se ubicaba en nuestro barrio, se ganó la fama de ser el mejor en instalaciones de toda la ciudad, con flamante pista de atletismo y campo de hierba en su interior, que sería, tres años más tarde, escenario de mi primera gran heroicidad futbolística comentada en el barrio. Jugando y hablando con Mariano Luis, también organi63 zador de partidos en su ámbito correspondiente, apalabramos un encuentro amistoso entre equipos de nuestras clases de los colegios respectivos. ¡Un gran reto! Seguro que si hubiéramos gozado de más medios, incluso habríamos anunciado el enfrentamiento en diarios, radios, paredes y carteles de toda la ciudad. Nos sentimos tan importantes como dos presidentes de Primera División. La propuesta tuvo una gran acogida entre mis compañeros, tuvimos disputas para elegir a los integrantes del equipo y, evidentemente, para conformar el equipo titular. Incluso nos preparamos partidillos de entrenamiento en las afueras del colegio, ya con vistas al esperado choque. Puesto que adolecíamos de campo en condiciones, nos convertimos en equipo visitante, decisión que no causó ningún impacto negativo... ¡todos queríamos conocer el gran colegio! Además, hablé con Mariano Luis... y en tono autosuficiente y paternalista le propuse: "Oye, ¿qué tal si preparamos el partido en vuestro campo de hierba? ¿Sabes?, es que a los chicos le hace mucha ilusión jugar allí...". Y más que me hacía a mí... El acontecimiento se celebró en un miércoles por la tarde, y …en el patio de brea, aunque con visita y toque de césped correspondiente en ese campo que nos simulaba a La Romareda. Perdimos 5 a 3. Yo sabía que estos preparativos habían llegado a los oídos del Hermano Tomás Romero con una recepción muy aceptable. El equipo alevín se había desecho y no teníamos representación del colegio en ningún campeonato. Decían que se había terminado el dinero. La mayo- 64 ría de los seleccionados habían fichado por otros equipos y nada se hablaba de fútbol representativo de la institución lasaliana, por otra parte más famosa en el mundillo del baloncesto. Quizá tuvo que ver el cambio de colegio. Habíamos abandonado el edificio de la calle Miguel Servet y nos trasladamos a una construcción moderna, cerca de La Granja, aún sin terminar y con previsión de que no íbamos a gozar de campo de fútbol, ni siquiera de brea o cemento. Pues bien, en una de las tutorías, aprovechando esa calidad de capitán oficioso de sexto C le planteé al Hermano formar un equipo, entrenado por él, que paseara el nombre del colegio por los campos de la ciudad. Me miró con ojos muy brillantes, con entusiasmo, diría yo, por lo tanto supuse que no le sentaba mal la propuesta. Acerté. A los pocos segundos, me delegó la conformación de un equipo de garantías y él accedió a organizar el resto. Aquello podía ser el germen del nuevo equipo alevín del colegio... y yo en él. No me costó mucho elegir a unos catorce chicos de todo sexto porque ya me había ganado el respeto y el consenso de todo el curso. Don Tomás se erigió más en cuidador que entrenador, y nos acompañó durante varios meses jugando por ahí partidillos contra equipos de colegios amigos. Yo quería arrancarle la promesa de que nos iba a inscribir en alguna Liga organizada, pero siempre se escurría, supongo que por su falta de afición hacia el fútbol, que no hacia la puesta en marcha de actividades extraescolares que nos "alejaran de la calle". Ganábamos casi todos los partidos, teníamos buen equipo y, arropado con mi brazalete de 65 capitán, adquirí cierta confianza para no quedar tan mal como en las probatinas anteriores. Ah, cambié de motu propio la posición y pasé a jugar de defensa lateral izquierdo y algunos partidos, de central. Y otro ah, jugábamos vestidos con aquellas camisetas negras de franja blanca que tanto me habían impresionado. ¡Qué ilusión cuando convencí al míster de que las usáramos! Me calcé el número 3... y hasta llegué a acariciarla como si fuera mi novia. También realicé la primera compra de material futbolístico ad hoc: las medias, que el colegio no proporcionaba con el equipaje (bueno, tampoco el pantalón, pero éste fue obra del arte y confección de mi madre), unas medias muy largas, amarillas. Pululaba por los aledaños de la organización futbolística el profesor de Lengua, a quien le debo muchas enseñanzas sobre mis capacidades literarias, pero con quien mantuve una conversación algo frustrante sobre mi futuro futbolístico. Andábamos con aquellos éxitos colegiales y se comentaban las actuaciones de la Selección Aragonesa de fútbol infantil. La charla derivó sobre las posibilidades de que algún integrante del colegio resultara elegido para formar parte de ella en futuras convocatorias. El hombre me miraba con altanería, como si en mis palabras intuyera que yo aspiraba a eso y él debiera jugar el papel de aterrizador de un sueño imposible. Me contestó: "En vuestro equipo tenéis muy poco nivel. Mis candidatos son Aragón y Chavarrías (que no jugaban en nuestro equipo, a pesar de ser alumnos del colegio)". Mirándome a mí, añadió: "...y nadie más". Tres años después, me lo 66 encontré en una concentración lasaliana y pude informarle del resultado de su vaticinio, algo diferente de sus previsiones. La vida está llena de “gafes”. Son los negativos, quizá resentidos, que buscan desilusionar porque ellos están desilusionados. Alguna vez he oído que son los que te bajan los pies al suelo... pero no. Hay que hacer las cosas realistas, no lo niego, pero quien actúa solamente haciendo crítica negativa desea hacer daño. No debemos escuchar a estas personas cuando hablan exclusivamente de defectos y con ese sentido de superioridad que raya en la soberbia. Quien desee ayudarte te argumentará por qué te dice las cosas y hacia qué otra dirección puedes llevar tus pasos. Si no aporta eso, mejor que sus palabras se pierdan en las profundidades. Marcos Chavarrías era un excelente portero de mi clase, seleccionado en el equipo alevín anterior, que no jugaba con nosotros porque había fichado por un equipo federado del colegio de al lado, el Patronato Montemolín. Ese equipo se llamaba Europa, C.F., donde le acompañaba Jesús Carlos Aragón. Marcos nos propuso jugar un partido contra ellos y aceptamos. Se disputó en el campo de Larrinaga, el de mi primer fracaso; por cierto, el peor campo que he jugado en mi vida, con pedruscos como el Everest y porterías de poste de luz, una más grande que la otra. Era de esperar que perdiéramos y así pasó por goleada, a pesar de que el Europa jugó la segunda parte con reservas. Como el Hermano Tomás no pudo venir, hice 67 las veces de delegado, entrenador, capitán y jugador, todo de golpe, por lo que tuve que coordinar la organización con el míster del otro equipo, Rafael Sarto, un hombre que desde aquel día hasta tres años después, se convirtió en mi tutor futbolístico. Al finalizar el partido, me llamó y me dijo que le habían gustado cinco chicos para su equipo, me dio sus números, entre los que estaba el 3, ¡el mío!, y me pidió que fuéramos a entrenar con ellos la semana siguiente. Se lo conté a todos con una enorme cara de satisfacción y al menos esos cinco nos olvidamos enseguida de la gran goleada. Aquel día se convirtió en el más importante de la existencia. ¡Nos quería probar un equipo federado! Pasé aquellos días con los mayores nervios de mi vida... Y allí que nos fuimos los cinco al patio del colegio Patronato Montemolín, donde nos recibió Sarto mientras se quitaba su uniforme de soldado de artillería. Cumplía el servicio militar. No sé cuánto influyeron los nervios, pero me sentí algo agresivo, lo que debió ser valorado positivamente, así como el resultado de unos tiros a puerta, que extrañamente el entrenador nos hizo realizar sin zapatilla, a pie descubierto. En el tercero de ellos, recibí un buen halago: “Chaval, tienes fuerza y no diriges mal, pero tienes que pegarle al balón más arriba”. Fueron las primeras palabras técnicas de Rafael Sarto, un ex–portero del Aragón (hoy Zaragoza B), que debió dejar el fútbol porque su impetuosidad le había hundido el pecho contra la rodilla de un delantero contrario. Después de aquel 68 entrenamiento, sólo quedé yo de los cinco elegidos, y no porque ellos fueran desechados, sino porque algo no les gustó de aquel ambiente. Los primeros días me sentí abrumado y mi habitual timidez se acentuó ante unos chicos mayores que yo y un entrenador gritón. Pagábamos cinco pesetas semanales para algunos gastos, y el resto del presupuesto se financiaba con el bolsillo de Sarto, sobre todo para los equipajes siempre impecables, que destacaban por su diseño original. La presión que este entrenador ejerció conmigo, sus gritos, a veces despectivos, pero por eso motivadores para mí en aquella edad, me obligaban a superarme cada día, hasta el punto, por ejemplo, de hacer el salto interior del potro a una altura superior a mi cabeza, algo que el profesor de gimnasia nunca habría conseguido. Trabajábamos sólo la técnica individual y nos pasábamos casi todo el rato tirando a puerta, controlando el balón con las distintas partes del cuerpo, rematando de cabeza, haciendo rondos... Me sentía inferior a todos mis compañeros, aunque al menos Chavarrías y Aragón, titulares del equipo aun siendo los más jóvenes, me daban confianza al conocerlos del colegio. Alternábamos los entrenamientos en el patio de aquel colegio y en descampados del barrio, uno de ellos en la misma calle, con las dimensiones parecidas a un campo de fútbol y bastante liso, con pocas piedras. Hacíamos las porterías con los jerseys y apurábamos la luz hasta el último rayo de sol, ensayando jugadas y tirando a puerta. Éramos el entretenimiento de los 69 abuelos, mi primer público entendido. Aquel erial estaba rodeado por una acequia de riego, de la que bebíamos imprudentemente al terminar los partidos... pero nos decíamos: "Agua corriente no mata a la gente". En otras ocasiones nos desplazábamos casi dos kilómetros hasta llegar a lo que llamábamos el campo de Cementos, por ser de la industria de esta actividad, Portland, S.A. Jugábamos los partidos oficiales, ¡qué casualidad!, en el campo de Larrinaga. Cuando me enteré, el recuerdo de mi fracaso me hizo algo de mella... pero no pudo conmigo, me lo tragué como pude y afronté aquella sensación con valentía silenciosa. ¡Qué delito jugar allí al fútbol! Los vestuarios se sumergían en los sótanos del palacio. Siempre tuve tentaciones de colarme por alguna puerta para verlo por dentro, pero nadie nos lo permitía y no me atrevía a pedirlo. Pasaron muchos años hasta que pude apreciar el lujo de aquel edificio, que albergaba el noviciado de los Marianistas. En aquellos vestuarios, oí hablar por primera vez de la trayectoria de Jiménez Celma, un chaval ex–compañero nuestro que el año anterior había fichado por el Real Zaragoza. Llegó a jugar algún partido de Primera División. Como tuve un crecimiento muy rápido, sacaba más de la cabeza a mis compañeros de equipo. Así, Sarto decidió probarme de delantero centro rompedor. No sé qué podría romper yo, porque mi apocamiento era de juzgado de guardia. Mi padre llegó a decirme que en vez de sangre tenía horchata en las venas. Y con toda la razón. Me faltaba garra, tenía miedo de hacer daño con mi cuerpo 70 enorme y apenas hacía entradas con fuerza. Todos los gritos del mundo surgían en cuanto cogía el balón para que sacara la rasmia. Nada, ninguna reacción, el ambiente me paralizaba y estoy seguro que parecía una momia andante por el campo. A pesar de eso, Sarto confió en mí y guardo dos recuerdos imborrables sobre la ilusión que me inundaba: cómo me inflé de satisfacción cuando me responsabilizó de guardar en mi casa uno de los balones (de reglamento) que acababa de comprar para cuando empezáramos la Liga; y la demostración que hice en el colegio de mi “gran valía futbolística” enseñando la ficha federada a todo el que tuviera anchas espaldas para escucharme, con pesadez pedante, y deseo de oír: "Qué importante eres, Prades". Esa era la ilusión de creerme en una carrera ascendente, destacado del resto de mis compañeros, en una actividad que me traería la fama... cuando en realidad, más fama tenía en el colegio por haber sido campeón de ajedrez, y porque en este deporte había tenido mi primera ficha federada, documento del que nunca osé hacer tal ostentación. Llegó por fin un partido serio. Era de pretemporada, pero ya muy formal, con preparación previa teórica y esquema de juego bien fijado. Jugábamos en el campo de Pinares, del barrio de Torrero, contra el Alcobendas. Sorprendentemente, salí de titular con el 9 a la espalda. Los contrarios me miraban algo asombrados por mi altura, pero eso sólo me provocó más vergüenza. Perdimos 4 a 2... y sin embargo, para mí fue lo de menos, porque... marqué, de suerte, el gol de jugada más espectacular de 71 mi vida futbolística. José Luis, extremo derecha, avanzó por su banda y centró. Yo le había acompañado en su carrera, sin dejar de mirar el balón, pero había sido demasiado rápido, y la pelota iba a caer detrás de mi posición. Me volví de cara a mi campo y pude dominarla con el pie en un toque suave que la levantó por encima del defensa que me marcaba y también de mi cabeza. Hice el giro y así, cuando la pelota caía, en el borde del área pequeña, vi al portero quieto en el centro de la portería con cara de susto ante el más que probable zambombazo al empalme... pero suavemente le di al balón con el empeine para colocarlo a media altura junto al poste derecho. ¡Golazo! Los achuchones de mis compañeros no lograron sacarme del aturdimiento. No me lo creía, incluso hoy sigo sin creérmelo, porque nunca antes (ni después) había repetido un ejercicio malabar tan primorosamente técnico. Lo mío era rematar de cabeza y tirar fuerte, nada más. Y ese gol debió darme alas: el segundo también fue mío, producto de un rechace que recogí con el muslo casi acompañando el balón con el cuerpo hasta la red. Al término del partido, me callé, no sabía hacer alardes y, además, Sarto, al que todavía no le había adivinado su enorme ternura, me felicitó de la siguiente manera: “¡Qué, patas largas, un poco más y metes el segundo con el culo, ¿no?!”, dicho sea entendido con mucho cariño. Como ya he anticipado, aquel destello técnico no se repitió nunca más, pero quedó en el recuerdo colectivo del equipo durante varias semanas... para “cargarme” con bromas que me hacían esconderme en la modestia. 72 Nunca hay que avergonzarse de los logros, nunca hay que desmerecerlos. En realidad, lo que consigues siempre es puesto en su lugar por los demás. Si ese lugar es más alto del que crees, hazle caso a los demás. Disfruta porque siempre hay esfuerzo detrás de lo que se consigue. La suerte nunca es casual. Dicen que no hay que interrumpir cuando te están halagando. Pues sí, es bueno escuchar en silencio, dejando que esa energía se acumule para que haya otro momento como ése. Tantas veces se trabaja con esfuerzo, horas y horas sin recompensa... que no debemos creernos que nuestros éxitos son producto de golpes de fortuna. Comenzó la Liga y fui convocado en la primera lista de quince entre veinticinco chavales. ¿Tendría que ver algo aquella exquisitez de gol? Supongo que no, porque según alguien oyó al entrenador y contó después, fui un arma psicológica para amedrentar con mi estatura al equipo rival... Mi padre aún tiene aquella fotografía del primer partido colgada en la pared, en la que se aprecian los pedruscos de Larrinaga, mis botas recién compradas, y el número 15 en el equipaje. Sufrí en la banda, pero no jugué ni un minuto, viendo cómo perdíamos frente al Boscos Becars por la mínima, equipo que a la larga fue subcampeón infantil aquella temporada. 73 De pie: Chavarrías, De Val, Jaime, Chavi, Manolo, Beltrán, Jordi, Burriel, Martín II, Agachados: José Luis, Romeo (“Tolomeo”), Cardenal, Paco Serrano, Martín II, Prades. Seguí toda la temporada sin faltar a ningún entrenamiento, aguantando las continuas broncas del entrenador (o quizá debido a eso) por mi “horchata excesivamente fría”. Cada ejercicio se convertía en un reto para demostrarle que sabía hacer bien las cosas... aprendí a rematar de cabeza sin cerrar los ojos, a parar el balón con el pecho, a golpear el balón con efecto, a darle con la izquierda sin aparatosidad... pero en los partidos seguía siendo una madre cariñosa con el contrario, por lo que no llegué a 74 jugar ni un minuto en aquella primera Liga federada de mi andadura. Cuando terminó esa competición, antes de la Copa, los mayores celebraron en el club, que pertenecía a la parroquia, una fiestecita a la que fueron invitadas varias chicas del barrio. Los pequeños mirábamos por la cerradura... y el párroco también debió mirar, porque esa misma tarde fuimos expulsados de nuestros aposentos por crimen contra la moralidad. Recuerdo la cara del cura, todo ofuscado, gritando sobre nuestro futuro en el infierno por tanto acto promiscuo en un habitáculo que dependía de la casa de Dios. Estimo que tales actos se basaban en poner música y bailar lento. Toda la plantilla ayudó a desalojar dicho habitáculo. Me tocó llevar los equipajes viejos. Iba al lado de Sarto, que portaba la bolsa de los trofeos, y nos cruzamos con algún ferviente enemigo nuestro o, en su defecto, amigo del cura expulsante. De ahí me quedó una respuesta que aún me llega con sensación de revancha y orgullo. El señor ferviente se dirigió a nosotros con una verónica de ironía: “Europa, Club de Fútbol, ¡qué pretensiones!”. A mi entrenador se le encendieron los ojos, pero sin mirar al ofensor, le soltó al aire: “Eso serán pretensiones... y esto son copas”. Al poco tiempo de tener como club una casa abandonada, Sarto decidió tirar la toalla de su aventura en solitario y fichó por el C.D. Santo Domingo de Silos, un colegio diocesano (no aprendió la lección) como entrenador de infantiles... pero no nos abandonó. Puso de condición que podrían jugar allí, aunque no fueran alumnos del co- 75 legio, todos sus jugadores que lo desearan. Más de la mitad del equipo aceptamos. Tuve cierto desencanto porque Jesús Carlos Aragón prefirió fichar por el Stadium Casablanca y, sobre todo a la temporada siguiente, se convirtió en un duro, aunque noble, rival. 76 Esta foto corresponde al último partido que como Europa, C.F. jugamos antes de desaparecer. Precisamente, estamos en el patio del colegio Santo Domingo de Silos, donde desembarcamos después más de la mitad de jugadores de la fotografía. De pie: Sancho, Martín I, Asensio, Lámperez, Paco Serrano, Luisito Monterde, (no recuerdo su nombre), (no recuerdo su nombre), y mi hermano Andrés (que vimo a verme jugar ese partido con su equipaje del Real Zaragoza) Agachados: José Luis, Aragón, Prades, Soler Sierra, Bernad, Lorente, Alcalde y Lacosta 77 II.– Seguir creciendo... (1974/75) También fiché por el Silos (abreviatura del nombre tan largo) y conformamos un equipo infantil, llamado Silos “B”, donde comencé mi andadura en un club bastante más organizado. Disponíamos de una infraestructura más adecuada para jugar al fútbol, pero que nadie piense en la ideal… Nuestro campo de entrenamiento era la cancha interna del colegio, con suelo de brea y porterías con postes de tubo, tal como suena, sí, de tubo de fontanería, que temblaban cuando acertábamos en ellos. Por otro lado, también existía un gimnasio bien equipado (muy raro en aquellos tiempos), una enfermería, una oficina para el club y... ¡algo impensable!... piscina, que era exclusiva para los alumnos del colegio, pero que, gracias a las gestiones de Sarto, se amplió a los jugadores de los equipos de fútbol. Aquel club apenas tenía unos años de historia. A pesar de ser la institución educativa más grande de Europa (uf, hablar de Europa en esos años), no se había orientado al deporte. Su fundador, y eterno director, don Julián Matute, cobraba fama de autoritario y no se preocupaba de estos menesteres. Cuando entrenábamos, lo veíamos pasear con un misal en la mano por los alrededores del patio y nuestra mayor preocupación era no darle con el balón, por si se enfadaba y nos echaba no sólo del patio, 78 sino del equipo y quién sabe si de la ciudad también, tal poder le adjudicábamos. Rafael Sarto tenía especial predilección por entrenarnos en técnica individual. En las instalaciones del Europa tenía pocas posibilidades de innovar, pero aquí se le abría mucho campo porque los medios eran superiores. Siempre comenzábamos a entrenar con un trote cansino en el que nunca nos acompañaba, así que campábamos a nuestras anchas sobre la brea, salvo cuando desde la oficina nos lanzaba su grito característico que movía los fluorescentes del colegio. Hacíamos las carreritas de rigor al sprint, los brincos sobre el terreno, algunos saltos sobre aparatos... y enseguida cogíamos el balón, su (y nuestra) debilidad. Nos hacía mucho hincapié en el dominio de la pelota, consiguió muchos balones, algunos viejísimos, para que al menos tuviéramos uno por cada dos... y comenzaba de director de orquesta: juegos de cabeza, partidos de tenis—fútbol, rondos a uno y dos toques, sorteo de compañeros con conducción de balón mirando a su mano para cantar cuántos dedos había desplegado... en fin, una apología del aprendizaje para dominar la pelota como si fuera un apéndice del cuerpo. Era un hombre exigente, que te presionaba hasta la extenuación con el miedo a su enfado. En mi caso, me fue sirviendo para romper con esa blandura en el campo (no fue de la noche a la mañana) y para descubrir cosas en mí que jamás habrían salido por sí solas. Uno de sus ejercicios favoritos lo desarrollábamos con un balón dentro de una bolsa de plástico que sujetaba con un cordón a un travesaño de la escalera ho- 79 rizontal y paralela al suelo. Debajo de esa pelota plastificada ponía dos colchonetas y así, manejando él la altura del cordón, debíamos golpear la bolsa en tijera o de cabeza en plancha. ¡Qué broncas me ganaba en ese ejercicio! Nunca acertaba con el balón, sobre todo con la tijera hacia atrás, y él tronaba tanto (el gimnasio estaba en un semisótano y generaba un eco ensordecedor) que temblaban todas las paredes cual agitadas por un terremoto. El día que conseguí golpear tan adecuada y fuertemente la bolsa que saqué el balón y rompí un aparato de luz tuve tal alegría que me pasé todo el entrenamiento rememorando la odisea como si hubiera descubierto la Atlántida. Sarto se calló, pero por dentro le adiviné tanta satisfacción como la mía. También sufríamos otros ejercicios originales. Por uno de ellos, hoy, cuando lo pienso, me asusto de verdad. Entonces, plegados a las órdenes del míster, nos callábamos, y puestecitos en fila frente a él, esperábamos estoicamente nuestro turno. Rafa se agachaba a coger uno de los dos balones que tenía a sus pies. Resoplaba algo y se tensaban los músculos de sus brazos. Levantaba un balón con dibujo y medidas para el baloncesto, pero lleno de algo que le daba un peso de cuatro kilos, nada más y nada menos, cuatro kilos. No habría sido nada si hubiéramos tenido que devolvérselo con la mano. Pues no, nada de ganar potencia en los brazos. Había que devolvérselo... ¡de cabeza! Sí, no hay ninguna errata, había que devolver de cabeza un balón de ocho kilos elevado al aire. Previamente, éramos informados de que si nos quedábamos 80 esperando su llegada, caeríamos de culo sin remedio... por lo tanto, era cuestión de ir a por él, de atacarlo antes de su llegada a nuestras narices. La moraleja residía en que así debíamos rematar en los partidos, y si lo hacíamos con fuerza ante ese balón, después, una pelotita de cuero quedaría como una nimiedad. Alguno caía de culo, por supuesto, y con el cuello pronto a desmontarse también... Cosas de Sarto. Sus métodos originales continuaban mediante la colocación de un balón (ahora normalito) bajo su pie, a modo de plancha. Gritaba: "¡Vamos, vamos, a darle fuerte! El que me tire para atrás es titular el sábado." Siguiendo el camino de la obediencia nos colocábamos uno detrás de otro y... patadón con rebote vibrador hasta la ingle. Mi amor propio me hacía pegarle lo más fuerte posible. Quería tirarlo, sacarle el balón por debajo del pie. Ahí empecé a darme cuenta de la que sería una de mis mejores virtudes: la fuerza en el disparo. En tres o cuatro veces, no fui capaz de darle con generosidad, porque el miedo a hacerme y a hacerle daño me reprimía... Ahora bien, un día con bastante enfado, tomé carrerilla, fijé la vista en el centro de aquel balón pelado y apunté con fiereza. Creo que a Sarto le tembló hasta el alma. El balón se movió de su pie, no hacia atrás, sino hacia delante un poquito, dando vueltas sobre su eje vertical. Su cara parecía un poema de sorpresa y dolor. Se llevó la mano a la cadera y me miró con expresión de revancha, de alucinación, de admiración.... no sé. Dio media vuelta sin decir ni mú... y aquel ejercicio quedó reservado desde entonces 81 a los alevines. Al quedarnos solos, los compañeros se acercaron a mí y me preguntaron qué había pasado. No sabía qué responder y un compañero dijo: "Le has dao con tantos huevos que le has descoyuntao la pierna". A partir de aquel momento, me convencí de que podía tirar a puerta sin hacer el ridículo, aunque pasó más de un año hasta que tuve una prueba oficial de esa cualidad. Como seguí jugando de delantero centro y la movilidad no era mi