Notas al programa 11 de junio

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Gran música en torno a tres hitos de la literatura española y universal
Wolfgang Amadeus MOZART (1756-1791): Obertura de Don Giovanni
Entre los grandes hitos de la música teatral de todos los tiempos figura, desde
luego, la excelsa trilogía de óperas de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) con
libretos de Lorenzo da Ponte: Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte. La
primera y la tercera fueron estrenadas en Viena, en 1786 y 1790, respectivamente,
mientras que Don Giovanni vio la luz en mejores condiciones para Mozart: rodeado de
la admiración y el afecto que le prodigó la ciudad de Praga. Este estreno absoluto del
Don Juan de Mozart y Da Ponte se produjo el 29 de octubre de 1787. La ópera pronto
se repondría en Viena, con alguna variante en la partitura. El libreto es una versión de
las andanzas del personaje que vino a constituir uno de los prototipos universales del
teatro y sobre el que selló la pieza teatral definitiva uno de nuestros grandes escritores
del siglo de oro, Tirso de Molina.
De este dramma giocoso -como lo definieron sus autores- escuchamos hoy la
Obertura, escrita la noche antes del estreno, en un impulso de febril actividad y que es
una página maestra como concepción sinfónica y en su carácter funcional de prólogo a
lo que ha de acontecer en cuanto el telón se alce. Formalmente se ordena a modo de
díptico: un breve Andante de gran tensión dramática seguido de un Molto allegro de
contagiosa vivacidad: o sea, un perfecto resumen de los caracteres drammatico y
giocoso a los que Da Ponte y Mozart se referían en la portada de la partitura. Es de
destacar que Mozart apunte, en el Andante inicial, hacia los temas del desenlace
dramático de la obra, es decir, al momento culminante de la aparición del
Comendador en casa de Don Giovanni cuando éste se dispone a cenar, mientras que,
en el Molto allegro, no hay referencia explícita a ningún tema que se vaya a utilizar
después en la ópera, lo cual, por supuesto, no obsta para que sirva perfectamente
como ambientación de caracteres y situaciones. La brevedad, la concisión, la increíble
naturalidad del flujo musical -que proporciona apariencia de sencillez-, son
características inherentes a esta música genial.
Carmelo BERNAOLA (1929-2002): Suite de La Celestina
En el mes de noviembre de 1996 rubricó Bernaola la partitura de La Celestina,
el gran ballet que le había encargado el Teatro Real para la primera temporada de su
nueva andadura. La obra sería estrenada el 24 de junio de 1998 por el Ballet Nacional
de España que entonces dirigía Aida Gómez. El libreto era de Adolfo Marsillach y
consiste en una “Sinopsis argumental”, escrita en agosto de 1995, de la genial
tragicomedia de Fernando de Rojas. La coreografía era de Ramón Oller. En los papeles
principales bailaron Maribel Gallardo (Celestina), Rubén Olmo (Calisto) y Gala Vivancos
(Melibea) y, en el foso, la Orquesta Sinfónica de Madrid estuvo dirigida por José
Ramón Encinar.
Al escuchar la música de este ballet se recibe inmediatamente la impresión de
que Carmelo Bernaola se aplicó a la composición de su Celestina con criterio, ante
todo, de músico teatral. En efecto, el maestro vasco trabajó desde el principio junto a
la “Sinopsis argumental” de Marsillach, con una manifiesta voluntad de servicio no ya
al espíritu, sino también a la letra del discurso teatral. Cada personaje es portador de
una caracterización sonora; cada gesto, cada situación del libreto, están también
concretados en la música. En este aspecto de profunda interrelación escena/música,
La Celestina tiene en nuestro repertorio un precedente tan claro como ilustre: El
sombrero de tres picos. Su calidad hace que ambas sean músicas válidas en sí mismas,
aunque ninguna de las dos obras puede analizarse, “explicarse”, sin la continua alusión
a la acción a la que sirven.