mejor arma, casi siempre recibía el balón en una posición que no me dejaba preparar el disparo. Pero aquel episodio del zapatazo no se me olvidó. Quizá pudo ser ese empuje de autoestima lo que me dio moral para marcar cinco goles en un partido amistoso de pretemporada.... aunque no terminaba de arrancar, todavía era ese muchacho huidizo que escondía la pierna. Ese año, estrenábamos equipaje a la imagen de nuestro entrenador. Es decir, muy original: camiseta a rayas verticales amarillas y azules con pantalón azul ribeteado en amarillo. Y siempre salíamos al campo muy ordenaditos y bien vestidos, con la camiseta por dentro y las medias arriba, en fila corriendo por la línea lateral, hasta el centro del campo, y en el círculo, el capitán iba al centro, los demás, uno a la izquierda, otro a la derecha, para saludar después a la mínima afición que se dignaba venir a vernos jugar. Guardo una foto de aquella época en la que se aprecia esa estética, y también mi altura desmesurada, con mi cabeza sobresaliendo por encima de los demás compañeros, lo que dicho sea de paso, provocaba cierto sarcasmo, sobre todo, cuando cometía algún fallo estrepi- 82 toso. Recuerdo uno de los halagos tiernos del míster: "Altos como pinos, tontos como tocinos". En aquel entonces, rezaba por las noches y, después de pedir por todo lo que en el colegio nos decían, bastante encogido en la cama, rogaba: "Dios mío, haz por lo menos que pueda jugar en un equipo de Tercera Regional". Con estas inyecciones de moral, no dejé de asistir a ningún entrenamiento y me propuse aprender más y más. Conforme avanzaba la temporada, iba afianzando mi cuerpo, lo controlaba mejor y perdía esa parálisis que me ataba en el campo por miedo a hacerlo mal. Mi primer buen partido, de ésos que te quedan con satisfacción a pesar de haber perdido, transcurrió después de una gran emoción. En el entrenamiento del jueves, el míster nos anunció: "Jugamos el sábado con el Zaragoza B en el campo de Torrero. A las tres os quiero aquí." Ufffffffff. Íbamos a jugar contra el Zaragoza... en un campo de hierba... en el campo de Torrero... que habían pisado los grandes de Primera División antes que La Romareda. Ciertamente, fue un impacto especial. En realidad, ni conocía el campo, que dejó de ser el oficial a finales de los 50, pero pensar en que podía tener gradas, hierba, vestuarios... y además, jugando contra los infantiles del Zaragoza... Perdimos 2 a 0. Me piqué con el capitán zaragocista, que se llamaba Chamorro y jugaba de medio centro. Yo llevaba el 9, pero ya empezaba a moverme un poco más, me retrasaba, iba a buscar balones... y me encontré con aquel tipo bastante malencarado, de pelo rizado y piel 83 muy morena. Ahí jugué con más rasmia, intentando siempre superarlo, pero él, más curtido que yo, siempre conseguía quitarme el balón y mirarme con cara de superioridad. Pero bueno, tres o cuatro veces le metí fuerte la pierna y escuché a Sarto desde la banda... "Eso es, Prades, eso es, así", lo que me proporcionaba la mayor cantidad de adrenalina segregada hasta entonces. A ese partido asistió mi padre. Cuando volvíamos a casa en el coche, me dijo: "Deberían ponerte de defensa. Te faltan reflejos para jugar de delantero. Desde atrás, verás venir mejor la jugada". Tengo que aclarar que soy miope, cuatro dioptrías, y mi padre estaba convencido de que ese defecto era la causa de que reaccionara tarde. Creo que no acertaba con la causa, pero sí con el efecto: me faltaban reflejos para reaccionar como debe hacerlo un delantero... ah, y también el "instinto asesino" para "matar" en el área, pero ninguna de las dos cosas estaban relacionadas con mi carencia visual. En realidad, sólo me afectaba por la noche, en los entrenamientos, aunque en los partidos, cuando ya jugué de defensa, como ahora contaré, me costaba adivinar quién de mis compañeros había marcado el gol. No jugué con lentillas hasta los diecinueve años, que las compré con el primer sueldo (le llamaban compensación) que me pagaron en el equipo de La Almunia. No sé si mi padre habló con el entrenador, o ambos se comunicaron telepáticamente, pero lo cierto es que tras aquel partido Sarto me bajó a la defensa, de lateral derecho. Yo sólo quería jugar, en ningún momento me plan- 84 teé rebatirle la decisión, y me coloqué en la banda derecha, haciendo más amistades con los porteros del equipo. Quería ser delantero, me ilusionaba ser delantero... pero mis cualidades entonces no daban para esa posición y acepté el cambio. Fue un acierto. Varios años después, regresé a esa posición en punta marcando muchos goles. Si en ambos casos me hubiera cerrado a la posibilidad del reciclaje, habría perdido capacidad de disfrute y habría aportado mucho menos a las necesidades del equipo. Todo cambio es difícil, pero el esfuerzo es mínimo comparado con los réditos que obtenemos. Si nos mantenemos como estamos, lo más probable es que retrocedamos. Aunque tampoco se trata de cambiar por cambiar, o hacerlo todos los días, porque la transformación o la adaptación puede ser lenta. Hay que aguantar el tirón antes de sacar conclusiones sobre si hemos acertado o no con cada cambio. Las gestiones de la directiva consiguieron un terreno en el que prepararon un campo de fútbol en condiciones. Estaba algo alejado del colegio, se asentaba sobre tierras que habían sido de cultivo, y ostentaba porterías metálicas, nuevas, con red reglamentaria, y lo marcaban todos los fines de semana. De relumbrón, comparado con la brea del patio del colegio. Le pusieron por nombre Rodel, en homenaje a una tienda de electrodomésticos del barrio que había donado una buena cantidad de fondos para toda esa restauración. Ahora bien, no le llegó para vestuarios decentes. Nos cambiábamos en una casa medio en ruinas, pegada al campo, en el que cada habitación se 85 repartía para visitantes y locales con el cuerpo arbitral en la cocina. Aquí tengo que detenerme y hacer un homenaje a todas aquellas personas que, llenas de afición y sin ningún interés personal, colaboraban en las tareas menos gratas del equipo. Y eso es una constante en el fútbol aficionado, sobre todo en aquellos años. Más de diez entrenadores, directivos y seguidores del equipo, colaboraron en adecentar aquella casa, dotándola de duchas, bancos, moqueta en el suelo (para tapar las baldosas rotas), perchas... hasta que pareció un lugar apropiado donde quitarte la ropa y tener algo de higiene. En esos vestuarios, ya reformados, vi por primera vez en cada percha una camiseta bien colgadita, con las medias y el pantalón sobre el banco, esperando nuestra entrada. Aquello empezaba a ser un club de nivel. Antes de entrar al vestuario, ya éramos informados de la alineación y cada cual se dirigía hacia el número que le habían indicado en el recibidor de la casa—vestuario. Todo un lujo. Otra de las originalidades de Sarto ocurrió en dos partidos. Fue una decisión visionaria, pues veinticinco años después comenzó a aplicarse en los partidos de más alto nivel de las Ligas, pero en aquel entonces dejaron de admitírselo a la segunda vez que lo aplicó. Era obligatorio jugar con número del 1 al 11 los titulares y del 12 al 15 los reservas. Pues bien, cada uno elegimos un número para salir al campo, independientemente de la asignación de la función. En mi caso, quise elegir el 14, por la estela de Cruyff, pero por vergonzoso —lo pidió un compañero más 86 rápido y no me atreví a discutírselo—, me quedé sin él. Por lo tanto, me apropié del 17, número que he elegido después siempre que he podido. ¡Ah!, y abundando en esas originalidades de mi entrenador, ya dicha su pasión por la uniformidad ("¡nada de camisetas afuera ni medias abajo, por lo menos hasta que empecemos el partido!"), cuento ahora que aquel invierno debió ser muy frío, pues nos recomendó ir a entrenar y a jugar con gorro de lana. “Por la cabeza se pierde la mayor cantidad de calor”. Y añadió: "No estaría de más que fuera a juego con los colores del equipaje". Ni corto ni perezoso lo dije en mi casa... y ahí que se pusieron mi madre y mi abuela a tejer un gorrito de lana a tres franjas de dos colores, a saber, azul y amarillo. Lo llevé muy poco porque después de la primera carrera me sobraba todo aquello que tapara más piel de la necesaria, el gorrito, los guantes, el chándal... pero conseguí que Sarto me felicitara y se sintiera orgulloso, no sin ironías, de mi amor por los colores del club. Los símbolos son importantes. Forman parte de la pedagogía a pie de calle. Una bandera, unos colores, una camiseta, un escudo, un estadio pueden convertirse en instigadores y alicientes para crear o reforzar la pertenencia a un sueño, a un grupo. Las imágenes nos facilitan el recuerdo de nuestro camino. Cada símbolo de tus ilusiones integrado en ti mismo te proporciona sensaciones únicas que se convierten en movilizadores. Si no los tienes, hay que buscarlos. En fútbol es fácil, porque saltan a la vista todos los días, pero en cualquier otra actividad deben crearse para extender el espíritu de la inclusión. 87 Comencé a jugar de lateral derecho. Supongo que al jugar ahí varios partidos amistosos, fui asentándome en el puesto. Me sentía con menos exposición a la galería, con menos responsabilidad en ese lugar esquinado, y fui adquiriendo desparpajo en el juego hasta llegar a ser un escalador de banda con cierta versatilidad. Me empezaron a llamar "Caballo" por esas galopadas. Alguien me dijo: "Con esas piernas, puedes recorrerte todo el campo cien veces." Y otra vez, algo insignificante para quien lo dice se convirtió en un plato de confirmación para el oyente. Interpreté que hablaba de la fuerza y no del tamaño (también algún amigo simpático llegó a llamarme "la pantera rosa"), por lo que me asenté en esa confianza y continué mis cabalgadas. No fue continuo, ni mucho menos. Cuando entrenábamos con los alevines, me tocaba marcar a un muchacho pequeño y ágil que jugaba de extremo izquierdo. Entre los dos años que nos llevábamos y que el chico iba tardano de crecimiento, su cabeza apenas me llegaba al pecho. Yo, con mi candidez ante la debilidad ajena, no hacía uso de mi fuerza por temor a lesionarlo y, así, volvían las broncas del míster y las burlas de los colegas en el campo y en la banda. Un día, me enfadé tanto, que le hice una fuerte entrada el tobillo y le causé un esguince. Tuve un sabor agrio al principio por la mala conciencia, pero se hizo dulce después, cuando comprobé que todos dejaron de meterse conmigo. Esta acción fue el preludio de un importante cambio en mi personalidad futbolística. Al lesionado apenas tuvieron 88 que aplicarle unas dosis de linimento Sloan y un vendaje por cuatro días. Terminamos la temporada sin pena ni gloria. En aquella época aún no estaba bien consolidado el calendario del fútbol base, así que nos quedaban varios meses sin partidos de competición. Fuimos invitados a un torneo interno del club deportivo más importante de la capital: Helios, junto con siete equipos más. Se jugaba en liguilla a un partido, pero eso importaba lo que menos... Ya oír la palabra Helios me sonaba inalcanzable, por su halo de elitismo en una Zaragoza aún pacata, y si además, lo sumamos a que el campo era de "semi–hierba", todo se conjuraba para volver a sentir cosquilleo ante los próximos partidos. Tenía ciertas referencias del club, porque unos buenos amigos eran allí remeros. Entre sus peripecias con los skiff, los sculls y las chicas que los miraban, insertaban comentarios sobre las instalaciones, entre las que destacaba, por ser la única en la ciudad, su piscina cubierta. Así, entre los integrantes del equipo infantil B de Santo Domingo de Silos, ante la inminencia del comienzo del campeonato de fútbol en las instalaciones de Helios, la principal inquietud de todos era: ¿nos dejarán bañarnos en la piscina cubierta? Y yo pregunto, ¿alguien se puede imaginar la ilusión que podía hacerle a ese grupo de niños, en 1974, poder bañarse en invierno en esa piscina con agua caliente, corcheras, secadores de pelo…? Es decir, ¿existía la sensación de salir a la calle en invierno, con el abrigo y la bufanda, después de sumergirse en el agua de una piscina? Años más tarde, en el 93, volví a sentir 89 algo parecido, en mi primer verano austral en Buenos Aires, al creerme en un mundo extraño posando en las Galerías Pacífico para una foto en manga corta, sudando, con calor de verano... junto a un enorme árbol de Navidad y con Jingle Bells sonando de fondo. Entonces, me acordé de Helios y me alegré de mantener con mis 32 años la capacidad de asombro preadolescente de los 13. Antes de narrar cositas del campeonato, voy a contar algo de lo que me enteré seis meses después de su finalización: jugué sin derecho. Sí, aquellos baños tan especiales estaban algo viciados en el permiso a disfrutarlos. Y es una historia muy original que tiene que ver con la caligrafía de un señor del Registro Civil, funcionario en 1961. El campeonato se celebraba en los meses de abril y mayo. Las reglas para conformar los equipos indicaban que sus integrantes debían tener 12 años antes de empezar el primer partido. Yo nací en marzo de 1961, o sea, que superaba esa edad al inicio del campeonato, por lo cual, no podía ser incluido. Según me contaron cuando comenzó la temporada siguiente, Sarto quería que yo jugara, así que su originalidad para los equipajes se trocó en creatividad interpretativa de rasgos caligráficos. El documento identificativo, a falta de DNI, fue la fotocopia del Libro de Familia. Aquel amanuense del Registro Civil escribió, como no podía ser de otra manera, "marzo", en la casilla que indicaba "mes"... pero su "r" caía directamente desde el pico superior, y su "z" ostentaba un gancho inferior equiparable al de la "y". Conclusión de Sarto: "esto es una i griega y aquí no pone marzo, sino mayo". Y cierta- 90 mente, ni el mejor grafólogo habría puesto en duda esa interpretación sin un análisis exhaustivo, acción poco probable de realizar por los organizadores del campeonato. Cuando me enteré, me bulló por dentro cierto aire de fraude, pero ¿quién me quitaba aquellos baños de piscina en invierno y mis galopadas sobre algunos pedazos sueltos de hierba? Los esfuerzos para inventar y crear son los que mueven el mundo. Con aquella apuesta de los números superiores al 11, ya Sarto se ganó mi admiración. También es originalidad la interpretación de Rafa sobre la caligrafía del funcionario. El hecho estuvo mal, por supuesto, pero he oído por ahí la expresión “pensamiento lateral”, es decir, salirte de los cauces habituales para encontrar otros caminos. Sarto aplicaba el pensamiento lateral a rajatabla. Se equivocó muchas veces, pero seguro que no se aburría, nosotros tampoco... y todos crecíamos un poco más rápido de lo normal. Nuestro resultado fue bastante regular, quedamos los antepenúltimos. Naturalmente, ganó Helios, el anfitrión, pero nadie se sintió frustrado, después de haber sido invitados a ese torneo tan selectivo, porque creo que ni siquiera a nuestro entrenador le importaba una calificación mejor. Ahí empecé a sentir la llamada de lo destacado, del halago, de las esperanzas en un futuro brillante en el mundo futbolístico de la fama y el dinero. Y no por mí. Aquellos partidos fueron el "cuarto de hora" de un com- 91 pañero de equipo, Lobera, muy hábil técnicamente, extremadamente rubio, y con figura poco atlética. Consiguió jugar unos partidos maravillosos, donde todos, incluidos nosotros, se quedaron asombrados de su bonito toque. Fui testigo ocular y auditivo de las felicitaciones que recibía y de los comentarios que suscitaba: "Este chico será grande"; "no me extrañará que el Zaragoza se lo lleve al año que viene"; "tiene todo el toque de Lapetra y la fuerza de Santos"; "si miraran a la cantera, no traerían a los paraguayos". Debo admitir que, si bien me alegraba por mi compañero, imaginaba que pudieran decir eso de mí. Estoy seguro de que aquellas escuchas iban dejando una secuela oculta en mi ánimo para lograr el despertar a la temporada siguiente. Otra confirmación de mis posibilidades, a pesar de mi descreimiento, surgió en el mes de mayo, en la fiesta de San Juan Bautista de La Salle, fecha en la que se convocaba una concentración de todos los colegios lasalianos de Zaragoza en una excursión que variaba de lugar cada vez y de la que mi familia era habitual asistente. En esa ocasión tocaba Montesusín, un pueblo de colonización por las Cinco Villas. Normalmente, se confraternizaba también con los habitantes del pueblo que eran invitados a participar en los actos. Por los altavoces anunciaron el comienzo del Cross, carrera para muchachos a disputar por los alrededores de la población. Un impulso me llevó a buscar la organización y me presenté como participante. Casi llego tarde, lo que implicó que corriera con la ropa de calle y que no tuviera noticia alguna del recorri- 92 do, salvo que finalizaba en la portería del campo de fútbol. Así tal cual, oí el vozarrón de salida y me puse a correr al trote inopinadamente detrás de quienes suponía que andaban por el buen sentido de la carrera. Me encontraba bien, sin agobios, cuando apareció el cartel de quinientos metros para la meta, lo que me animó a acelerar el ritmo, ir adelantando a diestro y siniestro por un camino muy estrecho, entre ribazos y acequias que apenas dejaban espacio para dos personas en paralelo. Allá a lo lejos, vislumbré un larguero de portería, es decir, la meta. Seguía muy entero, aceleré casi hasta el sprint y solamente tenía dos chicos delante, uno de ellos a menos de diez metros y con la lengua fuera, cuando traspasé la línea de fondo que ya daba perspectiva de la línea de meta allá enfrente. Seguro de alcanzar a los dos implicados en el triunfo, aumenté mi velocidad... y vi que habían puesto la línea de meta en el centro del campo, no en aquel final de fondo como estaba anunciado. Quedé tercero, a escasos centímetros del segundo, que casi se desploma en la mesa del juez... y yo con cuerda y marcha para dar la vuelta al campo si hubiera sido necesario. Me llevé una medalla, pero qué desilusión y malestar contra la organización, porque de haber respetado el lugar pactado para la meta, estaría disfrutando de un triunfo total. Al cabo de unas horas de enfado, me llegó el sabor de la satisfacción personal al haber obtenido un éxito a pesar de las condiciones en contra. Si hasta pensé que podía ser un as del atletismo... Tanto me inundó que en la fiesta de fin de curso, después de ser subcampeón del colegio en veloci- 93 dad, me apunté al Cross, con el ánimo de vengar aquella afrenta de Montesusín. Entonces iba preparado con la ropa adecuada, incluso con una cinta en el pelo que sujetaba mi exceso de flequillo y que suplía mi supuesta falta de imagen agresiva. Me coloqué primero en la línea de salida, haciéndome sitio con los codos y me lancé a la desesperada hasta sacar al segundo más de cien metros de distancia en las tres primeras vueltas. ¡Ah!, pero eran cinco y esa exageración de soberbia me castigó desfondándome en las dos últimas... tuve que bajar el ritmo, me alcanzó el pelotón perseguidor y terminé quinto casi con los ojos en blanco. Gran fracaso por mi inexperiencia y exceso de ambición que me dio una buena enseñanza.... Pero al fin y al cabo, empezaba a tener signos cada vez más evidentes de ese despertar del apocamiento. Despertar que tuvo su campanazo en el último partido de la temporada, un amistoso que jugamos en el campo de San Antonio, contra el equipo infantil homónimo. Ya era verano, habíamos terminado el colegio, y salía con mi amigo Julián algunas tardes fuera del control paterno. Este amigo, la tarde de antes del partido, me presentó a una chica, recién conocida el fin de semana anterior. En la edad del pavo, en esa aproximación a una chica, escuchando cómo Julián le relataba, con mucho orgullo y amor de amigo, mis "grandes hazañas" futbolísticas, además de ponerme rojo como un pimiento, me iba subiendo la necesidad de ser un astro deportivo para no defraudarla. Y ya la gota de rebose cayó cuando él le propuso ir a verme jugar al día siguiente. ¡Se me cayó el 94 mundo encima! Me asaltaron todos los fantasmas, todas las broncas de Sarto, aquellos apodos sarcásticos, mis pequeños fracasos... ¡Cómo podía Julián hacerme esa faena! ¡Iba a hacer el ridículo frente a la primera chica que conocía con ínfulas de ligue! Me callé, claro, como siempre, tragué saliva con estos pensamientos y nadie se dio cuenta, ni siquiera Julián, de aquellas tribulaciones que tiraban hacia abajo mi autoestima como galán y futbolista. Cualquier objetivo a conseguir necesita de una motivación. Nos la tenemos que buscar por obligación porque el camino estará más allanado. Sirve todo que sea lícito, sin más límites, y tenerlo presente será combustible añadido para el trayecto. ¿Qué tal resulta destacar ante una chica? Bien, ¿no?... o conseguir un trofeo, o demostrar superación a tu padre, u obtener un premio económico, o convencerte de tus posibilidades, o aprender, o servir a los demás... Sucedió todo lo contrario. Como el San Antonio vestía de amarillo, cambiamos nuestro equipaje por el del infantil "A", parecido al del Zaragoza. Puede que estas dos situaciones influyeran en lo acontecido. Primero, admiraba a nuestro equipo de Primera Infantil, que había llegado a las semifinales del Campeonato Provincial, casi formado por jugadores que provenían conmigo del Europa, y, tal como me pasó con los alevines de La Salle, deseaba ser elegido para jugar con ellos algún partido, además teniendo en cuenta que al 95 final de temporada se quedaron con muy pocos jugadores. Pero aquí influyó el excesivo amor propio de Sarto. Aquel buen equipo, compuesto en su mayoría por jugadores que él había formado, estaba entrenado por una persona a quien no tenía mucha estima, y más porque fanfarroneaba de aquellos éxitos comparados con nuestra andadura bastante pobre. Por ello, no sólo a mí, sino a ningún jugador de los suyos, nos permitió ir a jugar con el equipo "A". Y segundo, con la ínfula zaragocista de aquel equipaje azul y blanco, un halo mágico debió colarse en mi entraña para jugar aquel partido tal como lo hice. Perdimos por goleada... pero nuestra hinchada era mucho más numerosa que la local. Habíamos conseguido arrastrar a todos los alevines como espectadores de sus mayores y configuraron una corriente de ánimo que se crecía con cada gol que nos marcaban. En un momento, iniciaron cánticos con cada nombre de los que estábamos jugando, y entre ellos, el mío. ¡Pra—des! ¡Pra—des! ¡Pra— des! Al recordarlo, aún me llena de escalofríos el cuerpo. Esos ánimos, el equipaje, Julián y la chica en la banda... todo en acción para que, jugando de lateral, marcara un recorrido de efectividad hacia el centro y hacia arriba como ese caballo desbocado que me llamaban, cortando balones, cubriendo la espalda al central, doblando al extremo, centrando, tirando a puerta... un partidazo, vamos. Perdimos, sí, pero me felicitaron, incluso cerca de Julián y su amiga, me palmearon el hombro, "sigue así, chaval", "oye, tú no eres el mismo de antes"... y vi la cara de satisfacción de Sarto... porque al fin y al cabo no deja- 96 ba de ser su pupilo. Soñé con ese partido varias veces, dormido y despierto, y se quedó como uno de los hitos que marcaron el cambio imprescindible para crecer. No volví a ver la chica. Y continuamos con época intensa de sueños. Mi padre había hablado con el padre de Miguel Castro, aquel vecino que me llevó a probar al Juventud y, además de las consabidas loas paternales sobre las habilidades de su hijo, le contó que había sido elegido para jugar en la Selección Infantil de Aragón y que, precisamente, ese sábado jugaban un partido. “¿Te quieres venir?”, le propuso. Castro jugaba de lateral izquierdo, era zurdo nato, y tenía una excelente visión de juego. Le faltaba velocidad, pero la suplía con gran técnica, fuerza y colocación. Tenía mucho futuro... que se malogró unos años más tarde por su mala cabeza, como tantos buenos futbolistas que ceden en la afición por lo “glamouroso” de la vida. Llegó a jugar en el Huesca cuando era filial de Real Zaragoza, pero su carrera se paró, y estuvimos jugando juntos en el equipo del pueblo de La Almunia, de Primera Regional, en el que yo era un reserva recién llegado y él, un fichaje estrella para conseguir el ascenso. Fui con mi padre a ver aquel partido, en el campo de Torrero, donde volví a sentir el halo de lo importante, donde imaginé el calor del público en un campo de Primera División cuando vi desde abajo aquella grada inmensa y esa cancha con un césped necesariamente impoluto. Miguel jugó de titular, y mi padre, y sobre todo su padre, no hacían más que ponérmelo de comparación, alabando tal jugada, tal regate, tal centro. 97 En realidad, me enfadé porque nunca me ha gustado ser comparado con nadie y menos en tono de reproche, así que me desconecté de aquellas vanas palabras y me dediqué a imaginarme en aquel campo, con el número 2, seleccionado por mi región y observado por algunos ojos de buscatalentos que se asombraban de mi gran nivel. Aquella selección, que en ese momento me parecía tan lejana, casi utópica, como una meta en un horizonte inalcanzable, no era tan irreal... pero entonces, salvo mi ilusión, mi sueño... nada podía prever que una de esas camisetas absorbiera mi sudor al menos por un partido. De aquella temporada me queda el halo de haber sido ciertamente mimado por Sarto, aquel ogro por fuera y peluche por dentro, que te asustaba con su vozarrón y te inundaba el alma de afecto. Siempre he pensado y hoy también lo confirmo, que jugué al fútbol gracias a él, porque sé que nadie habría tenido esa confianza en mis posibilidades, que estaban tan ocultas como las armas químicas de Sadam. No solamente me enseñó lo poco que podía aprender de técnica individual, sino que, como un hermano mayor, influía en ese crecimiento tan difícil de la adolescencia. En una ocasión, yendo camino al colegio, llevaba encendido un purito Reig, que nos regalaba Pepe Sánchez, un compañero y amigo que tenía más rentas que nosotros porque su padre le pagaba los servicios prestados en su empresa de cuatro a ocho de la mañana. Caminaba yo con esa suficiencia del tabaco entre los labios, cuando enfrente apareció Sarto, que nos tenía absolutamente prohibido hasta oler el tabaco. ¡Glup! Casi me 98 trago el cigarro. Pero no, iba con mis amigos, ¿cómo iba a apocarme si tenía que ser gallito para ganarme puntos ante ellos? Mi reacción fue inexplicable, pero salió de un impulso incontrolado. "¡Hola, Rafa! ¿Te apetece una calada?", le ofrecí desafiante. Su mirada intentó demolerme como si me lanzara el proyectil de una catapulta. La evité como pude... y seguí mi camino hacia el colegio. Pasé ausente las dos horas de clase con una sensación de culpa más grande que la provocada por el pecado original en edad de párvulos. Aquella tarde no teníamos entrenamiento, pero sabía que él estaba en la oficina del club. Allí acudí, allí estaba... –Sabía que ibas a venir, te estaba esperando. –Vengo a pedirte perdón. –Lo sé. No podía esperar otra cosa de ti. –De verdad que lo siento. –Anda, vete... y no lo vuelvas a hacer. Ni fumar ni contestarme así. Sentirme tratado con adulto, salir de la oficina sin un castigo, entender su confianza en mí, fueron las mejores lecciones. Y Sarto tenía diez años más que yo, o sea, que con veintitrés años demostraba una madurez precoz. Si Rafa me hubiera abroncado como a un niño, mi reacción podría haber sido la contraria. Todos tenemos capacidad de reflexión sobre los errores y si quien tiene autoridad sabe entenderlo y canalizarlo, el aprendizaje es mucho más profundo. Los seres humanos comprendemos mejor cuando nos sentimos en un ámbito que hasta en nuestros errores somos reconocidos. 99 En el último entrenamiento de la temporada, Sarto nos hizo sentarnos alrededor suyo en la tierra del campo. A nadie nos dejó indiferentes, porque recordábamos que esa forma de actuar iba seguida de alguna comunicación importante. Se puso en jarras y comenzó a bromear con uno y con otro, se le veía muy contento. Don Julián Matute en persona le había transmitido la invitación cursada por un colegio hermano del Sur de Francia para que un equipo de infantiles menores de 14 años compitiera en un torneo internacional. ¡Éramos nosotros! Inmediatamente repuesto del impacto, me invadió la mente el último partido de la selección, todos los jugadores puestos en hilera y sonando el himno nacional. Pronto cambié la camiseta roja por la azul y amarilla. Aún recuerdo ahora aquella imagen soñada, con las banderas de los equipos ondeando en la grada, y esperando que sonara nuestro nombre para dar un paso adelante y saludar a la afición que llenaba las gradas. Empecé a pensar en el viaje, quizá en avión (aún no había volado), una residencia o un hotel como los de las concentraciones de los equipos grandes... Casi a la par que estos ensueños, la voz grave de Sarto nos hacía un relatorio más realista, pero no menos ilusionado, de las mismas imágenes. Lo escuchábamos sin respirar, porque, a pesar de su tono descuidado, casi irreverente, sabíamos que también era un ansia suya. Hizo mención a equipos franceses, italianos, ingleses, alemanes... nos dio recomendaciones de comportamiento en los hoteles y nos advirtió como un maestro autoritario de 100 los castigos que soportaríamos si no cumplíamos con sus instrucciones. Tampoco esta vez habló de resultados ni objetivos deportivos. Tampoco él había viajado en avión. Nos convocó en la primera quincena de julio para entrenar antes del viaje que sería hacia fin de mes. Su voz grave se entrecortó varias veces cuando nos devolvió a casa, diciendo que el campeonato se había suspendido. De pie: José Luis (“Francés”), Castán, Soler Sierra, (no me acuerdo de su nombre), Prades, (no me acuerdo de su nombre), Borque, Val, Gargallo, Sarto. Agachados: Lorente, Guti, Soria, Lipe, Vergara (Bimbi), Asensio, Lacosta, Luisito Monterde, Jesús. 101 III.— Por fin, la confirmación (1975/76) En aquel verano, asistí a un campamento de la OJE, Organización Juvenil Española de la Falange, momento histórico porque fue el último año de vida del Generalísimo. Mi padre había hecho sus pinitos en esta organización de "flechas" y "arqueros" y pensó que no me vendría mal salir un par de semanas de las faldas familiares. Coincidió también con mis escapadas con los amigos, así que todo se confabulaba para un despertar temprano. Fueron quince días en el Moncayo, entre sus arboledas y caminos, que pateamos hasta la extenuación después de izar bandera, cantar el "Cara al sol" y "Montañas nevadas". Pero contrariamente a lo que debía anticiparse por lo que contaré de la siguiente temporada, no jugué al fútbol en el campamento... y sí al balonmano. Como era natural en aquel ambiente, se potenciaban los deportes como alternativa casta a los malos instintos de la vida. Hacíamos gimnasia con una camiseta blanca de tirantes y un pantalón corto, tal como se vestían algunos chicos de los que participaban en aquellos festivales del 1º de Mayo, televisados a todo bombo para que la gente no saliera a la calle en ese día de significación sindical. También tuvimos olimpiadas, un combinado de pruebas en las que participé con ciertas ambiciones, pero que quedaron en nada porque, a pesar de que en las pruebas de velocidad, fondo y salto obtuve buenos resultados, en lanzamiento de peso, dada mi poca fuerza de brazos, no pude conse- 102 guir la mínima necesaria. Y llegó el turno de los deportes de equipo. Existía campo de fútbol y de balonmano (aún ni siquiera se tenían noticias del fútbol—sala). Como es natural, el deporte estrella tuvo la mayor acogida. Inicialmente, yo quería participar también... pero en cuanto escuché que los partidos eran de quince contra quince, que se jugarían cada dos días y que las alineaciones serían hechas por orden y mando de los instructores veteranos (el mío me caía muy mal), decidí pasar a la cancha de al lado y apuntarme al balonmano. Allí me esperaba uno de los instructores jóvenes, que se convirtió en mi mejor amigo del campamento. Se llamaba Miguel Ángel. Me veía cómo deseaba escaparme de sus enseñanzas con la mano para ir a jugar con el pie, pero callaba y se esmeraba en que me aficionara al balonmano. En realidad, este deporte no era nuevo para mí. Durante todo este curso, había jugado con el equipo de la clase en los recreos. No lo hacía mal, tampoco bien, porque mis condiciones no se adaptaban a los requerimientos de ese deporte. Era hábil para conducir el balón, para desplazarlo, para buscar pases verticales, pero la fuerza de mis brazos y el tamaño de mi mano (no lograba coger el balón del todo) desmerecían de esas pequeñas virtudes. Ahora bien, como en el colegio no había campo de fútbol, era una manera de jugar a algún deporte de equipo. Mis compañeros prepararon un equipo de cierto nivel y jugamos algunos partidos contra otros colegios. Yo era el jugador número 8, es decir, el primer reserva, cosa que no llevaba muy bien. Y tuve un desencanto grave cuando en 103 uno de esos partidos los contrincantes vinieron con seis jugadores... y mis compañeros me pidieron que me incorporara al equipo contrario para que completaran el cupo requerido. Me sentó mal, muy mal, fatal... pero lo tragué... Disfruté de una manera compulsiva los dos goles que le colé a Casorrán, el portero de mi equipo. Mi equipo era de La Salle, pertenecía a La Salle. Cuando nos sentimos integrados en un colectivo, nadie debe hacer muestras de que puedes ser apartado sin motivo. Podemos crear un sentimiento de rechazo que hará desaparecer la colaboración de un miembro que siempre puede aportar. Ser cuidadoso con nuestros compañeros, aunque entendamos que no pueden darnos un aporte destacado, multiplica el mensaje hacia el grupo y lo cohesiona para dar mejores resultados. Creo que le caí bien a Miguel Ángel y por eso le debió tocar el corazoncito que me pasara el rato mirando patear en el otro campo, sobre todo al chico que se erigió en capitán de todos, aquel líder del Zaragoza "B", Chamorro, que dominaba todos los partidos desde dentro y fuera del campo, admirado por los camaradas e instructores. Miguel Ángel me colocó de pívot, me enseñó a colarme entre las defensas, a saltar sobre el área, a aprovechar los bloqueos, a girarme y tirar... Quizá me habría servido para el fútbol si estuviera jugando de delantero, para saber abrir huecos con los codos y aprovechar el cuerpo para buscar el despegue del defensa... pero bueno, así entendí mejor lo que harían mis contrincantes. De todo se saca 104 una enseñanza y el balonmano comparte algunas cosas con el fútbol. Este entrenador, no sé si por hacer proselitismo o por convencimiento real, me propuso ficharme para el club San Fernando. Me tentó. Junto con Sarto, era alguien que en deporte mostraba confianza en mí, ya no había fracaso como en aquellas primeras pruebas... pero lo mío no era el balonmano, buscaba un campo más grande. Le dije que no. No podía presagiar el significado de aquel año en mi vida futbolística. Aún no alcanzo a entender las causas de un cambio tan importante. Quizá sean muchas, su confluencia, su interacción... Tenía catorce años, edad importante, había empezado en un nuevo colegio (pasé a La Salle Gran Vía) de más altos vuelos y, por ello, quizá más favorecedor a mi aislamiento por mi timidez ante lo nuevo, y también había empezado a salir con los amigos, a independizarme del hogar, aunque fuera "a las diez en casa". En aquellos años, el ambiente adolescente se dividía en dos grandes grupos, los "pijos" y los "macarras", en eterno conflicto y en habituales peleas. Aquéllos caracterizados por los pantalones Levi's y los zapatos Castellanos. Éstos por la ropa ajustada, el pelo largo y la campana sobre altos tacones. Me vi envuelto en alguna trifulca sin ninguna intervención activa, pero que debió marcarme por algún lugar interno. Las conversaciones entre los amigos siempre giraban sobre tal pelea en Orly, territorio "pijo", o Zoom–Zoom, de dominio "macarra". Ya nos dejaban entrar en ambas discotecas y en sus ambientes aledaños, así que vivir aquellas sensaciones de “mayores” iba 105 dando un cariz nuevo a mi personalidad... ¡Ah!, y las chicas… Puede que influyan más hechos, quizá alguna anécdota insignificante, no sé... lo cierto es que ese año, esa temporada, supuso una transformación impensable. La primera sorpresa fue que Sarto no nos entrenaba esa temporada. Conforme íbamos llegando al campo del Rodel, nos presentaba a Jesús Feringán, un hombre moreno y atlético que hablaba muy deprisa. Y también nos acompañaban muchas caras nuevas que habían reclutado de distintos lugares, del barrio, del colegio, amigos de jugadores, hasta conformar una plantilla que, como los entrenadores, fue fluctuando a lo largo del año. Durante el mes de septiembre, Feringán y Sarto nos entrenaron conjuntamente. Los veía hablar muy a menudo y deducía que estaban pasándose información de cada uno de nosotros. Se repartieron los papeles, se complementaban a la perfección, puesto que uno apreciaba la técnica y el toque, y el otro ponderaba en exceso la preparación física. En aquellos días, volvía muy cansado a casa, después de correr por los alrededores entre arboledas y caminos de piedras, con Feringán a la cabeza... y gritando, animando, empujando.... ¿de dónde sacaba fuerzas aquel hombre? Al regresar al campo, el sudor nos empapaba toda la camiseta y la lengua nos llegaba al suelo, mientras el entrenador se ponía a hacer ejercicios en el centro del campo... y pretendía que le siguiéramos. Se explica así que cuando Sarto nos organizaba una tanda de tiros a puerta o un partidillo a lo ancho del 106 campo, nuestras carreras fueran de tortuga y él pusiera el grito en el cielo exigiéndolas de gacela o, al menos, de liebre. Para eso estábamos nosotros... El primer y único partido serio de la pretemporada marcó el inicio de una trayectoria inesperada. En primer lugar, porque fue el comienzo de una rivalidad que continuó durante varias temporadas con el equipo contrincante, el Stadium Casablanca. Al conocer el adversario, enseguida pensé en Jesús Carlos Aragón, el ex–compañero de clase y del Europa, más como deseos de verlo que de ganarle en el partido. Y en segundo lugar, en el vestuario del Stadium, casi al unísono Sarto y Feringán, dieron la alineación. Simón en la puerta, Tirapu con el dos... Me vino cierta desazón, ya me veía en el banquillo, puesto que mi lugar natural en la alineación debería ser el lateral derecho. Fueron un segundos de desilusión, mientras nombraban a Carlos Sanz con el número tres. Pronunciaron: "Prades, con el cuatro". Supongo que mi rostro parecía un poema... Eso suponía que iba a jugar de medio, creía yo, posición absolutamente nueva para mí. Cuando terminaron de asignar los números, empezó la perorata teórica. Aplicábamos nueva táctica, con cuatro defensas, tres medios y tres delanteros, el 4–3–3, y yo era el cuarto defensa, el líbero. Hasta entonces, habíamos jugado con la táctica tradicional del 3–2–5, pero con el mundial del 74 nos llegó aquel nuevo esquema, del que nosotros no sabíamos nada. Poco después me contaron que ese puesto lo había enaltecido Beckenbauer y me hinché de importancia. Entre Sarto y Feringán me contaron mis obli- 107 gaciones en el partido. Me hicieron la comparación del defensa escoba, del barrido de balones, ah, y que debía dirigir el fuera de juego. Se me cayó el mundo encima. Debieron de notarlo, sobre todo Sarto, que me conocía mucho más. Me puso la mano en el hombro, me apartó un poco: "Acuérdate del partido contra el San Antonio. Jugabas de lateral, pero te cruzabas todo el rato, cuando se colaban los delanteros. Haz eso y te saldrá bien". Recordar aquel partido, del que quedé tan satisfecho, a pesar de la goleada, me dio confianza y salí al campo muy motivado. Perdimos, pero fue también lo de menos. Jugué un partido aceptable. A partir de entonces, empecé a fijarme en los jugadores de ese puesto y me gustó que Violeta se hubiera reciclado en esa posición. Durante el partido, estuve al principio descolocado, sobre todo porque no tenía a nadie a quien marcar, me faltaba la referencia, ese jugador a quien seguir, y la cantidad de campo a tapar. Pero poco a poco, me acostumbré a correr en diagonal, hacia el lateral, a mirar a los compañeros, a anticipar las jugadas... Los entrenamientos de aquella semana estuvieron dirigidos a conseguir la coordinación en las nuevas posiciones. Eso sí, con media hora de fondo sin parar, ejercicios, carreras cortas, saltos, al estilo Feringán. Sarto nos iba orientando en los aspectos tácticos. Con sus clásicos bramidos, nos colocaba en el lugar del campo que debíamos ocupar. Era un enamorado de jugar al fuera de juego y me tomó como líder de esa táctica defensiva. Me hacía jugar unos metros por detrás del central, nunca en línea 108 con él, observando muy atento los movimientos del equipo contrario. Al principio no era capaz de ver todo lo que me pedía, pero sus instrucciones a gritos y mis ganas de aprender hicieron que pudiera atender a las posiciones de mis compañeros, de los contrarios y sobre todo del adversario que llevaba el balón. En cuanto anticipaba un pase largo, décimas de segundo antes, comenzaba a correr hacia delante gritando: "¡¡Fuera!!", y mis compañeros se plegaban a esa orden saliendo conmigo para dejar en fuera de juego a los delanteros. Cometimos muchos errores, pero a mitad de temporada estábamos tan coordinados que nos salía a la perfección... salvo con el Stadium Casablanca, porque Calonge, gran jugador, sabía esconder el pase y se colaba entre nosotros para llegar hasta el área rompiendo la táctica. Me costó entender que debía salirle al paso y cuando lo hice la primera vez, tuvimos un encontronazo muy fuerte que él no se esperaba. Salió peor parado que yo y antes de caer al suelo me dio una patada en la pantorrilla. Me encaré con él, le amenacé y juré venganza en la próxima entrada, que no llegó en ese partido. Las nuevas responsabilidades iban calando en mi personalidad. Aquella sangre de horchata había quedado olvidada. Mi padre, que ya cerraba la tienda los sábados por la tarde, podía venir a los partidos y estaba verdaderamente asombrado con ese cambio tan abrupto. Su acompañamiento se convirtió en habitual, ejerciendo de taxista sobrevenido y de tutor de mis progresos. Empezó a ponderar mis nuevas cualidades porque comenzaba a 109 jugar con mucha fuerza, entraba sin miramientos a los contrarios, ordenaba las posiciones de mis defensas... A veces, los partidos eran tema de comentario en casa, con elogios a tal o cual jugada en la que me había arriesgado o cortado alguna jugada peligrosa... de lo que me sentía orgulloso y me hacía sentirme importante compartiendo aquellas ilusiones que él tuvo tantos años atrás. En el campo había ganado en garra, sí, pero fuera de mis obligaciones futbolísticas seguía siendo un chico calmado, más bien huidizo, callado, que no cuadraba con aquel muchacho que se iba gestando dentro de la cancha. Era miedoso ante aquellos "macarras" que fanfarroneaban con sus músculos, subidos en plataformas de diez centímetros, marcando músculo con sus camisetas y derrochando agresividad con esos pelos y patillas largas. Antes de entrar a los vestuarios, si alguno de los contrincantes mostraba ese aspecto, me entraba una sensación de angustia, pensando que podía esperarme en el partido algún puñetazo o patada como los que veía a menudo en las discotecas. Ahora bien, en cuanto estábamos vestidos de futbolista, todos en las mismas condiciones, con un árbitro entre medio, me erguía con una superioridad que ya quería yo en las pistas de baile. En especial, recuerdo miradas asesinas de un delantero del Juventud, que ejercía con esas pintas en los aledaños de las zonas de bares y que así se presentaba en los partidos. En esos alrededores, me daba miedo... pero en cuanto lo veía vestido con botas y camiseta, a pesar de su melena, pero sin tacones ni campana, sentía por dentro el deseo de quitarle todos 110 los balones, de dejarlo sin aliento ni opción. En uno de los partidos, aguardé una ocasión donde demostrarle que simplemente era uno como nosotros y no ese fanfarrón que alardeaba de músculos. Se internaba por la banda, se escapó de mi lateral y entraba por el pico del área. Yo corría al cruce y no estaba seguro de llegar al balón. Sabía que me jugaba el penalti. Íbamos empate a cero y si fallaba en la entrada, seguro que oiría la bronca del entrenador. Me la jugué. Fui como un relámpago contra el balón en cuanto vi que lo había separado un poco de la bota. Chocamos de tal manera que saltaron chispas, hombro con hombro, mientras la pelota, impulsada por los dos pies al unísono salió hacia la línea de fondo. Increíblemente, quedé en pie y mi contrario se tambaleó hasta ir cayendo unos metros hacia la banda, totalmente desequilibrado. Me volví hacia el árbitro, esperando el pitido del penalti... pero... nada, no pitaba. El rival, desde el suelo, me miró de una manera que no supe entender si de reconocimiento o de "ya verás luego". Le gritó al árbitro y escuchó: "Carga legal, siga jugando". En el partido del comienzo de la Liga confluyeron momentos inolvidables. Jugábamos contra Marianistas en su campo, sí, por fin, el de hierba, con medidas de Primera División y pista de atletismo de seis calles alrededor. Se cumplía aquel sueño que no pudo ser con Mariano Luis. Durante la semana, esta situación, añadida a la del debut, nos llenó de nervios en los entrenamientos, acicate para Feringán con sus excesos de carreritas, y casi nos desfondó con la excusa de que ese campo requería 111 una condición física impecable. Saltamos al campo uniformados con el equipaje de los juveniles. Lo tengo tan presente porque esa foto salió en el periódico Amanecer jornadas más tarde con un comentario que me hizo sentirme el más importante del universo: "… el equipo del Santo Domingo de Silos, con Simón, un excelente guardameta bajo sus palos, con Pastor, fino canalizador de su juego, y Prades, una muralla para los delanteros contrarios y hábil lanzador de faltas (esto lo ampliaré más adelante, porque su génesis nace en este partido)". Comenzamos tomando contacto con el campo, haciéndonos al firme de hierba y a sus dimensiones. Tardamos bastante en lograr pasar del centro del campo, porque Marianistas tenía un buen equipo y sabían moverse a la perfección en su terreno. Un balón que corté me sirvió para salir al contrataque, lo que no era habitual en mí, pues, dada mi poca habilidad con la pelota en los pies, la soltaba enseguida con despeje o pase. Agaché la cabeza y me lancé hacia arriba. En cuanto noté el cansancio de la carrera, sin saber ni en qué parte del campo estaba, largué un disparo después de un bote extraño y... levanté la vista, vi que justo estaba sobre el centro del campo y que el balón iba haciendo parábola, subiendo al principio, descendiendo algo después, en un recorrido que parecía el de un planeta alrededor de su Sol... para colarse como un obús por la escuadra izquierda de la portería contraria. ¡Qué impresionante! ¡Aquel era mi gol... desde media cancha... por la escuadra! Mis compañeros se lanzaron contra mí, aprovechamos que estábamos en hierba y me tiraron al 112 suelo. ¡Qué momento! ¡Qué manera de estrenar la temporada! Aquel gol quedó en los anales de mi historia, pero no por mí, sino por los demás, que no me dejaban explicar cómo se había producido, aquella casualidad del patadón porque el fuelle no me daba para más en la carrera. Surgió de un momento de debilidad y se convertía en una fortaleza. Quizá no fuera casualidad, porque en las temporadas siguientes marqué algunos goles parecidos aunque nunca con la pelota en juego. Especialmente recuerdo el que marqué al Stadium Venecia en nuestro campo, en un partido de fin de temporada, que jugábamos por la tarde. El sol estaba alto y en la portería contraria, la sombra alargada de un edificio oscurecía la mitad de ella. El portero se encontraba en la parte sombreada para evitar el deslumbramiento. Pensé: si el balón va bombeado y cae en el lado del sol, no podrá reaccionar y... La falta era directa desde el círculo central. Tomé carrerilla, golpeé suave, como un saque de puerta, buscando altura... Se cumplió la planificación, el balón voló bombeado, siempre alumbrado por el rayo solar, en dirección al lado izquierdo de la portería, y se coló mansamente por encima del portero, que no acertó a colocar las manos, cegado por el sol bajo. Siempre obtenemos éxitos, sean destacados o no. Aprendiendo a darnos cuenta de cuando hemos obtenido un logro, el próximo tardará menos en llegar. Pero no hay que pensar en grandes gestas ni en hechos que los demás vayan a valorar. La principal apreciación es la nuestra. Algo que los otros no van a tener en cuenta 113 puede ser para nosotros un gran triunfo que debemos disfrutar, mirarnos al espejo y enviarnos un beso de felicitación. Aquel partido contra Marianistas lo ganamos dos a uno. Durante la semana, sólo se comentaba mi gol y lo que significó: el preludio de un excelente juego en el partido, tanto así que marcamos otro gol de inmediato y sólo al final se acercaron al marcador. Ya en esos entrenamientos, empezaron a prepararme para tirar las faltas, especialidad que me dio muchas satisfacciones, hasta el punto de ser un año el máximo goleador del equipo... jugando de defensa. En el primer partido contra el Stadium Casablanca, el de la revancha con Calonge, perdimos 2 a 4 para propio escarnio de mi venganza que se quedó en bravata, a pesar de que entre semana había lanzado a Jesús Carlos Aragón un exabrupto arrogante: "Lo voy a matar en el campo (a Calonge)". Pero nada, el partido como una seda, con gran inferioridad nuestra... pero con otro hecho destacable para mi currículum: los dos goles del equipo llegaron de mis botas, producto de sendos lanzamientos de falta, unas faltas al borde del área que toqué con suavidad por encima de la barrera y que entraron lamiendo la escuadra. Ambos disparos parecieron calcados. Aquello supuso la confirmación de mi especialidad, y más cuando en el Amanecer del miércoles salió una reseña de Luis Gaya hablando de un tal Prades, que "había marcado dos preciosos goles idénticos en lanzamiento de falta, lo que no 114 es casualidad". El orgullo y satisfacción me inundaban sin que nadie lo percibiera. Recibí varias felicitaciones, y mi padre, silenciosamente, recortó la reseña y la guardó en una cajita de Farias, junto con el anterior de Marianistas y con todas las siguientes crónicas de los partidos donde aparecía