Todas las ideas musicales contenidas en la partitura de Bernaola toman la
forma de motivos sumamente escuetos, celulares, reducidas a veces a un simple gesto
sonoro y siempre con un ropaje tímbrico cuidadamente escogido. Estas células
definidoras pueden sucederse, superponerse, fundirse, interrelacionarse, incorporar o
generar otras, de manera que la música resulte en todo momento elocuente: anuncia
la acción, la apoya, la enriquece, le añade valores expresivos. Acabamos de referirnos
al aspecto tímbrico, pero ampliamos ahora esta llamada de atención hacia la
orquestación en general, una orquestación que nunca es “masa” y en la que los
distintos “espesores” o densidades de la instrumentación constituyen un elemento
electivo más que, al ser racionado con talento de gran músico, obra efecto en cuanto a
la gradación de los matices.
La Suite realizada por Encinar reduce la partitura a lo esencial. Prescinde de los
contados pasajes con voz, así como de transiciones, repeticiones y divagaciones
justificadas por la trama escénica, y enlaza las piezas sin añadir nada a lo escrito por
Bernaola. Esta Suite de La Celestina se presenta en cuatro movimientos. En el primero
de ellos -Calisto y Melibea- se presentan al menos cuatro motivos fundamentales: el
vuelo de un ave (“el pájaro del amor”), símbolo de lo huidizo, de lo inaprehensible,
confiado a las maderas (flautas, clarinetes); el motivo de Melibea, lírico, reposado y
sensual, en figuras largas (blancas) y por grados conjuntos (inicialmente confiado a las
cuerdas); el motivo de Calisto, con un diseño resuelto y enérgico, generalmente en los
instrumentos de viento-metal; y el motivo que representa la vinculación entre ambos
jóvenes, el concreto y lacerante deseo que enardece a Calisto, acaso una atracción
mutua, y que es una célula caracterizada por un trazo en arco de un solo compás, en
corcheas.
El segundo movimiento -Celestina- se centra en el personaje de la alcahueta,
introducido por otro personaje, Sempronio, el criado de Calisto, quien también tiene
su caracterización musical: un motivo que evoca su carácter “sarcástico, bastante
cínico y absolutamente desvergonzado”. La Celestina y sus maquinaciones se definen
mediante un rápido e inquieto giro a cargo del piano, breve como una ráfaga, pero
perfectamente definido e identificable, con lo cual va a actuar con gran eficacia sobre
la memoria auditiva del oyente. Bernaola utiliza profusamente la métrica y la
acentuación de la petenera, al margen de toda referencia melódica o armónica a este
canto popular, esto es, sin expresa voluntad de que sea reconocible como tal: esta que
podríamos denominar “petenera implícita” va a ser el soporte musical para la danza
principal de Celestina, tras la cual la vieja entrará en el trance del conjuro: la música
expresa el carácter siniestro de la acción mediante un motivo caracterizado por un
amplio intervalo descendente (de séptima) en los primeros violines, frente a la
repetición ad libitum de un giro rápido en el teclado del clave y un diseño de flautas y
flautines con notas nerviosamente repetidas.
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En el comienzo del tercer movimiento -Celestina y Melibea. Muerte de
Celestina. Muerte de Sempronio- pasamos del ambiente más siniestro al más
encantador. Melibea se columpia en su huerto y la orquesta recrea el bello motivo de
la joven, ahora entonado por las maderas y los instrumentos “afinados” de percusión.
El motivo de la alcahueta Celestina anuncia su aparición en el jardín, a donde llega
para vender a Melibea la diabólica madeja fruto del conjuro, y para llevarse el cordón
que ciñe la cintura de la joven. La insistente célula de segunda menor decendente que
escuchamos, como un lamento, ilustra las zalamerías de la vieja. Más tarde
encontraremos a la joven trastornada por los efectos de la madeja que le vendió la
alcahueta. Acude Celestina: así nos lo indica su referente temático, la célula pianística.