como destacado del partido. Quizá podía pensar que su hijo iba para figura. Esas acciones destacadas provocaron un aumento de mi propia confianza. Tenía muy asumida mi inferioridad en el dominio de balón, a pesar de la titularidad en el equipo y de los elogios externos. No podía superar del todo aquellos fracasos y burlas que, aunque me incitaban a mostrar un aguerrido deseo de superación, se quedaban ancladas por mi subconsciente sin dejarme crecer como hubiera conseguido con otro tipo de enseñanza o ánimo. Pero iba tomando consciencia de mis virtudes y hasta podía intuir que el balance hacía que superaran a mis defectos. Seguía sin faltar a ningún entrenamiento y me esforzaba en hacer las cosas bien, aunque me escondiera un poco en los ejercicios físicos, consecuencia de mi pereza congénita al exceso de brío fuera de la competición. Con los años entendí que la etiqueta que colocaron en mi espalda amigos y familiares, "un gran deportista", no estaba tan ajustada como ellos creían, y se ha confirmado con el paso de los años. Mi querencia iba hacia la competición, hacia el aliciente por ganar, y siempre con el juego por delante, un árbitro, una portería, un resultado. Los preparativos, es decir, lo fundamental, el entrenamiento, el sudor, el esfuerzo, no iba demasiado conmigo. Suerte 115 que mis condiciones innatas eran suficientes para hacer frente a las necesidades, aunque esa fuerza y velocidad, más potenciadas por el entrenamiento, me habrían proporcionado mejores resultados. Tuvimos enfrentamientos que se fueron convirtiendo en clásicos además de los indicados contra el Stadium Casablanca. El primero de ellos, contra el Juventud, los vecinos de barrio, puesto que habían inaugurado un campo cerca del nuestro. Además, su cantera también se nutría de los patios del colegio de Santo Domingo de Silos, por lo que existía más razón para que la rivalidad aumentara cada semana. Nosotros seguíamos jugando en el Rodel, con sus vestuarios mal apañados, con malas duchas, sin vallas... En cambio, el campo del Juventud, recién estrenado, parecía una joya. El culmen de la insidia se produjo cuando acordamos un partido amistoso, a jugar en el Rodel, contra estos rivales. Nos cambiamos allí, en la casa vieja, sentados sobre tablones. El Juventud no aparecía. Feringán nos dio la alineación. Había llegado el árbitro. El Juventud no aparecía. Estábamos muy extrañados, incluso llegamos a pensar con cierta euforia que habían renunciado al envite... Salimos al campo, peloteábamos... Y allá por detrás de la portería Norte, empezamos a ver cómo surgen de la nada unos cuantos muchachos uniformados con chándal azul claro, en fila, muy ordenaditos, que se introducen en el campo, llegan al círculo central recorriendo las líneas lateral y longitudinal, hasta comenzar un saludo a los cuatro gatos que se agolpaban en la banda. No habían querido cambiarse en 116 nuestro vestuario. ¡Qué arrogancia! ¡Cómo nos hicieron de menos! Es de imaginar cómo los llamamos, de quién nos acordamos... y cómo quedó grabada aquella afrenta por los siglos de los siglos... Ahora bien, tres años más tarde tomamos largo desquite. También empezaron a hacerse estelares los partidos contra el Zaragoza, siempre con resultado en contra, ya previsto de antemano, pero con esa importante motivación que te da enfrentarte al poderoso. Aquel año, Zalba, presidente del Zaragoza había inaugurado la Ciudad Deportiva en las afueras de la ciudad. Salir a jugar con viaje era un aliciente, aumentado con las expectativas de enfrentarte al primer equipo de la región y además... en campo de hierba, con unos vestuarios impecables, piscinas en el recinto... en fin, un sueño. ¿Y si te ojeaban y pasabas a formar parte de su plantilla? Llegar a la Ciudad Deportiva nos daba aires de importancia. Eran cinco campos impecables donde también entrenaban los mayores, los internacionales, nuestros modelos, donde quizá algún día llegaríamos.... y el rival con los colores del Real Zaragoza. A la par de esta temporada futbolística, los comienzos en el colegio nuevo (cambié a La Salle Gran Vía) suponían un impacto en mi vida. Enfrentarte a los cambios y superarlos te hace más fuerte. Creo que, en mi timidez de entonces, haberme sobrepuesto a esa novedad y conseguir no sólo adaptarme, sino tomar iniciativas en este ambiente desconocido, contribuyó a mi asentamiento personal. Contacté ya en los primeros meses del curso 117 con los locuelos del fútbol y conformamos un equipo primerizo de fútbol sala (en ese colegio tampoco había ni campo ni equipo de fútbol grande), variante que ese mismo año empezaba a tener aceptación, con reglas que hoy parecen prehistóricas, como formar con cinco jugadores de campo, utilizar un balón de fútbol once, existir las faltas indirectas, sacar los córners con el pie... Tener iniciativas y ponerlas al servicio de los demás es la mejor manera de integrarte en tu entorno. Cuando organizaba estas cosas, no puedo negar que detrás de ese ímpetu latía mi deseo de participar en ellas, pero si nadie hubiera movido los hilos, no habríamos jugado aquellos partidos, o formado aquel equipo, o participado en aquel campeonato. Además, hay muchas personas que quieren ser incluidos en esos proyectos, sólo falta que alguien les despierte el interés. Cuando yo lo hice, gané algo más que colmar el deseo de participar: tuve la satisfacción de ver satisfechos a los demás gracias a mis esfuerzos. Nos entrenábamos en los recreos y aquello empezó a parecer algo serio: conseguimos un equipazo que se quedó campeón tres años seguidos en la liga interna, superando a los mayores con una autoridad que rayaba en el descaro. Y contaré más adelante otros éxitos externos. Ellos me eligieron como capitán, decisión que me congratuló por el halo democrático que conjugaba con la evolución temprana de nuestra sociedad en aquel año (se iniciaba la transición). Por otro lado, el profesor de gimna- 118 sia prestaba especial atención a mi progresión y me ayudó en sus clases con pocos pero sabios consejos. Al final de aquel curso, recibí el premio al mejor gimnasta, después de una organizada competición que incluía velocidad, fondo, salto de longitud y de altura. La Liga transcurrió sin grandes acontecimientos. No nos clasificamos para la fase final, porque nos quedamos en la zona media. He nombrado a Feringán como entrenador, pero enseguida pasó al equipo juvenil y tuvimos diferentes alternativas en nuestro banquillo que perjudicaron nuestra cohesión. Terminamos la temporada bajo las directrices de un hombre serio, algo especial y con un halo de misterio... porque era árbitro de Tercera División. Con su barba cerrada, su mirada inquisitoria y maneras educadas, transmitía esa autoridad innata que te obliga a obedecer sin rechistar, pero también sin rebeldías porque casi todas sus decisiones sonaban justas. En los años de juveniles, llegó a pitarme en algún partido y fue el único árbitro al que dentro del campo no me atreví a dirigirle la palabra. Después, fuera, por la confianza de aquellos meses de entrenador, charlábamos sobre los aspectos del partido... pero nunca pude argumentarle en contra de sus decisiones. Siendo él entrenador jugábamos el último partido de la Liga, en casa, contra el Salvador B, equipo formado por infantiles de primer año, con gran diferencia de fuerza y tamaño respecto al nuestro. Íbamos marcando goles gracias a nuestra superioridad. Entre otras personas habi- 119 tuales seguidoras del equipo estaba mi padre, supuestamente para animarnos. Y digo supuestamente, porque al ver nuestro cierto desdén cuando ya marchábamos con cuatro goles de diferencia, empezaron a gritarnos, pero no para incitarnos a jugar mejor, sino para burlarse de nuestra "prepotencia" con aquellos chavalillos. Todos nos enfadamos muchísimo, seguimos jugando con rabia, estuve a punto de llorar al escuchar: "Así ya podréis, grandullones". "Eso no lo hacíais con el Stadium, eh". "Hala, gigantones, dejadles meter un gol, no abuséis". Miraba a la banda con furia, deseando que terminara el partido para echarles esa bronca que me comía por dentro. Si fallábamos en alguna jugada, todo eran risas y sarcasmos, alguno de mis compañeros estuvo a punto de lesionar a un contrario por culpa de esa ira transformada en agresividad. En cuanto sonó el pitido final, salí lo más rápido posible, grité mis desplantes contra el colectivo traidor, especialmente a mi padre, y me fui directo al vestuario para ahogar lágrimas de desconsuelo por la deslealtad. En aquel equipo de 1ª infantil, jugaba Manuel, Manolo, de la Rosa Díaz, un fino jugador de buen toque que vivía cerca de mi casa. Un día, fechado en el recuerdo de algún álbum familiar, vino a buscarme a casa y abrió la puerta mi hermana. Quizá Cupido andaba por allí, pues algunos años más tarde, aquel compañero de equipo se convirtió en mi cuñado. También el fútbol servía para generar parejas, ¿quién lo iba a decir? Con él jugué varios años y yo lo incentivaba a pesar de su menor afición. 120 Me queda algo de sensación de culpa, porque más o menos con 28 años, por mi insistencia, fichó conmigo en el C. D. Miguel Servet. En un partido, en una jugada sin trascendencia, se quejó desde el suelo de un dolor fuerte en la rodilla. Me acerqué raudo hacia él. Vista la jugada, no pensé en nada grave, "un esguince, tranquilo, Manolo", le dije. Diagnóstico en el hospital: la tríada maligna, es decir, la rodilla deshecha. Nunca he visto a nadie con tanta fuerza de voluntad como él para lograr la recuperación. Cuando le quitaron el yeso, apenas podía doblar la rodilla. A los seis meses, la pierna lesionada estaba mejor que la sana. ¡Qué sufrimiento hasta ese día! Lo vi llorar de dolor al ejercitarse tres veces al día: en la rehabilitación de la Seguridad Social, en un fisioterapeuta particular y en la bañera de su casa. Lo vi llorar de alegría cuando se medía el avance de la flexión y comprobaba que había mejorado tres milímetros, ¡tres milímetros! Chapeau. El 9 de marzo de 1976 cumplí los quince años. No tendría mayor importancia para esta historia futbolística, sino porque me habilitaba para jugar con los juveniles. Ni siquiera lo había pensado, pero parecía ser que Feringán, entonces entrenador de aquel equipo que se estaba jugando el ascenso a Primera Juvenil, sí lo tenía muy bien anotado en su agenda. Un jueves, el siguiente a mi cumpleaños de esa semana, después del entrenamiento, se acercó y me dijo con su jocosidad habitual: "Prades, ¿qué tienes que hacer el domingo por la mañana?". Me pilló en fuera de juego y guardé silencio. "Anda, ¿por qué no te vienes un rato mañana por aquí, te cambias, peloteas con 121 los míos, y el domingo te acercas a jugar contra el Atlético Delicias?". Aquella sensación es inolvidable. Supongo que debió ver mi cara de perplejidad, espanto, sorpresa, satisfacción... "Pero no tengas, miedo, hombre. Si te los vas a comer a todos. Vente mañana a las ocho y así entrenas con nosotros al menos un día". Me costó conciliar el sueño aquellos días, y más el sábado, víspera del estreno en el campo del Atlético Delicias. El entrenamiento del viernes me abrió la puerta de aquel equipo donde jugaban varios ex—compañeros míos del Europa. Sus palabras fueron de mucho ánimo y confianza. Jaleaban mis tiros a puerta con un "muy bueno, chaval", golpeándome la espalda. Y el domingo, en una esquina del vestuario, casi escondido, escuché: "Prades, con el cinco". ¡Iba a ser titular! Me tuvieron que lanzar el equipaje porque no fui capaz de levantarme a buscarlo. ¡Iba a ser titular! Acogotado por los nervios, salté al campo en medio de aquellos "mayores" que estaban jugándose el primer puesto del grupo. Y allí, a mi lado, estaba Caudevilla, el líbero del equipo, el más veterano, que, adivinando mis tribulaciones, empezó a darme instrucciones y tranquilidad. Qué buen papel de tutor hizo en pocos minutos. Me hablaba de tú a tú, sin paternalismos ni superioridad, indicándome cómo se movía él, que siempre se colocaría a mi espalda, que entrara siempre al delantero con fuerza, que si fallaba ahí estaría, detrás de mí, para que ni una pelota llegara con peligro a nuestra portería. El delantero que me tocó marcar tenía un aspecto agresivo, con unas enormes espaldas, pelo larguísimo y mucha movilidad. 122 Traía fama de ser el mejor de su equipo. Lo perseguí durante todo el partido bajo las indicaciones de mi tutor, y cada balón que le quitaba era un triunfo para mí... y para todo el equipo. Logramos empatar, nos colocamos primeros en la tabla y Feringán me felicitó de tal manera que pensé en las puertas del cielo abiertas esperándome en aquel vuelo soñado que no acababa de terminar. Con este éxito ya digerido, quizá con informaciones enviadas fuera del club sobre mis progresos, un día de junio me llegaba otro comunicado sorpresa. Feringán me esperaba: "Mañana saldrá en el periódico... que te han llamado para la Selección". "¿A mí?". "Te llamas Prades, ¿no? Juegas en el Santo Domingo de Silos, ¿no?". "Sí". "Entonces eres tú. Hala, ya puedes seguir entrenando. El jueves te contaré algo más". ... Se hizo el silencio. Llovieron estrellas. Podría intentar describir las emociones... pero ¿merece la pena? ... Se trataba de jugar un partido nada más. Ese año no había competición de ningún tipo, pero querían convocar a los jugadores destacados a un partido de fin de temporada. Íbamos a jugar contra el campeón de la Liga infantil, que no podía ser otro que el Real Zaragoza... en La Romareda. ¡Jugar yo en la Romareda!... en el campo de Primera División, en el mismo césped, las mismas porterías que tantos internacionales, tantas figuras... Al día siguiente, salió la lista de convocados en el Amanecer. La leí diez, cien, mil veces... Allí comprobé que Aragón (se 123 cumplió parte del vaticinio del profesor de Lengua) y Michel López Moliner, ahora en el Calasanz, aquel muchacho que rivalizaba conmigo en los recreos de La Salle Montemolín, iban a acompañarme en la convocatoria. Recorté la noticia, seguí leyéndola para vivir sin parar aquel sueño y alargarlo hasta hacerme poseedor de un lugar en la Selección Española, y más tarde jugando como elegido para el Mundial–82 en nuestro país. Me voló la imaginación hasta verme con la casaca roja saltando a La Romareda como integrante del mejor equipo español de todos los tiempos, rodeado de los grandes jugadores que podían alzar el preciado trofeo de Campeón del Mundo. Sí, aquel sueño se me coló muy adentro por mucho tiempo y lo disfruté tantas veces como noches tiene el año, acariciando la Copa después de marcar un gol de falta por toda la escuadra, aquél que nos daría el triunfo en la final ante miles de espectadores jaleando mi nombre como mejor jugador del campeonato. Los sueños logran movilizarte con una energía inconmensurable. Quien consigue soñar y verse en aquella situación que busca tiene más de la mitad del camino recorrido. Luego vendrá la puesta en marcha (sólo soñar no conduce a nada), pero crear tus sueños es imprescindible para alcanzar las metas. Finalmente, no jugamos contra el Real Zaragoza. Un compromiso fuera de la ciudad impidió que jugara ese partido, así que nuestro rival fue el subcampeón, el Stadium Casablanca. Eso hizo que de tener de compañeros 124 en la Selección a Jesús Carlos Aragón y a Calonge pasé a tenerlos de rivales. Y otra ilusión por los suelos. El ínclito presidente del Real Zaragoza, José Ángel Zalba, había decidido dotar a La Romareda de más espacio, previendo futuros éxitos que compartirían en el campo los 25.000 socios objetivo de su gestión. Es decir, que habían empezado las obras en el estadio y no podíamos jugar allí. Nada más y nada menos que nos llevaron al campo de Salesianos... el peor de toda la Liga, con piedrecillas en su terreno que no te permitían frenar en seco, siempre resbalabas, que pelaban los balones y que arañaban sin compasión la piel de codos, rodillas y caderas con apenas rozar el suelo. ¡Qué cambio! Se lució la Federación. Si estaban también Torrero, Entrerríos, Marianistas, campos de hierba, hermosos, auténticos, de profesionales. Pues no, a la gravilla de Salesianos.... y encima, lloviendo. Sí, nos asaltó una tormenta justo cuando entrábamos al vestuario. Se retrasó el comienzo, más nervios... Pero no todo podía ir tan mal: jugué de titular, recordando la sensación de ingravidez del primer partido con los juveniles. Cuando dejó de llover, después de acordar que el partido, como empezó más tarde, debía acortarse para respetar otros compromisos del Presidente de la Federación, salimos al campo, muy ordenaditos, nos colocamos en el centro del campo, de cara a la banda noble, fotografía de rigor y en mi imaginación el himno nacional, como si jugáramos una partido internacional... algo parecido a lo que soñé en el ve- 125 rano anterior con aquel frustrado campeonato en Francia. Realmente, aún no me creía que mi nivel podía estar a la altura de los mejores. Observaba a otros compañeros y veía sus prodigios técnicos, sus regates... A veces, fantaseaba con tener esa habilidad para contribuir a las jugadas de ataque haciendo slalom entre los adversarios. En el corazón, seguía siendo un delantero, con ansias de marcar el gol, el éxtasis del fútbol, el premio al esfuerzo, la confirmación del vencedor... Me costaba reconocerme las cualidades de velocidad, fuerza, colocación, anticipación, disparo... anhelaba ser ese fino jugador que trenzaba jugadas en carrera, con el balón pegado el pie, la cabeza levantada, fabricando combinaciones imposibles... Aquella convocatoria fue el principio de esa consolidación interna que me dio algo más de asentamiento. Ese año aprendí a valorarme más y, junto con el crecimiento que da el tránsito de la adolescencia, jugar al fútbol empezó a convertirse en un cauce de progreso en mi personalidad. 126 De pie: Jesús Feringán, Simón,Tirapu, Orlando, Prades, Francés, Heredia Agachados: Borque, Ariza, Pastor, Carlos Sanz, De la Rosa, Vicente 127 IV.— De vuelta al aprendizaje (1976/77) La temporada empezaba con augurios de trabajo duro. Antes de empezar a entrenar, me di una vuelta por las oficinas del club para tomar contacto con ese ambiente que ya extrañaba después de mes y medio de inactividad. Por allí andaba Feringán, algo alterado por el estado en el que había quedado el campo. Si bien las porterías seguían en su sitio —lo que puede sonar a broma, pero que era una excelente noticia, dado que las "instalaciones" se encontraban alejadas del barrio y sin vallar—, el terreno de juego se había endurecido de tal manera que parecía una carretera recién asfaltada en color tierra. Probablemente, la solución no pasaba por el remedio que quiso aplicar Feringán, pero su impulsividad hizo que la aplicáramos unos cuantos muchachos que pasábamos por allí. El buen entrenador se metió en la caseta y salió con dos picos y una pala, dispuesto a remover la tierra dura, sacar grumos, apisonarlos... Fue mi primer contacto con el trabajo duro, con el de verdad, con el que me amenazaba mi padre ante cualquier bajada de notas. En pleno mes de agosto, a las cinco de la tarde, con un sol de solemnidad, estábamos por turnos aplicando golpes de pico a una tierra prensada por el agua de las tormentas y el calor justiciero. Me traje para casa, con gran burla de la familia —que si eres un niño fino, anda con el señorito, si hubieras trabajado algo en tu vida...—, dos "burras" en las manos que me escocieron más que todas las heridas sufridas 128 hasta entonces por las piedras de los terrenos futbolísticos. Feringán no sufrió de ampollas. Feringán predicaba con el ejemplo. Picó el primero, corría con nosotros, llegaba puntual, se marchaba el último... Si un líder se involucra en tareas del equipo genera adhesión y aumenta su autoridad. "Él también lo hace"... Cuando eres ese líder que se acerca al equipo y comparte sin aspavientos, ganas en credibilidad y tu labor posterior será más fácil. Y si además, quieres aprender de ellos, consigues avance en progresión geométrica. Este hecho es otro ejemplo de cómo esa afición, ese deseo de aportar y colaborar en un “negocio” sin rentabilidad, anima a realizar cualquier trabajo, por duro que sea, a personas que lo hacen sin esperar ninguna recompensa a cambio. Sólo picamos los alrededores de la portería Sur porque un alma caritativa nos ofreció su tractor para rastrillar y nivelar el terreno al día siguiente. Ésta sí era solución. Componían la directiva personas que, con la mayor disposición, tanto se llevaban los equipajes para su lavado, como ponían dinero para cambiar las redes, como se remangaban los pantalones para sacar el agua del vestuario (tenía goteras importantes), como se convertían en gratuitos taxistas con sus automóviles para llevarnos a la otra punta de la ciudad. Esto es pasión por el fútbol y no los gritos de los "ultras". Pasión por este fútbol cantera que sirve para nutrir la base de los futuros aficionados, 129 que a profesionales llegan pocos. Porque, además, quien a la larga acaba amando un deporte es quien lo ha practicado, quien lo ha vivido, quien conoce sus dificultades para después admirar a quienes son capaces de hacer con supuesta sencillez lo que ni en miles de horas practicando ha podido conseguir. Aquel día ya recibí la nueva ficha de juvenil para acudir con ella al reconocimiento médico de la Federación. Y allí que me fui en solitario a sus dependencias con cierta expectación, porque me suponía en una de esas revisiones que los equipos de Primera hacían a sus fichajes antes de confirmar el alta federativa. Al entrar me recibió un hombre de bigote a lo Franco que, tras un mostrador, bufaba de un lado para otro recibiendo, archivando y rellenando papeles. Cuando pasé a la sala de espera, me encontré con varios futbolistas sentados en bancos de madera, comentando en voz alta la pretemporada del Zaragoza, entonces en Segunda División después de los éxitos de los zaraguayos con Carriega. Me senté en una esquina aguardando la llegada de los médicos, que se retrasaban más de una hora. Al fin, hizo su entrada un hombre de traje, que se paró en el mostrador y desde allí, casi sin vernos, emitió un rugido solicitando: "¡Silencio total! Esto es una consulta médica, no un mercadillo". Me pegó tal susto que casi me marcho. Cuando llegó mi turno, más de dos horas después, me temblaban hasta las uñas de los pies... y no cuento cuando me pidió que me desnudara y al ir a quitarme el calzoncillo, gruñó: "No, chico, eso no, que no voy a tocarte los cojones". Fue una expe- 130 riencia que ocurrió cada año, pero, ya veterano después, hacía apuestas con los asistentes para ver si ese señor repetía las mismas palabras. Creo que siempre gané... porque siempre repetía. Lo curioso era que cada año le hacíamos menos caso. En alguna ocasión, salió de la consulta para al principio exigir silencio, luego pedirlo y, al final, rogar con educación. Algún año después, un chico comentó: "Parece que al fin a éste le ha entrado la democracia". En el tercer entrenamiento, tuvimos noticia de la gran novedad para ese año. La directiva había fichado a Pablo Valdés, un entrenador titulado que provenía de los infantiles del Real Zaragoza. ¡Y sin cobrar un duro, claro!, como no podía ser menos en un equipo de barrio donde hasta los jugadores cogían el pico y la pala. Pablo era una persona muy especial: callado, apocado, huidizo. Cuando nos daba la charla teórica, miraba hacia algún lugar de la pared, por arriba, de tal manera que al principio nos girábamos y buscábamos algo por allí, una avispa, una grieta, quizá un fantasma. Sus profundos ojos azules rara vez miraban a los tuyos, pero te inspiraban esa confianza de poder depositar en sus manos el tesoro más preciado. Serio hasta la saciedad (casi no recuerdo su sonrisa), apenas levantaba la voz. Y se notaba su preparación. En primer lugar, gracias a él, conocí variantes tácticas. Practicamos el 4–2–4, el 4–4–2, ambos combinados para crear la WM, con carrileros en el medio campo y luchadores en el centro, que se compensaban con un jugador de fino toque, que no jugaba todos los partidos, comodín de 131 la táctica según noticias del contrario. Mezclaba hábilmente la preparación física con la técnica, con ejercicios que necesitaban tanto el esfuerzo como la habilidad. Exigía disciplina de equipo, entrega en el campo, pero siempre razonada, nunca correr por correr. Estudiamos los apoyos, los relevos, la carrera lateral, la presión por zonas, la estrategia de faltas, córners y hasta saques de banda. Antes de saltar al campo, cada uno tenía sus instrucciones sobre su misión para lograr el mayor rendimiento del equipo. Y nunca criticó el riesgo personal en las jugadas para sacar ventaja... si lo provocabas más adelante del círculo central. Cuidaba los detalles al máximo. Hizo colgar carteles en el vestuario con citas, refranes y máximas que estimulaban los valores que preconizaba, tanto personales como futbolísticos. También trabajaba el estímulo individual, porque diseñó un sistema de valoración para cada uno que colocaba en un tablón, donde aparecían tus puntuaciones en aspectos como combatividad, velocidad, fuerza, juego de cabeza, visión de juego, minutos jugados, tarjetas amarillas y rojas, goles... En fin, que todos nos sentíamos con él mucho más reconocidos como personas y jugadores, éramos muchachos con valía puestos al servicio de un equipo que si actuaba como tal, conseguiría mejor resultado que la mera suma de sus individualidades. Ah, y todo esto con humildad, sin engolamientos, también sin emotividades, en un estilo llano que provocó un excelente rendimiento. ¡En cuántas ocasiones creemos que los grandes jefes deben ser fuertes, vibrantes, carismáticos! Y no es ver- 132 dad. Ahí, el ejemplo de Pablo. Existen cualidades no tan llamativas que transmiten la cohesión al equipo y que facultan para ordenar los esfuerzos hacia el éxito como "jefe". Precisamente, querer mostrar cualidades que no tenemos nos aleja de la autenticidad y, por lo tanto, resta credibilidad para "mandar". Y qué difícil es manejar a muchachos de 15 a 18 años... porque no éramos santitos, ni mucho menos... en un equipo del que yo era el benjamín, el único de primer año, con el consiguiente objetivo de ser la diana de consejos futbolísticos y "orientaciones juveniles". Me llamaba la atención la especial rivalidad de "tíos buenos" entre Fernando y Torrecilla, que más bien parecía la envidia de este último por los éxitos de conquistas femeninas del primero. Y recuerdo especialmente una expresión tan extraña para mí en boca de un hombre que se me quedó tan grabada como para contarla aquí: "Yo soy el más guapo del equipo... después de Fernando". Ambos llegaban tarde a los entrenamientos o a los partidos, que ya jugábamos en la mañana del domingo, con comentarios directos o indirectos al motivo, siempre de chicas, juergas, exceso de alcohol. Con toda esta inmadurez aún adolescente, todavía cobra más mérito la labor de Pablo para crear un equipo que no tuvo ni un conflicto interno en toda la temporada. En el primer partido de liga me tocó el número 15, reserva, lógico dada mi bisoñez, pero que me resultó extraña después de la continuada titularidad del año anterior. 