El motivo del deseo se hace machaconamente insistente en las maderas. Tras el
diálogo entre la joven y Celestina, ésta recibe de la enamorada Melibea un pago en
alhajas. Pero la muerte llega, fatalmente. Envuelto en sonoridades orquestales
brumosas que tintan expresivamente su sarcástica caracterización musical, aparece
Sempronio, a deshora, en casa de Celestina. Reclama lo que considera su parte del
botín y, como quiera que la vieja se niega y resiste, la apuñala. Es extraordinario el
logro del progreso de la tensión orquestal con que está apoyada musicalmente la
escena, con crecimiento sonoro y estrechamiento rítmico conforme se acerca el
momento del homicidio. El silencio sucede por un momento al terrible golpe; luego, un
bellísimo lamento apuntado en las cuerdas y el arrebato de campanas. La maraña
sonora prosigue y nos lleva sin solución de continuidad al fin de Sempronio, quien es
perseguido, acorralado y finalmente muerto a palos por hombres que han acudido a
vengar a la Celestina, todo ello apoyado por nuevos tratamientos de materiales
musicales ya bien conocidos a esta altura de la obra.
Cuarto movimiento: Escena de amor. Muerte de Calisto y Melibea.- A
medianoche, Calisto acude al huerto de Melibea y la música, equiparándose a la luz de
la luna, transfigura el ambiente para hacerlo marco de las mieles del amor. El pájaro
esquivo del comienzo de la obra va a ser, por fin, aprehendido. La satisfacción del ansia
de los jóvenes supone la culminación de una de las líneas de la trama, la amorosa, pero
está por venir la culminación de la otra, la trágica. Fuera, se ha desatado una pelea y
Calisto, pese a los esfuerzos que su amada hace por retenerlo, acude a ayudar a los
suyos. La música describe la trepa por la tapia que conduce a Calisto hacia su fin. “¡Han
matado a Calisto!”... La orquesta, al unísono, imponente, aborda el tema gregoriano
del Dies irae. Melibea (que en escena se convierte aquí en curiosa amalgama de Lucia y
Tosca) deambula y danza fuera de sí antes de comenzar a ascender por unas escaleras
al alto desde el cual se precipita al vacío. Es el fin.
En las notas al programa del estreno absoluto de La Celestina, en la biografía
que escribí de Carmelo Bernaola poco después de su muerte, en el catálogo de la
exposición “Tres mitos españoles. La Celestina, Don Quijote, Don Juan” y en varios
artículos de prensa con diversos motivos, clamé por la conveniencia de llevar a cabo
una suite para que la magnífica partitura del maestro vasco tuviera la difusión que
merecía en las salas de concierto. Tan seguro estaba de que Carmelo -ya en declive
físico- no iba a hacerme caso como de que no clamaba en el desierto. Y, en efecto, un
buen día, mi querido y admirado José Ramón Encinar me llamó para comunicarme que
se había puesto a ello. Pocos músicos, desde luego, tan indicados para la tarea:
Encinar, por su triple condición de compositor (escondido), director de orquesta e
intérprete avezado de la música bernaoliana, era persona indiscutiblemente idónea.
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También había pensado en Juanjo Mena, por añadidura discípulo directo de Bernaola…
En fin, asistimos hoy al estreno absoluto de la suite de concierto, articulada por José
Ramón Encinar, del ballet La Celestina, de Carmelo Bernaola, en versión dirigida por
Juanjo Mena. Sé que no es costumbre -y que hasta puede ser impertinente- proceder a
expansiones personalistas en unas notas al programa, pero que se me haya dado
cancha en esta fiesta lo vivo como regalo inolvidable y me place manifestarlo. Gracias.