133 Desde la banda (no existía banquillo) veía evolucionar a mis compañeros, especialmente a Jordi, que destacaba sobre los otros, con esa facilidad y arrogancia natural que da la superioridad técnica. No destacaba por su físico, más bien pequeño, sino por su cambio de ritmo, visión de juego, regate en velocidad... Era capaz de hacer cosas inverosímiles, se salía de la táctica, sorprendía... y todo eso, sin haber dormido la noche anterior. Sarto siempre lo consideró como ese chico a cuidar porque jugaría en Primera División. Contaba orgulloso que lo había captado para el Europa siendo una bolita de grasa que apenas sabía correr. Otro destacado del equipo era Fernando Martín, el goleador, el típico jugador con olfato, que siempre rondaba ese sitio donde cae el balón para tocarlo con la bota y despistar a defensas y porteros. Impresionaba por su velocidad, algunas veces tan excesiva que se dejaba atrás muchos balones. Jordi lo entendía a la perfección, le mandaba los balones al hueco para que llegara con esa milésima de anticipación que le dejaba solo al borde del área. Esa alternativa se convirtió en nuestra mejor baza durante toda la temporada, con un equipo fuerte y trabajador que conjugaba bien las facetas de cada uno. En ese primer partido, empecé a sentir la tensión de la impotencia para colaborar, ese deseo de querer intervenir, de pensar que podrías hacer algo para contribuir a la victoria. Es doloroso prepararte, entrenar, esperar al día del partido con la ilusión de participar... y quedarte en el banquillo sin posibilidades de intervenir. El empuje in- 134 terno te aquilata los músculos cuando ves que las cosas no van bien, o van demasiado bien para no perdértelas desde dentro, y te llega esa sensación de "¡¡¡quiero jugar!!!". Eso es deseo de progreso, de que tu huella quede marcada en el resultado del equipo, para bien... o para mal, ese es el riesgo a asumir, que siempre debe ser bienvenido, porque sólo triunfa o yerra (ambas cosas) quien se atreve a actuar. En cuestión de fútbol, también tiene que ver la afición, que se podría traducir como el compromiso. Me resulta curioso oír hablar de profesionalidad en los ambientes de elite futbolística, porque la relaciono con unas obligaciones que pasan por el sueldo que te pagan en contra de una orientación por la diversión. He conocido grandes "profesionales" del fútbol que no han cobrado nada y que han dado su esfuerzo, su tiempo y hasta su dinero por el compromiso con unos colores. Y es difícilmente explicable si no acudimos a la responsabilidad que da la afición interna. Aquel año empecé a extrañarme de que muchos de mis compañeros dejaran de jugar, hecho que se fue repitiendo en los dos años siguientes sin que pudiera comprenderlo. En muchos casos, eran jugadores de buenas posibilidades, pero que decidían dejarlo por las obligaciones externas, unos por los estudios, otros por los horarios de sus trabajos, algunos para no madrugar los domingos después de las juergas nocturnas o simplemente por pereza de no querer entrenar. En mi caso, cada partido se convertía en un aliciente para crecer, lo esperaba con expectación, quería pisarr el campo y patear la pelota para observar cómo 135 progresaba, cómo colaboraba con mis compañeros, cómo era tenido en cuenta por el entrenador para satisfacer una necesidad del equipo, cómo era aplaudido o felicitado por los espectadores que esperaban nuestros triunfos. Y ellos, algunos de mis colegas, abandonaban… no lo entendía. Esta temporada no fui titular casi ningún partido. Perder posición y prestigio es muy duro. Pero superarlo con humildad aumenta el crecimiento. El comportamiento más humano sería la rebelión, por supuesto. Perder status no gusta a nadie. Ahora bien, una vez aceptado el nuevo lugar,y abiertas las miras para ver otras cosas que da esa posición, prepara un trampolín para más crecimiento. Y no digamos si precisamente, eliges tú ese descenso de status para conseguir el impulso. Pablo me llamó cuando faltaban quince minutos para terminar el partido. Galindo andaba renqueante y salí a jugar de líbero cuando íbamos ganando por un gol. Me cayó un jarro de agua fría, porque me veía allí, con los mayores, dentro del campo, con la responsabilidad de ser el último defensa, con ese marcador tan ajustado... Sentí miedo. Galindo me dio la mano cuando salía, Pablo me animó con un par de palabras... y me vi en medio del partido sin saber dónde ponerme. "Eh, Prades, no te preocupes, yo te indico. ¡Con confianza!", me alentó Rafa Anadón, mi portero. Los laterales también me mandaron 136 miradas de arrope y el central, me dijo: "Los paro, no los vas ni a oler, , solo tápame las espaldas". Toqué el primer balón y lo mandé a las nubes, pero desde la banda oí: "Bien, Prades, buen despeje". Todo surgía a consecuencia de esa labor del entrenador para crear ambiente de piña compacta. Que fuera el benjamín también les animaba a esos apoyos y a mí me hacía escucharlos como si fuera una emisión de calor humano que te arropa ante el desafío. Y ya ese día me comí la guinda de la tarta, cuando una internada de Fernando provocó una falta al borde del área. Seguí en mi posición, sin moverme, aún tenso por el estreno... y Jordi, el encargado de tirarla: "Prades, ven, tírala tú". "¿Yo?", pregunté llevando el índice al pecho. "Vamos, ven y pégale". Me armé de un valor especial, era Jordi quien me lo pedía. "La toco yo hacia tu lado. Es indirecta. Dale como sabes". Miré a la barrera, miré al portero, pitó el árbitro, Jordi acarició el balón y me lancé como un obús hacia la pelota... que cogió una parábola por encima de la barrera... para entrar a media altura pegada al palo izquierdo. ¡Gooooooool! ¡Qué mejor comienzo para mi etapa juvenil! No sé si aquel gol en ese partido aumentó la confianza de los demás en mí.... pero que me sentí ya con capacidad para no hacer el ridículo entre ellos, seguro. A lo largo de la temporada, también ocurrieron dos hechos que aumentaron esa confirmación. Dentro del aquel equipo, me consideraba en una fase de aprendizaje, de mirar a mis compañeros para adquirir experiencia junto a ellos. Me veía en el rol del recién llegado, del novato 137 que debe hablar poco y observar mucho, pasar desapercibido. Iba jugando minutos y contribuyendo a los buenos resultados del equipo. En un domingo sin partido de Liga, prepararon un encuentro de entrenamiento contra el equipo de Segunda Juvenil, recién creado ese año y en el que jugaban varios de los compañeros míos de la temporada anterior. Jugué con ellos contra mi equipo habitual, de líbero, como siempre, vigilando de cerca a Fernando y Torrecilla. Este último me provocaba cierto halo de admiración porque acababa de ser fichado por el Juventud, ascendido ya a Liga Nacional, para la temporada siguiente. Hubo una jugada en la que se había desmarcado de mi lateral derecho y recibió en su banda, de espaldas. Corrí para cubrir ese hueco. Él estaba esperándome. Sabía que su rapidez me obligaba a evitar que me superara porque yo era el último defensa y en diez metros se plantaba dentro del área. Amagó hacia delante, pero se metió el balón por debajo de las piernas para darse la vuelta hacia la línea de fondo. Reaccioné con muchos reflejos y metí enseguida el pie, pero los dos tocamos el balón a la vez. Como mi posición era más firme, Torrecilla cayó al suelo y la pelota se perdió en la banda. "Chaval, como sigas así, llegarás lejos", me dijo mientras me acercaba a darle la mano para ayudarle a levantarse. Y en un entrenamiento andaba por allí Nano, un muchacho del barrio que no jugaba en el Silos, pero que tenía varios amigos entre mis compañeros. También gozaba de prestigio en los mentideros del fútbol juvenil. Estábamos tirando a puerta. Más o menos andaba él cerca de la portería. En 138 mi turno, le pegué muy fuerte, ya era la cuarta o quinta vez que había disparado contra el cuerpo del portero que, en la última, en lugar de ir a parar la pelota, se apartó. La pelota pasó cerca de donde estaba Nano, y cuando lo saludé me dijo. "Con esos tiros, acabarás rompiendo las porterías de La Romareda". En esa temporada de juveniles, combinaba los entrenamientos del Silos con los de La Salle Gran Vía, con cuyo equipo jugaba el campeonato interclases y el Europa Donuts de fútbol—sala, además de participar con los cadetes escolares, es decir, que todos los días de la semana tenía una u otra actividad futbolística. Recuerdo con especial cariño un día ya de mayo, cuando Sarto, estando en la oficina del club, me dijo: "Qué mal caminas, Prades, ¿qué te pasa?". "Nada, que yo sepa", contesté. "Anda, ven, acércate". Me sorprendí un poco, porque me llevó la mano a una pierna y tocó fuerte. "Pero qué duro estás", me dijo. Me cogió del brazo y casi me arrastró hasta la camilla. "Quítate los pantalones, no tengas vergüenza, y túmbate". Se fue a buscar un aceite. El ridículo me invadía, allí en calzoncillos, con la puerta abierta, chicos y chicas paseando por el patio... Regresó enseguida, se concentró en los músculos de mis piernas... "Estás a puntos de partirte". Dedicó más de media hora a su tarea de masajista como un aplicado experto. Y además, al terminar me dio toda una disertación sobre cómo estirar y soltar los músculos, me recomendó baños de agua caliente periódicos... "o dejas de jugar tanto sobre campos duros o te reventarás la fibra... y son varios meses sin jugar". 139 A pesar de la rudeza de su carácter, Sarto demostró amor con este comportamiento. Recuerdo un libro titulado "El cuidado esencial", que apostaba por esta actitud con nuestro alrededor: mirar por los demás, proporcionarles atención medida, calor de preocupación sincera y desinteresada. Ese cuidado esencial, tan parecido y tan exclusivo de una madre por sus hijos, enriquece las relaciones hasta el punto de vivir plenamente de las realidades de los demás. ¿Utopía? Se estaba gestando un club con aspiraciones. Habíamos tenido algunos titubeos en la directiva, pero ese año se renovó con personajes llenos de miras hacia el futuro y, con el apoyo de los entrenadores, sobre todo de Pablo, comenzaron a estructurar un club de buena cantera. El señor Macías, como presidente lleno de entusiasmo y larga visión, lideraba ese progreso, arropado por su hijo Salvador, que comenzaba su andadura de entrenador con los alevines, unos años antes de convertirse en alumno militar de la Escuela de Suboficiales, algo que observábamos con respeto y admiración. También dejaron huella Quique Pérez, Pina, Gonzalo… Fueron comienzos cargados de ilusión y futuro… Por aquel entonces, Zalba, presidiendo el Zaragoza, quería dar un gran impulso a los jóvenes valores aragoneses, con la excelente Ciudad Deportiva. Aquello incentivaba el ambiente en toda la región para trabajar más duro, porque se veía salida y frutos. Los jugadores de la cantera aragonesa que llegaron al primer equipo desde la retirada de Violeta se contaban 140 con los dedos de una mano, pero en dos temporadas aparecieron en el primer equipo del Real Zaragoza jugadores como Benedé, Víctor, Güerri, Vitaller, Casajús, Pérez Aguerri, Barrachina, Lafita, Crespo... Para que ellos surgieran, todos los equipos de base de la región contribuyeron gracias al entusiasmo que se fue forjando ante las nuevas perspectivas que se creaban. También hay que decir que las maneras con las que el propio Real Zaragoza se dirigía a los clubs y a los jugadores para proponer su fichaje no eran las más idóneas. Los ojeadores de La Romareda usaban tácticas de aproximación que generaban mucho rechazo. Entiendo que con el objeto de no pagar compensaciones a los clubs, los directivos de base se dirigían directamente a los padres de los jugadores, con visitas a su domicilio particular, proponiéndoles que su hijo fichara por el Real Zaragoza con el caramelo de la Primera División, la entrada gratis a la Ciudad Deportiva... saltándose el contacto con el club donde el chico estaba jugando y ganándose así las enemistades de los equipos de la región, hasta el punto de que se hacían filiales de otros clubs de Primera División. Se comentaban las diferencias con la Real Sociedad, que no tenía equipos inferiores en alevines ni infantiles, que todos los equipos de la provincia eran filiales suyos, que sólo fichaba para los juveniles, con una compensación importante para el club de origen y hasta una posible participación futura si el muchacho lograba jugar en el primer equipo. Pero el bombón estaba ahí, todos soñábamos con que el Real Zaragoza se fijara en nosotros, y también los padres que, si 141 el hijo era uno de los elegidos, casi siempre acababa discutiendo en el club de origen sobre quién había descubierto y formado al chaval, ganando tiempo para que terminara la temporada y accediera al fichaje para la Ciudad Deportiva. En nuestro entorno, dos jugadores del colegio habían salido para ese destino: Jaso y Bitrián, que de vez en cuando venían por los dominios del patio. A la mayoría nos ponían los dientes largos cuando relataban los entrenamientos y partidos al lado de las figuras que veíamos en los periódicos. Aquel fue mi año de crecimiento en la sombra. Puse mucho interés en los entrenamientos sobre la brea, intentando aprender y adquirir condición física suficiente. El fútbol se convirtió en mi gran objetivo. Aprovechaba cualquier momento para jugar, entrenar y "ser mejor". En la clase de gimnasia del colegio, hacíamos carreras en series de cinco minutos. Siempre me colocaba el primero del pelotón, tirando, y cuando el profesor indicaba "¡un minuto!", comenzaba a destacarme, a correr como un poseso para finalizar lo más distanciado posible de mis compañeros. Después, preparábamos un partidillo con un balón de caucho entre las porterías de balonmano. Mis amigos habituales, poco proclives a los esfuerzos físicos, se reían de mí cuando me proponían que saltara la valla del patio para irnos a los bares de al lado y les decía que quería jugar al fútbol antes que tomarme una cerveza. También salía a correr al Parque Grande, más como diversión que entrenamiento, y hasta leí algún libro téc- 142 nico sobre fútbol que recomendaron en el Zaragoza Deportiva. Precisamente, en ese semanario, entonces complementario al Amanecer, al final de temporada, insertaron una reseña que llenó de orgullo todo mi alrededor, mi ego incluido. Con una fotografía personal, ampliada de otra del equipo, de apreciable dimensión, publicaron unas veinte líneas hablando de mi trayectoria y posibilidades futuras, haciendo mención a que tenía todavía dos temporadas de juvenil por delante y que destacaba en la competición por mi fuerza, velocidad y juego de cabeza. Mucho más tarde me enteré que el redactor había sido Pablo Valdés que, en su prudencia, nunca habló de sus colaboraciones con este periódico. Además, su afán de medición contable del fútbol, le llevó al año siguiente a crear un sistema de puntuaciones, probablemente basado en el modelo que aplicaba con nosotros, que ofreció, y el periódico aceptó, para generar la Selección Matemática, que me daría sorpresas satisfactorias. Pablo era un misterio. Nos provocaba deseo de saber sobre él porque su mesura y humildad apenas le permitían hablar de sí mismo. Su tarjeta de presentación era su trabajo y sus logros. Mostraba una personalidad consistente que basaba en el trabajo perseverante con fuertes convicciones. Era un hombre estudioso del fútbol que intentaba plasmar las teorías en elementos prácticos. Apenas usaba la pizarra, pero sobre el terreno transmitía con claridad sus deseos. De esa manera, y por su carácter reservado, marcaba distancia en el trato sin resultar aris- 143 co, lo que se traducía en un ambiente sano donde reinaba la concordia y el trabajo. Pero recuerdo especialmente una anécdota que, al menos a mí, me desmontó algo esta imagen. Por regla general, nuestro periplo hacia los campos ajenos se hacía en los coches de padres y directivos. Pablo se unía a alguno de ellos. En una ocasión, al finalizar el partido, me propuso volver con él al club y, por lo tanto, junto con un directivo caminamos hacia el aparcamiento. Cuál sería mi sorpresa cuando al llegar a un Seat 850 Coupé saca las llaves y lo abre. No podía imaginar que bajo esa imagen seria podía conducir aquel automóvil, paradigma en aquellos años de la movida juvenil y "marchosa". Subí en la parte de atrás, mínimo espacio en el que tuve que colocarme estirando las piernas lateralmente. En mi fuero interno, me reía de satisfacción, porque después podría fanfarronear entre mis amigos, pero también de asombro al mirar al conductor, elemento extraño para mi imagen de un dueño de aquel coche deportivo. Conseguimos el logro previsto: el ascenso a Juvenil Preferente, máxima categoría regional. Cuando un trabajo se plantea con responsabilidad, existe un elevado porcentaje de logro. El asentamiento de la directiva, el trabajo del entrenador, la entrega de los jugadores, dieron el fruto esperado. Terminamos segundos en nuestro grupo, detrás del Zaragoza B. Ese mismo año, el Juventud, rival del barrio, ascendía a la recién creada Liga Nacional de juveniles, lo que además significaba que al año siguiente no íbamos a enfrentarnos con ellos. 144 En dos años, dos ascensos, un crecimiento que se preveía imparable, que nos proporcionaba autoestima y sensación de triunfo al equipararnos a los equipos más importantes de la región en poco tiempo. Ni siquiera por eso percibí exultante de alegría a Pablo. No obstante, seguro que la satisfacción le bullía por dentro, pues propuso y consiguió la celebración de una cena fin de temporada con entrega de trofeos. Acudir a esa cena supuso un aliciente por mis adentros. Además, acudió mi padre y juntos nos dirigimos al restaurante. Viví el ambiente festivo sin lograr incluirme en él. No me hacía del todo partícipe del logro, porque no consideraba que mis participaciones en el éxito fueran suficientes. Esa temporada, a pesar de entender la justicia de la situación, me sentí sin mérito para incluirme en ese ascenso. Quería jugar, involucrarme cada partido al máximo, y mis minutos en la cancha habían sido salpicados en la temporada, sin grandes aportaciones. Disfruté de la entrega de trofeos con cierta dosis de envidia por no encontrarme entre los elegidos, aunque aplaudía con sinceridad los resultados. Jordi se llevó la copa de mejor jugador, también Fernando tuvo su premio... y me propuse que otro año yo subiría a ese estrado. Me cambió esa expresión tan huidiza y distante cuando Fernando, exultante con su trofeo al máximo goleador, que había cenado en nuestra mesa, me propuso si quería irme con él esa noche. Mis escarceos nocturnos se habían ceñido a los momentos típicos: Nochevieja y las fiestas del Pilar. Con dieciséis años, mi padre aún no me daba 145 permiso para esas escapadas... pero supongo que la euforia que vivíamos y la confianza que Fernando le inspiraba hizo que no dijera una palabra mientras asentía con la mirada. Fue un momento especial para mí. Fernando gozaba de mi admiración, no sólo por su valía futbolística, sino por su autonomía personal, su éxito con las chicas y su calidez humana. Ya llevaba tres años trabajando porque no se planteó seguir los estudios. En cambio, era capaz de leerse libros de filosofía y comentármelos como escuela de actuación. Entendía, por su trabajo, de coches espectaculares y era un experto en la música de actualidad. Todos aspectos muy llamativos para un adolescente como yo, casi encarcelado en el provincianismo de mi barrio, pero con ínfulas de escapada hacia otro mundo diferente. Ni siquiera nos dimos un paseo, fuimos directamente a su casa, donde disfruté de su equipo estéreo escuchando por primera vez (y tantas después) a The Eagles, con Hotel California, para pasar después a Lou Reed y el concierto de Bangla Desh, con George Harrison como bandera... Creo que apenas abrí la boca, gozaba de esas nuevas sensaciones, en la habitación de Fernando, hablando de música, de mujeres, de coches... de aspiraciones personales, de sueños. La temporada se cerraba con una despedida, que luego tuvo un reencuentro fugaz, aunque muy decisivo para mí. Jordi nos decía adiós. A lo largo de la competición, secretamente, le siguieron varios ojeadores para observar sus evoluciones. Quizá podía cumplirse la predicción de 146 Sarto. Hubo contactos con el Real Zaragoza, claro, pero en el modo que he contado anteriormente. Aquellas maneras hicieron perder esa posibilidad tanto al equipo como al jugador. Pero las ambiciones podían ser mayores. Uno de los ojeadores más interesados era Ansodi, el representante en Aragón del Real Madrid. Y Jordi acudió a la capital de España para probar allí. Justo en el último partido de la temporada, el muchacho sufrió un esguince y, con esa lesión, aquella prueba no fue satisfactoria. No obstante, le solicitaron que regresara para septiembre, que había gustado a los técnicos madridistas y le veían posibilidades para quedarse. En ese intervalo, el Real Zaragoza volvió a insistir y se encontró con la misma, quizá mayor, oposición tanto de la familia como de los directivos de nuestro equipo. Hubo entonces una aproximación del C.F. Endesa, el considerado segundo equipo de Aragón, ubicado en Andorra, un pueblo de Teruel que giraba en torno a la central térmica de dicha empresa. Era considerado un equipo muy serio, de gran proyección, con aspiraciones hacia la Segunda División, que pagaba muy bien. La perspectiva no parecía muy adecuada, porque a Jordi aún le quedaba un año de juvenil que debía contribuir a su asentamiento como jugador entre los muchachos de su edad. Fichó por ellos. Probablemente, el deseo de logro rápido llevó a esa decisión. Las decisiones “contra alguien” sólo ocasionan errores. Estoy convencido de que Jordi debería haber fichado por el Real Zaragoza. Esa "rebelión", quizá justificada en este caso por la actitud prepotente de los directivos 147 zaragocistas, debe superarse para mirar hacia el futuro. Agachar las orejas no significa ser vencido, es retirarse un momento para volver a combatir desde una posición más favorable. Era absolutamente previsible esta pérdida para nosotros, pero la confirmación nos dejó con sabor agridulce. Por un lado, suponía un gran prestigio para el club, que nutría a un equipo importante de la región con un jugador crecido en su cantera y así daba visión de futuro halagüeño para todos los que nos encontrábamos detrás. Pero por otro lado, perdíamos nuestro mejor valor en el reto del año siguiente, que era la consolidación en la máxima categoría del fútbol regional. Nos dejó como recuerdo un equipaje de alto "standing". Con algo de dinero, la compensación por la baja federativa de Jordi fue un equipaje totalmente blanco, un Adidas, la marca estrella en aquella época, que durante algunas temporadas, a quienes lo vestimos, nos servía para recordar sus éxitos tempranos y nos daba el convencimiento de que también podíamos llegar algo más arriba. 148 De pie: Marcos Chavarrías, Javi Serra, Casimiro, Ansón, Galindo, Prades, Rafa Anadón Agachados: Rico, Jordi, Cortés, Martín, Hualda, Felipe, Lázaro 149 V.