Richard STRAUSS (1864-1949): Don Quijote, op. 35
Hacia 1904 estaba Richard Strauss comenzando su deslumbrante carrera
operística habiendo dejado atrás una no menos deslumbrante etapa de compositor de
grandes poemas sinfónicos que supusieron, en los finales de la centuria romántica, la
culminación de todo una línea de obras orquestales que arrancaba con las Oberturas y
la Pastoral de Beethoven y había tenido un capítulo importante en Liszt. Don Quijote,
op. 35, subtitulado Variaciones fantásticas sobre un tema caballeresco, data de 1897:
se sitúa, por lo tanto, entre otras dos obras maestras del género: Así hablaba
Zaratustra (1896) y Una vida de héroe (1898). La aproximación al universal personaje
cervantino que llevó a cabo el joven maestro muniqués ha pasado a la historia como la
mejor entre todas las obras instrumentales que lo intentan. Es música de
extraordinaria eficacia descriptiva (o evocadora) de personajes y situaciones, pero, por
encima de ello, de alta inspiración. Los pasajes más líricos y estáticos, aquellos en los
que se pretenden reflejar los fantasiosos idealismos del hidalgo, resultan
especialmente bellos y conmovedores.
La forma de la obra consiste en una Introducción (donde se exponen los
temas que caracterizan a Don Quijote y a Sancho), diez Variaciones (en las que se van
recreando distintos episodios de la novela cervantina) y un Final, mientras que el
planteamiento orquestal es prácticamente concertante, habida cuenta del importante
papel solista que tiene el violonchelo (también una viola, aunque en menor medida). El
estreno tuvo lugar en Colonia, el 8 de marzo de 1898, y la incomprensión se cebó con
la música de Strauss, a quien los más retrógrados afeaban que hubiera dado cabida a
alusiones sonoras al viento o a innobles balidos de ovejas. Fuera de sus lares le iba
mejor a Richard Strauss pues, como es sabido, en todas partes cuecen habas: así, el
éxito le acompañó en Nueva York cuando presentó su Don Quijote allí, el 3 de marzo
de 1904. Por cierto, el solista de violonchelo era un jovenzuelo catalán que se llamaba
Pablo Casals…
He aquí un esquema de la obra straussiana. La Introducción se refiere a la
pérdida de la razón, por parte de Don Quijote, y a su decisión de emprender su propia
carrera de caballero andante para revivir las aventuras cuya lectura le había
transtornado. El Tema caballeresco se expone, con protagonismo del violonchelo (Don
Quijote) y la viola (Sancho). La Variación I es el episodio de la batalla contra los molinos
de viento. La Variación II, la batalla contra el rebaño de ovejas y carneros. La Variación
III recrea uno de los jugosos diálogos entre caballero y escudero. La Variación IV se
refiere al episodio de la procesión de penitentes con una imagen de la Virgen que Don
Quijote toma por una principal dama que habría sido secuestrada. En la Variación V se
evoca a Don Quijote velando las armas y suspirando por Dulcinea. En la Variación VI,
Sancho hace creer a su señor que una tosca lugareña es su amada Dulcinea, sin duda
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afeada por algún enemigo mediante pérfido hechizo. La Variación VII describe el
fantástico vuelo a lomos de Clavileño, episodio en el que Sancho se quijotiza y echa a
volar su fantasía. La Variación VIII trata del episodio de la barca de pescador
encontrada a orillas del Ebro y que Don Quijote toma por barco encantado que les
llevará a alguna elevada misión. La Variación IX recrea el enfrentamiento con dos
frailes de la orden de San Benito. La Variación X rememora el combate del hidalgo
manchego contra el Caballero de la Blanca Luna -en realidad el bachiller Sansón
Carrasco-, quien derrota a Don Quijote y le obliga a dejar las armas y volver a casa. En
el bellísimo y emotivo Final se nos presenta a Don Quijote que, recuperada la razón,
medita sobre sus andanzas y, postrado, languidece y muere.
José Luis García del Busto
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