– Una consolidación buscada (1977/78) Mi primer percance grave jugando al fútbol ocurrió en el último partido de la pretemporada en este segundo año de juvenil. Volvíamos a entrenar con Pablo, y con nueva sorpresa agradable para mí: decidió que yo debía ser el capitán del equipo, aunque no era ni mucho menos el más veterano. Me sentí muy halagado y, cuando lo dije en casa, mi madre se dispuso a prepararme no uno, ni dos, sino tres brazaletes en distintos colores y formas. No era una especial predilección por esta prenda lo que le movía a dicha confección. Mi habitual despiste le anticipaba pérdidas de algo de tamaño tan pequeño, así que ya desde el principio preparaba las reservas. Luego, a lo largo de la temporada, con la eclosión de las Comunidades Autónomas, nuestra directiva compró brazaletes con el diseño de la bandera de Aragón. Pero llevaba mi propio brazalete en aquel partido tan extraño. Habíamos superado la semifinal y nos enfrentábamos al anfitrión, el Juventud, flamante ascendido a Liga Nacional, en una final que se anticipaba de alto riesgo. La jugada no tuvo agresividad. Salté de cabeza y superé al delantero, pero su impulso debajo de mí, deslizándose pegado a mi cuerpo, le hizo golpearme en la mandíbula. Antes de continuar debo aclarar que, debido a las consecuencias —una conmoción cerebral muy extraña, sin inconsciencia, pero con pérdida de memoria—, la mayoría de lo contado en este párrafo no es producto de mi recuerdo, sino de posterio- 150 res relatos, más o menos humorísticos, de los espectadores del incidente. Sí, fue una conmoción... pero seguí jugando como si nada porque nadie, ni yo, se dio cuenta de aquello. Parece ser que perdimos el partido por 2 a 0; que Pastor, jugando de central a mi lado, se mosqueó un montón porque estaba continuamente preguntándole por el resultado; que tuvieron que sacarme del vestuario al final, para ir a recoger la copa de Subcampeones, "¿copa? ¿qué copa? ¿cuánto hemos quedado? ¿contra quién jugábamos?", iba repitiendo por el camino al estrado. Pensaban que estaba bromeando, porque no mostraba ningún otro signo de lesión. Ni siquiera sé en qué momento del partido se produjo. Volví a casa, mi padre se extrañaba de ese comportamiento, comí normalmente, me eché la siesta... Y tras una noche con dolor de cabeza, fui al día siguiente al Dr. Paricio. Me diagnosticó la conmoción, me dio unas pastillas para el dolor de cabeza, y me recomendó una semana, ¡una semana!, en una habitación a oscuras, después de los procedentes encefalogramas, radiografías y demás sistemas de diagnóstico con resultados satisfactorios. Guardo tres espinas como consecuencia de esa lesión. Primera: estábamos en fiestas del barrio y en la verbena había conseguido quedar con una de las chicas más atractivas después de un trabajo arduo y penoso; había quedado con ella al día siguiente en un pub... pero me olvidé, o mejor dicho, no lo recordé, así que se enfadó por el supuesto plantón y me quedé sin posibilidades. Segunda: como consecuencia del susto familiar por esa lesión mis padres reconsideraron su permiso 151 para comprarme una moto y tuve que romper mi palabra con un amigo que iba a vendérmela; entiendo el susto de mis padres, pero ¿qué tenía que ver conducir una moto con jugar al fútbol?, pensé entonces. Y tercera: a pesar de que me recuperé en cuatro días y de que el sábado ya había salido con los amigos, ni mis padres ni Pablo me dejaron jugar el domingo, partido nada más y nada menos que contra el Real Zaragoza en la Ciudad Deportiva, partido que vi desde la grada con bastante rabia al ver cómo perdíamos por 2 a 0 en nuestro debut en Juvenil Preferente... y yo sin participar. En años posteriores, volví a sufrir dos conmociones como la anterior, aunque con menor período de pérdida de memoria. En ninguna observaron los médicos secuelas, pero me queda esa sensación de angustia al ir recuperando el recuerdo poco a poco, como en la tercera, ya casado, que en el primer momento de la consciencia, me trajo imágenes angustiosas de tres años atrás como si fueran las de ese momento, y no recordaba a David, mi segundo hijo, ni el cambio de casa que habíamos realizado. Ni siquiera esa sensación me hizo plantearme dejar de jugar al fútbol. Ya en los partidos previos de esa temporada, con la titularidad y la capitanía, empecé a sentir esa época con importancia. En los entrenamientos, Pablo se fijaba más en mí, dándome la responsabilidad de organizar el sistema defensivo. Sus criterios seguían siendo los mismos que la temporada pasada, pero ahora nos debíamos adaptar entre nosotros, formar equipo. Sin decirlo explícita- 152 mente, sus instrucciones para el orden en defensa se dirigían siempre a mí, como si me convirtiera en su lugarteniente dentro del campo. Si confían en ti (y te ayudan), sobrepasarás todos tus límites. De no haberme cruzado con estos entrenadores, especialmente Sarto y Pablo, no habría conseguido en el campo ni la mitad de mi rendimiento. Sarto tuvo que esperar pacientemente a verlo, tuvo que trabajar algo más (y gritar algo más también), tuvo que dudar muchas veces sobre si depositaba o no su confianza en mí... Creo que ellos quedaron con la satisfacción de que no les defraudé, y yo crecí más rápido sacando cualidades que probablemente se habrían quedado en un almacén oculto de por vida. En cierto modo, me halagaba, porque eso me demostraba confianza, pero también corríamos los dos el riesgo de que fuera una confirmación de fácil titularidad, lo que entonces me suponía una dosis de orgullo, pero que hoy no entiendo del todo aconsejable. En un equipo, establecer distinciones puede provocar envidias y celos con el enrarecimiento del ambiente y su repercusión en los resultados. Pablo sabía manejarlo bien, en los partidillos nos cambiaba de posición, nunca jugábamos titulares contra reservas, sino mezclados... El viernes era fácil intuir quién jugaría desde el principio, pero no se conocía oficialmente hasta que cantaba la alineación antes de entrar al vestuario. Ejercer de capitán me dio ascendencia sobre mis compañeros, algo que me venía muy bien para 153 esa timidez que, no obstante, dentro del campo se transformaba en agresividad, competitividad, deseo de triunfo. Creo que me gané el respeto en el equipo porque en cuanto entraba al vestuario después del partido volvía a ser el mismo, casi escondido entre ellos, menos incluso que "ser uno más". Pensar en el partido se convertía en el único aliciente de la semana. Imaginaba las situaciones, analizaba los resultados, veía las alineaciones del rival en el periódico, calculaba cómo podíamos quedar si ganábamos, sólo si ganábamos, no cabía en mis pensamientos otra conclusión. Fui asumiendo la mentalidad de ganador, a pesar de que aquella temporada no iba a dar para grandes resultados. Comencé a elevar mi autoridad en el campo y llegué a enfrentarme con los porteros de mi equipo en lances donde no coincidíamos: córners, faltas, saques de banda, en los cuales siempre quería quedarme libre de marca, para buscar el balón en cuanto llegara cerca de mí. Potencié la intuición y gané en colocación, deseando que ese pase, ese centro acudiera a mi bota o a mi cabeza para despejar, pararla, pasarla e iniciar el contrataque. Disfrutaba con esa participación en el juego, hasta el punto de abusar en asumir todos los saques de puerta y de falta (Pablo no me dejaba los de banda), buscando la intervención en algún gol a balón parado, ya que en movimiento mi falta de habilidad no me permitía genialidades brillantes, que tanto habría deseado. Alcancé precisión en el pase largo, robando balones atrás, atrayéndolos para que murieran a mis pies y, desde el lugar de recepción, levan- 154 tar la cabeza y encontrar allá a lo lejos, con preferencia en la izquierda, el extremo veloz que recogiera el balón salido de mis botas. Me afiancé en la posición de líbero, que cuadraba con mi ansia de libertad por el campo, eligiendo mi lugar entre las variantes de juego del equipo contrario para impedir su llegada a nuestra portería. La línea defensiva estaba bien compensada. Me movía entre ellos con seguridad, porque mis tres compañeros de línea marcaban con disciplina siguiendo a los delanteros en sus evoluciones y acercaba más o menos a ellos adivinando ese posible desborde que yo tenía que abortar. Aquel año todavía no me atrevía a salir con el balón controlado. Me faltaba ese punto de confianza para ir a buscar el apoyo al centro del campo, donde José Antonio Martín componía nuestra táctica de ataque. Fernando seguía siendo el goleador, arropado por un listo y habilidoso Guti que hizo de aquella temporada un ribete de filigranas para el equipo. Antes de seguir adelante quiero escribir unas líneas sobre nuestro fino enlace de juego entre la defensa y la delantera: José Antonio Martín Escartín. Compartía conmigo sus orígenes lasaliano y “europeo”, aunque en el colegio apenas tuvimos relación porque cursaba dos años por encima de mi edad. Y en el Europa, como en los dos años que compartí en el Silos con él, campaba a su libre albedrío entre jugadores, directivos y entrenadores, como si este mundo no fuera de su incumbencia, como si lo tuviera superado por pruebas anteriores y fuera capaz de transitar por él sólo disfrutando de esa felicidad conti- 155 nuamente discontinua. Era un chico afable, siempre con una sonrisa en los labios, sin estridencias y con una sensibilidad especial que transmitía en su toque de balón, especializado en envíos cruzados a los extremos. Cuando marcaba su regate, parecía un paso de ballet que más deseaba mostrar un lance estético que una jugada futbolística. No le recuerdo ningún tiro a puerta con estrépito ni una carrera feroz en pos de la pelota, se movía como se mueve un cisne que siempre está donde debe estar, para servir a unos y a otros. Fuera del campo, sus alegrías y enfados casi pasaban desapercibidos porque seguro que los guardaba detrás de esa larga sonrisa de boca grande y ojos azules, que transparentaban un alma noble y limpia. Tiempo adelante me enteré que se había convertido en un consumado intérprete de saxofón, ese llanto profundo que alegra y entristece por igual desde las honduras inconfesadas, ese sonido sordo y lúcido que envuelve como el abrazo de un ser amado que no está contigo. José Antonio Martín Escartín falleció diez años más tarde con su vocación en los labios, debido a un exceso de fuego que rimó por unos minutos con el calor de su entraña. José Antonio era integrante de la orquesta que amenizaba una Nochevieja en la discoteca Flying cuando las llamas de un incendio apagaron la diversión... y su vida. Los alicientes de esa temporada hicieron aumentar tanto mi fijación por los partidos, que aquel año, en 3º de BUP, decidí no acudir al viaje de estudios, que debería estudiar el arte multidisciplinar de las tres culturas en Toledo. Aquel domingo jugábamos un partido importan- 156 tísimo y no podía faltar porque mi participación "era fundamental para el equipo". Quizá al hermano Santiago no le pareció tan mal, porque debió sentirse compensado en mi ausencia del viaje con la andadura del equipo del colegio: volvimos a ganar el campeonato interno y también llegamos a semifinales en el Trofeo Europa Donuts, que ya incluía el nuevo balón más pequeñito, algo que no me gustaba nada, porque aumentaba mis nudos con las piernas, y además, cómo justificaba ante Sarto que era bueno darle de puntera. ¡Dios mío, si se enteraba, tan purista él con el golpeo de empeine! De los jugadores del equipo de ese año en Juvenil Preferente, yo era el único de segundo año; había veteranos de último año o novatos de primero. Ninguno de mis compañeros en infantiles había pasado a ese equipo "A", lo que me dejaba un sabor raro, de triunfo por un lado al saberme destacado, pero huérfano por otro. Varios de ellos abandonaron el fútbol federado y otros seguían en el juvenil B, en Segunda. Luego, a la temporada siguiente y en Regionales, volví a jugar con algunos de ellos y demostraron que su nivel había crecido lo suficiente incluso para destacar en una categoría exigente. El punto de madurez no se alcanza en todos al mismo tiempo. Es evidente que las cualidades innatas siempre están presentes, pero no basta con eso para participar al máximo nivel. También influyen aspectos de la personalidad, como saber soportar la presión, la integración en el equipo, el conocimiento de uno mismo, y sobre todo, la constancia en la concentración, que determina la disciplina y el aporte al 157 conjunto. Evolucionar como persona se convierte en fundamental para crecer como jugador. Por otro lado, aquel año, por medio de otro enamorado del fútbol, Juan Luis, preparamos varios partidos informales contra unos acérrimos adversarios de su barrio. Me colé en sus convocatorias para formar equipo a través de un amigo común, que le había hablado maravillas de mí, como buen amigo que era. Con Juan Luis conocí el entusiasmo del directivo principiante, que se mueve por mil y un sitios para conseguir los elementos necesarios para un club de fútbol. No lo consiguió, pero su huella quedó patente más tarde, cuando se incluyó en otra directiva constituida que aprovechó todos sus conocimientos adquiridos autónomamente. La vocación de dirigente también se nota desde pequeño. Una de sus ilusiones era jugar un partido de fútbol en un campo de césped, y ya he dicho que había poquísimos en Zaragoza. Normalmente, sus contactos estaban en Villanueva de Gállego y allí que íbamos a disputar esos aguerridos partidos contra un equipo del pueblo. Un año de aquellos, cuando llegábamos hacia el campo de tierra, vimos unas tapias recién pintadas. –Es el nuevo campo del pueblo –nos informó un lugareño que pululaba por allí con su tractor. Rápidamente, Juan Luis saltó para asomarse y comprobar esa información. –¡Eh, chico!, esto es una maravilla, una alfombra verde. Venid, no os lo perdáis. ¡Qué maravilla sería poder pegar unas pataditas por ahí! 158 Ni corto ni perezoso, saltó al otro lado y desde allí, gritaba: –¡Vamos, saltad! Y echadme un balón. Jugaremos hoy aquí. El campo aún no había sido inaugurado oficialmente, estaba sin marcar, pero el césped húmedo daba esa sensación de alfombra lisa, suave, sedosa. Le hicimos caso unos cuantos más atrevidos, con balón, y nos pegamos un buen rato tirando a puerta, revolcándonos por el suelo, resbalando en la hierba, como unos niños que acababan de descubrir el mejor juego del mundo. En la Liga, habíamos ido muy renqueantes en toda la temporada, más bien en los últimos puestos aunque nunca en lugares de descenso, pero ahí, casi colándonos entre los destinados al fracaso. Resultaba difícil consolidarse en la categoría, y más cuando muchos de los jugadores de último año iban perdiendo la ilusión y dejándonos con el balón en curso, desnudos y sin arropar. Por una parte no era del todo malo, porque así iban asentándose en la Preferente los muchachos que subían del equipo infantil, preludio de la conformación de un buen conjunto para el año siguiente... pero había que mantenerse. Jugábamos en casa contra el Ahinko, un equipo del Arrabal, que destacaba por su combatividad. Estábamos en las postrimerías de la Liga y ambos andábamos por los puestos peligrosos. En sus filas jugaba un muchacho de líbero, que siempre me había llamado la atención por su seguridad y estilo. Por eso los partidos contra ellos tenían especial sentido para mí, porque así podía fijarme en sus maneras. 159 El encuentro resultó muy bronco, sin goles, todos atenazados por la obligatoriedad de ganar, pues los dos puntos nos daban casi segura la permanencia a cualquiera de nosotros. En cambio, el empate sólo servía para seguir sufriendo. Quedaban cinco minutos para el final del partido. Una internada por la derecha de Guti, después de dos regates en velocidad, lo colocó dentro del área frente a ese líbero que le superaba veinte centímetros en altura. Habilidad frente a fuerza... y ganó la habilidad porque sonó el pitido del árbitro indicando penalti. ¡Qué momento de tensión! ¿Quién lo iba a tirar? Pablo se había quedado mudo en la banda. Todos lo mirábamos. Nadie se decidía a ir a por el balón. Por dentro, me bullía el reto, los nervios, el deseo de ganar... y levanté la mano diciéndole con el gesto: “Yo, yo lo tiro”, rememorando mis peripecias en aquel pasillo en Párvulos. Quise dar sensación de tranquilidad, me acerqué pausadamente al balón, lo acaricié, lo levanté... Con él en la mano, miré fijamente al portero, un muchacho bajo de estatura, pero que había dado muestras de gran agilidad. Sin dejar de mirarle a los ojos, apoyé el balón en el punto de penalti y me fui dos pasos para atrás. Volví a acercarme, lo coloqué, aplané la tierra por el lugar donde debería pasar mi pie... Me giré de espaldas al portero y caminé hasta la media luna del área. Cuando de nuevo tuve toda la portería delante de mis ojos, me parecía que su anchura apenas llegaba al metro y medio, que el portero había crecido hasta cerrar todos los huecos con su cuerpo. Pero no había tiempo para titubear, me armé de valor, corrí como un poseso 160 hacia la pelota y la golpeé con la mayor fuerza posible, hacia el centro de la portería, esperando que esa agilidad del portero le llevara a tirarse a un lado esas décimas de segundo antes de que saliera el disparo. Así fue y... al levantar la vista, vi como el balón hacía un extraño y volaba por detrás de la portería... pero después de haberse colado por un agujero en el centro de la red. ¡Goooooooooooool! Toda la tensión del equipo se descargó en abrazos, tirones de pelo, palmadas en la cara y en la espalda. Pablo, algo menos hierático que su habitual expresión, me felicitó desde la banda con el pulgar levantado, segundos antes de comenzar a dar instrucciones para reordenarnos. En seguida salí del éxtasis y extendí sus gritos hacia todo el equipo, que se disciplinó de inmediato. Aguantamos esos minutos con toda la alegría contenida... y con el pitido final celebramos... que nos manteníamos en Juvenil Preferente. En los momentos de riesgo hay que asumir responsabilidades. Para lanzar este penalti, tomé una decisión instintiva, pero seguro que aquella experiencia en párvulos tuvo mucho que ver. En este instante, fue esencial que me fuera hacia el balón, pero si no lo hubiera practicado antes, probablemente la duda me habría paralizado. ¿Y si hubiera fallado? Ni siquiera pasó por mi imaginación, no tuve tiempo. Acerté y me sentí después con una fuerza insuperable. La directiva se sintió satisfecha con el resultado, aunque algunas voces clamaban porque según su opinión 161 debíamos haber estado más arriba. Quienes así hablaban nunca esgrimían argumentos de peso, sino simplemente expresaban indirectamente enfados o desacuerdos con tal o cual opositor en la Junta. Entre quienes recuerdo sin una mala cara y con una entrega total se encontraba el matrimonio Lázaro Cobos, curiosamente más conocido por el segundo que por el primer apellido. El marido era Luis Lázaro y la mujer, Pepa Cobos. Poco a poco se habían integrado en ese elenco de participantes desinteresados que pugnaban en la sombra para que el C.D. Santo Domingo de Silos se hiciera un nombre en la ciudad. Su excusa, como la de tantos, se basaba en que su hijo José Luis jugaba con nosotros. José Luis era un buen lateral zurdo, lleno de fuerza y muy seguro en el marcaje. Su padre, un encanto de persona que atendía por igual a cada uno de nosotros en cada necesidad que le contaras. Su madre, una forofa empedernida que se dejaba la voz en cada partido. Naturalmente, cantaban con voz alta las excelencias de su hijo, pero no hacían ninguna diferencia cuando se trataba de ponderar las virtudes de cualquier miembro del equipo y de cualquier equipo que llevara los colores del Silos. Cuando tuvimos campo propio, les asignaron labores concretas: Luis llevaba el bar y Pepa lavaba los equipajes, siempre con esa diligencia que no podía justificarse sólo con la recompensa económica, sino con algo que da pudor en este ambiente masculino llamar cariño y ternura. Salían continuamente de su boca frases que, quizá no fueran del todo verdad, te colocaban en la mira de uno u otro ojeador que deseaba ficharte para un 162 equipo destacado. Un día me hicieron soñar tan alto... “Te está siguiendo Ansodi, ¿sabes? En este próximo partido lo vas a tener observándote, nada menos que con Grosso, que ha venido de propio aquí para llevarse tres jugadores... y uno serás tú, seguro”. Jugábamos contra el Boscos y cada vez que tocaba el balón recordaba esa confidencia. Extrañamente, jugué sin nervios y redondeé un buen partido... aunque perdimos. También me colocaron en el ojo del Atlético de Madrid y del Real Zaragoza. No sabré nunca si fue verdad... ¡pero qué sueño tan hermoso! El reconocimiento no es sólo pagar o premiar. Las emociones se canalizan positivamente con un simple apretón de manos, con una palmada en la espalda, con una felicitación privada o pública, con un coro de chicos jaleando tu nombre.... con un deseo de que te vaya bien ¡Cuántas veces olvidamos reforzar conductas con estas acciones tan simples, qué poco cuestan y cuanto rédito nos regalan! ¿Debía considerarse un éxito nuestra clasificación final? Quizá sí, pero la pregunta era capciosa, porque pretendía una respuesta a cuestión distinta. ¿Tendríamos ese año cena de fin de temporada con trofeos? Esa era la duda entre los componentes de la plantilla, que más deseábamos el evento lúdico que el deportivo. Tardamos en conocer la contestación, porque se gestaban movimientos extraños en torno a la directiva. Había silencios misteriosos, ansiedades... que se tradujeron en una importante decisión que contaré en el capítulo siguiente. En 163 cualquier caso, no significó la renuncia a la celebración y tampoco a la de compra de trofeos, pero sí hubo cierta repercusión económica. En lugar de cenar en un restaurante, como en el año anterior, se decidió convocarla en el comedor del colegio, lugar que no convencía mucho a los jugadores—alumnos, pues estaban seguros de que don Julián Matute andaría por allí cerca, vigilando, y no podrían expansionarse lo aconsejable en estos eventos de juerga y bebida. Don Julián Matute, como fundador, ejercía de director, censor, castigador, veedor, escribidor, rezador... etcétera, etcétera, del colegio diocesano Santo Domingo de Silos. Hombre de baja estatura, pelo blanco muy rapado, gafas de montura gruesa con cristal oscuro y sotana tradicional, negra negra, con el alzacuello correspondiente. Corrían diferentes versiones sobre su catadura, desde las beatificadoras hasta las condenatorias, pero lo cierto era que nadie lo movía de su posición ni de su actitud, siempre paternalista al uso del clero de su tiempo, matizada con ese aire de “hombre de negro” que igual podía servir para ilustrar un panfleto nazi que un boletín de orden religiosa. Habitualmente, se movía por el colegio observando a los chavales, unos decían que con cariño, otros que con atracción excesiva, rayando en los límites de pecado capital. Yo no le daba mucho crédito a esos rumores, porque su aspecto y comportamiento condicionaban las opiniones. La única realidad que conocía era su mal genio cuando un balón caía por sus aledaños. En fin, que cumplía ese papel ajustado a su época de personaje oscuro y temido, que no descuadraría como sustituto 164 del “hombre del saco”. Tenían razón quienes auguraban esa presencia del “blackman” en la cena. Se paseó por allí y nos saludó afablemente en un momento previo. No se quedó porque para él ese horario se salía de sus costumbres. Su presencia fue seguida con expectación por los muchachos y con servilismo por los directivos y entrenadores. Cuando salió por la puerta, casi se produjo un huracán con los suspiros contenidos. Comenzó la celebración, con comentarios sobre la temporada, los resultados... y rumores sobre la asignación de los trofeos y de lo nuevo para la próxima temporada (se anticipaba algo importante). En mi caso, miraba con ansia y expectación las copas depositadas detrás de la mesa presidencial. Recordaba mi promesa silenciosa del año anterior, deseando poder levantar alguna de ellas. Confiaba en las designaciones de Pablo, pero también sabía que no sólo él decidía. Además, en la directiva había padres de jugadores, cuya influencia podía generar una decisión sesgada hacia sus hijos. Cuando llegó el turno a nuestro equipo, quedaban sobre la mesa tres grandes copas, con su chapa correspondiente. Los directivos que más nos habían acompañado en la temporada se pusieron en pie y Pina dio una pequeña charla sobre nuestra consolidación en Preferente, felicitó a Pablo, bla, bla, bla... Se me comían los nervios. El primer trofeo fue para... Javi Serra... nuestro lateral derecho, veterano, hábil con el balón en los pies y contundente con los delanteros. 165 Otro trofeo fue para... Guti... el delantero habilidoso, que aun siendo su primer año en juveniles, había roto cinturas de defensas más curtidos. Y el que restaba fue para... José Antonio Prades, por su combatividad, entrega y ejercicio sabio de la capitanía. Cuando escuché el aplauso, ya no vi a nadie. Me inundé de vergüenza y mirando sin mirar al estrado, me levanté para ir a recoger la copa. Allí me encontré con Quique Pérez y su bigote de Fu–Manchú esperándome sonriente con el trofeo en la mano. Le di la mano. Ya no oía nada. Por inercia, mostré el galardón al público y con la cabeza gacha volví a mi sitio por el pasillo lateral. Había esperado ese momento incluso con exigencia, casi con derecho divino, lo había deseado desde años atrás... y, sin embargo, cuando sucedió, me vine abajo con una sensación de ridículo que rayaba en el esperpento. Mis compañeros de mesa cogieron la copa, la miraron de arriba a abajo, la izaron como si fuera también su triunfo y supongo que mi rostro irradió un color tan rojo como el de aquella camiseta del equipo de Larrinaga. Pero aún tuve que soportar algo más. Se hizo un silencio solicitado por Pina. –Tenemos una sorpresa añadida. Como sabéis, el Zaragoza Deportiva impulsa una Challenge Promesas, donde puntúan las actuaciones de todos los jugadores de la Juvenil Preferente. Algunos de vosotros habéis sido incluidos en ella. Y Pablo Valdés, en su condición de colaborador ha solicitado al periódico que galardone al mejor clasificado de nuestro equipo como gran promesa del fút- 166 bol aragonés. Así que Pablo, por favor, acércate... Pablo se colocó al lado de Pina con un trofeo en la mano. –Vamos, Pablo, el agraciado es... Y el entrenador, con una voz que salió de ultratumba y que sólo escucharon con claridad los de las mesas delanteras, pronunció: –José Antonio Prades Ja. ¿Y dónde quedaba ahora mi vergüenza? Porque aquello sí era destacado, se basaba en criterios matemáticos, en observación continua durante toda la temporada. El aplauso fue más ensordecedor que antes y sólo iba dirigido a mí. Tardé varios segundos en reaccionar. Los chicos de alrededor me animaban a levantarme, pero no podía, mis fuerzas se habían anquilosado con la emoción. Cuando arranqué, distinguí a gran cantidad de los asistentes aplaudir de pie mientras me acercaba al estrado. Al menos, no me pidieron unas palabras. José Antonio Marina dice que debemos socializar las oportunidades y jerarquizar los méritos. Habla de equidad, de ayudar a que todos tengamos la línea de salida en el mismo lugar... Pero, empezada la carrera, las capacidades y los esfuerzos deben regir los premios. De los dos trofeos, todavía miro con más satisfacción el segundo. La decisión de otorgármelo fue más equitativa (no quiero escribir justa, porque "justicia" me parece un término para aspectos de más enjundia). Sentí que valoraba mejor mis méritos porque existió un sistema 167 de medición que, si bien no era objetivo porque se basaba también en opiniones, al menos intentaba comparaciones que tienden a la objetividad. Pablo, con esa sonrisa tan costosa, me dio un fuerte apretón de manos, mientras se acercaba a mi oído: –Enhorabuena. Estoy seguro de que no va a ser flor de una temporada. 168 De pie: Marcos Chavarrías, Javi Serra, Pastor, Prades, Hualda, Soria Agachados: Guti, Martín II, Martín I, Carlos Juan, Ansón 169 VI.– El año clave (1978/79) En julio de aquel año, toda la familia nos fuimos de vacaciones a Lloret de Mar. Nos acompañaban matrimonios amigos que, a su vez, tenían dos hijos que eran compañeros míos de curso. Ocurrió una anécdota curiosa, que quizá anticipaba lo próximo a ocurrir durante la nueva temporada. En el hotel, había unas mesas de ping— pong y jugábamos cada día. Al principio, los dos compañeros me ganaban todos los partidos, lo que me provocaba una rabia intensa. Intentaba que no lo notaran, les felicitaba y reía con ellos... pero por dentro estaba deseando volver a jugar, y jugar y jugar para vencerles. Los dos últimos días lo conseguí y me sentí pleno. No hice uso de las mismas ironías que ellos hacían al principio, dejé la ostentación fuera y disfruté del triunfo yo solo. Descubrir aquel sentido de la competitividad tan acusado, junto con los dos trofeos del fin de temporada, me llevó a esta nueva Liga con hambre de jugar y ganar. Iba conociéndome mejor y estaba contento con lo que encontraba, aunque por fuera aún me faltaban muchos defectos que superar. Era consciente de que debía ser mi año, porque de los resultados saldrían ofertas para equipos de regional, o quién sabe si de Tercera o Segunda División. Esperé ansioso a que llegara la convocatoria para comenzar la pretemporada. En el primer día, nos encontramos con dos noveda- 170 des importantes, la primera gestada en los meses de abril y mayo, tal como intuíamos en los preparativos de la cena. Laborda, el presidente del Juventud, había abandonado la presidencia del club. Su labor llevó al equipo a altas cotas de éxito, pero que su hijo dejara de jugar le quitó el aliciente por esta faceta. Lo negativo era que estas cosas suelen suceden en momentos de fracaso, y ese año habían descendido de la Liga Nacional. Pero la directiva consiguió fruto de unas gestiones para fusionarse con el Santo Domingo, equipo de regionales. Qué paradoja, nuestro rival —tomó el nombre de Santo Domingo Juventud— se llamaba ahora casi como nosotros y se rumoreó que iba a abandonar su campo tan coqueto… entonces ¿qué iba a ser de él? Pues ahí el desquite del que he hablado antes. Lo compró la Obra Diocesana Santo Domingo de Silos. ¡Sí!, íbamos a ser locales en la antigua casa de nuestro más directo rival. Por fin dejábamos el Rodel, sin luz artificial, con aquellos vestuarios cutres... para disfrutar de unas instalaciones acordes con una práctica deportiva, con duchas en condiciones, mobiliario adecuado, vallas alrededor, un bar para tomar el aperitivo en el descanso, cuatro columnas de focos para los entrenamientos nocturnos... en fin, una preciosidad para nuestras ínfulas de juveniles y para "cargar" a los colegas. En realidad, algo echamos de menos el Rodel, porque su terreno era más blando, con una tierra de labor que bien aplanada absorbía mejor el agua que el nuevo campo. Después de aquella temporada, el colegio invirtió bastante dinero en aquellas instalaciones, ampliando el terreno 171 con solares colindantes. Construyeron un nuevo campo al lado, más pequeño, pero con una pista de atletismo alrededor y una grada detrás de una portería, y también ampliaron y mejoraron los vestuarios. Estas decisiones eran debidas a una apuesta del colegio por potenciar el fútbol y el deporte en general. En un momento posterior, llegamos a presentar ocho equipos alevines en la liga federada, haciéndome entrenador de uno de ellos, junto a mi amigo Jesús Ángel y mi cuñado Manuel. Hoy en día, el tercer cinturón, la Z–30 zaragozana, se ha comido parte de la cancha primigenia (ahora es de fútbol 7), pero sigue siendo uno de los campos más coquetos de la ciudad. Y la segunda novedad, algo más dolorosa... Pablo Valdés había dejado el club. No nos dieron ninguna explicación concreta. Sus dos años en el equipo habían hecho que concluyera su gran labor de asentamiento, que ahora no tenía continuidad. Surgieron rumores de todo tipo, pero los más consistentes hablaban de desavenencias con la directiva. Dado el carácter serio y cerrado de Pablo, y que además no cobraba por esta actividad, es de suponer que si su criterio no era aceptado dimitiera antes que estar a disgusto. En las primeras semanas nos entrenó Sarto, de lo que me alegré al poder compartir con él ese nuevo reto. Pero quedó patente que lo suyo eran alevines o benjamines, porque su forma de trato no se ajustaba a muchachos más crecidos que sabían plantar cara a unas maneras de mando que rayaban en el límite de lo correcto. 172 A dos semanas de comenzar la temporada, ya contábamos con nuevo entrenador: Emilio Muñoz. Emilio comenzó su tarea como observador de nuestras evoluciones en el torneo de pretemporada del Santo Domingo Juventud, en el cual nos enfrentamos en la final al equipo anfitrión, como no podía ser menos con los antecedentes de otras temporadas. El partido traía dos connotaciones que superaban el ambiente del mero enfrentamiento: nuestra compra de su anterior campo y su descenso a la categoría donde jugábamos nosotros, por lo que se anticipaba un encuentro bronco y a cara de perro; su resultado iba a condicionar muchas conversaciones de café hasta el próximo desafío en la liga. Y respondió a lo esperado. Jugamos de igual a igual con lances que hacían saltar chispas, protestas al árbitro, gritos, la grada caldeada... Contribuí a todo eso porque me encontraba especialmente motivado. Aunque yo no vivía en el barrio y por lo tanto me eran ajenas muchas de las rencillas con los jugadores, estuve siempre contagiado de ese pique desde infantiles. Por otro lado, en la banda ya se encontraba Emilio y quería demostrarle mis cualidades, no deseaba perder la titularidad... La igualdad se concretó en un final con empate después de la prórroga. Tocaban penaltis, una nueva experiencia. El campo era un clamor. Los capitanes nos reunimos con el árbitro en el centro del campo para sortear la portería donde los lanzaríamos. Llevaba órdenes de Sarto para elegir la misma donde habíamos terminado la prórroga, con el fin de que Simón, nuestro portero, mantuviera mejor la ubicación. Pude 173 escoger y atendí las instrucciones del entrenador, que ahora debía decidir quién ejecutaba los penaltis. Me encontraba muy dudoso sobre si sería capaz de tirar uno de ellos, pero el recuerdo del último del año anterior me daba confianza. Con Pablo habíamos practicado a lo largo de la temporada pasada y tenía en mente sus recomendaciones: cruzado al lado contrario de la pierna de disparo, raso y dirigido al hierro que sujetaba la red. Me tocó el tercero de la serie. El primero fue José Luis Soria, nuestro lateral izquierdo, que se concentró en pocos segundos, colocó el balón sin afectaciones y largó un zurdazo que sólo pudo detener la red. Los contrarios también habían marcado el suyo, así que pasamos al segundo. Volvieron a marcarlo a pesar de que Simón rozó la pelota. Villa, nuestro canalizador de juego, se dispuso a lanzar. Sabía que lo haría muy fino y colocado. Acerté, pero Arturo, el portero del Santo Domingo Juventud, con sus buenos reflejos, aunque moviéndose antes de tiempo, logró una excelente estirada que le llevó hasta el balón para despejarlo. Me encaré con el árbitro, le protesté la jugada, pero su mirada de fuego me obligó a callarme, mientras nuestros hinchas le proferían agradables recuerdos para su familia. Llegaba mi turno, para lo cual aquella protesta no fue del todo aconsejable porque me había alterado. Respiré hondo con la pelota en la mano y miré a Arturo. Arturo era un muchacho alegre y muy divertido, con el que había tenido buenos ratos en los bares del barrio. Nos llevábamos bien en nuestra rivalidad que nunca pasaba de las bromas típicas. Me sonrió como diciendo: "Ya 174 ves, también te lo voy a parar". No le devolví la sonrisa para concentrarme en el modo de lanzárselo y hacerle morder el polvo. Enseguida lo tuve claro... olvidándome de Pablo. Si volvía a moverse antes de tiempo, una "paradinha" era el recurso apropiado. Entonces sí sonreí, seguro de que la pelota iba a entrar de una manera que luego me daría argumentos para bromear con él. Fui unos pasos atrás, más de lo necesario y, antes de iniciar la carrera, vacilé algo... era la primera vez que intentaba esa acción... pero me lancé hacia delante con toda la fuerza... y frené la pierna antes de darle al balón. Como estaba previsto, Arturo saltó hacia su derecha como si de un paso de baile se tratara. Aún pude ver su cara de asombro previa al costalazo contra el suelo. Justo cuando tomaba contacto con la tierra, golpeé la pelota con el interior, suavemente, con mansedumbre, ajustada al palo derecho... y entró. Miré un momento a Arturo, al que su vehemencia le hizo golpear el poste con el puño, y me giré hacia el centro para saltar levantando el puño en señal de triunfo. En realidad, de poco sirvió, porque ellos marcaron los restantes y se llevaron el trofeo. Arturo tuvo argumentos para que su mordedura de polvo no fuera tan caótica, porque al fin y al cabo, el penalti que detuvo le dio el triunfo a su equipo. Por lo tanto, recibí la copa de Subcampeón del torneo, esta vez con plena consciencia del acto. Emilio comenzó su labor de forma muy distinta a Pablo. Su carácter era mucho más abierto, charlaba con 175 nosotros y mostraba un buen conocimiento de las fortalezas y debilidades de los muchachos de nuestra edad. Incluso más adelante, bromeábamos con él, porque Félix Gaña, nuestro centrocampista guerrero y compañero suyo de trabajo, nos contó algunas curiosidades de Emilio. "Anda, Emilio, que no disfrutarás poco siendo el jefe de más de veinte mujeres. Seguro que ligas un montón, y siendo el mandamás…". Sus tácticas eran mucho más abiertas que las de Pablo, le gustaba dejar la imaginación a nuestro aire, lo que no significaba que dejara de preparar los partidos. Tenía un toque muy original para mostrarnos los movimientos previstos. No usaba pizarra, se agachaba en cuclillas en medio del vestuario, sacaba su monedero en forma de taco, cogía unas cuantas monedas preparadas al efecto y adjudicaba nuestra personalidad a los “duros” y la de nuestros rivales a las pesetas. El impacto psicológico de superioridad causaba sus efectos, pues siempre nos parecía que valíamos cinco veces más que los adversarios. Cada maestrillo tiene su librillo. Y ningún librillo es bueno ni malo en sí. Son los resultados los que marcan la efectividad. En el caso del fútbol cantera (más unos cuantos parecidos en la vida), los resultados no sólo se miden por la clasificación a fin de temporada. Ver a largo plazo es fundamental para que la tarea tenga consistencia. El acierto estriba en proponer objetivos cuyos métodos para conseguirlos no perjudiquen el desarrollo hacia el futuro. Por ejemplo, promover ciertas formas para ganar partidos podría ir en contra del proceso educacional de los muchachos. 176 En el primer partido, comprobé que me convertía también en su hombre de confianza, porque me mantuvo como titular y capitán del equipo, además de llenarme de instrucciones para transmitir a mis compañeros. La directiva nos alentaba para que consiguiéramos el ascenso a Liga Nacional, pero Emilio, buen conocedor de los requisitos necesarios, fruncía el ceño a escondidas, porque no las tenía todas consigo. Para el primer partido contamos con un fichaje especial, Roberto, guardameta que nos traía dos características llamativas. Provenía del Santo Domingo Juventud porque se había cansado de ser el eterno suplente de Arturo y quería demostrar sus cualidades en su último año de juvenil. Esto le daba un aura especial y lo recibimos con buenas vibraciones por aquello de que se lo habíamos quitado al rival. Y me queda la segunda característica de Roberto, nada desdeñable por cierto. Su segunda actividad deportiva era... el boxeo. Era boxeador y así lo demostraba su aspecto, fornido como ninguno de nosotros y un rostro aguerrido que amedrentaba a quien tuviera a su lado, especialmente a los delanteros contrarios... y a algún compañero. Casi es obvio contar que su especialidad era el despeje de puños. Ahora bien, debajo de ese aspecto rudo, se alojaba un corazón generoso y bonachón. Debutó en ese primer encuentro con excelentes resultados: casi no tocó el balón porque ganamos en casa holgadamente, lo que aumentó las expectativas de nuestra directiva en ese deambular hacia el ascenso. 177 Pero llegó el segundo partido, contra el Montecarlo, un equipo que no debía ser un rival directo para nuestras aspiraciones. No podíamos comenzar mejor, con penalti a nuestro favor. Emilio decidió rápido que lo lanzara yo. Asumí la responsabilidad con confianza, sobre todo recordando mi enfrentamiento con Arturo. Esta vez no dudé en la estrategia del disparo, igual que la vez anterior, con "paradinha". Ahí que me planté delante del balón, los pasitos hacia atrás, el arranque, la parada... y el portero no se movió... ¿Qué hacía entonces? Me quedé totalmente desorientado, golpeé con el interior, hacia mi derecha, ahora buscando la escuadra para que si el portero se lanzaba hacia allí no pudiera alcanzar el balón. Y salió bien dirigido... hacia la grada. Se marchó fuera, con el consiguiente enfado de Emilio, mío y de todo el equipo. En fin, quedaba tiempo por delante, pero, quizá por esa jugada tan desafortunada, jugamos totalmente descentrados y terminamos el partido con 2 a 1 en contra. El tercer partido tuvo igual resultado a nuestro favor, pero con susto: otro penalti errado... y de mis botas. Esa vez no decidió Emilio el lanzador, sino que yo mismo me fui a por el balón. Quería superar el fallo del anterior partido. Y alejé "paradinhas" y otras técnicas de salón. Iba a tirarlo como Dios manda, a mi izquierda, fuerte y raso, hacia el hierro trasero. No sé si iba bien dirigido, porque el portero se lanzó hacia ese lado y despejó el balón. Ya no volví a tirar ningún penalti hasta que no hubo más remedio, en un torneo a final de temporada, en el que habíamos empatado al final de los cinco lanzamientos y 178 no quedaban más jugadores con la confianza de Emilio. Entonces, parafraseando a Neeskens, lo quise tirar fuerte y por el centro, como aquel contra el Ahinko. Se marchó hacia las nubes sin encontrar la red. La inercia de la carrera me llevó al vestuario de la mano de la pura vergüenza. A pesar del fracaso, con cierto período de duelo por el medio, seguí insistiendo. En regionales, volví a tirar penaltis con mejor fortuna, después de que el siguiente que lancé nos dio un trofeo de verano. Si después de fallar el primer penalti me hubiera replegado en el miedo al error, no habría crecido más para este lance del juego. Los errores se convierten en el mejor apoyo formativo si se enfocan como autocrítica, si los analizas para no repetirlos y si repites las acciones para probarte de nuevo. La experiencia no son las cosas que hemos vivido, sino las que hemos reflexionado... y si es sobre los errores, mucho mejor. En el lanzamiento de faltas, me costó encontrar esa temporada el toque necesario para que la pelota besara la red. Con varias jornadas de campeonato, en el partido contra el Arenas, el árbitro pitó una falta a nuestro favor en la banda izquierda, fuera del área, a unos dos metros de la línea de fondo. Con una barrera de dos contrarios y el portero algo desplazado hacia el palo largo, vislumbré una posibilidad de gol si lograba alcanzar el palo corto por alto. La pelota me salió muy fina del pie, se elevó por encima de la barrera y entró por la escuadra prevista. Salté como un poseso con los dos brazos en alto, gritando 179 el gol con pasión tan exagerada que hasta mis compañeros se extrañaron. Les contesté: "Hacía mucho que no marcaba de falta". Y esa sensación acumulada por dentro, tras los fallos con los penaltis, estalló en ese grito desbocado. Ganamos por 1 a 0. Después de ese momento, mi estilo de lanzamiento se fue afianzando con la ayuda de Emilio. Fui descubriendo mi mejor manera de golpear a la pelota para combinar fuerza con precisión. Conseguí descubrir que darle con la parte delantera interior me proporcionaba una mayor seguridad. Por otro lado, nunca me salía un tiro raso, sino alto, por encima de la barrera, con parábola, para buscar el ángulo que el portero dejaba más desguarnecido. Lo ensayé varias veces en los entrenamientos, pero curiosamente no acertaba igual si no tenía barrera delante. Mi punto de mira pasaba por las cabezas de los adversarios. Al conocer mejor esas cualidades, pude ir progresando con más rapidez y confianza. Me afiancé en la posición de libre. Abusaba tanto de mi sentido de la colocación que llegué a exigir con excesiva vehemencia a mis centrales la seguridad en el marcaje. Se incorporó con nosotros Bitrián, que había dejado el Zaragoza. Traía una personalidad acusada y tuvimos algunos encontronazos. No obstante, sus características se compenetraban bien con las mías, así que pronto conseguimos un tándem efectivo. Más adelante, también hice pareja en el centro de la defensa con Villanueva, y con él me entendía mejor porque era un marcador mucho más férreo, cualidad que me dejaba a mis anchas para pulular liberado por todo el ámbito defensivo. 180 La arrogancia no sirve para nada. Nadie es imprescindible para ninguna actividad y la posición de autoridad no justifica decisiones autoritarias. Siempre da mejor resultado buscar el convencimiento y solicitar la cooperación. Buscaba que los centrales conjugaran sus cualidades conmigo, pero también había un deseo oculto: jugar más cómodo según mis apetencias. Prefería sacrificar el estilo de un compañero para adaptarlo al mío que modificar mis tareas en el campo. Si hubiera insistido en este comportamiento, sólo habría conseguido que ellos se apartaran o que no dieran todo su potencial al equipo. Poco a poco, colaboraba más en tareas de ataque, sobre todo cuando recuperaba balones que antes despejaba y ahora ya controlaba para iniciar la jugada desde atrás apoyándome con los centrocampistas. Me arriesgaba a buscar la llegada al área y así poder aprovechar mi disparo desde lejos. También me gustaba jugar contra equipos que practicaban la táctica del fuera de juego, porque en cuanto los "cerebros" del equipo veían mi salida hacia delante con velocidad, lanzaban un pase largo que siempre provocaba peligro con mi llegada desde atrás y los defensas contrarios saliendo de su posición. Como capitán, mi labor cobraba más relevancia. Era mi último año de juveniles, por lo tanto, también ejercía como veterano. Emilio se apoyaba en un jugador de cada línea para organizar las posiciones. Conmigo siempre 181 charlaba de cómo le gustaría jugar cada partido. Luego, dentro del campo, aseguraba que nuestras posiciones se mantuvieran. Trabajábamos los relevos y desde atrás yo tenía la visión ideal para comprobar que siempre cada uno tenía las espaldas cubiertas ante un posible contraataque. Consolidé mi actitud hacia los árbitros, dirigiéndome a ellos muy a menudo, aunque con respeto en cada ocasión. Siempre tuve a gala que no había sido expulsado y ni siquiera había dejado de jugar por acumulación de amonestaciones. Además, ya iba conociendo a todos los colegiados después de tres temporadas en esta categoría y conseguí cierta relación con ellos. Por cierto, una curiosidad de mi labor como capitán era que debía presenciar el sorteo del campo con la típica moneda. Como ya he contado lo de la miopía, será fácil deducir que no podía ver el resultado del lanzamiento, así que desarrollé mi propia estrategia. Nunca me agachaba y dejaba que los otros dos participantes, árbitro y otro capitán, cantaran cara o cruz. No podré saber si alguna vez me engañaron. Ese año también jugaba con nosotros un juvenil de primer año, José Luis Garcés, un excelente delantero que cubrió a la perfección la baja de Fernando. Con él quise cumplir aquella faceta que cumplieron conmigo otros jugadores en la temporada de inicio. Hice el papel de tutor, aunque no fue necesario mucho tiempo, porque se adaptó en seguida a nosotros, con un grado avanzado de madurez. De todos modos, me sentí a gusto en ese papel, porque además de entenderlo como obligación, también devolvía parte de lo que me habían dado a mí. 182 La persona que menos nos imaginemos es capaz de convertirse en un tutor, profesor, maestro (recuerdo a Pascualín)... Si alguien se preocupa de nosotros sin tener la obligación de hacerlo (y viceversa si somos nosotros los que ejercemos ese papel), se produce una relación que multiplica los resultados. “Enseñar al que no sabe” eleva mayor aportación cuando se produce de manera espontánea... por eso, nunca hay que descuidar esa frase, ese detalle, ese consejo, esa recomendación... cualquiera es capaz de transmitir una enseñanza tan valiosa como una carrera completa. La temporada resultó bastante dura. Las exigencias de la directiva, que soñaba con un resultado excepcional, nos colocaba demasiada presión sobre el equipo. Emilio lograba apaciguarla casi siempre, pero en cuanto nos acercábamos a la cabeza, crecían las exigencias, a pesar de que teníamos dos rivales de excepción, y dos eran las plazas para el ascenso. Además, los dos eran adversarios con solera en enfrentamientos destacados: el Stadium Casablanca y el Santo Domingo Juventud. El partido que jugamos de locales con este último resultó muy especial porque ellos volvían como visitantes a la que había sido su casa. Y se fueron ganadores. Perdimos los dos partidos contra ellos y se iban escapando nuestras opciones al ascenso. Su equipo era muy fuerte y se había conjuntado muy bien. Los cuatro partidos con estos dos equipos fueron de los que hacen afición, los que merece la pena jugar 183 por encima de todo, competidos, aguerridos, con resultado incierto hasta el final. Quedamos los terceros en aquel campeonato y no ascendimos, cumpliendo aquel pronóstico callado de Emilio y frustrando los deseos de una directiva enardecida. Hacia el final de temporada, volvimos a las despedidas de jugadores que cedían en su afición al fútbol exigente y dejaban el club. Uno de ellos, Juanjo Andrés, "Puskas", apodo que le identificó en el equipo, era el único compañero que quedaba en el equipo del aquel extinto Europa. Aquel año fue el primero y último que jugaba con él, pero esa procedencia me hizo sentir especialmente su renuncia a seguir jugando. En este caso, la causa nacía en su trabajo que le impedía entrenar en los horarios establecidos. Por otro lado, Carlos Sanz alegaba una razón muy distinta, pero ligada al fútbol. Había disfrutado informalmente de su nueva vocación en algunos partidos, pero ahora, ya consolidada, debía dejar de actuar como jugador. Quería ser árbitro. Me resultaba chocante verlo con el uniforme negro en lugar del blanco. Con su habitual deje de ironía, decía que dando patadas al balón no se veía futuro, así que pensaba probar soplando el silbato. Carlos se afilió al Colegio Aragonés de Árbitros y me fui informando de sus logros en Tercera División o su labor como auxiliar en algunos partidos de Primera, aunque en mis conversaciones con él siempre se quejaba del exceso de fijación para las decisiones de promoción en la actividad profesional o estudios universitarios de los árbitros, obviando los informes de los técnicos federativos. Tam- 184 bién Manolo Bitrián emitía sus cantos de despedida, fundamentalmente por cansancio, y le intuía que por frustración después de haber saboreado un posible futuro halagüeño en las filas del Zaragoza. Manolo terminó con nosotros esa temporada, pero al año siguiente, aún en edad juvenil, le dijo adiós al equipo. Un buen día, mi tío Julián, poco apasionado del fútbol, pero sí por las evoluciones de su sobrino, me llamó para decirme que un compañero de trabajo suyo era familiar de Pedro Lasheras, antecesor de Yarza en la portería del Real Zaragoza y, a la sazón, el entrenador del Endesa. Le había hablado de mí. Ese compañero le pidió mi currículum para hacérselo llegar al familiar... y de ahí ya veríamos. Aquel acontecimiento abría las especulaciones sobre el futuro posible que ya no iban a parar hasta la pretemporada siguiente. Me estrené en esta faceta de elaborador de currículum con la propuesta de mi tío. Ojalá hubiera guardado una copia, porque recuerdo pocas cosas de las que incluí, como la falta de lesiones, algunas impresiones de Pablo y de Emilio, los trofeos conseguidos... Quizá en ese momento se comenzara a marcar mi vocación profesional, puesto que varios años más tarde me dediqué a tareas que tenían mucho que ver con la elaboración, recepción y análisis de currículum. Creo que nunca llegó a las manos de Lasheras, aunque por paradojas del destino sí supo de mí por otra vía. A mitad de temporada, se había integrado en nuestra directiva Sebastián, un hombre curtido en las interioridades del fútbol regional, que provenía del antiguo Juven- 185 tud. Las diferencias con el nuevo enfoque tras la fusión con el Santo Domingo le habían traído hasta nuestro club. Este hombre, con su aspecto afable y su dinámica trabajadora, empezó a moverse para buscarnos salida a los dos jugadores que terminábamos ese año en Juveniles: Orlando y yo. La primera propuesta en firme surgió del Robres, un equipo de Regional Preferente que, a última hora de la temporada, se dirigía a los equipos buscando jugadores nuevos con los que evitar el descenso. La directiva nos recomendó calma y buen análisis. "Cuidad de las promesas. Lo más probable es que se hayan quedado sin gente porque no les han pagado. Si ficháis, os quedáis comprometidos por dos años. Pensadlo antes de hacerlo". El presidente del Robres no nos cayó nada bien, porque su insistencia y promesas inmediatas nos trajeron sospechas de que la visión de los directivos podía ser muy acertada. Sebastián me comunicó que el Calatayud se interesaba por mí. Esa opción ya resultaba más apetecible, porque era un club en una población grande que garantizaba solvencia y aspiraciones a mayores cotas. Siguieron rumores de ojeadores, como Casamayor, que buscaba muchachos para el Aragón, nuevamente volvió a sonar Ansodi, del Real Madrid, Sebastián nos hablaba de clubs de Segunda División... Creo que eran globos sonda para despertar o mantener esa ambición, no sólo en nosotros dos, sino también para dar expectativas a nuestros equipos inferiores, con el fin de demostrar que Santo Domingo de Silos sonaba en el mercado futbolístico y, por tanto, 186 no era necesario salir a otro club. Vivimos permanentemente en un estado cíclico donde unos sustituyen a otros, no podemos evitarlo. Si ayudamos a irse de la manera más digna posible a quienes deben salir, estaremos actuando con lealtad porque reconocemos el valor que aportaron y elevamos su autoestima… pero no sólo sirve a los que se van, sino también a quienes se quedan... porque esperarán ser tratados así en el momento que les toque marcharse y se sentirán orgullosos de pertenecer a una organización que trata bien a sus veteranos. La directiva debió aquel año restringir gastos, por lo que no hubo ni cena ni trofeos. Pero me sentía muy bien galardonado, porque en el Zaragoza Deportiva se mantenía esa clasificación matemática, en la que iba apareciendo siempre entre los primeros. Según nos dijo Pablo, ése era el mejor escaparate para que los equipos grandes se fijaran en nosotros, porque surgía de las impresiones de personajes cualificados. Aquel ranking terminaba siendo la principal referencia para conocer cuál era nuestra posición en el mundillo del fútbol juvenil. De esa clasificación nacía la Selección Matemática, que incluía a los once mejores en su puesto. En varias jornadas aparecí en ella. Para el siguiente domingo al final de temporada, se fraguaba un acontecimiento importante: la inauguración oficial de nuestro flamante campo de fútbol, después de algunas remodelaciones. Aparecieron muchos rumores 187 sobre los eventos que la acompañarían, pero en un entrenamiento, Emilio, nombrado coordinador del aspecto deportivo para esa ocasión, nos informó de lo planificado. Una selección juvenil de la región se enfrentaría al Aragón. Poco tiempo me durarían las especulaciones sobre sus componentes, porque Emilio nos comunicó a Orlando y a mí que íbamos a formar parte de ese combinado. Quizá porque ya había disfrutado de la convocatoria en infantiles, aquella vez la noticia no me llenó ni de sorpresa ni de tanta expectación como la primera vez. Además, era consciente de que siendo Emilio el seleccionador contaba con ventajas para ser incluido. Pero llegado el día todo iba a ser distinto. En cuanto entré al campo, observé una afluencia inusitada. Según taquilla, en su balance posterior, habían pagado entrada más de mil personas, y entre prensa, invitados y jugadores del club, estimaban una presencia casi del doble de espectadores. Se gestaba un ambiente sensacional. Entre ellos, asistía mi familia ampliada: padres, hermanos, tíos, primos y amigos, por lo que iba a sentirme a la vez arropado... y mucho más nervioso. Pasé al vestuario para encontrarme con muchachos rivales en la Liga, pero también con un gran número que no conocía, provenientes de equipos de la Liga Nacional. En las perchas se acomodaban los equipajes, y sentí un vuelco en el estómago al comprobar que la camiseta era roja y el pantalón azul, como el de la selección española. ¡Qué bonito sueño! Emilio llegó enseguida, comprobó que todos nos en- 188 contrábamos en el vestuario y me llamó aparte. Salimos fuera y me propuso: –Prades, vas a seguir siendo mi capitán. ¿Te parece? Y como si no me afectara lo más mínimo, le dije con naturalidad pasmosa: –Sí, claro. Mientras sonriente me daba las gracias y me pasaba la mano por el pelo, creo que me di un paseo por las nubes. ¡Capitán de la Selección Aragonesa! Cuando me puse el brazalete, ya cambiados esperando sus orientaciones para el partido, me sentí algo mal ante mis compañeros. Pensaba que había jugadores con más merecimientos que yo para ostentar ese distintivo. Miré algunas de las caras y como no observé gestos de disgusto o reproché, solté un suspiro interior que me desahogó el sentimiento de ser un “enchufado”. Habían preparado una salida especial al campo. Nos pusimos en fila por orden numérico, conmigo encabezando la comitiva de la Selección. A nuestro lado, también se ordenaba el Aragón, con su equipaje equivalente al del Real Zaragoza. En la entrada nos esperaba el trío arbitral.. ¡trío!... la primera vez que iba a jugar con linieres. Una vez ordenada la comitiva, nos acercamos a la salida hacia el campo, donde nos habían hecho pasillo los alevines. A mi paso, los chavalillos me animaban, me guiñaban el ojo, me palmeaban la espalda... Estuve muy tenso durante todo el partido, casi agarrotado. La presión de tanto público, tener enfrente a jugadores con aspiraciones para formar parte de la Pri- 189 mera División debieron hacer mella para que me sintiera extraño en el partido. Jugué la primera parte, en la que terminamos con empate, pero el resultado era lo de menos para esa sensación nueva que me había dominado sin que pudiera soltar los demonios que me atenazaron. Aunque no le he contado todavía, ya se había producido ese hito narrado en el preámbulo, el de la propuesta de Jordi para probar por el Endesa. Creo que no tuvo ninguna influencia en ese agarrotamiento, pero no lo puedo asegurar porque desconozco los secretos del subconsciente. Aquella llamada para formar parte de un equipo importante condicionó los acontecimientos de los últimos meses en la temporada. Después de ella, llegaron las propuestas antes descritas y me debatía entre unas y otras con el embrujo de la conversación en el restaurante. La imagen de Jordi preguntándome se coló por la parte más expansiva de mi memoria. Me asaltaba cada momento que tenía que ver con mi futuro futbolístico. ... –Bien, pensé en ti, se lo comenté, me dijo que te conocía y... vengo a proponerte una reunión con la directiva para que fiches con nosotros. ¿Qué te parece? –preguntó Jordi. Guardé silencio y agaché la cabeza. Probablemente, sólo transcurriera un segundo, pero me pareció que el tiempo se había detenido... porque no quería contestar. 190 Él seguía comiendo su postre. –¿Sabes? No creo que deba fichar. En septiembre me voy a la mili. También quiero matricularme en Empresariales. No podré entrenar con esa dedicación que hace falta. –¿Seguro? Y no quise volver a dudar. –Sí, seguro, Jordi. 191 De pie: Simón, Bitrián, Villa, Prades, Orlando, Carlos Sanz. Agachados: Juanjo (“Puskas”), Ferrer, Pastor, Guti, Soria. 192 De pie: Simón, Vallés, Villa, Prades, Roberto, Orlando, Bitrián, Emilio Muñoz (entrenador) Agachados: Pastor, Ferrer, Garcés, Soria, Gaña, Guti, Tolosana. 193 Epílogo Además de servirme para agrandar mis méritos futbolísticos en alguna conversación pedante, aquella propuesta y mi contestación purgaron durante varios años mi autoestima. Era cierto que en septiembre me incorporaba al servicio militar, también que quería matricularme en la carrera, pero ¿podían ser razones de peso para negarme a esa posibilidad de futuro? Acababa de pasar ante mí el tren de la oportunidad y no subí a él. En cuanto salí por la puerta del restaurante, había perdido un futuro prometedor. La satisfacción de que contaron conmigo no compensa el vacío de la incertidumbre sobre qué habría sido de mi carrera futbolística si hubiera aceptado ese reto. Quizá la Primera División. Quizá la internacionalidad. Quizá ese Mundial 82 que vivía en mis sueños. Probablemente, no, pero ni siquiera di cancha a la posibilidad, yo mismo me corté el progreso inconscientemente. El Endesa fichó a dos compañeros míos en la Selección infantil que podían ocupar mi posición y que no llegaron a destacar lo suficiente. Quizá pudo ser la misma conclusión para mí. Pero he escrito varias veces “quizá” y una “probablemente”. Son adverbios de duda, la que todavía tengo, sobre los resultados de haber aceptado. Tuve miedo. 194 Es esa la única causa de mi negativa. Cuando escuché la propuesta de Jordi no estaba en un campo de fútbol, no debía enfrentarme a un rival o a una portería, no tenía en la banda un entrenador ni detrás un portero que cubriera mis espaldas. Quien dio esa contestación fue el muchacho temeroso y huidizo que tenía “sangre de horchata”. Todos los sueños y esfuerzos se concretaban en una sola palabra. Temí pronunciarla, temí sus consecuencias, temí fracasar, temí sentirme ridículo entre aquellos jugadores... Sin querer entenderlo, en una fracción de segundo pasaron por mi mente imágenes del fracaso en el Juventud, de las broncas de Sarto, de los errores cometidos, de mi supuesta falta de técnica... Me vi entre jugadores de alto nivel agarrotado de piernas, superado por los rivales, defraudando a quienes pudieran confiar en mí. Y esas sensaciones no tuvieron contrapeso con los halagos de Pablo, de Emilio, con mi potencia de disparo, con mi toque de balón en largo, con mi buena colocación, con las notas del periódico... No, no pude entender que aquellos fogonazos de los fracasos iban comprimiendo mis entrañas para ahogar las ínfulas de un muchacho que parecía prometer triunfos. Ese miedo superior me atenazó y dirigió mi búsqueda de excusas para eludir los dolores de la cobardía. A partir de ese momento, se inició mi deambular por el ambiente futbolístico de entretenimiento. Por dentro, aún guardaba una esperanza hacia el éxito, pero surgía más como consuelo que como posibilidad. 195 Y fueron más de veinte años. Declaré en el preámbulo que esta novela se conformaba con mis años de fútbol cantera. Así ha sido hasta ahora, pero los recuerdos de tantos momentos especiales no me permiten concluir ahí la historia. Se produjeron hitos y hechos que también influyeron, cada vez menos, en ese crecimiento personal, porque iba llenándome de ciertos logros que me salpicaban con satisfacción. En la Base Aérea de Zaragoza, conjuntamos un equipo con los soldados que nos incorporábamos. Como en todo lo que sonaba a balón ahí que rondaba mi cerebro, acudí a la llamada del capitán entrenador y me incluí en una amalgama de jugadores que llegó a poner en aprietos al mismo Aragón. Precisamente, el día en que se iba a disputar el primer partido contra ellos, en la Ciudad Deportiva, me había hecho una herida en el dedo pulgar del pie. Se movía la uña. Pero si acudía a la enfermería no me dejarían jugar, por supuesto. Así que me vendé como pude con la ayuda del botiquín del parque de Bomberos (ejercí de bombero en la mili) y con dolor y muchas ganas, me subí al autobús que nos llevó hacia la ilusión de volver a jugar contra aquellos aspirantes a figuras del balompié. Mi dedo se inflamó, se llenó de sangre, manchó la media... pero allí estuve, en el campo de hierba, persiguiendo a un delantero que con dos movimientos te despistaba en un palmo de terreno. Un mes más tarde, volvimos a la Ciudad Deportiva para jugar contra el mismo rival. En ese segundo partido nos arbitraba el entonces colegiado más destacado de Aragón (creo que militaba en 196 Segunda), con cierto aire de soberbia y superioridad. En una jugada extraña, me pitó una falta para mí inexistente. Le protesté con bastante enfado. El hombre, algo más alto que yo, se me acercó levantando la nariz, mirándome con desprecio, y me dijo: “Cállate, chaval. ¿Es que no sabes quién soy? No tienes nivel ni categoría para que te pite yo. Bastante hago con dirigirte la palabra”. Sin comentarios. En agosto de ese mismo año, el padre de Beltrán, uno de mis ex–compañeros del Europa, habló con mi padre sobre mi situación porque buscaban jugadores para el C.D. La Almunia, con el fin de conseguir el ascenso ese año a la máxima categoría regional. Quizá la mili (hasta será verdad el dicho de que “hace hombres”) me tapó esa baja autoestima, y enseguida puse a este hombre en contacto con la directiva del Silos (tenía ficha con ellos en Tercera Regional) para negociar la baja y salir hacia esa aventura. Tardaron algo en ponerse de acuerdo, pero lo consiguieron con una cantidad, 15.000 pesetas, en material deportivo como concepto de fichaje. En mi caso, acordamos una compensación de 6.000 pesetas al mes. Me sentí reconocido, lo de menos eran los importes, pero notar que alguien hacía honor y negocio con mi valía era una excelente satisfacción. En ese equipo me reencontré con Miguel Castro, fuimos compañeros aquel año, y viví el ambiente de los viajes largos en autobús, de la atención impecable del masajista y del utillero, de la pasión de un pueblo por su equipo de fútbol.... Sólo cobré cuatro meses, con lo que me compré los primeros lentes de contac- 197 to, porque el Ayuntamiento cortó la subvención en los presupuestos del año siguiente, así que en enero... todos sin cobrar. La mayoría de los jugadores de Zaragoza capital renunciaron a seguir jugando y negociaron la baja. En mi caso, preferí quedarme hasta fin de temporada porque no era el dinero mi principal aliciente. Gracias a aquellas bajas, alcancé la titularidad, combinando el lateral izquierdo con el puesto de central. Pero al año siguiente, influido por mi novia, algo enfadada porque su único día libre lo ocupara jugando al fútbol, y por una peripecia que no terminó de llenarme, volví al equipo regional de Santo Domingo de Silos. Esta temporada fue cuando jugué en la selección del barrio de Las Fuentes, a la que fui convocado para jugar el partido de las fiestas contra nada menos... que los Veteranos del Real Zaragoza. Me tocó marcar a Isasi, con una panza que doblaba mi perímetro de cintura, pero su habilidad en el desmarque me obligaba a correr tanto que acabé el partido más cansado de mi vida. Resultó impactante perseguir a Violeta o a Rico, que con más de cuarenta, seguían corriendo de un lado a otro con una fortaleza casi insuperable. Junquera, antes portero, ahora se colocaba de jugador, Zarrita, en la cincuentena, ocupaba el lateral derecho, Fontenla de central.... En fin, un lujo para unos chicos que sólo los habíamos visto desde las gradas de La Romareda y ahora erámos capaces hasta de robarles el balón. Y aquel equipo de regionales de Santo Domingo de Silos empezó una ascensión imparable. En dos años, dos 198 ascensos, hasta llegar a la Segunda Regional Preferente, habitualmente el límite de aquellos equipos que no pagaban compensación económica a sus jugadores. Y el regreso a casa de jugadores del club que también habían renunciado a transitar por equipos de la geografía regional, ayudó a configurar el mejor conjunto en el que he jugado. Solamente perdimos un partido en toda la Liga y terminamos como líderes con una media de 3 goles por partido a favor, y menos de 1 en contra, con Lucio y Paco Serrano de destacados delanteros. Precisamente, estos dos muchachos, que no llegaron a jugar en el juvenil A, comenzaron a despuntar al segundo año de regionales, hasta el punto de convertirse en una pareja tan compenetrada y efectiva que pujaron por ellos equipos de Tercera División. Jugábamos como una máquina perfectamente engrasada. En los diez primeros minutos encarrilábamos los partidos con dos, tres goles, que luego administrábamos sin agobios, permitiéndonos “boutades” que sonaban a soberbia. Al año siguiente, ya en Primera Regional, ocurrió mi primer y único enfrentamiento con un entrenador. Paco Ballestero era un hombre de carácter que transmitía su seguridad personal al equipo. Yo ya había cumplido los 24 años, era consciente de que el fútbol no me iba dar triunfos especiales y sólo quería disfrutar del ambiente de los partidos divirtiéndome con los compañeros y la pelota... pero jugando. Paco dejó de confiar en mí como titular, según mi criterio injustamente, y de buenas maneras le pedí explicaciones. No se dignó dármelas porque se 199 sintió herido en su autoridad. Así, decidí hablar con la directiva para jugar con el equipo B que jugaba en Tercera Regional. Accedieron y en el primer entrenamiento con ellos, me rompí el escafoides. Tuve tres semanas de baja. Al regresar, Paco volvió a convocarme. Sin palabras sobre el tema, aquel enfrentamiento quedó enterrado... y volví a la titularidad. Pero sólo jugamos un año en esa categoría, no porque descendiéramos, sino porque la dirección del colegio decidió deshacer los equipos que no estaban conformados por alumnos. Cambiaron el concepto de club deportivo por el de actividades de ocio para integrantes del colegio... En los tres años anteriores, ya nos exigían a los jugadores regionales que colaboráramos como entrenadores o delegados de los equipos inferiores, opción que tomé. Aquella experiencia me resultó muy enriquecedora para adquirir la responsabilidad de un grupo de chavales alborotados, que necesitaban claves de disciplina y aprendizaje. Entendí las dificultades de tomar decisiones para dejar muchachos en el banquillo, para buscar las motivaciones individuales, para hacer cuadrar a los chicos sus ambiciones con sus posibilidades... en un entorno donde existían los sueños que también yo había disfrutado. Y continué mi aprendizaje en menesteres futbolísticos cuando en la empresa donde trabajaba decidí impulsar la creación de un equipo de fútbol sala. Como recibí la negativa de la Dirección, me dispuse a buscar financiación y la conseguí. Aquella faceta de impulsor y directivo me 200 enseñó tácticas de gestión y convencimiento que nada tenían que ver con el golpeo del exterior, los lanzamientos de falta o la posición de contraataque en superioridad. Después de que Santo Domingo de Silos deshiciera sus equipos regionales, pasé a un equipo de Liga Laboral. Conseguimos un equipo de alto rendimiento... jugando en casa. Las posibilidades económicas nos daban para alquilar un campo de césped cuando jugábamos como locales, pero nuestras visitas eran a campos de mucho menos nivel que, además de los madrugones de los domingos, limitaban el compromiso de algunos de mis compañeros, poco acostumbrados a la constancia y el esfuerzo de una competición larga. En casa ganábamos por goleada lo que perdíamos fuera por falta de afluencia. Con ellos viví un cambio de posición interesante, porque me animaron a jugar de extremo derecha, donde aprovechaba mis características para marcar goles por potencia. Siempre me había visto como un defensa nato, pero ahí pude comprobar que los esquemas mentales son enfermizos para la mejora personal. Gracias a esa decisión, disfruté un par de temporadas del gusto por el gol, que nunca hubiera tenido si me hubiera encerrado en que sólo sabía defender. Mi periplo futbolístico en equipo de once terminó en el C.D. Miguel Servet, también de Liga Laboral, que jugaba en los aledaños de mi barrio. Rescato como anécdota que José Luis Sagarra, otro enamorado del fútbol aficionado, ejercía conmigo un doble papel que resultaba paradójico. En el trabajo yo era su jefe y en el equipo de fút- 201 bol cambiábamos los papeles, pues él era un directivo veterano que ejercía de delegado. Después de tres temporadas, el nuevo presidente enturbió la situación del equipo con gastos no justificados que ocasionaron la quiebra del club. Con la oscuridad del momento, una lesión inoportuna contribuyó a que mi afición ya se convirtiera en cenizas... y decidí dejar de jugar al fútbol. Tenía 30 años. Pero como tantos toreros que se quitan y se ponen la coleta, al cabo de tres años sin tocar un balón, el empuje de mi Director en la empresa de Buenos Aires donde trabajaba, me inmiscuyó en la celebración de un partido entre los colegas internos. Llegó a comprar el equipaje al efecto, que por influencia de los colores oficiales de la empresa y por nuestras conversaciones sobre los equipos de nuestros amores fue igualito que el del Real Zaragoza. Quizá no me habría decidido a jugar si no fuera porque todo atisbaba a que podía cumplir un sueño especial. Tenía la espina de no haber jugado nunca en La Romareda. Pues bien, tratativas del Director del otro departamento contra el que íbamos a jugar el partido hacían prever que podíamos celebrar el partido en... la cancha de Platense, un equipo de Primera División argentina, que se alza en el perímetro de la Capital Federal, pegadito a su circunvalación, la avenida General Paz. Y así se cumplió, allí jugamos, con mi hijo Eduardo recién nacido en los brazos de Esther, mi mujer, que llegaron a aplaudir desde la grada algunos de los lances, a pesar de que perdiéra- 202 mos al final por 4 a 2. Cuando terminamos el partido, mi Director me dijo: –Ché, no me podía imaginar que patearas tan bien. ¡La concha de su madre!, con esa percha de gallego fino y esos modales de pibe prudente, quién podía pensar que tuvieras tanta polenta. Cada vez que llegaba la pelota a nuestro lado, cerraba los ojos, con miedo al quilombo... y, ¡pucha!, ahí estabas vos sacando la gamba. Y cómo le pegás, ché. Yo le decía a mi jermu: “Este no es mi Prades o es que se ha metido falopa”. Tampoco le cuadraba mi dedicación a la literatura con que jugara tan contundente. “¿Pero cómo un artista sensible se puede largar a dar patadas?” Algo le hice dudar cuando le nombré a su compatriota Valdano, que manejaba tan bien la pelota como la lapicera, y a Julio Iglesias, ídolo suyo, como portero juvenil del Madrid antes que cantante. “Pues no me convencés, ché. Vos no me cuadrás como defensor de fierro”. Aquella situación paradójica me resultó tan divertida que volvió a revivirme la afición por el fútbol. Acudí varias veces a la cancha de River para verlo salir campeón en dos ocasiones... y para ver con dolor el declive de Maradona en su último partido oficial, con esa camiseta de Boca, que tengo hoy en mi casa con su firma en el dorso, gracias a Pascual Mazzeo, un “tano” compañero de trabajo e hincha “fundamentalista” de River (que hizo de tripas corazón para traerme esa camiseta). Hasta hace dos años, aún pateé las canchas de fútbol. Aquel “revival” del fuego de la afición volvió a subirme la 203 adrenalina por tocar un balón, y coqueteé con el fútbol siete y el fútbol sala, donde fui capaz de ver sin nostalgia en mis compañeros jóvenes aquellas cosas que yo podía hacer con su edad y que se resistían a mis músculos y a mis reflejos. De vez en cuando, marcaba un gol de falta y lo celebraba tanto como en juveniles, porque verdaderamente, quien tiene pasión por la práctica del fútbol siempre vivirá pegado a una pelota. 204